GIGANTES DEL CIELO
A mi hija Raquel, que fue quien me sugirió
esta historia.
1
Hubiera
creído que era un cuento de no haber sido por la guerra, de no haber sido por
aquella horrorosa realidad que tuvimos que afrontar. La guerra, en efecto, lo
arrasó todo, impuso sus ominosas leyes a cuantos vivíamos aquellos momentos.
Nadie, en verdad, se salvó de ella, ni siquiera los que después conseguimos
sobrevivir a sus crueles zarpazos: de alguna manera nos marcó a todos, nos dejó
malheridos para siempre; sería imposible enumerar los efectos que causó en las
gentes, las consecuencias que se derivaron de su terrible crueldad. Fue un
acontecimiento que convulsionó el mundo, un acontecimiento horrible que sembró
el mal en la tierra. Todos los supervivientes sabemos que estamos expuestos a
fuerzas maléficas, a influencias que escapan a nuestros dominios. El bien, que
sí existe, parece a veces anulado por el poder que ejerce el Enemigo; su reino
tal vez sea del otro mundo, del que está libre de las amenazas y de los
peligros que en este abundan.
De
aquel tiempo oscuro, lleno de borrones y de sobresaltos, como si se tratara de
una ensoñación, emergen los ojos negros de Ruth. De tanto recordarlos, casi los
veo de nuevo posados en mí, repasándome sin pudor, con un fulgor indeclinable
en sus pupilas, dos gotas cuajadas de líquido nocturno que brillaban en un
rostro enjuto. Tenían una expresión siempre de sorpresa, de asombro causado por
una realidad que siempre habría de ocultar algún secreto, algún misterio que
solo ella entreviera. Eran ojos que invariablemente sonreían cuando la persona
con la que Ruth se encontraba era de su agrado, cuando las cosas que la
rodeaban podían suscitar su fantasía. En los instantes en que esto pasaba,
parecían agrandarse, quizá por el efecto que en ella ocasionaba la posibilidad
de trascender lo que estuviese viendo.
Han
pasado muchos años y, sin embargo, todavía me acuerdo de ella: me acuerdo como
si hubiera sido ayer cuando la hubiese visto, parada junto a mí en un rincón de
aquel bosque donde a menudo nos encontrábamos. Lo hacíamos casi a escondidas,
pues nuestras familias nos habían prohibido incluso salir después de que se
hubieran percatado de nuestras fugas. He de añadir, llegado a este punto, que
los dos pertenecíamos a religiones distintas, lo cual habría acentuado aún más
la inconveniencia de nuestras reuniones furtivas si nuestros padres lo hubieran
sabido: ella era judía y yo, católico, de un rancio abolengo que garantizaba la
perpetuación de mis creencias. Vivíamos en el mismo pueblo, en una aldea casi
perdida del centro de Francia. Por raro que pareciera, no nos conocimos hasta
que el azar quiso que un día coincidiéramos. Las convenciones que mediaban en
nuestras vidas habían hecho que entre nosotros existieran fronteras casi
infranqueables, distancias tal vez invisibles que nos mantenían alejados. En
aquel tiempo, además, las aldeas solían estar distribuidas de forma diseminada,
por lo que los vecinos no contaban con una relación demasiado fluida.
Nuestro
encuentro, por tanto, no fue algo que hubiese sido propiciado por las
circunstancias en que nos movíamos; fue un hecho fortuito, producido por una
serie de casualidades que nos habían llevado a coincidir en un determinado
punto. Ya he dicho al principio que aquello hubiera parecido un cuento, un
episodio desgajado de algún relato fantástico. Ruth, tal como ahora la
recuerdo, parecía un ente de ficción, surgido de pronto ante mí como un
prodigio, como una encarnación de una de esas criaturas fabulosas de las que
están llenas las narraciones antiguas. Yo diría incluso que llegó precedida de
una cierta sugestión, como si de algún modo yo hubiese sido capaz de intuir su
presencia, la sutil corriente de energía que se desprendía de su pequeño
cuerpo. Todo lo que sucedería después semejaba ya estar anunciado en su
aparición, en el momento en que ella se presentó ante mí. Por uno de esos
barruntos que solía tener entonces, supe que Ruth era una niña con la que me
había de llevar muy bien: la misma rareza que ya advertía en ella me inclinaba
a pensar que podía ser así, quizá porque yo en la infancia me dejaba
impresionar bastante por todo lo que para mí no fuese normal. La vi casi como
un ser superior, provisto de algún don que yo no poseía, de alguna fuerza
oculta que a mí me hubiese estado vedada. El encanto que se desprendía de sus
ojos era un poder con el que conseguía cautivar a cualquiera, con el que
lograba embarcarlo en la misma empresa que ella ya hubiera iniciado. Era una
mirada la suya que acababa persuadiendo a los demás de que era cierto lo que en
ella se atisbaba, el sentido de lo que tal vez quería estar revelando.
Ahora
que soy mayor, tengo una notable propensión a contar todo lo que a mí me
ocurrió en aquel tiempo. Contar es de alguna manera inventar lo que ya existió:
el pasado es por eso territorio de ficción; nadie que se ponga a recrearlo es
capaz de reproducirlo como fue; lo más normal es distanciarse de él, referirlo
como un sueño que tratamos de recordar, con lapsus y mezcolanzas que no podemos
impedir; todo es fragmentario e inconexo cuando se recuerda, cuando se pasa por
el filtro distorsionador de la memoria. Es una historia que se aparta de la
realidad en virtud de lo que nosotros hubiéramos pensado, en virtud de lo que
después hubiésemos sentido acerca de ello. Son hechos distintos que surgen ante
nosotros de nuevo, como si estuviéramos dotados de una retina interior que los
transformase y los presentase de una forma diferente, con un aspecto en el que
no hubiéramos reparado cuando tenían lugar entonces. Cada vida es, pues, una
historia especial, cuyo desarrollo no coincide con el que al principio tuvo,
sino con el que tratan de reproducir nuestros recuerdos; el protagonista de
ella siempre parecerá otro, será un personaje ficticio en el que costará
reconocerse. Por eso, no es raro hasta cierto punto que ahora crea que aquel
episodio de mi infancia sea un cuento, un relato que yo mismo me he referido en
medio de aquel turbio pasado por el que discurría mi vida.
Para
ambientar el relato, es necesario que describa el lugar donde comenzó todo.
Cerca de la aldea donde vivíamos, a no mucha distancia de ella, casi como un
elemento más del enclave geográfico en el que se hallaba situada, había un
pequeño bosque. Estaba compuesto principalmente por robles y hayas. A mí me
gustaba adentrarme en él por las tardes, cuando la luz era más vieja. En esos
momentos del día, además, mis padres relajaban su vigilancia, pues era normal
que los niños nos dispersáramos al salir de la escuela. Como desde esta hasta
el bosque no había un trecho muy largo, yo no tardaba mucho en llegar hasta él.
Un camino de tierra lo bordeaba; había muchas veredas que lo cruzaban, todas
muy estrechas y tortuosas; algunas se perdían entre los matorrales; otras se
borraban, como si hubieran dejado de ser holladas en un punto, a partir del
cual las pisadas se hubiesen vuelto, movidas por un oscuro designio. Todo en él
era en verdad misterioso para un niño; yo no tenía todavía once años, la edad
en que parece que debe concluir la inocencia que suele presidir la infancia.
Llevado por mi natural veleidoso, a veces me alejaba más de lo conveniente; en
una de estas incursiones, me vi una tarde abordado por Ruth. Me dijo que me
había seguido y que había querido saber adónde me dirigía. Siempre recordaré
sus ojos, detenidos en los míos con determinación, con una seguridad que a mí
no podía dejar de sorprenderme. Algunos días
me miran con tal intensidad que pienso que vivo bajo una especie de
hechizo, que sigo todavía hipnotizado por ellos.
Aquella
experiencia me marcó de forma decisiva, sobre todo por lo que ocurriría
después. Ruth vino a ocupar un lugar muy importante en mi vida: encontré en
ella un apoyo decisivo, sin el cual sería difícil explicar mi comportamiento
posterior. Aprendí con ella a valorar el otro lado de la realidad, aquel que se
oculta tras la superficie de las cosas. Aprendí también a confiar en el poder
de fabulación del ser humano, con el que siempre podrá enfrentarse a todo lo
que se le oponga, como sería en mi caso el triste panorama que sobrevendría
después. El recuerdo de Ruth siempre me acompañó: a lo largo de los años
continuó ejerciendo en mí una influencia que me había de condicionar bastante.
Comprendí, gracias a ella, que yo no debía dedicarme a otra cosa que a luchar
por el bien, muchas veces desplazado por las fuerzas del mal que gobiernan la
tierra: yo conocía el secreto para llevar a cabo mi misión, los recursos que
debía emplear para conseguirlo. Ruth me había enseñado que la vida del espíritu
nunca concluye: si se tiene fe en ella, siempre se verá la muerte como un
accidente, como un hecho físico que solo se cumple en este mundo.
Hay
quizá personas a las que no les acabaríamos de agradecer lo que han hecho por
nosotros, a veces sin darse cuenta, sin el propósito de dejar en los demás una
huella que no se habrá de borrar nunca. Todo esto forma parte de la propia
condición humana, en la cual siempre hay debilidades y carencias que solo se
compensan con lo que esas personas aportan. La perfección es una suma de
cualidades que no puede ser alcanzada por nadie; lo que nos hace distintos es
acaso lo que no poseemos, aquello a lo que aspiramos para suplir nuestras
faltas. Ruth, aunque no era perfecta, había desarrollado a su edad tal firmeza
que casi parecía que lo fuera; todo en ella era sencillo, espontáneo: brotaba
de una manera natural, como un fruto que de pronto madurase, como una corriente
de agua que comenzara a deslizarse por la piel seca de una ladera y se
ramificara por múltiples cauces. Se mostraba tan convencida de lo que decía,
que por fuerza había que tomarlo por verdadero: era el producto de lo que ella
pensaba, de lo que su mente creaba para cambiar la visión que de las cosas se
tenía. Aunque sus historias eran ficticias, las presentaba como ciertas, como
suplantaciones de mentiras y de supercherías en las que hubiera que creer.
Es
verdad que se valora más a las personas cuando han desaparecido, cuando ya han
dejado sobre el mar de la existencia una blanca estela que delata su paso.
Quizá es el sentimiento de pérdida lo que las engrandece, lo que las mitifica
en la memoria: hay despedidas muy dolorosas, ausencias que abren en el alma un
vacío inmenso, aun cuando en ocasiones puede parecer que se cubre con juicios o
con proyectos alentadores. Es muy difícil acostumbrarse a vivir sin la
presencia de quienes mejor habían congeniado con nosotros durante un tiempo:
nos resistimos a creer que ya no siguen a nuestro lado o que se han tenido que
ir a un lugar del que ya nunca podrán regresar; pensamos que de un momento a
otro volverán junto a nosotros, igual que hacían cuando se ausentaban por un
periodo corto de días. En realidad, nunca acaban de marcharse: continúan
pululando a nuestro alrededor como fuerzas invisibles, como fantasmas que
siempre nos acompañarán mientras vivamos.
Ruth,
como decía, se me aparece en el recuerdo constantemente: a veces se me
representa imbuida de un poder extraño, como si fuera la encarnación de un ser
benéfico. Su cuerpo, delgado y ligero, parece compuesto de una materia
distinta, de una sustancia que se diluye y
se transforma con los años. Cuando sueño con ella, tengo la impresión de
que es toda espíritu, de que la figura con la que me encuentro no es sino la
imagen de lo que ella es por dentro.
2
Yo
nací en el seno de una familia campesina. Mi padre era agricultor, como muchos
otros vecinos de la aldea. Aunque no tenía muchas tierras, disponía de las
suficientes para llevar una vida más o menos cómoda, con los naturales
contratiempos que ocasiona el trabajo en el campo. Su primera mujer había
muerto poco después de dar a luz a mi hermana, por lo que ella y yo procedemos
de distintas madres. La mía fue, pues, la segunda esposa que tuvo mi padre; se
había casado con ella unos meses después de haberse quedado viudo, quizá por la
necesidad que sentía de contar con una mujer que pudiera cuidar de su hija,
entonces muy pequeña. Las circunstancias determinaron que yo tardara todavía
unos años en nacer, ya que se consideraba conveniente que la situación familiar
se estabilizara para poderle agregar un
nuevo miembro. Esto hizo que entre mi hermana, Florence, y yo existiera una
gran diferencia de edad y que no nos lleváramos demasiado bien al principio;
cuando yo todavía estaba necesitado de cuidados y de atenciones, ella se
hallaba ya en disposición de salir con sus amigas y de alternar con más gente
por las calles. Nuestro trato, sin embargo, iría mejorando con el tiempo,
debido especialmente a la conciencia de consanguinidad que en los dos se
hubiera asentado a pesar de pertenecer a madres diferentes. En la actualidad,
es este, de hecho, uno de los afectos más grandes que me quedan, uno de los lazos
más importantes que me siguen uniendo con el pasado, del cual nunca deberíamos
prescindir si queremos que nuestra vida no pierda uno de sus cimientos más
seguros.
Mi
madre fue una mujer muy buena que supo adaptarse muy bien a las condiciones de
la familia. A Florence la había educado de un modo ejemplar, como ponderan
todos los que fueron testigos de su trato. De ella recuerdo principalmente la
abnegación con que se entregaba a sus labores maternales: era tal la intensidad
con que se afanaba en ellas que nunca caía en ninguna falta, por más que a
veces sus tareas se complicaban cuando tenía que acudir a diversos asuntos. Se
preocupaba mucho por nuestra salud, en especial cuando mi hermana o yo nos
poníamos enfermos: seguía nuestra evolución con una meticulosidad excesiva, con
un cariño desmedido; todo lo que los médicos prescribían lo cumplía al pie de
la letra, con un cuidado exquisito por aplicar los remedios que a cada instante
eran precisos. Ella decía que si se amaba no debía de ser virtud la abnegación,
ya que era una cualidad que nacía del mismo amor. El amor era para mi madre
servicio, entrega desinteresada, voluntad de hacer felices a todos los que nos
rodean.
Por
distintas razones, yo admiraba también mucho a mi padre. Lo tenía por un hombre
seguro, capaz de afrontar todos los peligros. La confianza que en este terreno
tenía en él era desmesurada: me gustaba seguirlo a todos los sitios adonde
fuese, en especial si se trataba de alguna de las parcelas que labraba, en la
cual disfrutaba con las lecciones que él
espontáneamente me impartía acerca de los cultivos que allí hubiese. Lo
admiraba tanto que guardaba con fidelidad todo lo que me dijera. Me acuerdo de
que a menudo me decía que nunca le debiera nada a nadie: era este, sin duda,
uno de sus principios, en el cual se resumía gran parte de lo que pensaba
acerca de la vida. Él, por supuesto, se refería a cosas materiales, con las que
procuraba ser riguroso en los tratos en que con frecuencia andaba metido: para
un hombre de campo, honrado como él, había de ser esto muy importante, pues las
deudas que no se saldaban podían convertirse en motivo de disgustos y de
distanciamientos indeseados. Él quería que todo el mundo lo respetase, por lo
que tenía que ser puntual en los pagos y en las operaciones que se derivaban de
su trabajo.
Las
deudas a las que aludía mi padre se liquidan fácilmente con dinero o con
productos de otra índole; sin embargo, hay otras que quizá no se pagan nunca,
como son las que se contraen con personas que nos han enseñado a entender de
otra manera la existencia, con las cuales alguna vez coincidimos. Ruth, sin
lugar a dudas, es una de ellas, aunque entonces no era más que una niña, una
niña que de forma prodigiosa había aprendido el modo de huir de las terribles
amenazas que sobre ella se cernían.
El
pueblo, como antes he descrito, se hallaba bastante diseminado. Las calles eran
más bien caminos comunales que discurrían entre parcelas de tierra, entre
pedazos de labor circundados por empalizadas y balates. Recuerdo una luz oscura
que se deslizaba por el barro en los días invernales, cuando resultaba muy
complicado transitar por ellos. Son instantes que todavía permanecen en mi
memoria, estampas en las que se me representa el pueblo envuelto en una
atmósfera cenicienta, en un crepúsculo grisáceo que poco a poco se va tornando
de un tono violeta.
De
aquel pasado nebuloso surgen de vez en cuando algunos personajes, provistos de
algún rasgo que a mí me debió de impresionar especialmente. El señor Marcel,
por ejemplo, es uno de ellos. Se trataba de un hombre robusto, de una estatura
descomunal quizá para aquel tiempo. Tenía, como todo gigante, las facciones muy
grandes, con el mentón algo prominente. A mí me cautivaban mucho sus manos, de
un volumen casi desproporcionado, con las palmas enormes, los dedos muy recios
y largos; yo imaginaba lo que podía hacer con ellas, la fuerza que habría de
tener un manotazo suyo. Me llamaba la atención la calma con que vivía, la
tranquilidad con que siempre actuaba: contrastaba mucho su figura procerosa con
la mansedumbre que en él se reflejaba, con la docilidad con que se comportaba
con todos sus vecinos. Yo lo veía con frecuencia en la puerta de su casa,
sentado en una silla hasta que declinaba el día. Si alguien se le acercaba, lo
trataba con mucho afecto, con una delicadeza que no parecía normal en un ser
tan grande. Su voz era gruesa, un poco bronca, como si el aire al pasar por su
garganta encontrase muchas asperezas. A veces sonreía, era sensible a todo lo
que se le dijese, sobre todo si era algo ocurrente o gracioso: su sonrisa
asomaba a su cara de pronto, afloraba de un modo instantáneo, por algún resorte
que en él actuase mecánicamente.
Yo
miraba con respeto al señor Marcel. Cuando iba solo, me impresionaba aún más
verlo, quizá porque entonces me asaltaba la sensación de que no fuese de este
mundo. Él, desde que sabía quién era, no dejaba de mirarme con cierto agrado.
Un día que regresaba de uno mis paseos vespertinos lo vi lejos del pueblo, lo
cual me sorprendió bastante. Caminaba por una pradera, detrás de una gallina
que se le había escapado. Se desplazaba con cierta torpeza, con el cuerpo un
poco inclinado hacia un lado; por su carencia habitual de movimientos, daba la
impresión de que no estuviese muy acostumbrado a ellos, de que no supiese muy
bien cómo coordinarlos. Yo le hubiera ayudado a capturar la gallina, pero
preferí no hacerlo; temía que mi padre se enterase por él de que algunas tardes
me alejaba de la casa para visitar el bosque. Continué con mucho sigilo mi
paseo sin que él me viera: estaba tan afanado en la captura que no se percató
de mi presencia. Desde lejos observé cómo daba varias vueltas en torno al ave,
agitando los brazos alocadamente como si él pretendiese también batir unas
alas. Al final no sé si consiguió atraparla, pues ya se me hacía algo tarde
para regresar a la casa y seguí andando como si nada hubiese visto.
Otro
personaje de aquellos años que a mí me producía un gran efecto era una señora
mayor que no paraba de hacer mandados en el pueblo. Era una mujer humilde, con la
cara cubierta de arrugas, entre las que siempre despuntaba una mirada muy
serena. Vestía con andrajos, muchos de ellos remendados y sucios, sobre los que
llevaba indefectiblemente un delantal muy viejo. Su cabello, invadido de canas,
iba casi siempre tapado con un pañuelo, del que sobresalían de ordinario unos
mechones grasientos. A simple vista, todo en ella era abandono, descuido
inveterado; podía pensarse que era una indigente o una mendiga que pasara toda
su vida pidiendo limosna. Sin embargo, a poco que se hablara con ella se
descubría que era mujer de sólidos principios, entre los que contaba como
principal misión la de asistir a todos los necesitados del pueblo. A instancias
del párroco, era ella la encargada de llevar auxilios y víveres a las familias
que estuviesen peor, a los enfermos que se hallasen en una situación más
delicada. Iba de casa en casa solicitando socorros y transmitiendo mensajes de
la parroquia, con los cuales los vecinos se sentían más reconfortados. Todos
decían de ella que era una santa, un ser agraciado con los dones del espíritu
para que elevara la fe de sus circunstantes. Arlette, que así se llamaba, tenía
una voluntad inquebrantable, con la cual podía llevar a cabo todos sus
encargos. En mis recuerdos se me aparece ataviada de la misma manera, con su
mirada siempre risueña y tranquilizadora, inasequible al desaliento en el que
otros hubiesen caído.
