La literatura es siempre magia

En la literatura todo se desvitúa y desrealiza para tomar un aspecto nuevo, para que lo que en ella aparezca nos invite a soñar. Es su principal propósito; si no se cumple, se convierte en un mensaje huero, en un insulso planteamiento. La vida en ella llega a su plenitud, pues lo que se sueña es lo que pervive, lo que se resiste a sucumbir.







miércoles, 30 de septiembre de 2015

















TAIFAR,
EL REINO DEL AMOR























1



Cuenta uno de los más afamados cronistas, con ínfulas de literato, que el reino de Taifar vivió después de la abdicación de Atafir un periodo de creciente bonanza. Asegura que la causa principal que justifica este hecho fue el enorme impulso que le vino a dar su nuevo soberano, cuya fuerza residía más en el poder de seducción de su mensaje que en otras consideraciones de índole más práctica. Imbuido de un espíritu de fabulador empedernido, presenta a Haldar el célebre cronista con el halo permanente de un héroe legendario, con méritos que no eran debidos al vigor de su brazo, sino al gran arrojo con que había actuado en todo momento, nacido de los grandes ideales que en su interior bullían, sin los cuales hubiera sido imposible que acometiera las nobles empresas que acometió. Haldar, con su empuje, demostró que nada era inalcanzable para la fe: como había dicho el Mesías esperado, a quien después él seguiría con el mismo fervor de sus primeros discípulos, con la fe se podían mover montañas, realizar obras que habría que tener por milagros. Nada se resistía, pues, a quienes confiaban en los inmensos dones de los que estaban dotados, sobre todo si no habían sido otorgados como premio a los valores que hubiesen acreditado de sí mismos, sino como algo donado de forma gratuita, por un ser superior que se los concedía sin ningún reparo. Después de haber librado a su pueblo de la terrible amenaza que sobre él se cernía, Haldar era ya a los ojos de cualquiera un hombre extraordinario al que ningún mal vencería, pues ese ser superior que tanto lo había beneficiado lo salvaría también de todos los peligros. Los años que siguieron a su entronización fueron, en realidad, muy venturosos para Taifar: el amor que había preconizado lo llevó a asistir a los pobres que allí moraban, a suprimir prebendas y ordenamientos para que todo el mundo tuviera los mismos derechos, a unir a aquellos que por distintas desavenencias estaban enemistados. Proclamó en diversos actos que él no era quien reinaba ahora en Taifar, sino aquel Jesús de Nazaret que había muerto en una cruz para liberar a los hombres del pecado. Ese amor, llevado hasta el extremo, lo había conmovido tanto que olvidó todo lo que tenía pensado para instaurar un reino nuevo, el reino del amor y de la paz, con el cual trataba de dar a los suyos una felicidad duradera. Para demostrarlo, se puso a servir a todos los que tenía a su alrededor con un denuedo inaudito, como si para ser rey necesitase actuar antes como un siervo. De esa manera, nadie tuvo ya dudas de que no era un monarca quien los regía, altanero y prepotente, sino un nuevo seguidor de aquel que había dicho que todo el que quisiese ser el primero se convirtiese antes en el último. Era el servicio lo que distinguía al verdadero discípulo de Jesús, lo que lo señalaba entre todos los que no miraban otra cosa que su propio beneficio. Haldar, con la humildad que ya lo caracterizaba, quería hacer exactamente lo que él hizo: con gran devoción escuchó a los mensajeros de su reino para conocer mejor su doctrina, para poderla difundir él también en Taifar. Aquella era tierra de misión, como lo había sido ya antes Palestina o como lo podían ser otros muchos sitios a los que se llevara también la palabra de Jesús, porque la palabra de Jesús estaba viva, impulsaba a los que la escuchaban a transmitirla, a pregonarla allá adonde fueran.
Se sucedieron años muy esperanzadores, durante los cuales se cumplieron todas las promesas de Haldar. El recelo dio paso a la confianza; el miedo, muchas veces infundado, a la seguridad de que nada malo habría de ocurrir. Las únicas desgracias que tuvieron lugar fueron de carácter natural, ocasionadas por la misma debilidad humana: el padre de Haldar, Atafir, murió poco tiempo después de su abdicación, como también lo haría Armuz, el venerable instructor, a quien el nuevo rey había querido premiar colocándolo muy cerca de él en la corte. La muerte, vista con aquella naturalidad, era considerada como un tránsito hacia un estado mejor, en el que el alma habría de disfrutar de una dicha sin fin, libre ya de las turbulencias que en el mundo hubiera padecido. Jesús, con su sacrificio en la cruz, la había ya vencido: después de él, no había que tener ningún temor, según predicaban aquellos hombres que lo habían conocido, movidos ahora por la fuerza de su Espíritu.
Elvira, casada con Haldar, dio desde el principio muestras de ser una mujer que reunía grandes condiciones, pues a las que ya portaba supo sumar muy pronto otras que eran necesarias para su nuevo estado. Igual que Haldar, se convirtió también a la religión de aquel Mesías salvífico, cuyo mensaje de amor fue tomado por ella como la mejor noticia que se podía transmitir al mundo. El entusiasmo con que su esposo se entregó a la causa del nazareno la llevó a ella a realizar asimismo obras memorables, como fue también la de acoger a menesterosas y convertirlas en cortesanas de primer orden. En sus paseos por la ciudad, les gustaba a los dos atender a niños desmedrados y harapientos, todavía numerosos al comienzo de su reinado. Con el permiso de sus padres o de sus cuidadores, a más de uno se lo llevaron consigo para regalarlo durante una temporada con toda clase de atenciones y de agasajos, como si en lugar de ser hijos de unos deslustrados lo fueran de personas de alto copete. Todo ello les granjeó grandes simpatías entre la población desfavorecida, asombrada de cómo había cambiado su suerte. Fueron vistos, más que como monarcas, como amigos incondicionales de la plebe, a la que deseaban devolver la dignidad humana que sus tristes circunstancias le habían sustraído.
El amor que los dos se profesaban tuvo el feliz corolario de una considerable prole: fueron cuatro hijos varones y tres del sexo contrario los que al cabo tuvieron, bien formados todos y dispuestos para la vida. Orgullosos de ellos, los instruyeron sabiamente desde pequeños para que no se creyesen superiores, sino para que compartieran siempre todo lo que tuviesen, incluidos los conocimientos que durante aquellos primeros años atesorasen. El hijo mayor, como era natural, estaba destinado para que sucediera al padre en el trono; los dos varones que lo seguían, influidos por aquellas sabias instrucciones, habían decidido que se dedicarían a difundir la nueva palabra, para lo cual continuaban formándose con lo que les enseñaban los mejores predicadores del reino; el más pequeño, por no tener aún edad para ello, no se había inclinado todavía por nada concreto; una de las hijas, la más bella, había mostrado desde que era niña preferencia por el culto religioso, en el cual la había iniciado una de las mujeres que su madre había adoptado como doncellas; las otras dos hijas, menos reservadas que la primera, habían optado por el arte de la jardinería, aprendido de los hombres que acudían todos los días a cuidar los jardines que había en las cercanías del castillo.
Florencio, el pastor, se casó con Diana, la mujer del pañuelo rojo que lo había confundido con el hombre que la había liberado. Con ella alcanzó la felicidad que había soñado siempre, corroborada después con el nacimiento de tres bellos vástagos, un varón y dos hembras, propensos como sus progenitores a amar a los demás como a sí mismos.
Antón, el poeta, aunque no fue tan afortunado, siguió escribiendo versos, inspirados en su mayoría por aquel amor que tanto lo había marcado, sin el cual era imposible que comprendiera la gran huella que deja en el corazón una pasión desbocada. En un poema, compuesto ya en una edad madura, expresaba la nostalgia que en su alma quedaba tras aquella inefable experiencia:


Queda en mí todavía
un resto de aquel fuego,
un ascua no extinguida
de aquel amor tan fiero
que a mí vos me inspirasteis
de un modo tan certero.
Ecos de vuestra voz
suenan en mi recuerdo
como notas insomnes
que no silencia el tiempo.
Vuestros ojos radiantes
han seguido atrayendo
a través de los años
a mis ojos enfermos.
Mi alma otra vez os busca
con infatigable anhelo,
siguiendo vuestro rastro
por un pasado incierto.
Mi alma, ya arrebatada,
no cejará en su empeño,
os encontrará allí
donde todo es sereno,
donde todas las almas
gozan de un sueño eterno.




































2


Estaba seguro Afraín de que tras alcanzar aquella cumbre divisaría un panorama conocido, soñado ya con la obstinación de quien ha resuelto volver a él después de muchas jornadas de camino. El caballo que montaba, con síntomas de cansancio, apenas respondía ya al impulso que procuraba transmitirle con las fuertes sacudidas que le daba en los lomos. El animal, reacio a sus zarandeos, demasiado hacía con seguir avanzando por una cuesta que se tornaba cada vez más empinada, llena de piedras y de matorrales ásperos, con balates salpicados de tomillares y de retamas. En lo alto los riscos semejaban un murallón antiguo, por cuyos adarves debían de pasearse los centinelas de una fortaleza encantada, invisible a los ojos de quienes no creyesen en encantamientos ni en relatos legendarios. El sol del otoño, macilento, algo envejecido, lo envolvía todo con sus rayos lacios, de una tonalidad de miel; en las aristas de algunas peñas refulgía por unos instantes, como si estampara en ellas un breve sello que recordase su poder. El paso de la cabalgadura, tardo, casi renqueante, aumentaba la impaciencia de Afraín. Sabía, más por barruntos que por deducciones ciertas, que cuando traspusiera aquella cima se encontraría con el paisaje de su tierra, evocado tantas veces por él desde que decidiera volver. Aunque hacía más de veinte años que no lo veía, estaba convencido de que lo reconocería en cuanto lo divisara de nuevo, en cuanto coronara la cumbre de aquel cerro por el que tanto le estaba costando subir. Había salido de Taifar cuando era aún muy joven, llevado por un deseo imperioso de conocer nuevos lugares, de llegar a territorios que no hubieran sido explorados todavía por nadie. A lo largo de su recorrido, con estancias en algunos sitios que se prolongaban por meses o incluso por años, dio constantemente muestras de su gran osadía, del afán de aventura que en todo momento lo impulsaba; con un valor extraordinario resolvió casos en los que puso en peligro su propia vida, enfrentándose a monstruos o a tiranos que poseían una fuerza inusitada; su principal recurso había sido siempre la astucia, con la cual había conseguido burlar y vencer a sus rivales; todo ello le había proporcionado una enorme fama, si bien él siempre había huido de ella, pues lo que lo había movido no eran las lisonjas de la gente, sino la intención de socorrerla, especialmente a la más desfavorecida. Lejos de envanecerse, con sus actos había logrado elevar su espíritu, haciéndole gozar con las obras que beneficiaban a otros; se había acostumbrado de esta manera a ser desprendido y generoso, a no guardarse para sí lo que podía compartir con los demás. Para él  no existía mayor alegría que la que le deparaba una vida de entrega y de sacrificio, con la cual se sentía más satisfecho que con otra de dispendios y de ostentaciones. Era aquel su ideal, el de hacer el bien a todo el que lo necesitara, el de desbaratar entuertos y doblegar voluntades. Durante más de veinte años no se había dedicado a otra cosa, hasta que por una punzada de su corazón sintió deseos de regresar a su tierra, tal vez para realizar en ella lo que no había realizado antes de marcharse. Era este un impulso muy parecido al que lo llevó a salir de Taifar: albergaba ahora la sospecha de que tenía una misión que cumplir allí, quizá relacionada con su propio destino, un destino que no había de ser ajeno al de su gente, porque nada ocurría que no tuviera repercusión en la comunidad a la que se perteneciese. De alguna manera el alma de Taifar lo había acompañado siempre en sus andanzas por el mundo: cada vez que había acometido una nueva empresa, se había visto como un representante de su pueblo, con el cual se sentía en ese momento identificado. Quizá había sido esto precisamente lo que le había impedido perderse, porque solo aquel que conserva el recuerdo de su origen sabe cuál es el camino por el que ha de ir. Era algo que tenía posiblemente grabado en el subconsciente, el sentido de la orientación con el que se conducía en su viaje, con el que elegía a veces la ruta que había de ser más conveniente para él. No tenía más guía, en efecto, que lo que el corazón le dictase, lo que un oscuro instinto lo obligaba a hacer. Sabía que el corazón no lo traicionaría: lo podía traicionar la mente, alterada por determinados acontecimientos, pero el corazón nunca lo llevaría a tomar una decisión equivocada. Si ahora volvía a Taifar, era por la misma razón, porque un profundo impulso lo llevaba hasta allí. Con un caballo que había adquirido a la salida de una población, había recorrido leguas, siempre ligero de equipaje, provisto solo de lo que le había de ser necesario para el viaje. Acostumbrado a sobreponerse a gran variedad de apuros, no le había costado mucho resolver todos los que se le habían ido presentando durante el trayecto. El calor y la fatiga no fueron obstáculos para que él continuara avanzando, para que traspusiera montes y atravesase valles y llanuras con la convicción de que seguía la ruta correcta, de que nada habría de apartarlo de la dirección elegida. La cercanía de Taifar, barruntada por él desde que comenzó a subir aquella cuesta, llenaba su pecho de una dulce zozobra, de una especie de deleite que casi resultaba doloroso cuanto más intenso era, cuanto más cerca se veía de coronar la cumbre. Sabía que le aguardaba una inmensa dicha, la de avistar la tierra en la que había nacido, evocada últimamente en sus sueños como un lugar idílico, como un lugar en el que se hubiesen eliminado ya las sombras que a veces oscurecen la vida. El caballo, al que había puesto por nombre Durango, pareció animarse cuando ya estaba la cima cerca y avivó algo su paso, quizá esperando que en lo alto el jinete le diera un merecido descanso por su esfuerzo. Faltaba muy poco ya, un breve trecho tan solo. A ambos lados del sendero se levantaban pedruscos que parecían haber sido esculpidos por las manos de algún gigante, de algún ciclope acaso que hubiera habitado en una gruta en un tiempo muy remoto. La vegetación había quedado reducida a unos cuantos mechones de breñas, desperdigados por la cabeza de aquel serrijón adusto. El azul del cielo, en contraste con los grises y los ocres que habían predominado en la subida, cobraba a aquella altura un aspecto más radiante, como de lámina que hubiera sido bruñida para resaltar aún más su belleza. Después de haber pasado por muchos sitios, Afraín pensó que aquel azul solo lo había visto en su tierra. Recordó que en las mañanas de su infancia él había jugado bajo aquel mismo cielo, cuando su padre lo llevaba hasta las estribaciones de la sierra, donde vivían unos parientes a los que visitaban con mucha frecuencia. Era un azul limpio, cristalino, de un brillo quizá atenuado, un azul de celofán, manchado a veces por unas hileras de nubes. El sol del otoño campeaba en él como un escudo viejo. Afraín, montado en su cabalgadura, llegó al último tramo de la cuesta, flanqueada todavía de riscos. Poco a poco, mientras se acercaba a la cima, iba descubriendo el panorama que se divisaba desde ella, unos collados tapizados de pinares, tras los que se columbraba un mar extenso de vega, velado por los tules azulados de la distancia. La emoción que sintió fue enorme, pues comprendió que era aquello lo que había estado buscando, lo que durante jornadas y jornadas de camino deseaba ver en el horizonte. Una vez que coronó el cerro, pudo tener ya una visión más clara, con una ladera de rocas y de breñales muy parecida a aquella por la que había ascendido, quizá menos escarpada, con un declive que se suavizaba un poco hacia la mitad. El lugar que había soñado estaba ya ante sus ojos: el mismo corazón que lo había impulsado le hacía creer que era así. No se equivocaba: lo que se siente nunca es origen de ningún error. Más que un aventurero llegado de lueñes tierras, semejaba un sufrido peregrino, parado en un punto del camino desde el cual ya avistase el final de su trayecto: en vez de caminar a pie, se habría desplazado a lomos de un animal, siempre servicial y atento a sus indicaciones; la ropa que llevaba, sin embargo, no sería muy diferente de la que hubiera llevado un peregrino, pues en lugar de un atuendo ajustado de caballero vestía una túnica parda que tenía que remangarse para poder cabalgar con cierto desembarazo. Portaba, además, una espada que tenía envainada en una funda que colgaba del arzón. El cabello largo y la barba tupida daban cuenta también de una vida azarosa, exenta a la fuerza de cuidados y de acicalamientos. Los ojos, de un verde claro, contrastaban con el color terroso de la cara, hasta el punto de que parecían despedir un brillo fosforescente. Era de complexión recia, de brazos largos y flexibles como lianas. Por la forma de ir sobre la cabalgadura, se echaba de ver enseguida que era hombre ágil y desenvuelto, ducho en el manejo de las riendas y de todos los arreos de montar. Haciendo visera con la mano, estuvo un buen rato contemplándolo todo, hasta que poco a poco sus ojos se percataron de algunos detalles de los que no se habían apercibido al principio: vieron en aquel mar de la vega trazos de distinto color, como ondas que reflejasen de diferente modo el cielo que sobre ellas se tendía; se trataba de una sucesión de cuadros que se combinaban de una manera natural, siguiendo el orden que mejor les hubiese convenido. Se dijo, mientras contemplaba aquello, que en el paisaje todo semejaba dispuesto para que pareciese perfecto, para que ninguno de los elementos que en él había desentonara del conjunto. Él, que había recorrido tantas leguas, lo podía asegurar: lo había observado en muchos sitios, aun cuando no tuviesen nada en común; la naturaleza se manifestaba, sin duda, de muchas formas, según las condiciones o el clima que en cada zona hubiese tenido. Concluyó que aquella no debía de ser obra de la causalidad, de unas fuerzas ciegas que hubieran operado en el origen del mundo; se trataba de un orden calculado, ideado por una mente superior, tal vez por un dios de alguna de las religiones que habían existido; él, por razones evidentes, había oído hablar de ellas, aunque no les había querido dar demasiado crédito; todas a su parecer buscaban la verdad, una verdad que en muchas ocasiones parecía desplazada por el mayor empuje de la mentira. La contemplación avivó de nuevo su deseo de acercarse a su tierra y, para dar descanso al caballo, buscó un lugar con agua y con hierbas que le sirvieran de pasto; lo halló al poco de reanudar la marcha en un rellano de la ladera, del que manaba una fontana con un rumor sordo de pasos de duende. Estaba todo tranquilo en derredor: era un mediodía completo, con un sol cuajado en lo alto, derramando su luz de membrillo por aquel cerro. Mientras el caballo pastaba, Afraín permaneció recostado sobre un ribazo, dejando que sus ojos resbalasen por las hierbas y las piedras que tenía delante. La misma perfección que había observado antes en lo grande la observaba ahora en lo pequeño, en lo menudo, en lo que estaba a ras de tierra. Había más de un animalillo por allí, escarabajos, hormigas que se desplazaban con ciega voluntad: Afraín siguió con curiosidad sus movimientos, preguntándose qué oscuros deseos los guiaban, qué era lo que los impulsaba en aquel inmenso territorio que para ellos se presentaba. Después de examinarlos, se dirigió a donde estaba su caballo y, en vez de montarlo, lo tomó del ronzal y tiró de él por el estrecho camino que del cerro bajaba. A lo largo de los años, se había acostumbrado a no abusar de los animales, a los que trataba casi como a unos compañeros de viaje. Durango, por su docilidad, se había hecho merecedor de un cariño que no parecía normal para una bestia: a veces, ante una simple muestra de desasosiego, el buen aventurero se detenía para escrutarlo, para comprobar si estaba molesto por algo. Ahora, para agradecer el trabajo que antes había hecho, lo llevaba del ronzal como a una criatura a la que casi se obsequia, a la que se ha de cuidar para que siga contenta. Bajaron hombre y animal por un escabroso recuesto, con trechos que parecían haber sido labrados en la piedra. A Afraín lo sorprendía que no hubiera hallado hasta entonces a ningún ser humano. Lo más normal en aquel terreno era que hubiera vigilantes, apostados en un lugar estratégico, y que al verlo hubieran avisado a algún retén de guardia o que, más decididos, le hubieran salido al paso para averiguar qué era lo que se le había perdido por allí. En otro tiempo, cuando él se marchó de Taifar, las fronteras del reino estaban atestadas de centinelas, muchos de ellos reunidos en fortalezas, desde donde acechaban la entrada o salida de sospechosos, de posibles avanzadillas de ejércitos enemigos, a veces bajo la apariencia de mercaderes ambulantes, con carros en los que se ocultaban las armas que habrían de esgrimir después ante sus rivales. Él mismo, antes de su partida, fue objeto de un atento examen, con el cual se aseguraba que no era un espía que trasladaba información a otros reinos, pendientes de cualquier descuido o de cualquier circunstancia favorable para emprender sus ataques, para iniciar una invasión con la que habían estado soñando desde hacía mucho tiempo. Al llegar a la parte en que suavizaba la pendiente, el camino se desviaba hacia la derecha, siguiendo el curso del arroyuelo que por aquella parte discurría. Era una zona poblada de almendros y de acebuches, tras de la cual apareció otra de roquedales y de pegujales dispersos, con juncos que emergían como espadas flamígeras bajo la rubicunda luz del otoño. A medida que se avanzaba, los collados de pinos se iban quedando a la izquierda, sobre un cielo que parecía cada vez más claro. La ausencia de ojeadores seguía despertando la curiosidad de Afraín: era muy raro, a su juicio, que ya no lo hubieran avistado, que algún comando de soldados no lo hubiese detenido. Él avanzaba, aparentemente, sin ninguna vigilancia, con los naturales obstáculos que le presentaba el terreno. Unas aves que surcaban el azul emitieron unos graznidos agrios, pespunteados de silencios. Por la dirección que habían tomado y por el modo en que volaban, Afraín consideró que se hallaba ante un buen augurio: aunque no era muy partidario de supersticiones ni de presagios, esta vez sí se sintió animado a creerlo; pensó que tal vez se trataba de una buena señal, de la cual habría de depender a partir de entonces su suerte.




















3


Desde lo alto de una loma, Afraín divisó por fin la vega: se ofrecía a su vista como un mar sereno, circundado de grises acantilados; al fondo, como un farallón enorme, se elevaba la sierra, con algunos lunares de nieve; al pie de ella, como si fuese el esbozo de una pintura, aparecía la ciudad de Taifar. El viajero se emocionó al tener delante el paisaje de su tierra, envuelto a aquella hora en la luz del atardecer, de un oro de retablo viejo. Aunque hacía más de veinte años que se había marchado de allí, tuvo la impresión de que regresaba después de un corto espacio de tiempo: le pareció que era un sueño que se reproducía en su imaginación después de un periodo de vigilia, después de un periodo corto en el que habían ocurrido sin embargo infinidad de sucesos. Su tierra, como si fuera un ser vivo con el que se pudiera establecer una relación, lo había estado aguardando, generosa y dispuesta a perdonar siempre sus infidelidades, las razones que a él lo habían movido a alejarse físicamente de ella. Estaba allí, ufana y magnífica, bajo aquel halo dorado del otoño, en una tarde que semejaba detenida en un recodo del tiempo. Su tierra, bella, ubérrima, tenía alma, un alma que se comunicaba con la suya, en un diálogo secreto que las dos mantenían. Más que un mar, le parecía ahora la vega un gran mosaico, compuesto de teselas de diversas proporciones: las había de color marrón, propias de labrantíos y de barbechos, junto a otras de distintas tonalidades de verde, entre las que podían distinguirse las que correspondían a alfalfares, huertas y alamedas arracimadas en distintas proporciones. No lejos de donde se había parado, vio aparecer a un pastor al frente de un rebaño de cabras. Tanta alegría le produjo a Afraín el hecho, que no dudó en acercarse a él, montado ya de nuevo en su caballo. El rebaño, que no era muy grande, frenó enseguida la marcha, obediente a las voces que el pastor le daba para que así fuera. Corría, en torno a las cabras, un perro lanudo, tratando de que ninguna se dispersara. El cabrero, al ver ya próximo al jinete, dio varios pasos hacia él con la intención de saludarlo. En vez de sentir inquietud o extrañeza, mostraba en su semblante signos de haberle agradado su aparición. Era bajo y cenceño, con la tez oscura, los ojos de un mirar esquivo. Vestía camisa blanca con el cuello percudido, zahones de cuero hasta la altura de las rodillas. Iba tocado de un sombrero de paja, echado hacia atrás con cierto aire de insolencia. Atado con un cordel, llevaba un zurrón colgado en bandolera. Portaba, además, un grueso cayado, en el que se apoyaba con firmeza, como si de él dependiera que mantuviera el equilibrio. A un saludo sobrio de Afraín, respondió con otro no menos escueto, tras de lo cual se entabló entre los dos intenso diálogo.
‒Salí de Taifar hace mucho tiempo ‒declaró Afraín sin bajarse del caballo‒. Quería correr aventuras, conocer nuevos países. Ahora, después de no pocos trabajos, vuelvo a mi tierra. Vuelvo cargado de experiencias, dispuesto a ayudar a quien de mí necesite algo.
‒A Taifar siempre se vuelve después de un fracaso ‒dijo el pastor.
‒No es fracaso lo que a mí me ha movido a emprender el regreso ‒repuso el viajero, mirando de hito en hito a su interlocutor‒. Ha sido un impulso del corazón lo que me ha obligado a volver. El corazón es siempre lo que a mí me mueve, lo que a mí me lleva a actuar de un modo o de otro.
‒Os equivocaréis muchas veces, porque el corazón siempre yerra cuando no hay una cabeza que lo gobierne ‒infirió el pastor con cierto mohín de desprecio.
‒Todos los errores se corrigen si hay voluntad para ello.
‒Los únicos errores que no se pueden reparar son los que comete la cabeza.
‒¿No hay contradicción en lo que habéis expresado? ‒preguntó Afraín, extrañado de la forma de discurrir del cabrero.
‒Todos los errores del corazón son excusables ‒afirmó el interpelado, sin responder del todo a la pregunta que se le había hecho.
‒Veo, por lo que decís, que sois hombre muy razonado.
‒No hago otra cosa que pensar cuando estoy con mis cabras en el campo. El campo es un buen lugar para que los pensamientos fluyan por la mente.
‒A veces hay diques que impiden que esos pensamientos avancen.
‒También hay malas hierbas en el campo.
‒A las malas hierbas se las corta para que los frutos prosperen.
‒La semilla tiene que caer en tierra buena para que germine. En Taifar hubo un príncipe que sembró la buena semilla de su palabra ‒refirió el pastor, dando un giro imprevisto a la conversación‒. Es posible que no lo conozcáis, pues esto sucedió quizá antes de que os marcharais de aquí. Ahora ese príncipe es el rey de Taifar: es un hombre extraordinario que ha realizado cosas maravillosas por su pueblo.
‒Cuando yo me marché, reinaba Atafir ‒recordó el viajero‒. Posiblemente ese príncipe del que me habláis sea su hijo, Haldar, al que yo personalmente no conocí. Sabía que era un muchacho de mi edad y que estaba destinado a heredar el trono de su padre. Taifar era entonces un reino modesto, con pocas posibilidades de expansión; aunque su solar era hermoso, de una belleza que no tenía en el mundo parangón, las gentes no acababan de vivir a gusto en él; tenían miedo a que su felicidad fuese engañosa, a que en cualquier momento pudiera ser arrebatada por un ejército rival.
‒Todo cambió desde que empezó a reinar Haldar ‒siguió informando el cabrero‒. Aquel miedo que las gentes tenían desapareció; Haldar se casó con la hija de un reino vecino, sellando así una alianza que será muy difícil de romper.
‒Me gustaría conocer a Haldar, aunque no sé si por mi condición de aventurero estará dispuesto a recibirme ‒manifestó Afraín‒. No he tratado a ningún rey, a pesar de que en algunos sitios he tenido la oportunidad de hacerlo. Los reyes han sido siempre para mí personas muy respetadas, elegidas por los dioses para cumplir una misión que al resto de los mortales no nos ha podido ser asignada.
‒Haldar, por lo que a mí me han contado, no es como los demás monarcas ‒añadió el pastor, blandiendo ahora el cayado como si fuese una espada‒. En lugar de estar encaramado en su trono, le gusta pasear entre su gente y departir con ella sobre los asuntos que se tercien. Dicen que desde que empezó su mandato no hizo más cosa que servir a todos los que lo necesitasen; con su ejemplo, ha conseguido que muchos lo secunden, haciendo entre todos que en Taifar la pobreza se destierre.
Afraín había tenido que retirarse unos pasos con su caballo para que el pastor no lo alcanzara con su cayado. Las cabras, vigiladas por el perro, continuaban agrupadas, algunas de ellas pendientes al parecer de lo que decía su dueño.
‒Iré a conocer a Haldar ‒declaró Afraín‒. Si es así como me lo presentáis, no dudaré  yo tampoco en seguir su ejemplo, aunque os puedo asegurar que lo que él hace es lo que yo he hecho ya en otros muchos sitios. Quizá el destino ha querido que ahora lo haga también en el reino de Taifar, como un seguidor más de quien en él se ciñe la corona. Hacer el bien es algo para lo que he sido destinado, aunque a veces tenga que vencer la tentación de abandonarme a una vida más cómoda. Si no existiera el mal, el bien no sería necesario: lo que nos mueve a los hombres a perseguirlo es precisamente la resistencia que hallamos para conquistarlo.
‒Veo que no tenéis vos la mente desocupada tampoco ‒lo interrumpió el cabrero, volviendo a esgrimir su arma‒. A lo largo de vuestros viajes debéis de estar ejercitándola. Mente que no discurre es, como yo digo, campo que no se labra; si no es labrado, el campo acabará convertido en un erial; si no se cultiva, la mente se agostará por falta de jugo. Las aguas, cuando se estancan, se ensucian y se pudren; cuando corren por acequias y por ramales, se renuevan y nutren la tierra.
Las cabras parecían intranquilas; algunas de ellas, burlando el cerco del perro, se habían apartado un poco del grupo. Por mero instinto, no debían de encontrar natural que su dueño se hubiera detenido allí tanto tiempo y, por fidelidad a sus costumbres, daban ya muestras de impaciencia por no poder cumplirlas. El pastor, al darse cuenta de ello, se despidió de Afraín y, apoyándose de nuevo en su cayado, regresó junto a su rebaño, dispuesto ya para reanudar la marcha. Afraín, parado en el mismo punto, lo vio alejarse con pasos parsimoniosos; después de haber hablado con él, le pareció que era una figura que estaba inseparablemente unida con la tierra: la sabiduría que atesoraba no era sino el producto de la continua relación que mantenía con ella.
La vega, mientras tanto, había tomado un tinte sonrosado: como una pintura a la que baña una nueva luz, aparecía ahora a los ojos distinta; aquel gran mosaico, compuesto de teselas verdes y marrones, semejaba en esos momentos un tapiz en el que se hubieran difuminado los colores, un tapiz antiguo en el que fuese ya difícil distinguir los detalles de algunas de sus composiciones. El sol, a punto de ocultarse, derramaba sus últimos rayos, coloreando de naranja y de carmín colinas y celajes. Las cumbres de la sierra, a cuyo pie estaba asentada la ciudad de Taifar, continuaban invadidas por el sol, como si allí las cosas sucedieran en un tiempo diferente. De nuevo Afraín se sintió embargado de amor por su tierra: aunque en todas partes había entrevisto una representación de ella, nunca había podido imaginar la impresión que le había de causar cuando la tuviera otra vez delante, envuelta en una luz vieja, con un aspecto que jamás habría de repetirse, tal vez porque la imagen que ofrecen los paisajes depende del estado de quien los contempla. La emoción que sentía Afraín con su vuelta le hacía creer que no era real aquella visión: su tierra se le presentaba, efectivamente, como un lugar soñado, en el cual la muerte nunca podría ser una amenaza para su dicha, pues allí donde el amor triunfa la muerte no tiene ningún efecto.
La ciudad de Taifar estaba aún como a dos leguas y media de camino, por lo que Afraín decidió buscar por allí cerca un sitio donde pasar la noche. Como no conocía el terreno, pensó que le debía haber preguntado al cabrero dónde podía hacerlo, aunque después se dijo que no estaría mal averiguarlo por sí mismo. El terreno, una vez que descendió de aquella loma, era ya poco accidentado, con suaves pendientes que conducían hasta la vega. Afraín bajó por una especie de cañada, entre balates arenosos erizados de chumberas y de hinojos. Las primeras parcelas de la vega, delimitadas por breves puntadas de linderos, aparecieron ante él bajo una tonalidad ya cobriza, de un crepúsculo lento que tenía algo de magia. Se veían, dispersas por aquel espacio ya difuso, varias alquerías, rodeadas de almiares y de eras empedradas. Afraín, sin descender de su cabalgadura, se encaminó hacia una de ellas y, viendo a no mucha distancia, un cobertizo donde se guardaban aperos de la labranza decidió pasar en él la noche, sin necesidad de pedir a nadie permiso para ello. Estaba acostumbrado, por lo demás, a dormir al raso cuando el tiempo lo permitía o a hacerlo en cuevas o al socaire de peñas en caso de necesidad. El cobertizo tenía una techumbre de palos, sobre los que descansaba una cobertura de ramas de palmera, atadas a ellos con sogas de esparto. Durango, el caballo, una vez descargado de albarda y envoltorios, se acomodó en un rincón, mientras él, Afraín, hacía lo propio con unos sacos de arpillera, colocándolos de forma superpuesta para que le sirvieran de lecho. Sentado sobre ellos, Afraín comió y bebió un poco y meditó sobre todo lo que le había pasado aquel día. Lo que le había contado el cabrero acerca del nuevo rey de Taifar lo había dejado impresionado sobremanera: después de haber viajado por tantos sitios, tenía que regresar a su tierra para dar con un monarca diferente, con un monarca que a juzgar por las palabras del pastor reunía unas condiciones que no eran muy comunes en el mundo; aquello de servir a los demás cuando él era quien debía ser servido era algo extraordinario, algo que escapaba a toda lógica; de un monarca lo que se esperaba era que mandase y que incluso impusiese su dominio a la gente con normas y con castigos convenientes, adecuados a las culpas o a los delitos que se hubieran cometido, como había hecho sin ir más lejos Atafir, el padre de Haldar. Aunque él era capaz también de obrar para perseguir el interés ajeno, no acababa de comprender que lo hiciese un rey, destinado por los dioses para que se le rindiese vasallaje y respeto. Lo imaginaba por ello de un aspecto distinto al que mostraban otros reyes a los que había visto: en lugar de lucir lujosos ropajes recamados en oro, vestiría de un modo sencillo, casi como un hombre corriente de su tiempo; se lo figuraba de gallardo talle, con ligereza y atributos de joven a pesar de haber superado ya los cuarenta años, con el cabello rubio, por ser este menos habitual en su tierra, la barba no muy crecida, los ojos garzos, con una expresión siempre risueña. Lo más destacado de él sería, con todo, su palabra, clara, vibrante, dirigida siempre a sus súbditos con vocación de compartirla, para que ellos también se contagiaran de la emoción que contenía y se empaparan de su sentido, del inmenso amor con que había sido dicha. Tras pensar en todo ello, Afraín se tapó con una manta que siempre llevaba consigo y reclinó la cabeza sobre la albarda de la cabalgadura, como había hecho otras muchas veces en que no encontraba nada mejor en que apoyarla. Mientras se dormía, pensó que al día siguiente, antes incluso que amaneciera, se pondría de nuevo en camino para cumplir su objetivo, si bien ahora no podría completarse hasta que no conociera al rey Haldar, a quien ya tenía como su principal ídolo.




















4


Antes de la del alba sería cuando se despertó Afraín, un poco sobresaltado por no saber dónde se encontraba al principio; la oscuridad le hizo creer que estaba en una cueva en la que se había alojado durante algún tiempo para protegerse de los fríos vientos del norte. El olor brusco y áspero que desprendían los sacos de arpillera sobre los que estaba echado lo devolvió casi enseguida a la realidad. Sus ojos, acostumbrados ya a la oscuridad, comenzaron a distinguir en ella bultos, contornos que no acababan de delimitarse; se apercibió con alivio de la presencia de Durango, el cual empezaba ya a desperezarse al comprobar que él se había despertado; los animales, sin duda, se adaptaban todos a las costumbres de sus amos, a quienes terminaban imitando incluso en algunas de sus actuaciones. Le llegó de pronto a Afraín, mientras reparaba en todo aquello, otro olor, esta vez húmedo y fresco, el que provenía del campo, cubierto en aquellos momentos todavía por el rocío de la madrugada. Tuvo la impresión de pronto de que se hallaba en una isla, a la cual llegasen tácitamente las olas de un mar oscuro y misterioso. Muchas veces, a lo largo de sus viajes, lo había asaltado la misma sensación, la de estar solo en medio de una inmensidad inabarcable, un ser perdido, sin ningún asidero seguro al que aferrarse. Nunca había experimentado, sin embargo, miedo por nada: se había acostumbrado a arrostrar todos los peligros, a afrontar su destino con la seguridad de quien ya de antemano conoce su suerte. Ahora, por la misma razón, se hallaba tranquilo: estaba, además, en su propia tierra, después de haber recorrido muchos lugares en los que se había sentido extraño, rodeado de gentes con las que nada lo unía. Por un instinto que en él era ya un hábito arraigado, calculó que no faltaría mucho para que amaneciera: aunque era todavía de noche, las sombras parecían ser menos densas, como si la negra pintura de la que hubieran estado cubiertas hubiese empezado a disolverse. El canto de un gallo, quizá en la alquería próxima, lo confirmó en su sospecha, tras de lo cual se dispuso a salir fuera del cobertizo por ver qué se encontraba. Tenía intención de reanudar su marcha pronto, en cuanto apuntara la primera luz del alba. Notó en el exterior una brisa tenue que se enredaba en los yerbajos de un balate, moviéndose con cautela entre ellos con manos de gasa. La vega, en contra de lo que presumía, comenzaba a insinuarse ya en lo oscuro de un modo borroso, con trazos anchos que se amontonaban sobre el lienzo de la noche. Su oído, siempre alerta, percibió algunos ruidos, posiblemente procedentes de la alquería; eran, si no se engañaba, chirridos de puertas que se abrían o se cerraban, cascos broncos de cabalgaduras que percutían en el empedrado de una corraliza. Por un momento creyó oír incluso el carraspeo de alguien, seguido por una voz ronca que pronunciaba quizá algún nombre. Pensó que sería algún labriego que se preparaba para realizar sus primeras faenas. Apostado en la puerta del cobertizo, aguardó a que saliera, deseoso de encontrarse con él para que le diera nuevas noticias sobre lo acontecido en Taifar durante su ausencia. Tuvo que esperar un rato, hasta que se volvieron a oír otra vez ruidos tras las bardas de la alquería; escuchó Afraín con claridad un cerrojo que se descorría, tras lo cual vio cómo se abrían las hojas de un portón que en medio de las bardas había. Apareció la figura de un hombre a lomos de una cabalgadura. Por las trazas de esta, a medida que se acercaba, supuso que sería un mulo, o acaso un rocín flaco. El hombre, ataviado con sombrero, había tomado la dirección que lo conduciría hasta donde él estaba. Llevaba unos calzones pardos y una camisa blanca, sobre la que colgaba un manto oscuro con el que se protegía del frío de las primeras horas de la mañana. El animal no era mulo ni rocín escuálido, sino un borrico bien enjaezado, sobre el que iba ufano el presunto dueño. Afraín, en cuanto lo tuvo a menos de tres pasos, no dudó en saludarlo con la alegría que le había inspirado su presencia.
‒Para dos que se encuentran una nueva vida empieza ‒profirió.
Sin sorprenderse por tan inusual saludo, el lugareño hizo parar a la cabalgadura.
‒¿Sois vos forastero? ‒preguntó.
‒No soy forastero, sino un paisano vuestro que se marchó de Taifar y que ahora regresa a él después de muchos años ‒contestó Afraín.
‒Si es así, me podréis decir qué habéis echado en falta en otras tierras para volver ahora a la vuestra ‒preguntó con curiosidad el lugareño.
Tenía el cabello cano, a juzgar por algunos mechones que caían por su frente; la cara era de un color encendido, aunque por la oscuridad que allí reinaba era difícil precisarlo; los ojos, aceitunados, tenían la fijeza de los animales que se hallan en acecho, pendientes de cualquier anomalía para tomar la decisión que más les conviene.
‒Si vuelvo, es porque amo mi tierra ‒repuso Afraín‒. No eché en falta nada en otros lugares. Lo que me movió a regresar fue un simple impulso, el deseo de volver al sitio en el que yo empecé a tomar conciencia del mundo.
‒No sé lo que en el fondo os ha movido ‒manifestó con calma el otro, mirando de hito en hito a Afraín, como si no acabara de creerlo‒. Es posible que fuera ese amor del que me habláis. Lo que se tiene no se aprecia tanto como lo que se añora, como lo que se ve desde la distancia como el mayor bien. No hay duda de que para vos son los sentimientos los que cuentan, los que os empujan a caminar de acá para allá.
‒Los sentimientos nunca nos engañan.
‒Los sentimientos que no maduran hacen mucho daño  ‒continuó el hombre‒. Son pasiones ciegas que acaban pudriendo el alma, igual que el agua que empapa la tierra cuando ya no hace ninguna falta. Un sentimiento maduro es aquel que da fruto, aquel que no obliga a poseer lo que se desea, sino a dejarlo en libertad para que tenga vida propia.
‒Lo que decís es más propio de un filósofo que de un hombre que trabaja la tierra.
‒Los labriegos también somos gente que piensa.
En el campo habían comenzado a distinguirse ya las formas de las hazas. A lo lejos se divisaba el contorno de una alameda, casi diluido en un espacio vagaroso: semejaba un barco distante, perdido en un mar velado por la bruma. A la oscuridad la había reemplazado una penumbra azulada, bajo la cual todo aparecía confuso e impreciso. El cielo, tras las crestas de unos montes, había comenzado a clarear un poco.
‒Los pensamientos hacen a los hombres más precavidos ‒opinó Afraín.
‒La sensatez no está reñida con la audacia ‒respondió el labriego, volviendo a mirar a su interlocutor con fijeza.
‒Yo siempre he sido audaz: nunca me he detenido ante ningún peligro.
‒Yo, en cambio, nunca he salido de esta tierra. Para mí, el mundo, el universo entero, estaba encerrado en ella. No me ha hecho falta viajar para conocerlo. Podrán variar la forma de las montañas o el color de los ríos, podrán ser distintos el tamaño de los bosques o el verdor de los prados. Sin embargo, siempre habrá algo que no cambia en  los sitios, algo que los hace semejantes a pesar de todas las diferencias que entre ellos haya. En cada paisaje que miramos está representada la naturaleza: un prado o un bosque o un río o una montaña son una imagen de ella. El sol nace, luce y se pone en esta vega igual que en cualquier otro lado, con la misma belleza. La lluvia, con sus delgados hilos, teje la misma melodía aquí que más allá de aquellos montes que marcan la frontera de nuestro reino.
‒Veo que sois vos también un enamorado de vuestra tierra ‒lo interrumpió Afraín.
‒Si no sintiera amor por ella, no me expresaría de este modo ‒repuso el labriego‒. Si a mí me parece bella, es porque la amo, porque la prefiero a todas las otras a las que podía haber ido. El mundo está aquí, en esta vega tan ancha, en este terreno tan fértil, cercado de colinas y de sierras colosales. Lo que aquí pase no será diferente de lo que ya haya pasado o de lo que tenga que pasar en otros lugares. Las pasiones de los hombres son las mismas, son la causa de que todo en la historia cambie.
‒En Taifar hace ya tiempo que todo cambió, desde que un príncipe llamado Haldar sucedió a su padre para reinar de un modo nuevo.
‒¿Cómo ha llegado a vos esa información?
‒Un pastor de cabras me lo contó.
‒Es raro que lo bueno se difunda; lo normal es que se propague lo malo.
‒¿Qué me podéis contar vos de Haldar?
En los ojos aceitunados del labriego asomó el relámpago de una sonrisa; parecía contento con la pregunta que Afraín le había formulado.
‒Haldar no es un rey de este mundo ‒musitó al fin.
‒¿Qué queréis decir? ‒inquirió de inmediato Afraín.
‒Es un ángel.
‒No os comprendo.
‒Los ángeles existen. Solo los hombres que tienen un espíritu puro son capaces de  reconocerlos.
‒Por lo que decís, vos habréis de ser uno de ellos.
‒Yo no he hablado nunca con Haldar, pero una vez lo vi. Fue al comienzo de su reinado. Estaba regando una de las hazas que pertenecen a esta alquería cuando de pronto apareció con su séquito. Yo, como es natural, corrí para verlo. Sabía que era el rey por los numerosos caballeros que lo acompañaban. Al parecer, pasaba por estas vegas porque tenía intención de que todos sus súbditos lo conocieran, aun cuando él ya había pasado por aquí antes con su ayo Armuz con un propósito distinto. Por mucha prisa que me di, no pude hablar con él. Fueron otros los que lo hicieron. Yo me tuve que conformar con haberlo visto. Os puedo asegurar que había algo en Haldar que lo hacía diferente del resto de los mortales: quizá su bondad, que se transparentaba en su rostro. Los que habían hablado con él me contaron después que se había dirigido a ellos con mucha sencillez: les dijo que al mal se le vencía con el bien y que, mientras él reinara, ya no habría más injusticias ni divisiones en Taifar. Por eso os decía que Haldar no es un rey de este mundo; no sé si ahora me habéis comprendido.
‒Creo que sí ‒concedió Afraín.
En los ojos del labriego volvió a relampaguear la misma sonrisa de antes. Después de despedirse de él, Afraín aparejó a Durango y montó en él para reemprender el viaje. En la vega, bajo una luz cenicienta, se podían percibir ya con algo más de claridad las hazas: se mostraban a la vista como manchas superpuestas, unas de un tono pardusco, otras de un verde difuso, en un cuadro que era más bien un bosquejo en el que se acababan confundiendo los contornos, con líneas irregularmente trazadas de balates y de linderos. La alameda, a lo lejos, ya había salido del mar de brumas que la envolvía, apareciendo ahora como una embarcación galana, dispuesta a surcar las aguas de la vega. Tras las crestas de los montes, se alzaba una corona de lumbre: primero se había insinuado con un rosa pálido, hasta que poco a poco se fue tornando de un color encendido de fuego. Afraín, montado en su caballo, había avanzado por un sendero estrecho; al salir a otro más ancho que con él se cruzaba se encontró con un grupo de campesinas que se dirigían ya a los predios donde habían de emprender su trabajo. Se les notaba, a pesar de la hora, contentas, felices por iniciar una nueva jornada. Afraín las saludó, como hubiera hecho con otros caminantes. Al poco una de ellas entonó una canción con una voz pura y clara. Tan sorprendido quedó Afraín que no pudo por menos de aminorar el paso por tal de escucharla. Lo que decía la canción no podía ser más emocionante:

                                Quedeme al alba
                                herida de amor yo,
                                cautiva al alba
                                quédeme yo de vos.