Mis
amigos de aquel tiempo eran tres, dos de ellos de mi misma edad y otro que casi
alcanzaba la de mi hermana, con el que a veces no era fácil entenderse. Charles
y Philippe, los primeros, tenían casi las mismas aficiones que yo: nos gustaba
adentrarnos en lugares prohibidos, en los que se arrumbaban trastos y objetos
inservibles, llenos de polvo y de mugre; a veces descubríamos alguna cosa
extraña que despertaba nuestra curiosidad y que nos animaba a cultivar la
fantasía. Nos gustaba también corretear por las calles, chapotear con nuestras
botas en los charcos que se formaban en ellas, subir a los ribazos más altos
para mirar con orgullo el panorama que desde ellos se divisaba, con el pueblo
tendido en una loma, sobre un telón de colinas pobladas de espesa arboleda. En
los días húmedos las nubes se apelotonaban en el cielo, dejándolo todo envuelto
en una penumbra gris: por los campos entonces no paseaba nadie; parecía como si
el misterio que sobre el ambiente se cernía hubiera movido a las gentes a
encerrarse en sus casas. En el aire macilento se oían en tales momentos
graznidos espeluznantes, gritos agudos de aves que semejaban haber barruntado
algún peligro.
De
aquella infancia lejana, velada de brumas y de lluvias pertinaces, siempre
surgen los ojos de Ruth, como si quisieran transmitirme un mensaje que todavía
no me hubiese sido proporcionado, un mensaje secreto que volviera a encaminar
mi vida en una dirección que jamás hubiera previsto. El día que se me apareció
no era, sin embargo, como los que lo habían precedido. La primavera estaba ya
cerca y lucía en el cielo un sol radiante, oculto a veces tras alguna nube
pasajera. El campo brillaba con sus numerosos cuadros verdes, sobre los que se
derramaba una hermosa luz de bronce. El aire estaba henchido de aromas, de
olores muy diversos. Yo me había internado como siempre en el bosque y, animado
por mi espíritu inquieto y aventurero, decidí alejarme aquella tarde más de lo
conveniente. Había llegado ya a una zona que casi desconocía cuando oí un vago
rumor a mis espaldas. Al principio creí que eran pisadas de animales, y me
alerté bastante. Sin embargo, cuando me di la vuelta, comprobé que no había
nadie; si se hubiera tratado de un animal, lo más probable era que continuara
allí o que lo hubiese visto huir entre los árboles. Pensé, como era natural,
que aquel ruido había sido cosa de mi imaginación, demasiado alterada en tales
sitios. Continué, pues, mi paseo sin darle importancia a aquello. Anduve
despreocupado unos cuantos pasos hasta que de nuevo llegó a mis oídos el mismo
rumor, esta vez más nítido que antes. Eran pasos de alguien entre la hojarasca,
pasos que se detenían cuando yo lo hacía y que dejaban por eso de oírse.
Comprendí que alguna persona me seguía, lo cual me inquietó bastante. Fueron
unos segundos de incertidumbre, tras los que apareció ante mí la figura grácil
de Ruth. Lo hizo de pronto, emergiendo de entre unos arbustos.
−Te
he seguido −me dijo−: quería saber adónde ibas.
−¿Quién
eres?− le pregunté sorprendido.
−Me
llamo Ruth, tengo doce años y soy judía.
−Nunca
te he visto por aquí.
−He
vivido en muchos lugares. Mi padre al final decidió que nos trasladáramos a este
pueblo porque decía que era más seguro: él siempre tiene miedo, cree que nos
persiguen por ser judíos.
Tras
aquella declaración nos quedamos los dos callados: yo me puse a reflexionar en
lo que me había dicho; ella, por su parte, parecía analizar el efecto que a mí
me habían causado sus palabras.
−Yo
me llamo Maurice, soy cristiano −dije al cabo, todavía perplejo por lo que me
estaba sucediendo−. Creo que podemos ser amigos.
−El
hecho de pertenecer a religiones diferentes no debe impedir que lo seamos −opinó
con desparpajo ella.
−Estoy
convencido de que creemos en el mismo Dios.
−Dios
no puede dividirse.
−Yo
lo he pensado muchas veces: si hubiera tantos dioses como religiones hay en el
mundo, el mundo sería una locura.
−En
mi familia me han enseñado que cuanto más buenos seamos más cerca estaremos de
nuestro Creador. Me han enseñado también a confiar en él. Es el Dios de
nuestros padres, el Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob.
−Es
el mismo Dios de Jesús.
−Jesús
también era judío.
Al
decir aquello, Ruth sonrió: parecía como si hubiera planeado llegar a aquel
punto, como si hubiese pretendido cerrar el diálogo con aquella afirmación.
Tenía una voz clara, de un timbre más bien agudo; en ciertos momentos adquiría
un ritmo más vivo, un ritmo muy parecido al que precede a una canción.
−¿Tienes
muchos amigos? −le pregunté yo después de una breve pausa.
−Si
te refieres a conocidos, te puedo decir que nunca me han faltado −respondió
ella con una inusitada calma−. Sin embargo, amigos de verdad he tenido muy
pocos.
−La
amistad es algo que no se encuentra todos los días.
−La
amistad es un tesoro que se debe conservar siempre: si no se valora como se
merece, se puede acabar perdiendo.
−¿En
qué consiste para ti la amistad? −inquirí yo al ver la importancia que le
concedía.
−Es
un sentimiento que une a las personas con un lazo muy fuerte −dijo de nuevo
sonriente−: si yo quiero a un amigo, me siento ligada a él como si fuera un
hermano. La amistad no se compra, no es algo que dependa de las cosas o de los
objetos que pueda intercambiar con el otro. Si lo amo, seré capaz de entregarle
todo lo que necesite para que sea feliz, igual que yo desearía que él hiciera
conmigo en el caso contrario.
−Yo
también lo he creído así, aunque nunca lo he logrado expresar de ese modo.
−Si
pensamos lo mismo, es probable que nos entendamos muy bien: para que dos
personas se quieran, es necesario que entre ellas exista un mismo parecer; si
hay, en cambio, mucha distancia, será muy difícil que surja la amistad.
−Creo
que podré entenderme contigo, quizá mucho más que con mis amigos, con los que
no puedo hablar de estos temas. Desde hoy serás, si no te importa, mi amiga. Yo
suelo venir muchas tardes a este bosque: es como mi refugio, el lugar donde me
siento mejor. Nunca se lo había dicho a nadie: es un secreto que acabo de
compartir contigo; quizá es esta una señal de que he empezado a confiar en ti.
−Yo
me alegro de que así sea. Espero verte aquí muchas veces.
Después
de decir aquello, Ruth se alejó corriendo: se esfumó como si se tratara de un
ser de otro mundo que ante mí se hubiera aparecido para dejarme un alentador
mensaje; había sido tan profundo y tan intenso el diálogo que habíamos mantenido,
que yo lo habría dado por imposible si al día siguiente no hubiera vuelto a
encontrarme con ella, si no hubiera comprobado de nuevo que no era irreal su
figura.
3
El
sol esparcía sus cabellos de oro por el campo. El bosque, envuelto en su luz,
parecía un pabellón lleno de magia, un recinto sagrado en el que hubiesen de
ocurrir hechos extraordinarios. El aire agitaba levemente las ramas de los
árboles, produciendo un rumor sordo que sonaba a veces como un murmullo
lánguido. Los pájaros cantaban con trinos muy agudos, con gorjeos que semejaban
quebrarse para recomponerse después con más brío. A la entrada del bosque había
varios ribazos, blandos de hierba, salpicados de tiernos lirios morados. Yo
disfrutaba de todo esto sentado en el borde de un pequeño balate, esperanzado
ligeramente con la idea de ver otra vez a la niña a la que había conocido la
tarde anterior. Por momentos mis pensamientos se evadían de donde estaba, atraídos
por la enorme inquietud que sacudía la realidad de aquellos días: la guerra,
como una epidemia tremenda, se extendía por Europa, sembrándolo todo de
cadáveres y de odio; a los pueblos de Francia iban llegando noticias muy
preocupantes; la mayoría de ellos se habían quedado ya casi sin hombres, pues
muchos de ellos habían tenido que alistarse en el ejército para frenar el
avance del enemigo. La guerra, al parecer, estaba todavía lejos de donde yo
vivía; la gente soñaba con que algún día se detuviese, con que pudiera acabar
antes de que alcanzara proporciones más alarmantes. Mi padre, que se había
librado de ella por ser ya mayor, aseguraba que a nuestro pueblo nunca
llegaría: la veía como un acontecimiento lejano que a nosotros no había de
afectarnos demasiado, quizá porque no quería que en su familia cundiera el
pánico. Me imaginaba un mundo sin guerra, en el que se podía vivir feliz, un
mundo sin conflictos, presidido por el amor que había predicado Jesucristo, en
el que no hubiese diferencias ni distinciones de ningún tipo, una sociedad
perfecta en la que las personas eran tan generosas que compartían todo lo que
tuviesen. En mis sueños de niño siempre lo había ideado así; no entendía por
qué los hombres se mataban, por qué las naciones se dividían para luchar por
unos territorios. Para mí era absurdo lo que estaba ocurriendo: aunque sucedía
lejos de mi pueblo, no por ello dejaba de repudiarlo; lo consideraba un
tremendo error, del que la humanidad más tarde habría de arrepentirse.
Estaba
tan abstraído en estos pensamientos que no me percaté de la llegada de Ruth.
Había aparecido otra vez ante mí por sorpresa, como si tuviese el don de
presentarse ante los demás de manera asombrosa, por algún poder que a ella le
hubiera transferido un hada protectora. Llevaba aquella tarde el cabello
suelto, lo cual otorgaba a su semblante un aire de indómita resolución que el
día anterior no había tenido. En sus ojos brillaba una luz lejana, como un
resto de prometedora ilusión que hubiera quedado prendida en el fondo de sus
pupilas.
−¿Me
esperabas? −me preguntó al verme.
−Así
es −reconocí, sorprendido todavía por su presencia.
−Estaba
segura de que me esperarías. Por eso he venido. El bosque será a partir de
ahora nuestro lugar de encuentro; en él podremos, además, jugar a nuestras
anchas, sin nadie que nos estorbe.
−Si
quieres, puedo enseñártelo. Ayer recorrimos un camino muy corto. El bosque
tiene muchos escondites que tú seguramente no conoces.
−Tú
serás mi guía −proclamó ella al tiempo que yo ya me levantaba para conducirla.
Nos
adentramos por el mismo sendero por el que ambos nos internamos el día
anterior. Después de un breve trecho, el sendero se ramificaba en múltiples
veredas. Escogimos al azar una de ellas, una trocha muy angosta que zigzagueaba
entre abrojos y cañaverales, bajo un
manto verde de hojas que nos protegían de los rayos del sol. Muy contenta, Ruth
me propuso entonces un juego: el juego consistía en imaginar que aquellas
veredas eran caminos por los que se regresaba a diferentes épocas del pasado;
tenía que escoger cada uno la que primero se le antojase y convertir con su
imaginación los lugares por donde discurríamos en los sitios en los que aquel
pasado se desarrollaba; para que me animara a jugar, me instó a que fuera yo
quien eligiera aquella tarde la época a la que nos encaminábamos. Llevado por
mi instinto patriótico, escogí el siglo XVII, un periodo brillante para Francia
en el que destacó El Rey Sol. Los abrojos y cañaverales que flanqueaban la
vereda se transformaron en setos y en macizos de flores, entre los cuales
errábamos camino del palacio en el que habíamos de ser recibidos por el
anhelado monarca, en una corte fastuosa de tesoros y de espejos deslumbrantes;
los haces de luz que se filtraban entre las ramas de los árboles y que se descolgaban
como flecos áureos representaban los brillos que se desprendían del salón en el
que nosotros habíamos sido agasajados.
El
juego se prolongó durante varios días: fuimos caballeros que volvían a sus
castillos después de haber acometido afanosas aventuras, errantes peregrinos
que se dirigían con inquebrantable fe al lugar donde se habían de perdonar sus
culpas, audaces exploradores que se enfrentaban a infinidad de peligros,
pastores trashumantes que se dirigían con sus rebaños a tierras donde hubiese más
pastos, miembros de una tribu de homínidos que se aventuraban por sitios
escabrosos...
Con
Ruth, aprendí a transformarlo todo: la realidad, a menudo insulsa o falta de
sentido, era cambiada a nuestro antojo; me di cuenta de que con la imaginación
podía hacer lo que quisiera, de que contaba con una fuerza extraordinaria para
vencer todos los obstáculos que se me presentasen. «Las cosas que no cambian
terminan perdiéndose», solía decir Ruth. Para ella, era esto fundamental: todo
lo que tenía vida evolucionaba, era un principio por el que se regían los seres
que habían sido creados; lo que se estancaba tendía a anquilosarse y a perecer.
Se trataba de una ley natural que ella aplicaba también a los objetos que más
cautivaban su ánimo, a las imágenes que más excitaban su fantasía. Hoy pienso,
después de que hayan transcurrido tantos años, que su mente estaba dotada de un
gran poder, posiblemente mucho mayor que el que entonces era capaz de
sospechar. Siempre recordaré la manera como me miraba, la fijeza con que sus
ojos acababan apoderándose de los míos, subyugándolos con su irresistible
hechizo.
Otro
día que nos encontramos me sorprendió con un nuevo invento, engendrado por su
ilimitada imaginación. En esta ocasión, la naturaleza dispuso un escenario
diferente, con un cielo aborrascado en el que cada vez se acumulaban más nubes.
El tiempo parecía ser nuevamente invernal, con un viento fresco que soplaba por
momentos con gran furor. Las ramas de los árboles crujían, agitadas por el vendaval.
Ruth imaginó que asistía a un concierto, en el que las hayas y los robles
componían una espléndida sinfonía, con un tema que se iba repitiendo y que
adquiría de pronto un ritmo más trepidante, con una mezcla de trompetas y de
contrabajos que resultaba muy conmovedora. Inventaba frases de violines,
rumores de arpa, quejidos de oboes, susurros de flauta muy tenues, en una
sucesión ininterrumpida en la que también se intercalaban plañidos de
violoncelos y chasquidos de piano muy veloces. Según ella, era el himno con que
la naturaleza impulsaba a los hombres a reunirse, a juntarse en una armonía
fraternal.
−Las
guerras son cosas del demonio −me dijo a continuación.
−Dios
siempre quiere que seamos buenos −repliqué yo.
−A
veces parece que el mal vence al bien. El mal, cuando se desata, se convierte
en una fuerza terrible: es un viento huracanado que lo destruye todo. El bien,
en cambio, es solo una semilla muy pequeña que germina en los corazones.
−En
muchos juegos siempre triunfan los más fuertes.
−Los
más fuertes no suelen ser los mejores.
−A
mí me gustaría que todo fuese al revés.
−Lo
que sucede en el mundo no es lo que ocurre en nuestra imaginación.
Siempre
nos gustaba opinar sobre lo que estaba pasando: sabíamos que nuestra visión era
muy diferente de la que podían tener los mayores, sobre todo porque ellos
trataban de encontrar las razones que justificaran los hechos, los motivos por
los que las naciones se enzarzaban en crueles enfrentamientos. Para nosotros,
las cosas eran mucho más simples: en nuestra mente no cabían razonamientos
alambicados, como se esgrimían a menudo en nuestro entorno para explicar aquello;
la guerra, por muy justa que fuese, era una acción violenta que no podía
justificarse de ningún modo; los seres humanos, según creíamos, habían nacido
para vivir en paz, en una armonía fraternal, como había imaginado Ruth que
sería el himno que la naturaleza componía para que los hombres se sintiesen
hermanados.
Todo
lo que pensaba ella lo refrendaba luego yo ante los demás: de alguna manera se
convirtió en mi principal mentora, en la persona que más influencia habría de
tener en mí en aquellos días. Algunas veces mis padres o mis amigos se
sorprendían de que yo tuviese una opinión tan segura: notaban un cambio que no
sabían explicar, un cambio que quizá era para ellos signo de una madurez que
les resultaba inadecuada para mí. Hoy creo que Ruth continúa influyendo en mis
ideas igual que en aquella época: cada vez que me acuerdo de ella, lo pienso
así; desde entonces, todo lo que yo he pensado estaba de algún modo marcado por
lo que ella ya me había dicho, por lo que había hablado conmigo a lo largo de
aquellos encuentros. Mi propia condición actual no halla tampoco otro motivo:
lo que viví con Ruth señala el punto inicial de una carrera que me ha llevado
por muchos lugares hasta concluir en la situación en la que ahora estoy.
4
El
bosque nos deparaba muchas sorpresas: bastaba tener un espíritu sensible para
apreciarlas, para dejarse arrebatar por ellas, para soñar con lo que ellas
sugerían. Una tarde, después de habernos alejado un poco, fuimos sorprendidos
por el canto de una alondra: era un canto melodioso, de trinos agudos que se
encadenaban armoniosamente, con notas muy tiernas que no parecían emitidas por
un ave, con acentos muy extraños que abrían en el alma un cálido surco... Ruth
soñó que la alondra era un mensajero de Dios, un enviado especial que trataba
de transmitir algún comunicado importante; decía que invitaba a gozar de las
grandezas del Creador y que animaba a todas las criaturas a amarlo y a tenerlo
por el mayor bien. En el Cielo, añadía, se le rendía continuamente culto con
cánticos muy parecidos al que aquel mensajero ante nosotros entonaba, muchos de
ellos inspirados en los que el propio rey David había compuesto en sus salmos.
Yo, ciertamente, nunca había escuchado nada igual; impresionado por lo que ella
me decía, me dejé por unos instantes arrastrar por aquella música, hasta el
punto de que casi perdí la noción de donde estaba: me vi transportado a un
lugar idílico, en el que todo era alegría y gozo, un lugar muy plácido que yo
imaginaba revestido de nubes blancas, con azules de un cielo de verano, por el
que surcaban ángeles y querubines de rostro sonrosado, cantando para Dios
himnos muy emocionantes.
Fue
una experiencia inolvidable que yo después recrearía de muchos modos, tratando
de reproducir en mi interior lo que había sentido entonces, todo lo que me sugirió
aquella inefable melodía. A lo largo de mi vida la música ha sido una de las
artes que más he estimado, sin duda porque nos ayuda a evadirnos de las
circunstancias que nos rodean, especialmente de aquellas que nos resultan más
desagradables. Por mor de la música yo he aspirado a vivir en un mundo ideal,
poblado por los seres que inventaba mi fantasía, en un espacio que se iba
multiplicando con las imágenes que acudían a mi mente, muy semejantes a las que
en los sueños se suceden. Son instantes en los que el alma regresa a su estado
más puro, a aquel en que el ser queda reducido a la esencia que lo constituye,
a la esencia básica que ha sido insuflada en él por el Creador, por el gran
Hacedor que todo lo gobierna. Sería casi imposible describir lo que en tales
momentos se experimenta: durante muchos años he gozado con la audición de
hermosas creaciones musicales, con las que he recibido innumerables beneficios
de carácter espiritual. Muchas veces he llegado a pensar incluso que no sería
el mismo si no hubiera contado con esta ayuda, si no hubiera podido sentir en
mí el influjo beatífico de la música. Bach y Mozart son dos genios que me han
marcado decisivamente: sin ellos, sería muy difícil para mí concebir la vida;
sus obras han iluminado una vez y otra mi mente, predisponiéndola para
desarrollar conceptos que solo están al alcance de los espíritus más puros.
Había
tardes en que no nos veíamos. A Ruth o a mí nos prohibían salir de las casas
por diferentes motivos. Cuando alguno de los dos no comparecía, el otro se
quedaba esperándolo hasta que al final se convencía de que ya no llegaría. Si
era a mí a quien le sucedía esto, casi no podía soportar la idea de quedarme
solo: estaba tan acostumbrado a tratar con Ruth que no sabía lo que hacer
cuando faltaba ella; todo me parecía, en verdad, distinto en su ausencia, lo
cual era una clara señal de que la tenía ya por una gran amiga. La primavera,
siempre cambiante, se volvía a veces muy lluviosa, con días de abundantes
precipitaciones que nos obligaban a permanecer en las casas; era un tiempo
desapacible y oscuro que se prolongaba incluso durante algunas semanas,
sepultándolo todo bajo una sucia capa de nubes. Ruth, para que no desesperara,
me solía decir que en tales días imaginara que la lluvia nos hacía retroceder a
una época lejana, en la cual podíamos experimentar sensaciones que creíamos
perdidas, quizá porque estaban escondidas en algún lugar de nuestra memoria.
Decía que nada se olvidaba y que todo podía regresar a nuestra cabeza si nos lo
proponíamos. No sin esfuerzo, yo me veía otra vez acurrucado junto a mi madre,
en una sala que se me aparecía en el recuerdo más grande que la que realmente
existía, en una atmósfera turbia que era muy propicia para el ensueño; las
cosas se me alejaban cuando intentaba apoderarme de ellas, los objetos cobraban
formas y proporciones que jamás habían tenido, con propiedades que yo mismo les
atribuía.
En
el pueblo, continuaba la misma rutina de todos los días, un ritmo que parecía
instalado desde que yo tenía conciencia de las cosas. A veces me acordaba de lo
que Ruth repetía: «Las cosas que no cambian acaban perdiéndose». Daba la
impresión de que la gente no quería apartarse de las costumbres a las que ya
estaba habituada, de que se sentía más segura con la reiteración de unas mismas
acciones. Yo seguía jugando con Charles y Philippe en muchos momentos del día.
A causa de cierta prevención, no les había revelado aún la nueva amistad que
tenía; por lo que hablaba con ellos, intuía que algo sospechaban: me dirigían
en ocasiones preguntas comprometedoras, tras las que yo quería adivinar un
interés concreto por conocer todo lo que hacía cuando no nos veíamos. Por una
razón que no hubiera sabido explicar, aquello era para mí un secreto que no
debía traicionar: si no lo guardaba, corría el riesgo de perder la confianza
que Ruth había depositado en mí; la consideraba ya como mi mejor amiga, por lo
que tenía que serle fiel por encima de cualquier concepto. Era quizá la primera
vez que me sentía unido con alguien hasta ese extremo: nunca hasta entonces
había experimentado nada igual; seguramente era una nueva señal de madurez, con
la cual comenzaba una etapa que habría de ser muy importante para mí.
Al
tiempo que avanzaba la primavera, lo hacía también la guerra por Europa de un
modo brutal. Ya no era una realidad lejana, un acontecimiento que a nosotros
difícilmente nos podía afectar. A las tropas alemanas ya no había forma de
frenarlas; se temía que, igual que habían invadido otros territorios, también
lo hiciesen con los de Francia. A los niños ya no se nos ocultaba esta
posibilidad: advertíamos en los mayores una preocupación que antes no habían
tenido, una inquietud que los obligaba a estar atentos a todas las noticias que
iban llegando; muchas veces sorprendíamos en sus conversaciones referencias a
un hecho que nunca acababan de nombrar, perífrasis con las que evitaban
pronunciar algo que nosotros no debíamos oír. Tal disimulo incitaba aún más
nuestra curiosidad, nuestro afán por conocer lo que con tanto cuidado se nos
trataba de ocultar. Por las precauciones que ellos tomaban, comenzamos a
sospechar que la guerra estaba cada vez más próxima. Sin embargo, lejos de lo
que pudieran esperar, nuestro ánimo apenas se veía alterado por ello; lo
considerábamos como un suceso inevitable, como un suceso que más tarde o más
temprano había de ocurrir. Continuábamos jugando como si nada extraordinario
acaeciese, como si la guerra fuera un asunto que solo a los mayores les podía
preocupar.
−Mi
padre dice que los alemanes no nos vencerán −había dicho Philippe una vez que
estábamos hablando sobre ello.
−Francia
nunca se podrá rendir −opinó Charles, para quien lo más importante era el
orgullo nacional−. Acordaos de todo lo que hemos aprendido en nuestras
lecciones de historia: los franceses siempre hemos amado a nuestra patria y la
hemos defendido con honor; jamás la podremos entregar a un enemigo que solo
tiene el mérito de contar con un gran ejército. También nosotros lo tuvimos con
Napoleón.
−Yo
lo que no quiero es que la guerra se extienda hasta aquí −tercié al fin yo.
−Si
llega hasta aquí, no nos pasará nada −continuó Charles−. Viviremos episodios
muy emocionantes. Los alemanes tratarán de invadir este territorio, pero todos
sabemos que en él hay muchos escondites, en los cuales nosotros podemos
refugiarnos para atacarlos después.
−No
pienses que la guerra es un juego −objeté yo.
−Será
como un juego, no lo dudes −replicó de inmediato Charles, sin poder contener el
entusiasmo que lo embargaba−. Muchos generales se lo toman así, dicen que
algunos planean los ataques en un tablero de ajedrez. Podemos comprobarlo
nosotros si queréis, podemos imaginar que nos invaden los alemanes y que nos
ocultamos para prepararles una emboscada, ante la que ellos tendrán que
sucumbir.
El
juego consistió en aquella ocasión en escondernos tras una especie de barricada
que hicimos con los muebles del cuarto de Philippe, donde a la sazón nos
hallábamos. Imaginamos que éramos soldados de una eventual resistencia, formada
con los escasos integrantes de una tropa que acababa de constituirse. Desde
allí observábamos los movimientos de las
huestes enemigas, que se distribuían por una hondonada que había a no
mucha distancia del pueblo. Aunque eran bastante superiores, no les temíamos,
pues estábamos seguros de que con nuestro orgullo patriótico y nuestra astucia
podríamos vencerlas. Tramamos una serie de operaciones, tras las que decidimos
abalanzarnos sobre el rival con la confianza que nos otorgaba nuestra valentía.
Fue así como vencimos, como en pocas horas conseguimos expulsar a los alemanes
de nuestras tierras. Éramos los nuevos héroes de Francia, a los que las futuras
generaciones habrían de rendir admiración.
5
Lo
que yo imaginaba con Ruth era muy diferente de lo que podía inventar con mis
amigos, entre otras cosas porque era ella principalmente quien llevaba la
iniciativa, quien se anticipaba a transformar la realidad de acuerdo con los
antojos que cruzaban por su fantasía. El bosque seguía siendo el lugar de
nuestros encuentros. Un día que nos adentramos en una zona más escabrosa, vimos
de pronto aparecer ante nosotros un ciervo de retorcida cornamenta. Tenía el
pelaje marrón, los ojos como dos carbones encendidos. Fue una imagen fugaz,
pues enseguida se esfumó de nuestra vista con la misma rapidez con que se había
presentado. Más que un animal, parecía una criatura fantástica del bosque, un
ser extraordinario que hubiera tenido el don de traspasar los límites de su
mundo para que nosotros lo viéramos. Para Ruth, era un príncipe que había sido
convertido en un ciervo por el efecto de un hechizo. Decía que procedía de un
país muy lejano, erizado de montañas y de riscos; en él residían unos pérfidos
engendros que causaban grandes estragos en la población. El príncipe, como
representante del bien, era perseguido por ellos con toda suerte de insidias y
de poderes maléficos. Cuando ya estaba próximo a heredar el trono, fue arrojado
sobre él el hechizo para que no se consumara tan importante acontecimiento.
Desde entonces andaba perdido por el mundo, a la espera de que alguien le
restituyera la naturaleza que había perdido. Yo propuse que lo siguiéramos. Sin
pensarlo dos veces, corrimos en la dirección que él había tomado. Soñábamos con
la esperanza de encontrarlo; no temíamos que nos acometiera con su recia
cornadura. Nos animaba el ardor de la búsqueda, el deseo de seguir sus huellas
hasta el lugar adonde él hubiese ido. Casi estábamos convencidos de que era
verdad lo que soñábamos, de que aquel animal salvaje no era tal, sino un
príncipe que había sido objeto de un hechizo. «Es posible que se haya escondido»,
pensó Ruth. «A lo mejor tiene miedo», añadí yo. Subimos por una ladera,
llegamos a una explanada en la que crecían unas plantas que olían muy bien, torcimos
por una vereda que serpeaba entre los robles..., por ningún lado aparecía el
ciervo, el príncipe al que unos seres inicuos habían hechizado. Ninguno de los
dos, sin embargo, desesperaba: sabíamos que nos habíamos embarcado en una noble
empresa, de la cual debíamos sentirnos orgullosos. Continuamos buscando durante
más de una hora. Al final, regresamos al mismo punto del que habíamos partido.
Para resarcirnos de algún modo de nuestro esfuerzo, nos dimos a imaginar que el
ciervo se aparecía de nuevo y que se quedaba allí un rato para entablar
relación con nosotros.
−Es
injusto lo que con vos se ha cometido −le dijo Ruth con el respeto que merecía.
−Unos
malvados me han convertido en el pobre animal que veis −contesté yo por él.
−No
hay que dejar que el mal triunfe en la Tierra −manifestó Ruth.
−Busco
a alguien que crea en mí para que me ayude a escapar del hechizo; para
conseguirlo, necesito que me dirija palabras de aliento, palabras que no nazcan
de la mentira que reina en el mundo, sino de la verdad que se esconde en los
corazones.
−¿Creéis
que nosotros podremos lograrlo? −preguntó Ruth con cierta impaciencia.
−Nada
se pierde con intentarlo −repliqué yo por el ciervo, con voz que me parecía muy
extraña.
−Nosotros
te queremos; estamos aquí para salvarte −dijo Ruth con mucha dulzura, casi como
si cantara.
En
nuestra imaginación, el ciervo emitió un bramido muy raro, parecido a un
lamento que hubiera estado durante mucho tiempo postergado en sus entrañas.
Después comenzó a desfigurarse, en una sucesión de movimientos muy rápidos: en
menos de dos segundos se convirtió en un apuesto joven, vestido con un jubón
azul y unas calzas de suave terciopelo granate. Tenía el cabello rubio, los
ojos aceitunados.
−Nunca
he perdido la esperanza −acerté a decir yo en lugar del príncipe.
−La
esperanza nace de la fe −intervino Ruth−. ¿Tenéis fe, creéis en Dios?
−Si
no hubiera creído en él, no habría podido llegar hasta aquí para que vuestras
señorías me liberaran del hechizo que los representantes del mal aplicaron en
mí. Dios siempre nos acompaña, como acompañó al pueblo de Israel en su travesía
del desierto −respondió el príncipe en el que me había transformado yo.
Ruth
asintió, satisfecha de lo que había oído.
Otro
día, ya de finales de mayo, seguimos el sendero que bordeaba el bosque. El
sendero nos llevó a una casita semiderruida, con el tejado casi hundido. Con la
osadía que entonces nos asistía, nos internamos en ella. Era probablemente un
refugio de pastores o de guardas del propio bosque. Tenía las paredes
desconchadas, los postigos de las ventanas arrancados. El suelo estaba lleno de
escombros, entre los que nacían algunas florecillas silvestres. Ruth posó sus
ojos en las vigas apolilladas de la techumbre; por unos instantes los tuvo
detenidos en ellas, como si las examinara. Yo me fijé en el hueco de una
alacena, donde habían quedado unos restos de vajilla. Tras la estancia en la
que nos encontrábamos se hallaba otra, de aspecto muy parecido. El cuadro que
observábamos no era muy halagüeño. Sin embargo, Ruth, impresionada quizá por lo
que veía, dijo que estábamos en un palacio. En su mente, lo ideó con columnas
de jaspe, con artesonados de caoba; era allí todo fantástico: las paredes
estaban revestidas de tapices, los muebles habían sido fabricados con madera de
cerezo, las cortinas eran de cretona; de los techos colgaban arañas de varios
brazos, envueltos en cuentas de cristal. Allí, en el palacio, las voces tenían
una resonancia muy suave; de vez en cuando se oían las notas de un piano que
alguien tocaba en una sala contigua. Por una puerta secreta nos adentramos en
una galería que nos condujo a un recinto privado, al despacho de un gran conde,
que en aquel momento se encontraba de viaje. Había mayordomos que nos atendían
y que nos agasajaban con exageradas muestras de afecto. En un salón al que
accedimos había una enorme biblioteca, en la que se alineaban libros de todos
los tamaños, con los lomos de cuero, escritos algunos con letras de oro. Nos
sentamos en sendos sillones; vimos pasar ante nosotros damas lindamente
ataviadas, con los cabellos recogidos con tirabuzones, seguidas por caballeros
de elegante y afectado porte que trataban de cortejarlas. Ruth imaginó que se
celebraba en el palacio una fiesta y que nosotros habíamos sido invitados por
la hija del conde, con quien habíamos de cumplir por el afecto que ella nos
había demostrado. Decía que se llamaba Anne y que la queríamos como si fuera
una hermana; aunque era superior a nosotros, nos tenía como iguales, pues para
ella no existían diferencias cuando quería a alguien. Nos sentíamos muy
orgullosos de estar allí; muy pronto la vimos, se acercó a saludarnos con la
alegría que produce un encuentro que se ha deseado durante largo tiempo. Era
pequeña Anne, con la tez clara, con los ojos relumbrantes de anhelo. A mí me
dio un beso en la mejilla; a Ruth le estrechó la mano. Tenía muchas ganas de
estar con nosotros, decía. A través de una portezuela que se camuflaba entre
los estantes de la biblioteca, llegamos a una estancia muy oscura en la que se
acumulaban cuadros y esculturas cubiertos con lonas; de ella pasamos después a
una cámara en la que había muchas vitrinas, en las cuales se exponían joyas y
reliquias de incalculable valor. Sin detenernos a mirarlas, continuamos por un
pasadizo que nos llevó a una escalera. Subimos por ella hasta un desván, un
cuarto lleno de luz en el que había muchos juguetes esparcidos por el suelo.
Mientras los mayores celebraban la fiesta, nosotros nos entretuvimos en jugar.
Ruth, con su imaginación, nos trasladó a las orillas de un mar, donde asistimos
al arribo de numerosos barcos, procedentes de países que nunca habíamos oído
nombrar. La tripulación estaba compuesta por jóvenes de gallarda estampa. Para
nosotros, eran héroes que habían participado en una guerra muy lejana, tal vez
en la de Troya, a la que habían asediado durante muchos años. Al final
estuvimos hablando con uno de ellos: tenía la piel morena, el cabello muy
largo. Nos contó que no regresaba de Troya, sino de unas islas del Pacífico,
donde se había enfrascado con sus compañeros en gran número de aventuras. En
presencia del joven, la historia de Ruth se complicó con nuevos episodios,
extraídos todos de su prolífica imaginación. Habría seguido agregando
personajes de forma indefinida si hubiera dispuesto de más tiempo. El sol ya se
ponía en el horizonte cuando emprendimos el camino de vuelta a nuestros
hogares. Hacía una tarde espléndida de finales de mayo: el sol derramaba su
última luz por las colinas, envolviéndolas en una suave coloración anaranjada.
Algunos rayos se quedaban enredados en los árboles, tiñéndolos de oro. Había
también reflejos sonrosados en algunos montes más alejados, como restos de un
incendio que aún no se hubiesen apagado.
6
Cerca
del bosque, había unos roquedales de tono rojizo, entre los que solían crecer
ranúnculos y lirios. Muchas veces, Ruth y yo nos acercábamos hasta allí para
prolongar nuestros juegos. Nos gustaba, sobre todo, internarnos en una pequeña
gruta, donde la fantasía de ella encontraba suficientes motivos para inventar
nuevas historias. Según sus imaginarias pesquisas, en un rincón había estado
enterrado en otro tiempo un maravilloso tesoro. Lo había escondido allí un
grupo de contrabandistas, que huía de la justicia. Durante muchos años, nadie
había sabido de su existencia, hasta que un labriego de la zona lo había
encontrado cuando buscaba un refugio para guarecerse de una terrible tormenta.
El tesoro, compuesto de deslumbrantes joyas, encandiló de tal modo al labriego
que no creyó al principio que era verdad lo que veía. Después de dudarlo mucho,
lo ocultó de nuevo, pues no sabía adónde llevárselo. Temía que lo acusaran de
un robo que no había cometido, de un latrocinio por el que podía ser condenado.
Aunque nunca había sido avaro, se despertó en él tal codicia que no dejaba de
pensar en ningún momento en lo que le había de deparar aquello. Se trataba de
una gran fortuna con la que evidentemente se haría rico; lo difícil sería tal
vez justificarla, pues no era fácil que los demás creyeran que se debía a un
casual hallazgo. Estuvo así varios días meditando acerca de ello, sin que se le
ocurriera nada definitivo. Cuando acudió otra vez a la gruta, comprobó que el
tesoro ya no estaba allí; en su lugar, había quedado un hueco, que alguien
había rellenado con papeles de periódicos. Pensó que había sido objeto de un
engaño o que unos ladronzuelos habían actuado en su ausencia para hurtarle el
tesoro, avisados por algunas señales que tuvieran. Cayó después de tal
comprobación en un gran abatimiento: todos los sueños que había concebido se le
desvanecieron de pronto, sustituidos por una desazón muy angustiosa. Esta
experiencia, según Ruth, le sirvió para no ilusionarse con cosas que podían
desaparecer. Se volvió, de esta manera, más generoso con el prójimo, con el
cual estaba dispuesto a compartir en adelante todo lo que tuviese. Vivió más
feliz, sin los recelos que maniataban su anterior vida: la práctica de la
caridad le reportó satisfacciones que nunca había tenido, pasó de codiciar lo
que no era suyo a servir a los demás en la medida de sus posibilidades. Hubiera
deseado, en tal caso, contar con las riquezas de la gruta para compartirlas con
los más necesitados, con aquellos que por caprichos del destino vivían en
peores condiciones. Tanto lo deseaba que la suerte lo hubo de conducir de nuevo
hasta allí: lo movía, según Ruth, la curiosidad, pues era hombre que no se
conformaba con la apariencia que pudiesen tener las cosas. Buscó otra vez en el
mismo rincón hasta que halló nuevamente el tesoro, envuelto ahora en unos
trapos viejos. Fue tal la alegría que recibió, que se olvidó al momento de sus
proyectos y se dio a cavilar sobre lo que podía hacer con él. Igual que en la
otra ocasión, acabó por enterrarlo también a la espera de aclarar sus
intenciones. Los hechos se llegaron a repetir varias veces: el tesoro volvía a
desaparecer después de que el labriego tornara a pensar en sus propios
intereses; su vida, a partir de entonces, se hacía más desprendida, hasta que
un nuevo golpe de fortuna le devolvía lo que había perdido. Parecía como si
alguien pretendiera darle una lección: le demostraba que tenía que ser
generoso, ya que era esa la única forma de lograr lo que se proponía. Contó
Ruth que el labriego tomó la firme decisión de dirigirse a la gruta con el fin
de compartir con los pobres todo lo que en ella hallase, tal como otras veces
había ideado antes de que la codicia le impidiese hacerlo. Se percató así de
que lo que había sospechado era cierto: en el momento en que dejaba de ser
egoísta, se hacía realidad su sueño; si quería que aquellas joyas no se
perdiesen, había de procurar que su proyecto se mantuviera, para lo cual debía
renunciar definitivamente a su afán de enriquecerse. El relato terminaba con
esta resolución, si bien Ruth a veces lo alargaba para referir el sacrificio
que el protagonista había de realizar para no ceder a las tentaciones que de
continuo lo asaltaban. Libraba un duro combate que se saldaba con la
transformación de un corazón que siempre había existido para sí mismo y que
nunca había experimentado el gran goce que se siente cuando se da lo que a los
otros les falta para ser felices.
−La
generosidad es el mayor tesoro que podemos tener −concluyó en cierta ocasión
Ruth.
−Las
personas tendemos a ser egoístas, como le ocurría al personaje de tu cuento −dije
yo.
−En
ese personaje nos vemos todos representados −continuó ella−. Creemos que la
felicidad se consigue con la posesión de lo que deseamos; codiciamos incluso lo
que otros tienen, los envidiamos por disfrutar de lo que nosotros no tenemos.