                                                   Sin esperarlo,
                                un incendio de amor
                                vuestra mirada
                                en mí rauda prendió

                                Una sonrisa      
                                que asomó a vuestro rostro
                                desató en mí
                                una riada de gozo.

                                Solo ya espero
                                oír alta vuestra voz
                                para saber
                                lo que me amáis vos.

                                                   Será el amor
                                para mí como un sueño
                                cuando temblando
                                me confeséis: «Yo os quiero».
                             












5


Luego de dejar atrás a las campesinas, Afraín prosiguió su marcha por el sendero que había tomado después de abandonar el otro por el que había venido. La nueva vía, después de un breve trecho, principiaba a remontar el curso de un río. Las aguas, muy limpias por aquella parte, adquirían un ritmo de crecida al pasar por una zona erizada de pedruscos. La luz, al reflejarse en ellas, producía acerados brillos. El sendero, si Afraín no se engañaba, habría de conducirlo casi hasta las puertas de la ciudad de Taifar, pues aquel río era el que cruzaba muy cerca de las murallas después de descender de la sierra. La margen que daba al camino, alfombrada de hierba sencida, estaba festoneada de juncos; al otro lado, empezaban ya a alinearse las primeras alamedas, separadas por pequeñas lindes. Afraín iba calculando el tiempo que había de emplear para llegar a su destino cuando vio una recua de mulas detenida en mitad de la ruta. Sentado en un balate, se hallaba el responsable de ella, un hombre con trazas muy claras de arriero que se comía en aquel momento un racimo de uvas con una voracidad manifiesta. Afraín, para no interrumpirlo, a punto estuvo de no saludarlo, pero el otro, apercibido de su paso, no quiso desaprovechar la ocasión de entablar con él diálogo y, antes de que se alejase más, lo paró con voz perentoria:
‒No se vaya vuesa merced sin saludar al capitán de esta tropa ‒le  gritó.
‒No tengo inconveniente en hacerlo, sobre todo si veo que es hombre honorable con quien me detengo ‒respondió Afraín.
‒Si tiene prisa, está en su derecho vuesa merced de no perder mucho tiempo conmigo  ‒dijo en un tono ya menos enardecido el arriero.
‒Me dirigía a Taifar, pero ya que os he encontrado será un placer para mí charlar con vos un rato ‒replicó Afraín, deteniendo la cabalgadura al lado de las acémilas del arriero.
‒Me llamo Asier. Como vuesa merced habrá supuesto, tengo por oficio trajinar por los caminos, llevando de unos sitios a otros los encargos que me hacen ‒expuso con calma el trajinante, no sin haber tragado antes un par de uvas que aún le quedaba al racimo‒. Es una empresa ardua, en la cual he de hacer descansos para que no me descuajaringue. Ahora, como vuesa merced ve, estoy en uno de ellos, en una de esas paradas necesarias que de vez en cuando hago. La vida, si uno no se para, se vuelve muy dura, se lo digo yo, que en este trabajo llevo más de treinta años, aunque por lo que también veo, a vuesa merced no se le cuece el pan de otra manera, debe de ser caballero andante o algo por el estilo, uno de esos héroes que aparecían en las fábulas viejas. Su donosura me hace creer a mí que es noble, tal vez de un reino lejano, a muchas leguas de este. Pero no quiero entrometerme más en lo que no me toca. Lo que pretendía decirle era que es bueno descansar para así cumplir mejor después con las obligaciones que uno tenga. He conocido a algunos que por no hacerlo no han acabado bien. Como vuesa merced comprenderá, yo por mi oficio he tratado a mucha gente, con la cual he entablado a veces amistad y otras una relación transitoria, de esas que no dejan ninguna huella. Le  puedo asegurar que he conocido a personas de mucho valor, personas honestas y esforzadas que nunca han dejado de hacer lo que se esperaba de ellas. Lo más importante que yo he sacado de estas experiencias es que el hombre siempre ha de rendir cuentas con su conciencia: alguien que está bien avenido con la conciencia dará mucho fruto; en cambio, el que no lo está no será feliz nunca, vivirá siempre angustiado por las deudas que no hubiera saldado con ella. Yo no sé en qué situación se halla: es posible que si se encuentra en camino sea porque tiene aún algún asunto que no ha resuelto, quizá algún problema de antaño, relacionado con un deber que lo impele. Hay dos cosas, ciertamente, por las que los hombres nos movemos: una es el amor, sobre todo si se resiste a nuestro propósito; la otra, de igual importancia, es la familia en la que nos hemos criado; si la familia, por cualquier circunstancia, nos falta, ocupa su lugar el sitio en el que hemos nacido. En mi caso, le puedo decir que ni en el amor ni en la familia tengo ningún débito; soy más honrado incluso de lo que aparenta mi aspecto: con mi edad ya todo amor es pasado, pues soy, para que vuesa merced lo sepa, viudo desde hace algunos años; mi familia se reduce a un hijo, bien asentado, y a dos hermanas, a las cuales veo de vez en cuando. Mi pobre esposa decía que yo era de condición alegre y que nunca habría de haber razón que a mí me abrume; ya ve que su muerte la he superado y que a ninguna otra mujer después he querido, por más que no me hayan faltado ocasiones para ello.
‒Habéis acertado en vuestro pronóstico ‒confesó Afraín, aprovechando que el otro parecía hacer una pausa en su discurso‒: a falta de familia, a mí lo que me mueve es únicamente el afecto que siento por mi tierra, sin el cual ya no podría vivir. No soy caballero, como vos habéis inferido de mi apariencia, sino un hombre errante que ha viajado por el mundo haciendo el bien. Por un afán desmedido de aventura, muy propio de la juventud, yo salí de Taifar hace ya mucho tiempo y ahora, después de haber cumplido con la mayoría de mis objetivos, regreso a él por ese amor que os acabo de decir.
‒Pues si es así, me siento muy afortunado, ya que ver regresar a alguien después de tanto tiempo no es algo que ocurre todos los días ‒replicó Asier‒. Lo considero un acontecimiento, sobre todo si quien vuelve es una persona tan gallarda como vuesa merced. Yo, que he asistido a tantas cosas, valoro enormemente este hecho: a lo largo de mi vida he ido y he vuelto muchas veces, aunque siempre desde los mismos sitios, por espacios de tiempo muy cortos; después de un alejamiento tan considerable, como el que vuesa merced ha dado a entender, su regreso no debe ser tomado como un mero traslado, sino como algo mucho más profundo, como el reencuentro con una parte de su ser que aquí había dejado. Le vuelvo a decir que yo he conocido a mucha gente, con la cual he tratado: no está en mi ánimo ser adulador, lo que digo es fruto simplemente de mi experiencia, de mis contactos con el mundo. Vuesa merced es, sin temor a equivocarme, un tipo cabal: mi juicio es a menudo certero, me basta una sola ojeada para saber con qué persona me hallo. Otros, aunque de bizarra presencia también, esconden turbios intereses, solo desvelados cuando la ocasión los obliga a mostrarlos. Le contaré, por ponerle un ejemplo, el caso de un hombre que se hacía pasar por bueno: para que no hubiera dudas, él mismo se encargaba de alabar las virtudes de las que estaba dotado, todas las obras de caridad que a lo largo de su vida había hecho. Tenía tal fama que incluso se inventaban acciones que él jamás había realizado, con las cuales la gente agrandaba su leyenda. Yo, sin embargo, llevado por ese instinto del que antes le he hablado, sospechaba que había algo en él que no concordaba con aquello: era quizá el exceso de brillo con que adornaba sus relatos, con que se presentaba a sí mismo. No es que sea desconfiado: ser desconfiado consiste en pensar mal de todo el mundo. Es solo intuición, quizá nacida de la misma experiencia que me ha deparado la vida, como antes le decía. Lo cierto es que, para no desviarme del caso, un día que coincidí yo con él a solas le descubrí el engaño. La táctica fue muy sencilla: a un mentiroso solo se le vence con la mentira, y yo, por sacar verdad, no dudé en tal ocasión en emplear el engaño. Me había hablado el susodicho de que tenía un amigo indigente al que había hecho infinidad de favores. Luego que me dio señales de él, yo, aunque no lo conocía, di en decir que también era allegado mío y que nunca me había referido nada sobre ello. Él porfió, como era natural, en su superchería y yo, más terco que él, en la mía, hasta que al fin, acorralado, tuvo que reconocer que nunca había ayudado a aquel hombre, aunque la verdad era que tampoco le habían faltado deseos de hacerlo. Es norma para mí desde entonces que la bondad no se pregona: es una cualidad que se posee y que los demás deben descubrir y destacar para que se tome como modelo y se imite. Vuesa merced, sin duda, la tiene y por eso no necesita tampoco pregonarla; he sido yo quien la he descubierto, reflejada claramente en su rostro. Veo que es no solo varón bueno, sino también muy valiente, pues eso de andar por ahí solo, corriendo aventuras, no es muy común; es, si vuesa merced me lo permite, señal de un alma grande, propia de un héroe o de alguien así. Ya sé que arriesgo mucho en mi juicio, pero es algo habitual en mí: no me gusta callar lo que pienso, sobre todo si tiene que ver con un amigo o con una persona a la que respeto, como es ahora su caso.
‒Yo no sé si tengo las cualidades que vos decís ‒lo interrumpió Afraín‒. Me conformo con que los demás piensen que me he esforzado en cumplir con mi conciencia, a la que siempre me debo. No presumo, por ello, de bondad, pues como propiedad innata que es puede abundar más en otros que en mí. Es muy frecuente presumir de aquello de lo que se carece, por lo que es mejor no hacerlo para no caer en tamaña ridiculez. Y lo mismo que pasa con la bondad, ocurre con la valentía, que más que una actitud ocasional es un don, una forma que tiene el alma de manifestarse, de salir en defensa del bien. Siempre he dicho, por raro que parezca, que el mayor gesto de valentía es el de aquel que sabe asumir sus culpas, el de aquel que reconoce sus defectos con la única intención de corregirlos.
‒Muy sabia es esa manera de pensar ‒continuó el arriero, sin dar a tiempo a Afraín para proseguir a su vez su discurso‒. He conocido a personas que siempre han cargado a los demás con las culpas; yo diría que esta es cualidad de gente inmadura, de gente que en realidad se engaña a sí misma. Le podría poner más de un ejemplo, porque es también este uno de los rasgos que más abundan. Ocultar es menos costoso, por lo que se ve, que mostrar lo que cada uno es; culpar a otros es más fácil que reconocer los fallos o los delitos que uno ha cometido. Conocí a cierto sujeto que encarna muy bien lo que digo. Vivía en una aldea de este reino, algo alejada de la ciudad. Compartía con otros la producción de unas tierras. Yo, de vez en cuando, me pasaba por allí, por lo que tenía  bastante contacto con él. Era un tipo simpático, con el que era muy grato conversar. Tendría a la sazón cincuenta años el sujeto, cuando yo todavía no había superado la treintena. Digo la edad para que vuesa merced se fije en que era esta ya en él una costumbre antigua y en que no depende de los años que se siga cumpliendo. Más que mentir, lo que hacía en su conversación el individuo era evitar los asuntos que pudieran comprometerlo, desviándola hacia aquellos otros que resultaban más entretenidos. Parecía como si en la vida no tuviéramos para él otra misión que divertirnos. Cuando se le mencionaba alguna cuestión de la que él fuera responsable, la natural manera que tenía de salir del compromiso era atribuírsela a otros, culpándolos a ellos del descuido o del error que hubiera habido. Solía decir, sin embargo, en descargo de los acusados, que eran cosas que pasaban en cualquier oficio y que no había que darles por ello demasiada importancia. Yo, en cambio, sí se la daba, especialmente cuando entendía que era a él a quien había que acusar del entuerto. Lo que ocurría era que por mi corta experiencia de entonces yo no quería enemistarme con alguien que parecía caer muy bien a casi todo el mundo. Fue así como pasó el tiempo, sin que nadie se atreviera a poner el dedo en la llaga, hasta que un día a mí no me quedó más remedio que hacerlo. Fue cuando me acusó a mí de un desajuste que se había producido: en lugar de transportar tres sacos de semillas de cebada, según aseguraba él que me había encargado, transporté solo dos en mis mulas, de acuerdo con lo que había entendido. Tanto porfió en que era yo quien se había equivocado que me vi en la necesidad de apelar a una persona que estuvo presente en el trato. De esa manera, forzado por la situación, lo obligué a reconocer que quien ahora mentía era él, pues ya eran dos voces contra una las que concurrían en aquel hecho: la cara que puso para admitirlo fue tal que no habrá palabras para describirla; solo bastará decir que no parecía él mismo, ya que de ser un tipo gracioso y sonriente pasó a convertirse en muy poco tiempo en alguien que no sabe a qué acogerse, en alguien que de pronto ha sido alcanzado por las mismas armas que había empleado para derribar a sus víctimas. A las personas, ciertamente, a veces hay que demostrarles que no son lo que parecen, sobre todo si caen en el feo vicio de cargar a otros con las culpas, Tenía vuesa merced razón cuando decía que el mayor gesto de valentía es el de aquel que reconoce sus defectos.
‒Me han dicho que en Taifar ya no domina la mentira, como quizá antaño ocurriera ‒volvió a interrumpirlo Afraín, tratando de conducir la conversación hacia el punto que a él más le interesaba‒.  Desde que comenzó su reinado Haldar, todo cambió: él, por lo que me han contado, debe de ser un rey justo, partidario de unas relaciones que no están basadas en los privilegios, sino en el servicio que cada cual puede hacer a su prójimo, un servicio que solo puede ser fruto del amor que ha hecho prevalecer en su reino. Creo, a poco que lo pienso, que es un caso único, pues en todos los sitios en los que he estado no es esto lo que se practica: en cada lugar ejerce su dominio el que más poder tiene, haciendo obedecer a los que por debajo de él se encuentran, ya sea rey aquel o señor de un noble abolengo.
Asier se quedó callado, cosa muy rara en él, quizá porque en aquel momento meditaba lo que habría de decir acerca de Haldar, de quien debía de tener más de una referencia a juzgar por las gentes con las que había tratado a causa de su constante trasiego. Tenía Asier la cara redonda, enmarañada de un pelo ralo, con los ojos algo saltones. Por efecto de los pensamientos que lo ocupaban, mostraba a la sazón el ceño fruncido, un gesto que en él parecía más afectado que surgido de sus naturales maneras. Afraín aguardó a que hablase, deseoso de saber la opinión que tenía sobre Haldar, del que tan elogiosos juicios había ya escuchado. Asier, cansado de la postura en que había estado sentado, hizo ademán de levantarse, apoyando con fuerza ambas manos en el suelo para tomar con ellas impulso; pero después, por la razón que fuese, las aflojó de nuevo, posando otra vez el trasero en el balate. Las mulas, mientras tanto, habían empezado a dar señales de que no debían de estar muy a gusto allí paradas, a la espera de que su amo tomase la determinación de volver a guiarlas.
‒Haldar salvó a su pueblo ‒dijo por fin, desarrugando el ceño‒. Es un héroe, un héroe que no triunfó por la fuerza de su brazo, sino por el amor que ardía en su pecho cuando se enfrentó a la adversidad. Lo que él hizo no tiene comparación en la historia, es un hecho que debería ser recordado para que las generaciones futuras nunca lo olviden. Por mucho que le diga a vuesa merced, jamás podrá imaginarse la hazaña que Haldar fue capaz de realizar. Yo lo conocí hace años, poco después de que sucediera a su padre. Había ido a la corte acompañando a una embajada, procedente de un país lejano. Ya habrá visto vuesa merced lo bien que me desenvuelvo en esto de las relaciones personales. Yo había trabado diálogo de forma casual con aquel grupo de forasteros y me había ofrecido como guía para llevarlos hasta los aposentos reales. Lo normal habría sido que nos hubiera recibido un mayordomo, alguna persona que nos hubiera puesto después en contacto con el rey. Sin embargo, fue él mismo quien lo hizo. A mí me sorprendió su figura: en lugar de un rey, más bien parecía que había salido a recibirnos un amigo.
‒¿Por qué todos hablan tan bien de Haldar? ‒inquirió Afraín.
Asier se levantó de pronto, sin haber dado esta vez muestras de querer hacerlo. Era, por lo que ahora Afraín comprobó, casi de su misma estatura, algo más delgado de lo que le hubiera parecido antes. Por su gesto, daba a entender que se disponía a retomar la conducción de sus mulas, con las cuales habría de desplazarse hasta su próximo destino, quizá hasta una alquería de aquellos mismos contornos.
‒Todos hablamos bien de Haldar porque lo amamos ‒repuso.
‒Eso debe de ser ‒replicó Afraín.
‒Lo amamos porque él nos amó primero ‒añadió él.
El sendero comenzó a estrecharse un poco a partir de aquel punto, con la mitad de él rociada por la sombra que daban los álamos, alineados al otro lado del balate. El sol, entre ellos, blandía sus espadas de lumbre, en una disputa terca con los troncos. En el follaje, ya en algunas partes amarillento, podían apreciarse restos del combate, con haces de luz que semejaban alfanjes de resplandeciente filo. Las alamedas, a aquella hora, parecían templos secretos, con columnas que sostenían bóvedas y techos muy altos; desde un coro oculto, muchos pájaros cantaban, con arpegios que ascendían y se prolongaban en aquellas naves plácidas. Eran cantos alegres, dirigidos tal vez a otros pájaros de las inmediaciones, que también cantaban. Entre todos componían un himno lleno de brío y de encanto, un himno con el que alababan al dios eminente de la mañana. Aunque no profesaba ninguna religión, Afraín no descartaba que hubiese una divinidad detrás de todo aquello, en el origen de toda aquella belleza. Escuchando a los pájaros, se sentía como un miembro más de la naturaleza, como si hubiera recobrado de aquel modo su verdadera condición. Él, a fin de cuentas, era un nómada que nada tenía. Su hogar, por así decirlo, era la tierra, ancha y ubérrima, en la cual acampaba cuando le parecía oportuno.  Aquel canto, vibrante, ubicuo, le hacía identificarse aún más con ella, con la tierra en la que vivía: sus notas no eran ya unas notas de pájaros, emitidas en una mañana cualquiera, en un día de otoño en el que él regresaba al lugar en el que había nacido; se daba cuenta de que esas notas eran como un saludo, con el cual se celebraba su regreso. Era un ser feliz, un ser colmado de dicha y de gratitud. Había llegado a una cumbre, desde la cual lo veía todo distinto. Su felicidad no había sido lograda después de un ímprobo esfuerzo, sino que era fruto de un retorno,  de una vuelta a sus orígenes. El alejamiento de ellos podía estar acompañado de un disfrute pasajero, producido por la consecución de unos determinados objetivos; lo que otorgaba la plenitud era la conciencia de haber vuelto, de haber regresado al punto en el que comenzó a descubrir el mundo. Comprendía así que su destino no se hallaba lejos de él, sino que se encontraba dentro de sí mismo, como una clave secreta que estuviera encerrada en sus propios orígenes. Los pájaros, con sus cantos, habían inspirado en él aquel sentimiento, aquella forma de emoción que entonces lo embargaba al verse ya en los campos de su tierra.



















6


Afraín dejó a Durango pastando en la margen izquierda del río, donde había abundante hierba, mientras él vadeaba la corriente para inspeccionar lo que había en la otra orilla. Tras remontar un ribazo, invadido de matorrales y de juncos, se encontró con una alameda, muy semejante a las que se alineaban al otro lado del camino. La alameda, lanceada también por los rayos del sol, tenía espacios de sombra, en los que el tiempo parecía detenido. Las copas de los álamos, movidas por una ligera brisa, eran de un verde de ajado terciopelo, entreverado ya de ocres y de amarillos de otoño. Afraín, igual que había hecho antes, vagó su mirada por aquel recinto secreto, sin encontrar en él más que soledad y rumores tenues de insectos, hasta que en un momento en que su atención estaba más relajada creyó distinguir algo que se desplazaba a gran velocidad entre los troncos. Era, según le había parecido, un caballo, con las crines de un blanco fulgurante. Lo insólito de la aparición le hizo dudar enseguida de ella, hasta el punto de que no supo si había sido real o una figuración suya. El caballo era más pequeño de lo común; llevaba, si no recordaba mal, un cuerno en la frente. Debía de ser, según colegía Afraín, un unicornio, tal como él se lo representaba en su mente. Se trataba, si ello era cierto, de un animal fabuloso, de una criatura fantástica que de pronto hubiera irrumpido en la realidad. Lo descabellado del asunto lo llevó a pensar que había sido, en efecto, una impresión suya, provocada por una ocasional confusión de sus sentidos. Un unicornio no podía aparecer por aquellos parajes, a menos que él fuera víctima de un grave trastorno; se dijo que llevaba muchas jornadas cabalgando y que era posible que su juicio estuviese perturbado por ello, haciéndole ver cosas que solo sucedían en su imaginación. Permaneció así un rato parado, inspeccionando con una mezcla de expectación y desconcierto el sitio: por un lado, deseaba que se le volviese a aparecer el unicornio; por otro, tenía miedo de que así fuese. El tiempo pasó sin que nada extraño ocurriera; algún murmullo de las hojas, agitadas por la brisa, alarmó a Afraín, pendiente de cualquier ruido que pudiera anunciar la repetición de aquel fenómeno. La mañana, mientras tanto, se había despejado de las neblinas de las primeras horas. Durango, satisfecho con lo que había comido, parecía estar ya aguardando a su amo para proseguir el viaje. Afraín, sin dudarlo, montó en él y por una escueta vereda retornó al camino. El sol, alto, pajizo, señoreaba el cielo. Por momentos, cuando el canto de las aves cesaba, se hacía el silencio, un silencio ancho, cuajado de insondables misterios. El camino, después de una parte más despejada, principiaba un trecho sinuoso, desviándose a veces del curso del río. A Afraín no se le iba de la cabeza lo que le había sucedido: a pesar de que había desechado la posibilidad de que lo que había creído ver fuera verdadero, a medida que se alejaba lo asaltaba cada vez más la sospecha de que había visto un unicornio, pasando de una forma muy rauda entre los álamos, quizá como un mensajero de un mundo al que él no tuviese todavía acceso. Igual que se les aparecían seres de ultratumba a ciertas personas, tal como ellas referían en sus relatos, las criaturas de las fábulas también podían hacerse presentes a quienes creyesen en su existencia, a quienes no negasen las historias que en ellas se contaban. Iba pensando en todo esto cuando entró en un paraje nuevo, en el que los álamos componían con sus copas entrelazadas una especie de bóveda, de dosel más bien, bajo el cual se experimentaba una sensación muy agradable, como si se penetrase en un lugar encantado, libre de las asperezas y de las mezquindades del mundo. Afraín, en vista de ello, bajó otra vez de su caballo y lo dejó a su antojo, seguro de que no había de separarse mucho del sitio donde él estuviese. Con cierta cautela, no exenta de emoción, escrutó el terreno, hasta que llevado de sus propios pasos dio en una zona en la que había crecido abundante hierba. Notó que entre ella se abría una suerte de vereda: la siguió para ver hasta dónde lo conducía; advirtió, mientras avanzaba, que el suelo era excesivamente blando, como si fuese de limo. De un modo gradual fue comprobando que sus pies iniciaban un descenso, primero muy suave, apenas perceptible, hasta que de pronto el descenso se hizo escalonado, con peldaños muy estrechos. Llegó así a un espacio subterráneo, con las paredes garabateadas de raíces. Estaba iluminado por la llama de un pebetero, de la que se desprendía un aroma que no había aspirado nunca Afraín, quizá algo parecido al del incienso. Durante unos momentos permaneció indeciso, sin saber adónde dirigirse. Vio que en un extremo de aquella estancia había una puerta, en cuyo umbral muy pronto apareció una figura. Se trataba de un ser de dimensiones muy semejantes a las suyas, con el cabello rizado, la tez muy morena. Afraín, antes de saludarlo, advirtió que lo que más lo distinguía era la forma puntiaguda de las orejas; en sus ojos, castaños, parecía arder el fuego de alguna pasión oculta.
‒Me llamo Asis; soy un elfo, como habréis supuesto ‒dijo el recién aparecido con la voz muy dulce, después de un intenso silencio.
‒Siempre había creído que los elfos no existen ‒musitó Afraín, sin salir de su asombro.
‒Los elfos solo existimos en el mundo de la imaginación ‒aseveró Asis.
‒Lo que estoy viviendo no es, por tanto, real ‒coligió Afraín.
‒Lo que estáis viviendo es posible que se asemeje a un sueño ‒propuso el elfo.
‒En los sueños ocurren las cosas más disparatadas: el pasado convive con el presente, la realidad se mezcla con la fantasía. Casi podría decirse que en la vida se dan dos dimensiones: una es la de la realidad, gobernada por la conciencia; la otra es la del sueño, en la que todo se confunde ‒dijo Afraín, tratando de asimilar lo que le estaba ocurriendo.
‒En el país de los elfos, en el que ahora os halláis, reina la fantasía ‒proclamó Asis, al tiempo que invitaba a Afraín con un gesto de la mano a seguirlo.
Lo condujo por un pasadizo que se iniciaba en aquella puerta, alumbrado por una luz rojiza que irradiaba misteriosamente de las mismas paredes. Afraín tuvo la sensación, mientras seguía al elfo, de que se adentraba en el mundo que otro había soñado, tal vez un ser anterior a él, alguien que lo hubiera precedido en la aventura de la vida. Llegaron, tras no muy largo trayecto, a una extensa explanada, en la cual se daban cita multitud de elfos. Por todas partes crecía una hierba abundante, con mechones que se arracimaban especialmente en los lugares más apartados  Se respiraba allí un ambiente festivo, como si celebrase algo importante. Con resolución de autómata, Asis pasó entre los elfos congregados, sin hacer caso de lo que algunos le decían; Afraín iba a su zaga, sin dejar que se distanciara demasiado. Había también elfas, dotadas de un irresistible atractivo, con los pómulos un tanto pronunciados, los ojos de una extraordinaria belleza. De buena gana Afraín se hubiera puesto a hablar con alguna, pero se veía de algún modo obligado a seguir a Asis, que semejaba haber sido seleccionado para llevar a cabo aquella misión de atenderlo con singular cortesía. Al final, después de haber dado varias vueltas, Asis lo llevó hasta la presencia de uno de aquellos seres, que se diferenciaba del resto por tener unos rasgos más acusados, propios de un individuo que ha reunido en sí las características más genuinas de la especie.
‒Soy Edro, el rey de esta comunidad ‒dijo a modo de presentación aquel distinguido elfo.
‒Es un honor para mí haber llegado hasta vos ‒dijo Afraín, todavía impresionado por lo que estaba viendo‒. Yo, que he recorrido medio mundo, os puedo asegurar que esto que aquí me está sucediendo sobrepasa con creces todo lo que a mí me ha ocurrido. Es posible que haya sido objeto de una alucinación, quizá a causa de un hechizo que alguien a mí ha aplicado. Por mucho que lo pienso, no me lo explico. Es como si de pronto la realidad se hubiera convertido en un sueño, como Asis me sugería hace un momento.
‒Quizá lo que habíais vivido antes de llegar hasta aquí era también un sueño, aunque no lo supierais ‒insinuó Edro.
‒El reino de Taifar existe ‒replicó, algo molesto, Afraín.
‒Taifar es también un producto de la fantasía ‒afirmó sonriente el elfo‒. Nada hay que no haya sido creado por ella.
‒No entiendo.
‒Será difícil que entendáis si no os libráis de lo que habéis tenido por firmes creencias.
‒¿Qué me aconsejáis para que lo consiga?
‒Bastará que os dejéis llevar por vuestras propias vivencias, por los sentimientos que con ellas alberguéis: cuando alguien escucha o lee una historia que lo fascina, no se para a averiguar qué hay en ella de cierto, sino que se deja seducir por lo que en ella se cuenta; es el engaño al que nos conduce todo relato de ficción.
‒Es posible que yo solo sea también un personaje de ficción‒admitió Afraín.
El elfo asintió, al tiempo que se dibujaba en su rostro una amplia sonrisa. Asis, presente en la conversación, también sonrió, aunque por respeto a Edro se había abstenido de intervenir. Afraín, aunque seguía sin entender a fondo lo que allí se dirimía, se sentía de alguna manera a gusto entre los dos: sabía que más que enredarlo en conceptos arcanos lo que pretendían era animarlo para que depositase toda su confianza en ellos, en lo que le propusieran para ser feliz.
‒La felicidad no se alcanza hasta que no se supera lo que se consideraba como realidad ‒reflexionó Edro como si hubiera leído sus pensamientos‒. La realidad impone límites, normas que hay necesariamente que cumplir. La ficción, en cambio, libera, suscita sueños que proporcionan al alma un profundo bienestar. La felicidad, para que sea plena, no debe estar condicionada por nada, no debe estar sometida a lo real. Los elfos somos felices por eso, porque en nuestro mundo no hay ningún tipo de circunstancias que nos impida soñar.
‒En Taifar, según me han contado, reina la felicidad ‒replicó Afraín.
‒Taifar, como os he dicho antes, es ahora un reino fantástico ‒insistió Edro.
‒Antes había sido un territorio de la realidad ‒razonó Afraín‒. Tenía límites, normas que regulaban todo lo que allí se hiciese. Era, por así decirlo, un régimen heredado, en el cual todo se cumplía como se había cumplido desde antiguo, porque si no se hacía de esa manera podía ser rechazado por la mayoría. La gente tenía miedo, por lo que se sentía insatisfecha por no poder realizar sus objetivos.
‒La vida es así de limitada para quien no sueña ‒terció Asis, que parecía estar en todo de acuerdo con lo que decía Edro.
‒Haldar, con sus acciones, demostró que nada era imposible ‒intervino ahora Edro‒. Él era de un corazón puro; el impulso que en su interior sentía lo llevó a realizar hechos inopinados: llegó a ofrecerse como víctima para que su pueblo se salvara, para que no derramara ninguna gota de sangre. Es un acto extremo, al que no conduce un ideal, como a veces se cree: los ideales son fuertes cuando solo son concepciones que la mente alimenta, pero se vuelven deleznables cuando se pone en riesgo la propia vida. Lo único que lo pudo mover a Haldar a hacer lo que hizo fue el amor, un amor que no tuviese medida. Un antepasado nuestro decía que las mayores conquistas no las realizan los grandes ejércitos, sino los corazones enardecidos.
Afraín se quedó meditando en aquello, mientras Edro y Asis se ponían a hablar con otros elfos. Se preguntó, entre otras cosas, cuál era su postura, si estaba más cerca de la realidad que de la fantasía; aunque antes de entrar en aquel sitio no hubiera tenido dudas, ahora no sabía qué era lo cierto, pues podía ser verdad que todo fuese fantástico, como Edro había tratado de explicarle. Había por allí también elfas, aunque quizá en menor número que los elfos. Ellas, con rasgos muy parecidos a los de sus compañeros, poseían una belleza deslumbrante, a la que era casi imposible resistirse; sus ojos de gacela dejaban en quienes fuesen mirados por ellos un ardor de juventud desconcertante, con secuelas que posiblemente nunca terminarían de borrarse. Durante un rato, después de salir de sus pensamientos, Afraín estuvo observándolas. Eran de movimientos rápidos y elegantes, de sonrisa franca. Algunas tenían la frente más despejada, lo cual les confería un mayor encanto. Las que parecían más jóvenes eran más delgadas, con la tez de una tonalidad sonrosada. Por puro azar se fijó en una; vestía, como el resto, unas ropas muy extrañas, adornadas con hojas y con trozos de corteza de los árboles; tenía el cabello amelocotonado, con dos trenzas que se cruzaban con sutil gracia. Movía las manos con desenvoltura, tanto si era ella quien hablaba como si eran otras quienes lo hacían. Por sus gestos se deducía que debía de ser animosa y simpática, dada a la charla y al feliz encuentro con las amigas. Por la razón que fuese, él se había fijado en ella, tal vez porque entre los dos existiese una afinidad secreta, nacida de la semejanza que entre sus dos almas existiese. Afraín se sorprendió del tiempo que había tardado en encontrar a alguien que lo pudiese atraer de aquel modo: en sus viajes por medio mundo nunca había experimentado nada parecido; había conocido a mujeres de muchas clases, de condiciones muy diversas; a algunas quizá había querido, aunque siempre se había tratado de un sentimiento pasajero, surgido más por la tentación de afincarse en un sitio que por la efusión de algo auténtico. Ahora, sin que mediara ningún encuentro, se sentía de pronto atraído por una mujer que no era tampoco de su especie. Se dijo, para explicárselo, que tal vez en aquel ambiente ocurrían cosas que no se daban en otros, propiciadas por la magia que allí dentro reinaba. La elfa no era de las más jóvenes, aunque por su aspecto habría sido muy difícil determinar la edad que tuviese. Si por casualidad la perdía de vista, era muy posible que ya no la distinguiese, pues había otras elfas que tenían el mismo pelo o que vestían los mismos ropajes. Para que no sucediese, Afraín continuaba con la mirada clavada en ella, igual que hace un enamorado cuando se ve fatalmente cautivado por la figura de alguien. Edro y Asis seguían departiendo con otros elfos, ajenos a lo que a él le estaba pasando. Por un momento pensó en acercarse hasta donde ella se encontraba, aunque después consideró que era mejor comportarse con prudencia y no llamar la atención demasiado pronto. Aunque no tenía la sensación de ser un intruso, no quería que a los demás sí se lo pareciera: en su ánimo primaba la voluntad de caer bien a aquella gente, de no cometer ningún desliz para que al final fuera aceptado convenientemente. La oportunidad, en contra de lo que él creía, no tardó en presentársele: la elfa escogida, de manera inopinada, se separó de las amigas para dirigirse a uno de los grupos que cerca de él se hallaban. Al pasar a su lado los ojos de ella se cruzaron por primera vez con los suyos. Eran verdes, del tono del agua en algunos remansos. Afraín creyó ver en ellos cierta expresión irónica, como si ya ella antes hubiera adivinado sus intenciones. Después de hablar brevemente con el destinatario de su mensaje, la elfa se volvió para regresar al lugar donde se encontraba antes. En su corto trayecto se fijó de nuevo en él, esta vez con un esbozo de sonrisa insinuado en el óvalo de su cara. Durante un rato continuó observando sus movimientos, sin que ella volviera a mostrar interés por él. Asis, siempre obsequioso, lo condujo después a un aposento donde fue agasajado con variedad de dulces y de extraños licores. Mientras estaba allí, abandonado a aquellos inesperados placeres, la elfa a la que había espiado se desplazó con sus amigas a otro lugar de aquel reino subterráneo, por lo que cuando regresó Afraín al punto en el que había estado apostado vio cómo había desaparecido de su vista, confundida posiblemente con la muchedumbre que en aquella explanada se congregaba. Tras su desazón inicial, decidió ir en su busca, dispuesto a hablarle si por suerte ahora la encontraba. Elfos y elfas se agrupaban por todos lados, ya dialogando, ya dando risotadas de forma desaforada. Expectante, Afraín pasó entre ellos, sin que ninguno pareciera reparar en él. Realmente, a tenor de lo visto, no era fácil su misión; lo más probable era que ya nunca más volviera a encontrarse con ella. Las circunstancias de la vida la habían alejado, convirtiéndola nuevamente en un ser apartado de él. Pensaba que sería una pérdida más, una pérdida que efectivamente se sumaba a las muchas que había padecido en su largo caminar. La misión habría sido quizá infructuosa si ella no se hubiera propuesto hallarlo también: después de dejar a las amigas, con las que había estado alternando, se dio a buscarlo entre la multitud hasta que finalmente lo halló. Sus ojos verdes, del color del agua en algunos remansos, aparecieron otra vez ante él, provistos ahora de una belleza nueva, como si a cada momento tuviesen la facultad de mostrar algún matiz diferente.
‒Por lo que veo, sois nuevo aquí ‒se dirigió a él con resolución‒. Me llamo Ada, os puedo servir de compañía si os parece bien.
‒Agradezco mucho vuestro ofrecimiento, aunque la verdad es que no me siento extraño aquí ‒contestó Afraín con un hilo de voz, afectado no tanto por el azoramiento como por la sorpresa que le deparaba la situación.
‒¿Cómo os llamáis? ‒inquirió ella con desparpajo.
‒Me llamo Afraín ‒contestó él, sin reponerse aún del embarazo.
‒Es un nombre muy hermoso ‒ponderó Ada‒. Nunca lo había oído, suena muy bien, Afraín: a mí me sugiere algo tierno, parece el nombre de un niño, pronunciado por su madre cuando es pequeño.
Afráin se quedó callado, sin hallar una respuesta para tanto halago. Ella, al verlo en tal apuro, sonrió igual que lo había hecho antes, de un modo que a él le resultaba muy misterioso, como si en su sonrisa apenas dibujada se encerrase algún tipo de secreto, un mensaje quizá que se resistiese a ser descifrado.
‒Todos los nombres tienen un significado ‒continuó ella, aprovechando que él no hablaba‒. El mío, Ada, por si os sirve de algo, significa en nuestra lengua élfica ‘afortunada’. Yo creo que de alguna manera los nombres nos marcan, dejan en todos un sello con el que acabamos identificándonos. Con él nos reconocemos en el mundo, nos presentamos ante los otros. Posiblemente el vuestro también tenga un significado; si no lo tiene, yo misma trataría de encontrárselo.
‒Afraín, que yo sepa, no significa nada ‒dijo él con la voz ya un poco más alta‒. Es el nombre que tuvo un abuelo mío, al que al parecer se lo había puesto su padre; por lo visto, en aquel tiempo muchos nombres se ponían por puro azar, como un capricho. Quizá a mi bisabuelo, como a vos, le sonó bien, igual que le debió de suceder a mi padre para que me lo pusiera a mí.
Ada se quedó pensando, quizá tratando de hallar ya un significado para Afraín. En sus labios, que eran carnosos, continuaba aleteando la misma sonrisa anterior; parecía divertirse con aquella ocupación, de la cual daba cuenta también el gesto de meditación con que ahora se mostraba, con una mano posada en la barbilla.
‒El nombre de Afraín, como os decía, me sugiere algo tierno ‒dijo‒, algo así como arrullo, caricia de madre, agua que canta, voz del aire… Lo que llena el alma de felicidad no es lo aparatoso, no es lo que aturde por el estruendo o por la composición; lo que la hace henchirse de gozo es lo pequeño, lo que llega en forma de clave, como una nota suelta, como un susurro que apenas se nota. Vos, si no os parece mal, seréis a partir de ahora ‘el que llega’, el que viene cargado de ese don de la felicidad. Al que llega, si bien lo pensáis,  se le suele recibir con cordialidad: es portador casi siempre de algo nuevo, de un mensaje que acaso se aguardaba con ansiedad. El significado que asigno a vuestro nombre es muy importante: vos seréis en adelante el esperado, el que revela lo que a la gente le faltaba para tener una vida mejor.
‒Yo soy un humilde viajero ‒repuso Afraín.
‒La humildad es la más valiosa virtud que podéis tener ‒dijo ella, ahora con el dedo índice señalando hacia su corazón‒. La soberbia es perniciosa, acaba corrompiendo el alma de quien la tiene; muchos individuos de vuestra especie se han visto atrapados por ella, por una ambición que no han sabido en ningún momento contener. El que es humilde, sin embargo, está agradecido siempre a su suerte: comprende que lo que le ha sido dado de forma natural lo tiene que dar a su vez a lo demás.
‒El viaje me ha enseñado que por mucho que uno camine siempre tiene que volver ‒reflexionó Afraín al hilo de aquello‒. Más que ‘el que llega’, mi nombre debería significar ‘el que regresa’, el que vuelve después de un largo camino. No sé si habré satisfecho todas mis expectativas, si habré cumplido todos mis objetivos. Es posible que no, pues el viaje también me ha enseñado que siempre habrá una nueva meta que alcanzar. La vida humana es, en realidad, así, una sucesión de metas, una sucesión de hitos que hay que superar. El que vuelve lo hace con la intención de quedarse ya para siempre en el lugar del que había partido, un lugar que nunca había estado lejos de su corazón. No sé si con esto que os he dicho os hacéis una idea más exacta de lo que yo he sido, de los motivos que me han inducido a volver.
‒Sois fiel a vuestros orígenes, es a lo que un hombre debe principalmente aspirar ‒repuso Ada, mirando con intensidad a los ojos a Afraín‒. Si habéis vuelto, es porque sois además noble, porque habéis conservado un corazón puro, resistente a las tentaciones y a los embelecos que suele haber en el mundo.
‒Soy fiel a mí mismo ‒matizó Afraín‒. Cuando un hombre es fiel a sí mismo, solo obedece a los dictados de su corazón.
‒Habrá en el mundo de los humanos muy pocos seres como vos ‒manifestó la elfa sin apartar todavía los ojos de él.
Igual que se había presentado, ella de pronto desapareció, reclamada quizá por las amigas, que desde lejos habían seguido la conversación que con él mantenía. Sus últimas palabras habían sido, ciertamente, para Afraín como una declaración, tanto por lo que habían revelado como por el tono que había empleado ella para decirlas, un tono en el que había creído descubrir el latido de una profunda emoción. Pensó que sus miradas y su forma de actuar no eran tampoco casuales, sino que respondían a una intención, a un propósito quizá de agradarle y de atraerlo ya para siempre hacia sí. Era una posibilidad que solo con pensarla se convertía ya en certeza, en un hecho ante el que él se tenía inevitablemente que rendir.





