Es una manera muy estrecha de vivir: la felicidad ha de llegar por caminos más
anchos, por cielos más despejados. No sé cómo decírtelo. Son las nubes de
nuestro egoísmo las que no nos permiten ver el horizonte, las que no nos dejan
ver el sol que debe alumbrar nuestros pasos. Cuando yo me comporto como una
egoísta, me ocurre eso: la oscuridad me envuelve, mi vida se hace más sombría,
parece como si me hubiera ocultado en un cuarto secreto para que nadie me
encuentre. Sin embargo, cuando decido compartir con los amigos lo que tengo,
todo cambia: me veo bañada de luz, radiante de claridad. No sé si a ti te habrá
pasado lo mismo: cuando nos entregamos a los amigos, nuestra vida se alarga, es
como si traspasara unos límites para proyectarse en los demás.
Ruth
se expresaba así casi siempre, con una madurez que sobrecogía. Estaba más
preparada de lo que hacía creer su aspecto, quizá porque a su edad ya había
leído mucho. Era una lectora casi compulsiva, según me contaba ella misma. De
sus frecuentes lecturas había adquirido, sin duda, un vocabulario muy rico, que
ella era capaz luego de emplear con gran soltura. Tenía un don especial para
expresar todo lo que quería, con imágenes que resultaban a veces muy
sorprendentes, pues costaba mucho pensar que las hubiese inventado. Sin
embargo, yo, que la conocí bien, puedo dar crédito de que era así: tenía una
imaginación prodigiosa, con la cual podía recrear con palabras mundos
insospechados. Parecía, ahora que lo pienso, un personaje que se hubiera
escapado de sus propios relatos. Ya he
dicho desde el principio que me asalta con frecuencia la impresión de que todo
aquello fue un cuento, una historia también imaginada que hubiera tenido lugar
dentro de la misma realidad, quizá porque el recuerdo transforma las cosas
hasta un extremo que jamás cabía presumir, igual que ocurre a menudo con los
hechos que se sueñan, a los que es difícil encontrar un parecido con los
sucesos en los que se inspiran. Todo lo que se recuerda es, en fin, similar a
un sueño: la distancia con la que se cuenta el pasado le confiere a la
narración un carácter ficticio; parece como si lo que en ella se refiere
hubiera sucedido en un tiempo muy diferente del nuestro, en una dimensión que
no se corresponde con la que actualmente reconocen nuestros sentidos.
−Lo
peor que nos puede ocurrir es que los amigos nos rechacen −agregué yo en
aquella ocasión−. Si estoy solo, veo el mundo de una manera muy triste. En
cambio, cuando estoy con ellos, me siento mejor: es como si con su compañía
recibiera un impulso que me animara a disfrutar de todas las cosas buenas que
tiene la vida.
−La
unión que con ellos sentimos despierta en nosotros emociones nuevas −añadió Ruth−. Experimentamos una alegría
que no se puede explicar.
−El
egoísmo es un pecado muy grave −comenté yo−. Mi madre siempre me lo recuerda
cuando voy a confesar; me aconseja que no sea egoísta si quiero que los demás
acepten mi amistad.
−El
mayor pecado que se puede cometer es agraviar a Dios −replicó Ruth−. Dios
quiere que seamos felices; por eso nos ha creado, nos ha hecho semejantes a él.
Siempre trata de conducirnos por el buen camino, igual que al pueblo de Israel.
Sin embargo, muchas veces los seres humanos nos apartamos de él, adoramos a
otros dioses que quizá nos parecen más cercanos. Es la mayor ofensa que se
puede hacer, volver la espalda a quien más nos quiere, a quien siempre ha
procurado nuestro bien.
−El
que ama a Dios ama también a sus semejantes −reflexioné yo sobre aquello−, es
lo que siempre he oído decir al párroco de nuestra aldea, dice que todos los
mandamientos se encierran en esos dos, en amar a Dios y amar al prójimo como a
nosotros mismos.
−Ahora
hay una guerra muy cruenta, los hombres se matan, los países se enfrentan unos
contra otros, es una locura.
−Los
hombres a veces se vuelven locos, se olvidan de que son hermanos, de que han
sido todos creados por Dios, como tú has recordado.
−Las
guerras siempre han existido, forman parte de la historia de la humanidad, Dios
no tiene que ver con ellas, ellas son consecuencia de la maldad que en el mundo
hay: si obedeciéramos a Dios, no existirían las guerras.
−Eso
sería el paraíso, un mundo en el que siempre reinara el bien.
−El
paraíso desapareció en cuanto el hombre cayó en el pecado. En el Cielo, al que
todos aspiramos, volveremos a encontrar lo que habíamos perdido.
−En
el Cielo, viviremos en paz −concluí yo.
7
Un
día que paseábamos casi por los límites del bosque vimos unas mariposas que
revoloteaban en torno a unos arbustos. Eran de distintos colores, amarillas,
marrones, grisáceas, de un tono lila, con franjas verdes... Ruth se quedó
mirándolas; casi parecía que intentaba atraparlas con los ojos, envolviéndolas
en la red que tendían con vago ensueño sus pupilas. Animado por su actitud, yo
también traté de seguir su vuelo, de descansar mi mirada en ellas. Eran
pequeñas, con un temblor incierto en sus antenas diminutas, en el borde de sus
élitros transparentes.
Después
de observarlas un rato, Ruth dijo que eran hadas que tenían su morada en el
bosque, hadas secretas que solo se aparecían a quienes tuviesen un corazón más
puro. Vivían allí desde tiempos inmemoriales, confundidas con las hojas y con
la grama que crecía en los balates. Formaban parte de una corte fantástica que
había rendido tributo a una reina engreída, de la cual habían tenido que
separarse. Eran, según ella, muy atrevidas, de un natural inquieto y atolondrado.
Aunque no se relacionaban habitualmente con los humanos, les gustaba espiar lo
que hacían, sobre todo si andaban metidos en asuntos extraños. Una de las que
vimos, de un color azulado, estaba enamorada de un elfo que se había ido a
vivir muy lejos de aquellos contornos. Soportaba la ausencia como podía, muchas
veces sumida en recuerdos azarosos, de los que siempre regresaba con el alma
llena de nostalgia, transida de un vago dolor sin remedio. Tal costumbre la
había tornado melancólica, de movimientos mucho más lentos que los de sus
compañeras, a las que siempre se las veía ir con mucha prisa de un lugar hacia
otro, como si entre sus hábitos fuese este el que más las caracterizara.
El
elfo era un ser que reunía unas condiciones fabulosas: estaba dotado de una
belleza salvaje, con unos ojos rasgados que miraban profundamente, con una
expresión muy seria que lo hacía bastante misterioso. Casta, que así se llamaba
el hada, no pudo resistirse a sus encantos, a pesar de que él había dado muy
pocas señales de haberse prendado de ella. Lo seguía a todas partes, con una
determinación que no conocía freno. Decía, para justificar su decisión, que
nada había de perder en aquel seguimiento, en aquel modo tan sutil de acosarlo.
Cuanto más distante se mostraba él, más deseos sentía de continuar su labor: de
algún modo, la esquividad del elfo era una manera de espolear su interés, de
desatar su fantasía. Se conformaba con verlo, con tenerlo siempre a su alcance,
con observar lo que hacía. De tanto examinarlo, había creído ver en él a una
criatura muy semejante a ella, con un destino común que por fuerza había de
juntarlos.
Un
día, por razones desconocidas, el elfo desapareció: Casta lo había dejado en
aquella ocasión marchar, convencida de que habría de volver pronto. Lo había
visto alejarse, acompañado de otros seres de su especie; nada en sus gestos
hacía presagiar lo que después ocurriría: más bien parecía que se desplazaban
hacia algún lugar concreto, del que no tardarían en regresar. Ella se había
quedado en el bosque con sus amigas: estaban organizando una fiesta para
celebrar la próxima entronización de una de ellas, a la cual querían tomar como
la nueva reina.
El
tiempo pasó, no obstante, sin que su amado volviera: pasó un día, y después
otro, hasta que por fin Casta comprendió que aquel viaje podía durar más de lo
que hubiese creído. Supuso para ella una dura experiencia, con la que se había
de probar su templanza. Lo buscó al principio por los sitios más próximos, por
los parajes en los que hubiera sido más fácil
el asentamiento de los elfos; todas las pistas que de ellos encontró le
indicaban que se habían ido muy lejos, tal vez a una región donde nunca los
hallaría. Fue una búsqueda infructuosa, de la que volvió con una pena
inconsolable. Durante varias jornadas estuvo hundida en el desaliento, hasta
que una leve esperanza se suscitó en ella para que nunca dejara de aguardarlo,
mantenida con los sueños que de vez en cuando soliviantaban su mente.
Ruth,
al llegar a aquel punto de su relato, imaginó una conversación que con el hada
manteníamos. Para hacerlo, había tirado de mi brazo para que nos acercáramos
hasta donde se hallaban las mariposas. Las vimos revolotear, ajenas todavía a
nosotros. En nuestra imaginación, eran ya hadas muy desenvueltas, ataviadas con
ropajes muy finos de muselina. Tenían el cabello rubio, recogido en trenzas.
Sus ojos eran verdes, del color de las aguas en un lago rodeado de floresta.
Cuando
ya estábamos casi a un paso de ellas, las mariposas se fueron, con movimientos
muy leves que apenas rozaban el aire. Nosotros, a pesar de ello, no abandonamos
nuestro imaginario diálogo.
−¿Cómo
os encontráis? −preguntó Ruth a la supuesta hada.
−La
primavera hace milagros −repuso ella−. Ya no siento tristeza por lo que ha
sucedido, sino que ahora estoy ilusionada por lo que puede ocurrir. Pensar en
el pasado me vuelve melancólica; el futuro, en cambio, alegra mi corazón. Todas
las ilusiones vienen del futuro. El pasado es una tierra húmeda en la que se
hunden nuestros recuerdos, en la que acaban sepultadas nuestras ideas.
−La
primavera levanta el ánimo, despierta esperanzas que se creían olvidadas −tercié
yo.
−Nuestra
patria es el aire −imaginó Ruth que diría Casta−. Por el aire vamos ligeras
como los vilanos, felices como las mariposas que se mueven entre las flores.
−Muchas
hadas tienen amores contrariados −volví a intervenir yo.
−El
amor no siempre es correspondido.
−Cuando
no es correspondido, causa un gran enojo.
−Todos
los enojos desaparecen con el tiempo.
−Uno
no debe obsesionarse nunca con lo que le sucede.
−En
el aire nada pesa, todo es liviano como el pájaro; por eso, la gran misión de
las hadas es volar por el espacio, volamos en busca de nuevos corazones con los
que podamos soñar.
−El
elfo aquel que se fue con sus compañeros algún día regresará.
−Eso
espero, es lo que más deseo en el mundo: el destino nos volverá a unir; estoy
segura de que si en el destino está escrito que nos juntemos nada podrá
oponerse a ello.
−¿Os
casaréis con él?
−Yo
solo me conformo con tenerlo a mi lado y con declararle mi amor.
−También
os gustará que él os confiese el suyo.
−Ese
es un consuelo de los que no conocen el amor.
La
conversación hubiera proseguido con parecidos conceptos, pero la interrumpimos
para continuar nuestro paseo. Las mariposas ya se habían ido muy lejos,
sostenidas por una brisa fresca que se había levantado de repente. En su lugar,
había quedado la evocación de unas hadas volanderas que se movían en torno a
una flamante reina que se había revestido con los colores de la primavera.
Había efluvios suaves, aromas tiernos que dejaban en el alma una dulce emoción.
Otro
día Ruth inventó que el elfo había vuelto. Por su carácter reservado y huidizo,
nadie había podido averiguar qué razones lo habían impulsado a volver. Había
regresado solo, rodeado de un aura de misterio y poesía, como en él había sido
habitual en otro tiempo. Para Casta, supuso una gran alegría: según comentó a
sus amigas, se trataba de un milagro de la primavera, en el que ella había
confiado siempre. Lo vio con su gallardo porte desfilar entre los árboles, sin
reparar apenas en lo que hubiese a su alrededor: a ella la seguía atrayendo
toda su figura, especialmente sus ojos de nostálgico bucanero, cuyo hechizo era
capaz de perpetuarse en la memoria hasta trastornarla completamente. Entre sus
costumbres, destacaba la de caminar por las noches a la luz de la luna, como un
noctámbulo empedernido que se hubiera obsesionado con la persecución de un
secreto. Caminaba por los claros del bosque, por sitios en los que la luz
resbalaba con sigilo de serpiente. Casta a veces lo espiaba desde las ramas de
los árboles: se conformaba casi con eso,
con observarlo desde las sombras, como un ángel tutelar al que se le
hubiera encomendado acompañarlo. Lo había aguardado tanto tiempo que no le
importaba ahora no estar a su lado: lo podía ver, tenía constancia de su
presencia, se sentía impregnada de su espíritu, siempre altivo y melancólico.
Todo
esto me lo contaba Ruth como si estuviese ocurriendo entonces, como si aquellas
dos figuras irreales pasearan ante nosotros, una de roblizo aspecto, con los
ojos repletos de un fulgor marino; la otra, pequeña, del tamaño de un pétalo,
con la cara sonrosada, los ojos de un verde acuoso. Vimos al hada acercarse al
elfo: lo abordó sin rodeos, con una audacia desconocida, quizá llevada por un
repentino aliento, por una imperiosa necesidad de comunicarse con él. Hablaron
de cosas cotidianas, de asuntos relacionados con el bosque, sobre los que los
dos opinaron con absoluta naturalidad. Fue una conversación que transcurrió sin
sobresaltos, hasta que ella, por un nuevo acceso de osadía, le declaró su amor:
«Te quiero con toda el alma», le dijo. Él no contestó, la miró casi con
pesadumbre, como si le hubiera molestado aquella intromisión. Tras aquel
encuentro, dejaron de hablarse, aunque ella continuaba siguiéndolo en secreto,
amparada en las penumbras del bosque. La historia parecía concluir de aquella
manera, casi como había empezado, con un enamoramiento atolondrado que no
encontraba respuesta por parte de la persona que lo había ocasionado. Sin
embargo, una tarde, según contó Ruth, él le sonrió a ella: fue una sonrisa
cálida, de unos labios que temblaban con súbita emoción. Para el hada, fue
aquella una señal muy clara de que la quería, aunque nunca llegaría a
confirmarlo. Se hicieron muy amigos. Ella fue feliz. A él, aunque era difícil
demostrarlo, se le vio desde entonces más contento que antes.
8
En
junio, los días eran más despejados. La primavera, en todo su vigor, alcanzaba
su punto culminante en los campos, en los que reverberaba la luz en las
parcelas de la labor. Un rebaño de verdes colinas se apretaba en el horizonte,
sobre el cristal azul del cielo. El aire era diáfano: parecía dotado de una
suavidad de pétalos de rosa, de una ligereza de mariposas campestres; a veces
lo surcaban bandadas de palomas torcaces, que describían círculos antes de
posarse de nuevo en el rodal de donde habían partido. A la atmósfera gris de
los días nublados la había reemplazado un tiempo claro, de un fulgor de oro. A
mí me gustaba tenderme con mis amigos en los balates, desde donde observaba
todo el panorama que ante mí se ofrecía. Miraba con curiosidad el ajetreo de
los labriegos, todos ellos de una edad bastante avanzada, pues los más jóvenes
habían sido llevados a los frentes de la guerra. En lugar de caballos,
empleaban ahora para sus trabajos pesados bueyes, cuyo cansino paso no dejaba
de llamar mi atención. Charles y Philippe intercambiaban conmigo las nuevas
informaciones, muchas de ellas obtenidas por la creciente preocupación que iba
embargando a los padres; según habíamos podido averiguar, el avance del
ejército alemán era ya incontenible: muy pronto, si un milagro no lo impedía,
llegaría a París, con la consiguiente conmoción que ello supondría.
Para
mis dos amigos, los encuentros que yo tenía con Ruth no eran ya un secreto. Al
contrario de lo que había creído, no se sintieron desplazados por mi reciente
amistad, sino que la vieron incluso como algo natural, como algo que yo había
tenido la suerte de conocer: si a ellos les hubiera pasado lo mismo,
posiblemente habrían actuado igual que yo. Lo que más les sorprendía era el
hecho de que Ruth fuese judía y de que entre nosotros se hubiera podido
entablar una relación: por viejos prejuicios que tenían, consideraban que las
diferencias de religión constituían un obstáculo insalvable para que dos
personas se entendiesen.
−¿Cómo
es Ruth? −me preguntó una vez Philippe.
−Es
muy ingeniosa −respondí yo−. Siempre se le están ocurriendo historias; algunas
son increíbles, no las podéis imaginar. A mí me causa mucha admiración todo lo
que dice; es también muy inteligente. Con ella hablo de muchas cosas, hablo de
cosas en las que jamás había pensado. Aunque es judía, me llevo muy bien con
ella.
−¿Cuántos
años tiene? −inquirió ahora Charles.
−Tiene
doce años, aunque a veces me da la impresión de que es mayor.
−¿Es
guapa? −quiso saber Philippe.
−Sus
ojos son muy bonitos; miran con mucha intensidad, como si estuvieran examinando
lo que en ese momento están viendo. A mí nunca me habían mirado igual.
−¿Cómo
la conociste? −le tocó ahora preguntar a Charles.
−La
conocí por casualidad, un día que fui al bosque para dar un paseo. Me había
seguido sin que yo lo supiera. Aquella vez me había alejado más de lo que
acostumbro. De pronto, oí un ruido; era como un rumor de pisadas. Cuando me di
la vuelta, no vi a nadie. Pensé que podía ser algún animal y continué mi
camino. Sin embargo, aún no había andado diez pasos cuando volví a oír el mismo
ruido de antes. Entonces ella se me apareció; me confesó que me había seguido.
−A
mí también me gustaría conocerla −declaró Philippe.
−Debe
de ser una niña muy curiosa −añadió Charles.
−Es
una niña que tiene mucha imaginación −ponderé yo.
La
conversación se reanudó unos días después, en esta ocasión sobre las historias
que Ruth inventaba. Querían mis amigos que yo les contara algunas de ellas:
tanto había alabado a mi nueva amiga que no se conformaban hasta que yo se las
refiriese. Lo que más mueve a la curiosidad es, sin duda, que se resalte algo
de un modo general, sin dar detalles con los que se justificaría la importancia
que le concedemos.
Como
lo tuviera más fresco, les conté lo que le había sucedido al labriego que había
descubierto el tesoro en la gruta donde algunas veces me internaba con Ruth.
Tanto les impresionó el relato que llegaron a pensar que era cierto lo que en
él se narraba. A propuesta de Charles, nos encaminamos hacia el lugar en que
principiaba la historia. En sus mentes no se descartaba la idea de que aún
estuviese allí enterrado el tesoro. Philippe afirmaba que se habían dado en la
zona muchos casos de joyas y de monedas de oro con las que se habían hecho
ricas las personas que habían tenido la inmensa suerte de hallarlas. Charles ya
soñaba con que nuestra aventura acabase así, con el descubrimiento de algo maravilloso,
capaz de transformar para siempre nuestras vidas; soñaba con un futuro
fastuoso, en el que él se encontraba rodeado de toda clase de comodidades.
Philippe, por su parte, decía que él no se cansaría de hacer viajes: cuando ya
concluyese la guerra, iría a todos los países que más habían excitado siempre
su imaginación. Oyéndolos hablar, yo pensaba precisamente en lo que le había
ocurrido al personaje de aquel relato: me daba cuenta de que ellos actuaban lo
mismo que él; los cegaba en aquellos momentos la codicia, el deseo de
apoderarse de una fortuna con la que podrían ver cumplidos sus sueños.
En
cuanto llegamos a la gruta, Charles y Philippe escarbaron con unas piedras en el
suelo; durante varios minutos se afanaron con ahínco en su labor de desenterramiento,
hasta que por fin se convencieron de que allí no había nada. «Las cosas que se
inventan no siempre se cumplen», dijo con cierta decepción Charles. «No sé por
qué nos hemos dejado engañar por un cuento», agregó Philippe. Yo traté de
explicarles que en las historias era todo ficticio y que cualquier realidad
aparecía en ellas alterada, convertida en materia novelesca: lo que se contaba
no era precisamente lo que había ocurrido, sino más bien lo que hubiera podido
suceder si las cosas se hubieran desarrollado de otro modo, si no hubieran
acaecido tales o cuales hechos, con los que el destino había acabado por
cumplirse. En las historias no había destino, sino un afán ciego por seguir
unas determinadas trayectorias, guiadas a veces por un azar veleidoso. Les dije
que era la inspiración del autor la fuerza que las movía; en el caso de Ruth,
estaba muy claro: ella no se paraba a considerar nada, sino que todo le salía
de manera espontánea, por impulsos de una voluntad que se volvía entonces
antojadiza y caprichosa.
Con
el fin de que lo comprendieran, les propuse cambiar aquello que habíamos vivido
para transformarlo en un relato, en una narración en la que nosotros
apareciéramos como protagonistas. Conté que al llegar a la gruta habíamos
descubierto unas huellas bastante sospechosas; era evidente que alguien había
estado allí antes que nosotros. En el hueco donde presumiblemente debía estar
el tesoro no había nada, quizá porque se lo hubieran llevado. Movidos por la
curiosidad, continuamos escudriñando en otros puntos de la gruta. No había nada
extraño en ella, aparte de aquellas pisadas que habían quedado grabadas en la
tierra: eran muy grandes, de un ser que quizá tenía unas dimensiones
extraordinarias. Charles, en el cuento, opinó que podían corresponderse con
varios seres, posiblemente con dos o tres gigantes que hubiesen vivido allí. Lo
peor era que se hubieran apropiado del tesoro, con el cual tal vez habrían
decidido trasladarse a otro sitio para custodiarlo mejor. Philippe propuso que
buscáramos también por los alrededores de la cueva, ya que podíamos hallar
nuevas huellas que delatasen la dirección que esos gigantes hubiesen tomado.
Vimos que, en efecto, las pisadas se repetían, aunque había trechos también en
que casi se perdían. Después de consultarlo un poco, determinamos seguirlas;
comprobamos que configuraban un recorrido muy sinuoso, pues a veces
caracoleaban entre las peñas, describiendo complicados dibujos que casi se
confundían. Descendimos por un escabroso barranco, entre zarzas y juncos. En un
momento doblamos a la izquierda y después de cruzar por un frondoso pasaje
dimos con un hermoso prado, con hierbas muy crecidas, entre las que cabeceaban
rojas amapolas y jaramagos. Philippe advirtió la presencia de unas criaturas
misteriosas; se hallaban a unos doscientos pasos de nosotros, a la orilla de un
riachuelo. Nos dimos cuenta enseguida de que eran los gigantes que estábamos
buscando. Tenían la espalda un poco curvada, el cabello a la altura de los
hombros. Nos acercamos a ellos con cautela, tratando de contener los recelos
que nos inspiraban. Charles iba delante; yo, detrás; Philippe, a la
retaguardia. Vimos que eran muy altos, más altos incluso que el señor Marcel.
Tenían las piernas más largas que el cuerpo; la cara ancha, de rasgos prominentes.
Escondidos entre las hierbas, observamos sus movimientos. Eran tres. El que
parecía más desenvuelto llevaba un chaleco que dejaba al descubierto un torso
oscuro, enmarañado de pelos. Hablaban con voz cavernosa, con sonidos broncos
que apenas podían ser distinguidos. Para llevar a cabo nuestra misión, no
teníamos más remedio que abordarlos. Charles aventuró que tal vez fuesen
ciegos, pues miraban con cierto aturdimiento. Aquello nos animó bastante a
proseguir la empresa: con gran sigilo nos deslizamos casi hasta donde ellos se
encontraban; nos percatamos, al estar ya más cerca, de que tenían un cofre. El
cofre, entre sus manos, era como un juguete: era de color marrón, con remaches
dorados. Charles quería que se lo arrebatáramos, pero a Philippe y a mí nos
pareció que sería un robo, pues ellos habían sido los primeros en hallarlo y
debían ser considerados por tanto sus propietarios. Debatimos unos segundos,
tras de lo cual yo tomé la determinación de salir a su encuentro: estaba seguro
de que no eran unos seres malvados y de que incluso podíamos negociar con ellos
el contenido del cofre. No eran ciegos, como Charles había pensado. Al vernos,
se mostraron muy sorprendidos: durante un rato nos escrutaron con sus ojos
grises, del color del acero.
−¿Quiénes
sois? −preguntó el del chaleco.
−Unos
niños intrépidos −repliqué yo sin descomponerme.
Aquello
les hizo mucha gracia: soltaron unas carcajadas estentóreas que debieron de
oírse en varias millas a la redonda.
−¿Cómo
habéis llegado hasta aquí? −preguntó otro, con la boca todavía torcida por la
risa.
−Les
hemos seguido −volví a intervenir yo con el mismo desparpajo de antes.
−¿Qué
queréis? −inquirió el tercero.
−Sabemos
que han encontrado un tesoro en una cueva y queremos que lo compartan con
nosotros −se animó a decir Charles.
−Es
un tesoro magnífico −ponderó el del chaleco.
−De
enorme valor −añadió el segundo.
−Sobre
todo para los niños −destacó el tercero.
−Suponemos
que está en ese cofre que tienen ahí −apuntó Philippe.
−Así
es, pero antes de que compartamos lo que en él hay debéis resolver con acierto
una cuestión −dijo el primer gigante.
Ninguno
de los tres se atrevió a preguntar cuál era por miedo a no responderla bien.
Los gigantes se miraron con cierta inquietud, como si tampoco se decidiesen a
formular la cuestión. (Mientras yo refería la historia, a Charles y a Philippe
casi les pasaba lo mismo que en el relato: se hallaban expectantes, a la espera
de que yo planteara la pregunta.)
−¿Cuál
es la historia más antigua de la humanidad? −lanzó con voz protocolaria el
gigante.
Lo
más fácil hubiera sido responder que la de Adán y Eva, pero convinimos entre
nosotros en que esa historia pertenecía a una determinada tradición, a la que
recogía la Biblia en el Génesis para contar el principio de la Creación. Dudamos
por un momento; Charles dijo que podía ser la que se cuenta en ese mismo libro
sobre la tentación de la serpiente; Philippe recordó que Eva era posterior a la
aparición de Adán; yo entonces aproveché la objeción de Philippe para apuntar
que tal vez fuera el relato que Adán, el primer hombre, inventó para sí mismo
con el fin de combatir su aburrimiento, y con las dudas que el caso nos suscitaba,
así se lo expuse a los gigantes:
−Yo
creo que fue la historia que imaginó Adán cuando estaba solo en el paraíso y
que no se encuentra recogida en ninguna parte.
El
mismo gigante que lanzara la pregunta cogió el cofre y extrajo de él tres
libros, con los cuales premiaba nuestro acierto. En el cofre no había perlas ni
joyas, como nosotros habíamos creído, sino libros de contrastada valía que
alguien había depositado en él para que otros se enriqueciesen con su lectura.
A Charles le correspondió La isla del tesoro de Robert Louis Stevenson;
a Philippe, Viaje al centro de la Tierra de Julio Verne y a mí, Capitanes
intrépidos de Rudyard Kipling.
−La
isla del tesoro es el libro que siempre nos recomienda el maestro −dijo
Charles cuando ya hube acabado el relato.
−Julio
Verne es el autor preferido de mi padre −dijo Philippe.
9
Cerca
de la iglesia, había un caserón abandonado. Según contaban en el pueblo,
pertenecía todavía a unos marqueses que habían preferido vivir en otro sitio;
desde hacía ya muchos años, permanecía cerrado, invadido por la soledad y por
el polvo. Tal abandono había dado lugar a varias leyendas sobre su origen,
sobre la posible causa que motivara la deserción de sus moradores. Se decía,
entre otras cosas, que en su interior se oían voces y ruidos aterradores, lo
cual alentaba la idea de que la casa podía estar habitada por fantasmas o por
espíritus que cumpliesen alguna condena. Estas habladurías, como era natural,
despertaban la curiosidad de los niños, fáciles de impresionar por historias
tenebrosas. Yo me acuerdo de que cada vez que pasaba por delante de aquel
vetusto edificio lo hacía siempre con recelo, sin atreverme a mirar hacia las
ventanas o hacia los balcones, por el miedo de descubrir en ellos la siniestra
figura de algún aparecido.
Estos
temores no impedían, sin embargo, que yo hablara con mis amigos a menudo sobre
el misterio que se encerraba en aquello y que incluso aceptara con ellos el
reto de entrar algún día en el caserón para ver si era verdad lo que de él se
murmuraba. Ocurrió precisamente que por aquel tiempo se nos presentó la
posibilidad de hacerlo, después de que otros amigos del pueblo nos avisaran de
que el postigo de una de las ventanas estaba abierto. Los tres, sin pensarlo
mucho, decidimos que no podíamos desaprovechar la ocasión, y con una temeridad
insospechada nos colamos una tarde por aquella abertura para explorar lo que
había dentro. Nos encontramos con un salón oscuro, atestado de muebles, con las
paredes cubiertas de cuadros antiguos, de daguerrotipos viejos. La primera
impresión que uno recibía era la de entrar en el salón de otra época, olvidado
ya de la historia y de la rutina. Yo pensaba en Ruth, en lo que ella hubiera
inventado a propósito de aquella vivienda. A tientas nos movimos hasta otra
pieza, en este caso un dormitorio, con una cama de matrimonio guarnecida de
dosel. Tenía también un armario, adosado a un testero. Como no tenía salida el
dormitorio, desanduvimos los pasos para retornar a la habitación anterior,
desde la que pasamos al vestíbulo de la casa. En él pudimos orientarnos mejor,
ya que penetraban algunas rayas de luz a través las rendijas de la puerta de
entrada. Un pasillo nos condujo después a otra sala, en la cual podía verse el
bulto de un piano en un rincón; Charles se acercó para tocarlo y arrancó de él
unas notas desabridas, unos sonidos cautelosos que se dispersaron pronto por el
cuarto. Philippe advirtió que no debíamos tocar nada, pues podíamos despertar a
los espíritus maléficos, de los que aquel caserón estaba lleno, según contaban
las gentes del lugar. Tras aquella advertencia, volvimos al pasillo, que
concluía en una ancha escalera que llevaba al piso superior. Se componía de
varios tramos, con una baranda de caoba. Ya arriba, dimos con una crujía muy
larga, a cuyos lados se distribuían las distintas habitaciones, con las puertas
de cuarterones. Nos condujimos por ella, guiados por una luz amarillenta que se
derramaba desde un balcón. El balcón daba a un patio, con el suelo erizado de
hierbajos. Al regresar, oímos unos ruidos, que provocaron en nosotros un gran
sobresalto. Al principio, los atribuimos, como era natural, a los fantasmas.
Con el oído aguzado, los volvimos a percibir, esta vez por la escalera. Nos
dimos cuenta de que eran pasos acelerados, quizá de otras personas que habían
coincidido con nosotros en el interior de la vivienda. Si hubieran sido
fantasmas, habríamos escuchado un chirriar de cadenas, un roce estridente de
pesados hierros que se desplazaban por el pavimento. Corriendo, nos dirigimos
hacia el sitio donde habíamos percibido los sonidos. Bajamos la escalera,
regresamos al pasillo, salimos por una puerta al patio que habíamos visto desde
el balcón. No había nadie por allí. Los pasos habían dejado de escucharse; en
su lugar, reinaba un silencio sobrecogedor. Charles opinó que debíamos
proseguir nuestra exploración; Philippe, ya cansado de la aventura, se manifestó
partidario de retroceder. Yo, por mi parte, nada dije; me atraía el sitio:
pasados los temores iniciales, me parecía que reunía un cierto encanto, quizá
el que emana siempre de las cosas abandonadas, de las mansiones donde ya no
vive nadie. Al final, hicimos lo que decía Charles. El patio, inundado de
hierba, desembocaba en un corral, en un espacio empedrado que cercaban gruesos
muros de mampostería. Había cuadras y trojes medio destruidas, carros de la
labranza que semejaban esqueletos de tablas y de herrumbre. Desde uno de ellos
nos llegó entonces un proyectil imprevisto que casi estuvo a punto de alcanzar
a Philippe. Nos refugiamos en una de las cuadras, desde cuyo ventanuco pudimos
apercibirnos de lo que realmente pasaba. Era una banda de gamberros del pueblo,
a los que conocíamos bien. Trataban, sin duda, de amedrentarnos para que nos
fuéramos de aquel territorio, del que seguramente se consideraban propietarios
eventuales. Tras varios segundos de espera, volvimos a ser asaeteados con
piedras, que lanzaban con gran furia sobre nosotros. Por desgracia, no
disponíamos allí de nada arrojadizo con lo que contrarrestar su ataque; nos
resignamos a aguardar, escondidos en aquella suerte de refugio. Una piedra,
lanzada con más brío, rebotó en el marco del ventanuco y fue a estrellarse
contra la cabeza de Philippe. Fue un impacto que le ocasionó una gran herida,
de la que empezó a manar abundante sangre. Asustados, salimos los tres de allí
corriendo, dando a nuestros adversarios evidentes indicaciones de que aquel
cruel juego había terminado. Como ya conocíamos el camino, no tardamos mucho en
volver a la calle, desde la que nos dimos prisa para llegar cuanto antes a la
casa de Philippe. La madre, como si lo hubiera sospechado, se hallaba a la
puerta con una vecina. En cuanto lo vio, lo metió en el comedor para curarle la
herida. Con gran aplomo, consiguió contener la hemorragia, aplicando con fuerza
una venda sobre el lugar donde se había abierto la brecha. Al ver las caras que
teníamos, intentó tranquilizarnos: dijo que no era importante y que eso nos
ocurría por jugar con niños tan malos. Fue un contratiempo que se solventó
pronto, gracias a la pericia con que la madre de Philippe supo restañar la
herida.
Aquella
experiencia nos enseñó que, en efecto, debíamos andarnos con cuidado y que no
habíamos de emprender aventuras que encerraban ciertos peligros, contra los que
todavía no estábamos demasiado preparados. Aquel caserón abandonado sería
tomado desde entonces por aquellos pérfidos inquilinos, de los que nosotros
guardaremos siempre una triste memoria.
10
Un
día, cuando regresábamos del bosque, nos encontramos Ruth y yo con Arlette, la
mujer que solía hacer mandados para la parroquia. Fue a la entrada del pueblo,
en una encrucijada de la que partían varias callejas, todas sombrías y de
irregulares proporciones. Una vez que llegábamos a aquel punto, cada uno tomaba
la dirección que le llevaba hasta su casa; Ruth torcía por la calleja de la
izquierda mientras que yo hacía lo propio por otra que bordeaba una pequeña
loma. Aquel día, sin embargo, nos hubimos de parar con el objeto de saludar a
la parroquiana, que también se había detenido para hacer lo mismo. No tuve que
presentarle a Ruth, puesto que ya la conocía, como así demostró desde el
principio. La verdad es que con aquella mujer era muy fácil el trato: tenía un
don natural para ponerse en el lugar del otro, para comprender al instante lo
que le estuviese pasando. Casi parecía que adivinaba los problemas de la gente,
no con la morbosa intención de solazarse con ellos, sino con el propósito sano
de solucionarlos, de realizar lo que estuviera a su alcance para que los demás
se sintiesen menos agobiados.
−¿De
dónde venís con tanto secreto? −nos preguntó sin ánimo de molestarnos.
Ruth
y yo nos miramos un momento, sin saber lo que le habíamos de decir. Ella
enseguida reparó en nuestro apuro e hizo lo que pudo para sacarnos de él:
−No
temáis, no les diré nada a vuestros padres −añadió con un gesto muy expresivo
de las manos.
−Venimos
del bosque −musité yo.
−El
bosque es un lugar maravilloso para vosotros −afirmó con rotundidad ella.
−Es
el lugar donde transformamos el mundo −contestó Ruth con un movimiento de las
manos muy parecido al que había hecho Arlette.
Nos
miró Arlette con sus ojos de santa, dos puntos oscuros que brillaban entre los
pliegues de su rostro. Pareció relampaguear en ellos una sonrisa, una sonrisa
débil de vieja que casi era un estallido suave de dulzura.
−Aunque
la gente piense que no está bien que dos niños anden solos por ahí, vosotros no
hagáis mucho caso −nos dijo−. A veces los mayores son demasiado críticos con lo
que hacen los niños, todo les parece mal si no está de acuerdo con sus
principios. Vuestros mismos padres, si se enteraran de que os veis a escondidas,
quizá también lo reprobarían como algo bochornoso. Pero vosotros no temáis:
defended siempre vuestra inocencia cuando sea posible. Yo creo en vuestra
inocencia, es el mayor tesoro que tenéis.
−¿De
dónde viene usted? −inquirí yo.
−Vengo
de distribuir alimentos entre los pobres −contestó ella, con un punto de luz en
sus ojos negros.
−¿Hay
muchos pobres en el pueblo? −preguntó a su vez Ruth.
−Los
pobres siempre han existido −replicó la anciana con un hilo de voz azucarada−.
Siempre hay algunas familias que lo pasan mal, pues no tienen apenas medios
para subsistir. Yo hago lo que puedo: les llevo los alimentos que a mí me dan
en la parroquia. Es una labor muy necesaria, sobre todo porque esas personas a
las que asisto están también faltas de cariño. En el mundo hay muchos tipos de
pobreza; hay una pobreza que no se ve y que es quizá la más importante: es la
del espíritu, la de saberse débil y necesitado de Dios. Como decía san Pablo,
el apóstol de los gentiles, nuestra fortaleza está precisamente en nuestra debilidad.
−Yo
siempre había pensado que los pobres son los que no tienen nada que comer, los
que pasan hambre −dije yo.
−Es
muy humillante eso de no tener nada que comer: para comprenderlo de verdad,
habría que padecerlo; yo, que también me he visto en ocasiones así, os lo puedo
garantizar. Esa ausencia de recursos causa una gran aflicción; es una situación
que en muchos casos se repite a diario y que puede ser muy angustiosa; para
paliarla, solo cabe la caridad, porque debemos pensar que todos somos seres humanos
y que a todos nos podía haber tocado la misma suerte.
−¿Cuál
es el caso que más le ha impresionado? −preguntó esta vez Ruth.
−El
de una viuda que tiene seis hijos y que no dispone de otra ayuda que la que yo
le llevo de vez en cuando. El marido trabajaba de albañil y murió de repente.
Vive con los hijos en una especie de cobertizo que un granjero generoso le ha
prestado mientras busca algo mejor. Es un sitio húmedo y maloliente, en el que
se han resignado a vivir. La mujer, que se llama Louise, llora con frecuencia
ante mí cuando los hijos no están: dice que es el único consuelo que tiene,
desahogar su pena conmigo para compensar los numerosos ratos en que no puede
hacerlo. Lleva una tragedia encogida en el alma, como muchas veces me dice. Es
terrible. Vosotros, como tenéis buen corazón, no debéis olvidar nunca que los
pobres existen y que la obra mejor que puede realizar uno en la vida es
llevarles un poco de amor.
Ruth
y yo asentimos, pues en muchas ocasiones habíamos pensado lo mismo, aunque no
lo habíamos expresado quizá de aquella manera. Para un niño, en efecto, no hay
mayor injusticia que la que divide a ricos y a pobres, la que se separa
mediante una franja indecorosa a los opulentos y a los que son dignos de
compasión. Es una realidad cruel, impuesta por las arbitrariedades de la vida,
contra la que el niño se rebela de un modo natural. El color grana de la tarde
acentuaba nuestras figuras en aquel punto de la encrucijada, sobre un fondo de
colinas que parecía adquirir un tono amoratado.
−Yo
no me canso de socorrer a nadie −prosiguió la anciana−. Creo, además, que es mi
deber. Veo en el necesitado a un hermano al que tengo que auxiliar, a un
hermano desvalido al que yo he de querer más que a ningún otro. Esa viuda que
os he dicho, Louise, es para mí un ser especial: la quiero tanto que casi llego
a sentir el mismo dolor que a ella la traspasa, la misma angustia con la que
vive. Su desgracia es también la mía; las lágrimas que vierte las vierto yo
también. Yo creo que Jesús sigue sufriendo con cada uno de estos pequeños que
sufren; el dolor no desaparecerá hasta que no acabe el pecado en el mundo.