7


A pesar de que era muy fácil confundirla con otras elfas de sus mismas trazas, Afraín no tardó en volver a dar con Ada cuando se lo propuso, cuando consideró que había llegado el momento de ir en su busca de nuevo. La reconoció al instante en un grupo con el que se hallaba reunida, pronunciando a la sazón un ferviente discurso sobre las conveniencias de vivir allí, en aquel mundo soterrado en el que todo parecía discurrir de forma meliflua, sin apenas contactos con el que existía en el exterior. Afraín aguardó con mucha paciencia a que terminase, tras de lo cual la abordó con la misma naturalidad con que lo hubiera hecho después de una prolongada relación.
‒Es para mí un motivo de gran alegría encontrarme con vos ‒le dijo a Ada a modo de saludo‒. Habéis asegurado que estáis muy contenta de vivir aquí. A mí me ha extrañado que lo digáis: aunque es cierto que aquí existe un ambiente maravilloso, no debéis por ello negaros a admirar las extraordinarias bellezas que hay fuera, con montes y praderas y ríos que en este mundo no se ven, con un cielo que es un perfecto remedo de la eternidad.
Ada sonrió con aquella sonrisa grácil que a él tanto le gustaba, dibujada en sus labios y en sus ojos de gacela como una dulce insinuación.
‒Las bellezas del exterior son, sin duda, muy estimables ‒replicó ella‒; a veces hemos salido los elfos de estos sótanos para admirarlas también, para vivir por unos días bajo el mismo cielo que habéis evocado. Sin embargo, debo deciros que la emoción que suscitan esas imágenes es una gracia que ya el alma tiene; si uno sabe ver en su interior, puede descubrir también en él bellezas que causan incluso un mayor deleite.
‒Es muy sugerente, sin duda, lo que decís ‒reconoció Afraín‒. Es posible que yo, que tantas cosas he conocido, no me haya asomado todavía a mi interior. Es una experiencia que ignoro y que puede ser para mí muy excitante. Es tal vez la última aventura que me queda por vivir.
‒Nunca podréis saber si será la última, porque eso es algo que no está a vuestro alcance conocer ‒repuso Ada.
‒Será una aventura muy diferente de las que hasta ahora he vivido ‒trató de corregirse Afraín‒; exploraré un mundo que ha permanecido para mí oculto.
‒Descubriréis la verdad de vuestro interior, que os servirá de guía y de luz para que contempléis esas bellezas de las que os he hablado, aún más admirables que esos montes y esos prados y esos ríos de los que me habéis hablado vos ‒aseguró Ada.
‒¿Qué debería hacer para adentrarme en ese mundo interior? ‒inquirió Afraín.
‒Cuando alguien emprende un viaje, como bien debéis de saber vos, ha de ir ligero de equipaje, pues todo lo que lleve de más será un lastre para su camino ‒arguyó la elfa‒. Quien decide viajar hacia el centro de sí mismo debe, de la misma manera, despojarse de todo lo que le estorba, de todo lo que despertaba su codicia o sus deseos de notoriedad. Con ese despojamiento irá más derecho a donde quiere, sin pausas o desvíos que lo desorienten. Es la primera condición que habréis de cumplir. La segunda, derivada de esta, es como una clave que os permitirá acceder a ese espacio anhelado, en el cual se halla vuestro ser más íntimo: una vez que os encontréis más puro, os será más fácil recuperar la inocencia que tuvisteis de niño, con la cual podréis sin duda ver todo lo que os digo. Vuestra mirada será limpia, capaz de trasponer barreras y de distinguir realidades que hasta entonces nunca habréis visto. No hará falta nada más: las mismas realidades se os revelarán sin ningún impedimento, como conquistas que hubierais logrado por la fe que hubieseis puesto en vuestro empeño. Es la inocencia el estado del alma más deseable, pues con él se alcanza la verdad que servirá de guía y de luz en la vida. Nosotros, los elfos, no hemos perdido la inocencia con la que nacimos; por eso vivimos perpetuamente convencidos de que no hay nada más bello que lo que en nuestro interior habita.
‒Yo también seré inocente para alcanzar esa verdad que me prometéis ‒anunció sin poderse contener Afraín.
Al decirlo, notó que en su pecho prendía, impetuoso, el fuego del amor. Nunca hasta entonces lo había sentido con tanta furia, con tanto ardor arrebatado. Antes, mientras había estado hablando con ella, había ido apuntando una breve llama entre los escombros de su corazón, hasta que de pronto, avivada por aquel viento de la revelación, la llama creció hasta un extremo impensado, dejando en su ánimo un dulcísimo quebranto, una llaga que era fuente de un intensísimo placer.
‒La verdad que os prometo os hará libre ‒proclamó ella, aparentemente sin advertir la efusión de emociones que a él en aquellos momentos lo embargaba.
‒Yo os amo ‒balbuceó Afraín, presa de un incontenible arrebato.
Ada, que en ningún instante había desviado los ojos de él, volvió a sonreír. Al contrario de las otras, era ahora su sonrisa más franca, como si aquel esbozo con el que antes se había insinuado se hubiera convertido en un dibujo claro, con perfiles más precisos.
‒El amor será siempre vuestra más estimada prenda cuando lo hayáis conquistado ‒dijo ella en tono misterioso.
‒Sin embargo, ahora debo marcharme; tengo una misión que cumplir ‒le confió él‒: he de llegar a la ciudad de Taifar, de la que un día partí; veré allí a mi rey, Haldar, del que tantas cosas buenas me han dicho.
‒Os acompañaré, si ese es vuestro deseo, hasta la entrada, donde me despediré de vos ‒propuso la elfa.
Después de decir adiós a Edro, Asis y otros elfos con los que había hablado, Afraín salió de aquel reino fantástico, precedido de Ada, que se desplazaba a un ritmo ligero, con pasos que más parecían de danza que de otro cometido. Discurrieron por diversos pasadizos hasta que desembocaron en aquel recinto que servía de vestíbulo, del cual partía una escalera que conducía al exterior. Una vez que se vieron fuera, Afraín y Ada abordaron los primeros compases de la despedida, una despedida que quizá había estado ya anunciada en el comienzo de sus relaciones. Había pasado ya mucho tiempo desde que Afraín se alejó de aquel sitio; por la luz que se filtraba entre los álamos, dedujo que era una hora avanzada de la tarde, aunque también podía ser que no se correspondiese con la del día en el que él inició su aventura, cuando decidió explorar aquel terreno. Durango, por la razón que fuese, no estaba allí, quizá porque hubiera querido también por su parte examinar la zona.
‒Habéis sido muy sincero declarando lo que sentís ‒manifestó Ada.
‒No podía dejar de decíroslo ‒confesó Afraín, volviendo a notar cómo se inflamaba su pecho de amor.
Los ojos verdes de Ada, del color del agua en los remansos, se posaron entonces con ternura en los de él: su carácter indómito se había suavizado hasta el punto de parecer más propio de humanos, de seres que se conmueven con las emociones que los enardecen.
‒Debéis saber que yo también os amo ‒le dijo a Afraín con una voz que ya no era la de una elfa, sino la de una niña que se encapricha con algún deseo que la domina.
Lo inesperado de la declaración causó tal efecto en Afraín que se quedó casi sin habla, en un estado de turbación del que en ese momento no sabía cómo salir.
‒Desde que os vi me enamoré de vos ‒continuó diciendo ella‒. Sabía que erais un humano que había entrado en nuestro reino por casualidad, quizá por el designio misterioso de un destino que propendía a juntarnos a los dos. Vuestros ojos me sedujeron: encontré en ellos una atracción extraña, muy diferente de las que a lo largo de mi vida había sentido. Quizá sea la atracción que ejerce un objeto que se prohíbe, cada vez más intensa a medida que se sabe que no se podrá lograr.
‒Si todo es fantástico, como en vuestro mundo he aprendido, no comprendo cómo entre vos y yo el amor no se puede realizar ‒adujo Afraín, impelido en esta ocasión a hablar por un acceso de rebeldía.
‒Entre mi mundo y el vuestro no hay, en efecto, separación, pero esas son cosas del espíritu que no se plasman a veces en lo que los humanos entendéis como plano real ‒trató de explicar Ada, haciendo acopio de toda la elocuencia de que era capaz‒. Para nosotros, los elfos, todo es espiritual: la misma naturaleza de la que estamos constituidos, aunque parezca material, no es más que una encarnación del espíritu del que estamos imbuidos; en cambio, para los humanos, según han contado siempre nuestros sabios, ha existido siempre una frontera entre el cuerpo y el espíritu que no habéis conseguido muchas veces franquear. Una elfa y un humano, como habéis comprobado, se pueden enamorar: nada impide en principio que los dos se quieran, porque el amor es ante todo una corriente espiritual, un sentimiento muy profundo que une para siempre a dos almas en una misma voluntad, en un mismo querer que el tiempo ni los imponderables de la vida podrán nunca destruir. Lo que ocurre es que los humanos pretendéis siempre trasladar ese sentimiento al plano real: no os conformáis con que sea algo mágico y virtual, sino que lo queréis ver realizado en algo concreto, en algo que podáis captar con los sentidos de los que estáis provistos. Esa es la única diferencia que hay entre vos y yo: vos necesitáis que el amor satisfaga todos vuestros deseos; yo lo considero, por el contrario, como una fuerza sentimental. Sé que lo que entre los dos ha nacido nada lo podrá anular: el amor triunfa siempre, es lo que nos acerca y nos hace indestructibles, semejantes a los dioses que presiden todas las religiones. La materia, de la que está formado el cuerpo, es corruptible; en cambio, el espíritu, del que está configurado el amor, no puede ser vencido por ningún mal.
Afraín, llevado por sus impulsos, quiso besar a Ada en la boca, pero ella al notarlo detuvo su intento con un gesto terminante de las manos.
‒El amor es una corriente espiritual, os he dicho ‒arguyó a continuación‒. Si nuestro amor es sellado por ese beso que pretendíais darme, permanecerá siempre el recuerdo de ese beso. Por el contrario, si son nuestras palabras y nuestros sentimientos los que lo certifican, un mundo ilimitado se abrirá en el futuro para nuestros recuerdos. Ya no seremos dos que se han besado, sino dos que se aman eternamente; vos y yo seremos uno por la fuerza con que nos querremos, por la unidad indisoluble que ya formamos. El amor de una elfa y de un humano será un nuevo capítulo en la historia del mundo, en esta historia en la que los dos estamos participando.
‒He de marcharme.
‒Ahora os vais, porque tenéis que cumplir un objetivo, pero en mí permaneceréis siempre instalado ‒dijo Ada, mirando a Afraín con arrobamiento‒. Recordad que no sois ‘el que se va’, sino ‘el que llega’, el que trae la promesa de la felicidad. Nunca me cansaré de amaros, aunque no os tenga.
‒Yo nunca me marcharé de vos ‒rectificó Afraín‒. Vos y yo somos ya uno, nada nos podrá separar.
Con estas palabras se despidió por fin de Ada y, con una inopinada resolución, fue en busca de su caballo, que no debía de estar muy lejos de allí. Ada se quedó un rato detenida a la entrada de su reino mágico, mientras él se alejaba por la alameda. Por un momento le pareció que la figura de él no era la de un ser que había visitado su mundo, sino la de un amigo que había estado con ella mucho tiempo. El sol del atardecer, ya muy debilitado, dejaba colchas de luz entre las copas de los álamos.
Afraín, después de un breve zigzagueo, acabó por salir al sendero que había abandonado antes. Con voz que le sonó a él mismo algo rara, se puso a llamar con insistencia a Durango, creyendo que acudiría con rapidez a su reclamo. Al comprobar después de varios intentos que no lo hacía, decidió proseguir a pie su camino. La proximidad de la noche lo obligaba también a buscar un lugar donde guarecerse. La luz, en las aguas del río, agonizaba con destellos de oro viejo. De vez en cuando aparecía a la vista de Afraín un pedazo de vega, semejante a un lienzo que hubiera quedado prendido del paisaje, un lienzo en el que alternaban los trazos verdes y marrones de las hazas en aquel tiempo, mezclados con el ocre y el gris de balates y de ribazos. A medida que avanzaba, el crepúsculo iba envolviéndolo todo en una tonalidad malva: difuminados los contornos, el panorama que ante sí tenía Afraín iba tomando cada vez más ribetes de magia. A lo lejos, por encima de las últimas alamedas, asomaban las crestas de la sierra, bañadas a esa hora por una luz de cobre. Los pájaros, sobresaltados, emitían sus postreros gorjeos, antes de que la noche cayera sobre los campos. La zona por la que iba se tornaba por momentos más misteriosa, con sombras que parecían ocultar algún secreto. A veces, sugestionado todavía por lo que había vivido, Afraín creía vislumbrar algún bulto movedizo. El recuerdo de Ada no paraba de revolotear por su cabeza, animándolo a culminar la misión que él mismo se había encomendado: deseaba llevarla a término para hacer a su amada depositaria de su mérito, para dedicarle a ella su victoria; obraría así como los antiguos héroes, que siempre tenían una señora a la que ofrecer sus trofeos. Quería presentarse ante su rey, rendirle pleitesía; algo le hacía sospechar que sería un encuentro importante, tras el que habría de derivarse un hecho imprevisto. Las muchas leguas que había recorrido y todo lo que había padecido a lo largo de su camino no podían ser en balde, sino que habrían de tener un premio que todavía él no era capaz de adivinar, quizá relacionado con su futuro, con la asignación de un cargo que él no debía rehusar. Faltaba ya poco para que se cumpliera su sueño, estaría a poco menos de media legua de la ciudad de Taifar. La penumbra del crepúsculo le impedía avistarla; la intuía acaso tras un velo azulado de neblina, con el que la noche se cerraba ya sobre la vega. El camino, cada vez más borroso, renovó en él la necesidad de cobijarse en algún sitio. Lo halló, por casualidad, no lejos del río, en un junqueral muy tupido. Allí, al socaire de los juncos, encontró no desdeñable acomodo, a salvo de las más duras inclemencias de la noche. En el cielo, del que él tenía una visión muy reducida, fueron apareciendo las primeras estrellas, como puntos de luz dispersos en un decorado inconmensurable. Eran los mismos astros que había contemplado muchas veces en otros lugares del ancho mundo, en ratos en que tomaba conciencia del ínfimo papel que desempeñaba ante la inabarcable inmensidad del cielo. La única diferencia que hallaba con respecto a aquellos otros momentos especiales era el hecho de que ahora la experiencia se producía en su propia tierra, a la que él había llegado después de muchos años de ausencia. El sentimiento de soledad y el impacto que le podían causar las estrellas no eran, por ello, tan acusados como los que había experimentado en otros sitios. Ahora, de un modo quizá oscuro, sentía el amparo que le deparaba la presencia de la tierra, sin la cual ya nunca más podría vivir.



























8


Aunque se había desvelado varias veces por la noche, debido principalmente a las punzadas que le infligían las brisas intempestivas de la madrugada, Afraín se encontró por la mañana bastante descansado, sin huellas de la fatiga que un viaje tan largo le podía haber dejado. Se había despertado, como le pasaba casi siempre, poco antes del alba, como si su instinto ya inveterado de viajero hubiera suscitado en él la costumbre de hacerlo muy pronto para aprovechar bien la jornada. Lo primero que echó en falta fue un poco de alimento, con el cual debía sustentarse para no desfallecer. Las provisiones las tenía en las alforjas que portaba Durango, por lo que se le hizo necesario más que antes encontrarlo. Lo buscó, apenas hubo salido del junqueral, por las hazas cercanas, creyendo que podía estar por ellas pastando. El sol del amanecer, alzándose ya tras las cumbres de la sierra, dejaba por los alfalfares y los maizales lamparones de ámbar. Afraín, con la ilusión renovada, durante algún tiempo anduvo por el campo más próximo, ansioso por dar con una señal que lo condujese hasta su caballo. No halló nada, como era casi de esperar, en sus primeros intentos de búsqueda, pero al poco de tomar una nueva ruta vio a no mucha distancia varias figuras de equinos parados al otro lado de una cerca. Con la esperanza de que uno de ellos fuese el suyo, Afraín se dio mucha prisa en llegar hasta allí. La suerte, si en otras ocasiones le había sido esquiva, en aquella le quiso sonreír, pues uno de los caballos que había divisado no era otro que Durango, el cual en cuanto lo hubo visto se puso a mover la cola y a torcer la cabeza con ganas de irse hacia él. Afraín, como pudo, saltó la cerca y, como si hubiera encontrado a un amigo, se dio a hacerle caricias y a dedicarle palabras de cariño, con las cuales expresaba la gran alegría que sentía en aquellos instantes.
Después de tomar alimento, Afraín prosiguió la marcha, primero a pie y más tarde a lomos de Durango, el cual parecía haber adquirido nuevas energías durante el tiempo en que estuvieron los dos separados. La proximidad de la ciudad de Taifar, avistada ya con claridad en la lejanía, hacía que el viaje fuese como un paseo, como un tránsito feliz hacia la meta en la que había de concluir. El sol del otoño, plácido, sereno, lo inundaba todo con su luminaria de oro. El cielo, parcialmente, aparecía cubierto de una telaraña de nubecillas blancas. La mañana era tan dulce que dejaba en el alma la sensación de haberla gozado antes, en una edad en la que era posible que se estuviera formando el mundo. El camino por el que ahora iba Afraín se retorcía entre balates erizados de cardos secos, tras los que se alineaban maizales pajizos y barbechos de un color mustio, entreverados de vez en cuando de alfalfares de un verde refulgente. En los linderos de las hazas crecían higueras y membrillos, punteados estos con los frutos que colgaban de sus ramas. A veces llegaba a los oídos de Afraín la salmodia del agua de alguna acequia, a la que se venían a sumar los arpegios que emitía algún ave solitaria. Se veían caseríos dispersos, con eras empedradas y almiares y albarradas semiderruidas de corrales, tras las que asomaba la cabellera de alguna morera o de algún otro árbol interior. Tenía todo el sello de lo antiguo, de lo que no ha sufrido variación con el paso de los años. El aire tibio de otoño, oloroso de brozas y de tierras yermas, levantaba en algunos momentos grises polvaredas que enturbiaban el camino. Después de un largo trecho, llegó Afraín a un terreno algo más quebrado, con bancales separados por pequeños muros de piedras. En uno de ellos, el que más próximo al camino se hallaba, estaba sentado cuando Afraín pasaba un hombre con trazas de labriego. El deseo que tenía de hablar con alguien, después de tantas horas de soledad, lo animó a detenerse para intercambiar con él unas cuantas palabras. El hombre, tocado con un sombrero de ala muy ancha, no pareció percatarse de su presencia. Afraín, luego de dirigirle un breve saludo, creyó que estaba dormido, pero un movimiento brusco de las manos lo indujo a desestimar su creencia: más que sumido en las brumas del sueño daba la impresión de que se hallaba abstraído, quizá pendiente de alguna idea que no lo dejaba tranquilo.
‒Buenos días ‒volvió a saludarlo Afraín, esta vez en un tono más alto.
Como contestación, el supuesto labriego profirió unos extraños sonidos, más parecidos a quejas que a palabras desgajadas de algún mensaje. Sin saber qué hacer ante tan inusual comportamiento, Afraín decidió aguardar por ver si le decía algo más claro. Tenía los ojos pequeños, guarnecidos por unas cejas espesas; miraba hacia un punto lejano, quizá hacia alguna imagen borrosa, presente solo en sus pensamientos. Más que una persona de carne y hueso, semejaba en ciertos momentos una estatua, colocada allí solo con un fin decorativo, como un representante fiel de su raza. Durante algunos instantes ni siquiera parpadeó, hasta que llevado por un nuevo impulso comunicativo volvió a emitir los mismos sonidos de antes, esta vez combinados con silbidos muy cortos, con los que parecía imitar a algún ave. Afraín, como era natural, conjeturó que no debía de tener el juicio muy sano, probablemente a causa de algún trastorno que en su vida hubiera sufrido. Él, que a tantos tipos había conocido, realmente no se había encontrado con uno tan raro; lo que más lo sorprendía era que aún no hubiera dado señales de haberlo visto, como si no solo estuviese falto de raciocinio, sino también de las facultades de la vista y del oído.
‒¡Buenos días! ‒le gritó casi con todas sus fuerzas para cerciorarse de ello.
El hombre siguió sin inmutarse. El caso sobrepasaba ya para Afraín todo lo previsto, pues no era normal que hubiera permanecido indiferente a su desaforado grito. Pensándolo bien, no encontraba razones que justificasen su actitud, el pertinaz hermetismo en el que semejaba sumido. Había cosas en la vida que, sin duda, no tenían explicación, enfermedades o dolencias que eran refractarias a toda clase de remedios. Quizá lo que le ocurría a aquel individuo era que había caído en uno de aquellos estados desconocidos, para los que no había paliativos. Su enajenamiento, si por tal había que tomarlo, podía haber sido ocasionado por uno de aquellos males, si bien era muy difícil determinar en qué consistía.
‒Esto es increíble ‒dijo Afraín más bien para sí, al tiempo que descendía de su caballo para estar más cerca del personaje.
Había, sin duda, en su preocupación un interés humano por aproximarse a un ser que parecía haber sido objeto de algún tipo de desgracia. El aspecto de la víctima no era, con todo, ni mucho menos lamentable, pues aparte de su mutismo no había en él huellas de desmejoramiento o de una merma continuada. Podía tener edad de cincuenta años, se diría que bien conservados: por el color tostado de su cara, Afraín dedujo que debía de ser hombre de campo, acostumbrado a arrostrar los soles de todas las temporadas. Sus manos, gruesas, reposaban sobre sus muslos, faltas de la tensión que en el desempeño de sus trabajos habrían tenido. En vista de que no reaccionaba ante sus voces ni que se percataba de su presencia, Afraín se aproximó a él con intención de tocarlo, para de esa manera despertarlo del sueño en el que debía de estar metido. Lo hizo con mucha cautela, dando un toque muy ligero en una de sus rodillas; quería evitar que se sobresaltara, que tomara acaso una actitud violenta contra él por aquel atrevimiento. Las manos siguieron igual, abandonadas sobre los muslos; la cara continuaba hierática, sin signos de haberlo advertido. Era muy raro, se dijo Afraín, pues mirado de cerca no parecía que estuviese dormido. Lo intentó, por ello, una segunda vez, ahora con un poco más de fuerza. Oyó entonces una especie de queja, seguida de un nuevo silbido, algo más largo que los anteriores. Quizá fuera aquella la forma que tenía aquel hombre de comunicarse, una forma primitiva, aprendida de los mismos animales, de los pájaros a los que escuchase con veleidad todas las mañanas.
‒Me llamo Afraín ‒dijo casi sin querer él.
Como era de esperar, no obtuvo una respuesta hablada. En su lugar, percibió un gruñido, tras el que se sucedieron otros en el mismo tono. Ni toques ni voces hacían reaccionar de un modo normal a aquel enajenado sujeto. Afraín, por un momento, pensó en dirigirse a él con el mismo tipo de lenguaje, empleando las mismas expresiones que usaba él. Tal vez un silbido fuese respondido con otro, tras el que se entablaría una comunicación que quizá derivase en algo más concreto.
‒No sé qué pensáis ‒soltó de nuevo casi sin poderlo evitar.
Los gruñidos dieron paso a nuevos silbidos, cada vez más largos, con inflexiones sorprendentes. El esfuerzo con que sin duda los producía lo obligaba a torcer la cara, a componer gestos que resultaban muy forzados. Afraín, ante tal novedad, dio por seguro que algo había adelantado y, sin pensárselo dos veces, volvió a tocarlo. Los silbidos casi cesaron de golpe, siendo sustituidos por un murmullo raudo, compuesto de palabras que no parecían estar registradas en ninguna lengua.
‒No os comprendo ‒le dijo Afraín‒. Es posible que no me entendáis vos tampoco.
El hombre, sin hacer caso a Afraín, continuó murmurando algo, con sonidos que escapaban a cualquier intento de comprensión. Su voz era fina, más propia de un niño que de una persona de cincuenta años. En sus ojos, a diferencia de antes, había comenzado a insinuarse cierta expresión que delataba que no estaba completamente ausente: poco a poco, a medida que hablaba en su peculiar jerigonza, sus miradas se iban desviando de la lejanía en la que habían estado clavadas para posarlas de vez en cuando en puntos que tenía más cerca. Era quizá una vuelta a la realidad paulatina, con la que de forma gradual tomaba conciencia nuevamente del mundo en el que se encontraba, tal vez de la persona que en aquellos momentos tenía delante, parada a escasa distancia de él para analizar mejor sus reacciones. Afraín, que era esta persona, compadecido de lo que le ocurría, procuró a continuación que aquel regreso fuese más rápido e, igual que había hecho antes, lo tocó varias veces en la misma rodilla, al tiempo que lo instaba a hablar de una forma que a él le resultara inteligible.
‒Si os expresáis en mi misma lengua, es posible que os entienda ‒le dijo.
El hombre pareció comprender entonces su mensaje, pues lo miró de pronto de un modo consciente, con ojos en los que no había ningún resto de enajenación, como si antes hubiera estado conversando con él con absoluta naturalidad. El impacto que le causó a Afraín aquella mirada fue mayor incluso que el que le habían causado las anteriores, pues después de haberlo dado ya por perdido ahora había de tomarlo tal vez por un ser normal, dueño de unas facultades, como las de la vista y la del oído, que antes también había considerado extraviadas, con síntomas muy claros de un descontrol total.
‒El rey está en peligro ‒creyó oír entonces Afraín.
Aquellas palabras, que más habían sido masculladas que dichas, lo pusieron aún más en alerta: después de todo lo presenciado, parecía que contenían algún tipo de aviso, algún tipo de anuncio de lo que quizá habría de suceder.
‒¿De qué rey habláis? ‒quiso saber.
‒Yo no hablo de más rey que de Haldar ‒masculló ahora con cierto énfasis.
‒Haldar es bueno.
‒Haldar está en peligro.
‒¿Qué le puede pasar? ‒inquirió con algo de angustia Afraín.
‒Unos enemigos muy malos se levantarán contra él.
‒En su reino ya no existe el mal ‒objetó Afraín.
El hombre se quedó callado. Parecía haber vuelto de repente a su situación anterior: su mirada se había tornado turbia y furtiva, como si hubiera regresado a la lejanía en la que antes había estado detenida. Una de sus manos, la que se hallaba posada en su muslo izquierdo, comenzó a moverse para señalar en una dirección. De inmediato, Afraín pensó que debía de ser de aquel lado de donde habría de llegar el peligro que él pertinazmente anunciaba, quizá presentido en su cerebro descabalado.
‒El enemigo está dentro del corazón humano ‒dijo esta vez de un modo muy nítido, como si su voz se hubiera por fin aclarado.
Mientras lo decía, su mano había realizado un giro para señalar el pecho de su interlocutor, como si estuviese en él representado el corazón humano.
‒¿A qué enemigo os referís? ‒preguntó con ansia Afraín.
El hombre, perdido otra vez en sus pensamientos, ya nada más desveló. Por más toques, palabras e insinuaciones que Afraín le dedicó después, ya no reaccionó, sino que permaneció abstraído, con la vista fija en el horizonte, emitiendo de vez en cuando sonidos o silbidos con los que parecía imitar los que hacía algún ave, algún ave que tal vez anidase muy cerca de él.
Afraín lo abandonó para retomar su marcha, ya muy próxima a la meta que se había propuesto. Por el camino una vez y otra se preguntó quién sería aquel enemigo que el extraño personaje no quiso decir. Quizá se refería a la envidia, nacida del malsano deseo de apropiarse del bien de otro, al cual no se tolera por encima de uno, encaramado en una altura de la que se intentará hacer bajar. Él, Afraín, no la había sentido, pero sí había conocido a muchos que se habían dejado arrastrar por aquel fatídico mal.
La ciudad de Taifar aparecía al fondo cercada de colinas, sobre las que se elevaba el inmenso altar de la sierra, cubierto ya en algunas partes por las blancas galanuras de las primeras nieves. Ante ella se tendían, componiendo un hermoso panorama, las alcatifas y los mantos de las diversas parcelas de la vega, con retazos y jirones de linderos y de acequias, con madejas de alamedas agrupadas en la distancia. El sol del otoño, pleno, almibarado, se recostaba en los ribazos, dejando en ellos un hervor de tiempos inmemoriales.
A pesar de lo que le había dicho el extraño labriego, Afraín, montado en su cabalgadura, viajaba contento. A un lado y a otro del camino por el que iba, se sucedían los campos de labor, alternados con barbechos y con terrenos llecos. A medida que se aproximaba a la capital del reino, podía ver que aumentaban los caseríos, acompañados de llosas y de frondosos huertos, muchos de ellos circundados por albarradas de escasa consistencia. La mescolanza de tierras y de elementos diversos hacía que creciese la impresión de que se llegaba a un lugar diferente, en el cual muy pronto el silencio habría de ser sustituido por el continuo ajetreo.






































9



Después de comer, Afraín se dispuso ya para entrar en Taifar. El sol, grande a esa hora, se deshilachaba sobre los ejidos cercanos a la ciudad. A no mucha distancia ya de ella, quiso Afraín desviarse del camino para acercarse a un grupo de campesinos que se hallaban sentados en un balate, a la sombra de unos arbustos. Le  había llamado la atención que estuviesen tan recogidos, en una actitud que difería de las que normalmente se esperaba de ellos. No eran más de seis, todos vestidos de la misma manera, a la usanza de la gente que solía faenar en aquellas tierras. Tenían la tez ennegrecida por el sol y por el polvo acumulado durante el ejercicio de sus tareas. Uno de ellos, el que parecía mayor, se dirigía a los demás con voz pontifical, sin gestos ni alardes de ningún tipo, como si fuese suficiente lo que les decía para alcanzar el objetivo que se proponía. Los demás lo escuchaban con la vista fija en un punto distante. A Afraín no pudo dejar de sorprenderlo que cuando él llegó no interrumpieran lo que estaban haciendo. El que oficiaba de predicador o de jefe del grupo se limitó a sonreírle mientras proseguía su discurso, como si lo invitara así también a seguirlo, igual que hacían los otros con caras de embelesamiento. Por respeto, Afraín descabalgó de Durango y, después de dejarlo suelto, se sentó él también en el balate. El hombre en ese momento se refería al trabajo que casi todos los días realizaban en el campo: les decía a los otros que gracias a él obtenían después los frutos que después les habrían de hacer falta, no solo para alimentar el cuerpo, sino también el alma que cada uno de ellos albergaba. Aquello sonó verdaderamente extraño a Afraín, pues nunca había oído decir que los frutos de la tierra lo podían ser también del alma, pero prestó aún más atención y se enteró mejor del sentido con que lo decía, del doble significado que había que dar a sus palabras:
‒El trabajo es un medio que tenemos a nuestro alcance para ser cada vez más buenos ‒expuso después con emocionado acento‒. Si lo aprovechamos bien, con él hacemos méritos para obtener el premio mayor que se puede conceder al ser humano. Todo lo que se hace con esfuerzo y sacrificio tiene, sin duda, su recompensa, aunque en este caso de lo que os hablo es de una recompensa muy grande, con la cual habréis de estar eternamente pagados. Son beneficios de los que podemos ya disfrutar en la vida, pues si el trabajo se lleva a cabo con ese objetivo deja de ser enojoso. Es algo que hemos de recordar siempre: el trabajo nos redime, es el crisol en el que se purifican nuestras almas. Ningún sufrimiento es baldío si se une a los sufrimientos de aquel que más los padeció, de aquel que venido de lo más alto se hizo el más humilde de todos.
Afraín creyó en aquel instante que se refería a Haldar, de quien había oído hablar de una forma tan encomiástica. Mientras el jefe del grupo continuaba su inspirada charla, él trató de encajar aquel nuevo dato en la imagen que del rey ya se había creado, un hombre que al parecer había sufrido hasta un extremo impensable para otorgarle al sufrimiento un sentido que hasta entonces no había tenido; sin duda, aquello superaba todas las ideas que sobre él se había hecho, colocándolo a una altura que se le hacía ya insuperable; no solo se había presentado ante su pueblo como un rey ejemplar, sino que había querido experimentar la condición más miserable para así hacerse valer de un modo definitivo. Si antes había sentido atracción por él, ahora lo que lo movía era un deseo irrefrenable por conocerlo y por tratarlo; se daba cuenta de que la corazonada que lo había impulsado a volver no podía tener mejor resultado, un resultado que él en principio no había buscado y que ahora se le presentaba evidente con todas las noticias que de Haldar estaba recibiendo.
‒Él prometió que estaría con nosotros todos los días, hasta el fin del mundo ‒siguió prestando atención a lo que decía aquel campesino‒. Tenemos que confiar en él: aunque no lo veamos, debemos saber que siempre está presente, no de una forma corporal, como en aquellos tiempos en que aleccionaba a sus discípulos, sino a través de su Espíritu, que era como a él le gustaba que lo adoráramos. Lo que hace más poderosos a los hombres no es la fuerza de sus brazos, sino el aliento que sopla en su interior, el Espíritu que los mueve y los ilumina y los guía hacia praderas de fuentes tranquilas, hacia una vida que no tendrá ya fin. Vosotros sois la sal de la tierra, les confió también él a los que lo seguían, a los que se habían dejado seducir por su palabra, por su verbo encendido. La sal que se vuelve desabrida se desecha y es pisoteada por la gente, pues su función no es otra que sazonar, que dar sabor a los alimentos que se van a comer. Les pedía a sus seguidores que fueran ellos quienes sazonasen la vida en la tierra, quienes descubriesen al mundo los veneros de la verdadera felicidad. Su mensaje, siempre claro y vibrante, nos empuja a nosotros ahora a hacer lo mismo, a difundir la buena nueva de la redención y de la libertad.
Al llegar a aquel punto de su intervención el campesino, Afraín volvió a pensar en Haldar, en los muchos valores que atesoraba. Su capacidad de convicción había sido tan grande que había logrado persuadir a un grupo de amigos para que continuasen su obra, para que difundiesen a otros lo que él les había predicado con tanto ardor.
‒Él, con su ejemplo, nos enseñó el camino que debíamos seguir ‒continuó diciendo el campesino‒. El cáliz que he de beber lo beberéis, les dijo a algunos de sus partidarios. Es, como sabéis, un camino arduo y difícil, pero es el que nos lleva a la salvación. La Cruz es un misterio, un misterio doloroso por el que hemos de pasar si queremos ser sus discípulos, si en verdad lo amamos a él. No hay amor más grande que el de aquel que da la vida por los amigos. Nosotros, que somos campesinos, entendemos mejor que nadie la parábola del grano de trigo: el grano de trigo tiene que morir para que sea fecundo: el amor, llevado hasta el extremo, tiene también que morir para que dé frutos. Con su muerte él nos liberó de la esclavitud del pecado; esa fue la libertad que nos vino a traer, no la que resulta de la abolición de unas leyes o de la destrucción de unas cadenas, como muchas veces en su tiempo se llegó a creer.
Al escuchar aquellas palabras, Afraín comprendió que no era a Haldar a quien se refería, sino a un personaje quizá del pasado, un personaje sin duda señero que despertaba ya todo su interés. Tuvo de pronto tantos deseos de saber quién era que se vio obligado a interrumpir el discurso para inquirir por él:
‒¿Quién es ese hombre del que habláis? ‒preguntó con voz que a él mismo le sonó muy rara.
‒Ese hombre era Dios ‒contestó el que hablaba, casi sin inmutarse por la interrupción.
‒No entiendo ‒musitó Afraín.
‒Él era el Mesías anunciado, el Salvador que había de llegar ‒añadió el campesino ante el asombro de Afraín.
‒Sigo sin entender.
‒A Dios no hay entenderlo ‒intervino en eso otro‒. Solo se le debe amar.
‒Yo no he amado nunca a ningún dios ‒reconoció Afraín‒. Todas las religiones me han parecido siempre fabulosas, sostenidas por historias en la que se intentaba explicar el origen de la Creación. Yo nunca he acabado de creer en ellas; no les he prestado más atención que la que prestaba a otros relatos que hasta mí habían llegado, pertenecientes todos ellos a un acervo popular. Sin embargo, al oír hablar de ese Dios que era hombre debo confesaros que algo se ha removido en mi interior. La verdad es que nunca he oído nada igual, por muchas vueltas que por el mundo haya dado: todos los dioses se me representaban muy alejados de los hombres, como entes muy superiores que los habrían de juzgar. Ahora me habláis de un Dios que no solo no está alejado de los hombres, sino que incluso se confunde con ellos, tomando su propia humanidad.
‒Todos nosotros somos ahora mensajeros de ese Dios ‒comentó otro de los que allí estaban.
‒Me gustaría saber qué relación tiene toda esta historia con Haldar ‒continuó inquiriendo Afraín.
‒Jesús de Nazaret, ese Redentor del que os hablamos, es el verdadero rey de Taifar ‒contó el que parecía director de aquella comunidad‒. Haldar, antes de suceder al padre, había tenido noticia de su obra y, deslumbrado por el mensaje que ella encerraba, decidió ser también seguidor suyo. En cuanto subió al trono, declaró que ya no sería él quien reinara, sino Jesús de Nazaret, por quien todo lo acababa de dejar. En su reino, a partir de entonces, ya no habría otras leyes que las del amor y las de la paz.
‒Yo también quiero seguir a Jesús de Nazaret ‒declaró Afraín, entusiasmado por lo que había oído.
‒Seréis un hombre nuevo desde que a él lo toméis como modelo ‒pronosticó otro de los campesinos.
‒Para seguirlo, ¿qué condición habré de cumplir?
‒Solo os bastará creer en él y dejaros arrebatar por su amor ‒le dijo el anterior.
‒Si eso es así, ya puedo considerarme de su grupo, pues desde que a mí ha llegado vuestra charla he empezado a creer en él, al tiempo que me sentía invadido de su amor ‒confesó Afraín.
‒Lo que debéis hacer a partir de ahora es conocerlo mejor ‒le aconsejó el que más hablaba de ellos‒. Tenéis que ingresar en una comunidad como la nuestra, para que de ese modo os iniciéis en su doctrina, en todas las enseñanzas que él nos dejó. Su palabra se va transmitiendo de unos a otros; es necesario compartirla para que así tenga más vigor. Será importante también que meditéis a solas en ella, ya que el Espíritu que la ha guiado se nos revela con más claridad en la meditación.
‒En cuanto pueda, haré puntualmente lo que vos me recomendáis ‒prometió Afraín‒. Ahora he de dirigirme a Taifar, donde pienso entrevistarme con Haldar. He venido desde muy lejos con esta misión: será un encuentro, por lo que veo, decisivo para mí.
Tras despedirse de ellos, Afraín volvió a montar en su cabalgadura, dispuesto ya a cumplir lo que acababa de prometer. En esos momentos, de quien más se acordaba era de Ada: la proximidad del final de su aventura, al que se había añadido aquel inesperado capítulo, había sido el motivo de que la evocase ahora, pues mucho de lo que ella le había confiado venía a coincidir con lo que Jesús de Nazaret había dicho, con la importancia que había concedido al poder del espíritu: si a él se le adoraba y se le seguía con solo invocarlo y tenerlo presente, a ella también podía él amarla y considerarla como dueña de sus pensamientos y de su mente. Ada sería desde entonces su señora, la destinataria de todos sus sentimientos y de todas sus quimeras, igual que era ya también Jesús de Nazaret su principal ídolo, el guía espiritual que habría de conducirlo.
Llegó a Taifar cuando las luces de la tarde ya se deshojaban, con una miríada de pétalos desprendidos de su pálida claridad, rociados como una lluvia por los tejados y las murallas de vieja mampostería. Entró por una puerta de arco muy elevado, coronada por una cenefa de almenas. Pasó primero por una calle muy estrecha, con las paredes alabeadas. Había grupos de hombres en las esquinas, hablando animadamente entre ellos. Vio también a mujeres, asomadas a los balcones o a las puertas de sus casas. De vez en cuando algunas de estas personas se volvían para mirarlo a él, aunque en ningún caso notó que se extrañasen por su presencia; más bien creyó que la veían como algo natural, como un hecho al que debían estar acostumbradas. Era, pensó, una ciudad abierta y acogedora, muy diferente de la que él había conocido hasta que decidió abandonarla. Las luces de la tarde, en algunos lugares, palidecían más, dejando en ellos un mustio jardín de rosas y de encarnados. A Afraín le gustó aquella belleza caduca, de una languidez de tiempo clausurado. Por un momento creyó que había atravesado una línea imaginaria y que se adentraba en un sueño que quizá alguna vez hubiese soñado.

