Quizá no me entendáis; sois todavía muy pequeños para entender ciertas cosas.
−Ruth
es judía −recordé yo al oír mencionar a Jesús.
−Ya
lo sé, es una niña muy bonita que cree en el Dios de sus padres, en el Dios que
ellos le han enseñado.
En
los ojos de Arlette volvía a insinuarse una sonrisa relampagueante, quizá un
reflejo de la misma sonrisa con que Jesús acogería a sus pobres, a los que él
predicaba por los caminos de Palestina el reino de Dios.
11
De
pronto empezó a caer un fuerte aguacero. Ruth y yo nos refugiamos debajo de un
roble. En poco tiempo, el cielo se había cubierto de una nube muy oscura; la
tarde parecía haberse hecho más vieja, como si hubiera retrocedido hasta una
época en la que reinara una espesa penumbra. Caía el agua de forma brusca y
oblicua, dejando en el aire un ruido áspero de metal que se estrella. A veces
hasta nosotros llegaban gruesos goterones que se filtraban entre las ramas o
que resbalaban desde las hojas. En el suelo empezaban a formarse algunos
charcos, en los que se reflejaba una luz de plomo. Aquello no duró más que unos
minutos, pues con la misma rapidez con que se había presentado aquel chubasco
devino en una llovizna muy menuda. En el cielo comenzaron a salir grandes
claros, en los que brillaba un azul de paraíso. El sol de junio, rubicundo y
alto, emergía de nuevo entre las nubes, ribeteándolas de encajes dorados. Era
todo muy bello, de una hermosura prístina, apenas manchada por el roce de los
años. Las colinas, cubiertas de paños verdes, refulgían con la lluvia que había
caído: semejaban, desde la distancia, haber sido rociadas de un agua divina.
Era un espectáculo maravilloso, ante el que estuvimos un rato embelesados,
atraídos por tanta belleza. Sobre un trozo de monte que había quedado anegado
de sol, surgió el arco iris, tenso, radiante, como una emanación de la propia
naturaleza, como la señal de una antigua alianza que volviera entonces a
rememorarse.
Ante
la vista de aquel paisaje, Ruth aseguró que nos hallábamos ante un territorio
legendario, habitado por unos seres que estaban dotados de unas condiciones
extraordinarias. Eran de mediana estatura, muy parecidos a los humanos en el
talle y en los rasgos de la cara; lo único que quizá los hacía distintos era la
abundancia de su pelo, que en algunas partes de su cuerpo los asemejaba
bastante con el de ciertos animales. Los de sexo masculino eran de tez terrosa,
de un tono casi negruzco en las comisuras de los ojos; la mayoría de ellos tenían
además la barba hirsuta, lo cual les confería un aspecto casi de salvajes. Las
hembras, en cambio, eran de piel más clara, con las mejillas casi siempre
encendidas; disponían de un talento natural para mostrarse atractivas, para
despertar el interés de quienes las estuviesen mirando. Eran más bien bajas,
estrechas de cintura, con los pies muy pequeños. Al contrario de los machos,
solían vivir en grupo, formando comunidades en las que se sentían más seguras.
Tal
raza, inexistente en otros contornos, era de una sensibilidad extrema, de
gustos exquisitos. Eran conocidos por las especies vecinas como los neots,
aunque nunca se supo a qué se debía tal denominación. Vivían desde tiempos
remotos en aquellas tierras, como así aseguraban los testimonios más antiguos.
Entre sus principales habilidades, destacaba la de distinguir matices y
aspectos que pasaban desapercibidos para otros, detalles que a menudo tenían
que ver con la belleza que los rodeaba, con el país en que residían. Tenían
tanta sensibilidad que se expresaban siempre de un modo inusual, con voces y
giros cargados de sugerencias, con un estilo que no dejaba de sorprender nunca,
en el cual a veces se advertía un ritmo muy bien acordado, con acentos y rimas
que cautivaban los oídos. Sus temas de conversación más habituales eran el
color de los prados, los ruidos del amanecer, los silencios abrumadores de la
noche, el latido hondo de la tierra, el murmullo del agua en las fuentes y en
los arroyos... Hablaban sin apresurarse, respetando un turno riguroso de
palabra, con pausas que en ocasiones se prolongaban más de lo imaginable.
A
la fama de amenos conversadores se sumó la de sabios muy bien instruidos, con
fórmulas y sentencias que se remontaban a tiempos pretéritos, cuando la cultura
se transmitía todavía de forma oral, sin los arreglos o las conveniencias a que
conduce la mente de un creador individual. Muchos forasteros llegaban de otras
comarcas para consultarlos, para aprovecharse de sus copiosos saberes: se creía
que estaban capacitados para resolver todos los problemas, para guiar con su
perspicacia a todos los que andaban perdidos en medio de la ciénaga del mundo.
Su inteligencia, a fuerza de ejercitarse en múltiples casos, había adquirido
también la intuición que es necesaria para penetrar en los misterios, para
aclarar los enigmas con que a veces se presenta la naturaleza.
De
un reino que se hallaba al oeste del territorio ocupado por los neots, habían
llegado representantes de la corte para que les ayudasen a acabar con los
conflictos sucesorios, planteados a raíz de la muerte del anterior comarca. Con
la clarividencia con que a menudo discurrían, aconsejaron que reinase el último
de los candidatos al trono; aducían que Dios, a lo largo del Antiguo
Testamento, había escogido siempre a los últimos o a los más pequeños para
dirigir a su pueblo.
A
un joven que se había presentado con
dolencia de amores lo tuvieron en cuarentena para que se atenuaran un poco sus
quebrantos. Después, al comprobar que no mejoraba, se dispuso que volviera al
punto en que se habían originado sus males para saber si eran ciertos o no,
pues era frecuente que el amor moviese a engaño a los más descuidados, a los
que no estuvieran prevenidos contra sus embelecos. El joven regresó a su tierra y, tras varios días de comprobaciones,
retornó de nuevo con los neots para referirles sus experiencias. Según había
visto, el rechazo del que se quejaba no había sido sino un producto de su
cerebro, propenso a equivocar las cosas que en materias sentimentales se daban.
Había entendido por fin que su amada lo quería y que desde el principio había
sentido por él una pasión desmesurada. No lo había expresado por no contradecir
la voluntad del padre, a cuyo mandato siempre se sometía. Ahora, ante la
desazón que en ella había causado la ausencia, se había animado sin ningún
pudor a decírselo, dispuesta a arrostrar todos los inconvenientes que tal
decisión conllevaba. El joven quería saber ahora cómo vencer la resistencia
paterna, quizá el único obstáculo que ya le quedaba para alcanzar su objetivo.
Los neots le recomendaron que se armara de paciencia y que demostrara con su
conducta que era un tipo servicial y agradable, pues de esa manera ganaría el
prestigio que le hacía falta para cambiar la opinión que sobre él se tuviese.
El joven, guiado por aquel consejo, se afanó desde entonces en cuantos trabajos
le eran encomendados, aun cuando no sabía a veces para qué los hacía. El padre
de su amada, a quien habían llegado ecos de sus méritos, depuso su anterior
actitud y consintió al fin que fuera el hombre elegido para su hija.
En
cierta ocasión, se presentaron también otros que buscaban un remedio contra la
envidia. Según contaban, la vida se les había hecho muy complicada con las
insidias y las trampas que unos envidiosos urdían contra ellos. El motivo no
era otro que la prosperidad que habían alcanzado, fruto en gran parte del
trabajo y de los sacrificios que a lo largo de muchos años habían realizado.
Tanto habían progresado en sus negocios, que se habían convertido en el objeto
de las miradas y de las atenciones de todos sus vecinos, especialmente de los
que no habían logrado los resultados que ellos sí habían obtenido. La
frustración de algunos de estos últimos es lo que había despertado la envidia,
un sentimiento innoble que nace del deseo malogrado de conseguir lo que otros
ya han conseguido. Los neots, sensibles al tema, aconsejaron que para combatir
la envidia no había mejor método que la inhibición. Era inútil tratar de
persuadir a los envidiosos con razones o con pruebas de generosidad o de
perdón, ya que esas pruebas o esas razones podían ser utilizadas a su vez por
ellos como argumentos para defender su postura, para embrollar aún más la
situación. Era más conveniente, pues, inhibirse, ausentarse durante un tiempo
indefinido para evitar que la envidia fuera creciendo en el seno de quienes la
habían engendrado. Los envidiados hicieron caso de los neots y se marcharon del
país donde vivían para instalarse en otro donde no hubieran de ser tan
vigilados.
Resolvían
muchos asuntos, no solo relacionados con la vida cotidiana, sino también con
pensamientos o con manías de índole privada. A uno que tenía la obsesión de que
lo perseguían le aconsejaron que fuera él el perseguidor para comprobar que
eran solo fantasmas los que de él huían; a otro que tenía sueños de destrucción
le dijeron que se dedicara a reconstruir lo que en sueños con tanta saña
destruía; a un tercero que languidecía por un amor enquistado desde hacía mucho
tiempo le prescribieron que lo extirpara cuanto antes y que lo curara con el
bálsamo y los aceites que le proporcionara el amor que para él había sido
destinado; a uno que sufría altibajos emocionales le advirtieron que no era
bueno que tuviera grandes aspiraciones para que su equilibrio no se resintiera;
a otro que hablaba solo le dijeron que no era con él mismo con quien hablaba,
sino con otro ser con el que deseaba comunicarse, por lo que lo animaron a
salir a la calle y a entablar conversaciones con la gente. A los tímidos les
aseguraban que eran muy necesarios para los demás; a los de genio vivo y
lenguaraz les decían que guardasen silencio varias veces al día, porque en el
silencio se adquirían dones que ellos de otro modo nunca podrían alcanzar. A
los timoratos les infundían valor; a los audaces, prudencia; a los engreídos, capacidad
para reconocer sus defectos; a los humildes, constancia para mantener su
condición; a los negligentes, rigor para cumplir sus obligaciones; a los
esforzados, esperanza para no sucumbir nunca al desaliento; a los secos de
corazón les arrojaban brasas de emociones para que se quemasen con los fuegos
en los que otros ardían; a los de corazón enamoradizo los empapaban con las
aguas que de la razón se vertían para que sus humores se enfriasen; a los que
tenían su confianza puesta en la política les mostraban todos los casos en que
los buenos propósitos se habían perdido; a los que en los logros de la ciencia
creían les hacían ver que siempre habría misterios que la ciencia no podría
resolver; a los que eran esclavos de algún vicio les enseñaban todas las cosas
buenas de las que estaban privados; a los que eran serenos de espíritu les
daban aliento para que no desfallecieran jamás ante la adversidad. Para todos,
en fin, tenían los neots remedios, muchas veces acompañados de licores y otros
bebedizos que ellos mismos fabricaban, con los cuales disponían el ánimo de sus
beneficiados para conseguir con más facilidad lo que se proponían.
Eran,
por lo general, muy felices, hasta que una horda de bárbaros aguerridos quiso
acabar con ellos. Los movía solamente el puro placer de matar, sobre todo a
criaturas como los neots, que habían dado pruebas de una gran bondad. Estos,
como estaban dotados de una extraordinaria intuición, supieron enseguida el
modo de esquivarlos, refugiándose en escondites que nadie hubiera podido
descubrir. Existía, en efecto, un dominio secreto, al que se accedía a través
de unos pasajes ocultos que se habían excavado en los troncos de los árboles.
Cuando llegaron los invasores, se encontraron con un territorio despoblado, en
el que ni siquiera pudieron hallar ninguna señal de vida. Les pareció al
principio que habían sido víctimas de una especie de engaño, quizá tramado por
ciertos enemigos para conducirlos hacia aquel terreno. Como no tenían a nadie a
quien matar allí, pronto lo abandonaron para trasladarse a un lugar en el que
pudieran seguir haciendo sanguinarias tropelías.
De
aquella amenaza les quedó a los neots un miedo casi atávico a los grupos
desordenados, a las tribus de depredadores que solo obedecían al impulso de sus
instintos. Ellos, que eran muy pacíficos, no sabían cómo enfrentarse a gentes
despiadadas, a ejércitos de desaprensivos que eran capaces de cometer los
mayores desafueros. El propio miedo los hizo aún más sensibles, pues vieron en
el cultivo del arte y de la literatura un medio para escapar de sus temores.
Componer poemas o tejer animadas conversaciones no sería ya solo una forma de
entretenimiento, sino un modo muy sano de olvidar y de refugiarse en un mundo
de ficción. Fue así como crearon una maravillosa leyenda, construida con todos
los materiales que ya habían empleado, una leyenda que después se escribiría en
versos de una gran belleza, con un estilo en el que se mezclaba de una manera
muy armónica lo épico con lo lírico, lo trivial con lo instructivo.
Después
de muchos años, la amenaza casi se disipó: fue solo una sombra del pasado, un
oscuro episodio del que ya nadie más hablaría. Los neots volvieron a ser
visitados por los pueblos vecinos, atraídos por su fama. Siguieron siendo
grandes conversadores, hábiles constructores de diálogos en los que insertaban
todo tipo de manifestaciones literarias. En los crepúsculos se volvían casi
místicos: con los últimos resplandores del ocaso, el espíritu de los neots se
elevaba hasta alcanzar un estado de inefable dicha, un gozo mayúsculo que solo
podía ser explicado por el contacto con algo que trascendía los límites de
cualquier realidad. Ruth contaba que eran capaces entonces de entonar unos
cantos muy inspirados, con los cuales trataban de expresar todo lo que en
aquellos momentos sentían.
12
Las tardes de junio tenían un encanto
indecible. Los cielos eran amelocotonados, con tonos rojizos: parecían telones
decorados con pinturas antiguas, con colores de un matiz indefinible. Ruth y yo
apurábamos demasiado el tiempo: nos gustaba tanto la temperatura que hacía, que
a veces nos entreteníamos más de lo debido en nuestros paseos por el bosque.
Cuando regresábamos, era ya la hora del crepúsculo: desde las colinas
descendían sombras espesas que envolvían los campos en una penumbra morada. El
cielo se volvía entonces violeta, con manchas sonrosadas. En él comenzaban a
brillar las primeras estrellas: al principio eran puntos casi insignificantes,
diminutos destellos que casi se perdían en la inmensidad del espacio. Luego,
más tarde, cobraban un brillo más intenso: semejaban pequeños diamantes
incrustados en el paño azul del firmamento. A los dos nos atraía el misterio
que las estrellas suscitaban: nos habían dicho en la escuela que muchas de
ellas estaban ya apagadas, aunque su luz permanecía todavía en el universo,
como un fulgor aislado que vagase entre los demás astros. Era una explicación,
sin embargo, que nos resistíamos a creer: resultaba tan fabulosa como las
historias que Ruth inventaba sobre los hechos que observaba en su entorno. Un
día me contó que las estrellas eran las velas que los ángeles encendían para
alumbrar a los seres humanos por la noche.
−¿Con
qué intención lo hacen? −pregunté yo.
−Con
esas luces quieren demostrarnos que no estamos solos, que Dios sigue velando
nuestros sueños −contestó ella sin dejar de mirar el cielo−. La noche es oscura
para nosotros: engendra miedos y sospechas, nos asaltan en ella dudas que no
resolvemos. Con esas velas, encendidas por los ángeles, Dios nos transmite
confianza. Sabemos que no estamos solos: Dios, que nos ha creado, sigue
cuidando de nosotros. A lo largo de la historia se ha ido manifestando a su
pueblo para que no camine en tinieblas. Él, que es infinitamente bueno, nunca
nos abandona, aunque muchas veces parece que está escondido. El miedo es de los
hombres; la seguridad siempre viene de Dios.
Permanecimos
un rato mirando las estrellas. Ya había muchas en el cielo: nos representábamos
el cielo como un gran altar en el que lucían todas aquellas velas que los ángeles
habían encendido. Era todo muy hermoso, un espectáculo que nuestros ojos no
acababan de asimilar. Pensábamos que dentro de poco se encenderían otras, quizá
más lejanas, con un brillo más tenue. Aunque no los veíamos, nos imaginábamos a
los ángeles surcando aquel mar de negrura. Dios, con su infinita sabiduría,
estaría dirigiendo sus movimientos: los estaría animando para proseguir su
misión, para continuar alumbrando el mundo a fin de que los hombres no dejaran
de confiar en él.
−Vivimos
en un mundo en el que hay mucha incertidumbre −comenté yo con pesar.
−Hemos
perdido la esperanza −repuso ella.
−La
guerra está cada vez más cerca; cada vez hay más muertes. Es muy triste lo que
está ocurriendo. En otros momentos de la historia, ha debido de pasar lo mismo,
pero yo creo que ahora es peor.
−Cuando
los hombres se olvidan de Dios, les sucede esto. El mal se ha adueñado ahora
del mundo. Vivimos otra vez en las tinieblas, en una noche que parece perpetua.
Volvemos a tener miedo, por todos lados nos acechan peligros que amenazan
nuestra tranquilidad.
−Todo
es muy oscuro.
−Por
eso, las estrellas que vemos brillar deben ser nuestra esperanza. A la
esperanza siempre se la ha visto como una luz, como una luz que ilumina
nuestros corazones y que alumbra el sendero por el que debemos caminar. Si esa
luz nos falta, caemos en el desaliento con toda seguridad, como nos sucede
precisamente en este momento. El que camina a oscuras siempre se acaba
perdiendo, pues termina siempre escogiendo la senda que no le conviene. Una
vida sin esperanza es como un campo yermo en el que nunca podrá germinar ningún
fruto, es como un espacio vacío en el que jamás se representará nada.
−Las
velas que los ángeles encienden en el cielo deben ser nuestra esperanza.
−Así
es, lo has entendido muy bien. Si te fijas con atención, ellas no se apagan:
parpadean, titilan en lo alto para que no nos olvidemos de lo que significan.
Dios vela nuestros sueños, aunque muchas veces no lo parece.
−Él
nos quiere siempre.
−Nos
querrá hasta el final de los tiempos.
−A
lo mejor ese final ha llegado ya.
−Antes
tendrán que suceder una serie de hechos que aún no han sucedido.
−Es
posible que en tu religión todavía los estéis esperando; en la mía, sin
embargo, lo que había de ocurrir ya ha ocurrido: el amor de Dios ya se ha
encarnado, se ha hecho presente en Jesús, a quien mataron por impostor y por
blasfemo. Su muerte, sin embargo, nos ha traído la redención: es algo que quizá
la mente humana no entienda; bien pensado, es una locura, de ahí que haya
muchos que todavía no lo crean.
−El
amor de Dios se manifiesta de muchas maneras −replicó ella−. Si tú crees en
Jesús, tu esperanza debe centrarse en él. Si yo creo en lo que Dios prometió a
los hombres, mi esperanza se cifra en esa promesa, en una promesa que nunca se
dejará de cumplir. Esos ángeles que encienden las velas por la noche son
enviados por el mismo Dios.
−El
Dios de Jesucristo no puede ser diferente del tuyo −convine yo.
Era
ya de noche cuando llegamos al pueblo. El cielo aparecía cuajado de estrellas,
con leves polvaredas blanquecinas. A los dos nos impresionaba el misterio de
aquel espacio cósmico que se hundía hasta el origen de los tiempos. Había
momentos en que nos quedábamos abstraídos observándolo, como si tratáramos de
sorprender el paso de los ángeles entre aquella miríada de cirios.
Tras
despedirme de Ruth, yo me fui para mi casa con la sensación de que Dios siempre
estaba presente en nuestras vidas.
Fue
una experiencia que me influyó bastante, quizá porque habría de estar para
siempre ligada a lo que sucedería después.
Dos
o tres días más tarde, la ciudad de París fue tomada por el ejército alemán. La
mayoría de los parisinos huyeron despavoridos ante el peligro que sobre ellos
se cernía. Fue un éxodo masivo que estuvo marcado por la prisa y por la
precipitación. Muchas carreteras se colapsaron de vehículos que transportaban a
personas y enseres en una huida que no parecía tener ningún destino. Todo el
mundo comentaba en el pueblo el suceso sin poder ocultar el pavor: ya era
inútil disimular los sentimientos que aquellas aciagas noticias causaban. Si
París había caído, lo más probable era que todo el territorio de Francia
corriera muy pronto la misma suerte.
13
Durante
varias semanas, dejé de ver a Ruth, pues mis padres me impidieron que saliera
de la casa si no era por estricta necesidad. Suponía que a ella le había
ocurrido lo mismo con los suyos; en su caso, además, concurrían motivos más
serios, ya que el hecho de que fueran judíos los debía de condicionar bastante.
La gente tenía mucho miedo: se temía que en cualquier momento pudieran aparecer
por el pueblo las primeras avanzadas del ejército invasor. Como era ya verano,
yo había dejado de ir a la escuela; pasaba los días encerrado en mi cuarto,
entretenido con lecturas que apenas despertaban mi curiosidad. Muchas veces
pensaba en Ruth: me preocupaba por lo que a ella le hubiera podido ocurrir.
Deseaba tanto hablar con ella que me enfrascaba en conversaciones imaginarias,
en las cuales yo inventaba lo que cada uno había de decir: hablábamos
principalmente sobre lo que estaba ocurriendo, sobre las posibilidades que
teníamos para huir de aquella angustiosa situación; como siempre, Ruth me
sorprendía con su copiosa fantasía, con el modo que tenía para evadirse de la
realidad. Me di cuenta, con aquellos ejercicios, de que yo disponía del mismo
don: era capaz de fabricar un mundo muy diferente del que estaba viviendo, en
el cual hacía prevalecer los valores que a mí me hubiera gustado que
predominaran en la sociedad.
Las
prohibiciones suelen tener a menudo un efecto contraproducente. El encierro al
que estaba sometido despertaría cada vez más en mí las ganas de escapar y de
encontrarme con Ruth. No podía aguantar ya más tiempo sin verla: su ausencia se
había convertido para mí en un vacío insoportable, en un vacío que no conseguía
rellenar con las propuestas que mi propia imaginación sugería. Necesitaba estar
con ella, sentir su angelical presencia a mi lado: actuaba casi como un
enamorado que no descansa hasta que vuelve a tener a su amada con él, sin la
cual ya no sabe vivir. Aprovechando un descuido de mis padres, me escapé de la
casa con la intención de concertar una cita con Ruth; y con una osadía
inusitada, me presenté en su casa con una esquela para ella. Salió, por suerte,
a abrirme la madre, con quien Ruth parecía tener cierta complicidad. Le dije
que era un amigo de su hija y que había escrito aquel mensaje para que lo
leyera. La madre, con una condescendencia que yo jamás hubiera imaginado, me
prometió que no dejaría de cumplir mi encargo. Me fui con la convicción de que
en el lugar que le había indicado en la esquela volvería a verla: era ya para
mí una costumbre necesaria entrevistarme con ella, pasear juntos por las
veredas del bosque, escuchar de nuevo su voz preñada de silencios, sentirme
otra vez observado por sus ojos de maga.
La
cité al día siguiente en el mismo punto donde nos habíamos encontrado muchas
tardes, justo a la entrada del bosque, en un sitio que parecía ya predestinado
para nosotros, en una especie de pequeño rellano del que partían distintas
direcciones. Con mayor facilidad de la que había previsto, burlé nuevamente la
vigilancia de mis padres para estar allí a la hora establecida. Yo suponía que
ella habría hecho lo mismo con los suyos. Me animaba la idea de que Ruth no
podría defraudarme: confiaba tanto en ella que no concebía la posibilidad de
que no acudiese a la cita. Llegué con varios minutos de adelanto, por lo que
tuve que esperarla. El campo parecía dormitar bajo el sol de junio: se veía
desde allí compuesto de cuadros diversos, delimitados por empalizadas y por
cercas de adobes; alternaba el verde de los últimos sembrados con el rubio
esclarecido de los trigales, ya a punto de segarse. El pueblo, diseminado por
el paisaje, reposaba a aquella hora en un silencio de siglos; lo circundaba un
mar de colinas, bañadas por la luz de bronce de la tarde.
Ruth
apareció un poco después de lo que yo le había propuesto en la misiva. Igual
que la primera vez que la vi, la precedió un rumor incierto de pasos. Llegó
corriendo, con un jadeo casi agónico que tardó bastante en aplacar. Llevaba el
pelo suelto, un poco pegado a las sienes por el sudor que le había causado la
carrera. Tenía la cara todavía congestionada por el esfuerzo, por la fatiga que
le había costado llegar hasta allí. Sin embargo, sus ojos sonreían: había un
brillo astral detenido en ellos, encerrado en el fondo de sus pupilas.
−Quería
estar contigo, pero mis padres no me permitían salir −me dijo cuando ya se hubo
repuesto del cansancio.
−-El
mundo se ha vuelto loco −comenté yo.
Nos
internamos en el bosque como habíamos hecho tantas veces. Allí dentro parecía
reinar la paz, una paz antigua que no hubiera sido nunca violada por los afanes
humanos. Daba la impresión de que fuera un lugar prehistórico, anterior a los
cataclismos que después convulsionarían la Tierra. Los pájaros piaban en
las ramas de los árboles. Olía a resina
y a maleza, a humus y a cortezas desgajadas. Era un olor bronco y húmedo, de
naturaleza exuberante y pertinaz.
−Yo
no tengo miedo −confesó Ruth−. Quien cree en Dios no debe tener miedo. La vida
no se acaba aquí. Esta belleza que ahora contemplamos no es sino un reflejo de
la que en el Cielo encontraremos.
−Todavía
no entiendo por qué tiene que haber guerras −dije yo.
−Hay
cosas que no se entienden.
−Si
no hubiera guerras, el mundo sería maravilloso.
−Sería
un paraíso -añadió Ruth moviendo con ampulosidad los brazos, como si quisiera
abarcar con ellos todo el espacio en el que nos hallábamos.
−Vivimos
momentos muy trágicos −volví a recordar yo.
−Es
cierto. Lo que hoy vivimos será quizá motivo para que otros se salven.
−Los
errores humanos siempre se repiten.
−Lo
que se repite es tal vez la causa que los origina.
−Haría
falta crear a los hombres de nuevo.
−Podemos
transformarlos con nuestra imaginación: las cosas que no cambian se acaban
perdiendo −recordó ahora ella, volviendo a posar en mí sus ojos sonrientes.
−Todo
resulta fácil para ti −le dije yo después de una breve pausa.
−Lo
que en esta vida parece inamovible puede
ser sustituido por un sueño plácido.
Habíamos
llegado al sitio donde nos habíamos visto por primera vez. Llevados por una
oscura determinación, nos habíamos encaminado hasta allí los dos. Era como si
volviéramos al principio, deseosos de comenzar de nuevo un sueño que nos había
sido tan provechoso. Al darnos cuenta de ello, nos dio por hablar de lo que
había significado para los dos nuestro encuentro.
−Tú
siempre serás mi mejor amiga −le revelé yo.
−Nunca
he dejado de confiar en ti −replicó ella−: desde que te conocí, supe que jamás
me decepcionarías.
−Contigo
he aprendido mucho: he aprendido a mirar el mundo desde dentro, no desde lo que
mis ojos me presentan.
−Lo
importante es la mirada interior.
−Me
has enseñado también a soñar con la imaginación, a crear un mundo muy diferente
del que encontramos en la realidad.
−La
fe es el mayor bien que podemos imaginar −apostilló Ruth.
En
ese momento, se oyó un ronquido sordo en el cielo, un aleteo metálico que se
hacía cada vez más persistente. A través de un claro del bosque, divisamos dos
aviones que surcaban con un fragor indecoroso el aire. Ruth, después de unos
segundos, dijo que eran gigantes del cielo, formados con fragmentos de nubes y
de truenos. Los vimos planear sobre nosotros antes de alejarse. En nuestra
imaginación, se nos aparecían monstruosos, con las barrigas protuberantes, con
los brazos cubiertos de espinas y de excrementos de pájaros. Cuando ya se
alejaron, Ruth expuso todo lo que sabía sobre ellos:
−Son
gigantes que se engendran en las tormentas y que viven para siempre en las
capas más bajas del cielo, aunque muchas veces no los veamos. Aparecen en los
momentos en que son convocados por el demonio, al que siempre obedecen. Si se
juntan, son capaces de constituir un ejército muy poderoso. Utilizan como armas
los relámpagos que vemos zigzaguear entre las nubes, convertidos en unos sables
de pedernal que pueden atravesar superficies muy duras. Cuando más intenso es
su furor, arrojan de sus fauces pedriscos del tamaño de un puño que se abaten
con gran estrépito contra la tierra. No hablan: emiten a veces unos gritos descomunales que resultan
ensordecedores. Tienen mucha fuerza, aunque sus movimientos son más bien
torpes. A diferencia de otros monstruos, disponen de un sentido de la vista muy
desarrollado. Lo mejor es ocultarse cuando aparecen; lo más normal es que pasen
de largo si no consiguen localizar un objetivo concreto. El único modo de vencerlos,
si es que existe alguno, es dejar que descarguen su furia contra enemigos
imaginarios, contra enemigos que ellos
mismos se inventen.
−No
lo entiendo.
−Al
mal no se le puede responder con el bien, porque acabará engulléndolo. Ellos,
esos gigantes, representan el mal. El cielo atormentado en el que se engendran
es obra del pecado en el que los hombres han caído. Las tinieblas cubren la Tierra
cuando los hombres se olvidan de Dios, cuando ceden a las inclinaciones que
dentro de ellos surgen.
−¿Cómo
será eso de que los gigantes del cielo serán vencidos cuando se enfrenten a los
enemigos que su imaginación invente? −pregunté yo, tratando de aclarar aquello.
−Los
monstruos solo deben pelear contra otros monstruos −contestó Ruth, dejando que
su mirada resbalara por mi semblante−. La imaginación de un monstruo es capaz
de concebir criaturas semejantes a él. Su misión solo consiste en destruir, en
aplastar todo lo que se presente a su paso. Si no encuentra nada que abatir,
creará enemigos ficticios con los que pueda saciar su sed de destrucción.
−No
lo acabo de entender.
−El
mal solo se sacia con el mal −concluyó ella.
De
pronto se oyeron varias explosiones lejanas: parecían los truenos de una
tormenta distante, capaz de engendrar gigantes como los que Ruth acababa de
describir en su relato. Eran las bombas que aquellos dos aviones habían
arrojado sobre algún objetivo concreto. Ruth y yo, un poco alarmados, decidimos
regresar enseguida a nuestras casas. Por el camino pudimos descubrir varias
columnas de humo que se dispersaban en el aire. Era un crepúsculo soñoliento
del mes de julio, muy parecido a otros que ya habíamos presenciado. Tras las
verdes colinas, colgaba el telón malva del cielo, manchado de rosa y de naranja
en sus bordes. Antes de despedirse, Ruth me dio un beso en la mejilla.
14
Siempre
recordaré aquel beso: fue un contacto suave, de unos labios que se posaban en
la piel con grácil delicadeza. Fue un roce tan solo que sin embargo abrió en mi
alma una llaga de inopinada dulzura. Es un recuerdo que pervive en mi memoria,
un recuerdo hondo que no deja de causar en mí tiernos arrebatos. Está unido ya
para siempre a aquella hora trágica en que vimos cómo se cernía sobre nosotros
el mal.
El
pueblo fue invadido a la semana siguiente por las tropas alemanas: una ola de
terror se extendió por él, obligando a todos sus habitantes a permanecer en las
casas. Los caminos se llenaron de silencio, solo turbado por los pasos
intermitentes de las patrullas de soldados. El verano, con sus mañanas azules y
sus tardes de calor, parecía haber perdido la gracia con que antes se mostraba
revestido: era como si todo se hubiera vuelto más triste, como si la propia
visión que se proyectaba sobre las cosas las tornase de un tono más desvaído.
Las gentes se volvieron también más taciturnas: el miedo había agrietado sus
pensamientos, aplastado sus conciencias
con gruesas costras de incertidumbre; en sus ojos había una pálida luz
detenida; en sus labios, el temblor de una queja que no acabara de formularse.
Se desplazaban de forma cautelosa, temerosas de despertar sospechas o recelos
infundados: se sentían perseguidas, vigiladas por miradas inquisitivas, por
oídos que atendieran detrás de las puertas o de las paredes de sus
habitaciones, ocultos en las sombras que las rodeaban por las noches.
En
algunas casas se alojaron oficiales del ejército alemán. En la nuestra tuvimos
la suerte de no hospedar a ninguno, quizá porque no reunía las condiciones
necesarias para ello. Las existencias de alimentos se fueron acabando pronto,
por lo que hubo que buscarlas fuera, en los mismos campos de cultivo que habían
quedado abandonados después de la invasión. Mi padre, con gran sigilo,
consiguió traer bastantes provisiones, con las cuales podríamos sustentarnos
unos días más. Según averiguó en su salida, se habían efectuado requisas de
caballos y de armas de fuego que los campesinos ocultaban entre los aperos de
la labranza. Se habían suprimido todas las actividades: más que un pueblo de
agricultores, parecía un pueblo habitado por espectros, por seres que se
hubieran desprendido a la fuerza de su antigua condición.
Fueron
jornadas muy angustiosas, durante las cuales se hacía muy difícil sobrevivir.
Se tenía la impresión de haber caído en un estado en el que primaban los
instintos más básicos, en el que se desechaba todo lo que resultase superfluo.
En tales situaciones, uno se da cuenta de que el ser humano es más simple de lo
que se cree y que le bastaría muy poco para verse realizado; si no lo consigue,
es porque ha llenado su vida de cosas que no son imprescindibles para ser
feliz. Renacen inclinaciones y sentimientos que hubieran estado postergados,
tendencias que quizá estaban dormidas y que proporcionan un poco de calor y de
consuelo en medio de las desgracias que entonces se padecen. Yo, en aquellos
momentos, me sentí más unido que nunca con mi familia: era lo único que tenía,
el único bien al que me podía asir; compartía con mis padres y mi hermana unos
mismos deseos, un mismo afán por escapar de aquella terrible pesadilla;
parecíamos los supervivientes de un naufragio, de un horrendo cataclismo al que
nos habíamos tenido que enfrentar.
Después
de algunas semanas, la situación comenzó a ser menos tensa, quizá por esa
suerte de conformidad que asiste a la gente para adaptarse a todo lo que le
sobrevenga. Mi padre, ya más libre de acechanzas y de temores, pudo salir de la
casa con cierto desembarazo para realizar las tareas que consideraba más
convenientes. A veces incluso se entretenía con parientes y conocidos, con los
que intercambiaba impresiones sobre lo que estaba pasando.
−Una
familia de judíos que vivía en la parte alta del pueblo ha sido detenida −informó mi padre un día.
−¿Adónde
se la han llevado? −pregunté yo con ansiedad, sin acabar de creer lo que había
oído.
−Eso
nunca se sabe, es muy probable que ya no esté aquí −contestó él con aparente
tranquilidad, como si fuese algo de lo que no cabía sorprenderse demasiado.
El
sol de julio se nubló para mí. Sentí un dolor muy intenso, una desazón muy
grande que casi me impedía respirar. Por unos momentos no supe qué hacer: me vi
sacudido por un temblor incontrolable, por unas convulsiones que no lograba
detener. Mi madre, alarmada, me preguntó qué me ocurría. A modo de respuesta,
yo rompí a llorar. Era un llanto incontenible, en el que se mezclaban sollozos
de hondo desconsuelo. Lo que había temido se cumplía de un modo inexorable: de
alguna manera, me sentía vapuleado, desplazado de la vida por un hecho brutal.
Cuando
me repuse, expliqué a mis padres y a mi hermana de qué se trataba: les conté
brevemente todo lo que había vivido con Ruth, todos los secretos que habíamos
compartido. Les confesé que era mi mejor amiga, de la que nunca hubiera querido
separarme. Ellos entendieron enseguida el motivo de mi llanto; mi padre dijo
que a mi edad me había tocado vivir acontecimientos muy duros.
Por
la noche, ya en mi cuarto, volví a llorar. Necesitaba hacerlo: las lágrimas
eran como un desahogo para mí, como un modo de evacuar mi dolor, la pena que
por dentro me consumía. Era un niño, pero comprendía que a veces era necesario
expresar en forma de lloro lo que se siente: conviene que las lágrimas afloren
y corran por las mejillas como un río cálido, sin diques que lo contengan, sin
razones o prejuicios que lo frenen o que lo aminoren para que no sea tan
escandaloso. El recuerdo de Ruth era como una fuente de la que surtía todo
aquel caudal, todo aquel continuo fluir de gotas saladas que partía de mis ojos
y que resbalaba por mi piel de manera incesante. Si no lo hubiera hecho, la
verdad es que no sé lo que habría sido de mí, quizá el dolor hubiera causado un
hondo agujero en mi interior, lo hubiera horadado con furor implacable hasta
dejar en él una incurable llaga. Lloré quizá durante una hora, sin pensar en
otra cosa que en lo que Ruth habría sentido en el momento en que había sido detenida,
en el instante fatídico en que unos soldados se habían presentado ante ella
para sacarla a empellones de la casa. No podía imaginar la impresión que a ella
le habría ocasionado aquella inusual visita entonces, con un gesto congelado de
pavor acartonándole la cara, dilatándole las pupilas hasta un extremo
insoportable. Yo siempre la había imaginado feliz, con un rostro sereno, con
una mirada que se posaba tranquila en todo aquello que concitaba su interés.
Mi
madre, siempre atenta, apareció después en mi cuarto para consolarme. Sabía que
había estado llorando; por una intuición maternal, comprendía perfectamente el
sentimiento que entonces me embargaba, la amargura que me consumía al pensar en
la suerte que correría en aquellos momentos Ruth. Dijo que quería hablar un
rato conmigo porque no era bueno que los niños como yo se enfrentasen a solas
con su pena.
−¿Cuántos
años tiene tu amiga? −me preguntó.
−Tiene
doce años, aunque podría parecer que es algo mayor −le contesté igual que a mis
amigos.
−¿La
quieres? −me interrogó sin tapujos, con la naturalidad que le confería su
condición de madre.
Yo
me quedé callado, no porque no supiese qué responder sino porque me sorprendía
enormemente su pregunta. Ella me observaba, ansiosa por lo que pudiera
contestar. Muchas veces había sentido sobre mí aquella mirada, aunque nunca la
había notado con tanta intensidad: era como si todos sus desvelos y todas sus
atenciones estuviesen concentrados entonces en aquella forma de mirar, en aquel
flujo de ternura que de sus ojos se derramaba.
−Sí,
la quiero mucho −asentí sin titubeos, con un aire de triunfo que yo jamás
hubiera sospechado en mí.
−Aunque
sois de distintas religiones, os habéis llevado muy bien.
−La
religión no es ningún obstáculo para que dos personas se lleven bien. Tenemos
el mismo Dios.
−Es
verdad. No hay nada que pueda impedir que dos personas se entiendan. Querer a
alguien no es ningún pecado; Dios nos ha hecho precisamente semejantes a él
para que nos queramos, porque él todo lo hace por amor.
A
aquellas alturas, yo comenzaba a encontrarme mejor. Mi madre, con su sola
presencia, había conseguido envolverme en un aura de bondad que me alejaba del
desaliento y que hacía que me sintiera
más tranquilo.
−Ruth
piensa lo mismo que yo: está convencida de que Dios nos ama, aunque a veces
parece que se aleja de nosotros. Las estrellas que vemos por las noches en el
cielo son los mensajes que él nos envía para que confiemos en su amor.
−Es
un pensamiento muy interesante −comentó mi madre, al tiempo que redoblaba su
atención.
−Ruth
me ha enseñado que existe otra vida que no vemos, una vida que está formada por
todos los sueños que hay en nuestra mente.
−Aunque
se haya ido, el recuerdo de Ruth siempre permanecerá contigo.
−Es
posible que no la vea ya más.
−En
este mundo nunca podremos estar seguros de nada.
−Pero
a los judíos los matan.
−La
realidad es muy dura, como dice tu padre.
−Yo
no quiero que a Ruth la maten, ella no puede morir.