10



Era la sensación de volver al lugar del que acaso no se tenía que haber marchado. Después de preguntar en varios sitios, dio con una posada en la que no recordaba haber estado. Tal como había pedido, la casa contaba con una corraliza y con unas cuadras para el alojamiento de los animales. Él, después de dejar en una de ellas a Durango, se acomodó en la habitación que le ofrecieron para su descanso. Debido a la mucha fatiga que acumulaba, durmió durante toda la noche sin ninguna interrupción. Se despertó al cabo de más de diez horas, cuando ya la luz de la nueva mañana se filtraba por las grietas de los postigos, descendiendo desde ellas en forma de brillantes espadas de nácar. La impresión que le dejó después Taifar no fue distinta de la que le había dejado a su llegada: luego de comer un frugal desayuno y de visitar a Durango en la cuadra donde lo había alojado, se dio a recorrer la ciudad con la satisfacción de haberse ya instalado en ella: aunque en muchos aspectos no había variado, percibía en su ambiente un aire nuevo que la distinguía de la que él había conocido hasta la edad aproximada de los veinte años; los cambios, sobre todo, los detectaba en sus habitantes, en el modo que tenían de actuar y de comportarse. Había, a poco que uno se fijara, una atmósfera alegre y festiva, propia de una población que se ha librado definitivamente de las cadenas del miedo. Él, muy ufano, paseó entre ella con bizarría y desenvoltura, sin que nadie advirtiera su carácter de viajero. Volvía a ser, en realidad, uno más entre su gente, con rasgos que con ella sin duda compartía. Se paró en algunos puntos para observar con más detalle algo que ante sí tuviese, algún rincón o pasaje que de pronto reconociera. Taifar, en otoño, tenía un encanto especial, acentuado para él por la emoción que le deparaba el hecho de haber regresado al lugar que tanto había añorado cuando estaba ausente. El sol de la mañana, acaramelado, resbalaba por las piedras, por los mampuestos verdinosos de las murallas; refulgía por unos momentos en los cantones de las plazas, en las cornisas de los edificios más altos. Había calles empinadas que se retorcían y se cruzaban, componiendo barriadas en las que todo parecía abigarrado, dispuesto para que la vida se viviese de un modo familiar, con la apretura de patios y de galerías que íntimamente se comunicaban. Afraín se detenía a hablar de vez en cuando con alguien, con algún hombre que le saliese al paso, con algún rapaz de los muchos que pululaban por las calles, todos contentos, persiguiéndose a veces con una furia fingida y desencadenada. Por lo que hablaba con ellos, deducía que nada los turbaba: vivían en un mundo del que se hubiesen desterrado los miedos y los sobresaltos, los rencores ocultos y las posibilidades de fracaso. Todo debía de ser gozoso allí, quizá como resultado de un proceso común que se hubiese tácitamente acordado. Con el último de los hombres con los que aquella mañana se detuvo pudo conversar más por extenso de todo que a él verdaderamente más le interesaba.
‒Desde que Haldar reina nada de lo que hay en este mundo tiene ya precio ‒le dijo el hombre en el curso de la conversación que con él mantuvo.
‒Para Haldar había otros bienes mucho más valiosos que los que produce la tierra ‒repuso Afraín, sabedor ya de todos los principios que habían movido al rey desde el comienzo de su reinado.
‒Para él, el principal bien al que se podía aspirar era el del amor, sin el cual ningún otro tienen sentido ‒manifestó con cierto orgullo el hombre.
‒Me han dicho que todo eso lo aprendió de un profeta, de un tal Jesús de Nazaret, cuyo mensaje fue traído a estas tierras por un grupo de viajeros ‒recordó Afraín.
‒Así es.
Aunque vivía en la ciudad, tenía el hombre aspecto de campesino, con su cara atezada, su pecho ancho, sus manos bastas de gigante, acostumbradas a empuñar bieldos y otras herramientas de la labranza. Llevaba camisa blanca y calzones ceñidos por cordel, con zapatos de cuero puntiagudos, cuarteados por un intenso trajín. Se llamaba Gaimiel, según había declarado casi en el inicio del diálogo.
‒Me gustaría conocer a Haldar ‒reveló Afraín.
‒Pues no será difícil si tenéis la paciencia de esperarlo ‒dijo Gaimiel‒. Él suele pasear por la ciudad cuando le place, casi nunca sin haberlo anunciado antes. Le gusta codearse con la gente, escuchar sus dudas y sus quejas, si algunas tienen. Es posible que lo veáis pronto, pues hace ya algún tiempo que no aparece.
‒Tampoco estaría mal rendirle una visita, pues así será más cómodo conversar con él en su palacio ‒casi propuso Afraín, deseoso de hacerlo‒. Lo que no sé, sin embargo, es si le agrada recibir visitas, sobre todo de parte de alguien que ha estado ausente tanto tiempo, con el cual ya no se tiene ningún lazo.
‒Haldar es un rey cordial, propenso siempre a acoger a todo el que a él se acerque, por muy distante que haya estado ‒informó Gaimiel, que en ese momento ya se disponía a animar a Afraín para que lo visitase.
‒Iré a verlo esta misma tarde.
‒Será un honor para mí acompañaros ‒se ofreció sin pensarlo Gaimiel.
Fue así como Afraín encontró compañero para realizar su propósito. Aunque no había de tener problemas para cumplirlo, la presencia de Gaimiel le otorgaba más seguridad. Después de volverse a encontrar en el lugar que por la mañana habían acordado antes de despedirse, los dos subieron a pie la cuesta que conducía al palacio donde residía el rey con su corte. Afraín, que la había subido varias veces en su etapa anterior, se dejaba guiar por las oportunas orientaciones que le proporcionaba Gaimiel. El palacio se hallaba dentro de una fortaleza, guarnecida de murallas y de torreones almenados. Al poco que llegaron, fueron recibidos por uno de los mayordomos reales. Se hacía llamar Antón; era de buen porte, con gesto alegre y desenfadado. En cuanto se enteró de su demanda, los invitó a entrar en uno de los salones, adonde prometió que muy pronto acudiría el rey. Afraín, que nunca antes había entrado en aquel palacio, se sorprendió de la suntuosidad y de la belleza de aquella habitación en la que se encontraban, más parecida a una estancia soñada que a un lugar que perteneciese a la realidad, al momento en que Gaimiel y él se hallaban situados. En el centro había una fuente con una taza de mármol blanco; el murmullo del agua, al brotar y caer sobre la taza, tenía un cascabeleo dulce, de cordero que ha quedado suelto y olvidado de su dueño. Ellos se habían sentado en unas butacas, casi enfrente de un mirador, a través del cual se divisaba un amplio panorama de la ciudad y de la vega, a esa hora velado por una luz antigua. Afraín nunca hubiera creído que desde allí pudiera otearse un paisaje tan bello, con rasgos muy distintos de los que en otros sitios había visto. Estaba pensando en ello cuando sin ningún anuncio entró el rey Haldar allí, acompañado de Antón, el cual señaló enseguida hacia donde estaban ellos. Rey y mayordomo ostentaban la misma sonrisa, propia de quienes se alegran por una visita de la que esperaran grandes sorpresas. En ese instante no pudo por menos Afraín de acordarse del significado que Ada había atribuido a su nombre: él era ‘el que llega’, el trae buenas nuevas. Por primera vez se sentía orgulloso del papel que su nombre le asignaba, de la importancia que en aquellos momentos podría tener su presencia. El rey, a pesar de que superaba ya los cuarenta, conservaba un aspecto juvenil que lo hacía muy agradable: era de labios gruesos, de ojos azules, de una tonalidad que tal vez solo podía encontrarse en la que presentan en los suyos los protagonistas de algunos cuentos. Afraín y Gaimiel se habían levantado de sus asientos para hacer una reverencia, con la cual rendían pleitesía a su monarca. El gesto de reconocimiento y de amistad con que eran acogidos los animó de inmediato a volver a sentarse, al tiempo que también Haldar y Antón ocupaban sendas butacas, no muy lejos de donde ellos estaban situados.
‒Me acaba de decir Antón que vos sois Afraín y que habéis venido desde muy lejos para conocerme ‒se dirigió a él con resolución Haldar.
‒He vuelto para veros ‒confirmó Afraín.
‒Volver es siempre una acción muy recomendable ‒dijo Haldar, dispuesto a dar continuidad a aquello‒. En la vida siempre hemos de volver a nuestros orígenes, al lugar donde fuimos felices. Hay quien entiende la vida como un continuo progreso, como un caminar siempre hacia adelante, hacia un punto que cada vez se torna más lejano. Es un error considerarlo así: el progreso no lleva a ninguna parte si no se tienen en cuenta los principios, si no se regresa a ellos una y otra vez. Volver no es ningún retroceso, como de ordinario se cree. Quien vuelve lo que está haciendo es dirigirse al sitio al que tenía que ir. Debéis estar, pues, muy contento por haberlo hecho, por haber retornado a Taifar después de tanto tiempo, como el buen Antón me acaba de informar.
‒Tenía muchas ganas de conoceros, todo el mundo me hablaba muy bien de vos ‒insistió Afraín.
‒Espero que no os defraude; no debéis hacer caso de los elogios ‒dijo Haldar‒. Yo, de todas maneras, no soy más que un humilde servidor de cuantos confían en mí. Mi reinado, como tal vez os habrán dicho, es un reinado de amor; el amor, si es de verdad, lleva al servicio, al servicio de las personas a las que se ama. Esto es una revolución: ningún bando o movimiento de los que en la historia aparecen han llegado tan lejos en sus propuestas. Es algo único que solo puede nacer del corazón.
Afraín se quedó asombrado: la primera imagen del rey, la que se desprendía sobre todo de aquellas palabras, no lo defraudaba; superaba incluso todas sus figuraciones. Nunca había oído hablar, en efecto, de un modo tan seguro, con una rotundidad que no admitía ningún reparo. La franqueza de ánimo del rey era algo ante lo que nadie, sin duda, podía quedar indiferente: conmovido por ella, Afraín quiso profundizar aún más en las causas que la inducían, en los sentimientos que la impulsaban.
‒Según vos, el corazón llega siempre más lejos que lo que pueden generar las ideas ‒dijo.
‒Lo que se gesta en el corazón es siempre verdadero; lo que generan las ideas es impostado ‒repuso Haldar‒. La luz que irradia de las estrellas se extiende en el tiempo, dura por edades y épocas; lo que del corazón irradia se expande por la tierra, echa raíces y se multiplica en innumerables frutos. Es la fuerza de lo verdadero, de lo que no está manchado por interés ninguno. Lo que se sustenta en mentiras o en intenciones espurias se desvanece más tarde o más temprano, es derribado a menudo por algún rival. La historia nos muestra incontables ejemplos de reinos o de imperios que han caído, después de haber sido derrotados por otros. Lo que permanece es ajeno a lo que da esplendor o ignominia en la historia, no está sujeto a avatares o a arrebatadoras fuerzas.
La admiración que sentía Afraín por Haldar había crecido aún más: no solo hablaba con autoridad, sino que lo hacía con brillantes conceptos, acuñados por una mente que debía de estar muy bien dotada.
‒Vuestra forma de pensar no es muy habitual ‒dijo sin ocultar su admiración.
‒En la formación de un príncipe, nunca ha de faltar la dialéctica ‒replicó Haldar‒. Yo tuve la suerte de contar con un gran maestro. Mi padre siempre había querido que tuviera un preceptor, con el cual había de aprender todo lo que necesitaba saber. Este que os digo se llamaba Armuz; era un hombre inteligente, provisto de una gran cultura.  Al principio seguí sus consejos, hasta que alcanzada una cierta edad comencé a discurrir con autonomía, de acuerdo con los criterios que yo ya había desarrollado. De esa manera llegué a discutir mucho con él, casi siempre sobre temas relacionados con mis deberes como monarca. Él era prudente y razonado; yo, ardoroso y dado a soñar. Debatíamos mucho, contrastábamos experiencias y opiniones, superábamos muchas pruebas que nos acabarían marcando. El pensamiento, para que sea maduro, ha de enfrentarse a su contrario, porque en la vida no hay nada que no tenga su otra cara. Si no existieran diferencias, las cosas no tendrían verdadero valor: es el contraste lo que les otorga sentido, lo que les da solidez.
‒¿Qué fue de aquel maestro? ‒preguntó Afraín.
‒Aquel maestro, por ley natural, murió ‒informó Haldar‒. Después de mi padre, él es el hombre al que yo he querido más: os puedo asegurar que aún lo sigo llevando en mi corazón.
‒Veo que además de ser un gran pensador, sois vos bastante sentimental ‒observó Afraín.
‒El amor, como os decía antes, es el principal sentimiento ‒respondió Haldar‒. De él manan todos los otros dones. Quien ama discurre con la mente más despejada, razona de un modo más claro. Es capaz de comprender todo lo que en la vida ocurre, aun cuando a los ojos del mundo sea algo incognoscible. Se pone siempre del lado del que sufre, del que es marginado por tener una condición diferente. Quien ama no reprueba a nadie, no murmura de la gente, no culpa ni condena al que ha caído en una falta manifiesta. Quien ama perdona, disculpa al que le ha hecho mal, olvida las ofensas y las injurias. Quien ama, como os decía también, es servicial: el amor lo lleva a servir, a entregarse sin ningún interés a los demás. Quien ama, en fin, vive en paz, en armonía con todo lo que le rodea, es libre, no está sujeto a ningún capricho, a ninguna necesidad.
‒Sois un rey feliz ‒dedujo Afraín.
‒La felicidad verdadera mana también del amor ‒continuó Haldar‒. Es un bien que no concluye con el cumplimiento de un deseo, como sucede con todos los que se acaparan en el mundo. Lo que tiene su origen en el corazón no conoce mengua, crece con cada gesto de caridad, Es un bien que solo alcanza quien lo ha abandonado todo después de haber descubierto que no hay mayor tesoro que el amor.
Vestía Haldar un jubón blanco y unas calzas rojas muy parecidas a las que llevaba Antón, como si entre uno y otro apenas debiera haber diferencias en su vestimenta. La verdad era que en todo se reflejaba la sencillez con que Haldar deseaba mostrarse ante la gente, sin señales de la realeza en la que estaba encaramado.
‒Me han dicho que sois un ferviente seguidor de Jesús de Nazaret ‒recordó Afraín.
‒Él me transformó ‒contó casi con nostalgia Haldar‒. Yo era un joven exaltado, un príncipe que perseguía lo mejor para sus súbditos. Estaba dispuesto a dar todo por ellos, a sacrificarme hasta un extremo que yo no me atrevía a imaginar. Quizá era el ardor de la juventud, yo los amaba, me sentía representante de ellos. Armuz, mi querido preceptor, ya me había hablado de un profeta que había muerto por su pueblo. Me parecía casi una fábula más, hasta que unos mensajeros llegados de Israel me hablaron más claramente de él. Entonces lo entendí todo, entendí todo lo que debía entender: el amor se había encarnado en aquel profeta nazareno, en aquel rey de los judíos que acabaría muriendo en una cruz; él trajo la liberación, la victoria sobre el pecado, sobre el mal que reina en el mundo. Eso solamente lo podía conseguir Dios, porque Jesús de Nazaret era Dios, un Dios que se había hecho hombre para salvar por amor a los hombres, para liberarlos de toda esclavitud. Lo que me comunicaron aquellos mensajeros yo nunca lo había oído de otras religiones, me parecía algo extraordinario, una locura, porque el amor es una locura, no se puede comprender si no se siente, si no se ha amado de verdad. Él, Jesús de Nazaret, se convirtió para mí desde entonces en mi principal ejemplo, sin el cual ya no podría vivir.
‒En Taifar todo fue distinto desde que en él reinó Jesús de Nazaret ‒intervino Antón, que hasta ese momento se había limitado a asentir a todo lo que dijera su señor.
‒Yo puedo dar fe también de ello ‒terció por su parte Gaimiel, que igualmente se había animado a hablar.
‒Las cosas ya no fueron las mismas ‒siguió refiriendo Antón‒. Aunque yo no era de aquí, me contaron que antes la vida estaba regida por unas leyes muy estrictas; la gente se sometía a ellas por miedo, por la necesidad que tenía de sentirse bajo el amparo de ellas. Existía también el temor a una invasión, a la llegada de un ejército enemigo que acabara imponiendo su dominio y que exterminara a todos los que se negasen a acatarlo. Sin embargo, cuando esa misma gente comenzó a creer en Jesús de Nazaret, ese miedo y esa necesidad desaparecieron como por ensalmo, como si se hubiera producido otro de los muchos milagros que de él se pregonan. Fue algo inaudito. En pocos años, esa fe que se empezó a tener derivó en una esperanza firme y en un deseo general de acogerse a la Palabra del Redentor, difundida aquí por aquellos mensajeros sabios, a los que se acaba de referir Haldar. Muy pronto surgieron comunidades, dirigidas por alguno de ellos: todos sus miembros se sentían hermanos, partícipes de una misma dignidad, la de ser hijos de un Dios único que los salvaba y que los hacía herederos de su gloria.
‒Yo mismo pertenezco a una de esas comunidades que se establecieron entonces ‒terció de nuevo Gaimiel‒. Podría contar muchas cosas que he vivido en ella. A mí me impresionó desde el principio el brío con que el mensajero anunciaba la Palabra, la forma con que la explicaba para que todo el mundo creyera en ella. Era un hombre muy sencillo, con aspecto de labriego o de marino. Sin embargo, cuando se dirigía a la comunidad, se transformaba, se convertía en lo que realmente era, en un enviado, el Espíritu lo iluminaba, lo inducía a hablar palabras maravillosas, con las cuales todos los que lo escuchábamos nos sentíamos animados a creer en lo que él nos decía.
Mientras Antón y Gaimiel hablaban, Afraín había desviado dos o tres veces la vista hacia el mirador que casi tenía enfrente, a través del cual se divisaban ya la ciudad y la vega envueltas en una luz mortecina, de un púrpura ya apagado; a lo lejos, columbró las alamedas, como unas islas de sombra perdidas en el mar macilento del crepúsculo.
‒Jesús siempre camina delante de nosotros ‒intervino de nuevo el rey‒. Es nuestro Buen Pastor, quien nos abre siempre camino. Vos, si estáis convencido, podréis también a partir de ahora seguirlo. Si habéis venido desde tan lejos, estoy seguro de que ha sido porque Jesús os ha llamado, ese impulso que habéis sentido para regresar a vuestra tierra os lo ha dado sin duda él. Habéis vuelto, como os decía, a vuestros orígenes. Volver no es un retroceso, sino un adelanto. Ahora podréis gozar, si os parece bien, de todo lo que no habéis gozado. Solo os bastará, como a todos, creer en él, creer en el que murió por nosotros y resucitó y está siempre esperándonos.
‒No creeré en otro Dios que en el de Jesús de Nazaret ‒declaró con entusiasmo el nuevo discípulo.
De este modo fue como se inició Afraín en la fe de Haldar. Después de aquella entrevista, pidió con encarecimiento a Gaimiel que lo presentase en su comunidad, como así después de unos días sucedió. Antón, por su parte, después de haber conocido a Afraín, quiso expresar todo lo que él hubiese sentido en unos versos que compuso precisamente para celebrar su llegada, su regreso emocionado a Taifar:

                           El corazón, después de muchos años,
                           ha hecho que regresara yo a esta tierra.
                           A impulsos suyos, a Taifar he vuelto
                           tras viajar por llanuras y por sierras.

                           Una emoción muy grande mi alma invade
                           al hallarme de nuevo ante esta vega,
                           ante este vasto lienzo en el que el verde
                           con el marrón y con el ocre alterna.

                           Ahora me doy cuenta de que mi alma,
                           aun cuando mucho tiempo he estado fuera,
                           de esta tierra no se ha apartado nunca,
                           pues como alma ligada se siente a ella.

                            Nada hay para mí más bello en el mundo
                            que este paisaje de hazas y alamedas,
                            con acequias de aguas murmuradoras
                            y cintas de caminos que se alejan.

                             Hay caseríos dispersos, ribazos,
                             terrenos de secano, húmedas glebas,
                             colinas tapizadas de viñedos,
                             con olivares color de plata vieja.

                              Mi pobre corazón tiene aquí arraigo;
                              aquí para siempre mi alma se queda;
                              mi amor, aquí, después de muchos años,
                              ha encontrado la paz que lo consuela.


                           
                           
                           





11


Era una mañana fresca de otoño, con una luz que parecía haber sido tamizada por un velo polvoriento. En el cielo, empañado de nubecillas, espejeaban azules de porcelana. Afraín y Gaimiel, resueltos ya a entenderse y a entrelazar sus vidas, habían salido para dar un paseo por la ciudad, para adentrarse en los lugares que aquel todavía no hubiera visitado después de su regreso. Por todos lados había mucha gente: daba la impresión de que era toda de una misma familia, constituida no por lazos de sangre, sino por cordones de fraternidad; tal unidad tenía como efecto que se respirase un ambiente de fiesta, como ya había comprobado Afraín antes, con muestras muy claras de la alegría que había de reinar en todos los corazones. Tras deambular por varios callejones, llegaron los dos amigos a una plaza muy amplia, con las fachadas de las casa alineadas de acuerdo con una caprichosa arquitectura, todo apretado y confuso, con balcones y cornisas que se prolongaban desde unos edificios a otros, como si el conjunto no fuese sino una sola obra, a la que se habían agregado con el tiempo nuevos elementos. Allí, en aquella mañana, se había instalado un mercado, con mesas y tenderetes que ocupaban casi toda la parte central de la plaza. Había productos de muchas clases, especialmente de ropa y alimentación, pregonados con cierta insistencia por los mercaderes para atraer la atención de todos los que pasaban. Jubones y sayas colgaban de cuerdas atadas a los palos que sostenían los tenderetes. Calabazas, coles, manzanas, membrillos, granadas y otros frutos del otoño se acumulaban en sacos y en cuévanos, expuestos para su venta. Afraín y Gaimiel, al pasar, lo miraban todo con delectación, con un ansia reprimida por adquirir ya aquellos productos. Se mezclaban los olores, produciendo en el ánimo una sensación voluptuosa. Todo era allí grato, los colores, la mezcla de mercancías, los olores que de ellas se desprendían, las voces y las risas de la gente, los pregones de los vendedores; parecía una sinfonía de la que participasen todos los sentidos, incluidos también los del gusto y el tacto por los efectos que las cosas en ellos ocasionaban. Afraín y Gaimiel incluso llegaron a probar unos membrillos que uno de los mercaderes, obsequioso, a su paso les tendió. El sabor de la fruta, un tanto áspero al principio, les acabó pareciendo delicioso, de una delicia que sin duda estaba relacionada con la cualidad de los objetos que allí se presentaban, con la luz soñolienta de aquella mañana de otoño. Afraín, como no podía ser de otra manera, se acordaba de vez en cuando del encuentro que había tenido con Haldar: se había cumplido su propósito, por el cual había partido desde las lejanas tierras donde estaba; se sentía colmado de dicha, sobre todo después de haber conocido la nueva religión que el rey profesaba. Se le representaba una cumbre, desde la cual viese la vida de un modo más claro, sin los pliegues ni las derivaciones con que se le hubiese aparecido antes. Ahora llegaba todo a su plenitud, con los conocimientos que había adquirido, con la felicidad que embargaba a causa de ello su corazón. Le gustaba sentirse identificado con aquella multitud que se congregaba en la plaza; de pronto experimentaba deseos de relacionarse con ella, de participar de todos los anhelos y de todas las ilusiones que ella albergase. Miraba las caras y los gestos de quienes se cruzaban con él y con Gaimiel, buscando en ellos un guiño, una señal de complicidad, una sonrisa acaso con la que alguien quisiera acercarse, entablar un diálogo sobre lo que creyese necesario. Lo hizo, cuando ya no lo esperaba, un joven de edad de dieciocho o diecinueve años, con aspecto de tener bastante desparpajo. Se había presentado ante ellos de pronto, como si los hubiera estado aguardando para abordarlos en ese momento. Iba vestido con jubón verde y calzas marrones, tocado con un sombrerete que le daba aire de prestidigitador o de individuo  iniciado en el arte juglaresco.
‒Buenos días, me llamo Tarfe ‒se dirigió a ellos sin apuro, abriendo con ampulosidad los brazos‒. Quizá os parezca inadecuada la forma de presentarme, pero mi propia personalidad me mueve a actuar así. Dicen unos que soy demasiado impulsivo y que debo controlarme para dar una mejor impresión; otros, en cambio, aseguran que cada uno ha de aprovechar sus dones y que es el mío el de mostrarme con esta naturalidad. En el día de hoy se me ha encargado que, puesto que soy así, reúna a gente para una empresa que pronto se ha de llevar a cabo.
‒¿Y cuál es esa empresa a la que convocáis? ‒preguntó enseguida Afraín.
‒Es una aventura para la que se requiere gran dosis de fe ‒respondió Tarfe, volviendo a mover del mismo modo los brazos‒. Yo solo soy el pregonero, el anunciador de lo que se va a hacer. La empresa consiste en llevar a otras tierras las buenas noticias que en estas se tienen sobre la humanidad. Si estáis interesados en conocer más detalles, con mucho gusto os los facilitaré.
‒Esas buenas noticias presumo que tendrán que ver con Jesús de Nazaret ‒coligió Gaimiel.
‒No os equivocáis, no. ‒Sonrió Tarfe‒. Él nos dijo que anunciáramos el Evangelio a toda la creación. Los que somos seguidores suyos no podemos permanecer pasivos: tenemos que llevar a otros su mensaje de Salvación.
‒¿Cuántos sois por el momento los que estáis dispuestos a acometer la empresa? ‒inquirió Afraín.
‒Ahora mismo somos solo siete ‒respondió Tarfe sin dejar de sonreír.
‒¿Qué tipo de personas buscáis para que se sumen a vuestro proyecto? ‒continuó inquiriendo Afraín.
‒No buscamos personas que tengan unas condiciones excepcionales. Jesús eligió a unos simples pescadores, a unos hombres sencillos que fueron capaces de abandonarlo todo por confiar en su Palabra. Quien cree en él se vuelve valiente, como les pasó a sus discípulos cuando dejaron atrás los miedos que los habían atenazado como hombres. No hay que pensarlo mucho: la fe no se piensa; es una experiencia que transforma, que empuja a vivir de una manera especial.
‒La fe nos convierte en unos hombres nuevos ‒apostilló Gaimiel.
‒Si os animáis, podréis sumaros a nuestro grupo ‒propuso Tarfe, ahora cambiando la sonrisa por una expresión más seria‒. Veo, por lo que decís, que creéis también en Jesús de Nazaret. La propuesta que os hago, si al final la aceptáis, os cambiará la vida. Es, sin duda, una aventura. La vida, si no se asumen riesgos en ella, acaba siendo muy anodina; en cambio, cuando hay algo que la anima, termina dando muchos frutos.
‒Yo he venido desde muy lejos para cumplir una misión aquí, así que no creo que me convenga ahora encaminarme hacia otros sitios ‒adujo Afraín.
‒Uno no sabe nunca dónde lo quiere Dios ‒replicó Tarfe‒: es cosa de la que no se puede estar seguro. A lo mejor si habéis venido aquí no era para que os quedarais, sino para que os encontrarais conmigo, para que cambiarais de planes con la propuesta que yo os hiciera. Os decía antes que la fe no se piensa; tenéis que dejaros llevar por lo que vuestro corazón os dicta, por lo que Dios en él ha insuflado.
‒No me equivoco si pienso que Dios me quiere aquí ‒porfió Afraín‒. Es algo en lo que mucho he meditado: si he vuelto a Taifar no es para otra cosa que para quedarme. Volver no es retroceder, como me dijo hace poco el rey Haldar, con quien tuve una entrevista. Mis orígenes están aquí; no se encuentran en otro lado. Un hombre que recupera sus orígenes es un hombre afortunado, capaz de amar y de ser feliz. Yo, además, he descubierto aquí un paraíso a mi alcance: es el paraíso de la fe que yo oscuramente estaba buscando.
‒Nadie puede saber si está o no equivocado hasta que no agota todas sus posibilidades ‒arguyó el joven con una madurez que era impropia para sus años‒. Yo os ofrezco ahora una posibilidad en la que no habíais pensado: es la de dar a conocer ese paraíso del que habláis en lugares donde la gente está de él muy alejada.
‒El que es seguidor de Jesús está llamado a difundir su palabra hasta los confines del orbe ‒terció Gaimiel‒. Si uno está plenamente convencido de la fe que profesa, no podrá haber límites que contengan su deseo de expandirla. Por eso, lo que intentáis es digno de ser elogiado: es lo que todos, si fuéramos consecuentes, deberíamos hacer. Sin embargo, habéis de reconocer también que todo el mundo no sirve para los mismos encargos y que son muy variados los sitios en los que el seguidor de Jesús podría actuar. Afraín, por su trayectoria personal, considera que su misión ha de realizarse en Taifar, en la tierra donde él naciera: es eso lo que el corazón le dicta, como vos acabáis de decir.
‒Es también muy razonable lo que pensáis ‒respondió Tarfe, volviendo a sonreír‒: si Afraín considera que su misión está aquí, nadie debe oponerse para que no la cumpliera. La libertad es una condición imprescindible para que la fe en Jesús pueda dar resultado, para que se oriente por el camino que debiera seguir. De lo que no habéis hablado, sin embargo, es de vos, de lo que a vos os obliga esa misma creencia en Jesús. Quizá vuestro destino os conduzca a intervenir en otro lado, lejos de aquí.
‒Si Afraín se queda, yo me quedaré también ‒decidió Gaimiel, seguro de lo que enunciaba‒. He comprendido, desde que lo conocí, que corremos la misma suerte y que por ninguna circunstancia debemos ya separarnos. Solo nos cabe desearos que vuestra empresa se realice y que allí donde os encontréis sepáis trasladar a otros la fe.
Tarfe sonrió, al tiempo que alzaba los hombros también: era una sonrisa la suya complaciente a pesar de la contrariedad que podría haber representado la voluntad de los dos amigos de quedarse de Taifar; se notaba que por encima de todo estaba conforme con su resolución, sin duda porque sabía que Dios también había de querer que hubiese seguidores suyos que predicasen su Palabra en Taifar, en un reino ya entregado pero en el que podía haber aún rincones a los que no hubiera llegado la fe, restos quizá de sedición que no hubieran sido detectados.
‒Nadie conoce mejor el corazón humano que Dios ‒sentenció al fin‒; si esa es vuestra decisión, será porque es la que más os conviene, será porque es la que Dios seguramente os ha inspirado por el bien de la fe. Nunca debemos olvidar que a Dios no le interesa otra cosa que nuestra salvación.
La plaza era a aquella hora un hervidero de gente, concentrada principalmente en torno a los tenderetes en los que se ofrecían más mercancías. La luz de la mañana, vieja, cuarteada, coronaba los tejados y las murallas de la ciudad de un oro polvoriento.






















12


Afraín y Gaimiel salieron a dar otro día un paseo por los alrededores de Taifar, aquel a lomos de Durango, al que hacía ya algún tiempo que no montaba; este, subido en un jaco viejo, cedido por un vecino para que acompañase al amigo. El otoño, ya más avanzado, había dado a la campiña una tonalidad diferente, con ocres y marrones más abundantes que alternaban con el verde compacto de las huertas y de los herreñales. Las alamedas, a lo lejos, semejaban antiguas fortificaciones abandonadas por sus moradores, de un color que parecía tornarse violáceo. Enmarcándolo todo, se alzaba un cerco de colinas y de cerros pedregosos, con lomas pobladas de viñedos y de olivares. Los dos amigos, montados en sus cabalgaduras, se dirigieron primero por un camino ancho, flanqueado de higueras y de membrillos. Por todos lados, se veían labriegos ocupados en sus tareas, algunos de ellos arando ya con las yuntas de bueyes la tierra donde había de caer la simiente; a ninguno se le notaba enfadado por tener que realizar su labor, sino que en todos parecía prevalecer el mismo ánimo, un ánimo feliz por lo que estaban ejecutando, por el trabajo que les había tocado hacer. El camino los condujo a un espacio empedrado, del que partía un sendero más bien estrecho, bordeado de balates. No habían recorrido todavía un cuarto de legua cuando llegaron a un terreno algo más elevado, erizado de retamas y de chumberas. Allí, tras una albarrada, se hallaba una casa de campo con las paredes enjalbegadas de cal y una especie de poyete a ambos lados de la puerta, en el cual estaban sentados en ese momento unos cuantos hombres, todos con aspecto también de campesinos, en actitud que cabía sospechar más bien relajada, propia de quienes han concluido ya sus obligaciones y se dan al grato placer de departir con absoluto desenfado. La curiosidad los animó a Afraín y a Gaimiel a acercarse hasta donde ellos estaban, para lo cual hubieron de franquear antes un portón de tablas que se abría en medio de la albarrada. Ver a dos caballeros, encaramados en sendas monturas, debió de despertar en los hombres ciertos recelos sobre las intenciones que habrían de llevar, pues al instante se quedaron mirándolos como estatuas que hubieran sido esculpidas en esa posición; la conversación que hasta entonces debían de haber mantenido cesó de pronto, dando paso a un silencio sospechoso, a una expectación en la que parecía haber algo de temor. Afraín y Gaimiel, como a diez pasos de los labriegos, descabalgaron de las monturas para aproximarse finalmente a ellos a pie. Uno y otro habían advertido la desconfianza que su presencia suscitaba, muy rara en aquellos tiempos en los que nada extraño ocurría en Taifar.
‒Somos gente de paz ‒enunció a modo de saludo Afraín‒. Paseábamos por estos pagos cuando os hemos visto y hemos decidido acercarnos para entablar amistoso diálogo. Conversar, intercambiar noticias y opiniones es una de las actividades que más ennoblecen al ser humano.
‒Eso hacíamos nosotros precisamente cuando os habéis acercado ‒contestó uno de ellos, quizá el más espontáneo.
‒En tiempos de paz, como son estos que estamos disfrutando, las personas se comunican sin ningún tipo de reparo ‒intervino Gaimiel‒; en cambio, cuando las cosas se tuercen, cuando en lugar de confianza hay miedos y tensiones, los silencios acaban por sepultar a las palabras, la comunicación se suspende, las personas se vuelven solitarias y hurañas.
‒Nunca habrá paz mientras en el corazón de los hombres haya batallas ‒replicó el mismo que antes había hablado.
‒Las batallas que uno mismo en su interior libra son muy necesarias ‒arguyó Afraín.
‒Si el corazón no está limpio, las fuerzas del mal acabarán dominándolo ‒continuó diciendo el labriego‒. En Taifar, ha habido años en que el bien parecía haber triunfado: Haldar, su rey, consiguió que todos sus súbditos abrazasen la fe que él profesaba. Lo que no sabía, sin embargo, era que el mal nunca acaba de estar exterminado: siempre quedan de él raíces, mezcladas con las que nutren el bien; es un error pensar que lo que se ve es lo único que hay, lo único que prevalece en la memoria.
‒Vuestras palabras parecen referirse a unos hechos concretos, a unas circunstancias que acaso nosotros desconocemos ‒se atrevió a decir Gaimiel‒. Es posible que si nos lo reveláis no pensemos ya nosotros lo mismo. No gustaría, pues, saberlo, para que así enjuiciemos mejor la realidad en la que nos hallamos.
‒Hay secretos que no deben descubrirse ‒dijo otro de los presentes.
‒Es un delito ocultar un secreto si puede cambiar la vida ‒replicó Afraín.
‒Nunca sabe uno lo que será mejor ‒dijo un tercero‒: si el secreto no se revela, es posible que dentro de uno no sobreviva, pues hay casos en que lo oculto quema; si por el contrario el secreto se dice, puede ser el origen de un gran caos, del cual es casi imposible desquitarse.
‒Cuando los secretos se cuentan, se crean importantes hermandades ‒añadió Gaimiel.
‒Para contar los secretos es necesario que antes se sepa quiénes son las personas a quienes se van a confiar ‒dijo otro que se hallaba junto al tercero.
‒Si queréis saber quiénes somos, a nosotros no nos importará comunicároslo ‒respondió ahora Afraín‒. Somos dos vecinos de Taifar, uno llegado de un largo viaje, que soy yo; y el otro, asentado allí desde su nacimiento. A los dos nos anima únicamente hacer el bien, para lo cual en cierta manera hemos venido. No debéis, pues, desconfiar de quienes con tan buenos propósitos se han presentado.
‒Si venís con tan buenos propósitos, debéis demostrarlo, pues ya no hemos de creer a todo el que nos habla ‒dijo el primero, bajando un tanto la voz por miedo a ser escuchado‒. Han pasado últimamente por aquí hombres que nos han resultado muy sospechosos, hombres que han pretendido sembrar en nosotros dudas acerca del rey que nos está gobernando; nos han dicho, entre otras cosas, que es un rey que ha perdido la cordura y que se ha desviado en sus decisiones de todo lo que le había inculcado su padre.
Afraín y Gaimiel se quedaron muy sorprendidos de escuchar aquello, pues ya no creían que la perfidia pudiera existir en Taifar, en un reino en el que parecía ya haber sido borrada toda sombra de mal.
‒Es muy inquietante lo que decís ‒comentó Gaimiel.
‒Aunque nosotros siempre habíamos confiado en nuestro rey, no pudimos evitar que nos asaltaran sobre él ciertas sospechas ‒volvió a hablar el anterior labriego‒. La mente humana es, como sabréis, muy débil y es capaz de dudar de lo que hubiera dado durante mucho tiempo por bueno. Nadie está libre de tener pensamientos que no desea, sobre todo si son provocados por gente aviesa. La astucia vence siempre a la prudencia; el mal es más poderoso que el bien.
‒Esos hombres no se han ido ‒continuó otro‒; a veces tenemos la impresión de que nos acechan, de que están escondidos en alguna parte para vigilar nuestros pasos, para tendernos una trampa en la que inevitablemente habremos de caer.
Afraín se acordó al momento de lo que había vaticinado aquel campesino que se encontró en su camino, cuando regresaba a Taifar: decía que el rey, Haldar, se encontraba en peligro; como daba muestras de estar perturbado, él no había querido dar importancia a aquello, pero ahora, al verse sorprendido por aquella información, no podía dejar de creerlo; lo consideraba como un barrunto, como un vaticinio que amenazaba ahora con cumplirse.
‒¿Dijeron algo más esos hombres? ‒preguntó con cierta ansiedad Gaimiel.
‒Decían que puesto que Haldar había perdido el juicio le correspondía el trono a un tío suyo, a un hermano del padre ‒recordó el labriego que había hablado primero‒. Aseguraban que era el heredero legítimo, por el cual estarían dispuestos a luchar hasta el fin de sus días. Antes de irse, nos animaron a nosotros a que los siguiéramos, pero no nos atrevimos a hacerlo. Ninguno se movió de donde estaba: algo en nuestro interior nos hacía pensar que tal vez no era cierto lo que nos habían dicho; a pesar de nuestro desconcierto, queríamos ser todavía fieles a Haldar; era más de voluntad que de cabeza nuestra postura, los sentimientos están siempre más arraigados que las ideas, a las que siempre se les puede combatir con otras más seguras.
‒¿Adónde fueron esos hombres? ‒inquirió Afraín, conmovido por lo que seguía escuchando.
‒Ya os hemos dicho que pueden estar en cualquier parte ‒recordó el mismo que lo había advertido‒. Los que vinieron a hablar con nosotros son solo una avanzadilla; es probable que sean muchos más los que siguen al tío de Haldar. Gran parte de ellos, a juzgar por los que vinieron, no deben de ser de esta tierra. El tío de Haldar, el hermano del padre, ha vivido fuera del reino muchos años, quizá formando un grupo numeroso de partidarios con los que pudiera destronar a su sobrino, porque aquí en Taifar era muy difícil que los encontrara después de que la gente aclamara entusiasmada a su nuevo rey.
‒¿Alguno de los presentes ha conocido alguna vez al tío de Haldar? ‒preguntó de nuevo Afraín.
‒Yo dos o tres veces lo habré visto acompañando al rey Atafir ‒contó Gaimiel‒. De esto hace ya mucho tiempo, por lo que el recuerdo que de él tengo es algo borroso. Era, si la memoria no me falla, muy parecido en el físico al hermano, un poco más alto quizá, con el pelo largo, casi por los hombros, la barba también muy crecida. A mí lo que más me llamaba la atención era la gravedad con que se presentaba, la seriedad que siempre había en su expresión; si no me engañan los recuerdos, puedo asegurar que nunca lo he visto sonreír, siempre estaba al lado de Atafir, mirando con recelo a los demás, como si temiese que en cualquier momento se pudiera producir una insubordinación. Era, ahora que lo pienso, un personaje siniestro, de esos que aparecen en los cuentos para amargar la vida del protagonista.
‒Debemos averiguar si es verdad que se está tramando una conspiración ‒dijo con alarma Afraín.
‒Si han pasado por aquí hace unos días, lo más seguro es que esos hombres se hallen ya dentro de Taifar ‒aventuró otro de los labriegos.
‒Tenemos que ayudar como sea a nuestro rey ‒propuso Afraín‒. Lo primero que debemos hacer es dar con alguno de esos hombres para que nos conduzca al paradero del tío de Haldar. Tal vez si habláramos con él y le expusiéramos lo que nosotros pensamos acerca de su sobrino, podríamos evitar que siguiera adelante con su intento de traición.
‒Yo no creo que consigamos nada con ello ‒objetó Gaimiel‒. Lo mejor será que avisemos a Haldar para que esté prevenido, para que tome determinadas medidas de control con el fin de disuadir a su tío.
‒Deberíamos hacer antes nuestras propias averiguaciones para estar más seguros de lo que ocurre ‒opinó Afraín‒. Dentro de unos días, si les parece bien a estos campesinos, volveremos a pasar por aquí por si tienen nuevas noticias que nos puedan ser útiles.
El encuentro de aquel día con los campesinos alertó bastante a los dos amigos: de pronto la realidad se había vuelto para ellos extraña y azarosa, con oscuros rincones que aún no habían escrudiñado. La vuelta a la ciudad se les hizo más larga de lo que habían previsto en la ida, cuando cabalgaban sin la sospecha de que podía haber ojos ocultos que vigilaban sus movimientos.
































13


Para Afraín y Gaimiel, que conocían aquel secreto, la vida en Taifar presentaba ya un panorama muy diferente: en medio de la alegría general que arrastraba a sus habitantes, comenzaron a distinguir caras que no parecían compartir tal regocijo, rostros de hombres sobre todo en los que creían advertir las señales de un mal encubierto. Gaimiel, más acostumbrado que Afraín a reconocer a su gente, fue quien más pronto empezó a detectar a individuos que no debían de pertenecer a la clase de personas con las que él había tratado. Llegaron a observar incluso que presentaban rasgos distintos a los suyos: eran acaso más morenos, con los ojos más oscuros; en su forma de actuar y de moverse, apreciaron también que eran poco expresivos, quizá porque se reservaban pensamientos o condiciones que no deseaban revelar a otros. Todo ello los hacía misteriosos y huidizos, con una acusada tendencia a desaparecer de pronto, como si tuvieran el don de volverse invisibles cuando más falta les hiciese.
Un día, espoleados por el deseo de saber qué era lo que ocultaban, Afraín y Gaimiel decidieron seguir a uno de ellos. Aunque no hacía todavía mucho frío, iba embutido en una capa, tocado con un sombrero cuyo diseño no parecía corresponder con aquella época, sino con otra que incluso aún no se hubiese cumplido. Al pasar ellos por una plaza, lo habían visto detenido en una esquina, espiando tal vez a la gente. Con cierto disimulo, se habían acercado a un portal para poderlo observar mejor. Se habían dado cuenta de que se trataba de un tipo especial, con características que lo asemejaban bastante a las personas que ellos estaban buscando. Tras unos momentos de duda, se había apartado de la esquina para internarse por uno de los callejones que partían de la plaza; entonces fue cuando tomaron la decisión de seguirlo, casi convencidos ya de que había de ayudarles de alguna manera a desentrañar aquel misterio. El callejón era largo y estrecho, con sombras que se arracimaban como oscuras secreciones salidas de los edificios. El hombre aquel, arrebujado en su capa, era una sombra más que casi se confundía con las otras. El pasaje era algo tenebroso, con paredes que se alabeaban por los efectos de la humedad y de los años. La luz del sol, exigua, quedaba retenida en los aleros de los tejados, recortados contra el cristal azul del cielo. Habían andado Afraín y Gaimiel unos cien pasos, siempre al arrimo de una de las paredes, cuando lo vieron al tipo torcer hacia la derecha, hacia otro callejón aún más estrecho y oscuro que el anterior. Con la osadía que les deparaba la misma emoción que en aquellos momentos sentían, no tuvieron ningún reparo en seguirlo también por allí, dispuestos a continuar hasta el final aquella inopinada aventura. El trecho que hubieron de recorrer por aquel segundo callejón fue más corto, pues casi enseguida el hombre entró en un caserón destartalado y sórdido, con aspecto de haber sido deshabitado desde hacía mucho tiempo. Tuvieron que subir por una escalera en mal estado, con algunos peldaños descabalados, con un pasamanos lleno de mugre, a punto de desprenderse de los balaustres de madera a los que había estado unido. Al segundo o tercer rellano el sujeto hizo ademán de desviarse hacia un pasillo, cosa que obligó a ellos a detenerse para que no notase que lo seguían. A aquellas alturas era difícil que ya no lo hubiese advertido, aunque no daba ningunas señales de ello. A medida que ascendían, la oscuridad iba cediendo a una claridad cada vez más acentuada, hasta que finalmente devino en una luz amarillenta de mediodía de otoño, procedente de unas ventanas que daban a una montaña de tejados. El sujeto, al llegar al último piso, entró en la única habitación que en él había, a una especie de ático abuhardillado en el que debían de haberse arrumbado los trastos inservibles de la casa. Afraín y Gaimiel, con el mismo sigilo con que hasta entonces habían actuado, se acercaron a la puerta de la estancia, que había quedado entreabierta. Dentro se oían voces; en cuanto aguzaron el oído, pudieron escucharlas de una forma más clara. Junto al recién llegado, debía de haber allí cuatro o cinco hombres más. Uno de ellos, el que más hablaba, tenía la voz grave, empedrada de carraspeos. A veces se interrumpía, quizá para tomar aliento, sin que ninguno de los otros se atreviera entonces a arrebatarle la palabra. Por el respeto que parecía inspirar y por las cosas que decía, pronto entendieron Afraín y Gaimiel que había de tratarse de un personaje importante, posiblemente el jefe de aquel grupúsculo. El contenido de su discurso, al principio sobre aspectos de la realidad casi insignificantes, derivó poco a poco hacia asuntos de mayor relevancia, entre los que no tardaron en reconocer los que a ellos más les interesaban.
‒El rey, mi sobrino, es un impostor ‒oyeron en un determinado momento que decía‒. Ha hecho creer a su pueblo que él era su redentor, tomando un papel que no le correspondía. El papel de un legítimo heredero no es otro que hacerse respetar por los suyos. Eso solo se consigue con unas leyes justas, con unas normas que todos los súbditos cumplan. Es lo que garantiza la armonía de un reino, el acatamiento de unos principios que sirvan de sustento a la monarquía. En Taifar, desde que reina mi sobrino, impera el desorden, un estado de desconcierto en el que nada se realiza de un modo correcto. Es necesario, pues, que nos levantemos para que esta situación termine, para que no se realicen más desafueros. El principal inconveniente que tenemos es que no contamos con muchos adeptos; somos un grupo muy reducido de hombres, llegados en su mayor parte de otros territorios. Los habitantes de Taifar con los que hemos tratado se resisten, como sabéis, a seguirnos; veneran todos a su rey, a quien tienen poco menos que como a un dios.
Afraín y Gaimiel se miraron con gesto de preocupación: evidentemente, aquel que hablaba era el tío de Haldar, del que aquellos labriegos les habían dado noticias. Sus intenciones, como habían escuchado, no eran buenas, aun cuando todavía no contaba con el apoyo necesario para tratar de cumplirlas.
‒Debemos ser astutos ‒seguía diciendo‒. Solo nos hace falta aguardar el momento oportuno para ejecutar nuestro plan: aunque somos pocos, sabemos que la guardia real suele estar desprevenida; si asaltáramos por sorpresa el palacio, es posible que no tengamos dificultad en quitar del trono a Haldar. Entonces el pueblo, al ver que es otro quien lo gobierna, no tendrá más remedio que aceptarlo. Ese momento llegará, quizá cuando estemos mejor organizados, cuando estudiemos mejor los movimientos que se producen en la corte.
Afraín y Gaimiel volvieron a mirarse: aunque nada podían decirse, en los ojos de los dos se expresaba la voluntad de enterar pronto a Haldar de la traición que se estaba gestando.
‒Saduj acaba de venir de la calle ‒pasó a decir el tío de Haldar después de una pausa‒. Quizá haya observado cosas que pueden importarnos, con las cuales hemos de contar para que nuestro plan siga adelante.
‒Todo sigue igual ‒dijo el aludido.
‒Es necesario que la gente viva contenta, desentendida de los peligros que pueden cernerse sobre ella ‒expuso el tío‒. Nuestra oportunidad puede llegar precisamente cuando más feliz se crea. Dentro de poco se celebrará una festividad importante, con la que se conmemora el día en que Atafir entregó oficialmente el trono a su hijo. Podríamos aprovechar ese evento para hacernos con el control del palacio; de ese modo obligaríamos a Haldar a que nos lo cediera, teniendo en cuenta que él es un rey pacífico y que es enemigo de usar la violencia en el caso de un conflicto.
‒Él quizá no haría nada, pero hay otros en la corte que tal vez se nos rebelarían ‒se atrevió a opinar uno de los que allí estaban.
‒Es una posibilidad en la que he pensado ‒replicó el tío de Haldar después de dos o tres carraspeos‒. Sin embargo, para esa fecha no estaremos solos: contaremos con la ayuda de un ejército muy fuerte, quizá el más temible de los que hasta ahora se han organizado. Estará formado por trasgos y cíclopes, con los que ya he contactado. Como bien sabéis, en el país de Mur habitan estos seres extraordinarios, dispuestos a obedecer las órdenes de quien sabe tratarlos. Mi propuesta ha sido muy sencilla: les he prometido que a cambio de su ayuda ellos reinarán en las montañas del norte, para lo cual habrán de desbancar antes a los centauros que en ellas moran. Si es verdad lo que cuentan las leyendas, esos centauros se harán visibles para defender su territorio, con lo cual se entablará una batalla inaudita, una batalla de la que saldrán victoriosos los trasgos y los cíclopes. Una vez que los aniquilen, se acercarán hasta la ciudad de Taifar para imponer mi dominio. De esa manera, siendo ellos los que gobiernen en las montañas, el reino de Taifar será ya para siempre mío.
Afráin y Gaimiel no necesitaron escuchar más. Antes de que aquellos hombres pudieran dar con ellos, se alejaron de aquel sitio: con cuidado de no hacer ningún ruido, bajaron la escalera de aquella vivienda para desandar el mismo camino que hasta allí los había llevado. En la plaza, libres ya de amenazas, se encontraron con la misma muchedumbre que en ella solía congregarse, sin que en esta ocasión observaran nada anormal en los individuos que la formaban, ningún rasgo o detalle que desentonaran del conjunto. Un sol de otoño, lacio, desflecado, lo bañaba todo con sus rayos rubicundos.
‒Tenemos que prevenir a Haldar; el reino de Taifar está en peligro ‒dijo Afraín, recordando de nuevo las palabras de aquel campesino.
‒Debemos informarle cuanto antes para que tome las medidas adecuadas ‒convino Gaimiel, al que se le veía incluso más ansioso que a Afraín‒. Ahora sabemos dónde se está fraguando la traición; el rey podría mandar de inmediato un comando de su ejército para impedirla.
‒Lo peor es que esos trasgos y cíclopes están ya avisados ‒se lamentó Afraín.
‒No podemos perder más tiempo ‒se apresuró a decir Gaimiel‒. Debemos dirigirnos ahora mismo al palacio de Haldar.































14


La entrevista con Haldar se celebró en la misma sala en la que tuvo lugar la anterior. En cuanto comunicaron el motivo que los había llevado nuevamente hasta él, Haldar se había puesto a hablar con ellos con vivo interés, sin eludir ninguno de los datos que podían preocuparle. A la entrevista asistieron también Antón, el principal mayordomo, y Eliser, el primogénito del rey, que ya tenía casi veinte años. Como Afraín y Gaimiel aún no habían comido, lo primero que había dispuesto Haldar fue que les sirvieran un refrigerio para que no echasen en falta el alimento durante la entrevista. Mientras daban cuenta de él, habían referido todo lo que en aquella mañana les había sucedido, las cosas que habían oído tras la puerta de la habitación en la que el tío del rey estaba reunido con sus amigos. Eliser escuchaba con suma atención lo que uno y otro decían, con expresión en la que era fácil advertir el efecto que aquel relato le producía. Era, a juzgar por su aspecto, un joven de buen talante, muy parecido al padre en la donosura que se desprendía de su figura, en la gentileza que había de presidir todas sus actuaciones. Tenía el cabello liso, recortado casi a la altura de los hombros, los ojos de un gris de invierno.
‒Abdumec, mi tío, fue siempre un hombre muy ambicioso ‒reveló Haldar‒. Yo creo que soñaba con la posibilidad de heredar el reino: en el caso de que mi padre hubiera muerto pronto, quizá le habría tocado a él sucederlo; yo, en ese caso, habría sido menor de edad, sin preparación todavía para hacerlo. No había leyes entonces que regularan la sucesión: era el mismo rey, en su lecho de muerte, quien tomaba la determinación, muchas veces influido por sus consejeros; lo normal, con todo, era que el heredero fuese el primogénito, aunque podían concurrir circunstancias que no lo aconsejasen, como una mala disposición de este o la amenaza de un enemigo, ante la cual se requiriese una actuación urgente, llevada a cabo por un monarca con experiencia. Lo cierto era que él pensaba que la suerte podía ayudarlo para que fuera proclamado rey. Yo, como en natural, me he dado cuenta de esto más tarde, cuando comencé a tener conciencia de la situación en que me hallaba, a punto ya de suceder a mi padre. Tenía dieciocho años; entre Armuz, mi preceptor, y yo determinamos someternos a una prueba antes de que se produjera ese hecho. Fue por esa época cuando me percaté de las intenciones que podían tener las personas que me rodeaban. Abdumec ocupaba siempre un lugar secundario; su actitud taimada no pasaba desapercibida, sobre todo para quienes lo habían tratado. Uno de los que lo había hecho era uno de los principales generales del ejército, quien después de que yo tomara las riendas del reino me contó todo lo que sabía sobre él, los propósitos que albergaba desde hacía tiempo. Yo lo compadecía, no solo porque fuera mi tío, alguien de mi familia, sino también porque lo consideraba víctima de una ambición. A muchos hombres les pasa eso: son esclavos de alguna ambición, de algún deseo desproporcionado del que no logran nunca desentenderse. Son personas dignas de lástima. La felicidad no puede depender del cumplimiento de un deseo, sobre todo si está muy lejos de realizarse. El advenimiento de algo extraordinario no es un producto de la voluntad humana, por mucho que a veces se quiera creer lo contrario. La persona que es feliz no necesita nada, se conforma con lo que tiene, con lo que la naturaleza le ha dado. Todo es para ella un don, un regalo del que siempre ha de estar agradecida. Mi  tío, Abdumec, vivía siempre contrariado: el deseo de ser rey, al no verlo cumplido, se acabó convirtiendo para él en una obsesión, en un mal que lo ha ido corroyendo. Un hombre que vive obsesionado se transforma en un monstruo; eso es lo que debe de ser mi tío ahora, un monstruo, alguien que se ha dejado arrastrar por sus pasiones, por su odio a todo aquello que se opusiera a su proyecto, a su empeño de arrebatarme a mí el trono.
Al decir sus últimas palabras, Haldar se había levantado de la butaca que ocupaba, mientras los demás concurrentes a la reunión permanecían sentados. Antón, Eliser, Afraín y Gaimiel se quedaron mirándolo, mientras él daba vueltas por la sala con las manos entrelazadas a la espalda. No parecía preocupado por las intenciones que animaban a su tío: en su expresión no se advertía ningún gesto de inquietud o de zozobra por lo que habría de ocurrir. No eran pasos los suyos de desesperación, sino más bien de una tensión natural, quizá la que antecede a un momento que se presume trascendente.
‒Creo que debéis actuar de inmediato ‒opinó con cierta timidez Afraín, inclinándose un poco hacia adelante‒. Tenéis que impedir que el enemigo continúe obrando, pues de lo contrario puede suceder que cuando queráis hacerlo sea ya demasiado tarde. Quizá si lo sorprendierais en el lugar donde parece que tiene sus reuniones, podríais abortar su plan. Nosotros, Gaimiel y yo, estaríamos dispuestos a dirigir una tropa vuestra para arrestar a los traidores. Sería la mejor manera de evitar una catástrofe.
‒Lo que propone Afraín es, sin duda, lo más sensato ‒aprobó Gaimiel.
‒La mejor táctica es siempre adelantarse al rival ‒corroboró por su parte Antón, al que sí se le veía preocupado‒. En este caso, se da además la circunstancia de que sabemos que las fuerzas que puede reunir el rival son mucho más poderosas que las que nosotros podemos juntar. Nuestro ejército es muy limitado, sobre todo si se le compara con esa legión de trasgos y de cíclopes que invadirá Taifar. A mí me causan pavor los trasgos y los cíclopes: son capaces de destruirlo todo con su furor. Combatir contra ellos sería una verdadera temeridad; estamos a tiempo de impedirlo, como ha dicho muy bien Afraín.
Eliser no opinaba; continuaba callado, atento a su padre. Su padre, después de haber dado varias vueltas por la sala, se había parado junto a la ventana para observar lo que desde ella se oteaba, un panorama gris de tejados, tras el que asomaba el verde telón de la vega, entreverado de retazos marrones, todo bañado por un sol lacio de otoño.
‒Abdumec es tío mío, hermano de mi padre ‒dijo luego que se hubo vuelto, con una expresión en los ojos que no era de pesadumbre, sino de un dolor ya consentido, tras el que se atisbase un brillo de esperanza‒. Yo lo conocí de pequeño, lo he tratado de mayor: a pesar de todo lo que os he dicho, yo nunca he dejado de considerarlo como un miembro de mi familia. Es posible que sea un monstruo, un hombre cuyo mal quizá no tenga cura. Sin embargo, yo no haré nada contra él, no puedo ejercer la violencia contra mi tío. Si intentara arrestarlo, como me habéis propuesto, lo más probable sería que él se defendiera y que todo terminara en una desagradable tragedia. Quiero dejar que las cosas discurran como tengan que discurrir, sin ponerles frenos que las obstaculicen o que las desvíen del curso que debieran seguir. Confío en la Providencia, tengo una fe ciega en ella, sé que en un último instante actuará para que nada se aparte de sus designios. Los hombres muchas veces están incapacitados para torcer la voluntad de los hombres, por muy raro que parezca. En cambio, para Dios, como bien sabéis los que habéis leído sus libros, nada es imposible.
Afraín casi no daba crédito a lo que oía: todo lo que proponía Haldar era asombroso; cualquier cosa que se le ocurriera causaba en él una enorme sorpresa; aquello de que nada haría contra su tío, cuando había constancia de su traición, era inaudito, no cabía en ninguna mente humana; él mismo, en su situación, por muchos libros que hubiera leído de Dios, habría mandado atrapar al traidor. Haldar no debía de regirse por los mismos criterios de los demás: él era, en verdad, diferente; se trataba de un tipo excepcional.
‒No creo que nada se pueda hacer cuando el reino de Taifar haya sido invadido por trasgos y por cíclopes ‒objetó Gaimiel, un tanto contrariado por la actitud del rey‒. Quizá a Abdumec no hay que temerle tanto, pues las armas que empleará para su empresa no serán muy distintas de las nuestras; pero a trasgos y a cíclopes no habrá quien los pare cuando decidan atacarnos, pues son seres infernales que obedecen a un poder incontrolable.
‒El miedo condiciona siempre los pensamientos humanos ‒contestó el rey, volviendo a pasear por la sala‒. Lo que habéis dicho lo hubiera formulado cualquier monarca, cualquier gobernante que teme al rival que lo desafía. Lo primero que hacen los gobernantes o los monarcas es medir las fuerzas con las que cuentan, siempre en relación con las que presenta al parecer el enemigo: si las suyas son mayores, no dudan en aceptar el desafío; pero si por el contrario piensan que son inferiores, buscan la manera de evitar la guerra, tratando de llegar a acuerdos en los que tal vez cedan. Yo, a diferencia de todos ellos, no hago mediciones, pues no creo que ese sea el mejor modo de afrontar un conflicto. Como acabo de decir, confío en la Providencia: la fuerza que ella me habrá de conceder será siempre superior a cualquier otra. Los trasgos y los cíclopes son, en efecto, criaturas maléficas, seres de otro mundo que combatirán en este para la consecución de un determinado objetivo. Si se les convoca, es posible que aparezcan, aunque tampoco sería descartable que no lo hicieran, quizá porque no les convenga. Por su propia condición, son también seres antojadizos, con un comportamiento que a veces podría resultar muy extraño. Yo a ellos, en realidad, tampoco les temo, pues sé que si aparecieran serían repelidos por una legión de centauros. Los centauros, según cuentan las leyendas, pueblan las montañas que ellos pretenderían invadir. Yo nunca los he visto, aunque en cierta ocasión creí percibir su presencia, su paso acelerado entre las piedras. Diréis acaso que es pura fantasía, pero también es fantasía la que sustenta a las otras criaturas, con las que nunca he deseado tratarme.
‒Algo habréis de hacer; no podéis quedaros quietos ‒repuso de nuevo Gaimiel, al que no acababa de convencer el rey.
Afraín, Antón y Eliser permanecían, mientras tanto, callados, si bien eran diferentes los motivos que justificaban su silencio: en el caso del primero, era el efecto de la sorpresa, todavía no diluida en su ánimo; en el caso del segundo, la confianza que ya le inspiraba el rey después de muchos años de servicio; para el tercero, para Eliser, lo que más obraba era la admiración que sentía hacia su padre, siempre en aumento.
‒Una de las primeras misiones de un gobernante es velar por la seguridad de sus súbditos ‒explicó con calma el interpelado mientras continuaba paseando‒. Yo, si quiero ser fiel a mis obligaciones, no puedo faltar tampoco a este deber: extremaré durante algunos días la vigilancia en las calles, no solo para que los súbditos se sientan seguros, sino también para que Abdumec se dé cuenta de que la ejecución de su plan es más difícil de lo que piensa. Esta es la primera medida que habré de aplicar, para la cual puedo destinar varias patrullas de hombres que vigilarán por turnos todas las calles y plazas de la ciudad. Otra medida, quizá más importante que la anterior, será la de enviar una tropa a las montañas, en las cuales hasta ahora no ha habido ningún control. Esta tropa será comandada entre otros por Afraín y por vos, Gaimiel. Os acompañará Florencio, un gran conocedor del terreno, con el que yo siempre he tenido una relación muy cordial: él os servirá de guía para que no os perdáis, para que siempre encontréis el camino mejor. Irá también mi hijo Eliser, de quien espero que madure con esta misión que le encargo: igual que yo, casi con su edad, demostré a mi padre que ya estaba preparado para heredar el reino, él deberá hacer ahora lo mismo para que lo considere ya maduro por si yo algún día falto. No iréis allí para combatir con los invasores de Taifar, sino para animar a los centauros para que los frenen y los castiguen en el caso de que se lo merezcan. Seréis testigos de lo que en aquellas cumbres ocurra: vuestro testimonio será muy importante para que todo quede registrado en nuestras crónicas; la historia, como bien sabéis, es fundamental para que un pueblo tenga conciencia de sí mismo, para que no olvide las principales señas de identidad que lo constituyen. Las montañas son siempre peligrosas: en esta época del año se pueden producir en ellas cambios repentinos: de un tiempo plácido, como es el que ahora tenemos,  se puede pasar a otro tormentoso. Florencio os conducirá bien: él conoce casi todos los escondrijos, os sabrá aconsejar para que no sucumbáis a ningún fenómeno intempestivo. Cuando la razón os falle, dejaos llevar por vuestra intuición: la intuición se agudiza en caso de peligro. Recordad que en el ser humano siempre hay recursos de los que no es consciente. Uno de ellos es, sin duda, el de la imaginación, con la que puede encontrar soluciones que no estaban previstas. En el mundo no hay nada establecido; siempre hay posibilidades con las que no se cuenta. Buscad en vuestro interior, en vuestros sueños, esas posibilidades; estoy seguro de que hallaréis la que más os convenga.
Tras decir todo aquello, Haldar se volvió a aproximar a la ventana, por la que entraba ahora una luz lánguida.
‒Si no os conociera, diría que desvariáis ‒declaró Gaimiel.
‒Solo desvaría quien ha perdido el control de lo que piensa ‒contestó con resolución Haldar.
‒La fe que os anima es la que os impulsa a creer que nada hay fuera de vuestro alcance en el mundo ‒terció Antón.
‒Si tuvierais fe, moverías montañas ‒replicó ahora Haldar.
‒El mayor pecado del hombre debe de ser la falta de fe ‒comentó Afraín.
‒¿Cómo podremos avisar a los centauros? ‒preguntó Eliser.
‒Los centauros son amigos de quienes tienen un corazón puro ‒respondió Haldar a su hijo, al tiempo que se dirigía también a los otros‒. Vos tenéis un corazón puro. Ellos son, por otra parte, los guardianes de aquel territorio. No les hará falta que los aviséis para detectar el peligro; en cuanto lo detecten, saldrán de sus escondites para impedirlo. Son de apariencia tranquila pero de una voluntad firme, de una tenacidad que no conoce límite. Los duendes, que viven en grutas muy cerca de ellos, os pueden ayudar a encontrarlos. Florencio, que conoce muy bien las montañas, os llevará hasta esas grutas. Son los duendes unos seres muy pequeños, pero están dotados de una gran sabiduría: son capaces de predecir el futuro; si habláis con ellos, os darán indicaciones que os podrán ser muy beneficiosas.
‒Yo nunca había creído que pudieran existir tantos seres fantásticos ‒admitió Eliser‒. Una cosa es lo que la imaginación proyecta, fruto de las historias que se leen o que se cuentan, y otra muy distinta la realidad, a la cual se piensa exenta de elementos extraordinarios. Separar los dos mundos, el de la imaginación y el de la realidad,  es un acto de madurez, propio de quien ha dejado ya las ensoñaciones de la infancia. Ahora de pronto se me obliga a creer que lo que algún día se me contó es cierto, que lo que hay en un mundo tiene cabida también en el otro.
‒Siempre os he dicho que la fantasía nunca está separada de la realidad ‒repuso el padre‒: quienes piensan que son dos entidades distintas nunca superarán sus problemas, pues sus problemas muchas veces no tienen solución en el plano real; los que por el contrario creen que no es así son seres libres, pues para ellos nunca habrá límites que frenen su avance. Es posible que en esta vida que vivimos todo sea ficción.
‒La vida, para que sea ficción, necesita ser relatada ‒objetó Eliser.
‒Es ficción en cuanto deja de ser presente ‒observó Haldar, parado otra vez ante la ventana‒. Todas las historias pertenecen al pasado; no hay ninguna que sitúe los hechos en el mismo tiempo en que suceden; los hechos ya han ocurrido cuando son narrados, igual que esta historia que protagonizamos a lo mejor ya ha sucedido en otro tiempo, en un pasado remoto del que hemos sido rescatados.
‒Cuanto más pienso en lo que decís, más desconcertado me hallo ‒confesó Afraín‒. Si yo fuera un personaje, como apuntáis, nada me haría desviarme del plan que sobre mí hubiera trazado mi creador; cumpliría así el papel que desde el principio él me habría asignado. En todas las historias está ya todo desde el comienzo prefigurado; una vez que empiezan, ya solo cabe esperar que se desarrollen como se hubiese pensado.
‒Como os apuntaba antes, yo creo que la vida es también una historia ‒reflexionó Haldar, asomado a la ventana‒: su creador, que no es otro que Dios, tiene también para cada uno un papel asignado.
‒Lo importante será que lo cumplamos ‒apostilló Gaimiel.
Haldar se quedó contemplando con delectación lo que se veía a través de la ventana. Un sol tibio y desangelado colgaba de un cielo claro, sobre un paisaje que parecía haberse desteñido como un viejo decorado.








15



Aquella misma tarde, antes de que el sol agonizara, estuvo reunido Haldar con su esposa, Elvira, en uno de los jardines del palacio. Tenía por costumbre desde que se casó conversar con ella sobre todo lo que se decidía en la corte, tanto si era un asunto más o menos banal como si se trataba de una cuestión importante, de la que podía depender incluso la suerte del reino, como era la que lo ocupaba precisamente aquel día, aun cuando él confiaba en que el decurso de los acontecimientos no le sería desfavorable. Casi siempre Elvira coincidía con lo que él pensaba: habían llegado a congeniar tanto durante aquellos años de matrimonio que casi tenían un mismo parecer sobre cualquier cosa que se plantease; ella, ligada a Haldar por un afecto indeclinable, podía adivinar perfectamente lo que él en su mente o en su corazón barajaba; cualquier gesto suyo era para ella un indicio claro de los pensamientos o de los impulsos que lo animaban, de las decisiones que incluso ante una determinada situación ya hubiera tomado. A Haldar, por una razón semejante, le sucedía lo mismo: Elvira no tenía secretos para él, por mucho que ella a veces se quisiera reservar ciertas impresiones.
Aquella tarde, después de que él contara todo lo que se había hablado en la reunión anterior, los dos opinaron sobre las consecuencias que podía tener aquello. Para Elvira, la resolución adoptada por el marido no era sorprendente, pues desde que ella lo conocía siempre había actuado de un modo vehemente cuando las circunstancias más lo acuciaban.
‒Nada te ha hecho desistir nunca de tus propósitos ‒le dijo Elvira después de haber meditado su plan.
‒Lo que me da seguridad no es lo que yo pienso, sino lo que Dios por mí ya ha pensado ‒replicó él‒. Los hombres que solo confían en sí mismos son los que cometen los mayores errores; los que, por el contrario, tienen en Dios puesta su confianza son los que aciertan, los que acaban teniendo las misiones más importantes.
El jardín daba a una de las salas principales; había en su centro una fuente, de la que manaba un agua tintineante; a su alrededor se hallaban cuatro pedazos de tierra, en los que crecían celindos y rosales, enmarcados por macizos de arrayán. Haldar y Elvira, cogidos a veces de la mano, paseaban por un sendero empedrado que rodeaba el jardín. El sol de la tarde, ya declinando, teñía a esa hora los tejados de un rosa de otoño.
‒A vos siempre os movió el amor ‒recordó Elvira.
‒El amor, cuando tiene buen fin, está también inspirado por Dios ‒aseguró Haldar.
‒No todos los amores pueden tener buen fin ‒apuntó Elvira.
‒Hay amores ciegos que no conducen a nada bueno ‒confirmó Haldar‒: se agotan en cuanto se cumple el deseo que los ha propiciado. Otros, en cambio, son causa de continuos sufrimientos: se trata de pasiones que no son correspondidas por quienes las han desatado. El amor, cuando no responde a ninguno de estos dos casos, es un sentimiento que nunca decrece: el que ama de esta manera solo se complace en hacer feliz a la persona a la que quiere. Es un amor que se parece al que Dios tiene a sus criaturas: Dios, como bien sabéis, las amó tanto que no dudó en entregar a su Hijo para salvarlas.
‒Lo que habéis decidido hoy vuelve a demostrar la gran fe que tenéis siempre en él ‒ensalzó Elvira.
En el cabello de ella asomaban ya algunas canas; en su piel habían aparecido arrugas y algunas manchas: eran las señales de una edad que sin embargo todavía no se habían manifestado en él, quizá porque en Haldar la energía era un freno para el insidioso avance del tiempo. Lo que no había perdido aún Elvira era el natural encanto que se desprendía de su persona, como una gracia que se generara en el seno de su alma serena.
‒La fe es mi principal arma ‒respondió Haldar a la alabanza de Elvira‒. Con ella me he enfrentado a las situaciones más difíciles, a los momentos más críticos. En el caso de hoy no podía ser de otro modo: los hombres siempre buscan soluciones; no ven más allá de los problemas que los acucian. Yo no me preocupo por las cosas de este mundo, por los hechos que me puedan acaecer. Quien tiene fe plena en Dios sabe que él nunca lo abandonará: la solución está en él, en el amor que a los hombres tiene, en la misericordia con que siempre los acoge.
‒Vuestra fe siempre me ha cautivado.
‒Nada cautiva tanto como lo que brota espontáneamente del corazón humano.
‒Parece como si todo lo que habláis ya lo hubierais meditado antes.
‒Me gusta que mis palabras no sean vanas.
‒Todo lo que decís tiene un sentido trascendente.
Habían dado ya varias vueltas alrededor del jardín. El agua de la fuente sonaba tras sus voces como una vieja canción olvidada. La luz de la tarde, ya muy débil, dejaba una mancha de lila en los tejados.
‒Si la vida no tuviera un sentido trascendente, sería absurda ‒replicó Haldar después de una breve pausa‒. Lo que nos salva de caer en la angustia es mirar al cielo; el que mira al cielo sabe que hay otra dimensión tras las cosas, que todo no se acaba en este mundo.
‒Con esa confianza que tenéis vos en la Providencia, habéis mandado a vuestro hijo a una misión muy complicada ‒casi se quejó Elvira‒. Cualquiera que no tenga fe dirá que es una locura, pues lo mandáis para que se enfrente con un enemigo muy superior. Parece como si lo quisierais sacrificar, en un acto que tendrá para vos un valor muy apreciable. Vuestra acción recuerda la que realizó Abraham con Isaac, cuando estaba dispuesto a inmolarlo por ser fiel a su Señor. Recuerda la que Dios mismo efectuó con su Hijo, enviándolo a la tierra para que fuera el redentor del género humano. Recuerda también la que vos llevasteis a cabo cuando os entregasteis como reo para que vuestro pueblo no fuese exterminado por el ejército de mi padre.
‒La propia vida, si no se sacrifica, no tiene ningún mérito ‒dijo Haldar, al tiempo que se detenía para que causasen un mayor efecto sus palabras‒. Yo confío en Eliser, estoy seguro de que superará la prueba a la que se va a enfrentar.
‒Le aguardan muchos peligros ‒repuso Elvira después de haberse detenido ella también.
‒Aprenderá que la vida está muchas veces muy próxima a la muerte y que es en esos momentos cuando se forjan los corazones de los héroes ‒dijo sin ningún énfasis Haldar, reanudando en ese mismo instante la marcha.
‒Espero que sea así ‒respondió Elvira, volviendo a caminar también‒. Solo nos queda confiar en quien nos salva.
La canción del agua sonaba ahora con melancólico acento. En los tejados quedaba un resto de luz. Haldar y Elvira siguieron dialogando un rato más, hasta que ya la noche, con su cortejo de sombras, comenzaba a invadir el jardín.
Tras aquella intensa conversación, cada uno se dirigió a un lugar diferente del palacio: ella se reunió con las infantas, que departían amigablemente con las doncellas en su cuarto; él, como hacía muchas noches, se encerró en la sala más alta de una de las torres. Le gustaba a Haldar estar solo, reflexionar sobre todo lo que hubiera ocurrido, pensar en las consecuencias que podían derivarse de sus actos, prever lo que pudiera pasar, dejar que su alma se serenase, procurar que no pesase sobre ella ninguna preocupación, dirigir entonces sus pensamientos a Dios, sentir su presencia, experimentar el gozo de saberse amado por él. Aquella noche, por todo lo que había vivido, no pudo evitar aislarse allí, en un recinto en el que encontraba la paz que no hallaba en otros sitios. Aunque estaba convencido de que había tomado la mejor determinación, necesitaba volver a reflexionar en las razones precisas que lo habían llevado a elegirla, en los sentimientos que lo habían movido para que así fuera. Desde que supo que Jesús de Nazaret, su principal modelo, se retiraba a las montañas a orar, él pretendió hacer lo mismo, si bien en su caso el lugar de su retiro no era por lo general una cumbre o un rellano de las montañas, sino una sala austera de su palacio, sin otro mobiliario que una cruz colgada de una de sus paredes y un reclinatorio en el que él se hincaba de hinojos para dirigir a Dios sus oraciones. Era la manera que tenía para aclarar su mente, para adquirir la fuerza que habría de necesitar después en su vida diaria.
En aquella ocasión, como no podía ser de otro modo, permaneció en el reclinatorio mucho tiempo pensando en lo que había pasado, en la gravedad de los sucesos que dentro de poco habrían de ocurrir. Su pensamiento, de forma inevitable, retrocedía una y otra vez a momentos de su pasado que habían sido realmente decisivos: se daba cuenta, al repasarlos, de que su destino estaba ya escrito en ellos, en cada uno de aquellos instantes en que puso a prueba su madurez. Tuvo la certeza de que era Dios quien lo había guiado sin que él lo supiese, un Dios que había estado oculto pero que se le había revelado de pronto para que lo conociera, para que a partir de entonces lo amara sobre todas las cosas. Había tenido noticias de él, pero hubo de ser aquel grupo de seguidores suyos el que se lo diera a conocer, el que con sus palabras y su actitud le hubiera de mostrar al Dios de Jesús, con el cual su vida daría un giro definitivo. Comprendió así Haldar que todo lo que había sucedido después era consecuencia de aquello: si no se hubiera producido aquel encuentro, nada de lo que había sobrevenido luego habría ocurrido; el reino de Taifar probablemente no existiera, ni él se hubiera casado tampoco con Elvira. Dios, por tanto, con su intervención, había permitido que se casase y que Taifar tomase cada vez más fuerza, merced a las gracias que él continuamente proporcionaba. Tenía claro ahora que, por la misma razón, lo que había de acaecer en el futuro tampoco debería apartarse de sus designios: ello le daba, naturalmente, tranquilidad, con la cual podía abandonarse a una relación más confiada con quien se la concedía. Experimentaba así su amor de padre, que no se manifestaba de un modo concreto, sino con una atención desmedida, con una protección que estaba fuera de toda duda, con la cual él demostraba la infinita misericordia que tiene. Cualquier cosa que pudiera ocurrir estaba ya prevista por él, así que no debía tener ningún miedo: todo, por doloroso o enrevesado que fuese, debía conducir al triunfo del bien, de un bien que había estado ya configurado desde el origen del mundo.
Después de meditar en aquello, Haldar abandonó el reclinatorio para mirar el cielo estrellado que se veía desde una de las ventanas de aquella sala. Era una imagen muy bella, en la cual advertía claramente la huella del Creador: aquella miríada de astros, titilando en el paño negro del cielo, le causaba siempre un gran asombro. Muchas veces, observándola, se había quedado arrobado, como si un poder extraordinario residiese secretamente en ella para hechizarlo. La noche de otoño, fresca, cuajada de sugerencias, parecía acentuar la belleza de aquel maravilloso espectáculo. La ciudad, con ramilletes de luces en sus partes más pobladas, reposaba de un día más, en el cual habían sucedido cosas que podían ser muy importantes, sin que nadie que no fuese Afraín o Gaimiel estuviese informado de ellas. Tras las murallas, apenas esbozadas, se atisbaba la  mancha pardusca de la vega, sumida en el sueño imperturbable del tiempo. La amenaza que se cernía sobre Taifar le hacía pensar en sus súbditos, que a aquella hora debían de estar recogidos en sus hogares, ajenos a las aviesas intenciones que tenía su tío. Como en otras muchas ocasiones, se sentía responsable de lo que le pudiese pasar a toda aquella gente, con la que él se había identificado plenamente desde que tomó conciencia de su cargo. Su propia existencia no tendría ya sentido sin ella, sin aquellos hombres y mujeres y niños con los que a menudo le gustaba relacionarse por las calles, por los campos y los serrijones de Taifar, a los que él a veces llegaba en sus excursiones: ellos formaban parte ya de su vida; su vida no tenía ya otro objeto que quererlos, que amarlos hasta el extremo de servirlos, de atenderlos en todas sus necesidades y preocupaciones. Taifar, con todos los seres que lo poblaban, era él: el amor acababa confundiendo al amante con el amado, en una unión que no admitía ningún tipo de fisuras.
Mientras él seguía abstraído mirando por la ventana, un ser diminuto pero invisible daba vueltas por la estancia, yendo de un lugar a otro con una gracia aérea, con un vuelo a veces atolondrado. Parecía, por sus evoluciones, que conocía los sentimientos que embargaban el ánimo de Haldar, pues cuando estos eran más intensos ese ente voluble imprimía un mayor ritmo a sus movimientos, a los giros que daba muchas veces a escasa distancia del rey.
Era el hada Ariel. Desde hacía más de veinte años no lo había visitado, pero las especiales circunstancias que entonces se habían presentado la habían obligado a retornar junto a su viejo amado. Aunque ella nada podía influir en él, quería estar a su lado. Su amor, a pesar del tiempo transcurrido, no se había atenuado, pues si el amor era de verdad, como así debía ser el suyo, resultaba incandescente. Lo sentía con la misma intensidad de siempre, con la misma pureza con que lo había experimentado en sus momentos más íntimos. Sabía, con todo, que se trataba de algo imposible, no solo por la distinta naturaleza que los dos tenían, sino también porque él se había casado ya con otra. Sin embargo, eso no impedía que lo amara con la misma fuerza. Ella, Ariel, quería todo lo que él quisiese, todo lo que para él fuese la felicidad verdadera. Era, por ello, el suyo un sentimiento sublime, quizá inalcanzable para quien no tuviese un corazón libre de egoísmos. Aunque Haldar no sufría, lo veía en aquellos instantes en peligro, pues no en vano estaba dispuesto a enfrentarse a unas fuerzas muy poderosas, capaces de destruir el reino en cuanto se lo propusieran. Ella, que estaba animada por un espíritu bueno, repudiaba el mal que a otras criaturas movía, criaturas que parecían dirigidas por el ser más perverso del mundo.
Por un momento Haldar creyó percibir algo en la sala, una especie de rumor quedo, un ruido sordo que de pronto se interrumpió, absorbido por el silencio. Se volvió para mirar, un poco alertado por lo que podía ser. En la sala, en contra de lo que había creído, no vio nada, por lo que pensó que se había tratado de una sugestión suya. Fue un momento tan solo, tras el cual Haldar volvió a pasear su vista por la noche de otoño, mientras Ariel, detenida en el apoyabrazos del reclinatorio, miraba con delectación a su ídolo.






























16


Iba al frente de la tropa Eliser, como correspondía a quien había de ser el heredero del reino. Lo seguían Florencio, Afraín y Gaimiel, como si fueran los lugartenientes de su séquito. Todos iban montados en caballos, con los cuales habían de subir a las empinadas montañas del norte. Aunque llevaban lanzas y espadas, sus atuendos eran más bien ligeros, sin corazas o yelmos que pudieran hacer más pesado su camino. Serían unos setenta hombres los que salieron por una de las puertas de Taifar, vitoreados por una masa de gente que había salido a despedirlos, sin saber adónde se dirigían; la mayoría, por rumores que le habían llegado, pensaba que se disponían a hacer un recorrido protocolario por el reino, con el que príncipe Eliser podría completar su formación. Era un día apacible de otoño, sin nubes que presagiaran un empeoramiento futuro del tiempo.
Afraín, montado en Durango, no hacía más que pensar en Ada, a quien había recordado con mucha insistencia en la víspera. La proximidad del peligro le había hecho añorar su presencia, la enorme fuerza que irradiaba siempre de ella, de sus grandes ojos encantados. Si el amor, como le había dicho, era una corriente espiritual, él podía sentirla en cualquier momento a su lado, como le sucedía precisamente entonces, cuando se encaminaba con otros hombres hacia un destino que se presumía calamitoso. De pronto, recordándola, podía comprobar que era cierto: la distancia o el tiempo no eran inconvenientes para que los seres que se querían pudieran sentirse unidos, enlazados por una corriente que no tenía término, sino que siempre estaba reproduciéndose, nacida de los mismos afectos que embargaban a los sujetos que se estaban queriendo. La cercanía no era provocada por el tacto o por el calor de unos besos, sino por la certeza de que lo que se sentía no era algo aislado, de que lo que se experimentaba era compartido por dos seres que tenían la misma visión del mundo. El amor era tan fuerte que unía de forma definitiva, a pesar de las dificultades o de las diferencias que existiesen, algunas de ellas incluso causadas por un origen distinto, como era el caso de ellos, alejados por unas condiciones que no les permitían que se compenetrasen completamente. El amor, que ante todo era espíritu, los acercaba a pesar de aquellas divergencias, a pesar de aquellos puntos de desunión. Para él, Ada era en esos momentos su amada, la destinataria de sus pensamientos y de sus sueños más íntimos, a la cual había de ofrecer los presentes logrados en sus triunfos, la alegría desbocada que habría de experimentar con la consecución de sus objetivos. Si el resultado de aquella empresa que entonces iniciaba era satisfactorio, pensaba que debía visitarla para hacerla partícipe de su éxito, para que este tuviera pleno sentido. Si la quería, tenía que compartir con ella todo, todo lo que de bueno o de malo en su vida ocurriera, no solo los aciertos, con los cuales creyese alcanzar el cielo, sino también los fracasos, las derrotas que en aquella aventura que emprendía tal vez sufriera. El consuelo que recibiría de ella en ese último caso sería para él un gran apoyo, con el cual podría sobreponerse al sentimiento de frustración que posiblemente le sobrevendría después. Imaginaba a Ada aguardándolo, sentada a la entrada de su reino, como si hubiera salido de él movida por una fuerte intuición; la imaginaba en medio de una grácil alameda, bajo una bóveda tupida de follaje, con un ruido fresco de aguas que circulaban entre la maleza, con un coro de pájaros que sobresaltaban los oídos con una enloquecedora algarabía, en una mañana radiante de verano, con un sol pletórico abriéndose paso con sus lanzas de luz entre las sombras. Se la representaba en su imaginación con el cabello suelto, vestida con una larga túnica de seda verde, como una novia que esperase a su prometido después de una prolongada ausencia. Sus ojos grandes mirarían con expectación, animados por la sospecha de que muy pronto verían aparecer entre los troncos de los álamos la figura anhelada, la que ella hubiese estado aguardando desde que se fuera.
La tropa, después de dejar atrás las murallas de Taifar, principiaba ya las primeras cuestas de la larga ascensión que había de conducirla hasta las cimas de las montañas, donde probablemente se libraría una de las batallas más violentas de la historia. En sus primeros tramos la subida era muy suave: el sendero por el que discurría la tropa se abría entre balates y cercas de madera vieja, por un terreno sinuoso de colinas pobladas de olivos y de cerezos. Tras aquellas elevaciones de un verde agrisado se alzaban otras de un verde intenso, conformando una altísima pared de montes y de peñascos, tras de los cuales asomaban las peladas cumbres, veladas a aquella hora por una luz rosácea.
Mientras esto sucedía ya a un cuarto de legua de Taifar, en el palacio real se producía un hecho sorprendente que podía suponer el final del propio monarca. Abdumec, aprovechando el tumulto que había causado en la ciudad la salida de aquel regimiento, se introdujo con algunos hombres en el recinto palaciego, desguarnecido en esos momentos por el exceso de confianza de Haldar. En sus movimientos por el palacio, no encontraron ninguna oposición de vigilantes ni de mayordomos que abortaran su marcha. Antón se hallaba ocupado, atendiendo a unos visitantes que solicitaban un permiso para instalarse con sus animales en la ciudad. Abdumec y sus secuaces, con el sigilo propio de los traidores, estuvieron un rato buscando hasta que al final dieron con Haldar, recluido en la misma sala de la torre en la que había estado la noche anterior. Sorprendido por la irrupción de los asaltantes, apenas ofreció resistencia para que ellos lo abordaran y lo ataran con cuerdas. Abdumec, después de verlo reducido, mandó a sus hombres que se retirasen para hablar a solas con él. Era todavía de complexión fuerte el tío, con la barba muy crecida, los ojos de un marrón oscuro, casi tapados por el breñal de las cejas.
‒Estáis bajo mi dominio ‒le dijo a Haldar con áspera voz, rodeándolo para que así tuviera una impresión más clara de su apresamiento‒. Vuestro reinado ha concluido.
‒No sois vos quien puede decidir la suerte de un reino ‒repuso Haldar sin descomponerse, mirando con valentía a los ojos a su tío.
‒Aún no habéis reparado en lo que esto que hemos hecho con vos significa ‒advirtió con el mismo timbre de voz Abdumec.
‒El reino solo puede pertenecer a quien lo ha tomado por herencia para servirlo ‒replicó Haldar con firmeza, sin hacer caso de la advertencia que se le había formulado.
‒A partir de ahora seré yo quien reine en Taifar; Taifar es mío ‒proclamó Abdumec, volviendo a dar vueltas en torno al sobrino‒. Vos habéis sido un rey pacato; yo gobernaré con mano dura, como corresponde a un monarca que se precie, a un monarca que tenga plena conciencia de su cargo. Vos erais muy joven cuando vuestro padre os dejó el reino; tenía que haber sido a mí a quien se lo hubiera dado. Yo era su hermano y, por tanto, reunía también condiciones para recibirlo. Fue un error que os lo diera a vos, primero porque no teníais edad para ello y segundo porque no estabais preparado, porque la formación que se os había proporcionado no era la más adecuada. Ahora con este acto simplemente recupero lo que era mío, lo que de forma legítima a mí debía haber correspondido. El reino, contestando a lo que antes habéis afirmado, solo puede pertenecer a quien sabe dirigirlo.
‒A un reino no se le dirige con unas leyes inflexibles, sino con un corazón abierto ‒respondió Haldar, con la vista fija en el paisaje que se columbraba por la ventana, un paisaje de otoño de tejados arracimados sobre un horizonte de campos pajizos.
‒Lo que vos decís no tiene lógica.
‒Es la lógica del amor, que todo lo trastorna.
‒Veo que seguís siendo igual de alocado que en la juventud; así nunca podréis gobernar un reino; vuestros súbditos se os rebelarán cuando menos lo penséis, aunque en algún momento los creáis alineados con vos. Nunca hay que fiarse. Un monarca debe estar prevenido; la mejor forma de estarlo es, sin duda, disponiendo de unas leyes justas, de unas leyes que amedrenten para que nadie sea capaz de sublevarse.
‒Me proponéis que sea duro e inflexible cuando yo soy manso y humilde.
‒No os he de proponer nada porque de ahora en adelante ya no reinaréis; seréis uno más de mis súbditos que deberá atenerse a esas leyes justas que yo implante.
‒¿Qué es la justicia para vos? ‒preguntó con renovada energía Haldar.
‒La justicia es el mantenimiento de un orden, igual para todos los súbditos ‒respondió con firmeza Abdumec.
‒Un orden no se mantiene si no está sustentado en el amor ‒adujo Haldar‒. Es el principal fundamento: sin él todo se resquebraja, lo que parecía seguro se vuelve deleznable. El amor es lo que sostiene las grandes obras, lo que hace que se perpetúen. Un rey que dicte leyes arbitrarias, engendradas solo por su razón, no será nunca un rey justo, pues beneficiará con esas leyes a unos mientras perjudica notablemente a otros. La justicia, para que sea completa, precisa de una condición que no es valorada por quienes la regulan y la administran. Esa condición, como ya he destacado antes, es el amor. El que ama no hace exclusiones ni está influido por prejuicios: lo único que desea es la felicidad de todo el mundo, cualesquiera que sean los estados o las características que presenta cada uno.
‒Lo que decís es algo desproporcionado ‒respondió con tono enojado Abdumec, a quien se le veía cada vez más nervioso‒. El amor poco tiene que ver con las cosas que estamos considerando. La justicia que propugnáis es una entelequia, propia de quien suele confundir los sueños con la realidad. Vos habéis sido siempre un soñador; un rey nunca debe perder de vista la realidad.
‒Yo no lo creo así ‒repuso Haldar‒. Quien no sueña no vive. Para mí, reinar es soñar.
‒Vos sois un insensato ‒replicó enseguida Abdumec‒. Ahora estáis pagando las consecuencias de vuestra insensatez. Desde hoy reinaré yo en Taifar.
‒Si me arrebatáis el trono, mi pueblo lo reconquistará ‒dijo con calma Haldar‒. Sois muy pocos los que os habéis levantado contra mí; no podréis contener la rebelión de un pueblo cuando se entere de que su rey ha sido destronado. Vuestro atropello tendrá un justo castigo: como una ola gigantesca ese pueblo reunido os arrasará para devolverme a mí lo que era mío, para colocarme de nuevo en el lugar de donde vos me hubierais arrojado.
‒Eso lo hará en el caso de que estéis vivo, porque también puede ocurrir que yo os mande ejecutar y que esa rebelión ya no tenga sentido. ‒Se rio con estentóreas carcajadas Abdumec.
‒Aunque esté muerto, mi pueblo se sublevará; nada podrá detener su furia vindicativa ‒replicó sin perder el sosiego Haldar‒. A mí, por si no lo sabéis, no me importa morir si es por una causa justa. Amo tanto a los míos que sería capaz de dar la vida por ellos, igual que Jesús de Nazaret dio la suya por la salvación de todos los hombres; yo me considero un humilde discípulo suyo, seguiré su ejemplo. No sé si os han llegado noticias de Jesús de Nazaret, al cual siguen ya la mayoría de los hombres y de mujeres que habitan en Taifar. Él es Dios mismo, un Dios que se encarna en un hombre por amor a los hombres. A un amor tan grande no podrá vencerlo la muerte ni ningún poder del mundo. Por eso yo no os temo: no podréis derrotarme de ninguna manera si Dios está conmigo, si creo en su Palabra, en el mensaje que nos dejó su Hijo.
Abdumec dio varios pasos hacia atrás, casi espantado de lo que había dicho Haldar, a quien no veía ya como un rey destronado o como su sobrino, sino como un ser dotado de unos poderes extraordinarios, otorgados quizá por ese Jesús de Nazaret del que tanto hablaba.
‒Os dejaré por ahora libre ‒dijo con la cara todavía descompuesta‒, pero sabed que dentro de poco habré de volver. Un ejército de trasgos y de cíclopes se dispone a invadir Taifar. Los centauros de las montañas no podrán detenerlos: no hay fuerza en el mundo que los supere. Cuando eso ocurra, cuando ese ejército invencible derrote a los centauros, Taifar quedará desguarnecido. Su dueño seré entonces yo, que soy quien a esos trasgos y cíclopes dirige. Ellos harán lo que les mande: serán los que implanten mi dominio, los que velen después por que las leyes que dicte se cumplan. A cambio de su servicio, les cederé el territorio de las montañas, donde ellos estarán más a gusto que en ningún otro sitio. Los centauros que no hubiesen muerto en la terrible refriega serán desterrados de allí: vivirán desde entonces en perpetuo éxodo, como un pueblo maldito.
‒Yo confío en mi Señor ‒formuló por toda respuesta Haldar.
Abdumec dio enseguida órdenes a sus hombres para que desembarazasen a su sobrino de los cordajes que lo ceñían. Fue una operación rápida, en la que no se oyó otra cosa que la respiración entrecortada del tío, ansioso no por desatar a su víctima, sino por la inminencia de aquella contienda, por la victoria que a buen seguro habría de obtener en ella.
Una vez que el rey todavía vigente fue liberado, salieron de la estancia los invasores, capitaneados con gran arrogancia por quien parecía estar destinado a ocupar el trono.
Haldar, por su parte, se acercó a la ventana, por la que vio con más detalle el paisaje que al otro lado se ofrecía. Un paisaje que más que salido de la realidad semejaba estar plasmado en un cuadro, con trazos negruzcos de tejados que se agolpaban entre las líneas irregulares de las murallas, con una vega al fondo en la que se sucedían los colores difuminados de un día plácido de otoño, con marrones y amarillos de labrantíos y añojales, combinados con los verdes de diferentes tonalidades de herreñales y de alamedas, con grises humaredas que dejaban en el conjunto un ligero temblor de nostalgia.












17


Habían llegado a una zona más alta, en la que el aire era más puro. A las colinas de olivos y de cerezos les habían sucedido otras de pinos, cada vez más elevadas. Tras ellas fueron surgiendo las crestas de las montañas, algunas manchadas de nieve, recortadas sobre un cielo de algodón. Daba la impresión de que se ascendía por un mar vertical de piedra, en el que las distintas elevaciones componían un oleaje tumultuoso, con picos y aristas que imitaban las líneas de espuma que en él se hubiesen dibujado. Florencio, que había relevado a Eliser al frente de la expedición, no paraba de dar ánimos para que la marcha no se demorase; quería llegar cuanto antes a la región donde habitaban los duendes. Se hallaban ya muy cerca de ella; por intuición guio al grupo por otro sendero que se adentraba en un pinar, situado en la falda de un monte. Los pinos que se alineaban a un lado y otro del camino conformaban, con sus ramas entrelazadas, una especie de túnel. Por la estrechez de la vía tuvieron que ir de uno en uno, siempre encabezados por Florencio, que parecía por momentos orientarse por el olfato, por la intensidad con que parecía aspirar los olores que por allí circulaban. Al final, después de un trecho bastante empinado, llegaron a un peñascal, en el que pronto reconocieron la entrada de una gruta. Florencio, contento por no haberse equivocado, comunicó al grupo que aquel era el lugar que buscaban, el lugar donde vivían desde hacía muchos años los duendes; y como no era conveniente que entrasen en la gruta todos los expedicionarios dispuso que solo habían de hacerlo él, Eliser, Afraín y Gaimiel, mientras los demás se quedaban fuera al cuidado de los caballos. Los cuatro, a poco que atravesaron el umbral de la gruta, se encontraron con uno de los habitantes de aquellas profundidades, un ser de no más de una vara de alto, con la cara envejecida, cubierto con ropas que parecían de pergamino. Como si fuera el encargado de atender a los visitantes, los condujo después de saludarlos por una estrecha galería, iluminada con antorchas. La galería, que no cesaba de curvarse, dio paso a un espacio ancho, cuyas paredes de roca quedaban confundidas con la penumbra. Como si brotaran de agujeros ocultos en el suelo, fueron apareciendo muchos otros seres con aquellas mismas características; unos tenían el rostro risueño, con ojos en los que semejaba rodar una perpetua sonrisa; otros, con el semblante más serio, miraban con cierta timidez a los recién llegados. Florencio, tomando de nuevo la iniciativa, los saludó a todos con un tono familiar y efusivo:
‒Hasta aquí hemos venido para solicitar vuestro auxilio. Sabemos que sois generosos y que estáis dispuestos a ayudarnos. Posiblemente ya habéis adivinado la clase de empresa que hemos acometido. Con vuestra sabiduría, estamos seguros de que podréis orientarnos para que no sucumbamos ante el inmenso poder que tienen nuestros enemigos.
‒El mal nunca se hará dueño del mundo ‒contestó uno de los duendes, adelantándose a los demás para que se destacara más su figura. Era muy parecido al resto, con barbas de un tono amarillento, la tez acartonada, los ojos de un azul radiante.
‒Transmitís confianza ‒intervino Eliser, que ya se veía obligado a actuar como un príncipe.
‒La confianza es el sustento de los héroes ‒contestó el interpelado‒. Aunque vuestros enemigos parezcan muy fuertes, nunca debéis ceder al desánimo. Pensad que no hay nada que sea invulnerable: los mayores ejércitos de alguna forma o de otra han caído.
‒En este caso nos enfrentamos a un ejército que cuenta con un poder extraordinario ‒informó Eliser.
‒En todos los casos sucede lo mismo ‒replicó el duende‒. Da igual la fuerza que tenga, los elementos que lo integren. Quizá la debilidad de ese ejército esté precisamente en la furia que lo mueve, en el odio con que es impulsado. Ese odio y esa furia lo ciegan, lo conducen a donde no le conviene.
‒Queremos que nos pongáis en contacto con los centauros ‒propuso Afraín, deseoso de revelar la misión que llevaban‒. Nosotros no podemos batallar con trasgos y con cíclopes. Los centauros, con su enorme fortaleza, sí están capacitados para luchar contra ellos.
‒Los centauros no os denegarán su apoyo ‒dijo el duende‒. En cuanto sepan lo que se proponen trasgos y cíclopes, se movilizarán para frenarlos. No estarán dispuestos a que invadan su territorio, en el cual han vivido desde siempre. Ellos reaccionan con valentía cuando se les provoca, cuando son retados por algún rival. No le temen a nada, se crecen en la lucha, su ardor los lleva a combatir denodadamente hasta el final.
‒¿Dónde los podemos encontrar? ‒inquirió con ansiedad Eliser.
‒No se hallan muy lejos ‒informó el duende‒. Si proseguís el camino que os ha traído hasta aquí y torcéis a la derecha, encontraréis la cueva en la que se alojan. Al principio pueden parecer recelosos y huidizos, pero en cuanto se dan cuenta de que no son malas las intenciones de quienes se les acercan, cambian completamente de actitud; tienen una bondad natural que los hace ser generosos y desprendidos, hasta un extremo que es difícil de imaginar.
‒¿Qué les podremos decir para que no duden de nosotros cuando les presentemos nuestro caso? ‒preguntó Afraín.
‒Les podréis decir que sois de Taifar; ellos saben que en Taifar reina el amor ‒recomendó finalmente el duende.
A no mucha distancia de allí se hallaba, en efecto, la caverna donde residían los centauros. El lugar, como el anterior, era bastante pedregoso. La caverna estaba situada detrás de una gran roca. En el terreno que precedía a la entrada, descubrieron los expedicionarios algunas señales, quizá las huellas que hubiesen dejado algunas de aquellas fornidas criaturas. Sin necesidad de debatirlo, entraron en la gruta los mismos de antes, mientras los demás se quedaban fuera. Había en el interior un silencio extraño, un silencio que quizá solo se percibía en los ámbitos sagrados. La cueva, en lugar de alargarse a través de galerías o de pasillos sucesivos, se ensanchaba, con cavidades que parecían una prolongación de la primera. Eliser, Florencio, Afraín y Gaimiel miraban con perplejidad hacia todos los lados; veían, en medio de la penumbra, grandes piedras que tenían forma de animales, como si realmente hubiesen sido talladas por alguien. De detrás de una de ellas, surgió un centauro. Al principio lo vieron muy borroso: era una figura voluminosa que casi se confundía con las otras; se dirigía hacia ellos con pasos cautelosos, con una lentitud aprendida. Ninguno de los cuatro se movía; se mostraban todos sorprendidos, casi arrobados ante la aparición de aquel formidable ser. Lo que más les llamaba la atención era la elegancia con que se desplazaba, la armonía con que estaban articulados todos sus miembros. Tenía el torso ancho, los brazos musculosos, la cara de facciones muy pronunciadas, con una melena que le caía a modo de cascada casi hasta la mitad de la espalda; su busto de hombre, gallardo, inaudito, se unía de manera asombrosa a su cuerpo de equino, sostenido por unas patas muy largas y robustas. Tras él, en una procesión sigilosa, fueron surgiendo otros muchos centauros, hasta conformar un círculo en torno a los cuatro visitantes; eran todos de la misma hechura, aunque quizá en algunos podían apreciarse rasgos de una naturaleza aún más salvaje, como si en ellos predominase más la parte animal que la homínida.
‒Somos de Taifar ‒pronunció con cierta timidez Eliser cuando se vio rodeado por aquella tropa de titanes.
Como ninguno contestara, Afraín trató de explicar los motivos que los habían llevado hasta allí:
‒Hemos venido porque sabemos que sois amantes de la justicia y de la paz. Taifar está amenazado por unos enemigos terribles que están a punto de irrumpir en él; no obedecen a otra cosa que al odio que ha insuflado en sus corazones Abdumec, el hermano menor del rey anterior, Atafir. Ellos son la encarnación del mal: invadirán Taifar para desterrar el bien que ha reinado en él desde que accedió al trono Haldar. Queremos que nos ayudéis; estamos seguros de que con vuestro poder esos enemigos tan terribles no lograrán sus objetivos. Os pedimos que seáis nuestros defensores.
‒Taifar ya tiene un defensor ‒replicó uno de ellos con una voz muy clara, quizá inadecuada para un ser tan corpulento‒. Por nuestros amigos, los duendes, sabemos que Haldar ha salvado a su reino de caer en la maldad: Jesús de Nazaret, al que él presenta como Hijo de Dios, lo librará de todos los peligros, lo conducirá hacia el amor.
‒Vemos que conocéis muy bien el cambio que se ha producido en Taifar ‒observó Eliser.
‒Nuestra misión ha sido siempre vigilar, estar acechantes ‒contó otro de los que formaban el círculo‒. Por aquí han pasado a lo largo de la historia muchos pueblos, todos con aviesas intenciones de adueñarse de nuestro territorio. Ninguno de ellos lo ha conseguido, en unos casos porque nuestro poder los ha ahuyentado, en otros porque los hemos derrotado en cruentas batallas. Nos ha quedado después de todo ello el deber de estar vigilantes: somos los centinelas de estas montañas por las que a menudo deambulamos; con los actos que acometimos en el pasado se ha creado una leyenda que ha impedido a otros pueblos aventurarse por estos lugares. Nos extraña por eso que ahora unos nuevos invasores lo hagan; imaginamos, como habéis informado, que los mueven otras causas, quizá el deseo malsano de apropiarse de un reino que para ellos será muy importante.
‒Es el mal el que los mueve ‒recordó Afraín.
‒Esos enemigos que decís deben de ser muy poderosos ‒conjeturó otro de los presentes.
‒Tienen una fuerza descomunal ‒se decidió a hablar Gaimiel‒: son cíclopes y trasgos, cíclopes y trasgos de otras tierras que se han unido para combatir.
‒Azuzados por Abdumec, están imbuidos de una cólera ilimitada ‒añadió Eliser‒; serán capaces de arrasarlo todo.
‒Dentro de poco aparecerán por aquí ‒alertó Afraín.
‒Nada sucederá si estamos unidos ‒dijo el que primero había hablado.
‒Debemos reaccionar a tiempo, antes de que coronen las cumbres ‒opinó otro centauro‒.  Si lo hacen, habremos de darnos casi por perdidos, pues cobrarán seguramente ventaja con el ímpetu que les dará el descenso.
‒En las batallas son decisivas las posiciones que se hayan tomado antes de que empiecen ‒corroboró Eliser.
‒Nosotros conocemos muy bien nuestras montañas ‒dijo un nuevo centauro‒. Para cualquier lance, sabremos dónde colocarnos. Esquivaremos peligros, prepararemos emboscadas. La suerte, a poco que lo intentemos, estará siempre de nuestra parte.
‒Vemos que sois muy confiados ‒intervino otra vez Eliser.
‒Un centauro nunca pierde la confianza en sí mismo ‒contestó el mismo de antes‒. Sabe que eso es lo que le dará superioridad frente a su oponente. La fuerza no reside en la apariencia física, sino en el brío con que se ejerce. Los centauros no tenemos miedo a nada; se nos ha transmitido desde antiguo una fe ciega en nuestras posibilidades. Para nosotros no hay límites: los límites los pone siempre la mente de los humanos. Nosotros, por nuestra propia constitución, no somos humanos: discurrimos de un modo distinto, con una energía que procede de nuestra misma sangre.
‒Si no queremos que nuestros enemigos se nos adelanten, no debemos perder mucho tiempo en actuar contra ellos ‒habló por fin Florencio, al que se le había visto impresionado de tener delante a aquellos seres tan especiales, evocados numerosas veces en las fábulas y leyendas que sobre ellos se contaban‒. Nosotros, debido a que somos más débiles, iremos a vuestra zaga: os acompañaremos para ser testigos de vuestra gesta, para aprender el modo en que peleáis contra un rival tan poderoso.
Como si hubieran recibido una voz de mando, todos los centauros retrocedieron al lugar del que habían partido y, casi de inmediato, volvieron a aparecer cargados con arcos y con flechas para iniciar la marcha que habría de llevarlos a las cumbres de las montañas. Por ser más ligeros que los caballos que montaban los de Taifar, hubieron de adaptar en todo momento el ritmo al de ellos. Los condujeron por senderos cada vez más estrechos, entre laderas erizadas de riscos, hasta que llegados a un punto comunicaron que el paso de los caballos se haría más complicado y que era mejor prescindir de ellos. Entre todos determinaron que un grupo se quedaría allí con los equinos, con la esperanza de que se encontrarían de nuevo a la vuelta. El viaje a pie lo realizarían los cuatro de antes, a los que seguirían esta vez treinta hombres elegidos de entre los más valientes. La segunda parte del trayecto, tal como habían anticipado los centauros, era mucho más compleja, pues discurría por parajes que durante muchos meses del año permanecían nevados, por lugares donde ya se borraban los caminos para dar paso a roquedales de un tono negruzco, algunos muy resbaladizos. Los centauros, habituados a aquel medio, trepaban por ellos con cierta facilidad, mientras los de Taifar lo hacían como podían, a veces con grandes apuros. Las cumbres, después de no más de una hora de ascensión, se veían ya muy cercanas, con su dibujo de líneas muy claras recortado contra el cielo. Todo, allí arriba, se presentaba de una nitidez suprema: la piel tersa de las piedras, la brecha profunda de las barrancas, la joroba de los últimos collados, el paño azul del cielo. Si se miraba hacia abajo, se divisaba un panorama increíble de montes arracimados, de bosques que se desparramaban por todas partes, de tozales grises que se dibujaban en el borde de una vertiente, en el límite de un despeñadero, sobre un horizonte brumoso de colinas azuladas y de campos que se difuminaban en el mar de las distancias. Afraín, que nunca había subido hasta allí, iba de veras maravillado, pensando otra vez en Ada, a quien hubiera deseado tener a su lado para que contemplara todo lo que él estaba contemplando, en unos momentos en que la proximidad del combate hacía más bello el paisaje, como si la posibilidad de perderlo lo convirtiera en algo aún más valioso.
Cuando ya estaban muy cerca de una de las cimas, comenzaron a aparecer algunas nubes, al principio muy tenues, como leves colgaduras, aunque muy pronto algunas de ellas empezaron a alargarse un poco, tomando una proporción nueva. Ello fue la causa de que el cielo, antes de un azul límpido, cobrara un aspecto distinto, más propio de la estación en la que se encontraban: ya no era el de un verano que se hubiese prolongado durante muchos días, sino el de un otoño que principiaba a empañarse de nubes, a teñirse de sombras.
Ya en la cima, los centauros se pusieron a tomar posiciones, a la espera de que por la otra ladera muy pronto comenzase a aparecer el enemigo. Los de Taifar, siempre a su vera, se colocaron junto a ellos para ser testigos de todos los movimientos. Durante varios instantes permanecieron en alerta, hasta que de pronto uno de los centauros avisó que algo se divisaba a la izquierda, a unos quinientos pasos más abajo. Vieron, en efecto, una fila diminuta de figuras muy pequeñas que se desplazaban, como si se tratase de un gusano que se deslizara por la tierra. La emoción que les deparaba la visión de los contrarios despertó en muchos el ardor de la guerra, como una llama que en sus pechos al instante prendiese. El gusano, de un color pardusco, se movía muy lento: si no se comparaba con la posición en las que antes se hubiese hallado, se tenía incluso la impresión de que no avanzaba, de que se había quedado quieto, quizá por la sospecha de que estaba siendo avistado. Uno de los centauros, el que parecía dirigir la mayoría de las operaciones, estimó que en no mucho tiempo, seguramente antes de que cayera la tarde, los enemigos estarían a tiro de flecha, a una distancia en la que podrían ser ya abordados. Después de decir aquello, todos comprobaron que el gusano había avanzado más de lo que hubiesen calculado hacía un momento: las figuras, antes informes, ahora tenían brazos y piernas, con cabezas que eran en algunos casos bultos que debían de ser muy destacados. El cielo, a aquellas alturas, aparecía ya surcado de nubes más gruesas.














18


Cuando estaban ya a menos de trescientos pasos, los invasores decidieron efectuar un primer ataque. Se trataba de una especie de avanzadilla, seleccionada acaso entre sus más intrépidos y sanguinarios guerreros: un pequeño grupo, formado en su mayor parte por cíclopes, comenzó a separarse del resto, tomando la dirección que más pronto había de conducirlo a la cumbre. El centauro que parecía más decidido determinó al momento que ellos habían de hacer lo mismo, para lo cual eligió también a los que habían de representarlos en la refriega. Fueron doce los escogidos, todos muy fuertes y de ánimo muy resuelto. Los de Taifar, cada vez más conmovidos por lo que estaban viviendo, los vieron partir con la misma bizarría con que hasta entonces se habían mostrado: más que a un combate parecían que se dirigían a un encuentro acordado, en el cual habrían de sobresalir sus cualidades más elogiadas. La vertiente, por aquel lado, era muy parecida a aquella por la que habían subido: en su tramo más alto era muy empinada, con un pedregal muy escabroso por el que había que pasar con mucho cuidado; luego la vertiente se volvía menos abrupta, en un trecho que se presumía desde arriba más corto; tras este espacio se elevaban numerosos riscos, algunos de ellos acabados en punta, como si fuesen lanzas de piedra con las que el terreno hubiese conformado su propia guardia. A la avanzadilla enemiga se le había perdido por unos momentos de vista, quizá porque atravesaba la zona erizada de riscos. El grupo de centauros llegaba ya a la parte más suave de la pendiente: iban todos juntos, quizá porque de esa manera se sentían más seguros. El encuentro se sospechaba ya próximo. Eliser, Florencio, Afraín y Gaimiel respiraban con ansiedad, angustiados por lo que estaba a punto de suceder. Temían que los adversarios estuviesen tramando algo, escondidos tras los riscos; si se internaban los centauros en aquel lugar, era posible que fuesen objeto de una emboscada, de un asalto imprevisto. Eliser creía que podía ser así, aunque confiaba en que al final los suyos habrían de reaccionar a tiempo. Florencio esperaba que actuasen con prudencia y que en un último instante no se atreviesen a adentrarse por allí. Afraín veía ya el comienzo de una gran aventura, de la que él de forma milagrosa habría de salir airoso. Gaimiel, cada vez más nervioso, deseaba que cuanto antes se desencadenase la batalla y que en ella fuesen derrotados los invasores. Todo podía ocurrir entonces. Los centauros, en lugar de seguir avanzando, decidieron pararse, como prefería Florencio; y para que su acción tuviese un mayor efecto, se colocaron en línea, con los arcos tensados para disparar las flechas. Al verlos de aquella manera, todos los de arriba comenzaron a confiar más en la victoria: sería más fácil de lo que habían creído; con una sucesión de disparos certeros, los contrarios habrían de ser frenados en su embestida. Durante unos instantes nada pasó, hasta que de pronto empezaron a distinguirse las cabezas de algunos cíclopes. Se les veía avanzar, ya muy cerca de la primera barrera de riscos. Los centauros, sin pensárselo mucho, dispararon sus flechas, ocasionando en los atacantes más de una herida. Aquello, en vez de disuadir, envalentonó aún más a los cíclopes, pues con un ataque furibundo se abalanzaron sobre sus agresores; tras ellos, en lo que parecía una segunda línea, iban algunos trasgos, armados con unas espadas refulgentes. La pelea se trabó enseguida; varios centauros habían logrado lanzar una segunda tanda de flechas, con las cuales habían conseguido derribar a dos o tres contrarios. Los cíclopes, por su descomunal fuerza, eran quienes más ventaja tenían en la contienda: con enormes piedras que arrancaban del terreno embestían a sus rivales, propinándoles a algunos unos tremendos golpes. La lucha, por todo ello, se presentaba muy desigual. Crecidos por el dolor, la mayoría de los centauros no cedían en su empuje, sino que peleaban incluso con más denuedo, arremetiendo con toda la energía que les quedaba contra los malvados asaltantes. Todos los de Taifar, aunque temían ya por sus vidas, estaban admirados del coraje con que combatían, de la bravura con que se enzarzaban con sus oponentes en afanosa pugna. Sus torsos desnudos, trenzados de músculos, contrastaban con los corpachones recios de los gigantes, con las figurillas andrajosas de los trasgos. Ellos eran hermosos, incluso cuando se mostraban contorsionados por la tensión del esfuerzo, por la furia que los movía; a los otros, en cambio, se les veía horribles, de una monstruosidad pavorosa. Por un momento parecía que las fuerzas se habían igualado, hasta que de pronto un centauro cayó desplomado, vencido por los golpes que le hubiese infligido alguno de sus contrincantes. Tras él cayeron tres más en un espacio muy corto de tiempo, como si se hubiera llegado a un punto extremo, a partir del cual ya no se podía contener la potencia que desplegaban los enemigos. A los que caían incluso los remataban con saña los trasgos, demostrando así que su maldad no tenía límites. La sangre causada por tantas heridas daba a los rostros de los contendientes un aspecto horrendo: parecían desde lo alto los ejecutantes de una danza macabra, en la que los brazos y las piernas y las cabezas de unos y de otros se entrelazaban, llegando a formar una masa de cuerpos que se movían, envueltos en una nube de polvo. La danza, extenuante, concluyó cuando los ocho centauros que participaban en ella también se derrumbaron, abatidos por la mayor fuerza que empleaban los cíclopes. La decepción se apoderó de sus compañeros, que desde la cumbre habían seguido con perplejidad y temor el desarrollo del combate. Algunos, como Florencio, ya solo pensaban en la huida, pues estaba claro que contra aquellos monstruos nada se podía hacer. Eliser se acordaba de su padre: pensó que tal vez aquella era la lección que él quería que aprendiera. Afraín y Gaimiel, impotentes, no encontraban en sus mentes argumentos con los que contrarrestar el pesimismo que los invadía. Con sorpresa, vieron que los vencedores, en lugar de proseguir su ascenso, retrocedían al punto en el que habían de encontrarse con el resto de la tropa. Su intención, en vista de lo ocurrido, no debía de ser otra que  reunir todas sus fuerzas para emprender una definitiva acometida: su moral, crecida por la victoria, les hacía confiar plenamente en sus posibilidades, mientras que en el ánimo de los vencidos se instalaba de forma indefectible la zozobra.
‒Será mejor que huyamos ‒opinó con voz acongojada Florencio.
‒Para un guerrero, la huida es la peor de las derrotas ‒dijo convencido Eliser, con un aplomo que no era propio de su edad‒. Debemos resistir hasta el final: se nos ha encomendado una misión para que la intentemos cumplir.
‒Haldar, nuestro rey, siempre confiaba en Dios ‒recordó Afraín‒. Es posible que Dios nos inspire el modo en que podremos ganar.
‒Luchamos contra unos seres que son la encarnación del mal ‒añadió Gaimiel.
‒A los centauros no nos importa morir ‒dijo finalmente el que parecía dirigir a los demás‒. La vida no se interrumpe con la muerte: la muerte es una invención de los humanos, con la cual han puesto un límite a la vida. En la naturaleza no existen límites: se multiplica de muchas formas, con una continuidad que no podrá ser nunca detenida. Nosotros, los centauros, formamos parte de esa naturaleza: somos hijos de ella; sabemos que nunca podremos morir, porque todo lo que pertenece a ella permanece en estado de gracia siempre.
‒¿Qué pensáis que debemos hacer? ‒preguntó Eliser‒. Nuestros enemigos están crecidos; a nosotros nos invade el desánimo: pensamos que de igual manera que han sucumbido algunos de los nuestros sucumbiremos todos ante su inmenso poder. Huir no es una solución; resistir sin otras armas que las que llevamos tampoco lo es.
‒Podemos arrastrar grandes piedras y lanzarlas por la pendiente cuando ellos empiecen a subir ‒propuso otro de los centauros.
‒No es mala idea ‒convino Gaimiel.
‒No tendremos tiempo ‒dijo Afraín, señalando hacia abajo. Los enemigos, en efecto, se habían reunido y avanzaban ya por la cuesta, armados de espadas y de largas pértigas.
‒No nos queda otra opción que resistir ‒murmuró el centauro más resolutivo.
‒Solo podremos rezar ‒musitó a su vez Gaimiel.
Densos nubarrones habían acabado por cubrir el cielo. El día, casi de repente, se había ensombrecido. Lo que parecía un otoño plácido se había transformado en un invierno fosco, con un viento que soplaba a veces de una forma violenta. Las figuras de los invasores se desdibujaban por momentos, envueltas en las sombras crepusculares que se extendían por la ladera.

















19


Eran muchos, más de los que los hombres de Taifar habían pensado. Habían superado ya la zona donde tuvo lugar el primer enfrentamiento, en la cual yacían los cuerpos destrozados de los centauros. Avanzaban en primer término los cíclopes, distribuidos en una larga línea. Tras ellos, aunque apenas se les distinguía, caminaban los trasgos, componiendo una especie de retaguardia animosa que tuviera como misión asistir a los gigantes. Algunos centauros se habían armado de enormes piedras, haciendo caso del consejo que les había dado su compañero. Otros tenían los arcos tensados, con las flechas dispuestas ya para ser disparadas. Faltaba solo una orden para que todo comenzase. Los enemigos de pronto se pararon, quizá para infundir aún más miedo en sus contrarios. Estaban a unos doscientos pasos. Las sombras que se habían extendido por el paisaje difuminaban sus rasgos; desde arriba parecían bultos, enormes bultos de seres infernales que estaban a punto de emprender un ataque. Sería imposible contenerlos; por muchas piedras que se les arrojasen o por muchas flechas que se les disparasen, no se podría repeler el asalto de unos enemigos tan fuertes, provistos de un poder tan grande. Sería una derrota inevitable, de la cual se derivarían fatales consecuencias para el reino de Taifar. La muerte de aquellos expedicionarios, a la que se uniría también la de los centauros, no serviría para nada: su sacrificio no tendría ningún valor, como tal vez auguraban las palabras de Haldar. Las cosas se precipitarían de un modo inexorable: tras aquella derrota se habrían de producir otras, hasta que Taifar cayera en manos de los sublevados, bajo un yugo del que ya nunca se podría liberar. Abdumec, secundado por sus fieros aliados, impondría su dominio, un dominio basado en la crueldad y en el castigo, en el oprobio de quienes hubiesen sobrevivido a la invasión. En unos instantes a todos los que estaban allí aguardando el ataque de los rivales se les representó más o menos lo mismo: ninguno se salvaría, en poco tiempo serían exterminados, aplastados por los atacantes; como una ola gigantesca, la invasión se extendería por todo el territorio de Taifar, sumiéndolo en un horror permanente.
Mientras esto sucedía, Haldar estaba reunido en el palacio con Antón, a quien ya había referido todo lo que había hablado con su tío Abdumec. Para Antón, no constituía ninguna sorpresa la respuesta que Haldar había dado al traidor, pues lo conocía ya muy bien y preveía con facilidad todo lo que fuera capaz de hacer. Era una situación, con todo, muy delicada, pues las ansias de poder que animaban a Abdumec no parecían tener fin: lo más probable era que urdiera otro plan, seguramente más malvado aún que el anterior, como así hizo ver a Haldar:
‒El mal es insaciable, siempre busca argucias o recursos para crecer, para activar nuevas estrategias,  nuevos modos de evitar las defensas con las que se intenta prevenir. No hay forma de pararlo, a no ser que se actúe contra él también con astucia, con las mismas armas que él emplea para su expansión.
‒El mal, en efecto, es proteico; siempre halla maneras de reproducirse, se multiplica para combatir el bien ‒reconoció Haldar.
Se hallaban en la sala donde el rey solía recibir a sus visitantes. La importancia del asunto sobre el que estaban tratando los obligaba a permanecer de pie, a deambular de un lado hacia otro mientras hablaban. A veces Haldar, como hacía casi siempre, se asomaba a la ventana para pasear su vista por el panorama que a través de ella se mostraba. En el cielo habían comenzado a aparecer algunas nubes, de un aspecto muy distinto del que otras en días anteriores habían presentado: ahora tenían una tonalidad azul, más bien plomiza; tendían a agrandarse, a adquirir proporciones que antes no hubiesen tenido.
‒Siempre hay que adelantarse a las intenciones con que puede obrar el contrario ‒añadió Antón, al que se le veía siempre situado enfrente de su señor.
‒Las intenciones del malvado son imprevisibles ‒admitió Haldar.
‒Para adivinarlas, siempre os habréis de poner en lo peor ‒contestó el rey después de haberse retirado de la ventana.
‒Abdumec volverá a intentarlo: en cuanto se le presente la oportunidad, procurará de nuevo asediaros, convencido de que al final habréis de ceder a sus pretensiones.
‒Yo nunca claudicaré.
‒Claudicar es de cobardes. Yo sé, por lo que conozco de vos, que resistiréis con fe. Sois un héroe: los héroes no se dejan nunca arrebatar por el temor. Estoy seguro de que por muy mal que os vaya jamás os rendiréis. Es posible que Abdumec haya tenido un concepto muy equivocado de vos: ha creído que sois débil, por eso ha intentado ocupar vuestro lugar. La ambición, como muchas veces hemos comentado, lo ciega, no le deja ver la realidad.
‒Creo que me conocéis muy bien.
‒Es un deber mío saber lo que piensa mi señor.
‒Vuestra lealtad es muy loable.
‒Ahora lo que me preocupa es lo que estará sucediendo con los hombres que enviasteis a la sierra, entre los cuales se halla vuestro propio hijo, Eliser. Posiblemente a esta hora se estén enfrentando con los temibles enemigos, aliados con el pérfido Abdumec.
‒Todo lo que nos ocurre está dentro de los planes de nuestro Creador: nada puede escapar de lo que ya hubiese sido previsto por él.
‒Vuestro pensamiento me transmite siempre confianza.
‒La confianza nace de la aceptación de la voluntad de Dios.
‒Es posible que Dios quiera que ahora perdamos: será también una derrota planeada por él.
‒Si fuera así, habría que aceptarlo también; pero yo confío en que todo se resuelva a nuestro favor: Dios no podrá permitir que triunfe el mal.
‒Ojalá sea como vos decís.
Haldar volvió a mirar por la ventana: tenía ante sí un paisaje otoñal, inflamado de oro, con nubes cada vez más espesas que emborronaban el esmalte azul del cielo.
El cielo, en la parte de la sierra, aparecía aborrascado, con nubes apelotonadas, de un gris muy oscuro que por momentos se tornaba morado. El viento, a veces huracanado, levantaba turbias polvaredas, entre las que era difícil divisar lo que estuviese a una cierta distancia. Los hombres de Taifar, temerosos, apenas podían ver a sus enemigos: se habían convertido en sombras, en figuras borrosas que se confundían con la oscuridad circundante. Durante algún tiempo habían creído que no se movían, hasta que de repente advirtieron que sí lo hacían, con movimientos que casi no eran perceptibles, quizá porque se desplazaban muy despacio, con pasos seguros. Esperaron con ansiedad, para poder disparar contra ellos cuando los tuviesen más cerca. Pasaron unos instantes: la ascensión de los contrarios, en un principio lenta, se volvía cada vez más rápida, convertida ya casi en una carrera. A los cíclopes, por ser tan grandes, ya se les distinguía: semejaban árboles o peñascos que se desplazaban, desgajados del terreno. El centauro que tomaba las decisiones estaba ya a punto de dar la orden a los demás para que arrojaran las piedras y las flechas que tenían preparadas; los de Taifar también estaban dispuestos a lanzar sus armas para contener la embestida. La batalla era inminente; se oían los gritos que emitían los trasgos que corrían tras los cíclopes, movidos por una saña inconfundible; más que gritos parecían graznidos, graznidos espeluznantes de una rara especie de aves. Eran muchos los asaltantes, una legión de monstruos que hubiese salido de las entrañas de la tierra. Los trasgos gritaban furiosos, los cíclopes corrían como moles que se precipitaban. De pronto, cuando ya todo parecía sentenciado, un relámpago zigzagueó por el espacio, tras el cual sonó un trueno tremendo. Las aguas del cielo descendieron en torrentes, en aluviones que se abatían sobre el suelo y que enseguida lo inundaban. Aquello, más que una tormenta, era un diluvio, un diluvio bíblico, de consecuencias que se presumían impredecibles. Todo, desde aquel momento, se mostraba anegado en agua; la cumbre de la montaña parecía un promontorio en medio de un mar tumultuoso, con olas que se levantaran hasta una altura inaudita. El centauro encargado de dar las órdenes mandó a todos que lo siguieran: él, que conocía muy bien el sitio, los llevó a una gruta que allí cerca se encontraba: la gruta, por la especial situación en la que se hallaba, no permitía la entrada del agua; las corrientes que al instante se habían formado pasaban a su alrededor, siguiendo el curso de cárcavas y de barrancos. Por la rapidez con que se había tomado la decisión consiguieron todos salvarse, dando por concluida la prueba a la que se habían enfrentado.
En el otro lado de la montaña, mientras tanto, los enemigos corrían distinta suerte. Por el deseo que tenían de conquistar la cumbre, habían porfiado en su ascenso. Al principio habían logrado avanzar un poco, pero las aguas que los azotaban y las que descendían de forma impetuosa por la pendiente habían acabado por frenarlos. La violencia del fenómeno era de tal magnitud que muchas rocas se desprendieron, dando lugar a una avalancha que se iba haciendo cada vez más grande. En tan solo unos instantes toda la legión de los asaltantes fue sepultada y arrastrada hacia lo hondo, sin que la fuerza o la cólera que antes habían demostrado les pudiera servir para algo. El estrépito ocasionado por el derrumbe llegó a los oídos de los defensores de Taifar como un nuevo trueno que crujiera en el seno de la tierra. Todos, de forma unánime, acordaron permanecer en el refugio mientras durase el diluvio. Era, sin lugar a dudas, la decisión más sensata, pues si salían se exponían a ser arrebatados por las corrientes. Durante el tiempo de espera se preguntaron qué habría sido de sus rivales, aunque el hecho de que nada percibiesen de ellos era una clara señal de que no debían de haber coronado la cumbre.
Cuando la lluvia amainó y los torrentes impetuosos cesaron, los defensores de Taifar, hombres y centauros, salieron de la gruta. Se encontraron con un mundo nuevo, con colores que nunca antes habían imaginado: el gris de las piedras parecía casi azul; el ocre de las cárcavas y de los barrancos se había oscurecido hasta adquirir tonalidades marrones o de un matiz muy próximo al cárdeno. Aunque caía todavía una lluvia muy fina, en el cielo habían comenzado a aparecer algunos claros; aquellos nubarrones oscuros, preñados de tormenta, se habían ya disipado. No había pasado quizá más de una hora desde que se inició el diluvio: en ese corto espacio de tiempo todo semejaba que se hubiese transformado; la vida parecía haber retornado a su punto de origen para empezar de nuevo; Dios volvía a reinar en el mundo. Animados por tan gratas impresiones, los defensores de Taifar subieron otra vez a la cumbre, desde la que observaron el panorama que a sus pies se tendía. Por efectos del diluvio nada era semejante en aquella vertiente a lo que habían visto antes: de los cíclopes y de los trasgos no quedaba ningún resto, como si la propia montaña los hubiese engullido. El mal había sido en aquel punto derrotado: Dios, con su infinito poder, era quien debía de haber propiciado aquel inusitado chaparrón para aniquilar a los malvados, igual que hiciera con las aguas del mar Rojo para que se tragaran a las huestes del faraón cuando perseguían a los israelitas.
‒Dios ha vuelto a ser nuestro Salvador ‒dijo Eliser a la vista de aquello.
‒Tenía razón vuestro padre: él nunca nos abandona ‒corroboró Florencio.
‒Dios siempre está del lado de los justos ‒añadió Gaimiel.
Afraín no dijo nada; estaba tan impresionado por lo ocurrido que no podía salir de su perplejidad: a él, que tantas cosas le habían sucedido, siempre lo sorprendían las que en Taifar pasaban desde que regresó; la desaparición de aquellas criaturas fantásticas había sido tan rápida que no sabía si darla por algo irreal, por un suceso que hubiera tenido lugar solo en la imaginación, en uno de esos cuentos o leyendas que en muchos pueblos proliferaban, creados y difundidos para representar unas determinadas maneras de afrontar la realidad.
‒Nunca nos ha pasado nada igual ‒comentó el centauro que daba las órdenes‒. Siempre habíamos creído que el resultado de las batallas dependía de las fuerzas y de los procedimientos que se empleasen en ellas, pero hoy nos hemos dado cuenta de que siempre hay un factor más, un factor que nunca podrá controlar ninguno de los contendientes.
‒Aunque no lo habéis nombrado, es Dios quien gobierna también vuestras almas, quien dispone lo que ha de ser de ellas ‒le dijo al centauro Eliser, instruido con las razones con las que lo había formado su padre.
‒Los centauros, por ser criaturas de la naturaleza, creemos también que hubo una mente de la que partió todo, una mente que fue capaz de crear y de dirigir sus obras ‒replicó con humildad el interpelado.
‒Cíclopes y trasgos se habían rebelado contra los designios divinos; por eso han sido castigados ‒explicó Florencio.
‒Los ha arrastrado la codicia, el deseo de apropiarse de lo que no era suyo ‒añadió Gaimiel.
Tras aquel intercambio de opiniones, hombres y centauros decidieron regresar al punto en el que los estaría aguardando el resto de la tropa. El día, ya muy avanzado, con un sol enfebrecido apenas insinuado tras las nubes, los obligó a entrar en la misma gruta de antes para pasar la noche. De esa manera consiguieron descansar de sus intensos trabajos, a salvo de las bajas temperaturas que reinaban en la intemperie. El viaje, después de aquella reparadora escala, se les hizo muy corto: por los mismos sitios por los que habían ascendido se dirigieron al lugar convenido, en el cual volvieron a encontrarse con los hombres que allí se habían quedado. Luego de comunicarles todo lo que habían vivido, procedieron unos y otros a despedirse, con muestras de fraternidad que no parecía propia de seres que perteneciesen a dos mundos. Lo hacían como si hombres y centauros compartiesen un mismo espíritu, como si las almas de unos y de otros no fuesen distintas, quizá porque el Dios que los había creado, la mente que lo había concebido todo, así lo hubiese querido.



































20


El regreso de la expedición fue celebrado en Taifar con gran regocijo por parte de una multitud entusiasta y variopinta, la cual veía en él el triunfo de los valores que de manera casi continua proclamaba su rey, el gran Haldar, hijo del poderoso Atafir. Era un día soleado de otoño, de un otoño ya maduro, con brisas que anunciaban por las mañanas la llegada de un tiempo más frío; los nubarrones grises y atormentados de jornadas precedentes se habían disipado, dando lugar a un cielo claro, con un azul de vislumbres marinos. En Taifar volvía a reinar el espíritu festivo, propio de una población jovial y animosa: era una voluntad común de refocilarse, de resarcirse de anteriores angustias, de recuerdos que habían abrumado el alma, sumiéndola en el mar tempestuoso del pasado; ahora todo resurgía para ella, resucitaba después de una pesadilla en la que la muerte se había anunciado como algo inevitable, como un abismo en el que fatalmente había de caer. Las palabras de aliento del rey y de todos sus mensajeros habían inducido a la gente a creer débilmente en una vida nueva, en un mundo en el que la muerte no constituía ningún peligro. Ahora, con el regreso triunfal de los que se habían ido, todos se daban cuenta de que era cierto lo que en ese mensaje se les decía: Jesús, el Hijo de Dios, era el Rey del Universo; con su sacrificio, había vencido ya a todos los enemigos; él era el camino y la verdad y la vida, por lo que ya no había que temer más al mundo.
En el castillo real, la vuelta de los expedicionarios fue recibida de la misma manera, si bien allí se reunía menos cantidad de personas. Haldar, después de informarse de lo sucedido, saludó a los que regresaban en el patio principal de la fortaleza y, con la misma naturalidad con que los había despedido, se dirigió a ellos para celebrar su llegada:
‒La obediencia es la principal cualidad de los valientes. Cuando yo os envié a la montaña para contener a los enemigos de Taifar, fuisteis todos obedientes a mi mandato. Sabíais que era un encargo muy complicado, del que muy posiblemente ninguno habríais de salir vivo; sin embargo, no pusisteis prácticamente reparos, confiasteis en mis palabras, en las razones por las que yo os encomendaba tan ardua empresa. En eso demostrabais que erais valientes, pues no obedecíais a lo que os podía parecer más cómodo, como suele ocurrir muchas veces en la vida. Jesús de Nazaret, a quien yo siempre tomo como modelo, tuvo como principal misión ser obediente a la voluntad de su Padre: su fidelidad lo llevó a morir en la Cruz, de lo cual se deriva que estemos todos salvados. No nos debemos olvidar de que Jesús era humano y de que para cualquier humano se trataba de algo incomprensible, de una acción de la que no se habría de obtener ningún provecho: morir en una cruz era lo más ignominioso, lo más humillante a lo que uno se podía someter; sin embargo, Jesús no se opuso a lo que su Padre quería, lo aceptó porque ese era el modo en que su Padre demostraba su amor. Comprendió, no sin dolor, que era el amor la única fuerza capaz de salvar al mundo, capaz de redimir a la humanidad. Su ejemplo nos sirve a nosotros para dar más valor a lo que se pierde, a lo que queda relegado en el último lugar. Dios no valora lo que en la vida se enaltece, lo que en ella tiene más brillo y color. Dios, como ya sabemos por lo que de él hemos oído, se fija en lo pequeño, en lo que pasa desapercibido para la mayoría de los hombres. El Reino de los cielos se parece a un grano de mostaza que se siembra en un huerto; aunque es la semilla más pequeña, de ella nace un arbusto que es más grande que todas las hortalizas. Él, el Hijo de Dios, fue la piedra angular que desecharon los arquitectos. Quien quiere ganar su vida, la perderá, y quien la pierde, halla siempre una gran recompensa. De alguna manera, lo que habéis hecho es lo que nos aconsejaba con su ejemplo Jesús: vuestra intención no era, evidentemente, ganar la vida; estabais, igual que él, dispuestos a perderla, a entregarla para que otros se beneficiaran de ella. Ahora habéis vuelto y habéis encontrado la recompensa que merecía vuestro esfuerzo: desde hoy seréis bienaventurados, seréis admirados por vuestro pueblo.
Todos los presentes prorrumpieron en un atronador aplauso, con el cual se daba colofón a la calurosa bienvenida. El acto de recepción prosiguió con una reunión más íntima en uno de los salones del palacio: en ella participaron, junto al rey y a Antón, los cuatro componentes más destacados de la tropa. Eliser, en respuesta al discurso que había pronunciado su padre, quiso él componer el suyo, inspirado por los mismos sentimientos que entonces lo embargaban:
‒La mayor honra de un príncipe no procede del lugar que ocupa en la historia; no es cosa tampoco que dependa de los atributos o de las distinciones que lo engalanen. Todas esas son prebendas que concede el mundo, para el que solo existe una escala con que medir a las personas: el que está más arriba es el que merece más elogios; el que está más abajo, a ras de suelo, es objeto, por el contrario, de desprecios y desafecciones. La mayor honra de un príncipe deriva del servicio que rinde a su gente. Con esta dura experiencia que he tenido, he aprendido que no hay valor más alto que el del hombre que se sacrifica por el bien ajeno. Nosotros, los que aquí nos encontramos, aceptamos partir hacia una aventura de la que no estábamos seguros de que pudiésemos volver. Lo hicimos, como bien habéis dicho, padre, en vuestro discurso, por un acto de obediencia, porque aquello era lo que nos encomendabais. Hemos aprendido también que los verdaderos tesoros de la existencia solo se aprecian en medio de los peligros, en las fronteras de la vida: la propia existencia es un don que solo se valora cuando se teme por ella, cuando se corre el riesgo de perderla. La amistad es, sin duda, uno de esos tesoros, con el cual los hombres nos hermanamos y nos sentimos más fuertes. Los cuatro que estamos aquí somos, ante todo, amigos: lo que hemos vivido y compartido en esta aventura nos ha unido ya para siempre, con lazos que ni el tiempo ni las circunstancias que sobrevengan podrán ya destruir. La amistad debe ser fomentada entre los súbditos de un reino como el mayor bien al que pueden aspirar, ya que con él aseguran que nunca estarán solos y que siempre contarán con una ayuda que les habrá de ser esencial. Los amigos se quieren: yo quiero a Florencio, a Afraín y a Gaimiel, de la misma manera que ellos me quieren a mí. Jesús de Nazaret, como bien sabéis, nos llamó amigos: dijo que no había amor más grande que el de aquel que da la vida por sus amigos. A mí tampoco me importaría darla por los míos, por Florencio, Afraín y Gaimiel. Eso es lo que he aprendido, padre, con esta dura experiencia que he tenido. Me ha servido para madurar, para comprender que en Taifar ya nunca más podrá reinar el mal si en los corazones de todos reina el amor.
Florencio, Afraín y Gaimiel también manifestaron lo que sentían, aunque ante las palabras del príncipe todo lo que dijeran resultaba ya redundante. El rey los volvió a felicitar a todos por lo que habían hecho, tras de lo cual les dio consejos para que en adelante no se les olvidase lo que habían vivido.
La recepción acabó bastante tarde. Cuando el rey se retiraba ya a sus aposentos, fue sorprendido por una inesperada visita. Se trataba de Abdumec, a quien Haldar ya daba por perdido. El tío, muy lejos de conformarse con la derrota que los suyos habían sufrido, llegaba con deseos de insistir en su propósito de desbancarlo del trono, como así se lo hizo saber a Haldar en cuanto este le dio oportunidad de expresarse:
‒Si no lo he conseguido esta vez, lo conseguiré en la próxima. Al parecer, según ha declarado uno de vuestros hombres, las fuerzas de la naturaleza se han confabulado para que el ejército que yo había enviado fracasase. Debéis suponer que eso no ocurrirá siempre; lo continuaré intentando de otra forma, tal vez de una manera que nunca podréis prevenir.
Lo había dicho con voz airada, haciendo rápidos aspavientos con los brazos. Con los ojos inyectados de odio, no hacía nada más que mirar a su sobrino por ver el efecto que le causaban sus palabras; pero el sobrino, en lugar de alterarse, contestó sin perder la serenidad, con la misma calma que había mostrado siempre:
‒Yo no tengo enemigos, así que no he de tomar ninguna precaución. Lo que tiene que suceder sucederá, por muchas cosas que hagamos por evitarlo. Contra el destino es inútil tratar de rebelarse. Lo que ha ocurrido en las montañas ha sido algo inapelable, promovido no por una conjunción de astros, sino por el designio de un Dios en el que vos no creéis. Debéis saber que hasta los pelos de nuestras cabezas están contados por él y que no hay nada que nos suceda que no sea para nuestro bien. Espero que algún día lo podáis entender.
‒Algún día la suerte estará de mi parte y yo entonces os destronaré ‒contestó de inmediato Abdumec, repitiendo los mismos movimientos de antes‒. Vuestros centauros no han vencido en buena lid; se han aprovechado del cambio de los elementos para conseguir una victoria que no se merecían, con la cual se creen ahora portadores de una fama que nadie les podrá arrebatar. El que se alegra por algo inmerecido no sabrá después comportarse cuando tenga que refrendar su valor. Vuestros centauros, si alguna otra vez se enfrentan a cíclopes o a trasgos, de seguro perderán: su victoria se tornará en derrota por no haber sabido digerirla bien. Es lo que les pasa a los hombres que no son capaces de reconocer lo que a la fortuna le deben: son tan fatuos que piensan que son ellos, por sus propios méritos, quienes han alcanzado el bien que disfrutan. Las cosas habrán de suceder dentro de poco de otro modo, porque el azar es así de voluble y de caprichoso. Yo aprovecharé la oportunidad que él me brinde para ocupar el trono que merezco.
‒No os dais nunca por vencido.
‒Esa oportunidad de la que hablo llegará antes de lo que se piensa: en la vida todo cambia de forma imprevista, muchas veces cuando menos condiciones se dan para que ello se produzca. Solo basta esperar, aguardar el momento que nos tiene  reservado el destino, advertir las señales que anticipan el nuevo acontecimiento.
‒La contumacia es uno de vuestros rasgos más destacados.
‒Lucharé hasta el final por lo que creo que es justo.
‒Tenéis un concepto muy equivocado de la justicia. Llamáis justo a lo que no es más que una veleidad vuestra.
‒¿Y qué es la justicia para vos?
Se concedió Haldar una pausa para responder: de esa manera creaba en su interlocutor una expectación que haría más relevante su respuesta.
‒Esa misma pregunta ya os la hice yo ‒dijo‒. Para vos, si no recuerdo mal, la justicia se basaba en un orden establecido. Yo os expuse entonces lo que pensaba sobre este concepto. Hoy trataré de definirlo de otra manera: la justicia, en su sentido más profundo, es para mí el estado que resulta de la conformidad con las leyes de Dios.
Abdumec pareció vacilar ante tan inesperada sentencia, hasta que al final, con un violento giro de los brazos, volvió a preguntar:
‒¿Y en qué consisten, si se puede saber, esas leyes de Dios?
‒Las leyes de Dios no cambian; las de los hombres, sí. Las leyes de Dios se resumen en dos: amarás a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a ti mismo.
Abdumec se quedó inmóvil, como si le hubiesen asestado un golpe. Aunque había escuchado aquello alguna vez, la rotundidad con que lo había expresado su sobrino le hizo cavilar en su significado, en la enorme diferencia que existía entre las leyes divinas y las que promulgaban los hombres.
‒¿Por qué decís que las leyes de los hombres sí cambian? ‒preguntó en un tono de voz que hasta entonces no había empleado.
‒Porque son tendenciosas, porque están sujetas a un fin, a unos objetivos ‒respondió Haldar‒. Las leyes humanas cambian conforme cambian los tiempos, conforme evolucionan las sociedades: cada época es distinta, presenta unas determinadas características, se plantean cuestiones o conflictos que antes no existían. Los hombres, en cada momento, necesitan legislar, establecer unas pautas de convivencia, unas normas que se deben respetar. No hay nada en el mundo que no obedezca a un interés concreto; todo tiene un precio, recibe una valoración. En cambio, lo que es de Dios permanece, es inmutable: si cumplimos sus leyes, que son muy sencillas, alcanzaremos la vida eterna, que es el mayor regalo con que al ser humano se le puede premiar. Quizá no lo entendáis vos, que andáis muy metido en las cosas de este mundo y que os regís por los principios con que en él se gobierna.
‒Las leyes de Dios estarán reñidas siempre con las de los hombres ‒dijo sin ningún aspaviento Abdumec, a quien se le veía cada vez más interesado en lo que formulaba su sobrino. Sin duda, algo se había removido en su interior, por lo que empezaba a discurrir tal vez de otra manera‒. Si los hombres amaran a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a sí mismos, no habría necesidad de dictar leyes, pues no se producirían delitos ni crímenes de ningún tipo.
‒Veo que sí lo habéis entendido.
‒He hablado en el supuesto de que así fuera, en el caso de que yo creyese en el mismo Dios en el que vos creéis.
‒Todo el que supone piensa, se interesa por lo que en su cabeza comienza a ser una posibilidad.
‒Hay posibilidades que son muy remotas, el Dios del que me habláis está para mí todavía muy lejos. Sus leyes solo se cumplen en una sociedad perfecta, tal vez ideal, en la que no hay un pasado que la condicione. Las leyes humanas son más prácticas, son las que deben regir nuestra vida para que sea como nosotros la deseamos. Yo lucharé, como os decía, hasta el final, lucharé para que lo que yo quiero se cumpla, para que lo que considero justo se pueda realizar.
‒Volvéis a hablar como antes.
‒Yo nunca renunciaré a mis ideas, las he ido incubando durante mucho tiempo. Vuestro padre, cuando vivía, debatía mucho conmigo sobre el modo en que un monarca había de reinar: entre él y yo había algunas diferencias, aunque en lo esencial prácticamente estábamos de acuerdo. Lo que no comprendo es cómo vos habéis escogido un camino tan diferente. Yo he venido para que ese camino no se desvíe más de la dirección que debía haber seguido; como no vais a hacerlo, lo haré yo cuando ocupe el trono que vos abandonéis.
‒Taifar ha cambiado ‒lo interrumpió Haldar‒. Antes, en tiempos de mi padre, había sido un reino regido por hombres; ahora es un reino en el que triunfa el amor de Dios.
‒Sois un iluso que llevará a Taifar a su destrucción ‒replicó con la misma acritud del principio Abdumec. Sus brazos, igual que antes, comenzaron a moverse, como si con ellos diese un mayor ímpetu a sus intervenciones.
‒Me llamáis iluso porque no habéis probado el amor ‒dijo sin inmutarse Haldar‒. Vuestra vida ha estado siempre muy alejada de él, solo os habéis dejado conducir por vuestros antojos, por lo que habéis considerado más conveniente para vos. El amor nace del desprendimiento, de una actitud de servicio. Solo cuando se piensa en los demás se le puede sentir, al principio de una forma muy leve, como un ligero temblor; después, si se le deja crecer, se percibe como una llama que prende en nuestro pecho y que le da calor.
‒Nunca comprenderé cómo un rey se puede expresar así ‒se esforzó en decir Abdumec, al tiempo que sus movimientos parecían calmarse otra vez.
‒Un rey es un hombre que siente como los demás ‒repuso enseguida Haldar‒. Lo más importante para un monarca no han de ser los pensamientos que lo guíen, sino los sentimientos que lo impulsen a amar a sus súbditos, a quererlos hasta el extremo de presentarse ante ellos como su servidor.
‒Sois demasiado efusivo ‒lo reconvino Abdumec, sin darse cuenta de que volvía a ser arrastrado por sus palabras, por la corriente de emociones que con ellas se precipitaba‒. Un rey no debe ser tan vehemente, pues muchas veces los sentimientos lo obligarán a decir lo que no le conviene. Es una condición muy necesaria para gobernar bien, para que ninguna decisión se desmesure, para que todo esté ajustado a un mismo patrón.
‒Os expresáis ahora como si fuerais mi preceptor ‒observó Haldar‒. Me habéis recordado, sin proponéroslo, a Armuz, del que tal vez os habréis olvidado. Él fue mi ayo, mi instructor: aunque era muy culto y estaba muy bien formado, no consiguió que yo hiciera todo lo que él me proponía. Con mis creencias, le hice ver que las mejores enseñanzas que podía recibir un príncipe no se hallaban en los libros, ni eran asunto de la tradición, de saberes que se hubieran transmitido de generación en generación.
‒¿Dónde se hallaban las mejores enseñanzas si no era en los libros ni en las cosas que se transmiten de viva voz? ‒inquirió con curiosidad Abdumec.
‒Las mejores enseñanzas se hallan siempre en el corazón ‒aclaró Haldar.
Abdumec tardó esta vez en contestar. Las palabras de su sobrino le habían vuelto a hacer mella. Sin poderlo evitar, dejó que sus pensamientos se detuviesen por un momento en ellas, en el sentido que encerraban. De pronto parecía descubrir que tenía razón, que todo lo que con tanto entusiasmo proclamaba era lo más sensato, la única verdad en la que se había de creer.
‒Es posible que yo no conozca Taifar como vos ‒admitió al fin.
‒Vuestra codicia os cegaba, tío ‒contestó Haldar‒: no os dejaba ver la realidad de un reino que ya solo tenía fe en el amor.
‒Estaba convencido de que yo era quien había de reinar.
‒Yo estaría dispuesto a cederos el trono si supiera que habías cambiado, si supiera que vos también creéis en el amor.
Abdumec se volvió para ocultar sus lágrimas. Esa llama de la que antes había hablado su sobrino había prendido en su pecho y lo había ablandado. Haldar se dio cuenta de su reacción: su gozo, por el cambio observado en el tío, era inmenso, desbordaba su corazón.
‒No hará falta que me lo cedáis ‒balbuceó Abdumec‒: os podréis ahorrar ese acto extremo de generosidad. Seguiréis reinando vos. No os arrebataré nada, no os molestaré más.
‒¡Tío! ‒exclamó Haldar, tocándolo en el hombro.
Abdumec se dio la vuelta, una vez que había ya enjugado las lágrimas. Tenía todavía los ojos brillantes: en ellos, en lugar del odio, titilaba ahora el amor.
‒Desde hoy seré un hombre nuevo ‒dijo con voz firme.
Haldar, sin poderse contener, lo abrazó. Estuvieron varios instantes tío y sobrino abrazados, sellando de aquel modo su reconciliación. Al final, después de que se hubieron apartado, el tío volvió a hablar:
‒Amaré a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a mí mismo.
‒Esas serán las leyes de Taifar ‒añadió el sobrino.
Al triunfo de las fuerzas reales se sumó la conversión de Abdumec, la cual tampoco pasó inadvertida para la población. La celebración a que había dado lugar el regreso de la tropa fue continuada con nuevas manifestaciones de alborozo; no había prácticamente nadie en Taifar que no se felicitase por el cambio que se había producido en Abdumec, de quien todos habían comenzado a recelar últimamente. Antón, con su acostumbrada gracia, lo expresó en unos versos que habrían de ser muy conocidos en el reino:

                                  Las más grandes batallas no se ganan
                                 con armas que disparan y aniquilan,
                                 como suelen pensar quienes en ellas
                                 exponen con orgullo y ardor sus vidas.

                                No las ganan tampoco los ejércitos
                                que más fuerzas presentan en sus filas,
                                como suelen creer aquellos hombres
                                que solo en el poder de hombres se fijan.

                                Las batallas del alma no se ganan
                                sino con el amor que a ella inspira
                               el gran amor que Dios siempre le tiene,
                               a un alma a la que él alienta y cuida.

                               En Taifar se ha librado una batalla
                               en la que han sido por el bien vencidas
                               las huestes que mandaba el mal con saña
                               contra la tierra en la que el bien anida.

                              El taimado Abdumec, por las palabras
                              que el rey, guiado por Dios, le dirigía,
                              se ha convertido de improviso a la fe
                              que él en su reino por amor predica.
                           




























21


Para Afraín toda la vida era aventura: después de los sucesos que le habían ocurrido, no dudaba de que era así. Tras los años que había estado fuera, el destino lo había conducido a su tierra para participar en ella del acontecimiento más extraordinario que se hubiese visto: los hechos de los que había sido testigo eran más propios de una leyenda o de una historia fabulosa que de la realidad, aunque también podía ser que la realidad superase a la ficción en la imprevisibilidad y la sorpresa de lo que hubiese de sobrevenir. Él, como le había dicho Ada, era ‘el que llegaba’, el que se hacía presente para anunciar algo nuevo. Se acordaba mucho de ella ahora que se veía libre de peligros, cuando disfrutaba de unos días plácidos después de todo lo que había pasado. Aunque la sentía muy próxima por aquella corriente de espiritualidad que entre los dos se había establecido, deseaba volver a verla para celebrar juntos el resultado de la empresa, para renovar el amor que se habían prometido. Era un deseo apremiante, nacido de la intensa nostalgia con que la evocaba, con que la quería tener otra vez a su lado: él era débil y necesitaba que aquella espiritualidad tuviese una fuente cercana, una fuente desde la que fluyera continuamente, como un don o una gracia que no pudieran ser concedidos si no era a través de unos ojos que los proporcionasen, en virtud de una voz que los comunicase con palabras preñadas de emoción. Necesitaba ver aquellos ojos húmedos que lo miraban con extraña delectación, aquel rostro de facciones rotundas que de pronto estallaba con el sol de una sonrisa. Aunque había decidido que su vida transcurriría ya en la ciudad de Taifar, no podía dejar de ir al lugar donde la había conocido, a aquel reino fantástico que existía en el interior de las alamedas. Ella lo atraía como una diosa que reúne a su alrededor a los que la adoran, ejercía en él un influjo del que no podría librarse, un influjo que no era determinado por una fuerza ciega, sino por una suerte de bien con el que deseaba siempre estar unido. La aventura que había vivido no podía tener, sin duda, mejor corolario: sería una forma de agradecer la gran fortuna que el amor había supuesto para él. Durante varios días estuvo pensando en ello, hasta que llegó el momento que en que se decidió: se lo comunicó a Gaimiel y los dos salieron una mañana de Taifar, él montado en Durango y el amigo en un alazán prestado, de bella estampa. La intención de Gaimiel era acompañarlo hasta la vega, donde lo dejaría marchar hacia las alamedas. Mientras cabalgaban, comentaban los dos, como no podía ser de otro modo, los sucesos últimos, sobre los que tenían opiniones muy parecidas. La conversión de Abdumec, el tío de Haldar, constituía para ambos también un hecho prodigioso, tan sorprendente como los sucesos de la montaña que habían presenciado. Nunca hubieran imaginado que en un ser tan malvado y tan obtuso se pudiera producir un cambio tan grande: como no entendían cuáles eran los motivos personales que lo hubieran podido provocar, lo atribuían también a una intervención divina, a una especie de milagro con el que Dios había vuelto a demostrar su poder: si en la montaña se había valido de los fenómenos atmosféricos, desatando una feroz tormenta que había aniquilado a los enemigos, ahora había obrado de un modo más sutil, transformando el corazón de un hombre cruel y ensoberbecido. Para Dios, sin duda, no había nada imposible: bastaba un simple toque para que su gracia se derramara en las almas de los hombres, para que lo que hubiese sido duro y empedernido se ablandase.
La mañana era fría, de un cielo de un azul muy claro, manchado por los bordes de tenues neblinas. Un sol débil enviaba su luz añeja, bañada de un oro líquido. Los dos amigos, después de separarse de las murallas que cercaban la ciudad, estuvieron un rato contemplándola desde un altozano. La veían como una ciudad del pasado, sumida en un tiempo que no era el que ellos vivían, como si estuviera anclada en un lugar remoto de la historia, varada en un recodo de ella, una ciudad fantástica que de pronto se les apareciese, surgida ante ellos por efecto de un encantamiento, por una suerte de ensalmo que la hubiese hecho salir del lago de leyenda en el que había estado sumergida. La veían grande y pletórica, arracimada en torno a la colina donde se hallaba la fortaleza, con sus tejados y sus torreones dorados por un sol cauto, de una belleza que no parecía emanar de ella, sino de los mismos ojos que la contemplaban, cautivados por el raro hechizo que sentían.
Tras aquellos momentos de intensa contemplación, continuaron cabalgando, tratando de no apartarse demasiado de Taifar. Rodearon las murallas hasta salir a un camino pedregoso que los llevó a un lugar más elevado. Reconocieron enseguida que era el mismo sitio que no hacía muchos días habían visitado. Descubrieron tras una albarrada la misma casa de campo donde habían departido amigablemente con unos lugareños. Curiosamente, se hallaban sentados en el poyete de la entrada también unos cuantos hombres, posiblemente los mismos con los que habían conversado entonces. Afraín y Gaimiel, sin dudarlo, se acercaron a ellos igual que habían hecho aquella vez. Su llegada no pareció alertarlos, sino que la vieron como algo natural, como algo que hubiesen estado aguardando desde que se despidieron. En el rostro de todos se dibujaba la enorme satisfacción que les deparaba el encuentro.
‒Dijisteis que volveríais para preguntarnos si teníamos nuevas noticias ‒enunció uno de los lugareños, prolongando así la conversación que entonces habían mantenido.
‒No todas las promesas se cumplen ‒replicó Gaimiel‒. Nosotros, por pura honestidad, no hemos dejado de cumplir la nuestra. Queríamos que supierais que no nos mueve ningún interés determinado, sino más bien el deseo de favoreceros en todo lo que nos fuera posible.
‒Si esa es vuestra voluntad, debéis saber que la nuestra no es diferente: con la misma generosidad con que venís seréis por nosotros recibidos ‒contestó el mismo de antes, al tiempo que llamaba a uno de los suyos para ayudar a Afraín y a Gaimiel a bajar de sus caballos.
‒Los acontecimientos que han ocurrido en Taifar nos han levantado el ánimo a todos ‒dijo Afraín cuando ya se hubieron apeado los dos de los caballos‒. En nuestra anterior visita, nos hablasteis de unos hombres que habían intentado sembrar la desazón en el reino. Espero que no los hayáis vuelto a ver.
‒Desde que os fuisteis, no han aparecido ‒informó otro de los lugareños‒. Según hemos sabido por otro caminante que por aquí ha pasado, el señor al que servían ha sido derrotado por las fuerzas de Haldar. Esos serán los acontecimientos a los que os referís. Ese señor, según nos han comunicado después, no era otro que Abdumec, el tío de nuestro rey.
‒Abdumec, después de ser vencido, ha renunciado a los propósitos que perseguía ‒continuó diciendo Afraín‒. Tanto le habló Haldar de su fe que acabó convirtiéndose a ella: el amor de Dios ha transformado su corazón.
‒Dios se vale de los hombres para cambiar a los hombres ‒comentó uno de ellos.
‒No puede ser de otro modo ‒apostilló otro.
‒La paz ha vuelto a Taifar ‒proclamó jubiloso Gaimiel.
‒La paz solo nace de Dios ‒reflexionó el que había intervenido al principio‒. Es un estado del alma que concede él. La paz no es el resultado de un acuerdo, ni la conclusión de un pacto que sellan los hombres. Es algo más hondo, más firme: es un fruto del amor.
‒Si es así, la paz nunca será amenazada por nada, pues algo que se lleva dentro, un tesoro que se guarda en el corazón ‒arguyó Afraín.
‒Ese es el secreto de la verdadera felicidad ‒lo apoyó Gaimiel.
‒La felicidad que da el mundo es pasajera ‒concluyó Afraín‒. Siempre dependerá de los factores que la generan: si uno de esos factores falla o desaparece, es posible que la felicidad también se pierda. Alguien, por ejemplo, puede cifrar su prosperidad en la posesión de unos determinados bienes o en la conquista de unos logros: si esos bienes, por la razón que sea, los pierde, o si esos logros después de conquistados no lo satisfacen, lo más seguro es que aquella prosperidad desaparezca. Todo en el mundo es efímero, es fruto de un momento, de una conjunción de circunstancias que lo favorecen; solo permanece lo que no está sometido al tiempo, lo que no está condicionado por ningún factor.
Después de aquella intervención de Afraín, la conversación derivó hacia las cosas que más habían apreciado los hombres en sus vidas, todas ahora de un valor relativo, según la nueva forma de juzgar que tenían. Afraín y Gaimiel se despidieron de los lugareños y, poco después, ellos también lo hicieron, no sin antes haber acordado que se volverían a ver pronto, una vez que aquel hubiese visitado a su amada.
El cielo, después de varias horas, se había nublado casi por completo: aquellas neblinas que aparecían por el horizonte, como encajes de un rozagante vestido, se habían ido extendiendo hasta conformar un largo velo, todavía no demasiado tupido por la escasez de volumen. Todo hacía presagiar que el tiempo estaba cambiando y que dentro de poco principiarían las lluvias, las lluvias de un otoño lento que casi no se distinguía del último verano, si no era por el frío contumaz de las mañanas o por los colores macilentos que iban presentando los campos. Afraín, deseoso de ver a Ada, tomó el camino más corto que habría de conducirlo hasta ella. Las alamedas, al fondo, se veían como un cortinaje verdinegro, envuelto todavía en el temblor de las distancias. La vega, ancha, inmensa, se ofrecía a su vista como un amplio muestrario de telas y de retazos,  expuestos de distintas formas y con diferentes proporciones: había grandes lienzos verdes, algunos de una sola pieza, de un verde que parecía agrisarse a lo lejos, en los lugares en que se difuminaban los contornos; había también pedazos de tela marrones, mezclados con los ocres o con los que eran casi amarillos, retales de un tono oscuro, cercano quizá al morado o al negruzco de rastrojos o de añojales, todo difuso en aquel día que se había nublado, en aquel día en que Afraín había decidido ir en busca de su amada, porque para él no importaba nada que fuese otoño o verano, le daba igual que tuviese una rica fortuna o que hubiese caído en desgracia, no miraba a otra cosa que a su amor, su amor era en aquel día lo más importante, un amor radiante que lo iluminaba todo, a pesar de que a su alrededor el paisaje se presentase turbio y desangelado, falto del brillo y de la dulzura que había tenido en jornadas anteriores. Cabalgaba feliz a lomos de Durango, embargado de una felicidad que no procedía de factores mundanos, sino de una fuente secreta que en su interior manaba.
























22


Sería ya la hora del mediodía cuando Afraín se encontró por el camino con un grupo de campesinas. Aunque al principio tuvo intención de seguir su marcha, después pensó que no era de buen gusto no detenerse para saludarlas. No eran más de ocho, todas del mismo aspecto, con delantales blancos colgados sobre camisas y sayas y pañuelos atados a la cabeza; llevaban cestos de mimbre, llenos al parecer de comida y de objetos diversos. En cuanto se acercó Afraín, la que semejaba ser la más decidida se atrevió a preguntarle qué era lo que por allí se le había perdido.
‒Nada que os pueda preocupar ‒respondió Afraín en el mismo tono distendido.
‒Nosotras, con nuestra buena disposición, solo queríamos ayudaros a encontrar lo que hubieseis perdido ‒manifestó la campesina.
Ante aquella insistencia, Afraín no pudo menos que detenerse. Ellas, a pocos pasos ya de él, hicieron lo mismo.
‒Los caminos son lugares, sin duda, de encuentro ‒dijo él‒. Lo que yo busco posiblemente no podáis averiguarlo nunca.
‒Será un asunto secreto ‒respondió la campesina.
‒Asunto secreto es aunque de extraña naturaleza ‒continuó él intrigándolas.
‒No creo que nada nos resulte extraño en esta vida ‒siguió diciendo la misma‒. Todo es posible en ella. Los años que hemos vivido nos han enseñado a verlo así, a no asustarnos de nada de lo que ocurra, de nada de lo que los seres humanos puedan hacer.
Las otras campesinas se mantenían hasta entonces calladas: se limitaban a asentir o a sonreír. Por sus caras Afraín infirió que habían de ser simpáticas y que si se expresaban lo harían en términos muy semejantes a los que empleaba su compañera.
‒No debéis de tener muchos años, a pesar de lo que decís ‒observó Afraín.
‒No es a la cantidad de años que se viven, sino a la experiencia que de ellos se saca, a lo que yo me pretendía referir ‒repuso la interpelada‒. No es la edad aquí lo que interesa, porque por lo que veo debo de ser algo más joven que vos: según calculo, habréis de tener la edad de mi marido, el cual en estas vegas tiene su labor. Le llevo, para que os sirva de información, la comida en este cesto, igual que hacen estas compañeras mías con sus maridos. Como vamos a verlos, ya de paso les ayudamos un poco en lo que estén haciendo, porque para algo somos sus esposas. Vos, que viajáis solo, debéis de ir buscando a alguien que os haga compañía. Quizá no esté equivocada si pienso que algo de eso era a lo que antes os habéis referido.
‒El asunto es más extraño de lo que pensáis ‒repuso Afraín.
‒Si es tan extraño, no debe de ser de este mundo lo que buscáis ‒habló por fin otra de las campesinas‒. A lo mejor se os ha aparecido alguien que ya no está aquí, un ser que haya vuelto a la vida después de mucho tiempo, un ser tal vez querido que para vos tenga un significado especial.
‒Este mundo no es tampoco como vos pensáis ‒dijo Afraín, mirando una a una a todas las presentes‒. No es solo la realidad que ante nosotros se nos aparece: se compone también de sueños, de ideales, de historias fantásticas, de todo lo que la mente humana concibe o inventa. Bajo este mundo subyace ese otro, en el cual solo creemos cuando leemos u oímos cosas que de él se cuentan, cuando creemos que hemos franqueado la frontera que a uno y a otro separa. Sin embargo, lo que no sabemos es que esa frontera es también una creación nuestra, pues ese mundo existe dentro de nosotros mismos; solo hace falta penetrar en él a través de las vías de acceso que en este mundo que habitamos se abren. No, no hay límites entre la realidad y lo que la mente fabrica, entre lo que vivimos y lo que la imaginación en la mente proyecta. Lo real se mezcla con lo imaginario; no hay nada que sea puro y neto. Lo que soñamos, si bien se piensa, no es más que una realidad transformada, construida con los materiales que en la misma vida se hallan. Lo que yo busco es un ideal, un sueño que una vez tuve y que siempre he deseado volver a tener. Vivimos para soñar: quien no sueña se convierte en un ser desabrido e insustancial; lo que nos hace de una condición más noble es la aspiración a algo distinto, a algo que tal vez no existe. Quien se conforma con lo que tiene nunca llegará más lejos de donde está: son los sueños los que nos impulsan a crecer y a avanzar, a ir más allá de donde estaba previsto, de donde creíamos que nunca podríamos llegar.
Las campesinas, incluida la que primero había hablado, se quedaron sorprendidas del discurso que acababan de oír: nunca hubieran esperado que alguien se explayara sobre aquellos conceptos, sobre todo aquello que la vida podía deparar. Tomaron a Afraín como un hombre ilustrado, capacitado para discurrir sobre temas que solo estaban reservados para quienes tuvieran una gran formación: por lo que había dicho, él la debía de tener, una formación que quizá hubiese adquirido a lo largo de muchos años de estudio y de meditación. Lo que no sabían era que aquellas ideas surgían en él por un golpe de inspiración, por las hondas reflexiones que durante aquellos días había llegado a tener.
‒Habéis dicho que buscáis un sueño que una vez tuvisteis, un sueño que siempre habéis añorado ‒intervino otra de las campesinas, dispuesta a averiguar la verdad‒. Será algo íntimo, posiblemente relacionado con una mujer. Una mujer que quizá se os ha aparecido como si se tratase de una figura creada por vuestra imaginación. Eso habrá hecho que la idealicéis y que la convirtáis en un ser especial. Se busca lo que no se tiene: la habéis perdido por alguna razón que se me escapa y ahora que tanto la añoráis la buscáis con denuedo, con una pasión que solo se manifiesta en quienes se han enamorado de verdad por primera vez.
‒Me he enamorado de una criatura que no es real ‒confesó Afraín.
‒Todo lo que habéis contado es muy raro ‒terció de nuevo la campesina del principio‒. Nadie en su sano juicio diría lo que habéis dicho vos: salir ahora con que os habéis enamorado de una criatura que no es real no es propio de alguien racional; si no os explicáis mejor, pensaremos que habéis perdido la cabeza o que algo muy extraño os ocurre. Por mucho que lo pienso, no sé lo que podrá ser: quizá el amor, que tan tormentoso es en ocasiones, os ha trastornado la mente, haciéndoos decir cosas que no parecen muy normales.
‒No hay amor que no sea ideal o que no trastorne a quien lo siente ‒repuso Afraín con calma‒. Yo he soñado que una elfa del bosque se me aparecía y que me enamoraba irremediablemente de ella. No fue un sueño corriente, de esos que por la noche se tienen. Se puede decir que la vida, que tan prosaica es, se convirtió en un sueño para mí, para un soñador como yo.
Tanta pasión puso Afraín en sus últimas palabras que acabó por persuadir a las campesinas de que lo que les contaba era verdad: aunque ellas siempre habían creído que las elfas del bosque solo tenían cabida en algunos cuentos, no dudaban en aquellos momentos de que alguna existiese en la realidad y que se le hubiese aparecido a Afraían para atraerlo de un modo fatal.
‒Sois un hombre que se merece alcanzar lo que se propone ‒dijo una de ellas‒. Ojalá encontréis a esa mujer, o a esa elfa, que en la vida habéis soñado.
‒Por el entusiasmo con que habláis, debéis de estar, ciertamente, muy enamorado de ella ‒dijo otra.
‒En otros tiempos, me impulsaba un afán continuo de aventura ‒contestó Afraín a las dos‒. Ahora debo confesar que es el amor lo que me mueve.
‒Todos los seres humanos, si son bien nacidos, se mueven por amor ‒volvió a hablar la primera de las campesinas‒. El amor es lo que nos salva, lo que nos redime del pecado. Nos hace a las personas más buenas y generosas, más comprensivas con los defectos o con los errores ajenos. Yo misma, por el amor, me convertí en una mujer más tierna: antes, por mis circunstancias, era más dura, estaba acostumbrada a convivir con los animales y con las rudezas del campo; sin embargo, desde que me enamoré de quien habría de ser mi esposo, dejé atrás todas aquellas durezas, fue como si me limpiara por dentro, como si me hubiera convertido en otra, más limpia, más ufana, más alegre. Nada me molestaba a partir de entonces, a todo acudía con buen talante, con un corazón claro y contento.
‒A mí me ocurrió algo parecido ‒contó otra‒. Yo era antes egoísta: había tenido algunos novios, los había querido solo para mí, con la codicia de quien colecciona unos tesoros. Sin embargo, cuando me enamoré de verdad, todo cambió: cuando conocí al hombre con quien habría de compartir mi vida, me di cuenta de que el amor me obligaba a pensar solo en él, en aquel por quien yo estaba dispuesta ahora a darlo todo para que fuera feliz.
Todas se expresaron en términos muy semejantes. Cuando Afraín acabó de escucharlas, les pidió de comer, pues no había probado nada hasta entonces y ya era hora de hacerlo. Ellas, como llevaban comida de sobra, no tuvieron inconveniente en darle una pequeña parte de ella, con la cual él podría sustentarse en lo que le restaba de día.
Afraín comió delante de ellas, dando claras muestras de que le gustaba lo que engullía. Luego se despidió con gran afecto y continuó su camino, ya algo retrasado por las paradas que había hecho.
El cielo, mientras tanto, se había ido aborrascando y oscureciendo. Tenía ahora el aspecto de un toldo pardusco, bajo el cual todo se presentaba sombrío. El campo era un mar hosco, de tonos plomizos. Las alamedas eran mascarones de embarcaciones turbias, sobre un horizonte brumoso.
































23


Al poco de dejar a las mujeres, dio Afraín con un grupo grande de de viajeros que se dirigían a Taifar. Iban los hombres a pie o a caballo; las mujeres y los niños, subidos en carros, tirados estos por mulas escuálidas. El polvo de los caminos se les había adherido a todos, a humanos y a bestias, mostrando una apariencia de figuras desgarbadas y lastimosas. Afraín, en cuanto los vio venir, creyó que procedían de algún lugar oculto bajo la tierra, en el cual hubiesen malvivido durante mucho tiempo. El que iba al frente de la turba se adelantó para comunicar a Afraín las intenciones con que viajaban:
‒Venimos de un país muy lejano, donde éramos esclavos de unos señores que nos tiranizaban. Hemos huido de allí para buscar otro país en el que se nos acoja. Unos hombres con los que nos encontramos nos hablaron de Taifar: nos dijeron que aquí había un rey que quería tanto a su pueblo que él mismo se había ofrecido una vez como víctima para salvarlo.
‒Eso ocurrió, en efecto, cuando era príncipe heredero ‒informó Afraín‒. Yo ya no estaba en Taifar, pero me lo han contado: para suceder a su padre, de edad ya algo avanzada, tenía que superar unas pruebas de madurez y la mayor de todas fue esa que os han referido, en la cual tuvo que hacer demostración de toda su valentía y de toda la confianza que en Dios ya entonces tenía.
‒Nos han dicho que es un rey que se desvive por sus súbditos ‒siguió hablando el cabecilla del grupo.
‒Todo lo que os han dicho será poco ‒prosiguió Afraín, cada vez más emocionado de tener que ser él ahora quien elogiara a Haldar‒. Hasta que no lo he conocido personalmente no he podido darme cuenta de todas las virtudes que atesora. Se desvive por sus súbditos hasta el punto de que se sacrifica por ellos, como ya había demostrado en aquella prueba que os he contado. Su generosidad no tiene límite: es el amor lo que lo mueve, lo que lo impulsa a entregarse a los suyos. Un amor que carece de medida, porque brota de su corazón de manera continua, como una fuente que nunca dejará de manar.
‒Es un caso único, un caso que debe ser tomado como ejemplar ‒reconoció el que parecía portavoz de la tribu‒. Nosotros, que tantos tipos hemos conocido, nunca nos hemos encontrado con nadie que reúna tan excelentes cualidades. Hemos pasado por muchos sitios, la mayoría de ellos dominados por individuos egoístas, capaces de albergar las pasiones más bajas; casi todos tenían unas ansias desmesuradas de poder, como si su condición de dominantes los obligara a ser así. Unos pocos, sin embargo, eran más prudentes, aunque siempre había en ellos algunas inclinaciones que no les permitían ser mejores. El rey de Taifar, tal como lo habéis presentado, es superior a todos: casi podría decirse que es un caso que no pertenece a este mundo, en el cual lo que parece más frecuente es la tendencia a la maldad.
‒Haldar, el rey de Taifar, es el hombre más grande que he conocido ‒subrayó Afraín.
‒Lo admiráis como si fuese para vos un ídolo ‒observó el otro.
‒Los ídolos son personajes cuyo valor se sobreestima: la imagen o representación que de ellos se tiene es falsa ‒dijo Afraín, orgulloso de dar aquella explicación‒. Haldar, por mucho que lo alabe, no es para mí un ídolo, es un hombre como otro cualquiera, cuya fuerza no procede de él mismo, sino de una capacidad que le es otorgada, de un don que lo engrandece y lo hace ejemplar a los ojos de la gente.
‒Ese don o capacidad, ¿de dónde le viene? ‒inquirió con curiosidad el viajero.
‒Le viene de un Dios que lo ama locamente.
‒Nunca he oído nada igual.
‒Lo habréis de oír a partir de ahora muchas veces en Taifar. Él cree en ese Dios que lo ama, un Dios que es el hacedor del mundo y que creó al hombre a su imagen y semejanza.
-Algo de eso hemos escuchado en otros sitios, pero siempre hemos pensado que se trataba de leyendas o de supersticiones de los pueblos por los que íbamos pasando.
‒Dios, que tanto amaba a los hombres, entregó a su propio Hijo para que se salvaran. La distancia que había entre él y los hombres era tan grande, que únicamente podía vencerla haciéndose uno de ellos: Dios mismo, como lo oís, se encarnó en un hombre, en Jesús, nacido en Belén de una mujer que se llamaba María. Jesús vivió después en Nazaret, de donde era María, de ahí que se le conociera como Jesús de Nazaret. El amor de Dios, su Padre, no puede entenderse de otro modo: su Hijo había de morir para salvar a los hombres, para que ese amor que se inmolaba diera su fruto. El grano de trigo, como bien sabéis, ha de morir para que de él se obtenga fruto. ‒Él mismo se sorprendió de la profundidad con que había hablado, de la forma como había explicado el misterio de la encarnación de Dios.
‒Haldar recibe esa fuerza de Jesús ‒dedujo el hombre.
‒Todo lo que se pide a Dios en su nombre nos será concedido: él, que está en el Cielo, es nuestro mejor mediador, nos acompañará hasta el fin del mundo. ‒Volvió a sorprenderse Afraín de lo que decía‒. Lo que se le pida habrá de ser para bien nuestro, porque a veces se le piden cosas que no nos convienen; él, sobre todo, nos envía su Espíritu para que concibamos buenas ideas, para que nunca nos falte el aliento. Yo estoy seguro de que sin que lo supierais os ha orientado para venir hasta aquí: os ha movido el deseo de conocer a ese rey del que tan bien os habían hablado, pero en ese deseo de alguna manera se ocultaba la voluntad de Dios, su designio para que os incorporarais a su reino. Él os ha transmitido su Espíritu para que no desistierais de vuestro empeño, para que no sucumbierais ante las dificultades a las que os habéis enfrentado, para que siguierais caminando a pesar de la fatiga y de la sed y del polvo que se os iba acumulando. Habéis persistido en vuestra marcha porque él estaba con vosotros, porque él os inspiraba la esperanza de llegar algún día a Taifar, donde había un rey que amaba tanto a su pueblo que él mismo se había ofrecido una vez como víctima para salvarlo.
‒Todo lo que nos está pasando parece salido de una historia fantástica ‒acertó a decir, medio pasmado, el viajero.
‒¿Taifar es la ciudad que se divisa desde aquí? ‒preguntó señalando otro de los integrantes del grupo.
‒Hoy es un día malo para divisarla, pero sí, es aquella que se vislumbra entre la bruma, una ciudad que desde aquí puede parecer irreal, salida de alguna historia fantástica, como ha dicho antes vuestro compañero.
‒¿Y adónde os dirigís vos? ‒preguntó ahora el aludido, todavía un tanto impresionado por lo que estaba oyendo.
‒Me dirijo al bosque, donde he de encontrarme con un ser al que hace algún tiempo que no veo, con un ser que también es fantástico.
Sorprendidos de nuevo por la respuesta que se les había dado, ya no quisieron los viajeros seguir preguntando, y Afraín, despidiéndose de ellos, continuó a lomos de Durango su camino.
Había comenzado a llover. A lo lejos, las alamedas, semejantes a los mascarones de unas embarcaciones turbias, aparecían perdidas en medio de un mar tenebroso. Calculó Afraín que, según la marcha que llevaba, debería llegar a ellas antes de que se hiciera de noche; se dijo que debía darse prisa si no quería verse empapado por la lluvia, pues sospechaba que dentro de poco habría de caer con más fuerza, tal vez de forma torrencial. Temía también que el camino se pusiera en poco tiempo impracticable y que no pudiera avanzar por él. Eran sentimientos que lo asaltaban en aquellos momentos, incertidumbres con las que habría de contar. La vida era siempre así: se componía de luces y de sombras; lo importante era que las sombras no acabasen eclipsando a las luces y que estas siempre fuesen avivadas con los fuegos que en el alma prendían con las gracias que le concedía el Señor. La luz de su fe, ahora fogosa y creciente, lo guiaba por aquel camino de la vega, en una tarde gris de otoño en la que parecía que el mundo hubiese tomado un aspecto extraño.




















24


El camino se había llenado muy pronto de charcos y de barro. Caía una lluvia intensa, pertinaz, acompañada a veces de impetuosas ráfagas de viento.  La vega aparecía velada por una cortina de agua: las hazas, tras ella, se confundían en una masa informe, sin líneas o cambios de matiz que las distinguieran; parecía un paisaje remoto, de un tiempo muy antiguo. Afraín se sorprendía de que los escenarios pudiesen variar tanto con los fenómenos atmosféricos: lo que había sido una vega feraz, con cuadros de labor hermosos y espléndidos, se había convertido ahora por efecto de aquella lluvia obstinada en un lugar tétrico, más adecuado para una historia desgraciada que para la que él estaba a punto de protagonizar. Las alamedas se divisaban ya más cerca en aquel mar agrio: se podían adivinar sus follajes apretados, como si fuesen las proas de unas embarcaciones encalladas, con sus mascarones cuarteados, enmarañados de algas. Durango avanzaba con mucha dificultad por aquel lodazal: a ratos se detenía o hacía amago de no querer continuar, como si hubiese barruntado algún peligro, la asechanza de algo que solo él hubiera sido capaz de advertir. Afraín no lo forzaba: le insinuaba tan solo la dirección que había de seguir. A veces incluso le hablaba, le dedicaba palabras de aliento: se había establecido entre ellos tal compenetración que estaba seguro de que por el tono el caballo podía entenderlo, sobre todo en una situación como aquella, en la que se enfrentaban a un gran apuro. Faltaba ya poco, le decía; en las alamedas seguramente encontrarían un sitio donde guarecerse, donde la lluvia no calase tanto como allí, a plena intemperie. Bruscamente las cosas cambiaban en el mundo: cambiaban los paisajes, las políticas, los gobiernos, las maneras de actuar o de comportarse; lo que antes se hubiese considerado recomendable o conveniente dejaba de tenerse por tal; lo que estaba en la cumbre de toda buena fortuna se precipitaba al vacío, a un abismo sin fondo; nada era estable en el mundo, las personas cambiaban también: se volvían ásperas las que antes parecían dulces; hurañas, las que antes eran de fácil trato. Todo hacía mudanza en el mundo, en la vida de la gente. Lo único que no mudaba para Afraín eran los valores que en el alma tenían asiento, las convicciones que de ellos se generaban, con las cuales se alcanzaba la firmeza con la que no se agostaban las ilusiones, con la que se acometían los más grandes sacrificios. El amor era, por supuesto, era el principal de esos valores, un amor no cimentado en la codicia o en un egoísmo disfrazado, sino en una generosidad sin término, en un deseo de compartirlo todo, de darlo todo al ser al que se quiere, al que se desea ver feliz siempre. Ese era el impulso que a él lo movía, el que en el centro de su alma se gestaba, un sentimiento que no estaba contaminado por ningún otro, por ningún interés concreto. Él solo deseaba juntarse con Ada, tenerla a su lado de nuevo, verse reflejado otra vez en sus ojos de gacela, de un verde que solo podía hallarse en el agua de algunos remansos. Su imagen regresaba ahora a su mente con una nitidez imprevista, sin los velos con que otras veces se la había presentado el recuerdo, en plácidas ensoñaciones con las que solía evocarla su memoria. Se daba cuenta de que de una forma o de otra su espíritu lo había acompañado siempre, porque el espíritu era lo único que no podía alterarse, igual que ocurría cuando se soñaba con personas que aparecían muy cambiadas o con el aspecto incluso de otras, pero a las que se otorgaba de modo incontestable en los sueños la identidad que les correspondía. El espíritu de Ada, tal como ella misma predijera, había estado presente en su vida, en todas las acciones que había realizado, en todos los pensamientos o sensaciones que había tenido. Se le revelaba claramente ahora, cuando se hallaba ya muy cerca de las alamedas, a unos pasos tan solo de su mundo, en el que ella seguramente estaba aguardándolo. El amor, sin duda, tendía puentes, corrientes de continuidad con las que los dos seres que se aman se comunican, de una forma que solo a ellos pertenece, como una especie de complicidad que los acerca y los une, una complicidad íntima con la que los dos se reconocen y se quieren, aun cuando sean de naturalezas distintas, como les ocurría precisamente a ellos, él, un hombre, dotado de una moral a veces quebradiza, y ella, una elfa del bosque, cuya belleza residía posiblemente más en el interior que en lo físico. Se habían adentrado ya Durango y él en las alamedas, en unos palacios húmedos, de techos muy altos, con unos artesonados que debían de haber sido muy bellos pero que ahora aparecían deteriorados por la acción erosiva del viento; muchos restos de ellos yacían en el suelo, formando una alfombra vegetal que crepitaba con el paso de la cabalgadura. La lluvia había abierto grandes huecos, penetrando por ellos con gran ímpetu; había, sin embargo, zonas más protegidas, en las que apenas caían gotas. Se oía un murmullo denso, parecido al que producen las olas en un acantilado: las ramas y las hojas, al ser sacudidas por la lluvia y por las ráfagas de viento, exhalaban estremecedores suspiros, alternados con lamentos y con voces apenas perceptibles. Afraín, como era natural, estaba ya ansioso por llegar al sitio donde se hallaba la entrada a aquel mundo fabuloso en el que habitaba Ada con los suyos. Por un momento pensó que se había equivocado y que nunca llegaría allí. Todo le parecía igual, ninguna señal había que le indicara el punto al que se había de dirigir. Era posible que estuviese dando vueltas sin encontrar lo que buscaba. Las alamedas eran como un laberinto: si uno no las conocía bien, podía ocurrir que se perdiera, pues se trataba de la misma sucesión de árboles, todos enhiestos, con copas en forma de largas llamaradas o de grandes lampadarios, con hojas parecidas a pequeñas bujías, la mayoría ya de un color macilento de otoño. Afraín recordaba que la entrada al reino de los elfos estaba rodeada de maleza, de unas zarzas bastante crecidas. Miraba con ansiedad a todos los lados, tratando de hallar un lugar con esas características. Había balates, acequias por las que circulaba un rebaño de aguas, rodales erizados de matorrales que tal vez se asemejasen a los que él evocaba. Todo, sin embargo, se presentaba confuso, inmerso en una atmósfera fría, como si el escenario ya no fuese el mismo después de uno de esos cambios repentinos a los que estaba expuesta la vida. Se acordó de que la llama de su fe nunca se extinguiría, de que incluso continuaría ardiendo en su interior en los momentos en que se considerase perdido. Estaba ya muy próximo a su meta, se decía; Ada, que seguiría aguardándolo, saldría muy pronto a su encuentro, quizá en el instante en que menos lo esperase, cuando ya casi desistiese de su empeño. Había de continuar, Durango ya no mostraba señales de cansancio o de abatimiento, parecía estar más seguro desde que se internó en las alamedas, como si su instinto de animal le hubiese hecho creer que dentro de poco se terminarían las fatigas que estaba padeciendo. Ni siquiera tenía ahora que guiarlo, él mismo sabía hacia dónde había de ir, casi siempre escogía el paso más fácil, pues había algunos en los que la fragosidad del terreno impedía transitar. Durango no vacilaba, daba la impresión de que hubiese memorizado el camino, al contrario de él, que se hallaba prácticamente perdido. Afraín, por eso, confió en su instinto, convencido de que habría de llevarlo a donde él estaba deseando llegar. La confianza que se depositaba en otros restaba gravedad siempre a las decisiones que uno pudiese tomar; en aquel caso, más bien lo que sucedía era que sus esperanzas se acrecentaban al dejar que fuese Durango quien decidiese por dónde tenían que ir. Habían llegado a un paraje que a Afraín de pronto le resultó familiar. La lluvia quizá había amainado, pues ya no se oía con el fragor de antes; ahora acaso lo que se percibía era un tenue rumor, como el que hace la ola al resbalar por la arena después de haber embestido contra la playa. Era un lugar, como otros, con abundante hojarasca, esparcida por el suelo; con espacios de sombra, en los que crecía bastante hierba. Por pura intuición, Afraín comprendió que era precisamente allí adonde se dirigían. La ansiedad que sentía antes se convirtió en un gozoso anhelo, en una clara anticipación de la dicha tan grande de la que había de disfrutar. No hubiera hecho falta que nadie se lo anunciase: era una certeza que de repente había irrumpido en él, una convicción que podía haberse confundido con un intenso deseo cuando se originó. Afraín sabía que aquel era el sitio y que dentro de poco se había de encontrar con Ada, el otro ser dispuesto por su destino que debía conocer cuando decidió regresar a Taifar.






















25

Antes de tomar la vereda que conducía al reino de los elfos,  Afraín dejó a Durango en un lugar resguardado, al abrigo de una especie de choza que por allí cerca había descubierto. Igual que la otra vez, la vereda se fue haciendo más estrecha hasta que dio en un terreno escalonado, por el que Afraín descendió a una confortable estancia, alumbrada por la luz de un pebetero. A ella se asomó enseguida Asis, lo mismo que en aquella ocasión. Esta vez no se necesitaron presentaciones, pues ya se conocían; después de un breve saludo, muy efusivo, Asis acompañó a Afraín hasta el interior del reino, hasta aquella explanada donde solían congregarse la mayoría de los elfos. El recién llegado, luego de dar las gracias a tan gentil mayordomo, se puso a buscar entre los presentes a Ada, sin que en un primer momento lograra encontrarla. Era bien difícil conseguirlo entre aquella multitud de seres con rasgos tan parecidos. Mientras la buscaba, se acordó de que ya había vivido allí una situación semejante y que fue ella quien se había presentado por sorpresa ante él. Quizá lo mejor que podía hacer era pasear tranquilamente entre los elfos para dar ocasión nuevamente a Ada a que hiciese lo mismo. Durante un tiempo nada pasó, él siguió discurriendo por aquel espacio abarrotado sin que ningún rostro conocido apareciese ante él. Ya estaba pensando que quizá Ada no estuviese allí cuando de pronto unos ojos lo miraron. Él supo al instante que eran los de ella, unos ojos verdosos, del color del agua en algunos remansos; eran los mismos que había recreado en sus sueños, los mismos que había recordado en los momentos en los que le hubiera gustado tenerla junto a él. Embargado de emoción, se quedó parado, sin saber lo que hacer; llegó a pensar incluso que seguía soñando, que no era verdad lo que estaba viviendo. Ada, en cambio, en cuanto se apercibió de su estado, no dudó en acercarse; lo hizo con la misma naturalidad y disposición que ya había demostrado en la ocasión anterior, como si entre ellos no hubiese habido ninguna separación. La hermosura en ella no era un atributo, expuesto a un desgaste, sino que era un don que tenía y que la hacía parecer siempre galante.
‒Sabía que volverías ‒le dijo a él con desbordada alegría.
‒¿Por qué lo sabíais? ‒preguntó él con un hilo de voz.
‒Porque todos los hombres que aman vuelven ‒replicó ella sonriente‒: el amor causa en ellos añoranza, deseos de estar otra vez con el ser al que quieren, no se conforman con revivir en su interior lo que hubiesen sentido.
El encuentro, en lugar de celebrarse con un beso o con un abrazo, como hubiera sido lo corriente, se hizo con aquel intercambio de palabras, con las cuales se expresaban ambos la gran dicha que sentían por haberse visto de nuevo.
‒El amor siempre nos pone en camino ‒musitó él después de reflexionar un poco.
‒El hombre que ama ya no vive en sí ‒insistió Ada‒: su vida se convierte en una cárcel de amor, en la cual se halla sometido a la voluntad de quien lo ha cautivado, de quien lo ha hecho esclavo de sus más preciados valores. Todo lo da el que ama, no se guarda nada para sí, yo admiro a los hombres que son capaces de amar de esa manera, hasta un extremo que quizá ninguna otra criatura podría alcanzar, porque lo que los hace amar hasta ese punto es su propia debilidad, la necesidad que tienen de entregarse a otro ser, de fundirse con él en una unidad que les dé fortaleza y seguridad, una unidad que los salve y que les garantice una dicha sin fin. Son porfiados esos hombres, lo dejan todo para lograr lo que quieren, para llegar a la meta a la que constantemente aspiran. Vos, después de haber vuelto, me habéis demostrado que sois uno de ellos. Yo os admiro, yo os quiero por eso.
Lo más normal era que en correspondencia con lo que ella le había declarado él le dijera algo parecido, pero en aquel instante de tan azorado que estaba no sabía cómo decírselo. Ada, en vista de su embarazo, le hizo una propuesta para que saliera de su mutismo:
‒Os fuisteis de aquí para cumplir una misión; me podríais contar cómo os ha ido.
‒He conocido al rey más bueno que hay sobre la tierra ‒relató Afraín‒. Mis palabras serían insuficientes para ponderar todas las cualidades que él tiene. Cuando lo conocí, pensé que ese era el punto culminante de la misión que había de cumplir en Taifar: a partir de entonces yo me haría seguidor suyo, seguidor también de Jesús de Nazaret, que es quien verdaderamente reina allí. Jesús de Nazaret es el Hijo de Dios, es Dios mismo, encarnado en un hombre para salvar a los hombres. Habéis dicho antes que admiráis a los hombres que lo dejan todo por amor: Jesús de Nazaret, el Hijo de Dios, murió por amor, tenía que morir para que su amor fuese completo, para que diera fruto. Yo no había oído nada igual, aquel mensaje de veras me impresionó. Haldar, el rey de Taifar, es desde hace tiempo un nuevo apóstol de aquella fe: habla con tanta fuerza que me ha animado a mí también a seguirla, a proclamarla a las gentes que todavía no la hubiesen conocido, como hacen algunos que de Taifar han salido en otras tierras. Todo discurrió más o menos bien durante unos días. Yo me hice amigo de Gaimiel, un vecino de Taifar, con el que compartí algunas experiencias. Los dos, llevados por el azar o tal vez por ese Dios en el que ya creía, descubrimos una conspiración que se estaba gestando contra Haldar. En el corazón humano anidan a veces pasiones malas. Una de ellas, quizá la peor de todas, es la de la ambición. Abdumec, tío de Haldar, pretendía hacerse con el trono, arrebatándoselo a su sobrino por la fuerza. Nosotros, que fuimos testigos de ello, se lo comunicamos enseguida a Haldar, el cual no pareció dar mucha importancia al hecho. Su confianza en la Providencia era completa. Quien ama no teme; él no le temía a nada, a ninguna adversidad que le pudiese sobrevenir. Pero Abdumec no estaba solo: contaba con un ejército de cíclopes y trasgos, reclutados en los lugares en los que suelen vivir. Una tropa de Taifar, dirigida por el príncipe Eliser, salió para enfrentarse con él. Entre los integrantes de la tropa, iba yo. Nuestra primera intención era convencer a los centauros que habitan en las montañas para que se sumaran a nuestra misión. El enfrentamiento se produjo en la frontera del reino, en las cumbres de la sierra. Un grupo de centauros luchó contra otro de asaltantes; el resultado de la pelea no pudo ser peor para Taifar, pues todos sus defensores murieron. Tras ello, ya solo cabía esperar el momento en que las huestes enemigas se decidieran a atacar otra vez. Fueron instantes de desasosiego, en los que la mayoría nos dábamos ya por perdidos. Sin embargo, una fuerte tormenta se desató; el Dios que velaba por los hombres hizo que se desencadenara aquel enorme turbión, gracias al cual todos los componentes del ejército contrario sucumbieron, arrastrados por el aluvión de piedras y de barro que se precipitó sobre ellos. Nosotros, que nos refugiamos en una cueva, nos salvamos. El éxito inesperado de la empresa sirvió para que se consolidara el reinado de Haldar; Abdumec, al ver el fracaso de los suyos, fue a hablar con él. En la conversación que los dos mantuvieron debieron de hablar de asuntos íntimos, con los cuales el corazón de Abdumec se ablandó. Como nadie daba explicación al cambio que experimentó, todos en Taifar lo consideraron como un nuevo milagro, con el que Dios venía a manifestar una vez más su inmenso poder. Mi  vida, como veis, es una continua aventura. Ahora, después de todo lo ocurrido, he querido venir a veros a vos.
‒Es de verdad emocionante lo que me habéis contado ‒reconoció Ada, que había seguido con gran interés todo lo que él le revelaba.
‒El destino me había reservado grandes sorpresas ‒comentó Afraín‒. Me puedo considerar por todo lo que he vivido como un hombre afortunado.
‒La fortuna para los hombres siempre será algo inconstante ‒replicó Ada‒. Lo que habéis vivido os ha servido para madurar: más que por un hombre afortunado, os debéis tener por un hombre maduro.
Afraín no conseguía sostenerle durante mucho rato la mirada: era tan turbador lo que con ella Ada le decía, que por fuerza había de desviar la suya. Sus ojos, relampagueantes, apenas dejaban de seguirlo: lo miraban no con ánimo escrutador, sino con una intención secreta de confundirlo, de anegarlo en una oleada muy dulce de amor.
‒Me dijisteis cuando os conocí que yo era el que llegaba, el que anunciaba algo nuevo ‒recordó, anegado en amor, Afraín‒. Ahora, después de lo sucedido, más bien soy el que vuelve, el que regresa al lugar donde fue feliz.
‒Ya os he dicho antes que el hombre que ama vuelve ‒contestó Ada, acercándose aún más a Afraín‒. Volver es una forma de llegar. Todos los sitios, aunque ya se haya estado en ellos, son nuevos para el que vuelve, para el que regresa después de un cierto tiempo. Taifar, por ejemplo, no era el mismo que vos habíais conocido, cuando vivíais en él. Este reino, el de los elfos, tampoco es el mismo que dejasteis, cuando os encaminasteis hacia Taifar: para vos, es diferente, pues todo lo que habéis madurado os obliga a verlo así. El amor, la fe que ahora tenéis en ese Jesús de Nazaret, os lo ha cambiado todo, os ha transformado ya para siempre. Seguiréis siendo ‘el que llega’, el que alegra el corazón. Sois Afraín, un ser que ama y que vuelve para sellar su amor, para morir si es preciso para que ese amor sea completo, para que dé fruto.
Movido por aquellas palabras, Afraín hizo ademán de besarla, pero ella con un gesto de la mano lo contuvo.
‒No puede ser ‒le dijo‒. El amor que entre vos y yo ha nacido no se refrenda con besos o con abrazos. Nos bastan nuestras miradas, todo lo que nos decimos, todo lo que en nuestros corazones podemos sentir. Es algo mucho más profundo que lo que se expresa con un beso o con un abrazo. Mi alma será para siempre tuya: la sentirás como un alma humana, como el alma de una mujer a la que amas. Yo, por mi parte, sentiré tu alma como mía: la gozaré como si fuese la de un elfo al que amo. Nada nos separará: un beso separa, pues tras él sobreviene un vacío, una ausencia que solo se rellena con el recuerdo. Nuestras almas estarán siempre unidas: serán dos almas que se quieren y que están conectadas por una corriente constante de espiritualidad. Nuestro querer no será ya el de los elfos o el de los hombres, será algo nuevo que no se podrá calificar, algo eterno que sobrevive al mundo y que pertenece solo a las historias en las que la magia supera a la realidad.
‒Con vuestras miradas me besáis y con vuestras palabras os unís a mí con un fuerte abrazo ‒corroboró Afraín‒. No, no hacen falta besos o abrazos para que el amor triunfe.
Estuvieron conversando un rato sobre lo que para ellos significaba estar unidos. Al final, antes de que se fuera, Ada le preguntó qué pensaba hacer a partir de entonces, cuál sería su nueva misión.
‒Colaboraré con Haldar para que el mensaje de Jesús de Nazaret se conozca, para que se extienda incluso a otras naciones ‒contestó sin dudar Afraín.
Cuando salió al exterior, se dirigió enseguida al cobertizo donde había dejado a Durango. Ya no llovía. Una luz tibia, de un oro sucio, se filtraba entre los árboles. Era la luz de un nuevo día. El suelo estaba alfombrado de hojas y de ramas rotas. Se oía una algarabía menuda de pájaros, un rumor lejano de aguas roncas. Durango lo estaba aguardando, quizá un poco inquieto por su tardanza.
‒Volvemos a Taifar ‒le dijo Afraín, subiendo a él con gran agilidad.