Mi
madre acarició el dorso de mis manos con mucha suavidad, demorándose en cada
movimiento, como si quisiera transmitirme con aquel contacto su aliento. Era,
en efecto, un modo muy sutil de animarme, de acompañarme en la desgracia que
había padecido. Se había dado cuenta de la magnitud de mi tragedia, del grado
de dolor que me había atravesado por dentro. Yo me abandoné a su caricia, como
me abandonaba de pequeño cuando sentía sus manos sobre mi pelo, cuando se
inclinaba sobre mi lecho para besarme por las noches antes de que me durmiera.
Mi madre no me respondía, parecía madurar la respuesta con la prolongación de
aquel instante; yo sabía que de alguna manera ya me la estaba dando, me estaba
predisponiendo para ella.
−Ruth
no morirá −me dijo al fin−; la muerte no puede derrotarnos, es solo cosa de
este mundo, en el cual todo parece que ocurre sin ningún control. Ella
continuará viviendo: será un ser nuevo que ascenderá entre las nubes y que
subirá al Cielo, donde encontrará a Dios, al mismo Dios en el que ella y
nosotros creemos. Allí la volverás a ver, cuando tú algún día también subas a
él. Te estará esperando, pues a los amigos siempre se les espera; su imagen
quizá no habrá cambiado, será posiblemente la misma que guardas en tu memoria,
porque es esa, y no otra, la imagen que al final prevalece, la que en nuestro
corazón hubiera quedado grabada. Sentiréis una gran alegría al veros, un gozo
inmenso que no se podrá expresar con palabras, porque no hay mayor alegría ni
mayor gozo que los que depara el encuentro entre dos amigos que se quieren,
sobre todo si se produce en un lugar donde ya se han anulado todas las
amenazas, donde todo es propicio para que la felicidad no tenga ya pausa.
Yo
había empezado a llorar de nuevo, aunque esta vez no lo hacía por los arañazos
de la pena sino por el adelanto de una dicha con la que jamás había contado. Al
ver que sonreía, mi madre me besó en la frente, con la misma dulzura con que me
besaba en la cama cuando era pequeño.
No
se supo ya nada más de Ruth. Había desaparecido de pronto, arrebatada del
escenario de la vida por fuerzas desconocidas, por orden de una voluntad superior
que lo dominaba todo, por decreto de una mente perversa que sembraba la maldad
y el terror en el mundo. Otro día, mi padre comentó que un vecino le había
dicho que a aquellos judíos del pueblo se los habían llevado a un campo de
concentración de Alemania, de donde nunca ya más regresarían; probablemente
serían exterminados junto a otros muchos prisioneros de la misma raza. Habían
sido trasladados allí como corderos que se llevan al matadero, como ovejas que
son conducidas hasta el esquilador.
Después
de lo que había conversado con mi madre, aquella noticia no podía afectarme ya
tanto como lo hubiera hecho en otro momento: gracias a Dios, disponía ya de
antídotos contra ella, de reservas suficientes para contrarrestar sus terribles
efectos; estaba, por decirlo de otra manera, vacunado contra la inmensa
impresión que podría causarme.
A
medida que pasaban los días, se insinuaba en mí cada vez con más insistencia la
esperanza de que todo aquello que estaba sucediendo no fuese cierto. Aunque no
tenía ningún motivo para creerlo, barruntaba yo en mi interior la posibilidad
de que Ruth no hubiera muerto. Era una idea a la que acababa aferrándome con
denuedo, con una pasión casi obsesiva. Cualquier hecho que ocurría llegaba a
ser para mí un indicio alentador de que continuaba viva, quizá en algún sitio
que nadie del pueblo podía sospechar por el momento. Más que una esperanza, era
un deseo que seguía creciendo, un anhelo que tomaba a cada instante más fuerza,
quizá porque la mente de un niño se resiste a claudicar ante lo que no es más
que una suposición de la gente.
En
una ocasión en que estuve reunido con Charles y Philippe, pudimos hablar
también del caso. Ellos, igual que yo, no podían creer lo que se contaba:
siempre habría de existir alguna forma de escapar de la drástica realidad que
se estaba viviendo; por muy rígidas que fuesen las directrices del ejército
enemigo, siempre habría algún medio para sortearlas, algún subterfugio para
evitar su cumplimiento. En nuestra imaginación, Ruth aparecía rodeada de una
multitud entristecida, en medio de un campo cercado de alambradas. Ella, por un
golpe de inspiración, conseguía escabullirse entre los presos, siempre guiada
por su extraordinario instinto. En un descuido de los centinelas, lograba pasar
por debajo del cerco de alambres y se alejaba con paso firme de aquel infierno.
Caminaba durante varias jornadas por las carreteras de Francia hasta que volvía
a recalar en nuestro pueblo. Nosotros, al verla, la recibíamos como a una
heroína, como a una patriótica que había sido capaz de desafiar con su actitud
a un poderoso rival.
Una
tarde, sin previo aviso, irrumpió en la casa uno de los representantes de aquel
temible bando. Era un oficial joven, con la cara rolliza. Por sus modales,
comprendimos enseguida que no llegaba con muy buenas intenciones. Hablaba en
francés, con un acento claramente alemán, lleno de aspiraciones y de bruscos
arrebatos. Más que su voz, me impresionaba su semblante, hosco, atrabiliario. A
mi madre, a mi hermana y a mí nos conminó a encerrarnos en la cocina mientras
él hacía con mi padre un registro por las demás habitaciones de la casa. Yo me
acuerdo perfectamente de la tensión y el miedo con que viví aquellos aciagos
momentos. Se oían de vez en cuando ruidos de puertas y de cajones que se abrían
o se cerraban con mucha violencia. Mi madre, con el fin de tranquilizarnos, nos
decía a mi hermana y a mí que no nos iba a pasar nada y que había cosas que en
un estado de guerra como aquel eran inevitables. Después de un buen rato,
volvieron el oficial y mi padre a la cocina, donde casi ya no podíamos aguantar
la angustia que nos consumía. Al comprobar que mi padre llegaba ileso, nos
relajamos un poco. El joven alemán, siempre muy serio, escrutó con minuciosidad
nuestros rostros antes de marcharse, quizá porque aún desconfiaba de nosotros.
Fue un examen intenso; todavía recuerdo sus ojos de lince clavados en los míos,
tratando de hallar en ellos una sombra de culpa, un reguero quizá de
impaciencia mal contenida. Yo, que era un niño, temblé mientras duró el
escrutinio. Tenía la certeza de me encontraba en un instante crucial de mi
vida, del que había de dar cuenta después.
Cuando
se fue, comprendí que la realidad era mucho más cruel de lo que yo imaginaba y
que Ruth seguramente no se salvaría nunca del suplicio al que había sido
condenada.
El
verano aquel pasó, cargado de dolores y de nostalgias. Yo me acordaba mucho de
mi amiga: a veces la creía tener a mi lado, susurrándome al oído cualquier
historia que ella hubiera inventado. Había días incluso en que casi no dejaba
de pensar en ella: la tenía presente en cualquier momento; era una obsesión de
la que no podía desprenderme y que en ocasiones resultaba casi enfermiza cuando
sucumbía a la tristeza, cuando mi vida volvía a nublarse como si ya nunca en
ella pudiera lucir el sol.
Tardé
mucho en acostumbrarme a su ausencia. Fue ya a finales de septiembre cuando
comencé a sentirme más liberado de aquella presión. El pueblo había quedado
bajo la vigilancia de un pequeño destacamento, pues muchos soldados habían sido
movilizados hacia otros destinos. Los cielos se habían vuelto a cubrir de
nubes; una luz cenicienta resbalaba por las colinas, envolvía los campos en un
sudario mugriento. Una tarde, llevado por un repentino impulso, regresé al
bosque donde me veía con Ruth. El bosque estaba teñido por los amarillos y los
rojos del otoño. Parecía un recinto sagrado, un templo en el que reinaba un
ambiente de devoción y de respeto, guarnecido de brocados y de molduras de oro,
con vidrieras y ventanales por los que se tamizaba una luz macilenta. Partían
las veredas hacia sitios recónditos, hacia rincones del pasado que no hubieran
sido manchados aún por el orín del pecado. Yo avancé por una de ellas; llegué
entre zarzas y matorrales secos a un espacio más ancho, en el que crecía una
hierba sencida. Con los ojos de la imaginación vi un ciervo detenido a escasos
metros de mí, observándome con una atención desmedida. Cantó una alondra, a la
que contestaron otras, posiblemente cobijadas en las ramas de los árboles. De
pronto oí a mis espaldas un ruido, un rumor quedo, un murmullo que se apagaba
entre la hojarasca. Miré. No había nadie. Comprendí al instante que era el
espíritu de Ruth, que me seguía y que tal vez me espiaba desde las sombras. Lo
sentí entonces dentro de mí, como una blanda caricia que pulsase mi pecho. Noté
un roce en la mejilla, un contacto muy suave, de unos dedos que parecían de raso:
era un beso, un beso cándido, de unos labios que se posaban en la piel con
grácil delicadeza. Imaginé entonces a Ruth montada en un caballo alado, con las
crines de espuma. Pasaba ante mí con la cabeza erguida, mirándome con ojos
agradecidos, como si con ellos tratara de sellar una amistad que nunca debía
interrumpirse. En aquel momento, me acordaba de lo que me había dicho mi madre
la noche que estuvo en mi cuarto para consolarme. Deseaba ya haber muerto para
ir a donde ella fuera, para encontrarme de nuevo con ella en el Cielo. Imaginé,
con más ilusión que pesar, que me moría y que mi espíritu se liberaba por fin
del cuerpo en el que había vivido. Yo era de pronto, como decía mi madre, un
ser nuevo: me sentía liviano, con capacidad para volar y para alzarme por el
aire a lomos de mi deseo, por un espacio virgen que semejaba estar hecho de
plumas invisibles. Las nubes eran retales de seda, copos de algodón entre los
que yo pasaba con creciente ligereza. A medida que ascendía, el silencio se
hacía más persistente: parecía una impresión física que no conociese límites,
un sonido muy profundo que se hubiera desprendido de su origen. Viajé sin
desmayo, a impulsos de unas alas que yo no percibía; atravesé espacios azules,
estadios que eran cada vez menos inclinados, como si en lugar de subir me
estuviese desplazando por la superficie terrena, por sitios que hubieran
quedado vacíos, disueltos en la intemperie. En ningún momento me sentía
aturdido; la sensación del desplazamiento era muy diferente de la que se tiene
sobre la tierra; era como si todo se hubiese vuelto blando, amoldable a mi
cuerpo, favorable al movimiento que yo seguía. Tampoco sé el tiempo que duró
aquel viaje, pues también la noción del tiempo se había borrado: allí nada
podía ser medido, allí todo sucedía de un modo puntual, en un punto en el que
estuviesen contenidos a su vez todos los puntos, tanto del pasado como del futuro,
era un presente continuo, un presente que se prolongaba de manera
ininterrumpida. Comencé a oír entonces unas voces, quizá eran de ángeles,
tenían el timbre agudo, el acento de una formulación indefinida; resultaban muy
gratas al oído, pues su tono era siempre bajo, de inflexiones muy bien
moduladas, con cadencias que dejaban en el alma ecos imprecisos, suaves
desviaciones de la forma que habían tenido de manifestarse. Yo me quedé
extasiado: aquellas voces ejercían en mí un influjo irresistible, parecían
componer cantos muy mesurados que elevaban mi ánimo y que casi lo preparaban
para disfrutar de un gozo inusitado. Era un hilado de llamadas que se
perpetuaban, una madeja de insinuaciones que acababan por trastornarme.
Continuaba viajando por la acción del mismo impulso, en una dirección que yo
nunca hubiera sospechado: era como cuando uno sueña que cae por una pendiente o
que recorre un camino muy largo y
sinuoso, tras el cual nunca sabe lo que le aguarda. Quise ver a Dios, aunque
realmente solo alcancé a divisar una luz muy intensa que casi me cegaba. Vi
entonces algunas figuras que se movían por aquel espacio sonoro, siluetas muy
delgadas que de pronto se convertían en sombras huidizas. Ruth apareció entre
ellas, con el pelo suelto, con la tez más clara que la que en la realidad
tenía. La reconocí por el delantal a cuadros con que se revestía, el mismo que
llevaba la última vez que la vi. Sonreía con dulzura, casi de un modo lánguido,
con ojos penetrantes, fieles a la expresión que siempre habían tenido. Intenté
hablarle, pero las palabras se me descompusieron en la boca, como si hubieran
perdido la fuerza con que habían de ser emitidas. Fue un encuentro breve, pues
enseguida la imagen se desdibujó, quizá porque era más nítida y definida de lo
que cabía esperar. Me quedó la certeza de que Ruth seguía viva, como mi madre
me había asegurado.
15
Ha
pasado mucho tiempo, tanto que aún creo a veces que aquello fue un sueño, un
sueño maravilloso que tuvo lugar en medio del horror de la guerra. Aquella
experiencia me sirvió para entender que dentro de mí existía un mundo interior, que yo había de preservar de las
influencias del que había en la realidad. Ruth me había enseñado a amar aquel
mundo, a respetar las leyes por las que él se rigiese, los valores que en él
más destacasen. La fe que yo tenía en Dios me ayudó también a verlo así; me
resistía a creer que los seres humanos fueran tan malvados como en las guerras
se mostraban, como en los momentos de máximo furor parecían. Si Dios los había
amado tanto debía haber en ellos cualidades que lo avalasen, intenciones que
quizá no había descubierto yo todavía. Me dediqué durante varios años a
investigarlo, hasta que me convencí de que el precio pagado por Jesucristo no
había de ser en balde: su sangre, derramada en la cruz, había tenido como fruto
la redención del género humano, con el cual él se había identificado hasta el
extremo. Me hice sacerdote después de reflexionar mucho sobre todas estas
cosas: era mi camino, el camino que de algún modo Ruth me había mostrado con su
ejemplo, con los relatos que de forma tan caudalosa ella inventaba cuando
estaba conmigo. Era la vereda que yo tenía que seguir para encontrarme conmigo
mismo, para encontrarme con el tipo de persona que Dios había determinado que
fuese. Siempre que lo analizo, llego indefectiblemente a esta conclusión:
siempre me asalta la sospecha de que había sido precisamente Ruth quien me
había señalado la dirección que yo tenía que seguir. Me había salido una vez
más al encuentro para darme un último consejo, para guiarme hacia el lugar que
ya estaba determinado en mi destino. Es, por tanto, muy grande la deuda que
tengo contraída con ella: casi le debo todo lo que posteriormente he sido, todo
lo que desde entonces he hecho al servicio del prójimo, porque mi vida no ha
tenido nunca otro sentido. Lo que ahora escribo quizá no es sino un intento de
rendirle tributo, un homenaje que al final le hago para que se reconozca el
valor que realmente tuvo. Hasta ahora ha podido pasar por un secreto, pues
aparte de mis padres, mi hermana y unos pocos amigos no ha habido prácticamente
nadie que lo supiera; incluso ellos, los que lo han sabido, probablemente lo
hayan olvidado en el transcurso del tiempo, pues todos tendemos a olvidar lo
que no nos afecta de una forma concreta. Es, por tanto, casi un secreto, de
cuyo alcance solo yo he sido consciente, en especial después de haber evocado
aquellos trascendentales momentos. Las deudas que en la vida no se pagan se
saldan sin duda con el recuerdo, como me pasa a mí ahora con esta pequeña
historia que escribo, con esta especie de cuento que más bien se parece a un
cuento salido de la fértil imaginación de un niño.
Para
concluir, he de reseñar lo que les ocurrió a los otros seres que han aparecido
también conmigo en este relato. Mis padres, como es natural, ya han muerto:
primero, como era también de esperar, falleció mi padre, al que el rigor de los
trabajos en el campo ya habían mermado bastante; luego, en la década ya de los
setenta, murió mi madre, víctima de una larga y penosa enfermedad que le hizo
sufrir mucho. Mi hermana se casó, y tuvo tres hijos; con ella, como ya he dicho
en otro momento, me une un lazo muy estrecho. Mis amigos, por su parte,
siguieron derroteros distintos: Charles es ingeniero y Philippe, médico; sé que
viven en París, aunque por diversos motivos no he podido mantener el contacto
con ellos.
Han
pasado, en efecto, muchos años: el tiempo ha mitigado ya gran parte de aquellos
dolores que padeció la humanidad; las cosas dejan de ser como habían sido,
pierden la dureza con que se hubieran
presentado al principio. Con el ejercicio de mi sacerdocio, me he encontrado
con numerosos casos en los que se evidenciaba esto, en los que se hacían más
patentes los efectos del tiempo en las personas que más habían sufrido los
zarpazos del dolor. Me he dado cuenta también de que hay heridas que tardan más
en cicatrizarse, heridas que no dejan de sangrar a pesar de los emplastos y de
los apósitos con que han intentado restañarse: han sido ocasionadas generalmente
por el odio y por los deseos acumulados de venganza, que pueden alcanzar una
proporción desorbitada si no son vencidos con los remedios que propone la
razón.
Las
obras del mal son aparatosas; causan por
lo común mucho ruido, un ruido a veces atronador. Son los gigantes del cielo
que amenazan con su furia desatada y que se abaten con saña contra todas las
criaturas que encuentran a su paso. El reino de Dios, en cambio, se encierra en
una semilla minúscula, en un grano ínfimo de mostaza, en un núcleo insignificante
de vida que germina en los corazones y que se expande en forma de fruto y que
crece y se ramifica y se puebla de pájaros.
Será
difícil que me olvide de Ruth. Muchas noches sueño con ella: se me aparece
igual que antes, con la misma gracia que tenía cuando paseaba conmigo por el
bosque. La veo a veces cruzar ante mí, se mueve con resolución entre los árboles,
persiguiendo quizá a un niño que le ha llamado mucho la atención, a un vecino
del pueblo con el que ahora quiere entablar amistad. Yo le hablo entonces,
descubre en mí a ese niño al que perseguía, sonríe, me habla ella también con
una voz entrecortada, quizá soñolienta. Las palabras se difuminan, parece que
no tienen peso, que están constituidas de agua, de un agua que se derrama y que
apenas forma un manantial muy leve, un caudal sigiloso de sonidos que acaban
convertidos en un rumor casi imperceptible, en una hilera de ecos que se
confunden y que se pierden. No nos hacen falta, sin embargo, las palabras para
entendernos; nos comunicamos con las miradas, con los gestos, con el modo que
tenemos de callarnos. Junto a ella surge de pronto un ser extraño, parece un
salvaje, pues va ataviado con ropajes muy toscos. Es alto y fuerte, con el
torso emboscado de pelos, con la tez aceitunada y reluciente. Los ojos son
negros, profundos, de un mirar grave y adormecido. Observo que las orejas se le
agrandan y se le estiran de repente hasta hacérsele puntiagudas, como signos
contumaces que lo identificaran entre todos los demás habitantes del planeta.
Es un elfo, quizá el mismo que había desairado al hada y que luego había
vuelto. Camina con donosura en torno a Ruth,
a quien da la impresión de que corteja. Por raro que pueda parecer, yo no me
pongo celoso, sino que me muestro incluso cortés ante los dos, como si ya
hubiera previsto aquella escena. Los celos, por otro lado, no existen para mí.
Estoy completamente seguro de que Ruth es mi amiga y de que por nada del mundo
me reemplazará a mí por otro. Hay un momento en que el elfo se trueca por un
niño rubio, en quien reconozco a Philippe. Aunque presenta rasgos muy
diferentes de los que tenía mi amigo, no puedo dudar de que es él. Lo veo jugar
con Ruth, igual que habría hecho si la hubiera conocido. Yo me uno a ellos,
juego también con los palitroques con los que están entretenidos. Es un sueño,
en fin, muy agradable, en el que también ocurre que Ruth se aparta de nuestro
lado y se monta en un caballo con las crines de espuma. Con una rapidez
asombrosa, se eleva y surca el espacio. Philippe y yo la vemos alejarse hasta
que ya casi se pierde de vista. En el cielo parpadean en ese instante numerosas
estrellas. Son las velas que encienden los ángeles para demostrar a los hombres
que Dios sigue velando por ellos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario