La literatura es siempre magia

En la literatura todo se desvitúa y desrealiza para tomar un aspecto nuevo, para que lo que en ella aparezca nos invite a soñar. Es su principal propósito; si no se cumple, se convierte en un mensaje huero, en un insulso planteamiento. La vida en ella llega a su plenitud, pues lo que se sueña es lo que pervive, lo que se resiste a sucumbir.







sábado, 26 de febrero de 2011

Un hombre nuevo

UN HOMBRE NUEVO





Pedro Ruiz-Cabello Fernández



















Por supuesto, a todos los que alguna vez se han sentido solos y deprimidos, a los que se creen derrotados porque han perdido ya el calor y el consuelo que proporcionan siempre los amigos.






























I

“Quien habla solo espera hablar a Dios un día”. Antonio Machado.

























1



Cuando Miguel despertó y abrió los ojos, tuvo que volver a cerrarlos al instante, heridos por la catarata de luz que se vertía por la ventana del cuarto donde ahora por primera vez estaba alojado. Una luz que le parecía más clara o más intensa que la que él conocía, o que penetraba acaso sin obstáculos o sin sombras que la atenuasen. La luz de una mañana de septiembre que prometía ser radiante, tal como él había deseado que fuera. Mientras permanecía con los ojos cerrados, recordó que se había despertado varias veces a lo largo de la noche y que en contra de lo que presumía no extrañaba el sitio, como si éste ya previamente hubiera sido incorporado al guión de su vida. Se acordó también de que había soñado que estaba acostado en su antigua cama, allá en el piso de sus padres, donde había vivido hasta hacía pocas horas, ya que hubo de dejarlo a los nuevos propietarios como había convenido en el contrato que con ellos firmara. Aunque era todavía de noche en aquel sueño, tenía la impresión de que se hallaba ya muy avanzada la mañana y de que se le hacía muy tarde para abrir la tienda que antes regentaba, por lo que seguramente habría entonces muchos clientes esperándolo a la puerta, preguntándose qué le habría podido pasar a él, que solía ser tan puntual y que nunca caía en falta en su trabajo, como venía demostrando desde que su padre muriera y se hiciera cargo del negocio. Sin embargo, al llegar a este punto, se despertó y se percató de que efectivamente era de noche y de que yacía en una cama y en un lugar que no eran los de siempre. Esto le trajo después a la memoria algunas vivencias de aquel tiempo que creía olvidadas, y de éstas luego retrocedió a otras todavía más antiguas por esa vaga indeterminación con que se sucedían sus pensamientos, con lo que vino a dar en una repentina y terca evocación de sus padres, a quienes le hubiera gustado tener presentes en ese instante para que participaran con él de la nueva realidad en la que se encontraba, si bien no desechaba la idea de que ellos de alguna manera estuvieran enterados de todo, pues aunque no iba de ordinario a misa no descartaba que existiese otra vida más allá de la muerte, tal como su madre de pequeño le había inculcado. Ésta fue la causa de que su mente se recrease entonces en ella, a la que evocaba como una mujer muy bondadosa y tranquila, entregada siempre con abnegación al cumplimiento de sus tareas y de sus hábitos ya establecidos, de una fe tan arraigada y tan profunda que nada parecía nunca soliviantarla ni amenazarla siquiera, una mujer que además era incapaz de formular ninguna queja o ningún juicio negativo sobre nadie. Su padre, en cambio, era en este sentido distinto, o tal vez aparentaba serlo porque era ésa precisamente la imagen que le convenía, o la que quería mostrar ante la gente... A Miguel, por el contrario, la suya apenas le importaba, o eso creía ahora. Había llegado a una edad en la que todo lo juzgaba relativo, en la que asimismo trataba de imponer a su vida un ritmo más pausado, con el cual pudiera sobrellevar mejor lo que aún le quedara de ella, pues se le antojaba que era muy corta y que el tiempo en el futuro sería aún más acelerado. Después de haber perdido a sus padres y de haber visto su muerte como cosa natural, ante la que nada podía oponerse, él, que era hijo único y que quizá por esto mismo y por ser ellos mayores cuando lo tuvieron los había considerado como su punto principal de referencia, sólo aspiraba a vivir sin muchos sobresaltos y a actuar de algún modo como ellos le habían enseñado, con la honradez y los principios en los que habían sabido iniciarle, aunque a veces no los tuviera en cuenta; así que se había prometido que iba a permanecer siempre en actitud de servicio, para que los demás pudieran acudir a él cuando más lo necesitasen, en especial los amigos y las personas más allegadas. Se sentía incluso realizado de esa manera, pensando que sería un individuo útil e integrado en la sociedad, en la cual cumpliría un papel que no pasaría desapercibido, como había ocurrido hasta ahora, durante todos los años en los que había trabajado como un honrado tendero o comerciante para que otros llegaran a beneficiarse de sus servicios. Sobre esto, tenía claro Miguel que terminaba un periodo en el que había sido un sujeto activo y eficiente que había contribuido al bienestar social con su humilde labor, de la que sin ninguna duda debía estar orgulloso, pues era justamente la que heredara de su padre y la que por eso parecía que hubiera sido destinada de antemano a él. Ahora, sin embargo, había decidido que tenía que dejarla, no porque renunciara a ella, sino porque creía que era oportuno que lo hiciera: entre otras cosas, porque estaba convencido de que su negocio muy pronto habría de resentirse de la competencia desigual que suponía la instalación de modernos supermercados, como venía sucediendo en los últimos tiempos; además, él se encontraba ya cansado y pensaba en consecuencia que había llegado también el momento de emprender una nueva etapa en la que estuviera exento del trabajo y de las obligaciones y premuras que normalmente éste acarreaba, pues tampoco tenía necesidad de ello con lo que ya había ganado y ahorrado antes, acrecentado recientemente con todo lo que se había embolsado a raíz de la venta del piso y de la tienda heredados de sus padres, operación inmobiliaria que le había permitido la adquisición de la actual vivienda y el ingreso en el banco de una ingente suma de dinero, con cuyos intereses calculaba que viviría de forma desahogada si quisiera durante un buen puñado de años. Por otro lado, él se conformaba con poco y apenas gastaba en nada que no fuera estrictamente necesario; y estaba, por lo demás, solo, sin nadie con quien tuviera que avenirse a un criterio distinto del que a él se le antojase, aun cuando le había dado últimamente por invertir algo en libros, adquiridos no obstante en ediciones más bien baratas: se había aficionado, en efecto, a leer para combatir la soledad y escapar de ella a través del mundo imaginario y maravilloso que los libros le ofrecían; de modo que ahora ya no podía pasar sin ellos, ni había día en que no dedicara algún rato a la lectura, pues si no lo hacía le asaltaba la sospecha de que no había aprovechado la jornada o de que ésta había sido incompleta, como le estaba ocurriendo desde que aquella afición empezara a convertirse en un hábito cotidiano: así, cuando alguna noche llegaba más tarde de lo acostumbrado a casa, se iba derecho a su cuarto y se despachaba unas cuantas páginas antes de meterse en la cama; había desistido de hacerlo acostado porque el sueño entonces lo vencía y se veía obligado a cerrar el libro en seguida, sin que apenas después lograra recordar nada de lo que hubiera leído.
Con esto y otras cosas estaba seguro de que viviría más tranquilo a partir de ahora, pues consideraba que en esta próxima etapa debía ser ésa su mayor aspiración, en contra de lo que él observaba a menudo en la gente, la cual nunca se mostraba satisfecha con lo que poseía, sino que siempre andaba afanada en el cumplimiento de algún nuevo deseo. Él no iba a caer en tal necedad porque era un hombre maduro que sabía lo que quería, curtido por múltiples experiencias que le habían enseñado a discernir lo que realmente merecía la pena en este mundo. Todo lo material tenía un fin, que incluso podía llegar antes de lo esperado, ya que el ser humano es así de vulnerable, o así de impredecible y de limitado; por tanto, era para él una estupidez cifrar en aquello la felicidad, puesto que ésta sería también muy relativa o de muy corto alcance. Por eso Miguel pensaba que era preferible partir de este hecho o de esta premisa para vivir después de una manera más realista, que es lo que él pretendía desde el momento en que se dio cuenta del verdadero significado de la existencia.
Como si concluyera una tortuosa y difícil ascensión, con la cual coronara la cumbre de una alta montaña que desde abajo se hubiera creído casi inaccesible y llena de peligros y obstáculos insalvables, se sentía con la dicha de quien ha superado y dejado atrás en efecto tales pruebas y al mismo tiempo se complace con la contemplación de lo que le resta entonces de camino, de ningún modo comparable con el que había seguido antes, ya que este que se ofrece ahora ante su vista parece que le va a deparar emociones y sorpresas harto agradables. Tal era, verdaderamente, la impresión que prevalecía en el pensamiento de Miguel aquella mañana, mientras permanecía todavía en la cama con los ojos cerrados, la impresión de que lo peor había ya pasado y de que lo que le aguardaba en el futuro había de ser mucho más fácil y llevadero, mucho más gratificante incluso si lograba sacar provecho de todo lo que había ido aprendiendo y madurando en años anteriores. Sin duda, tendría que encontrarse con nuevos contratiempos o adversidades, algún sendero que le resultara acaso más escabroso o complicado de lo que hubiera pensado en un principio, algún terreno tal vez en el que abundaran fragosidades y asperezas; sin embargo, albergaba la certeza de que nada lo detendría y de que saldría airoso de cualquier dificultad o circunstancia con que a su paso tuviera que enfrentarse, pues sabía ya cómo desentenderse de todo aquello que pudiera perjudicarle o que no le pareciera beneficioso o adecuado para sus intereses: era capaz, efectivamente, de sortear cualquier obstáculo, de evitar cualquier peligro, de resistir el cansancio o combatir la sed si la jornada se prolongaba más de lo esperado, de abrigarse de las inclemencias del tiempo si éstas arreciaban, de hallar el atajo oportuno sin perder nunca la dirección que llevaba, de orientarse en una encrucijada o en un punto en el que confluyen varias opciones... O por lo menos eso creía, o de eso parecía estar convencido aquella mañana, cuando se despertó con la sospecha de que había alcanzado la cumbre de su carrera y de que a partir de entonces habría de disfrutar de lo que le restara de ella, o de las consecuencias que de ella se derivaran. Después, sin embargo, pasados aquellos instantes de contenida euforia, consideró que quizá todavía le esperaban algunos imprevistos o situaciones con las que no contara, igual que el caminante que se puede ver sorprendido por azares que no hubiera tenido en cuenta o por imponderables que de pronto se presentaran, ajenos no sólo a su voluntad, sino también al trazado que ofreciera la ruta.
Lo que estaba claro, sin lugar a dudas, era que se iniciaba para él una etapa distinta, quizá la última, pues a su edad tal vez no habría tiempo para más, o quizá sí, en el caso de que fuera aquélla muy breve y le sucediera en seguida otra, si bien esto no era probable que ocurriera, o no era algo que pudiera vislumbrarse en el horizonte. Vivía así mejor, rodeado de una suerte de atmósfera que lo protegía de las asechanzas y eventualidades que a buen seguro le aguardaban en el exterior. El matrimonio, por ejemplo, lo veía como una posibilidad muy remota, en la que no trataba de reparar siquiera: aunque era verdad que había estado enamorado y que alguna vez había llegado a planteárselo, en la actualidad no creía que fuera una idea demasiado oportuna, por lo que intentaba desestimarla siempre que a su mente acudía, aun cuando reconocía que no sería tampoco sensato descartarla, ya que nunca se sabía lo que a uno podía presentársele. Prefería, con todo, no pensar en ello, en especial después del último episodio de esta naturaleza que había vivido, del cual había sacado la conclusión de que el amor no debe estar condicionado por intereses de ninguna clase y de que había hecho por consiguiente muy bien con dar por terminada una relación que sólo acababa de comenzar, por muy decepcionante que hubiera sido para la persona con la que había empezado a salir, una mujer soltera, de la misma edad que él, bastante guapa y agradable, a la que sin embargo no quería como consideraba que había de querer a la que podía llegar a ser su futura esposa. En esto, Miguel decidió al fin abrir los ojos y se encontró como antes con una luz casi cegadora que por poco lo obligó a entornarlos o a cerrarlos de nuevo, aunque esta vez resistió y consiguió pronto adaptarse a ella. Después se puso a pensar en todo lo que tenía que hacer aquel día, ya que aún le faltaban algunos asuntos que resolver y más de un detalle que añadir a aquella vivienda recién estrenada; y como no acertaba a decidir qué era lo más urgente o qué era lo que debía realizar antes, fue repasando mentalmente cada una de esas cosas con la intención de ordenarlas y de establecer prioridades; y después de haber discurrido un poco sobre ellas, se propuso ir a comprar en cuanto desayunara, aunque para esto había de confeccionar previamente una lista con las que ya hubiera seleccionado. Luego, una vez que realizara la compra, se pondría a preparar la comida, para cuyo fin le dio también por preguntarse qué era lo que más le apetecía y cómo debía combinarlo con lo que pudiera cocinar en los días venideros. Después de comer y de fregar lo que hubiese quedado sucio, se sentaría a leer en el salón y a eso de las seis o seis y media saldría a pasear un rato hasta que por último entraría en un bar en el que ya lo conocían y en el que a menudo se veía con algunos amigos... Era bueno que siguiera un determinado orden, pues de otro modo acababa uno siendo muy desorganizado y se olvidaba de atender obligaciones que nunca había que dejar de cumplir, se dijo Miguel poco antes de levantarse de la cama y de calzarse las zapatillas para dirigirse después casi por instinto hacia la ventana de su cuarto, atraído por aquella luz tan intensa que lo había deslumbrado al despertarse. Y casi por instinto también descorrió el visillo y alzó la persiana aún más de lo que estaba, y se quedó entonces mirando todo lo que desde allí podía divisarse: en primer lugar, una ancha calzada que giraba alrededor de una rotonda, invadida a esa hora por numerosos vehículos; más allá, al otro lado de dicha calzada, un parque con dos hileras paralelas de árboles y de bancos distribuidos de forma simétrica entre ellos, con una zona de columpios reservada para el juego de los más pequeños, un parque oblongo cuyo extremo opuesto apenas se alcanzaba a columbrar, confundido con la línea de edificios que se sucedían de aquella parte, algunos todavía en fase de construcción, pues era aquél uno de los lugares de la ciudad que últimamente más estaban creciendo, en un espacio de enormes proporciones que en otro tiempo había pertenecido a la vega, como Miguel recordaba haber visto alguna vez en un pasado no muy lejano. Era el precio que se debía pagar por el progreso, reflexionó mientras posaba su mirada en un pedazo de sierra azul que se alzaba tras aquellos edificios, envuelto en el vago temblor de la distancia; y a continuación, guiado por la curiosidad, se fijó con más detenimiento en las personas que se encontraban a la sazón en el parque, aunque no lograba distinguir con claridad sus rasgos ni calcular tampoco la edad que podrían tener; algunas de ellas llevaban atuendo deportivo y caminaban o se desplazaban muy deprisa por las partes laterales, que eran de tierra y algo más estrechas que la del centro, pavimentada con baldosas rojas y amarillas que se entrecruzaban componiendo geométricos dibujos; un hombre que parecía ya mayor estaba sentado en un banco leyendo un periódico, del que de vez en cuando desviaba la vista para fijarla en algo que concitara de pronto su atención; dos mujeres conversaban muy animadas a la sombra de uno de aquellos árboles, mientras otra, posiblemente más joven, paseaba en esos momentos con un niño pequeño, al que llevaba cogido con mucho cariño de una mano, quizá porque le estuviera enseñando precisamente a dar sus primeros pasos... De buena gana hubiera permanecido allí más tiempo parado, pues era aquélla una vista que le agradaba y que acababa por despertar en él sentimientos de fraternidad hacia esas personas que abajo se hallaban y de alguna manera también hacia todo el género humano, con el cual deseaba ahora estar unido, quizá por efecto de aquella luz que tanto le había impresionado, o quizá porque la nueva situación había elevado hasta ese punto su espíritu, se iba diciendo ahora mientras se dirigía por fin a la cocina para tomar el desayuno. Antes, se entretuvo en el cuarto de baño y se miró por unos segundos en el espejo: aunque era evidente que no podía engañar a nadie, se encontraba algo más joven que en otras ocasiones, como si al haberse desentendido de obligaciones y responsabilidades su rostro hubiese adquirido también un aspecto menos serio, o tal vez una expresión más relajada, de lo cual debía de resultar el hecho de que su apariencia a simple vista no fuera la de antes...
Luego, por el pasillo, se fue deteniendo de nuevo, observando cada uno de los cuadros que había allí colgados, todos recuperados de la casa de sus padres y que él había contemplado por eso muchas veces, cuadros que ahora le devolvían una fugaz evocación de su pasado, originada por el hábito inveterado de observar lo que en ellos se representaba, conocidos parajes y rincones de aquella ciudad, con tipos que el pintor hubiese querido copiar para componer una graciosa estampa de época. La verdad era que no tenían otro valor artístico que la imitación del natural, lograda con esmero y con denodado realismo.
Al llegar a la altura del salón, vaciló un momento antes de entrar en él; luego se alegró de lo bien que había quedado, pues había sabido combinar muebles antiguos con otros de adquisición más reciente y de un estilo, por tanto, muy distinto: en primer término, había colocado el comedor de sus padres después de haber sido restaurado y barnizado de forma satisfactoria por un ebanista; en la otra parte, la más próxima al balcón, de un color azulado que no desentonaba en absoluto con el resto de la sala, se hallaba el tresillo junto a una mesita de cristal, enfrente de un mueble más moderno donde había puesto el televisor. De acuerdo con esta distribución, había colgado de las paredes los lienzos que más le convenían: los más antiguos, como era lógico, en la zona del comedor. Lo estuvo mirando todo durante un buen rato, antes de decidirse a entrar finalmente en la cocina.
La única habitación que no había visitado era el cuarto donde instalara su biblioteca, destinado en principio a ser dormitorio pero que él había habilitado como lugar de lectura y de estudio, con una mesa muy amplia de escritorio y numerosos estantes donde le cabían por ahora todos sus libros. Según sus previsiones, iba a ser aquélla la estancia en la que más tiempo permanecería recluido, debido a la afición a la que últimamente tanto le había dado por entregarse.
Estaba, pues, muy orgulloso de su nueva casa, ideal para una persona como él, que no tenía grandes pretensiones y que sólo deseaba vivir sin demasiados sobresaltos, disfrutando si era posible de todos aquellos quehaceres que le resultaban más agradables.
Mientras se preparaba por fin el desayuno, volvía Miguel a recapitular con tranquilidad los actos que había previsto acometer durante aquella jornada, seguro de que había de encontrar en ellos la primera recompensa por lo que había hecho.





































2



Había estado muy ocupado las últimas semanas con la mudanza y por eso no había podido ir al bar que él más frecuentaba entonces, situado en el centro de la ciudad, no muy lejos de la que había sido la casa de sus padres ni de la tienda donde había trabajado tantos años. Ahora estaba deseando llegar allí para referir a los amigos su nueva situación y el modo tan feliz como la había afrontado, para demostrarles también que había sabido escoger la opción que más le convenía y que esto le iba a permitir vivir de una forma más relajada, liberado ya de las obligaciones y de las exigencias que antes lo tuvieran tan atenazado. De esta manera, dispondría ahora de todo el tiempo del mundo para abandonarse a aquello que más placer y satisfacción le procuraba, como podían ser actualmente los libros, por los que cada vez se sentía más interesado. Recordaba Miguel que en muchas ocasiones habían sido los amigos quienes habían hablado de sus cosas y que él entonces había tenido que escucharles; por tanto, era justo que se invirtieran los papeles y que fuese a ellos a los que les tocase aquel día atenderle. Aunque conocía a la mayoría de los clientes del bar, no trataba a todos con la misma confianza, sino que realmente eran sólo dos las personas con las que mayormente se relacionaba: Tomás, un hombre ya jubilado que había regentado durante mucho tiempo una gestoría, y Antonio Luis, más o menos de su edad, con un empleo eventual en la hostelería.
El primero de ellos, Tomás, era un señor al que toda la gente respetaba y parecía apreciar bastante. Hablaba mucho con Miguel, como lo hacía también con cualquiera, pues era ésta quizá la característica que mejor lo definía, o el hábito que en él resultaba más destacado. A pesar de esto, revelaba pocos datos acerca de su familia o de su vida más íntima, ya que sólo se sabía que estaba casado y que tenía un hijo que era médico, aunque nunca aclaraba la especialidad o el destino en que éste se hallaba, en el supuesto de que ejerciese su profesión, como así cabía tal vez colegir de sus palabras. Se ignoraba, por la misma razón, si existían otros hijos, a los que quizá no los mencionaba porque no los estimaba tanto como al otro. En cambio, había dos temas que en él eran recurrentes y sobre los que nunca se cansaba de hablar: mostraba tal entusiasmo y ponía tal interés en analizarlos y volverlos a analizar, que nadie osaba interrumpirlo, ni mucho menos cuestionar la autoridad de la que semejaba estar investido. Esos temas, en el ambiente en que Tomás se desenvolvía, no podían ser otros que el fútbol y la política, si bien sobre ésta el tono que empleaba era a menudo más moderado, dependiendo en gran parte de los interlocutores con los que se encontrara, pues tampoco estaría muy dispuesto a entrar en polémica con ninguno; a fin de cuentas, lo que Tomás pretendía no era sino mantener una buena relación con todos y que todos se sintieran complacidos con lo que él dijese.
Aunque a más de uno debía de resultar por ello muy pesado, a Miguel, por el contrario, de una condición más receptiva, no le molestaba apenas que hablase tanto este hombre, ya que así tenía la oportunidad de distraerse un rato, aun cuando él interviniese muy poco o se limitase simplemente a apuntar algún detalle que no se hubiese resaltado, o algún aspecto que quisiera subrayar o matizar acerca de lo que los dos a la sazón estuviesen tratando, casi siempre relacionado con el fútbol o con la política, temas sobre los que Miguel solía tener una opinión bastante convencional, puesto que no era seguidor acérrimo de ningún equipo ni se declaraba tampoco atraído por ningún partido.
El otro amigo, Antonio Luis, estaba separado de su mujer y de sus hijos por desavenencias que nunca terminaba de especificar: se refería a ello como algo crucial en su existencia y que lo había marcado ya para siempre, pues según él no esperaba reponerse jamás de aquel golpe, al cual achacaba asimismo la culpa de que estuviese con frecuencia deprimido y de que intentara superarlo recurriendo a la bebida, cuando en realidad lo único que conseguía era caer una vez y otra en una adicción de la que muy difícilmente lograría salir si algún día se lo propusiera. La verdad era que Antonio Luis se emborrachaba mucho, sobre todo los fines de semana, que era cuando podía ahogar mejor sus penas, si es que en alguna ocasión había llegado a ahogarlas, ya que siempre reaparecían cuando menos lo esperaba, incluso en los momentos en que estaba más embriagado, como una sombra que nunca lo abandonase o un recuerdo que desde algún lugar de su conciencia fuera el origen de la desazón que sin saber por qué de pronto volvía a experimentar, igual que si se precipitara al vacío desde la altura a la que lo había llevado su euforia. Era ésta una caída que le hacía daño, en especial si iba acompañada del proceso posterior de la resaca, que solía producirse a la mañana siguiente, cuando se despertaba con la dolorosa certeza de que nada había resuelto y de que su vida zozobraba sin que él pudiera evitarlo. Todo esto era lo que le contaba a Miguel, porque Antonio Luis no se reservaba casi nunca ningún secreto, a diferencia de Tomás, con quien aquél apenas se relacionaba, si no era cuando los tres coincidían en el bar y no tenían más remedio que tratarse. Al antiguo gestor se le notaba entonces que en su interior repudiaba al otro si lo hallaba borracho y que hacía lo posible por rehuir su compañía cuando la ocasión o una buena excusa se lo facilitaban. A Miguel, en cambio, no le importaba que se le acercase en tal estado, ya que no sólo no había protagonizado nunca ningún escándalo, sino que se sentía además compadecido de él al verlo de aquella lamentable manera. Valoraba la enorme sinceridad y confianza con que le hablaba, la seguridad con que le refería sus cosas más íntimas, si bien le incomodaba que a veces anduviese necesitado de dinero y que no tuviese apenas reparo en pedirle prestado del suyo para pagar algunas deudas que inevitablemente contraía en bares y tiendas donde lo conocían; compensaba, no obstante, esta falta con la promesa de que algún día se lo devolvería y de que nunca había de olvidársele lo que por él estaba haciendo, algo con lo que Miguel ya se daba por satisfecho, pues pensaba que había realizado una obra de caridad con alguien que realmente era bueno, como así consideraba a pesar de todo a su amigo, el cual se mostraba bastante contento y dicharachero cuando esto sucedía, después de que Miguel lo sacara del apuro, cosa que sólo ocurría cada cierto tiempo porque de otro modo habría sido difícil que él accediera a ayudarle. Entonces le daba a Antonio Luis por recordar a sus hijos, a quienes únicamente veía cuando la madre se lo permitía, una vez al mes en el mejor de los casos, pues también se pasaba largas temporadas sin saber de ellos. Eran dos, un niño y una niña que se llevaban poco más de un año y que debían de estar ya cercanos a la adolescencia, según calculaba Miguel ahora.
Cuando llegó al bar, sólo se hallaba allí Tomás junto a otros parroquianos habituales. Los saludó a todos con evidente jovialidad, esforzándose por demostrar que estaba contento con el cambio que su vida había experimentado, aunque algunos no lo podían saber porque él no se lo había comunicado todavía. Sin embargo, quería dejar claro que atravesaba un buen momento y que deseaba que los demás de alguna forma participasen del estado de dicha que disfrutaba. Algo así les intentaba expresar con su actitud. Al camarero que lo atendió, un hombre joven que hacía poco que trabajaba en el bar y con el que apenas tenía aún confianza, le pidió con afectada amabilidad una cerveza y le rogó también que le sirviera a Tomás lo que a él se le antojase. Apenas lo hubo escuchado éste, se le acercó para agradecerle la invitación, al tiempo que le indicaba al camarero que no se molestara en ponerle nada, pues acababa de tomarse un café con leche, según aclaró después.
De esta manera comenzaron a hablar los dos amigos, si bien el que más lo hacía no era precisamente Miguel, como hubiera sido entonces su deseo. Así que tuvo que conformarse con lo que apuntara al principio, luego que el otro le hubo dado las gracias, y él pudo contarle que había cambiado por fin de residencia y que por tal causa había faltado por allí algunos días. Eso fue lo único que había conseguido referir sobre él, ya que en seguida Tomás se puso a comentar las principales novedades acaecidas en ese corto periodo, casi todas relativas al campo de la política nacional, acerca del cual se consideraba tan experto, pues no en vano había cursado algunos estudios de economía, que era el pilar fundamental sobre el que se sostenía aquélla a juicio suyo. Por supuesto, Miguel no osaba rebatirle nada, sino que se limitaba como casi siempre a escucharle y a asentir con una breve sonrisa cuando el amigo afirmaba con rotundidad algo o cuando parecía requerir su parecer acerca de lo que estuviera diciendo.
A Miguel, por otro lado, apenas le interesaba la política si no era en lo tocante a determinados temas o cuestiones morales, como podía ser en la actualidad el aborto, ante el que con frecuencia se había manifestado claramente contrario. Pero Tomás, un hombre de apariencia algo triste aunque de hablar casi ininterrumpido y agitado, no solía reparar en tales asuntos, o lo hacía a veces de forma muy rápida, de modo que a él no le daba oportunidad en esos momentos de que esgrimiera lo que sobre ellos opinaba.
Cuando ya se cansó de charlar de política, cambió hábilmente de ésta al fútbol para decir que algunos clubes estaban arruinados; sin embargo, en ese preciso instante entraba por la puerta Antonio Luis con aire preocupado, y, al verlos a los dos reunidos, no dudó en dirigirse hacia ellos para saludarlos, impidiendo así que Tomás continuase su abrumador monólogo. Miguel aprovechó entonces para intervenir de nuevo, interesándose por lo que pudiera sucederle a aquél, pues lo había encontrado muy serio. Por supuesto, el recién llegado no soltó prenda sobre lo que se le preguntaba en presencia del jubilado, pero esto sirvió para que Miguel volviera a contar lo que en los últimos días le había pasado, los cambios tan grandes que en su vida con la mayor naturalidad se habían producido; y en vista de que los otros dos callaban, se atrevió a enumerar los buenos propósitos que a partir de entonces se había hecho, la intención que tenía de empezar una nueva etapa en la que no estuvieran presentes las obligaciones y asperezas que había debido afrontar en años anteriores. “Aunque no os lo creáis, me siento un hombre realizado: parece como si me hubiera quitado de encima un peso que me agobiaba y que me impedía hacer lo que quería”, llegó a afirmar a continuación, sin que en los amigos se advirtiera ningún gesto de interés, sino que era el suyo un silencio más bien embarazoso que no se decidían a romper. Al final, fue Tomás quien lo hizo después de una breve pausa para decir que se iba porque le había prometido a la mujer que aquel día regresaría temprano a la casa, cosa rara en él, que tan reacio era a revelar aspectos privados; así que se quedaron luego solos Miguel y Antonio Luis, situación que habría sido ideal para que aquél abundara en otros detalles de lo que con tanta ilusión deseaba exponer entonces, pero en lugar de hacerlo volvió a preguntarle al amigo por lo que le ocurría, ya que era posible que delante de Tomás no se hubiera decidido a contarlo, como así hubo de comprobarlo después, cuando Antonio Luis se puso a referir los problemas que más lo acuciaban, casi todos parecidos a los que ya había hecho alusión en otras ocasiones, aunque daba la impresión de que cada vez le preocupaban más, quizá porque veía que no tenían arreglo y que él no se sentía capaz de solucionarlos, pensó Miguel mientras se los relataba.
Como hacía casi siempre, había empezado a quejarse de que llevaba ya mucho tiempo sin estar con sus hijos y de que eso le había afectado tanto que le había dado por emborracharse y por dejar de trabajar algunos días, lo cual había tenido como consecuencia inevitable que no pudiera pagar en determinados sitios y que sus deudas se fueran acumulando. “Mi vida es un auténtico desastre”, concluía como casi siempre, con gesto de innegable abatimiento. En tales casos, Miguel solía compadecerse de su mala suerte, como también sucedió aquella tarde, en la que apenas hubo formulado Antonio Luis sus quejas, antes incluso de que se lo propusiera, le dijo que contara con él para pagar una parte de lo que debiera y que la próxima vez no se agobiara tanto, pues las cosas no se arreglaban nunca de ese modo. Como respuesta a su generosidad, le prometió el apenado amigo que a partir de entonces trataría de seguir su consejo, ya que había sido emitido por una persona de la que él sabía bien que lo estimaba mucho. De inmediato, Miguel reconoció que quería ayudarle no sólo con el dinero que estaba dispuesto a proporcionarle esta vez, sino también con el apoyo moral que tal entrega suponía; y quizá para justificar lo que por él se hacía, se lamentó Antonio Luis de nuevo de la situación tan amarga en que se hallaba, causada sin lugar a dudas por el proceder de su anterior esposa, a quien colocaba en el origen de todos sus males, ya que estaba seguro de que éstos podrían evitarse si ella se comportaba con otro talante, si era más comprensiva con él y permitía que se relacionase con más facilidad con sus hijos. Pero ella era más dura que el pedernal, se repuso a sí mismo, como también se decía con frecuencia cuando llegaba a este punto de sus procelosas reflexiones.
Miguel escuchó con resignación el resto de sus penalidades, que versó sobre distintos momentos de su pasado en los que se había ido fraguando la ruptura definitiva del matrimonio, ante la cual nada pudo hacer, pues fue decisión exclusiva de ella, que se empeñó en que él tenía que abandonar la casa porque ya no lo aguantaba. “Ahora es una montaña lo que nos separa”, confesó con evidente amargura Antonio Luis antes de hablar otra vez de sus hijos, a quienes consideraba siempre como los más perjudicados de esta tormentosa historia, puesto que ellos no tenían ninguna culpa de que sus padres se llevaran mal o de que no hubieran sido capaces de acabar con sus desavenencias, lo cual es muy triste que se produzca, sobre todo si se llega a situaciones como la que ellos estaban viviendo, insistió finalmente él, a quien se le veía de nuevo muy apesadumbrado. Y de los hijos pasó a referirse al abatimiento que por tal causa habitualmente sentía y a las consecuencias tan desastrosas a las que ahora se enfrentaba, como eran la ausencia de un trabajo más o menos estable o su incorregible inclinación a la bebida, además de las numerosas deudas que contraía por ello en los bares y tiendas adonde iba. Y se puso también a referir detalles sobre esto último, sobre el modo que tenía de arreglárselas con tenderos y camareros a los que conocía. Como no paraba, Miguel lo interrumpió para decirle que lo invitaba a lo que quisiera, y sin dudarlo pidieron sendas cervezas, con las cuales se prolongó la charla una hora más, sin que en ningún instante concediese Antonio Luis a él oportunidad de hablar de todo en lo que ahora se hallaba embarcado.
Así, cuando Miguel salió del bar, después de haber correspondido con creces con el amigo, tuvo la impresión o más bien la certeza de que éste no le correspondía en la misma medida, como acababa de comprobar aquella tarde, en la que apenas se había interesado por lo que le contara al principio, por las novedades que con tanto entusiasmo él había relatado entonces. La verdad es que había sido siempre así, aunque ahora quizá tuviera una conciencia más clara de la actitud que el otro solía mostrar. Comenzaba, por lo demás, a estar harto de tenerle que prestar tanto dinero, dinero que casi nunca podía luego devolverle: le parecía que no hacía nada por mejorar su situación, por impedir al menos que aquello sucediera con tanta frecuencia. Otras veces le había dado lástima y había valorado en él ciertas condiciones que en esta ocasión, sin embargo, no consideraba, o no creía que fueran tan importantes si las comparaba con aquel defecto de caer invariablemente en la bebida y de permitir que ésta lo venciera y anulara por completo. No, por muy triste que fuera su caso, no encontraba en él justificación para que estuviera casi permanentemente convertido en un pelele, en un hombre sin voluntad ninguna, sin capacidad para recuperarse y poder enderezar su rumbo... Se daba cuenta Miguel de que era acaso la primera vez que pensaba así de Antonio Luis, del que ya empezaba a dudar si su relación había de estimarla tan sincera, pues a menudo estaba sometida a lo que a él se le antojara, igual que le ocurría de otro modo con Tomás, que no dejaba apenas hablar a los demás y que por tanto difícilmente se podría poner en el lugar del prójimo, ya que para ello era imprescindible que estuviera dispuesto a escucharle y a atender a sus necesidades, comportamiento que evidentemente distaba mucho del que hubiese preferido él... Sin saber por qué, mientras se dirigía con resuelta determinación hacia su casa, donde todavía tendría tiempo de distraerse un rato leyendo antes de irse a dormir, a Miguel comenzaba a preocuparle que discurriera de esta manera, aunque por más vueltas que le daba la realidad no tenía otra cara, la que aquella noche precisamente se le representaba de una forma tan nítida, caídos los velos que su imaginación o su interés habían arrojado sobre ella, quizá porque era cómodo vivir en el engaño de que contaba con dos amigos a los que podría confiar sus secretos, como alguna vez había hecho; y sin querer desprenderse aún de la imagen que en su interior se fabricara, se preguntó después si no estaba siendo demasiado severo con ellos, si no los juzgaba ahora bajo el efecto de la decepción que acababa de sufrir en el bar, lo cual le llevó a pensar que acaso él también había actuado así en más de una ocasión, posiblemente sin darse cuenta. Por tanto, concluyó que tal vez era mejor esperar un poco para que tal juicio madurara, ya que corría el peligro de precipitarse y de arrepentirse luego de lo que hubiese considerado.
Con esta idea, un tanto esbozada, continuó Miguel caminando hacia su nueva casa, a una hora en que había de reconocer que era muy grato pasear por las calles de la ciudad, a pesar de que él estaba deseando llegar cuanto antes a aquélla para leer y disfrutar de la tranquilidad y el reposo que a buen seguro le depararía.
Una vez allí, quiso efectivamente olvidar aquellos malos pensamientos, sustituyéndolos como hacía casi siempre por los que en los libros a menudo encontraba, y para concentrarse mejor en ellos se encerró en el cuarto donde tenía la biblioteca como si tratase de conjurar un peligro o una amenaza reciente que en él estuviera a punto de cumplirse; y tan pronto como lo hizo, cogió al azar uno de los muchos volúmenes que allí guardaba y se puso a leer por la primera página por la que vino a abrirlo, impulsado por una especie de imperiosa necesidad que lo obligaba a abandonarse a una actividad que lo alejara del mundo exterior, bajo la influencia del hechizo que las palabras en su mente de continuo ejercían.







































3


Llovía. Había sido un otoño muy apacible, con muchos días de sol y escasas lluvias, y con la llegada del invierno el tiempo había cambiado de forma bastante acusada, de modo que Miguel no tenía más remedio que quedarse en el piso muchas tardes, algo que de todas maneras venía siendo ya una costumbre desde hacía varias semanas, pues ahora no le apetecía tanto alternar en los bares después de pensar bastante sobre ello y de considerarlo más bien como un hábito innecesario, del cual no habría de obtener ningún tipo de provecho. Además, había comprendido por fin que aquellos dos amigos, Tomás y Antonio Luis, apenas habían llegado nunca a apreciarlo, puesto que únicamente lo querían a él como confidente ocasional de lo que a ellos se les ocurría contarle: lo había comprobado recientemente cuando preguntaba por los dos en aquel bar y ninguno de los camareros sabía decirle nada sobre si ellos le habían dejado algún recado o algún mensaje con el que pretendieran seguir comunicándose. Le sorprendía sobre todo la actitud de Antonio Luis, ya que no entendía que ahora no lo echara de menos después de lo que tanto le había ayudado, y dudaba si no lo había estado engañando durante aquel tiempo, si no era verdad que se encontrara tan mal y que terminara contrayendo deudas que luego no podría saldar. Todo era posible, se había dicho Miguel en el colmo de la decepción que por los amigos estaba sufriendo. Por eso, últimamente hacía bien con quedarse en la casa leyendo algún libro, que era indudablemente como mejor pasaba las horas del invierno, pues así se instruía y accedía a mundos fabulosos por los que su mente con gran satisfacción viajaba y se abstraía de la realidad circundante, de las mezquindades con que ésta en ocasiones se le presentaba.
Durante varios meses, estuvo enfrascado en la lectura del Quijote, del que sólo había leído algunos capítulos cuando era estudiante, los cuales casi no le habían permitido reparar en la grandeza de esta obra, como así la estimaba en la actualidad, quizá porque entonces no hubiese estado preparado para valorarla de ese modo. Se sentía tan cautivado por ella que no dejaba de admirarse de las enormes dotes y cualidades que había debido de poseer su autor, pues ciertamente había de ser tenida por una de las máximas creaciones del ingenio humano, todo un hito en la historia de las letras universales, ya que sin él habrían progresado bien poco éstas en los siglos posteriores, al menos en lo que a la narrativa se refería, como se echaba de ver en muchas obras que se escribieron más tarde en cuanto empezaba uno a profundizar en ellas. En buena parte de las novelas del siglo XIX, por ejemplo, se reconocía con facilidad la huella de Cervantes, la poderosa influencia ejercida por su estilo y por su peculiar manera de tratar a los personajes y de enfocar la vida a través de la historia que sobre ellos cuenta, además de otros muchos aspectos que se resistían a ser recogidos en una valoración tan rápida y tan poco contrastada como era la que Miguel a menudo hacía sobre el caso, en especial cuando leía algún libro en el que esto sucediera, o en el que él creía advertir la impronta de aquel gran escritor. Le acababa de ocurrir, en efecto, con una novela de Galdós, Misericordia, en la cual son retratadas las miserias y la pobreza de un amplio sector de la sociedad decimonónica española, un mar turbulento de desdichas y tormentos por el que sale a flote gracias a sus virtudes un personaje, una mujer humilde y encantadora que se llama Benigna y que sorprende por la gran fuerza interior que la anima y que la lleva a tratar de auxiliar y confortar a todas las criaturas con las que se encuentra, una actitud ejemplar y encomiable la suya, pues se mueve por un mundo que sólo invita al desaliento y a la tristeza sin término; sin embargo, imbuida quizá de un espíritu quijotesco, o tal vez evangélico, ella se sobrepone a las contrariedades que de continuo obstaculizan su paso y procura que los demás hagan lo mismo. Tal era, efectivamente, lo que Miguel pensaba al respecto; se había convertido ya en un lector avezado, capaz de sacar conclusiones muy provechosas sobre los libros que leía, los cuales no habían de ser sólo de carácter puramente narrativo, pues también le había dado desde no hacía mucho por aficionarse a la poesía, género que reservaba para aquellos momentos del día en que se sentía especialmente predispuesto para acometer su lectura, casi siempre por las noches, que era cuando hallaba la serenidad necesaria para tal menester después de que hubiera concluido otras tareas sin duda más prosaicas.
Por supuesto, se había adentrado poco a poco en esta apasionante parcela de la creación literaria a través de ciertos poetas que le habían ido transmitiendo sus voces y sus inquietudes más íntimas, con un lenguaje que era completamente nuevo para él y que siempre lo arrebataba por la belleza y la tensión con que había sido empleado, por las inesperadas sugerencias y sutiles evocaciones que se ocultaban tras las palabras, propiciado todo por el alma sensible del artista y por su afán de entregarse a un trabajo que no debía de ser muy diferente del que lleva a cabo el artesano en su taller, o al menos eso era lo que creía Miguel cuando se ponía a reparar en una de aquellas obras que tanto lo fascinaban y deslumbraban con sus insospechados hallazgos y aciertos de expresión.
Algunas tardes, sin embargo, cansado de tanto leer, cuando el tiempo además se lo permitía, aprovechaba para pasear un rato por la ciudad, un rato que a veces se prolongaba durante varias horas si había salido temprano de su casa. Lograba de este modo hacer algo de ejercicio, convencido de que no era tampoco bueno permanecer tanto tiempo sentado en su cuarto: conseguía así mover un poco las piernas y despejar de paso su mente, atiborrada en ocasiones de historias y de conceptos literarios. De hecho, al cabo de unas semanas tales salidas constituían ya casi una costumbre, cuando no una necesidad, pues había tardes en que las echaba verdaderamente en falta si la lluvia lo obligaba a quedarse en casa. Parecía como si la ciudad se le presentase ahora distinta, o como si él hubiese descubierto en ella algo que antes no advirtiera, una belleza que sólo pudiera ser captada por aquellos que fueran capaces de encontrarla, o un encanto que cual irresistible hechizo atrajera y cautivara a las personas más sensibles. Aunque pasase una vez y otra por los mismos sitios, no había día en que éstos no le ofreciesen algún aspecto nuevo, algún matiz del que antes no se hubiera percatado, como era ahora aquel resplandor suave de las tardes de invierno, o el color malva del cielo cuando el sol se había ocultado tras los últimos edificios, o también el pálido envejecimiento con que los árboles ya se revestían por esta época, la incierta penumbra con que se anunciaban las noches antes de que se encendieran las primeras luces, el brillo apagado de una plaza, el eco continuado de una fuente, el vago abandono en que quedaban sumidas algunas callejas... Todo, todo tenía para Miguel un halo indefinible de poesía, un secreto aliento, una innombrable esencia que le hacía caer en dulces ensoñaciones, a la vez que suscitaba en él un súbito deseo de escrutar en ellas y de querer reproducirlas y plasmarlas por escrito, aun a sabiendas de que era ésta una empresa poco menos que imposible, no sólo porque él estaba todavía lejos de dominar todos los recursos que podía proporcionarle el lenguaje, sino también porque éste resultaba insuficiente para conseguirlo, como más de una vez había tenido ocasión de leer en los libros. Se conformaba, pues, con dejarse arrastrar por aquella inefable emoción que experimentaba en sus largos paseos por la ciudad, por aquella misteriosa corriente de poesía que hallaba en todo lo que de bello o de agradable captaran sus sentidos. Con frecuencia, Miguel, conmovido por tales impresiones, se demoraba más de la cuenta y regresaba a la casa a una hora ya algo avanzada de la noche. Cenaba en seguida y, con la mente mucho más despejada que antes, se abandonaba de nuevo a sus lecturas, interrumpidas tan sólo por los pensamientos que a aquélla acudiesen de pronto, originados en la mayoría de los casos por lo que a la sazón estuviese leyendo; y como era natural que ocurriese, de unas ideas pasaba a otras sin que hubiese casi continuidad entre ellas, aunque también era verdad que algunas se habían convertido en lugares comunes por la insistencia con que se repetían, de modo que más de una vez había pensado Miguel que sería bueno que las escribiera y que quizá con el tiempo llegaría a componer un libro con ellas, un libro de reflexiones a las que podría añadir luego aquellas emociones poéticas que antes lo habían embargado. Era algo, no obstante, que siempre acababa postergando porque tenía miedo de que después no pudiese expresar todo aquello como él hubiera deseado.
A pesar de eso, se sentía un hombre feliz que sólo aspiraba de momento a disfrutar del venturoso presente en el que se veía inmerso, desde el cual había de afrontar el futuro con la ilusión que le deparaban sus propios actos. Tal era la confianza que tenía en sí mismo que no descartaba realizar más adelante alguna carrera universitaria, completar acaso la que en su día iniciara y que hubo de interrumpir a causa de la muerte de su padre, o bien emprender otra distinta, quizá una de Letras, más acorde con los intereses y aptitudes que actualmente mostraba. No era, por tanto, de ninguna manera descabellado que lo hiciera, así como tampoco lo era asistir a eventos culturales que en la ciudad a menudo se organizaban, como ya en alguna ocasión había hecho.
Por todo esto, Miguel no se aburría, a pesar de que contaba con mucho tiempo para ello: al contrario de otras personas, él tenía de continuo la mente ocupada en algo productivo. Sobre tal punto, no dudaba en opinar que era éste uno de los problemas más graves de la sociedad actual, la falta de este tipo de inquietudes culturales y, en consecuencia, la incapacidad de emplearse en otra cosa que no fuera el cumplimiento de un determinado número de deberes o de obligaciones inexcusables, muchas veces acumulados de forma desproporcionada y egoísta, de modo que apenas se tenía oportunidad de leer un libro o simplemente de pensar en qué clase de vida se llevaba. Una vida, por cierto, muy ajetreada, con demasiadas prisas por ejecutar las tareas que a cada cual le correspondiesen, con todos los problemas de salud que de tales agobios se derivaban, por mucho que algunos individuos se obstinasen en no reconocerlos. Por eso, él estaba cada vez más contento con la decisión que había tomado, pues así se mantenía al margen de aquellos males y podía también dedicarse a menesteres más sanos.
A Miguel le gustaba estar solo, quizá porque desde siempre no le había quedado otra opción que acostumbrarse a esa realidad: se bastaba a sí mismo para entretenerse y recrearse con lo que más le conviniera, en especial ahora que había hallado motivos más que suficientes para llevarlo a cabo. Por esta razón, él no echaba nunca de menos la compañía de nadie, aunque de vez en cuando le diera por acordarse de sus padres, a quienes evocaba con tanta fuerza que casi los sentía como si los tuviese a su lado, siempre dispuestos a ayudarle, igual que cuando estaban vivos.
Alguna noche, sin que él hubiese podido controlar o reconducir el curso de sus pensamientos, también había recordado a la mujer con quien últimamente había salido, y por unos momentos, casi sin querer, como mera distracción, había cedido a la tentación de imaginar qué habría sido de él si no hubiera decidido romper con ella, qué tipo de vida tendría entonces en el caso de que eso no hubiera sucedido, sin duda muy distinta de la que actualmente seguía, pues habría tenido que compartirla con otro ser al que necesariamente habría debido adaptarse, una mujer que en el fondo era bastante buena pero que no había llegado a inspirarle sentimientos más exaltados que los que podían haberle inspirado un amigo o una amiga a los que él apreciara bien.
Se llamaba Carmen. La había conocido un día en su propia tienda. Era la primera vez que aparecía por allí: como hombre habituado a su negocio, en seguida reparó en este hecho, porque ella no era ni mucho menos mujer que pasara desapercibida, pues había de reconocer que estaba dotada de cierto empaque y que vestía de una forma muy elegante. Apenas entabló conversación con ella entonces, solamente la que se limita a un intercambio de fórmulas rutinarias en torno a la venta de una serie de productos que demanda el cliente; y quizá habría terminado por olvidarla como olvidaba a otras muchas personas que tenían con él un trato esporádico si Carmen no hubiera vuelto a pasarse por la tienda en posteriores ocasiones. Según le reveló en una de ellas, le venía bien comprar allí, ya que trabajaba de administrativa en una oficinas que se acababan de instalar en el barrio, a no mucha distancia de donde aquélla se encontraba.
Sin embargo, el momento de mayor acercamiento se produjo algo más tarde, cuando se vieron casualmente en una librería que Miguel visitaba ya entonces con frecuencia en busca de nuevas adquisiciones con las que satisfacer su creciente afán de lectura. Fue para él una grata sorpresa hallarla en aquel lugar, puesto que eso quería decir que ella también se interesaba por los libros, una afición que podía ser quizá un buen motivo para que dialogaran y tuvieran una relación más íntima en el futuro; además, le agradaba a él que lo viera precisamente en un establecimiento como ése, el cual debía de conferir una cierta dignidad a quien lo visitara, o por lo menos tal era la estima que en aquel tiempo Miguel ya le tenía.
Al salir de la librería, en efecto, se inició entre ellos una conversación sobre los ejemplares que habían adquirido y sobre sus gustos más destacados, y esto hizo que se conocieran aún más y que quedaran incluso en verse el próximo domingo a fin de continuar charlando, pues como era aquél un día de semana Miguel debía acudir con la mayor diligencia a su tienda para reanudar su trabajo, que había dejado aplazado unos minutos a primera hora de la tarde para cumplir con aquella obligada y necesaria salida.
Aunque al principio había encontrado en Carmen estas afinidades, luego se dio cuenta de que no eran tantas y de que, a pesar de que le resultaba bastante agradable su compañía, había algo en ella que no terminaba de gustarle, quizá la excesiva rigidez que de su rostro y de sus expresiones se desprendía, o el tono de afectación que él creía percibir en sus palabras, como si todo en ella hubiese de ser estudiado y artificial. Tal vez no era así en realidad, pero ésa era la impresión que en Miguel inevitablemente prevalecía, por mucho que intentara después contradecirla, tratando de hallar en Carmen su verdadera personalidad, que acaso no fuera otra que la que normalmente mostraba aunque a él le pareciese fingida.
Llegó a salir con ella varios domingos, y lo cierto es que no componían mala pareja, pues de hecho algunas personas se los quedaban mirando como si quisieran ratificar así el acierto que habían tenido; además, Carmen era una mujer muy guapa y muy elegante, de la que cualquier hombre podía sentirse orgulloso. Él también lo estaba, porque no en vano tampoco se le ocultaban sus virtudes; sin embargo, se veía incapaz de continuar con ella ante el temor de que aquello no cuajase o de que él no pudiera corresponderle en el futuro como realmente merecía; así que un día, armándose de valor y de seguridad en sí mismo, tomó la decisión de confesarle la verdad de lo que sentía. Se lo dijo mientras paseaban una tarde después de que él hubiese inquirido qué pensaba sobre aquella relación, si estaba convencida de que los dos al final se entenderían. Carmen no había dudado en afirmar que sí, que tenía la completa certeza de que todo saldría muy bien, aunque en el tono de sus palabras se apreciaba ya un dejo de inquietud, como si barruntase lo que a continuación él pensaba plantearle. Lo cual no tardó en producirse sin ningún tipo de excusas o de explicaciones previas: manifestó Miguel que no estaba muy seguro de si verdaderamente la quería y que por eso era más conveniente para ellos que determinaran dejarlo cuanto antes, sobre todo para ella, que parecía más ilusionada que él con la idea de que algún día llegaran a casarse. Por supuesto, Carmen comprendió al momento su renuncia y, en lugar de insistir en su postura o de intentar averiguar otras razones, se avino con humildad a lo que él le había propuesto y admitió que era mejor cortar a tiempo algo que después tal vez fracasaría. Igual que antes, se advertía ahora que debía de sentirse bastante contrariada, aunque hacía un notable esfuerzo por sobreponerse y por demostrar que podía controlar sus emociones.
Sí, Miguel había de reconocer que era Carmen una mujer con una gran entereza, dotada quizá de unos valores que él no supo apreciar entonces: en contra de lo que hubieran hecho otras, ella no derramó ninguna lágrima, a pesar de que en algún instante asomara a sus ojos un brillo especial.
Después de aquello, ya no volvería a verla más por la tienda. Se habían cruzado a veces por la calle y se habían dicho adiós con aparente naturalidad, sin que ninguno de los dos hubiese mostrado interés por detenerse y por saludar al otro, como si entre ellos existiese un pacto que no les permitiese ya salvar la distancia que para siempre los separaba, lo cual debió de ser beneficioso para ambos, pensaba él cuando rememoraba algunas noches aquel episodio, quizá tratando de anular un conato de inquietud que se vislumbraba en el fondo de su conciencia.































4



Como no podía ser de otro modo, la llegada de la primavera había aumentado en Miguel las ganas de salir y de disfrutar de todos los encantos que la florida estación ofrece a quien está dispuesto a encontrarlos, como era su caso cuando paseaba en las largas tardes de abril y de mayo por los mismos sitios que recorriera en los fríos y oscuros meses del invierno, si bien a veces le daba por desviarse y por descubrir nuevas rutas, algunas de ellas incluso muy alejadas de su punto de partida. Era para él un auténtico gozo abandonarse a tan gratas y reconfortantes sensaciones, de manera que no podía menos de considerarse en esos momentos como un ser muy afortunado, en perfecta armonía con lo que la naturaleza a la sazón le presentaba. Así, cuando regresaba a su piso, lo hacía con el espíritu remozado, ansioso por retomar sus lecturas o por anotar en un papel sus impresiones, aunque luego no se atreviese a emprender esta tarea por el miedo que le causaba no poder culminarla. En lugar de ello, se daba con harta frecuencia a recomponer los recuerdos que acudiesen a su memoria, recuerdos que parecían retazos de un tiempo que se resistía a ser olvidado y que él trataba de recuperar de algún modo, como eran precisamente los que ahora con cierta insistencia lo trasladaban a su infancia, quizá porque había sido aquélla la época más feliz de su vida y porque necesitaba por tal causa volver a ella, a pesar de que él no fuese plenamente consciente de esto, o no quisiese en el fondo reconocerlo, seguro como estaba de lo que en esta nueva etapa se proponía. Así, se acordaba a menudo de un rincón de la casa de sus padres donde él pasaba muchas horas jugando, ajeno a todo lo que a su alrededor estuviese sucediendo, absorto en el devenir de las historias que su fantasía iba recreando con los indios y los fuertes que aquéllos le regalaban. Se trataba del portal de la casa, un portal amplio y escasamente iluminado, sin otros muebles que los que se precisan en esta clase de sitios, en frente del cual se hallaba el salón, donde solían encontrarse sus padres mientras él jugaba a sus anchas allí, en un espacio que su imaginación iba llenando con las montañas y las praderas con las que estuviese soñando.
En aquellos años Miguel casi no tenía oportunidad de relacionarse con otros niños: de vez en cuando aparecían algunos primos, pero como eran éstos algo mayores que él apenas había podido intimar con ellos; se había acostumbrado por eso desde pequeño a no depender de nadie para satisfacer sus deseos de jugar, circunstancia que quizá había conformado su carácter, acertaba a pensar Miguel cuando se ponía a elucubrar sobre aquello.
De sus padres, como era natural, conservaba un gratísimo recuerdo: los había querido tanto que apenas era capaz de reconocer en ellos ningún defecto y, aun cuando alguno tal vez se insinuase al cabo de los años, en seguida era sustituido por cualquier virtud que los caracterizase, la cual tendía a ser magnificada ahora por su conciencia al intentar evocarla. Su padre, don Cecilio, había sido siempre un hombre serio y disciplinado, aunque como buen comerciante sabía tratar a cada cliente de la manera que más le conviniese, por lo que ante los ojos de los demás se mostraba como una persona muy atenta y agradable: consciente de que no disponía de un genio vivaz y dicharachero, como otros en sus negocios lo tenían, procuraba compensarlo con aquella cualidad, una actitud la suya que resultaba incluso más efectiva que la anterior. A esto habría que añadir que poseía don Cecilio un rostro que inspiraba una completa confianza, pues se desprendía de él cierta nobleza de carácter que no era atribuible sin embargo a ningún rasgo concreto, sino más bien a sus gestos, a la sonrisa que a veces lo iluminaba, o a la franqueza con que solía mirar a sus interlocutores. Lo cual era un don que no estaba al alcance de cualquiera y que le reportaba no pocos beneficios sin que él tuviese que realizar ningún esfuerzo suplementario, ya que era algo inherente a su personalidad o a su naturaleza. Miguel recordaba sobre todo las arrugas que se dibujaban en su semblante cuando sonreía y que eran signo inequívoco de aquella nobleza. Recordaba también su voz tan comedida y el respetuoso acento que en ella a menudo se advertía, en especial cuando estaba atendiendo a sus clientes o cuando se dirigía luego a él en la casa, pues su comportamiento en ésta apenas variaba, y, aunque no fuera pródigo en caricias, era un hombre que siempre hallaba la forma de demostrar su cariño.
Algo parecido le debía de ocurrir a la madre, de quien guardaba una imagen más definida, posiblemente porque con ella había permanecido más tiempo y había tenido que cuidarla en el último tramo de su vida. Doña Angustias, como así se llamaba, era una mujer grande, con unos ojos muy expresivos, en los que él creía ver siempre el brillo de una idea o de una ilusión con que iluminar su camino. Aunque nunca se mostraba preocupada por nada, pues era ante todo una persona muy tranquila, Miguel sabía que velaba por él en cualquier momento y que jamás había de faltarle su auxilio mientras ella viviera. Sin embargo, por encima de estas virtudes, lo que más resaltaba en su madre era su acendrada religiosidad, a la cual siempre se acogía para encontrarle un sentido o una explicación a todo lo que sucedía. Tenía, en efecto, una fe inquebrantable, manifestada a diario en una serie de prácticas piadosas a las que Miguel tardaría poco en acostumbrarse y en las que nunca llegaría a ver gesto ninguno de hipocresía o de inveterada rutina, sino que eran acciones y rezos promovidos por lo que ella en su interior sentía y que luego solían traducirse en las obras de caridad con que a menudo socorría al prójimo, aún más si éste era un necesitado que se acercaba a pedir a su puerta, al que entonces no dudaba en considerar como el hermano desvalido del que hablaban los textos evangélicos. Por supuesto, el centro neurálgico de toda aquella actividad residía en la misa, a la que doña Angustias no dejaba de acudir ningún día, si se exceptúa el periodo final en el que estuvo postrada en la cama. Más de una vez la había oído decir Miguel que no podía entender la vida del cristiano sin la Eucaristía, de la que ella aseguraba recibir toda la fuerza y el ánimo necesarios para que su fe no desfalleciera.
Al recordar estas cosas, la verdad es que él no comprendía cómo no había seguido su ejemplo, pues lo más natural es que hubiera deseado imitar a su madre y que también él hubiese sido un ser muy religioso. Quizá no lo había hecho porque se había limitado siempre a cumplir unos determinados hábitos, que como tales estaban vacíos de significado y del estímulo que hubiera precisado para tratar de continuarlos. Además, uno de ellos, el de la confesión, vino a representar para Miguel a partir de cierta edad un obstáculo insalvable, un impedimento que no le permitía gozar de todos los beneficios que la religión aportaba al alma, siempre angustiada la suya por lo que pretendía decir y finalmente no decía al confesor, o por lo que no había formulado con claridad o con precisión a éste, sino de una forma muy vaga que no lo había de dejar muy satisfecho, de manera que en su conciencia se abría indefectiblemente una grieta que después se iba agrandando con los días hasta convertirse en una auténtica amenaza, pues a veces tenía la impresión de que estaba a punto de derrumbarse el edificio de su alma y de que ya nunca podría ser reconstruido. Miguel, en efecto, recordaba que no había sido feliz en ese periodo de su vida, que quizá había durado tres o cuatro años, hasta que el ingreso en el instituto y por tanto en la adolescencia instauró en él un nuevo concepto de sí mismo, sustentado en las ganas tan inmensas que entonces tenía de vivir y de disfrutar de todo lo que antes no había disfrutado.
Sin embargo, ahora que lo evocaba, tales escrúpulos tampoco debieron de ser tan importantes, puesto que no sólo consiguió salir de ellos sino que en conjunto su infancia se le figuraba como una etapa ideal, en la que apenas ocurrieron sobresaltos inquietantes, salvo cuando aquellos remordimientos volvían a aparecer, en especial desde los nueve hasta los doce años, que fue cuando se hizo más vulnerable a ellos. Es más: podía decirse incluso que vivía rodeado de una serie de circunstancias y condicionantes que lo envolvían en una suerte de burbuja en la que todo hubiera de ser favorable y positivo para él, en una especie de atmósfera que lo alejara del mundo y lo condujera hacia el centro de su propia felicidad, la cual muchas veces se encontraba, por paradójico que fuera, en factores externos o en lugares o sitios que tuviese a su disposición, como aquel rincón de sus juegos o la tienda de la que era entonces propietario su padre. Era ésta un local muy grande, situado en la planta baja de un edificio que no se hallaba muy lejos de donde ellos vivían. Se dividía en dos secciones, por así decirlo, una destinada al autoservicio y otra a la charcutería y a determinados productos que debían ser despachados directamente por el padre, quien además tenía que estar allí situado para cobrar, una función que en ocasiones era desempeñada por alguna persona especialmente contratada para ello.
A partir de los cinco años, Miguel pasaba mucho tiempo en la tienda, sobre todo cuando no tenía nada que hacer o acababa aburriéndose en la casa. Le gustaba acompañar a aquél en su trabajo y asistir de esta forma a las conversaciones de los mayores, que solían tratar acerca de lo que se disponían a comprar o sobre algún aspecto de la realidad al que de pronto él tuviese acceso, aunque muchas veces no entendiese el contenido de sus palabras o no supiese muy bien a qué se referían. Le gustaba también que lo nombrasen y que le dedicasen alguna frase amable, ante lo cual él sonreía o se iba al lado de su progenitor si se veía un poco apurado por lo que se estuviese diciendo.
De entre todas las personas que con más frecuencia visitaban la tienda, había dos que le resultaban encantadoras, quizá porque su trato había sido desde siempre con él muy afectuoso y habían sabido ganarse así su confianza y cariño. Una de ellas era su tío, un hermano de su padre, que con cierta regularidad aparecía por el comercio de éste, por lo menos en aquella época, porque después sus visitas se irían espaciando sin ningún motivo aparente, como si alguna oscura razón que Miguel no alcanzaba a comprender hubiera intervenido en él para distanciarlo de sus vidas.
Era su tío un hombre muy bueno, cuya bondad saltaba a la vista de cualquiera desde el primer momento; físicamente se parecía mucho a su hermano, tanto que daba la impresión de que eran gemelos: tenía, sin embargo, dos años más y, bien mirado, era algo más gordo y con menos pelo que él.
Hubo un tiempo en que lo veía allí casi todas las tardes, apoyado en un extremo del mostrador, como si ése fuera el sitio en el que se sintiese más a gusto, tal vez por ser el que le ofrecía una mejor perspectiva de la calle a través de la vidriera del escaparate. Desde su rincón, situado al fondo del pasillo que formaban las estanterías de aquella primera sección del local, Miguel lo oía conversar distendidamente con el hermano de lo que a los dos se les antojara, con frecuencia de temas insustanciales. Lo cierto es que él pocas veces los interrumpía: prefería quedarse allí, jugando con las chapas de las botellas y con las cajas y restos de mercancías que solían arrumbarse en aquella parte.
El tío Juan, como así se llamaba, era un hombre que se hacía querer, quizá por ese aspecto tan bondadoso que presentaba, siempre dispuesto a escuchar y a complacer a la persona con quien estuviese hablando, como le sucedía siempre a Miguel cuando aburrido ya de sus juegos se acercaba por fin hasta donde ellos se encontraban. Entonces su tío abandonaba la conversación que antes mantuviera para atenderlo a él, para decirle que le parecía un niño muy aplicado y muy bueno y para preguntarle al final cuándo iba a ir a su casa para estar con sus hijos... Aunque éstos eran mayores y, por tanto, resultaba difícil que pudiera congeniar con ellos, era algo que Miguel nunca había acabado de entender, por qué existía aquel distanciamiento entre las familias si los dos hermanos se llevaban tan bien, a qué se debía que él apenas se hubiese relacionado con sus primos, a quienes sólo se había limitado a ver de vez en cuando, en visitas o situaciones de inexcusable cumplimiento. A pesar de ello, él no había dejado jamás de querer a su tío, de quien no era raro tampoco que recibiese algunas tardes unos dinerillos para que se comprase ciertos caprichos, en contra de la voluntad de su padre, que no era partidario de concesiones de este tipo. No obstante, él los recibía porque aquél se los daba con cariño y porque le insistía mucho para que los cogiera.
A Miguel se le aparecía ahora en su recuerdo con gran facilidad su figura, así como el acento y matices de su voz, que creía volver a escuchar con perfecta nitidez, como si permaneciera aún grabada en su cabeza después de los años transcurridos desde que él muriera, un poco antes incluso de que falleciera don Cecilio.
La otra persona por la que Miguel sentía inmensa simpatía en aquella época era un señor gordo que solía presentarse en la tienda a una hora ya avanzada de la tarde y que a veces coincidía también con su tío Juan, de modo que el local se animaba bastante con los dos y con los clientes que entonces acudían allí para comprar y que a menudo acababan participando en el diálogo que ellos mantenían, retrasando así su salida en muchas ocasiones hasta que don Cecilio se prestaba ya a cerrar su comercio.
Don Pedro, que tal era el nombre de aquel señor, tenía una papada tan grande que su cara semejaba descansar en ella, un rasgo éste que constantemente llamaba la atención de Miguel. Era, por otro lado, una persona de contrastado talento, a la que siempre se dirigían con respeto y admiración todos los que albergaban alguna duda para que se la resolviera pronto, lo cual era una clara prueba de la autoridad intelectual que de ordinario ejercía. Su inquieta mirada podía ser, en efecto, expresión de la agudeza y perspicacia con que su cerebro discurría, pensaba Miguel siempre que de él procuraba acordarse. Un señor muy afable al que, como no iba a ser de otro modo, le gustaba mucho hablar y esgrimir sus opiniones acerca de lo que por casualidad se terciase, opiniones que la concurrencia casi acataba como si salieran de la boca de un sabio, porque ciertamente por tal lo tenían los demás, a juzgar por la manera con que lo miraban cuando hablaba y por la fe con la que después seguían sus consejos. Lejos de mostrarse petulante, don Pedro poseía también la virtud de parecer humilde y respetuoso con la ignorancia del prójimo, al que siempre deseaba complacer sin ánimo de humillarlo, y, si alguien alguna vez se atrevía a contradecirlo, él nunca trataba de imponer su opinión, sino que antes escuchaba la contraria y luego la refutaba con mucha educación, casi con delicadeza, como si no quisiera en ningún momento oponerse a nadie.
Sin embargo, cuando más disfrutaba don Pedro era cuando se le ofrecía la oportunidad de referir algún suceso del pasado o de explayarse sobre algún acontecimiento reciente, ante lo cual no vacilaba en explotar sus enormes dotes de narrador, desarrolladas con tal facundia y habilidad que nunca se desviaba un punto la atención de su auditorio.
Un día, este señor orondo, de hablar tan elocuente, que no parecía estar en una tienda sino en una tribuna de oradores, se acercó hasta donde Miguel se encontraba, en el rincón aquel de sus juegos, y se dirigió a él como había observado que se dirigía a las personas mayores, con la misma solemnidad con la que conversaba con ellas. “Veo que tienes mucha imaginación le dijo apenas hubo llegado allí. Eso es bueno, muy bueno. Un niño que no la tiene o que no sabe emplearla es un ser condenado al fracaso: en el futuro, si nada lo remedia, se convertirá en un adulto muy limitado, incapaz de resolver los problemas que se le planteen. Quizá no entiendas ahora lo que te intento decir, pero es así, Miguelito: en la vida hace falta mucha imaginación; por eso está bien que te acostumbres a descubrirla y a desarrollarla desde pequeño, pues después será bastante complicado que lo hagas si no te has ejercitado en ella antes”. Por supuesto, Miguelito no salía de su sorpresa ante aquellas inspiradas palabras, que aunque dirigidas a él no terminaba de comprender del todo, quizá porque no estaban a su alcance todavía; pero él no iba a preocuparse ni mucho menos por ello, ni pasaba tampoco por su mente pedirle que se las repitiera o que se las explicara para tratar de entenderlas, sino que se conformaba con mirarlo y con sonreír brevemente por la deferencia que sin duda con él había tenido, ya que intuía que así era, una especie de halago que ahora debía corresponder de esa manera.
Sin embargo, aquel señor no se mostraba dispuesto a abandonar aquí la cuestión que había abordado, porque instantes después se puso a hablar de lo importante que sería que compartiera también aquellos juegos, pues según él los niños que se habituaban a estar tanto tiempo solos tendían luego a ser introvertidos y huraños. Sí, eso dijo, aunque su interlocutor no podía saber qué significaban esas dos palabras tan extrañas, que luego él no recordaría pero que intentaría volver a nombrar para sus adentros, ya que había barruntado entonces que no se referían a nada bueno, sobre todo cuando después le aconsejó don Pedro que se relacionase con otros niños si no quería verse solo siempre. “Los amigos son muy necesarios”, acabó diciéndole antes de regresar al lugar donde habitualmente conversaban los mayores, en la otra parte de la tienda donde en aquel momento se hallaba don Cecilio departiendo con dos o tres clientes mientras les servía lo que le habían pedido.
Miguel no olvidaría nunca aquello, la forma en que se había dirigido don Pedro a él, la gravedad incluso con que lo miraba, el tono de sus palabras, aquella última frase con la que pretendía recomendarle algo que podía hacerle mucha falta en el futuro. “Los amigos son muy necesarios”, resonaría a menudo en su conciencia como una lección vagamente asimilada, intuida o sospechada tan sólo por su mente infantil, por la que únicamente acertaban a circular débiles razonamientos, nacidos de la perentoria necesidad que devenía de sus contactos esporádicos e interesados con la realidad, como una luz que se encendiera al final de un largo y oscuro corredor, pronta a apagarse y a integrarse otra vez en las tinieblas de las que hubiese surgido, un corredor o un angosto pasillo que era ya su tímido y desconcertante acceso al mundo que representaban los mayores, siempre condicionado por lo que éstos dijesen o dictaminaran, con frases y términos de cuyo significado o alcance él no podía tener más que una remota idea, si es que se le permitía o se le facilitaba que la tuviese..., un mundo muy distinto del que en sus juegos imaginaba cuando conseguía abstraerse completamente de lo que a su alrededor ocurría.
Como un extraño mensaje vinieron a ser, en efecto, para él las palabras de don Pedro, o como una profecía acaso que todavía no era capaz de entender.


































5






Aquel episodio sucedió en una época muy lejana de su infancia, pues a Miguel aún no lo dejaban salir solo a la calle y por eso permanecía recluido tantas horas en la casa o en la tienda del padre. No obstante, su vida empezó a cambiar muy pronto, apenas hubo él cumplido los ocho años y demostrado que ya se podía valer por su cuenta, sin necesidad de que nadie lo acompañara. Esto coincidió también con una mayor autonomía en el colegio, en el que había llegado a intimar con unos compañeros y a quedar después con ellos en una plaza que no se hallaba muy lejos de donde todos vivían. Una plaza sombría, rodeada de edificios antiguos, con un pequeño jardín en medio que estaba circundado por una verja pintada de negro. Una plaza de grandes baldosas en la que ellos jugaban casi todas las tardes, hasta que ya se hacía de noche y comprendían que debían regresar a sus casas antes de que sus madres salieran a buscarlos.
Sin embargo, aquella amistad había comenzado a fraguarse en el colegio, gracias al contacto diario que propiciaban las clases y, aún en mayor grado, los recreos, los cuales solían ser muy fructíferos para iniciar y consolidar después futuras relaciones. Primero había conocido a José, un niño rubio, más o menos de su misma estatura, de un genio muy vivo y ocurrente, con quien él no tardó en llevarse muy bien en cuanto compartieron algunas aventuras, quizá porque su carácter era bastante diferente del suyo y por ello se complementaban uno a otro tanto: a José le hacía falta alguien que lo escuchara y aprobara sus proyectos y que luego lo secundara en sus correrías y a Miguel, un sujeto más decidido que él, que le diera ánimos y que lo ayudara a desenvolverse con más confianza. Y una vez alcanzado esto, no fue difícil que los dos extendiesen su amistad a otros, siempre por iniciativa de José, al que no le costaba ningún trabajo relacionarse con nuevos compañeros aunque después fuera él quien acabara de acercar voluntades. Así, un día que estaban en el patio del colegio, se sumó de pronto a sus juegos un niño alto y moreno, de semblante más bien grave, que parecía acaso mayor pero que en el fondo era muy semejante a ellos. Se llamaba Felipe, y, según supo más tarde Miguel, había sido ya tratado por José, a quien lo unía cierta complicidad.
Algo similar ocurrió después con Vicente y Germán, dos hermanos que también se incorporaron al grupo por la intervención de aquél. El primero se hallaba en un curso superior y se mostraba por esto más desarrollado que los demás, aunque con el paso de los días tal condición pasaría casi inadvertida por el resto. De hecho, Vicente resultó ser un chico muy amable y generoso, que se doblegaba con facilidad a lo que otros arbitrasen.
Germán, en cambio, era bastante caprichoso, como si la docilidad del hermano hubiera sido aprovechada por él para llevar a cabo todos sus deseos. Esta diferencia entre ambos congéneres se echaba de ver de igual manera en sus rostros, pues al gesto disgustado del menor se contraponía la sonrisa sempiterna y agradable de Vicente, que no parecía incluso percatarse de los antojos de Germán.
Para ir al colegio, Miguel había de andar una larga distancia, pues aunque se hallaba dentro del barrio estaba situado en un extremo de éste, casi limitando con otros y, por tanto, lejos de donde él vivía. Acompañado al principio por su madre, no tardó sin embargo mucho en conocer el recorrido para llegar hasta allí, por lo que a partir del tercer o cuarto mes lo comenzaría a hacer solo, si bien sería muy habitual asimismo que coincidiera con otros niños que tomaban la misma dirección que él, la cual pasaba por distintas calles hasta dar con aquella en la que se encontraba el colegio. Era éste un edificio de dos plantas, con grandes ventanales al exterior. En la planta de abajo estaban las aulas para los más pequeños y en la de arriba, las de los que cursaban estudios superiores, próximos ya a lo que era en aquel tiempo el bachillerato, el cual debían realizar después en algún instituto de la capital. En la parte de atrás del edificio, a la que se accedía a través de una ancha puerta de doble hoja que había al final de un pasillo, se ubicaba el patio en el que tenían lugar los recreos y las clases de gimnasia de los alumnos mayores, un patio muy amplio que se dividía a su vez en dos parcelas o dos zonas perfectamente delimitadas, una destinada propiamente al solaz y a la diversión y otra convertida en una cancha de baloncesto para que los más aventajados o interesados en este juego pudieran practicarlo, como así era muy frecuente que ocurriera cuando se presentaba tal ocasión.
El primer maestro que tuvo Miguel fue un señor ya mayor, con el cuerpo algo encorvado, quizá por la edad o por los años de servicio en aquella escuela, por la denodada entrega con la que parecía dedicarse siempre a sus tareas. Él fue, en efecto, quien lo instruyó en las primeras letras y en las operaciones necesarias para que pudiese incorporarse al año siguiente al grupo que realmente debía corresponderle. El aula en que tales materias se impartían estaba a la derecha de la entrada y era , según había de recordar Miguel siempre, muy acogedora y soleada. Allí fue también donde conoció a José, que se encontraba en la misma situación que él.
La verdad es que aprendió mucho durante aquel curso, tanto que apenas tuvo dificultad para afrontar lo que le aguardaba en el próximo, el cual fue impartido por un maestro que le causó un gran respeto desde el comienzo, ya que era éste un hombre de un aspecto muy serio, con unas gafas oscuras, tras las que se ocultaba una mirada inquisitiva, con una voz además muy grave en la que casi no había variaciones ni inflexiones de ningún tipo, sino un mismo tono con el que dictaba sus lecciones o amonestaba al que no seguía las normas y principios que él trataba de imponer en sus clases. A las maneras suaves y tiernas de aquel viejecito las sustituyeron, pues, estas otras, a las que Miguel y todos sus compañeros no tuvieron más remedio que acostumbrarse, porque no en vano él iba a ser su maestro mientras durase aquel primer periodo de aprendizaje. El aula, por lo demás, estaba abarrotada de alumnos, ya que se daban cita en ella distintos niveles educativos, que eran sin embargo abordados con gran eficiencia por don Amancio, como así se llamaba él, con el empleo de unos métodos muy claros y precisos, sin los cuales tal vez habría sido muy difícil que lo consiguiera.
Ocupaba el aula un amplio espacio de la planta baja, con una ventanas muy altas que daban al patio. En una esquina, al lado de la mesa de don Amancio, se hallaba la pizarra, apoyada en un trípode de madera; y en la esquina contraria, colgado de la pared, el mapa de España, con todas sus regiones y provincias que después ellos, los niños, habían de aprender y recitar de memoria cuando el maestro se las preguntara. Miguel se acordaba de estas cosas siempre que se lo proponía como si las estuviera viviendo otra vez, como si el tiempo no hubiera pasado sobre ellas, y sin hacer ningún esfuerzo se veía de nuevo allí, sentado en uno de los primeros pupitres, que eran los que correspondían a los cursos más avanzados, mirando con disimulo hacia el patio o tratando de acabar cuanto antes cualquier ejercicio para que don Amancio se lo recompensase, mientras las horas transcurrían lentas e interminables a su alrededor, de manera que siempre se le hacía muy larga la espera para la conclusión de las clases, que indefectiblemente se producía acompañada de descomunal jolgorio y de precipitadas carreras por las calles.
Después, sin embargo, todo era muy rápido: luego que llegaban a las casas y soltaban en cualquier sitio las carteras, intercambiaban unas cuantas palabras con las madres mientras merendaban y en seguida corrían a verse con los amigos con los que hubieran quedado, que en el caso de Miguel habían de ser casi todos los días los mismos, aunque a veces se les unían casualmente algunos más.
El escenario de sus juegos, por otro lado, tampoco solía variar: aquella plaza antigua, circundada de viejos y oscuros edificios que parecían habitados por misteriosos moradores, pues eran tan sólo vagas siluetas que se vislumbraban tras las sucias y amarillentas vidrieras, danzando como figuras fantasmales en un mundo que semejaba ser muy extraño. Lo normal, no obstante, era que ellos continuasen jugando ajenos a estos raros habitantes, corriendo casi sin parar por aquella plaza silenciosa, que únicamente se llenaba con sus voces nuevas mientras ellos permanecían en ella, si bien no era raro que en ocasiones decidieran internarse por callejuelas adyacentes, persiguiéndose unos a otros o tratando de ocultarse y de sorprender luego a los demás, pues se enfrascaban en juegos muy variados, desde alguno más conocido como el de los policías y ladrones hasta otros más originales como el del churro, pico y terna..., cuando no se enzarzaban en disputados e interminables partidos de fútbol con alguna pelota de goma, sobre todo después de que esta afición se hubo consolidado firmemente en ellos.
Jugaban a un ritmo frenético, sin que apenas fueran conscientes del tiempo que pasaba, hasta que al fin se daban cuenta de que era ya muy tarde y determinaban regresar con cierto disgusto a sus casas, donde les aguardaban todas aquellas tareas escolares que no habían realizado antes por la urgencia con que se habían precipitado a la calle.
Cuando Miguel se ponía a recordar esta época, lo hacía con agrado, ya que sin duda había sido la más feliz de su vida, especialmente cuando se veía otra vez en la plaza rodeado de aquellos amigos, una escena que él con frecuencia evocaba en un frío atardecer de invierno, en medio de una penumbra gris que poco a poco se iba haciendo más acentuada en aquel solitario recinto, donde ellos aún aguantaban ahora charlando animadamente sobre alguno de los temas que más les inquietaban, como podían ser la eternidad o la infinitud del universo, sobre los cuales cada uno exponía la opinión que ya se hubiera formado, aunque a menudo ésta era más bien insegura y estaba llena de dudas. Pero estos momentos de zozobra pasaban pronto, sustituidos por algún proyecto de aventura que a todos ilusionase, por algún comentario acerca de lo sucedido en la escuela, alguna chanza relativa al maestro... Sí, él recordaba aquello envuelto en una atmósfera oscura, propicia para el misterio, aunque a veces también rememoraba otras tardes azules de verano, en las que ellos jugaban a sus anchas desentendidos de su quehaceres académicos, liberados por fin de la amenaza que suponía vérselas al día siguiente con don Amancio, a quien ahora apenas ya nombraban.
Lo que nunca olvidaría, con todo, fue un episodio que protagonizó con José sin que ninguno de los dos fuera entonces consciente del alcance o de la gravedad de lo que hacían, llevados al principio por un irresistible afán de satisfacer su curiosidad, que en esos años suele ser una inclinación muy común. Sería a finales de agosto o primeros de septiembre, a poco de que se iniciara el curso. Quizá por este motivo los otros niños faltaban, atareados en la renovación de las carteras y en la reposición de los materiales que estaban ya viejos o muy deteriorados. Lo cierto es que en esa ocasión se habían quedado los dos solos, un tanto desorientados por el hecho de que los demás no estuviesen; y como era habitual en tales casos, fue a José a quien se le ocurrió la forma de combatir el posible aburrimiento que se les avecinaba. Según le contó a Miguel, conocía un sitio fantástico, donde no hacía mucho había estado con el padre. Se trataba de un bazar enorme, en el que había una cantidad impensable de juguetes, algunos de ellos de una factura prodigiosa, pues podían accionarse incluso de una manera mecánica. Atraído por esta inusitada noticia, Miguel no fue capaz de resistir la tentación de visitar también aquel maravilloso paraíso de la imaginación cuando José, dándoselas de experimentado guía, le pidió que lo acompañara para ir a verlo.
Caminaron por calles que a él no le resultaban totalmente desconocidas, cada vez más transitadas de gente y de vehículos que no cesaban de rodar por las calzadas, por los viejos adoquinados que tanto proliferaban en el casco antiguo de la ciudad, por el que él ya había pasado junto a la madre camino del médico o de cualquier otro profesional que allí ejerciese su oficio. Sin embargo, a medida que se alejaban le parecían más extraños los lugares y los ambientes en que se iban adentrando. Confiado en la capacidad de orientación del amigo, intentaba por todos los medios que no empezaran a dominarlo los infundados temores que acerca del emplazamiento del anhelado bazar barruntaba, pues ya en algún momento había creído advertir en él un gesto de indecisión o de incipiente desconcierto por el que hubiera colegido que andaba un poco descaminado. Después de que rodearan varias veces la misma manzana de edificios, sin que en ninguna de ellas dieran con el establecimiento buscado, comenzó a intuir no obstante que no era infalible José como presumía y que estaba tan perdido que no sabría tampoco luego regresar al barrio donde ellos vivían. Inasequible al desaliento, éste no dejaba de encontrar explicaciones a su falta de acierto, debida en gran parte a que ese día no habían seguido la misma dirección por la que su padre lo condujera.
Entre tanta vuelta como acabaron dando, se les había hecho ya muy tarde, de manera que a aquel miedo a perderse se le venía a sumar ahora la preocupación por lo que en sus casas dentro de poco podrían estar pensando. Más acostumbrado a transgredir normas y principios, a José apenas afectaban los malos augurios que la atribulada conciencia de Miguel fabricaba, demasiado obsesionada a esas alturas con la presumible tardanza y con el enorme disgusto que a sus padres habría de causarles. La noche, mientras tanto, había empezado a caer ya sobre la ciudad, cubriéndola con la turbia penumbra con que es anunciada, preñada para él entonces de muy tristes presagios. La torpeza infantil, por otro lado, les impedía en esa primera hora preguntar a alguien por dónde debían dirigir sus pasos para regresar cuanto antes a su barrio. José, lejos de venirse abajo por esta circunstancia, parecía más motivado que nunca por la posibilidad de aventura que en ella atisbaba, actitud que contrastaba de una forma muy clara con la que Miguel mantenía, de tal modo que a las osadías y temeridades de uno les sucedían de inmediato, sin intención de corregirlas o de atenuarlas siquiera, las desconfianzas y múltiples aprensiones del otro.
Cuando ya los comercios principiaban a cerrar sus puertas y los transeúntes que antes llenaban las calles emprendían su lento y progresivo retorno a sus hogares, sin que ninguno lo esperara, se les acercó de pronto un hombre que había debido de adivinar su situación y que quiso con buen ánimo arreglarla. Era un señor de unos cuarenta años, bien vestido, ataviado con sombrero, con trazas muy acentuadas de comerciante o de algo por el estilo, aun cuando por la corta edad que tenían era difícil que infirieran ellos de su aspecto tal deducción. La verdad es que les impresionó su figura, un poco extraña para su parca experiencia, todavía nada hecha a tratarse con personas de singular estampa. Con ojos un tanto parsimoniosos y patillas más bien largas y finas que daban a su cara un aire peculiar, una cierta distinción, aquel hombre no tardó en prestarse a orientarlos en vista de que estaban bastante perdidos, lo cual no dejó en todo el trayecto tampoco de sorprenderlos, ya que había decidido acompañarlos para asegurarse de que no volvían a equivocarse. Para entretenerlos o quizá para consolarlos de lo que habían hecho, les contó que él también había sido muy travieso de pequeño y que más de una vez se había escapado como ellos a fin de descubrir nuevas rutas o de hallar algo que a los demás niños pudiera asombrarlos. Luego, como José le dijera que habían ido a buscar una tienda de juguetes que su padre le enseñara, les explicó detalladamente cómo eran los que había en su época, muchos de ellos fabricados con palos y trapos abandonados por la escasez de dinero y de recursos que entonces existía. Tales industrias, en la cuales los pequeños andaban por lo común muy afanados, servían en definitiva para incitar y promover su imaginación, tantas veces postergada en los tiempos actuales por los modernos artificios que ya los invadían, se lamentó al final con aparente tristeza.
Si a José se le veía muy atento y concentrado en lo que les decía, a Miguel por el contrario no se le podía ir de la cabeza lo que les estaba pasando aquel día, si bien sintió algo de alivio cuando comenzó a reconocer ciertos detalles que le parecían familiares, por los cuales venía a conjeturar que no se hallaban ya lejos de sus casas; y mientras el otro les contaba ahora que en sus ratos libres era aficionado a tocar la trompeta, él seguía cavilando sin poder apartar de su mente la preocupación que entonces debía de agitar a sus padres, la gran decepción que sufrirían al comprobar que no había actuado como ellos querían, una culpa la suya que de ninguna manera había ya de expiar, a no ser que se sometiera con resignación a todos los castigos que por tal motivo le impusieran, por muy duros o humillantes que éstos fuesen.
En contra de lo que Miguel temía, las cosas discurrieron luego de una forma muy diferente. Don Cecilio, que se había ofrecido a buscarlos después de haberse puesto en contacto con los padres de José, en lugar de reprobar de malos modos su conducta, se puso muy contento no bien los hubo visto aparecer en compañía de aquel donoso y gallardo caballero, al cual más tarde no dejó de expresar con repetidas muestras de afecto el agradecimiento que le debía por una acción tan generosa como la que había tenido a bien realizar.
Devueltos a su redil, los dos temerarios aventureros fueron después advertidos seriamente por sus respectivas familias para que no se alejaran de ciertos límites y para que tuvieran en general más prudencia con todo lo que en adelante se les ocurriese; y aunque en aquel caso no les había salido mal, también se les previno para que no se fiaran tanto de personas a las que no conocían, pues los periódicos estaban llenos a diario de noticias de secuestros y de otras tropelías cometidas contra niños.
Tal experiencia quedó tan profundamente grabada en Miguel, que por mucho tiempo tornaba con delectación a repasarla, movido por el extraño placer que le causaba evocar después un suceso tan extraordinario como aquél.
Nunca más vería, sin embargo, al hombre del sombrero: como un personaje escapado de algún fantástico cuento, habría regresado con igual sigilo al lugar del que procedería, un lugar que para siempre quedaría encerrado en la vaga y proteica nebulosa de la imaginación infantil, de la que él jamás querría haber desertado.
Estos amigos, sin embargo, irían desapareciendo después paulatinamente de su vida, cada uno por una razón distinta, de modo que a partir de una cierta edad dejaría de verlos de forma definitiva, algo que a Miguel en la actualidad ocasionaba un poco de tristeza considerarlo, pues de vez en cuando sentía ganas de recuperarlos o de saber al menos qué había sido de ellos.
El inicio de esta separación se produjo al pasar del colegio al bachillerato, ya que no todos fueron al mismo instituto y alguno hubo incluso que abandonó los estudios, como fue el caso de José, que empezaría a trabajar muy pronto de ayudante en un taller de coches que el padre regentaba muy lejos de allí, por lo que habría de ser también el primero en distanciarse de los demás. A Felipe, en cambio, siguió tratándolo Miguel más tiempo: coincidió, en efecto, con él en la misma aula del instituto y durante algunos meses continuaron saliendo juntos igual que lo habían hecho antes; pero después, a partir del segundo tramo del curso, sus intereses se irían disociando y ellos acabarían integrados en grupos distintos, con gustos y aficiones bien diferentes. Así, Miguel congeniaría mejor con los alumnos más serios y responsables de la clase, con los que compartiría inquietudes y exigencias derivadas de los nuevos conocimientos a los que entonces se enfrentaban; y Felipe, por el contrario, tendería a juntarse con muchachos y muchachas que tenían otras pretensiones, muy alejadas de las ideas y de los objetivos que Miguel perseguía, de manera que a aquél se le vería muy pronto vestir y actuar como ellos, lo cual terminaría por perjudicarlo en su rendimiento académico y por distanciarlo definitivamente del instituto.
Sí, al cabo de los años Miguel añoraba aquella época y, en los momentos en que los recuerdos afloraban espontáneamente en su memoria, no dudaba en dejarse arrastrar por ellos, como si de esa forma hubiera de alcanzar el centro de la felicidad que entonces lo embargaba, el origen del que partía aquella corriente sucesiva de sensaciones y de experiencias pasadas que ahora tanto lo enternecían. Pero, como el agua, tal corriente se le diluía a poco que constatara la realidad en la que se hallaba y, para que esto no ocurriera o para que al menos pudiera regresar a ella cuando quisiera, intentó expresar por escrito lo que sentía, recreando puntualmente todo lo que recordaba de aquel tiempo.
Éste fue el inicio de la empresa con la que él tanto había soñado antes y que siempre había ido aplazando porque no se consideraba preparado todavía para ella, la empresa de escribir él también su propia obra y la de que ésta fuese luego leída y admirada si cabe por otras personas, aunque ésta era una posibilidad que aún no hubiera barajado siquiera.
Tal operación se produjo durante el verano, en las largas horas en que él permanecía recluido en el piso antes de dar su acostumbrado paseo por la ciudad, que ahora a causa del calor tenía lugar más bien por las noches. Lo dominaba una febril necesidad de instalarse en su pasado, y así, una de aquellas tardes, sintió el prurito de ponerse a escribir. Era una emoción muy intensa la que experimentaba y lo impulsaba de pronto a coger un papel y un bolígrafo para tratar de plasmarla; pero lo raro fue que no lo hiciera sentado, sino de pie, recorriendo una vez y otra el pasillo, apoyado en un libro que había tomado al azar de su biblioteca. “Me sumerjo en los recuerdos como si me adentrase en un mar de aguas beatíficas, por las que buceo hasta encontrar tesoros escondidos, sorprendentes hallazgos con los que mi alma recupera su inocencia antigua, cuando me animaba aquel afán de aventura con el que procuraba descubrir las maravillas del mundo”, había escrito casi sin vacilar, transido de entusiasmo por haberlo conseguido, por haber dado un paso que creía decisivo, gracias al cual se atrevería ahora a continuar avanzando en una dirección que para él resultaba completamente nueva y que a buen seguro había de depararle grandes satisfacciones, un camino que pensaba recorrer solo, pues estaba convencido de que la creación literaria era un acto aislado que no admitía ninguna compañía, ninguna intrusión que la desvirtuara y la alejara de su verdadero sentido, que no era otro sino el de hacer algo único, una obra original concebida y gestada por el talento de un individuo.







































6




A pesar de que oía a mucha gente quejarse del calor cuando iba a comprar o cuando sorprendía alguna conversación por casualidad en la calle, el verano no era para Miguel de ningún modo molesto, sino que también había sabido adaptarse a él y encontrarle incluso su encanto, sobre todo cuando salía a pasear por las noches después de haber cenado un poco para no tenerlo que hacer cuando volviera, noches que para él resultaban llenas de magia, en especial si se sentía satisfecho con lo que hubiese escrito antes, noches profundas y misteriosas, propensas para el ensueño romántico y para la concepción de altos ideales, con cielos tachonados de estrellas que parecían regresar de algún lugar remoto de la infancia o que fuesen iguales a las que él hubiese contemplado entonces, como si el tiempo consistiese en una superficie plana que apenas registrase ninguna variación. Noches de luna llena en las que aquella magia se hacía aún más acentuada, en las que todo se diría que estuviese subyugado por el hechizo que indudablemente aquel astro tan bello ejercía. Además, en el verano las calles y plazas por las que Miguel pasaba solían estar más animadas que en otras épocas del año, porque igual que a él a la gente también le daba por salir y por gozar del tiempo que ahora hacía, ya que durante el día no era posible que esto ocurriese debido a las altas temperaturas; y aunque él no saliera precisamente para verse rodeado de personas, tal animación influía de alguna manera en su espíritu, que se hallaba más relajado y más alegre al lado de ellas, al comprobar que coincidían con él en ciertos sitios y que tenían la misma costumbre de pasear por las noches y de quedarse incluso hasta una alta hora si no habían de levantarse temprano por la mañana o si sencillamente así lo determinasen, pues era éste sin lugar a dudas uno de los mayores alicientes del verano, como reconocía Miguel cuando regresaba de su larga y reconfortante caminata.
Sin embargo, a pesar de estas ideas, a partir de la segunda semana de agosto hubo días en que no salió, enfrascado en la culminación de algún escrito que no acababa de rematar como a él le hubiese gustado; y se daba incluso el caso de que habiéndolo terminado lo tachase todo y lo rehiciese de nuevo, procurando ajustarse a lo que había pretendido decir, y como tampoco se conformase no era extraño que entonces se acostara muy tarde, hasta que por fin considerara concluida su tarea, a veces con el desasosiego de no haberlo conseguido o de haberlo tenido que dejar para otro momento en que estuviese más inspirado. Esto además lo inducía a alterar sus costumbres, que lejos de tener el orden riguroso de antes sufrieron cambios importantes, ya que se levantaba a una hora inusual cuando se había visto en la obligación de trasnochar, lo cual acarreaba que después no se encontrase bien y que tratase de recuperar el tiempo perdido haciendo las cosas muy de prisa o postergando incluso algunas que no creía necesarias, así que había días en que no barría el suelo o en que no realizaba otras faenas porque de todas maneras no iba a tener que rendirle cuentas a nadie del estado en que se hallaba su vivienda, y no era raro tampoco que renunciase a comprar por las mañanas y que se hubiese de conformar con las sobras de comidas anteriores, que él conservaba siempre por si debía recurrir a ellas por cualquier motivo.
No obstante, en los periodos en que vivía más tranquilo y satisfecho con sus ocupaciones, salía de su casa con aire decidido a realizar sus compras, y el encuentro con la gente en el supermercado era una ocasión que él no desaprovechaba para hacer alarde de la felicidad recién reconquistada con jocosos comentarios o con ponderados consejos dirigidos a las personas con las que a la sazón hubiese coincidido; y si éstas los acataban o continuaban de buen grado la conversación que él hubiera propiciado, su estado de euforia era tal que llegaba a creer que sería imprescindible su participación para ellas y para todo el que con él tomase contacto, viéndose así como un ser superior que podía iluminar la vida de otros con su sabiduría y sus acertados razonamientos.
En estas fases de mayor confianza y seguridad, volvía a seguir un orden en sus quehaceres diarios, desde por la mañana hasta por la noche, en que tornaba a pasear después de haberse ejercitado una vez más en la escritura, aunque sólo fuesen dos o tres líneas por el temor a que alguna se le atravesase y no alcanzase con ella el resultado apetecido.
Las lecturas, por otra parte, constituían una actividad que por nada del mundo abandonaba, pues eran su fuente principal de conocimientos, sin la cual sería prácticamente imposible que continuara escribiendo. Tenía por costumbre leer después del desayuno, como si fuese ése otro alimento que no le pudiera faltar. Acometía, en efecto, así la jornada con más energías, imbuido de todo lo que en los libros hubiera hallado de bueno o de sustancioso. Leía durante dos o tres horas seguidas, con breves descansos que aprovechaba para mirar por el ventanal del salón el parque que había en frente de su casa, para observar sin mucho interés lo que en él sucedía, los movimientos y gestos de la gente, algún detalle en el que no hubiese reparado antes, igual que quien se asoma por mera ociosidad a una alberca o a un pozo por ver su rostro reflejado en las aguas. Se dedicaba a leer también por las tardes, casi siempre después de la siesta, a la que cedía por pura inercia, porque si no lo hacía y resistía la somnolencia que entonces lo invadía no se encontraba luego tan lúcido como cuando dormía y descansaba un poco, aunque sólo fuera una cabezada de quince o veinte minutos, o quizá menos, lo suficiente para reanudar después sus lecturas, las cuales muchas veces eran interrumpidas por un repentino brote de inspiración que lo obligaba a escribir lo que se le estuviese ocurriendo en aquel momento, por lo que pasaba de una actividad a otra sin que mediara apenas transición, si bien era frecuente que tal impulso no durase demasiado, sino sólo lo que dieran de sí unas cuantas frases, porque luego el miedo a equivocarse o a no ser tan productivo lo paralizaba y ya no podía seguir escribiendo. Había días, sin embargo, en que esto no sucedía y era capaz de rellenar dos o tres cuartillas casi del tirón, lo cual repercutía benéficamente en su ánimo, que ya no se sentía cohibido por nada sino exultante y dispuesto para salir de noche a pasear por las calles.
Cuando ya acababa el verano y hacía por ello casi un año que llegó a su nueva casa, los pensamientos de Miguel se volvieron otra vez más nostálgicos y, sin que hubiera una causa precisa, les dieron por detenerse en un periodo concreto de su pasado, como si éste poseyera una rara cualidad que fatalmente los atrajera, un secreto imán que los acercase y los reuniese en torno a un mismo punto, a un momento crucial de su vida que lo marcó profundamente y que vino a cambiar el rumbo que llevaba, un rumbo apacible de estudiante de Derecho que empezaba a saborear las mieles de una mayoría de edad recién alcanzada. Sí, aquello truncó una carrera que tal vez no había de tener un destino brillante pero que al menos le habría permitido acceder a un oficio mucho más valorado que el que finalmente tuvo. Sin embargo, él no se arrepentía realmente de nada, ni tampoco culpaba a nadie de lo ocurrido, sino que lo veía como algo inevitable, como un accidente o circunstancia que de cualquier manera había de presentarse en su camino, quizá porque era ésa la voluntad de Dios, como con frecuencia oiría decir después a su madre, que todo lo justificaba y reducía a tal explicación, una mujer de una gran fuerza interior que le serviría a él entonces de ejemplo y de guía para salir adelante en tan difícil situación.
Terminaba Miguel de cumplir los dieciocho años cuando murió su padre. Ocurrió de pronto, sin que nadie lo esperara, en una fría mañana de finales de noviembre en la que él había acudido como siempre a la facultad. Una mañana en la que lucía un sol escuálido que apenas tenía fuerza para derretir la escarcha, adosada todavía a los tejados y a las zonas más umbrías cuando él pasó camino de sus clases. Nada hacía tampoco presagiar lo que después sucedería, aunque más tarde albergaría Miguel la sospecha de que tal vez estuviera anunciado en algo que no hubiera sabido descubrir, pues parecía como si aquel día hubiera sido predestinado para que en él se produjera la desgracia. Ahora que lo recordaba, pensaba que debía ser así y que su vida no podía tener otro sentido que el que entonces tuvo, un golpe seco que lo derribó y que lo desvió brutalmente de la ruta acostumbrada, un arañazo cruel, una rasgadura profunda, una herida que no cesaba de sangrar y que sólo se restañaría al cabo de algún tiempo, después de que aquello se hubiera convertido para él en un acontecimiento irremediable.
Había concluido ya la segunda clase cuando Miguel se disponía a salir del aula con otros compañeros para charlar con ellos unos instantes en el pasillo. Entonces alguien que debía de haber estado allí aguardándole se acercó a él para decirle algo, un señor que vestía con cierto atildamiento, un hombre pequeño y enjuto, de semblante contraído, un vecino del barrio con el que había hablado en más de una ocasión y al que ahora se aprestaba a saludar apenas lo hubo reconocido entre los grupos de estudiantes que se agolpaban a la puerta del aula en ese momento. De inmediato, comprendió que era precisamente a él a quien se dirigía y que lo hacía con algún propósito concreto, si bien todavía no podía adivinar la magnitud de lo que pretendía comunicarle. Lo supo un poco después, cuando los dos por fin se encontraron y, sin que mediara ningún saludo, le ordenó con gravedad que recogiera sus cosas y que lo acompañara en seguida porque tenía que darle una noticia muy importante. “Tu padre ha muerto”, le dijo de repente, luego que hubieron atravesado en silencio aquel pasillo y salido después a un patio interior que conducía a su vez al vestíbulo de la facultad. “No es posible”, balbuceó él en medio de su desconcierto, aturdido por lo que acababa de oír, nervioso, dominado de pronto por una especie de desazón que parecía extenderse como un mal incontrolable por todos sus órganos y que estaba a punto de invadir también el último resto de conciencia y de seguridad que aún le quedaba y que lo mantenía a duras penas en pie. Las piernas, en efecto, le temblaban, las manos también, el mundo carecía de estabilidad a su alrededor: se veía ya acometido por un súbito desfallecimiento, tan mal se sentía mientras caminaba al lado de aquel hombre que, según dijo, se había comprometido a acompañarlo hasta su casa. Apenas atendía, por ello, Miguel a lo que éste intentaba aclararle acerca de aquel aciago suceso; quiso entender que su padre había sido víctima de un infarto que le había sobrevenido mientras estaba en la tienda, sin que a ninguno de los clientes que se encontraban allí entonces le hubiera dado siquiera tiempo de socorrerlo o de prestarle algún tipo de ayuda. Fue todo muy rápido, como le contaría después uno de ellos: un dolor agudo en el abdomen o en el pecho, un malestar intenso del que su padre no pudo menos que quejarse, con muecas de desesperación y de angustia que no pasaron desapercibidas por los que allí estaban, aunque a nadie se le ocurrió al principio que se debían a una dolencia tan grave, sino sólo cuando lo vieron desplomarse y caer al suelo ante el asombro y la alarma de todos. “Ya estaba muerto cuando fuimos a ver lo que le había ocurrido”, le referiría también aquel mismo cliente.
Curiosamente, Miguel no olvidaba ninguno de los detalles previos de aquel día, al contrario de lo que le pasaba con lo que sucedió después de que conociera el fatal desenlace, sobre lo cual apenas conseguía retener un recuerdo que fuera más o menos preciso, pues tenía la impresión de haber ingresado entonces en una realidad que le resultaba muy confusa y en la que él mismo se representaba como un ser extraño e indefinido, un ser del que hubieran desertado todos los sentimientos y sensaciones que antes lo configuraran.
Sólo se repuso unas semanas más tarde, cuando tomó la decisión de continuar la obra emprendida por su padre encargándose del negocio que él había sabido mantener y cuidar a lo largo de su vida, aun cuando no quería renunciar tampoco al principio a los estudios universitarios que había empezado a cursar y que podría ahora seguir por libre sin necesidad de asistir regularmente a las clases, a sabiendas sin embargo de que no sería nada fácil y de que habría de costarle no pocos sacrificios. No fue, por otra parte, una decisión exclusivamente suya, sino que se había resuelto a acometerla después de que su madre le aconsejara que lo hiciera, ya que le había llegado la hora de que madurara y de que actuara y viviera por su cuenta. A falta de otro apoyo más sólido, ella se convirtió en su principal sostén y en su punto de referencia más claro, sin duda porque nunca había dejado de confiar en él en ningún momento y porque estaba segura de que al final todo concluiría como Dios quería que concluyese, pues para ella no debía haber nada en el mundo que escapara a este designio.
Durante algunos meses, él intentó seguir el plan de trabajo y de estudio que se había propuesto, de modo que el primer tramo de curso no se saldó tan mal como cabía prever por las circunstancias y condiciones en que se movía: no sólo cumplió con cierta solvencia con sus deberes de comerciante, sino que llegó incluso a aprobar los exámenes parciales de algunas asignaturas, lo cual lo animó bastante para no cejar en su empeño.
Tardó todavía algún tiempo en admitir que aquélla era una tarea poco menos que imposible, sobre todo a raíz de una grave crisis nerviosa en que cayó al año siguiente al comprobar que sus esfuerzos no se veían recompensados y que quizá la vida era mucho más amable y placentera sin las exigencias con las que hasta entonces la había abordado. Abandonó, por ello, los estudios para entregarse por completo a sus quehaceres de tendero, que bien ejecutados podían ser tan dignos como cualesquiera otros; y luego que hubo superado ya aquella crisis, consiguió vivir al menos de una forma más apacible que antes, orgulloso de las oportunidades que de continuo le brindaba su trabajo, como eran las de atender y servir a sus clientes, con quienes había empezado a tener una relación cada vez más afectuosa, con algunos de ellos casi familiar. Así, don Pedro, aquel hombre grueso, afable e ingenioso, continuó apareciendo por allí de cuando en cuando, si bien ahora su aspecto difería bastante del que mostraba cuando visitaba a su padre, quizá porque él había dejado de verlo durante algunos años y no se había percatado de los estragos que éstos le habían ocasionado, hasta el extremo de que ya no resultaba tan animado ni tan ocurrente como antes, sino que parecía como si todo él hubiese envejecido, aquejado de una secreta pesadumbre que lo tuviera muy acobardado, como en más de una ocasión había insinuado cuando se refería a los males y a los achaques de salud con los que ahora le había tocado enfrentarse. Sin embargo, tales limitaciones no eran obstáculo para que a veces volviera a recuperar su antigua gallardía, divirtiendo con su elocuente discurso a todos los que se hallasen delante. Miguel continuaba admirándolo a pesar de su deterioro, muy visible en la flacidez con que ahora colgaba su papada, en la acusada palidez de sus mejillas, en la inseguridad con que fijaba la mirada, en la lentitud y torpeza con que se movía. Quizá lo admiraba aún más que antes precisamente por eso, porque resistía con dignidad los efectos de una decrepitud inevitable y porque estaba claro que era un hombre muy noble, incapaz de traicionar la memoria de sus amigos, como había demostrado cada vez que lo visitaba a él impulsado por el recuerdo que todavía lo unía a su padre, a quien no paraba de aludir con afecto cuando lo creía oportuno.
Además de don Pedro, hubo otras personas que se hicieron habituales en el negocio y a las que él asimismo acabaría tomando un gran aprecio, según reconocería después, siempre que intentaba evocar aquellos tiempos. Había una mujer singular, tocada sin duda de una particularidad innata, la cual consistía en su falta de orden y de dotes organizativas, pues tenía la rara e indefectible costumbre de ir a comprar cuando él ya estaba a punto de cerrar la tienda. Era una mujer mayor, muy alta y delgada, de estrafalario aspecto, vestida con desaliño y arreglada de peor suerte, como si saliera a la calle en el estado en que se encontrase en su casa o como si fuera ése en efecto su estilo más corriente. Tenía unos ojos grandes, provistos de una extraña belleza, un resto acaso de la que hubiera lucido en otra época; aunque lo más descuidado, con todo, de ella era su pelo, que siempre lo llevaba muy revuelto, con grises mechones que le caían por cualquier lado y que en ocasiones cubrían su frente y terminaban ensombreciendo y afeando su cara. Frisaría ya la señora los sesenta años o quizá los sesenta y cinco cuando Miguel la conoció, si bien podía aparentar algunos menos a pesar de su abandono, tal vez debido a la ligereza y agilidad con que a menudo actuaba, a la profunda inquietud que debía de bullir en su interior. Cuando llegaba, apenas se detenía a hablar con él, si no eran unas cuantas frases espontáneas referidas a cualquier asunto que entre los dos por casualidad se suscitase. Por ellas, supo Miguel que era viuda y que vivía con un hijo que se había quedado soltero después de que no le hubieran faltado ocasiones para impedirlo, igual que de alguna manera le habría sucedido a Miguel, solía conjeturar ella siempre que mencionaba el tema. Él asentía con la cabeza sin pronunciar palabra, no tanto porque no fuera del todo falso aquello como por no querer contradecir a la señora, a quien apreciaba bastante a pesar de sus extravagancias, posiblemente a causa de la carencia de malas intenciones que advertía en ella. Tanto la respetaba que nunca osaba preguntarle por las circunstancias que rodeaban a su hijo ni por nada que pudiera molestarla. Llegaría, no obstante, a enterarse por otras personas de que éste era, igual que la madre, muy raro y de que no había quien dedujera por su aspecto que estaba enfermo y que ésa fuera la razón de que siguiera viviendo con ella.
Lo cierto es que él sentía compasión de ambos, aun cuando al hijo no lo conociese, y que por eso no le importaba en absoluto que le ocultase parte de la verdad, ya que quizá estaba justificado que lo hiciese, de lo cual él no pensaba averiguar nada, sino que se contentaba con el cariño que sobre todo ella le inspiraba y con el deseo de que tal sentimiento fuese recíproco.
Varias veces tuvo Miguel ocasión de comprobar que debía de ser además una mujer muy inteligente, aunque no era la suya una inteligencia que brillase en actos o creaciones que pudiese admirar la gente, sino que más bien se manifestaba en pensamientos muy concretos, enunciados con naturalidad en sus breves y fugaces intervenciones. Un día que conversaban sobre ello, le dijo, por ejemplo, a Miguel que la vida no tenía más sentido que el que cada cual quería darle y que la preocupación por el paso del tiempo y por la muerte no era sino consecuencia de la propia condición humana; y otro día, con sus guedejas indómitas colgándole sobre la frente, como señal acaso del discurrir ingenioso de sus ideas, opinó que para ella Dios era el gran bien que aguardaba después del duro y complicado caminar por el mundo, el cual estaba lleno de dificultades y de trampas sin cuento que había que sortear con la confianza de que todo eso al final se terminaba.
También le reveló a Miguel que, a diferencia de otras mujeres que se pasaban la vida cosiendo o viendo telenovelas, a ella lo que más le gustaba era leer, una ocupación que podía desplazar a otros menesteres del hogar cuando así se le antojaba. Como a él todavía no se le había despertado la afición por la lectura, no supo valorar entonces este hecho como lo hubiera valorado en la actualidad, en la cual sin duda habría reconocido que se trataba de un mérito inestimable, convencido como estaba de que era aquélla la mejor manera de superar las mezquindades y miserias que a menudo desvirtúan y envilecen la existencia. Se limitó a decir que le parecía muy bien y que a él en el futuro no le importaría hacer lo mismo.
Fueron, en fin, muchos los días en que dialogaron, siempre con frases escuetas y concisas, mezcladas con otras de corte más convencional. Se enteró por ellas de que algunas noches jugaba al ajedrez con el hijo hasta muy tarde, aprovechando el silencio que a esas horas reinaba en el vecindario, según quiso justificar a continuación, lo cual no había de causar ya ninguna sorpresa a Miguel, acostumbrado a tales alturas a las rarezas de unos seres tan peculiares.
El polo opuesto lo constituía otra mujer que iba repetidas veces al día a comprar. Se llamaba Elena, y era un poco gruesa, ancha de caderas, algo baja en comparación con la anterior, con el pelo rizado, la cara encendida, los ojos siempre muy bien pintados, la nariz chata, los labios finos y casi amenazados por la prominente barbilla. Había sido peluquera en su juventud aunque entonces no trabajaba porque el marido ganaba un buen sueldo y no era necesario que lo hiciera. Tenía tres hijos, todos ellos ya mozos que se iniciaban en sus primeros oficios. Hablaba mucho, casi de forma compulsiva, con gestos también muy expresivos: no parecía sino que la lentitud que mostraba en otras facetas la contrarrestase con las ganas de charlar y con la energía que derrochaba en ello. Poseía una gran habilidad para enredarse en las conversaciones, para coger en seguida el hilo de lo que se estuviera diciendo, para transmitir a los demás lo que ella pensaba o creía saber sobre los asuntos que se tratasen en un determinado momento.
Como vivía cerca, no le costaba ningún trabajo acudir a la tienda siempre que echaba en falta algo, de manera que daba la impresión de que constantemente se le estuviesen olvidando cosas y de que nunca acababa de comprar, aunque Miguel colegía que la verdadera razón de tantas idas y venidas no era otra que la necesidad que tenía de hablar.
A veces era graciosa, aun sin proponérselo, por la espontaneidad y llaneza con que exponía sus pensamientos o por el modo en que contaba los hechos, a pesar de que eso no impedía que en otras ocasiones resultase pesada, sobre todo cuando se adueñaba de la palabra y casi sin que se diera cuenta procuraba acaparar la atención y el interés de los que en torno a ella hubiera. No tenía, sin embargo, la fea costumbre de criticar a sus semejantes, sino que disfrutaba por el contrario aconsejándoles remedios y soluciones para sus males, refrendada por su propia experiencia o por lo que ciertas personas especializadas en aquellas materias le hubiesen confiado; y como si contase además con el don de apropiarse de lo que otros hubieran referido antes, era capaz de repetir los mismos términos y de emplearlos con acierto y precisión en el contexto adecuado, consiguiendo así que su discurso pareciese mucho más seguro y convincente de lo que en realidad era.
A pesar de la prodigalidad con que hablaba, por lo general solía ser bien valorada por la gente, que lejos de rehuir su trato siempre hallaba en ella un buen motivo para entablar un diálogo, aunque después en algún momento se arrepintiese de ello.
A Miguel le sucedía lo mismo: le divertía verla; sabía que por muy insignificante que fuera lo que allí la llevase al final terminaría quedándose mucho rato, charlando animadamente con unos y con otros de lo que primero se les ocurriese, conversando incluso con él en el caso de que no hubiese nadie más en la tienda; y sabía también que se iría y que más tarde había de regresar, a lo mejor a los cinco minutos, sin que apenas le hubiera dado tiempo de llegar a su casa, porque tal vez se hubiera vuelto por el camino, deseosa todavía de seguir hablando, acuciada por la necesidad de decir algo que aún no hubiese dicho.
Miguel tenía en gran estima a Elena, posiblemente por lo sensible e inocente que en el fondo era, como volvió a comprobar el día que le comunicó que se iba definitivamente de allí. Callada, con gesto cada vez más compungido, aguardó unos instantes hasta que, sin poderlo evitar, rompió a llorar desconsoladamente. La situación llegó a resultar muy tensa para él, que no esperaba una reacción tan desproporcionada. Enjugándose las lágrimas con el dorso de las manos, casi a puñetazos, Elena acertó después a explicar entre sollozos que no se lo imaginaba, que era para ella como si le hubiera anunciado algo muy malo, que la dejaba muy sola y que no sabría ahora adónde ir ni cómo pasar el tiempo, ya que era aquélla su segunda casa, un lugar donde se sentía a gusto y donde era feliz, con todo lo que en él se divertía y con las cosas que en él le habían ocurrido, porque era más o menos como si tuviera que rehacer su vida, o que empezarla de nuevo. Tan mal la veía Miguel, que intentó consolarla a su modo, diciéndole que no se lo tomara así y que aquello a fin de cuentas no era tan grave como ahora creía, pues luego las cosas tornarían a ser como antes y ella podría a buen seguro encontrar otro sitio igual que aquél, donde también conocería a personas que merecieran la pena. Le aclaró que había tomado aquella decisión porque estaba cansado de trabajar y porque quería darle un nuevo rumbo a su vida, ante lo cual no paraba de asentir Elena después de que se hubiese repuesto por fin de su arrebato emocional; y luego que él ya hubo hablado, le dijo que sí, que entendía perfectamente su postura y que no había sido ni mucho menos su intención disuadirlo de ella, pues comprendía que él tenía todo el derecho del mundo para hacer lo que más le conviniera y que sería muy injusta y desagradecida si trataba de oponerse a sus planes de futuro, ya que había convivido mucho tiempo con él y lo quería casi como a un hijo. Y casi como a un hijo, a Miguel le hubiera gustado abrazarla, pero no lo hizo y se limitó a asegurar que no la olvidaría nunca y que siempre que pudiera la visitaría.
La volvería a ver, en efecto, más tarde, si bien esto sería ya un episodio casual de otra época, ya que todo lo que había vivido y experimentado entonces parecía que quedaba para siempre recluido en el pasado, confinado en un lugar muy especial de su memoria, al que sólo él accedería cuando quisiera.























7


Había pasado ya el verano de aquel primer año y llegado septiembre con sus luces secretas y su llamarada última de fuegos otoñales, de cadencia íntima contenida en un tiempo que parece que no avanza pero que se desliza poco a poco hacia un destino próximo, en una sucesión inmediata de minutos y horas con los que transcurren los días y devienen las noches con su telón de sombras y opacas realidades.
A estas alturas, Miguel había perdido ya el control de su voluntad, pues muchas veces era esclavo de sus antojos y melindres de escritor aficionado, ante los cuales nada podía hacer sino ceder a su influjo, postergando otras tareas que antes habían llegado a ser prioritarias, como incluso ocurría de forma asombrosa con la lectura, que en no pocas ocasiones era desplazada por la necesidad imperiosa de abandonarse a los dictados de la inspiración. No obstante, de vez en cuando lo asaltaba la vaga sospecha de que estaba equivocado y de que quizá no era aquél el camino más adecuado por el debía seguir discurriendo, pues lo apartaba de la dirección que había llevado y lo conducía a situaciones que le resultaban muy extrañas y en las que él se veía obligado a adoptar actitudes que por momentos consideraba poco naturales. Pero tales accesos de sensatez no duraban mucho, sustituidos de nuevo por la creencia de que no había de cejar en su empeño y de que sólo fracasaban los que no tenían fe en sus posibilidades, y era tal su obstinación que no tardaba en ponerse otra vez a escribir con la seguridad de que era ésa su verdadera vocación y de que si sabía perseverar en ella podría al fin lograr todo lo que se propusiera, hasta el punto de que conseguía persuadirse a sí mismo de que se hallaba en lo cierto y de que los demás eran los que erraban, nadando en vulgaridades sin término que él juzgaba envilecedoras e indignas de su actual estado. Fue así como empezó a verse distinto de la gente, invulnerable a las perniciosas influencias que pudieran llegarle de fuera o a las oscuras asechanzas con que otros quisieran intimidarlo, lo cual se tradujo en que se mantuviera deliberadamente reservado y distante de las personas con las que a la fuerza había de encontrarse casi a diario, como algunos de sus vecinos o aquellas con las que coincidía con cierta frecuencia en tiendas y supermercados, por lo que muy pronto también ellas debieron de advertir tal alejamiento, como así se echaba de ver al menos en el modo tan frío con que lo trataban o en la insistencia con que se quedaban mirándolo cuando él pasaba a su lado, aunque no había que descartar tampoco que todo fueran suposiciones suyas, originadas por el descontrolado ensimismamiento en que estaba cayendo, como de hecho sucedía cuando le daba por sospechar y por creer que murmuraban de él y que tal vez se confabulaban con intención de aislarlo aún más para que no molestase, simplemente porque su presencia no pareciera agradable o porque se vislumbrara en ella algún peligro incierto que pudiera amenazar a quienes así lo viesen.
Otros días, sin embargo, se esforzaba en ahuyentar aquellas ideas y salía a la calle con ánimo de saludar a todo el mundo casi convencido de que él era un ser normal y de que no había en su vida nada que objetarle o que reprocharle en cuanto a sus relaciones humanas, sino más bien al contrario, pues podía aducir innumerables ejemplos y casos que desmintieran tal ocurrencia. De esta manera, iba superando los momentos de mayor decaimiento, las crisis que lo tenían apartado durante días enteros, hasta que al salir de una de ellas, a finales de noviembre de aquel mismo año, intuyó que lo suyo era ya casi irremediable, a no ser que intentara enderezar el rumbo que hasta entonces había seguido. Sucedió una noche después de cenar, cuando se disponía a leer en su cuarto antes de acostarse: de pronto se sintió solo, más solo que nunca, una sensación que jamás había experimentado a pesar de que siempre hubiese vivido así desde que muriera su madre: fue como si hubiera constatado tal realidad, como si ahora pudiera palpar la soledad en la que estaba sumido, una masa informe y espesa que lo rodeara y que ejerciera sobre su cabeza una presión insoportable, algo abrumador que lo dejó aturdido y perplejo durante unos instantes, hasta que finalmente se desvaneció con la misma rapidez con que se había presentado.
Sin embargo, no fue aquélla una sensación que lo abandonara como un temor infundado que se desecha para siempre, sino que volvería a él cuando menos lo esperaba, a veces cuando más seguro y confiado estaba en sus posibilidades: solía ser por las noches, a menudo a una hora ya bastante avanzada, quizá porque su mente se hallase ya saturada y fuese por consiguiente más vulnerable a cualquier nuevo suceso que en torno a ella se produjese o a cualquier recuerdo que en su interior de repente se manifestase.
Aunque él intentó de varios modos sobreponerse, al final terminó por comprender que no tenía más remedio que acatar lo que le venía ocurriendo y que esto no sería sino consecuencia del estado de soledad en que se había resuelto su vida, lo cual le sirvió para armarse de paciencia ante lo que le aguardara en el futuro. Fue por entonces, una vez entrado ya el invierno, cuando empezó a echar de menos la compañía de alguien, primero de una manera imprecisa, una persona con quien compartiera el resto de sus días, un amigo acaso, luego de una forma más concreta, cuando entendió que lo que realmente había necesitado siempre era una mujer, una mujer que no había tenido nunca y que ahora estimaba poco menos que indispensable; y a falta de una figura que llegara a perfilarse con nitidez en el presente, le dio por buscarla con mayor ahínco en el pasado, tal como había sido costumbre en él en relación con otros asuntos; y empeñado en seguir un orden cronológico, se remontó a un amor primerizo, todavía incipiente, tal vez el que más honda huella hubo de dejar en su interior, a una edad en que su espíritu comenzaba a expandirse después de haber vivido una adolescencia y una parte de su juventud que no habían sido demasiado propicias para ello, en especial a raíz de la muerte de su padre y del giro tan brusco que tuvo que dar su existencia.
Llevaba él ya, en efecto, dos años al frente del negocio cuando se enamoró de una muchacha de la que no sabía otra cosa sino que no debía de vivir muy lejos de su casa. La había conocido por casualidad, un día que acertó a fijarse en ella cuando los dos se cruzaron por la calle, quizá porque ella hubiera hecho antes por mirarlo, o tal vez porque hubiera realizado algún movimiento con el que intentara captar su atención, posiblemente el mismo movimiento que hubiese empleado en otras ocasiones sin ningún resultado. Pero ahora, sí, por un segundo sus miradas se encontraron, por un segundo parecieron entenderse a pesar de todo lo que aún los separaba.
Acaso algo más joven que él, era ella delgada y no muy alta, con el pelo castaño, la tez más bien clara, los ojos grandes, llenos de dulzura... Así se la representaba Miguel en su recuerdo, con estos pocos rasgos que retuviera al pasar, en un instante en que ambos coincidieron, en que sus miradas se buscaron convocadas por un raro designio, por una misteriosa conjunción que las uniera. Ella iba por la acera de enfrente y él se dirigía como siempre hacia su casa luego que hubiera cerrado la tienda. Serían las nueve de la noche cuando tal encuentro tuvo lugar, ya que era ésa la hora en que él solía llegar a aquel punto, calculó poco después Miguel, y se le ocurrió pensar que ese hecho podía ya formar parte de una rutina de la que todavía no se hubiera apercibido, ante lo cual concibió la esperanza de que era muy probable que se repitiera, como así creería cuando al otro día se encaminaba de nuevo hacia allí. Durante toda la tarde apenas había pensado en ello, ocupado como estaba en atender con la mayor concentración y amabilidad a sus clientes; sin embargo, cuando hubo acabado, como si de esa manera se relajara y olvidara de sus anteriores obligaciones, se distrajo imaginando que sus pasos ciertamente lo conducían hacia una cita convenida, hacia un lugar marcado de antemano por un destino venturoso, según el cual estaba ya determinado que él volviera a coincidir con aquella muchacha. No la vio esa misma noche, ni tampoco a la siguiente, pero sí al cabo de unos cuantos días, cuando él casi había desestimado tal posibilidad. Fue un encuentro, por consiguiente, que tampoco esperaba. Se produjo esta vez a otra altura de la calle, a escasos metros del portal de su propia casa. Ella venía también por la acera contraria, con paso un poco vacilante, como si quisiera retrasar así aquel momento. Al verla, sufrió un pequeño sobresalto, no tanto por la emoción que sentía como por la sorpresa que su inusitada presencia le causaba. En esta ocasión traía el pelo recogido con una felpa y vestía de una forma más descuidada que antes; parecía preocupada, quizá nerviosa. Justo cuando iban a cruzarse, él trató de mirarla a los ojos, y ella también, aunque semejaba hacerlo con miedo, con cierta indecisión, puede que temiendo que no fuera aquélla una actuación que le favoreciese demasiado. Esta inseguridad acentuó aún más en Miguel los deseos de conocerla, y otra noche que había vuelto a verla no lo dudó dos veces y se atrevió desde lejos a seguirla; fue muy corto, no obstante, el trayecto que hubo de andar tras ella, ya que como había presumido no vivía muy lejos de él, en un bloque de pisos situado a espaldas de la tienda. Ante tal proximidad, Miguel no pudo evitar preguntarse cómo era que no la había visto antes por allí, o cómo era que al menos no hubiese tenido ninguna referencia de ella ni de su familia por parte de alguna vecina. Intrigado, decidió indagar sobre el caso, y una tarde que se le presentó la oportunidad, disimulando su interés, intentó sonsacarle a una mujer que solía estar muy bien informada si no había gente nueva en el barrio, pues él venía encontrándose a menudo en las últimas semanas con caras desconocidas. Fue así como se enteró de que se llamaba Asunción y de que tenía dieciocho años y estudiaba piano en el conservatorio, según le revelara a ella hacía poco la madre, una señora de grave aspecto que Miguel quiso reconocer en seguida por las señas que se le facilitaban, seguramente porque más de una vez se habría acercado a comprar a la tienda. Por lo visto, el padre era propietario de unas tierras en un pueblo de la vega y había determinado vender algunas de ellas para poder adquirir el piso donde ahora vivían. Además de Asunción, contaba aquel matrimonio con otros dos hijos, sobre los que casi nada había logrado saber la intrépida vecina.
Con tales datos, Miguel se hizo una imagen más real de ella, aunque cada vez que la veía le resultaba siempre poco menos que inaccesible, envuelta en un aura de misterio que le conferían en su imaginación las musas que ella tanto frecuentaría en los momentos en que se sintiese más inspirada para la música.
Pasaron así varios meses antes de que Miguel se propusiera abordarla. Para animarse, pensó que nada había de perder si lo intentaba y, con este fin, hizo mentalmente algunos ensayos en los que se paraba a saludarla en la calle y le decía que era el tendero del barrio y que como ya le habían hablado de ella consideraba un deber presentarse para que no dudara en acudir a él cuando la ocasión lo requiriera. Todo le resultaba fácil y natural a Miguel en aquellas imaginarias tentativas: tanto, que estaba convencido de que a poco que se esforzara no hallarían ninguna dificultad para que se materializaran: bastaría sólo eso, unos pasos con los que salvar la distancia que las separaba de la realidad, los pasos con los que él se dirigiría a ella para entablar la conversación que en su mente ya había pergeñado.
Luego, llegado el momento, aquella mínima diferencia que entreveía se presentó como una frontera infranqueable, ya que lejos de vencer su timidez ésta se convirtió en una auténtica muralla que lo obligó a seguir su curso por la acera, sin que fuera capaz de desviarse o de iniciar siquiera el gesto por el que ella hubiera de adivinar sus intenciones. Nada hizo, pues, sino que se conformó con la idea de que habría sido muy precipitado lo que se proponía y de que posiblemente, si tenía paciencia, le había de llegar una oportunidad mejor para conseguirlo.
Ahora Miguel, al cabo de tantos años, no sabía muy bien cómo logró olvidarse del caso. Lo cierto es que con el verano las cosas cambiaron mucho: sometidos los dos a los nuevos horarios y costumbres que tal estación depara, dejaron casi de verse, de modo que aquel inocente apasionamiento se iría paulatinamente apagando. Recordaba además Miguel que aún no había olvidado del todo éste cuando ya comenzó a vislumbrar otro en su horizonte. Fue en el otoño, apenas transcurridos unos meses desde que empezara a renunciar a Asunción, y llegó de la mano o mejor, de la boca de una amiga de su madre, una tal Virtudes, que muchas tardes iba a la casa a visitarla, igual que hacían otras vecinas del barrio, formando entre todas una animada tertulia en la que repasaban sin descanso los temas que más interés les suscitaban, con frecuencia relacionados con sucesos y experiencias que ellas vivieran en su infancia, aunque de vez en cuando también les daba por saltar al presente si había algo en él que reclamara su atención, como ocurrió cierto día con Miguel, que casualmente pasaba por delante de ellas cuando Virtudes le preguntaba a su madre si no pensaba que a su hijo le había llegado la hora de conocer a alguien y escapar así de aquel rincón, ya que no debía de ser bueno tampoco que un joven como él continuara todavía allí, seguiría escuchando Miguel mientras de nuevo retornaba hasta donde ellas se encontraban sentadas, alrededor de la mesa camilla que había en un extremo de la sala principal de la casa, junto a un balcón que daba a la calle. Fue entonces, al volver él, cuando Virtudes confesó que, si no le parecía mal al interesado, ella estaría dispuesta a presentarle una mujer de buenas condiciones que podría congeniar perfectamente con él: se trataba de la hija de una prima, con veinte años cumplidos, empleada en un taller de costura, aclaró con cierto énfasis antes de añadir con renovado empeño que era una joven muy honrada que no había salido aún con ningún chico. Animado por todas las contertulias, Miguel no pudo menos que avenirse a aquella propuesta, y dos días después se veía citado a la puerta de una cafetería con Margarita, como así se llamaba ella. Sorprendido por su belleza, dio por muy bueno al principio aquel encuentro, aunque un tanto azorado por la situación que se planteaba no supo actuar con la desenvoltura que él hubiera deseado. Menos mal que ella, mucho más resuelta, le fue facilitando el diálogo, que versó, como era previsible, sobre las cosas que suelen confiarse al comienzo para conocerse. Era, en efecto, muy guapa, con los ojos negros y un poco rasgados, adornados con largas y gráciles pestañas; tenía, además, el pelo algo rizado, la nariz recta, los labios más gruesos que finos, esbozando casi siempre una gentil sonrisa. Su mirada, como no podía ser de otro modo, era viva, luminosa, altanera. A su lado, Miguel no dejaba de sorprenderse, ya que a ratos no creía que fuera posible que a él le correspondiera una mujer como aquélla, precisamente a él, que nunca se había considerado en esto un tipo agraciado, ni siquiera capaz de compensar tal falta con la locuacidad que a otros les hace tan simpáticos.
La segunda vez que se citó con ella todo fue ya distinto, debido a que entonces no se sentía tan cohibido, sino que se veía facultado para hablar con más soltura, confiado en que a Margarita no le parecería ya ingrata su compañía. Poco a poco, a medida que se siguieron viendo, fue naciendo entre ellos un amor que casi había de resultar inevitable, pues surgía de una relación que para ambos era muy beneficiosa. Como señal de que comenzaban a quererse, una tarde él se atrevió a cogerla de la mano mientras paseaban después de que ella lo animara de alguna forma a que lo hiciera. A tal experiencia sucedieron otras no menos conmovedoras, con lo que muy pronto no dudaron en tratarse como novios, para lo cual acordaron sellar este nuevo paso con un beso que se dieron cuando regresaban de sus acostumbrados paseos dominicales.
No obstante, sería aquél un noviazgo muy rápido, pues tras unas sensaciones tan intensas pareció enfriarse al cabo de un tiempo, o por lo menos ésa era la impresión que tenía Miguel cuando Margarita le ponía a veces algunas excusas para no salir con él, o cuando en el caso de que saliese ella no se comportaba como antes, sino que andaba más bien rehuyendo su mirada, acortando las conversaciones, apremiándolo para no llegar después de la hora que el padre le hubiese establecido para ello. Al final, todo desembocó en lo que ya Miguel sospechaba que desembocaría, en la decisión que un día tomó ante él Margarita de dar por terminado aquel noviazgo, ya que había comprendido que no estaba de veras enamorada de él, intentó de este modo justificarse, y añadió para conformarlo que si no lo hubiera decidido ahora habría sido después para los dos mucho más doloroso tener que dejarlo, ante lo cual Miguel nada dijo, sino que con el abatimiento del que regresa de una derrota anunciada la acompañó en silencio hasta su casa mientras ella continuaba hablando de forma entrecortada de los motivos que la habían inducido a dar aquel paso tan importante; y una vez allí, antes incluso de que llegaran al portal de la casa, él le dijo adiós y casi sin mirarla se volvió y se encaminó hacia la suya convencido de que ya nunca más desandaría aquel camino.
Poco después, dos o tres meses más tarde, se enteró de que Margarita empezaba a salir con un militar, pero por ese tiempo él ya había superado la crisis que la ruptura con ella le había ocasionado, y recibió la noticia con una mezcla de desencanto y agrado, pues si por un lado se sentía defraudado, por otro aquello representaba una muestra muy clara de que no era Margarita la mujer con la que alguna vez había soñado, como tampoco se correspondía con la idea que de ella se hubiera hecho aquella tía suya, Virtudes, quien luego que se produjo tal desenlace dejaría de aparecer por la tertulia de su madre, quizá avergonzada de la actuación de la sobrina.



















8


Como una enfermedad a la que no se pone ningún remedio, aquel sentimiento de soledad que lo asaltara volvió a invadirlo cada vez con más intensidad, sin que el recurso que venía empleando de acudir al pasado en busca de algún alivio surtiera tampoco efecto. En Navidad, había sufrido, por cierto, una grave crisis, ya que es ésta una época propicia para suscitar tales sensaciones en quienes se ven desplazados del resto del mundo, en el cual reina una alegría artificial que repercute de forma negativa en estos individuos, acentuando por ese mismo contraste la tristeza en que ellos están sumidos. Por un momento quiso recordar la Navidad que pasaba junto a sus padres, cuando él era todavía un niño y la vivía como el acontecimiento más dichoso que tenía lugar cada año; pero eso tan sólo le sirvió para constatar que se hallaba ahora muy solo, sin que tampoco la invocación de sus mayores le hubiera reportado ningún tipo de consuelo, al contrario de lo que le había sucedido en otras muchas ocasiones en el pasado.
De este modo, había instantes en que parecía que se hundía, impelido por una corriente irrefrenable de vértigo que se originaba en su interior y que lo conducía hacia un estado en el que apenas se reconocía, en el que acaso hallaba un reflejo muy desfigurado de su propia personalidad, una conciencia muy debilitada de su ser, todo ello provocado por la falta de sueño o por el exceso de fatiga y de desplome moral que en esos aciagos momentos lo dominaban. Muy alarmado, procuraba asirse a alguna superficie que lo salvara de aquella corriente que lo arrastraba, la cual no tardaba en perder empuje apenas él intentaba reaccionar, como si al hacerlo volviese a cobrar sentido la realidad en que se encontraba, la realidad de un hombre que trataba de vivir conforme a lo que él había considerado más conveniente.
En enero, coincidiendo con unos días de intenso frío que lo tuvieron a la fuerza recluido en su casa, descubrió un remedio eventual contra aquella enfermedad que lo había llegado a tener tan cohibido: cansado de leer y de tomar algunas notas que luego había de corregir o de desechar porque no terminaban de ajustarse a lo que había pretendido decir, uno de esos días, después de que hubiera ya anochecido, guiado por un oscuro instinto que lo llevaba a contrarrestar la tediosa atmósfera en que se veía envuelto, dirigió sus pasos hacia el salón y, como quien no se da plena cuenta de lo que hace, encendió el televisor, un aparato que apenas había tenido antes otra función que la de servirle de adorno; y perplejo ante lo que en él se ofrecía, se acomodó en un sillón y, casi sin moverse, permaneció allí varias horas, absorto en las cosas que en la pantalla se sucedían, algunas de ellas un tanto banales y mezquinas pero que a él no dejaban de entretenerlo ni de hacerle creer que se sentía acompañado, aunque después esta última ilusión se difuminara pronto. Era al menos un alivio pasajero contra la soledad, una forma transitoria de engañarla, y, sorprendido de que antes no se le hubiese ocurrido tal solución, determinó repetirla cada noche como un acto que hubiera de incorporar necesariamente a sus costumbres, aun a sabiendas de que también reemplazaría a otros que habían sido muy importantes.
Con esto, efectivamente, se entretuvo durante una larga temporada, hasta que le sobrevino una nueva crisis que le afectó bastante, causada esta vez por la desazón que le producía comprobar que su vena de escritor parecía agotada, pues ya no lograba componer nada que fuera medianamente aceptable: todo le salía mal, como si por un extraño conjuro hubiera perdido la capacidad que tantos frutos le había dado. Deprimido, intentaba en vano recuperarla, tratando de encontrar el punto de inspiración desde el que fluyeran con facilidad las palabras; pero éstas se resistían o se mostraban muy enredadas, sin la claridad ni el concierto con que en ocasiones anteriores se habían presentado. Una vez y otra se ponía a escribir, si bien al cabo de un rato debía desistir de su empeño en vista de que no obtenía el resultado que apetecía, por lo que a medida que pasaba el tiempo se sentía más defraudado, sin ánimo ya para volver a ejercitarse en ello, pues acababa comprobando que era preferible dejar la cuestión como estaba y soñar con la posibilidad de que el día menos pensado reanudase la tarea. De esta forma tan sencilla solventó aquel espinoso asunto, aunque esto sucedió por el mes de mayo, después de innumerables intentos fallidos y de no pocos quebraderos de cabezas causados por la torpeza con que parecía mostrarse, cuando ya empezaba a creer que no era aquélla la vocación de su vida, al tiempo que ésta se desarrollaba lejos del orden que siempre había pretendido, como así se echaba de ver en la alteración de sus hábitos antiguos, en la falta de limpieza que se advertía en cualquier rincón de su casa, en la cantidad de ropa que había que lavar o que planchar y que terminaba desbordando los cestos de mimbre en los que él la iba acumulando, en el descontrol de sus comidas y de sus actos más rutinarios... Todo, en fin, era señal del abandono en que ahora vivía, de la desidia a la que a menudo cedía sin la menor resistencia. Para justificarse, se decía que no debía rendirle cuentas a nadie, que nadie iba a aparecer por allí, ni siquiera algún vecino que fuese a visitarlo, ya que hasta entonces ninguno lo había hecho. Tenía conciencia de que estaba solo: paseaba con frecuencia por las calles, iba a comprar al supermercado o se dirigía al banco para conocer el estado de sus fondos o para sacar el dinero que le hiciera falta, pasaba entre la gente como un fantasma, como un ser invisible para los demás, a pesar de que otras veces hubiese creído lo contrario, que se fijaban en él precisamente por lo extraño y peculiar que resultaba. Pero ahora no podía evitar sentirse así, alejado de todo el mundo, radicalmente distinto, observador ajeno e imparcial de la vida de los otros cuando se asomaba al balcón y se quedaba varios minutos viendo lo que hacían en el parque, niños, mujeres, hombres..., los examinaba a todos con detenimiento, intentando analizar sus acciones, el parecido que pudieran tener con las suyas, deseando en esos instantes que éstas no fueran tan anómalas ni tan diferentes de las que en ellos veía. De alguna manera quería acompañarlos desde allí, desde una distancia que a nada iba a comprometerle: quería seguirlos, dialogar con ellos en secreto, saber en suma que no estaba tan solo. Luego, en cambio, constataba que aquello no era cierto, que él no se parecía a los demás, que vivía aislado desde hacía mucho tiempo y que ya nunca podría relacionarse con nadie.
En julio, otra vez de un modo un tanto casual, se le ocurrió un nuevo remedio contra la soledad: un día que pasaba por delante de una tienda de animales, tuvo la corazonada de que en ella era posible que hallara uno que le diera la compañía que le faltaba, como así suele entenderse. No entró entonces, pero comenzó a barajar en su cabeza tal posibilidad, y al cabo de una semana, después de pensarlo mucho, creyó que no sería descabellada, de manera que una tarde se acercó a aquella tienda para comprar un perro que fuese de su gusto, tal como había decidido entre los diversos animales con los que podía quedarse. Eligió uno pequeño, de dos meses de edad, uno blanco, con abundante pelo y que no crecía demasiado, según le explicaron allí junto a otros detalles de su raza a los que no prestó apenas atención. Como no tenía ninguno, hubo de ponerle un nombre y, después de haber improvisado algunos, ya que era hembra, dio en llamarla Luna, que sonaba bien y que parecía concordar con la primera impresión que su figura le causara. Le había comprado también, entre otras cosas, un collar rojo y una correa del mismo color, con la cual la llevaba muy diligente por la calle, si bien a veces sentía la tentación de tomarla en brazos, aunque no lo hacía por miedo a resultar ridículo a la gente que lo viera pasar. Cuando llegó a su casa, le preparó con unos cartones en un rincón de la cocina el lugar donde había de estar y colocó al lado dos recipientes para el agua y para el pienso que también había adquirido en la tienda. Después entendió que debía asimismo procurarle algo para que hiciera sus necesidades y, apenas se le hubo ocurrido, bajó con una caja al parque de enfrente y, con cierto cuidado de que nadie se fijara en él, vertió en ella un poco de tierra para tal fin, con la cual subió luego muy ufano de la operación, satisfecho con aquella nueva variante que le estaba dando a su vida. No fue fácil, sin embargo, que la perrita al principio siguiese sus órdenes, ya que lejos de obedecerle se orinaba o defecaba después donde primero tuviese a bien, pues solía recorrer a su antojo todas las habitaciones del piso; y así, entre sus costumbres iniciales, tomó la de jugar con las zapatillas que él se calzaba para estar en casa, con lo cual éstas acabaron por deteriorarse bastante o por aparecer luego abandonadas en cualquier sitio, donde ella las hubiese dejado, cansada de mordisquearlas y de voltearlas incesantemente. No obstante, él no se desesperaba, sino que incluso llegaba a divertirse con tales hechos, y sabía aguardar el momento oportuno por ver de corregirla y educarla, para lo que era consciente de que había de necesitar una buena dosis de paciencia.
Lo fue consiguiendo, como él creía, poco a poco; de modo que cuando ya finalizaba el verano, había logrado al menos que evacuara con mayor regularidad, a las horas en que él la sacaba para ello, casi siempre en lugares apartados en los que no hubiera de causar ninguna molestia a nadie, aunque él solía llevar una bolsa y unos guantes de goma por si tenía que recoger algún excremento antes de llegar allí, como le había sucedido en sus primeras salidas ante la reprobadora mirada de las personas que se hubiesen detenido por curiosidad a observarlo.
Aquello permitió que Miguel fuera alargando sus paseos vespertinos, siempre acompañado de la perra, ahora por sitios por donde no acostumbraba a ir antes, pues en lugar de caminar por la ciudad lo hizo más bien por el campo, que lo tenía para este propósito muy cerca, detrás de los edificios que habían terminado ya casi de construir al otro lado del parque.
Tal cambio supuso para Miguel un nuevo aliciente, aun cuando se trataba de un hecho muy sencillo, del contacto con un entorno diferente, con un paisaje que incomprensiblemente había pasado casi inadvertido para él en otro tiempo, un paisaje que le devolvía dentro de su simpleza las ganas de mirar todo lo que de bueno o de agradable se ofreciese a su vista, un panorama que le resultaba de veras muy hermoso, con sus múltiples accidentes y variaciones de luz y de matices de cualquier tipo que ahora aprendía a descubrir y a valorar en aquellos parajes. Mientras caminaba con la perra, que dejaba suelta para que corriese y saltase a sus anchas sin las imposiciones a las que en la ciudad habría de estar sujeta, iba apreciando cada detalle de lo que tenía delante, cada aspecto distinto que a sus ojos se manifestara. Miraba cuadros irregulares de labranza, retazos verdes o azules que semejaban componer un desordenado tapiz, con oscuros e imprecisos garabatos de matorrales que crecían en sus límites, en linderos que hubiesen sido trazados de forma caprichosa, con maizales de plácido oleaje, arboledas de grácil sombra, hazas rubias de barbecho, suaves extensiones de viñedos que se difuminaban en la distancia, entre numerosos pueblos que estaban allí asentados, al pie de la sierra que como gigantesco telón se levantaba al fondo, inmensa mole azul en la que se sucedían las elevaciones de collados y alturas diversas hasta coronar las cumbres de insólita pureza, presidido todo por el aire tibio de septiembre, por la luz tan bella que por aquel paisaje se derramaba.
Sorprendido por este inusitado hallazgo, Miguel no dejó de explotarlo mientras pudo, ya que volvía de sus paseos muy reconfortado, de manera que éstos se hubieron de prolongar también durante el otoño siempre que el tiempo se lo permitía; y con el otoño el campo y la sierra parecieron revestirse con nuevos encantos, como si con el devenir de la estación se fueran produciendo en ellos leves mutaciones que mejoraran aún más su imagen, en la cual acabarían despuntando otros colores muy diferentes de los que predominaban antes, como los ocres y marrones de las tierras preparadas ya para el cultivo, los amarillos y rojizos de ramajes cada vez más desnudos, los grises y parduscos de matorrales secos, el azul más oscuro ahora de la sierra, el rosa más pálido del cielo en los crepúsculos... Sin embargo, el invierno llegó al fin, y los días se tornaron desapacibles y fríos, y él no tuvo más remedio que postergar muchas veces tan necesarias escapadas, por lo que el cansancio y la aprensión volvieron a anidar en su alma.
Durante ese tiempo, por otra parte, había escrito más bien poco y leído algo más, de modo que había logrado vivir de una manera más equilibrada, sin las exigencias con las que antes se había visto tan atenazado. Ahora, por el contrario, todo aquello parecía regresar de nuevo como si jamás hubiese de ser descartado de su ánimo, un mal que estuviese en él oculto y que en cualquier momento pudiera abrumarlo.
Con la perra había llegado a sentirse más acompañado: la trataba casi como a una persona, o un ser con el que no tuviera dificultad en comunicarse, a pesar de que ella se quedaba en ocasiones indiferente a sus palabras o a las confidencias con las que intentaba desahogarse. Con todo, procuraba disculparla, pues era consciente de sus limitaciones, aunque la verdad es que ella, Luna, había sabido adaptarse a sus costumbres, quizá por ese instinto tan poderoso que suele asistir a los animales, un instinto que acaso nunca terminará de entenderse, ya que escapará siempre a la capacidad de comprensión de los seres humanos, con quienes están destinados muchos de ellos a convivir necesariamente... A menudo reflexionaba sobre ello Miguel con la perra tendida a sus pies, amparada en la confianza que él había debido de transmitirle. Al cabo de seis meses, era sorprendente cómo conocía cada uno de sus movimientos, cada una de sus idas y venidas por la casa, cómo detectaba su presencia pocos segundos antes de que llegara a ella cuando volvía de la calle, cómo sabía por el tono de su voz si pretendía regañarle o si por el contrario la llamaba para darle de comer o para cualquier otro asunto que fuese de su agrado, cómo expresaba éste después con agitaciones sucesivas de su cola o con rápidos saltos en torno a él empujándolo levemente con las patas delanteras.. Parecía, sí, que lo conociese, aunque en otros momentos Miguel tenía la impresión de que los separaba una suerte de distancia que les impediría entenderse por completo, alguna especie de diferencia esencial que los obligaría a sentirse fatalmente distintos: eran los momentos en que él alcanzaba a comprender que la perra no podría rellenar nunca el vacío que en su interior se abría, la inmensa falta de consuelo y de cariño que en el fondo de su ser continuaba habiendo, el profundo desamparo que experimentaba cuando caía en la cuenta del estado de soledad en que se hallaba sumido, una soledad que no parecía tener ningún remedio, como si su vida se encontrase ahora en un punto muerto desde el que todo se volviese oscuro, desde el que fuese imposible avanzar, igual que en una pesadilla en la que los pasos careciesen de validez.
Así, un día, insatisfecho de esta realidad suya, puesto que no podía conseguirlo de otro modo, retrocedió de nuevo con su imaginación hacia el pasado en busca del calor que le faltaba en aquélla, y casi sin esfuerzo, acostumbrado como estaba a realizar ejercicios de esta clase, evocó el tiempo en que él permaneció junto a su madre, los diez años que vivió con ella desde que el padre muriera, un periodo que entonces no le había resultado nada fácil pero que ahora recordaba emocionado, consciente de la importancia que para su futuro había de tener todo lo que de ella aprendiera. Fueron unos años decisivos en los que se vio obligado a desenvolverse con autonomía, de acuerdo con los principios y valores que su madre con inveterada paciencia no cesaba de transmitirle, a pesar de que en la actualidad todo ello se estaba desmoronando de forma ineluctable; si de algo le servía ya, tan sólo le quedaba en pie su debilitada conciencia, que ella también había sabido contribuir a moldearle, la cual le impedía asimismo que se sintiese a gusto con la vida que había emprendido, propiciando en él una desazón que lo llevaba a pensar que tenía que esforzarse por escapar de aquella situación como fuera.
Con sus palabras y ejemplos, su madre le había enseñado a confiar en la Providencia, aunque ahora apenas recurriese a Ella, quizá porque había perdido la costumbre de invocarla, algo que le había servido sin duda antes para mantener el ánimo bien elevado y para no sucumbir así a las adversidades que después se le presentarían. Pero, con todo, lo que mayor efecto causó en él fue la serenidad con que la vio asumir la grave enfermedad que le sobrevino en el tramo final de su vida y que más tarde o más temprano habría de llevarla inevitablemente hasta la muerte, una etapa dolorosa que ella afrontó con la fe inquebrantable que siempre la había asistido, de la cual nacía aquella confianza que nunca había dejado de mostrar mientras vivía. “El sufrimiento es un misterio”, solía decir ella en los ratos en que él permanecía a su lado: era la frase que más repetía, tal vez porque era la conclusión a que hubiese llegado después de penosas reflexiones sobre el difícil y amargo trance por el que estaba pasando. “Es el camino que nos llevará al Cielo”, decía también con frecuencia intentando resolver aquel misterio, aquella duda que se cierne siempre sobre los corazones de los afligidos.
Pocas veces, sin embargo, se quejaba, aunque a Miguel no se le ocultaba que quizá se abstuviese de hacerlo para evitar que él se preocupase, un detalle más que volvía a demostrar el gran amor que le profesaba. La recordaba en aquellos postreros días cogida con resignación de su mano, como si de esa manera pretendiese aguardar el instante que ya se presumía inevitable, unida de una forma tan íntima a la persona que más había amado en el mundo, a pesar de que estaba callada mucho tiempo, posiblemente porque no le quedasen fuerzas para hablar, o acaso porque lo hubiese dicho ya todo, porque no tuviese nada ya que decir a él, que apenas osaba ahora separarse de su lado. Sólo se apartaba de su madre para ir a trabajar a la tienda, tal como ella misma le aconsejaba repetidamente que hiciera, mientras una mujer contratada para tal efecto lo suplía en los cuidados y atenciones con que él antes la asistiera. Fue un periodo muy duro que, no obstante, supo arrostrar con un coraje extraordinario, del que Miguel no podía menos que sorprenderse pues nunca se había visto capaz de acometer con tal actitud una situación tan complicada y embarazosa como aquélla. Con la misma diligencia de siempre, Miguel procuraba despachar y contentar a sus clientes; algunos de ellos, informados de lo que le ocurría, solían interesarse por el estado en que se encontraba su madre y en ciertos casos se ofrecían incluso para que no dudara en llamarlos si la cosa empeoraba. Una mujer, de hecho, sin que él le dijera nada, iba con frecuencia a la casa para que no se sintiera tan solo en aquellos desgraciados momentos, según le explicaba después en privado al término de su visita.
Muchas tardes, impaciente por volver, Miguel hacía todo lo posible por cerrar antes la tienda, aun a sabiendas de que eso causaría alguna que otra molestia, que luego él habría de justificar o de reparar como mejor se le ocurriese.
Una vez allí, junto a su madre, él se desvivía por atenderla y por tratar de consolarla de alguna manera con su presencia, ya que sabía que era ésta un bálsamo para ella, con el cual su espíritu al menos se reponía de las fatigas que antes padeciera. Lo notaba sobre todo en la mirada con que lo recibía, una mirada en la que volviesen a brillar por un instante la alegría y la esperanza que siempre la habían animado a pesar del dolor y de la postración en que se hallaba, una mirada que resultaba aún más conmovedora y más bella si cabe por las circunstancias en que surgía y por el esfuerzo tan grande con que parecía superarlas. Una mirada, en suma, que había de quedar por esto indeleblemente grabada en su memoria y que no tardaba en dibujarse en ella cada vez que pretendía evocarla, igual que volvía a sentir también después el temblor de la mano de su madre entre las suyas, o el hilo de voz con que intentaba hablarle en los postreros días, cuando él ya había dejado de ir a trabajar para estar siempre con ella. Recordaba asimismo la debilidad y laxitud en que había venido a caer su cuerpo durante la agonía, el estado de desmadejamiento en el que finalmente acabaría resuelto, como si la muerte poco a poco lo fuera invadiendo y dominando irremisiblemente por dentro, hasta que, llegada la hora, propiciada por una súbita mutación, devino en una rigidez extraña, en una frialdad sobrecogedora, ante la que a Miguel ya no le cupo duda de la terrible realidad a la que ahora debía enfrentarse, del fatal desenlace en el que ha de concluir toda trayectoria humana. Así lo entendió él entonces, si bien su reacción distó mucho de ser la del que se desespera ante un panorama tan desolador, quizá porque lo había estado aguardando desde hacía muchos días y porque lo veía por eso como el término natural en el que acababa al fin una larga cadena de sufrimientos y angustias que no habían podido tener otro resultado; de manera que, lejos de lamentarse por lo ocurrido, pasados aquellos primeros instantes de inquietud y nerviosismo, se puso a reflexionar delante del cuerpo sin vida de su madre sobre todo lo que ella le había enseñado, y no pudo evitar preguntarse entonces si su alma había escapado ya de él y emprendido el vuelo que la llevara hasta la presencia de Dios, tal como ella creía que sucedería después de que le sobreviniera la muerte. Conmovido por tales pensamientos, quiso cumplir con lo que su madre hubiera deseado que cumpliera, y de una forma un poco atolondrada, fruto de su escasa capacidad para este tipo de actos, comenzó a rezar por el buen fin de su alma aunque sabía él muy bien que no le debía hacer mucha falta, pues había dado continuas pruebas en el mundo de que seguía el camino correcto, aquel que ahora quizá la había acabado de conducir hasta el Padre; y luego que hubo concluido, rezó también por él mismo y, por si era cierto aquello, le pidió por último a su madre que fuera su mejor intercesora en el Cielo, después de lo cual llegó a sentirse más tranquilo y animado, quizá por el efecto que en su conciencia causaba haber cumplido con aquel obligado trámite, o acaso porque ya hubiese empezado a recibir el auxilio demandado.
Aunque no lo pasó bien al principio, no tardó mucho Miguel en reponerse y asumir la nueva situación que el destino le deparaba, confiado en que no le faltaría aquel consuelo espiritual que había comenzado a experimentar entonces. Y si éste no se presentó en la forma en que lo hiciera aquella vez, sí lo hizo en cambio bajo la de una capacidad de superación y sacrificio verdaderamente encomiable, la cual le sirvió para no sucumbir ante cualquier amenaza de abatimiento que sobre él planeara y para reconducir su propia vida con la madurez y la solvencia que a un hombre de su edad se le debía suponer.
Orgulloso de tal reacción, supo adaptarse a las circunstancias que se le ofrecieron en los años posteriores, hasta el punto de que nunca halló en ellas motivo de inquietud o de pesadumbre, sino más bien ocasión de apropiarse de todo lo que de bueno o de provechoso tuviesen.




































9



Fue aquél un invierno muy crudo que casi se prolongó hasta los días en que había de percibirse por todos lados el creciente empuje de la primavera, presentida si acaso muy tímidamente en los naturales indicios con que suele anunciarse cada año. Debido a esto, Miguel había salido a pasear por el campo muy poco en ese periodo, cohibido por el frío que hacía o por el temor a que se desatara de improviso un fuerte aguacero, por lo que perdió así la costumbre que tanto había contribuido antes a levantar su ánimo. Cuando se atrevió a salir, encontró el campo muy diferente, sin aquel encanto que lo hiciera para él tan atractivo. Parecía como si un extraño velo de tristeza y de incertidumbre cubriera entonces el paisaje, privándolo de todo aquello que en otro tiempo había sido motivo de embelesamiento para quien se hubiera detenido a contemplarlo, como le había ocurrido precisamente a él en el otoño pasado, cuando acostumbraba a pasear con la perra por las tardes hasta los límites mismos de la vega, allá donde los últimos pueblos aparecían recostados sobre el verde cojín de las primeras colinas. Ahora, incomprensiblemente, todo se le volvía distinto, tal vez porque él hubiese también cambiado durante aquellos largos meses invernales, como así hubo de comprobar el día en que se halló más triste de lo normal, aquejado además de un intenso dolor de cabeza que había empezado la noche anterior y que no lograba mitigar de ninguna manera. Sólo tenía ganas de permanecer acostado, con la persiana bajada para que la luz no le molestase; había perdido casi de repente el interés por cualquiera de los asuntos en los que antes hubiera estado ocupado: ni siquiera la lectura suponía para él ningún incentivo, ya que en las circunstancias actuales requería un extraordinario esfuerzo que no habría podido realizar. Aquel día pasó, igual que el dolor de cabeza, que acabó por remitir a la mañana siguiente, por efecto seguramente de todos los analgésicos que se había tomado. Sin embargo, no fue éste un episodio aislado, pues al cabo de una semana volvió a presentársele, esta vez incluso con más virulencia si cabe, porque refractario a cualquier medicamento lo tuvo postrado en la cama durante mucho más tiempo. Alarmado por ello, no dudó en que debía acudir al doctor, por más que él no hubiese sido nunca muy amigo de visitarlo. Así que luego que el dolor de cabeza ya se hubo atenuado, sacó número en el centro de salud que tenía asignado y dos horas más tarde aguardaba en la antesala de la consulta a que le tocase entrar. Como casi nunca había estado en ella, sino que se había conformado con el asesoramiento oportuno del farmacéutico de su barrio, se sintió muy extraño en tal lugar, rodeado de personas a las que jamás había visto y que no cesaban de hablar acerca de los avatares y menudencias del local o de otros asuntos domésticos que les preocupasen especialmente. Sentado en una de aquella sillas de plástico que son tan habituales en esos sitios, escuchaba a unas y a otras sin ningún interés, ya que todo lo que decían le parecía muy vulgar y anodino; de modo que se abstuvo de intervenir a pesar de que algunas de ellas de vez en cuando lo miraban con ánimo de involucrarlo en el diálogo, o le sonreían con cierta complicidad. Sin responder a tales gestos, Miguel procuraba mantenerse al margen, no fuera que alguien se decidiera a recabar su opinión, en cuyo caso no se veía capaz de expresarla, sugestionado como estaba por la distancia que lo separaba de aquellas personas, todo un mundo infranqueable que le impediría escoger las palabras adecuadas a aquel ambiente, nacidas de una mente tan rara como era la suya entonces, o como él la consideraba cuando le daba por compararla con la que regía los pensamientos de los demás, aunque éstos en muchas ocasiones cayesen en la vulgaridad de la que en tales momentos era testigo. Una mujer de unos cincuenta años, con el pelo teñido de rubio, que parecía haberse arreglado con esmero para ir allí, le preguntó sin que él lo esperara qué número tenía y él, casi sin inmutarse, le respondió con la mayor naturalidad, y se permitió incluso añadir que dentro de poco, si todo marchaba bien, le correspondería entrar, a lo que la mujer contestó que así había de ser y que ella, en cambio, tenía que esperar todavía unos minutos para poderlo hacer. Mediante este escueto diálogo, se dio cuenta Miguel de que no era tan difícil conversar con aquella gente, como tampoco lo había sido con toda la que antes había tratado cuando trabajaba de tendero. Animado por estas ideas, aunque no tanto como para que se atreviera aún a hablar, asistió a lo que los otros decían hasta que por fin entró en la consulta, donde lo aguardaba el doctor sentado tras una mesa, enfundado, como sería preceptivo, en su bata blanca, un hombre de unos cuarenta años, con poco pelo, la tez muy suave, los ojos grandes e inquisitivos. Después de saludarse mutuamente, pues todavía no se conocían, le refirió él con brevedad lo que le pasaba, los fuertes dolores de cabeza que padecía y que le duraban varios días sin que le sirvieran de nada los medicamentos que tomaba para combatirlos. Tras de escucharlo con suma atención, el doctor le preguntó si no sufría otra clase de trastornos, como náuseas, mareos o incluso pérdidas de conciencia. Ante su negativa, pasó a medirle la tensión en la camilla que para explorar a los enfermos se hallaba al otro lado de un biombo. Un poco aprensivo, Miguel advirtió cómo se le aceleraba el pulso de una forma que casi no podía controlar, algo que sin embargo no demostraba percibir aquél, tal vez porque estuviese acostumbrado a que reaccionasen así sus pacientes. Luego que hubo acabado, sin darle apenas importancia a aquello, le dijo que tenía la tensión un poco alta y que debía medírsela con cierta frecuencia para tratar de examinarla; mientras guardaba con parsimonia sus útiles, le aseguró que no era aún preocupante pero que para evitar posibles riesgos había de prescindir de la sal y de cualquier tipo de excitante, ante lo que él no pudo menos que asentir como un niño al que se le intenta corregir y educar. Con un gesto le indicó luego que volviera a sentarse ante su mesa y, una vez allí, le explicó que era probable que fuera aquélla la causa de los dolores que le había referido, pero que aun así no había que estar muy seguros de ello hasta que no se descartaran otras posibilidades, y pasó a recetarle unos analgésicos nuevos antes de advertirle que debía regresar después de quince días para ver si había mejorado. Mirándole con franqueza y rotundidad a los ojos, insistió en que no se preocupara, al tiempo que le entregaba la receta y se despedía de él con un efusivo apretón de manos.
Durante esas dos semanas, Miguel hizo todo lo que lo que le prescribiera el médico, comprobando que su tensión a veces fluctuaba y que los dolores de cabeza en seguida remitían con los analgésicos que ahora se estaba tomando. Con tales resultados acudió de nuevo a la consulta algo más esperanzado de que lo suyo podía ser remediado pronto. En la antesala hubo de vivir una escena parecida a la anterior: circunspecto, cruzó tan sólo dos o tres palabras con las personas que a la sazón allí se encontraban, las cuales no paraban de charlar sobre los temas ordinarios de antes, que él en su fuero interno ya casi repudiaba, si bien su natural propensión a no resultar nunca descortés, desarrollada y confirmada a lo largo de tantos años, le impedía que se notase, pues de vez en cuando fruncía sin querer los labios o sonreía brevemente ante lo que ellas estuviesen opinando. Ya en la consulta, después de haberlo escuchado con gran atención, el médico le dijo que consideraba conveniente que empezara a seguir un tratamiento para la tensión, ya que a su edad no era bueno que ésta se descontrolase tanto, y para tal fin le recetó una pastilla diaria que había de añadir a las otras que se tomaba para atajar sus neuralgias. Le aconsejó, no obstante, que volviera si observaba que no mejoraba o si detectaba cualquier otro tipo de anomalía. Convencido de que tal regreso no se produciría, Miguel tornó a despedirse del doctor con la misma efusión con que lo hiciera en su primer encuentro.
Sin embargo, no bien había dado comienzo a aquel tratamiento, le asaltó la aprensión de que sobre su organismo se cernía una seria amenaza que no había de abandonarlo ya mientras viviera; y tal miedo derivó al poco en una suerte de pesadumbre que lo tuvo muy abatido durante muchas jornadas, hasta dar otra vez con la idea de que nada de aquello le sobrevendría si estuviera acompañado de la persona adecuada que supiera comprenderlo, igual que de algún modo había desempeñado su madre en otra época aquel papel que ahora tanto echaba en falta.
Con estas obsesiones y quebrantos, los dolores a veces regresaban a su maltrecha cabeza, aunque combatidos con los analgésicos no tardaban mucho en menguar y desaparecer de ella. Su vida, por esto, quedó casi reducida a la aplicación de los cuidados a que aquellas molestias lo obligaban, de manera que casi ya había dejado de leer con la atención de antes, o no escribía con la frecuencia o con la confianza que son necesarias para un ejercicio tan delicado. A tal punto llegó su estado, que nada llegaba a procurarle ningún consuelo, si no eran los ratos que pasaba con la perra, con la cual se olvidaba por momentos de los males que lo acechaban.
Cuando llegó el verano, experimentó una ligera mejoría, propiciada tal vez por el buen tiempo, por las tardes azules en que su espíritu escapaba como un pájaro de la jaula en que hubiera estado encerrado para volar y disfrutar del paisaje que sus ojos abarcasen. Era, sin embargo, un sentimiento fugaz aquél, pues como un pájaro herido regresaba a la oscura realidad de la que había partido, al triste desamparo en el que se veía preso.
Con estas reconfortantes huidas, pasó también el verano, y el otoño se presentó con las suaves tonalidades de siempre, sin que en él se advirtiera por entonces ningún cambio apreciable. No obstante, a medida que avanzaba dicha estación, su ánimo fue decayendo sin ningún motivo, perturbado por nuevas preocupaciones que en él se habían despertado, más graves aún que las anteriores, pues ahora parecían a punto de despeñarlo hacia una profunda sima de tristeza y desconsuelo.
Todo lo que lo rodeaba sufrió también importantes transformaciones, producidas por la desidia que poco a poco lo había ido invadiendo: así, por ejemplo, su casa era un vivo reflejo de lo que en su interior ocurría, con infinidad de objetos y de papeles abandonados por el suelo, sin que en ningún instante Miguel sintiese el impulso de recogerlos y de colocarlos en su sitio, como había sido la pretensión que albergara al comienzo, recién llegado a aquella vivienda. Incapaz de mantener un orden, dejaba que los días pasasen, mientras él se hundía cada vez más en el abismo.
Sólo salía a la calle para pasear a la perra o para comprar lo imprescindible, y, aun así, con frecuencia se las ingeniaba para valerse con lo poco que tuviese, por lo que había semanas en que apenas llegaba a salir del piso, durante las cuales su propia imagen adquiría un aspecto bastante deplorable, con el pelo revuelto y el rostro ensombrecido por una barba entrecana que casi le confería la desagradable apariencia de un anciano prematuro. Como se negaba a ir a la barbería, aquél se había convertido ya en una considerable melena que resultaba un tanto extraña entre la gente de su edad, al menos entre la que quisiera regirse por los parámetros más habituales, de modo que cuando se decidía por fin a asomarse a la calle, bien rasurado y limpio, con tal melena se asemejaba más bien a un tipo de bohemio incorregible, en cuya figura, por otro lado, no debía de haber nada que pudiera ser reprobable a los ojos de los demás.
Una tarde, venciendo su acostumbrada resistencia, guió sus pasos hacia los lugares donde él había vivido antes, pues sentía un remoto deseo de volver a visitarlos; sin embargo, al llegar a lo que era el centro de la ciudad, quizá porque hacía mucho tiempo que no llegaba hasta allí, se vio muy solo entre tanta gente, a la vez que sospechaba que algunas personas lo miraban con recelo, o quizá con desaprobación, porque no considerasen conveniente un pelo tan abundante en un hombre como él, a pesar de que no pocos lo llevaban así y de que no era cosa rara en la actualidad. De manera que luego que hubo acabado de visitar aquellos lugares, con menos nostalgia de la que él hubiese esperado, determinó que había de pelarse si realmente deseaba pasar desapercibido entre los demás; y al día siguiente, antes de que volviera a ganarlo la desidia, apenas hubieron abierto la barbería de su barrio, se presentó en ella para tal fin.
Ya pelado, regresó a su casa con la conciencia más tranquila y el ánimo algo menos amedrentado, hasta el punto de que por la tarde, a falta de otras cosas más interesantes que hacer, se echó de nuevo a la calle con intención de repetir la experiencia anterior. No le fue, no obstante, tan bien como él había imaginado, pues tampoco lo hubo de abandonar aquella impresión de extrañeza y de soledad que tanto lo abrumara entonces; y como un animal que se siente perseguido, retornó cabizbajo a su guarida, decidido a no salir de ella si no era para proporcionarse la comida o los medios indispensables para adquirirla.































II

“Cuando el hombre huye de Dios, le persiguen los dioses hasta alcanzarle; su liberación sólo se produce cuando deja liberarse y cuando deja de asentarse sobre sí mismo”. Joseph Ratzinger, Introducción al cristianismo.





















1


Tenía la barba algo crecida, el pelo de punta, la mirada perdida en un pensamiento indefinido, en el vacío insomne en el que se había resuelto últimamente su vida. Llevaba los faldones de la camisa fuera del jersey, los pantalones caídos, las zapatillas que él se ponía para estar en casa calzadas como si fueran chanclas. Durante toda la tarde no había hecho otra cosa que recorrer el piso repetidas veces, con breves interrupciones para mirar por el ventanal del balcón, para observar distraídamente lo que en el parque de enfrente sucedía, igual que un espía que no hubiera perdido aún la costumbre de examinar lo que a su vista se le ofreciese aunque ya no tuviese ningún objeto hacerlo.
Aun cuando al principio lo había acompañado en aquellos cortos paseos, al final la perra había acabado por tumbarse en un rincón del salón, siguiéndolo ahora con la mirada cuando él aparecía por allí. Cansado de dar vueltas, se había detenido una vez más para otear sin mucha atención lo que abajo acaecía. Un hombre enfundado en un chándal azul, en el que no había reparado antes, corría por las partes laterales del parque; unos niños, tres o cuatro, continuaban jugando en torno a un árbol, mientras una mujer, que debía de ser la madre o la encargada de cuidarlos, permanecía sentada en un banco cercano con aire quizá resignado. Una luz muy suave se extendía por todo aquel panorama, procedente de un sol agonizante que casi ya se ocultaba tras un perfil confuso de montañas. Quiso entonces Miguel quedarse un rato más mirando cada detalle, cada nuevo matiz que pudiese descubrir en la pausada y dulce declinación de la tarde, y como si tales instantes le agradasen sucumbió por un momento a la tentación de salir y estuvo a punto de retroceder sobre sus pasos con intención de vestirse y arreglarse para hacer efectivo ese repentino impulso; pero luego se arrepintió y continuó parado todavía allí, extrañamente atraído por todas las cosas que a la sazón observaba, dominado por una inexplicable inercia que le impedía tomar ninguna decisión.
Transcurridos unos segundos, volvió a pasear sin motivo por la casa, yendo de un lugar a otro, de una estancia a otra, en medio de toda la suciedad y el polvo que lo rodeaban, hasta que por fin, sin ninguna razón concluyente, entró en el cuarto en el que había instalado su biblioteca y se entretuvo repasando ahora los lomos de los libros que se hallaban dispuestos en los estantes, sin ánimo de coger ninguno, sólo por reparar en los títulos que había allí seleccionados, algunos de ellos adquiridos en los últimos años. Luego se sentó y, sin saber muy bien lo que hacía, abrió al azar un cajón de su escritorio y encontró por casualidad un álbum de fotografías que daba ya por olvidado. Antes de abrirlo, realizó un esfuerzo por recordar el tiempo que debía de tenerlo y los avatares y extraños pormenores que lo habían salvado de que se perdiera y que de alguna manera habían permitido que estuviera todavía allí. Era un álbum de tapas marrones, con todas las fotografías en blanco y negro, colocadas unas contra otras en bolsitas de plástico transparente. Si no recordaba mal, habían sido sacadas en una época muy lejana de su primera juventud, o quizá de su último tramo de adolescencia, como comprobó en cuanto se puso a ojearlas. Y de pronto, sin que mediara ningún estado emocional que pudiera suscitarla, empezó a sentir un poco de nostalgia por aquel tiempo tan remoto que de improviso ahora regresaba a su memoria desde aquellas instantáneas, aunque en algunas le costaba bastante reconocerse, tal vez porque hacía ya mucho que no las veía y que no se identificaba con la imagen que de sí mismo en ellas figuraba. En una posaba, por cierto, al lado de una chica por la que él había llegado a experimentar un gran afecto, hermana de un compañero del instituto que habría de convertirse por aquel entonces también en su mejor amigo. Era una fotografía que había sido realizada por éste en un día de fiesta en que los tres habían salido a dar una vuelta por la ciudad, evocó esta vez sin ninguna dificultad al ver los grupos de muchachas que aparecían al fondo, vestidas todas con trajes regionales. A escasos metros de la cámara, ellos dos sonreían con manifiesta alegría, o más bien con optimismo, posiblemente contagiado del que en aquel medio reinaba, convencidos quizá de que no debían posar de otro modo, pues eso restaría valor o verosimilitud a la reproducción de aquella escena; así que no era del todo improbable que fingieran la animación con que se les veía, aunque mejor mirado tal vez resultaba poco menos que impensable que lo consiguieran con la naturalidad con que lo hacían, en el caso de que fuera verdad tal suposición. Parecían muy compenetrados, unidos por un mismo deseo de mostrarse de una determinada manera; ella se había adelantado un poco, como si él le hubiera cedido ese privilegio, aunque Miguel no habría sabido precisar ahora a qué se debía. Tenía ella un brazo en alto, remedando con la mano el gesto que habitualmente se compone al girar y revolverse en ciertos bailes. Sin duda, se trataba de un detalle que no estaba exento de gracia, como casi todo lo que a ella se le ocurría, ya que era ésta una cualidad que prevalecía sobre otras que en su físico pudieran hallarse, el cual no pasaba objetivamente por ser de los más afortunados. Tenía Berta, como así se llamaba, el pelo castaño, los ojos marrones, la nariz no muy pronunciada, los labios algo abultados por la misma configuración de su cara, que tendía en esa parte a adquirir un mayor relieve. Había, no obstante, en ella un indudable encanto, conferido por la viveza y diafanidad de su mirada, acentuado en no pocas ocasiones por el estallido de su sonrisa, o por la amenidad y simpatía con que a menudo hablaba, siempre en términos oportunos y acordados por su gran talento, por la enorme discreción que nunca parecía faltarle.
Como Berta no estaba en el mismo instituto, la había conocido Miguel más tarde, un día que había ido a su casa a preparar un trabajo con su hermano, con quien ya se sentía unido por una estrecha y sincera amistad. Se llamaba éste Gonzalo, y, como es natural que ocurra, se asemejaba mucho a ella, aunque tal vez tuviera un carácter más reservado, posiblemente debido a la responsabilidad que le otorgara el hecho de ser un año mayor que la hermana. Por esa mutua atracción que se ejercen los espíritus afines, había sido casi inevitable que se conocieran y que congeniaran Miguel y Gonzalo, sobre todo a partir de que coincidieran en la misma aula cuando cursaban ya estudios superiores de bachillerato. Alejados de los grupos que entre los demás compañeros se iban formando, no tuvieron, en efecto, más remedio al principio que entenderse y, fruto de tal acercamiento, fue la relación tan especial que entre los dos surgiría, relación que habría de ser cada vez más sólida y segura, afirmada con la argamasa de las compatibilidades que en ella habían ido apareciendo; y como suele suceder también en estos casos, al final acabaron por intimar hasta tal grado que no podía haber entre ellos ningún secreto, sino que todo lo compartían e intercambiaban, incluso las cosas que debían de pertenecer en otras circunstancias al ámbito privado; y de este modo, uno y otro entraron sin reparos en las casas ajenas, donde llegaron a hacerse tan habituales que casi cabía dudar si no eran unos miembros más de ellas, a los que había que tratar con la misma confianza con la que se trataban los que ya eran por consaguinidad integrantes de las respectivas familias; y así fue como de tanta visita hubo de nacer también la amistad de Miguel con la hermana de Gonzalo, la cual era de por sí muy acogedora y propensa a entablar pronto conversación con cualquiera, más aún si la persona en cuestión era un compañero del hermano, con quien éste sería natural que se llevase bien.
No tardó, pues, él en familiarizarse tampoco con ella, a pesar de que entonces no estuviese muy acostumbrado a hablar con las chicas, en especial si éstas llegaban a interesarle un poco. Sin embargo, con Berta todo parecía distinto, tal vez porque ella así se lo hiciese creer, o quizá porque el afecto que le tenía a Gonzalo actuaba en su conciencia como un elemento disuasorio que le impedía enamorarse de su hermana, como si esto hubiera de suponer una infidencia imperdonable que cometiera contra el amigo. Lo cierto es que, por las razones que fuera, ninguno de los dos procuró ir más allá de los límites de una relación que semejaba que hubiese sido pactada de antemano; aunque bien mirado, en el caso de Berta, Miguel no las tenía todas consigo, ya que no estaba muy seguro ahora de que él a ella no le gustase, como así cabía al menos sospechar a partir de algunos indicios que al cabo de los años creía hallar en su comportamiento. Conmovido por tales barruntos, se deshizo en un repentino sentimentalismo, en un mar de ternura en el que fuese muy gozoso sumergirse y dejarse arrastrar por sus aguas; y como era tan grato aquello que de improviso experimentaba, quiso permanecer más tiempo contemplando la fotografía que tenía delante, adorándola casi, tratando de revivir las impresiones que el rostro de Berta podría ocasionarle si ella por casualidad un día volviera a presentársele y, a medida que recreaba con su imaginación una posibilidad tan especial, el corazón le latía cada vez con más fuerza, como si de veras creyese en todo lo que pensaba, o como si un poder oculto actuara de súbito en su vida para salvarlo de la triste realidad en la que había venido a caer. De pronto, quizá por efecto de ese inopinado poder, se sentía protegido y animado a afrontar lo que el destino o la Providencia le tuviesen reservado, capaz de recorrer los caminos que Ésta o aquél hubiesen ya dispuesto y trazado para él.
Sin duda, todo ese impulso que lo revitalizaba había surgido a propósito de la fotografía que Miguel no cesaba de mirar en busca de nuevas sensaciones, y, llegado que hubo al punto anterior de sus reflexiones, se preguntó qué clase de sentimiento era el suyo, pues no tenía muy claro que en el fondo de aquella amistad que a Berta lo unía no latiera entonces un amor camuflado, o un amor que no hubiera terminado de manifestarse por las prevenciones o los prejuicios a los que él mismo casi involuntariamente se sometía.
El tiempo, sin embargo, o las circunstancias que en éste concurren y que la mayoría de las veces no se explican, sobre todo si se juzgan desde la perspectiva de un presente en el que el sujeto implicado en ellas es ya una persona madura, condicionan de forma inexorable la sucesión posterior de los hechos, desviándolos en muchos casos por derroteros que no se hubieran imaginado en un principio, o que se hubieran creído muy improbables a tenor de la situación de la que habían partido, como juzgaba precisamente Miguel repasando el resultado que había tenido el suyo, el distanciamiento que incomprensiblemente se había ido produciendo entre él y aquellos dos amigos, con uno de los cuales, con Berta, quizá habría entablado un tipo de relación más íntima si las cosas hubieran sucedido de otro modo. Lo cierto es que con el cambio de aires y de pretensiones que supuso el ingreso en la universidad Miguel y Gonzalo dejaron de verse con la frecuencia de antes, entre otras razones porque habían emprendido carreras diferentes y empezado a moverse en ambientes también muy distintos. Esto hizo que él visitara cada vez menos la casa del amigo y que, por tanto, el trato con Berta se fuera enfriando.
Luego sobrevino la muerte de su padre, en cuyo entierro estuvieron presentes los dos hermanos, respondiendo así a la amistad que todavía los unía con él, cuyo vínculo debía de ser aún muy estrecho a pesar de la distancia que ahora parecía separarlos. Sin embargo, aun cuando ellos prometieron, impresionados por la ocasión, que no dejarían de ir a verlo y que siempre habrían de estar a su lado cuando más falta le hiciera, después la realidad terminaría siendo de otra manera, ya que tras dos o tres visitas ellos se dieron por cumplidos, quizá porque comprendieron que verdaderamente no necesitaba tanto su ayuda después de que las circunstancias o el tiempo los hubieron colocado en otros sitios.
Varias veces, no obstante, se encontraría luego con ellos por la calle y se pararía a hablar y a intercambiar información sobre lo que cada cual hacía o pensaba hacer entonces, sin que tampoco tales momentos sirvieran para reanudar el trato que antes los había hermanado.
Durante algunos años, mediante estos encuentros esporádicos, supo más o menos de sus vidas, de los estudios que realizaban y de los afanes y proyectos profesionales que perseguían. Se enteró así de que él cursaba la carrera de Medicina y de que ella estudiaba periodismo en otra ciudad; quizá por esta razón la veía menos que a Gonzalo, que era quien al final le facilitaba los pocos datos que sobre Berta conocía, con los que difícilmente podía hacerse una idea de la situación real en la que se hallaba.
Después pasó mucho tiempo sin volverlos a ver, hasta que un día casualmente Miguel se topó de nuevo con Gonzalo a la salida de unos grandes almacenes. Hacía de eso seis o siete años, antes de que hubiera tomado aquella decisión tan importante que vino a cambiar el signo de su existencia. Hablaron muy poco en esa ocasión, pero fue suficiente para enterarse de que estaba ya casado y de que ejercía como traumatólogo en un centro hospitalario de la ciudad; sin embargo, ya porque a él se le olvidase, ya porque al amigo tampoco se le ocurriese decir nada sobre su hermana, acuciado tal vez por la prisa que parecía llevar, la realidad es que continuó sin saber qué había sido de ella, si bien no era entonces ésta una cuestión que le interesara demasiado, pues se trataba de algo que casi había descartado de su memoria, como una posibilidad que sólo hubiera tenido cabida en el pasado. Una posibilidad que, sin embargo, ahora resurgía y cobraba un sentido inusitado ante aquella fotografía, aunque quizá éste sólo obedecía a un impulso repentino de su corazón, el cual despertaba en su conciencia un aleteo insomne de recuerdos que lo transportaban a un mundo en el que todo hubiera sido más realizable, ayudándole así a escapar del estado de postración espiritual en que vivía.
Consciente, pues, de cuál era la causa o la fuente de aquellos sentimientos, se dijo con sensatez que éstos difícilmente podrían concretarse en la actualidad, puesto que lo más lógico era que en ella las cosas fueran muy diferentes, después de que hubiesen discurrido por cauces que él no habría acertado a sospechar siquiera ahora, sin duda porque comprendía que todo ello formaba ya parte de una historia ajena, en la que por consiguiente no tenía ningún derecho a inmiscuirse, a no ser que perdiera los principios morales por los que normalmente se regía.
A pesar de esto, pensó que tal respeto no le impediría conocer al menos algún apunte sobre la situación en la que Berta se hallaba, siquiera fuese para tener una sucinta noticia que saciara la curiosidad que acerca de ella se le había despertado, pues no era del todo improbable que le hubiera sucedido algo similar a él, en cuyo caso sí le asistiría el derecho a renovar aquella antigua amistad con ánimo de continuarla y de saber lo que realmente podía dar de sí.
Lo más normal, sin embargo, era que todo hubiera sucedido de otra manera, que Berta hubiese seguido los pasos que cabía esperar de una mujer tan extraordinaria como ella, que hubiese conocido un hombre a su medida y formado con él una respetable familia, igual que había hecho sin ir más lejos su hermano, según le informara éste en aquella ocasión, volvió a recapacitar Miguel de una forma más sensata. En tal caso, a él no le correspondería otra cosa que alegrarse por ello, pues era eso lo que menos podía exigírsele a un viejo amigo, como así debía considerarse a sí mismo ante un supuesto como ése.
Habían pasado, por otra parte, ya casi treinta años desde aquello, calculó después con espíritu más realista, y por un momento creyó que era un tanto desproporcionado lo que se planteaba, o lo que aún no se había atrevido siquiera a idear, como si fuese algo que sólo pudiera tener lugar en su imaginación, un sueño que se hubiera insinuado en ella y que apenas tuviese consistencia para abrirse paso en la realidad, un sueño entrevisto en un lejano fondo que no llegara todavía a reclamar su atención, distraída ésta con los criterios y dictados que su misma conciencia le imponía, de la cual no osaría apartarse Miguel durante las tres o cuatro horas que aún le restaban de jornada, antes de que por fin decidiera acostarse, reconfortado con la impresión de que algo nuevo se barruntaba en su vida.
Tardó, no obstante, un poco en dormirse, ya que su mente se hallaba bastante excitada, incapaz de encontrar el estado de relajación que para ello se requería. Fueron unos instantes de gran confusión en los que casi pensó que era muy absurdo lo que le estaba sucediendo, unos instantes de lucha que al final cedieron al furtivo empuje de una indecisa irrealidad que poco a poco lo iba venciendo.




































2


Se despertó con el ánimo muy sereno. Sin saber por qué, lo invadía una sensación de bienestar que hacía ya bastante tiempo que no sentía y que por eso mismo no podía evitar que se le figurara muy extraña, como si una ola de felicidad hubiese anegado la apartada e inhóspita orilla en que habitaba su conciencia durante el sueño. Una luz macilenta, de tono más bien grisáceo, penetraba a esa hora por la ventana, la luz de una mañana tal vez nublada de invierno que aparentemente no debía de ser para él muy diferente de otras.
Tratando de explicarse a qué obedecía aquella inesperada sensación, recordó que había soñado que Berta lo acompañaba por uno de aquellos parajes de la vega por los que él había transitado muchas tardes con la perra; aunque después, por una de esas imprevistas mutaciones que suceden en los sueños, el lugar se le volvía desconocido, con grandes caserones que iban surgiendo a los lados, conformando una especie de callejón sombrío y siniestro por el que solamente caminaban ellos dos, esta vez cogidos de la mano. Igual que el sitio, también la imagen de Berta se desfiguraba por momentos, aun cuando él estaba completamente seguro de que era ella, una imagen que sin duda se había asemejado mucho a la de la fotografía, como si en su subconsciente Miguel hubiese querido dar continuidad a la escena que allí aparecía.
Por más que se esforzaba, no conseguía recordar otros detalles, pues tenía casi la certeza de que éstos existían y de que antes o después de aquello hubo algo más entre ellos, posiblemente un diálogo o una acción posterior que los introdujese en un nuevo ámbito, en el cual fuese difícil reconocer un eco o una huella de la realidad, que se presentaría ahora muy distorsionada, como si se reflejase en un espejo cóncavo, en un espejo que además estuviese roto por algunas partes. A pesar de eso, a pesar de que la imagen se le aparecía muy imprecisa y se le difuminaba pronto, Miguel trataba de rehacerla en su recuerdo con la intención de que despertase los sentimientos que la habían acompañado mientras soñaba, sentimientos de una ternura infinita, semejantes a aquellos otros que experimentara la tarde anterior cuando encontró la fotografía, aunque esta vez habían tenido la intensidad añadida que le confería la falsa creencia de que era verdad lo que estaba soñando.
Sin querer levantarse todavía, con los ojos voluntariamente cerrados, pues así era aún más agradable la dicha que en su interior albergaba, ya que no podía retener aquella imagen, se puso a recordar otra que en su memoria entonces afloraba, como si se hubiese abierto con todo ello la puerta del desván en donde tales cosas permanecían ocultas, cubiertas del polvo de la indiferencia con que se tratan los restos del pasado que ya no interesan. Fue una de las veces, quizá la primera, en que se dio cuenta de la madurez y buena disposición que tenía Berta para hablar e intervenir en los asuntos que a Gonzalo y a él entonces más los ocupaban y que, dado el carácter de los dos, no podían ser otros que los que se derivaban de los estudios y tareas que debían realizar para las clases. Antes se había mantenido más bien al margen de lo que ellos hacían, quizá porque hubiese estado esperando la oportunidad que de seguro habría de brindarle la confianza con que más tarde trataría al amigo de su hermano. Ni siquiera recordaba Miguel que se hubiesen presentado: si lo hicieron, pensó, fue de un modo informal e improvisado, sin pararse al menos a decirse algunas de las cosas que habitualmente se dicen en tales casos. Luego, cuando aparecía donde ellos se encontraban, con frecuencia en el cuarto de Gonzalo, era para transmitirle a éste un recado o una recomendación especial de la madre, cuando no fingía que estaba enfadada por algo que él no hubiese cumplido como ella quizá había deseado. Su comportamiento, pues, casi no difería del de una niña que intenta llamar la atención de cualquier modo para que sea escuchada, celosa tal vez de que el hermano tuviese un amigo con quien compartir sus intimidades. Eso era lo que pensaba Miguel hasta el día en que se acercó con determinación a donde ellos estaban sentados para hablar como una persona que ha dejado muy atrás su infancia y que se encarama con firme decisión a una adultez prematura, por lo que él ahora no dejaba de preguntarse si aquellas primeras intervenciones no debían ser entendidas ya como una clara prueba del interés que se le hubiera despertado por conocerle desde el principio. Se acercó para hacerles una consulta y, luego que le hubieron resuelto la duda que tenía, en lugar de retirarse, se quedó para contarles lo mal que lo pasaba ella en las clases de determinada profesora, que lejos de atender y asesorar a sus alumnos se dedicaba a martirizarlos a fuerza de trabajos y de continuos exámenes, unos métodos que consideraba demasiado anticuados y que no eran a su parecer sino consecuencia de la escasa preparación y de las pocas ilusiones que aquella docente mostraba por la enseñanza. A Miguel le impresionó en aquel momento la soltura y facilidad con que hablaba Berta, la claridad y firmeza con que expresaba sus ideas, como ahora después de tantos años recordaba.
Ya desde entonces ella hubo de ocupar un lugar entre ellos dos, sin que en ningún instante llegara a molestarles su compañía, ya que sabía la forma de rendir sus voluntades con la simpatía y las agradables maneras de que estaba tan bien dotada.
Con tales condiciones no era raro que Miguel se sintiese a gusto a su lado, pues poco esfuerzo había de hacer para iniciar o mantener una conversación que no cayera en los mismos tópicos de siempre, como a él a menudo le sucedía cuando se ponía a hablar con otras chicas, ante las cuales se creía en la obligación de tener que anticiparse en los diálogos que con ellas principiaba. Sin embargo, con Berta esto nunca ocurría porque ella siempre asumía aquel papel con la mayor naturalidad, como si fuese algo que estuviera ya incorporado a su carácter. Por eso ahora Miguel, después de tantos años, no dejaba de pensar en la posibilidad de que con ella se habría podido llevar muy bien en el caso de que aquella relación hubiera prosperado.
Animado con esos recuerdos y con lo que en el sueño se le había presentado, por la tarde a Miguel se le antojó visitar los sitios por los que aquél había discurrido, los senderos de la vega en los se había visto paseando con Berta.
A pesar del tiempo, que durante todo el día había sido gris y desapacible, con algún que otro chubasco aislado, a Miguel no le importó esta vez tal inclemencia y, provisto de un paraguas, se adentró en la vega con la intención de tomar un breve contacto con aquellos parajes que tan arraigados parecían estar en sus sentimientos. Entre la escasa luz que había en esos momentos, distinguíanse con cierta claridad los verdes retazos de los primeros sembrados en medio de cuadros marrones de labrantíos y espacios de tierra diversos, con trazos más destacados de huertas que se intercalaban entre ellos y que se extendían hasta los límites mismos de la sierra, de la que sólo podía verse la parte más baja de ella, envuelta como estaba esa tarde en una capa espesa de nubes. Aquí y allá surgían, como apariciones fantasmales del paisaje, las manchas discontinuas de poblaciones asentadas al pie de pequeñas colinas, las líneas un tanto borrosas de ribazos y linderos cubiertos de matorrales, las oscuras siluetas de árboles que se alzaban dispersos como destrozados pendones después de una dura batalla. Entonces, llegado al punto que había querido reconocer en el sueño, a la altura de un puente que cruzaba una caudalosa acequia, quizá la más importante y la que abastecía de agua a toda la vega a través de numerosos ramales que discurrían por las hazas, decidió volver tranquilamente sobre sus pasos y, aunque el día no presentaba mayores encantos, dispuso su ánimo para seguir disfrutando durante el regreso de los pocos que en él había, sorprendido de la capacidad que ahora tenía de captar el espíritu profundo de las cosas, en especial si éste era fuente de sensaciones que llegaban a conmover el suyo. Con tal resolución no fue extraño que se viera impulsado a abandonarse a todo lo que sus ojos y sus otros sentidos registraban, como podía ser en ocasiones el sonido fresco del agua que circulaba por alguno de aquellos ramales, o el olor denso de la tierra recién removida, mezclado con el otro más áspero que desprendían las hierbas que crecían en sus bordes. Hacía tiempo que no experimentaba nada parecido, que no se sentía tan inclinado a gustar de aquello que la naturaleza le ofrecía, a pesar de que se trataba de objetos o de detalles muy sencillos, de sutiles apreciaciones con las que él reparaba en el verdadero valor que realmente tenían, el cual muchas veces pasa inadvertido cuando la mente está ocupada en asuntos que se consideran de mayor envergadura y que de continuo la aturden y agobian, iba reflexionando Miguel mientras caminaba de vuelta a la ciudad, rodeada a esa hora de una vaga penumbra, en medio de la cual ya comenzaban a vislumbrarse algunas luces.
A medida que dejaba atrás la vega, sumida en un misterioso letargo, sus pensamientos retornaban al punto desde el que se habían originado, al motivo por el que él se hallaba precisamente paseando aquella tarde; y enlazando unos con otros, llegó a ocurrírsele que quizá Berta hubiera cambiado, obligada por las circunstancias que le hubiese tocado vivir; y como era ella alegre y simpática en la época en la que la había tratado, le dio entonces por imaginarla más seria que antes, o más reservada acaso, menos dispuesta a expresar sus opiniones, enriquecidas ahora con la experiencia que conceden los años y las vicisitudes con que éstos por lo común se suceden, tal vez marcadas por algún contratiempo doloroso o aciago al que hubiera debido de enfrentarse, o por alguna decisión equivocada de la que luego no hubiese tenido más remedio que arrepentirse, como en cierto modo era su caso, pues ya no lo consideraba tan acertado como al principio después de todo lo que había recapacitado y discurrido sobre ello.
Era posible también que en su aspecto físico hubiera experimentado algunos cambios, si bien éstos no le importaban tanto, ya que no iban a modificar el concepto que de ella tenía. Estaba seguro, por lo demás, de que no tardaría mucho en reconocerla, pues hay algo en la imagen de todo ser humano que permanece inalterable, especialmente si se trata de una persona con la que uno ha compartido una etapa crucial de su existencia. De hecho, cuando vio a Gonzalo a la salida de aquellos almacenes, supo casi al momento que era él a pesar de que había engordado bastante y de que su pelo había empezado a menguar y a blanquear por las sienes; y ya que pensaba en él, dio en la idea de que podía buscar en la guía de teléfonos su dirección para ir a visitarlo, aunque de inmediato la desechó porque la juzgaba muy poco oportuna: creía que era, en efecto, imprudente presentarse ahora en su domicilio, donde él había de resultar a fin de cuentas un desconocido para su familia, a la que acaso Gonzalo apenas había hablado de su relación siquiera. Le pareció por eso mejor que debía ir a verlo al hospital donde le había dicho que trabajaba, pues allí pensaba que sería más natural que lo hiciera, movido por un impulso, por un repentino acceso de nostalgia que sintiera algún día al pasar, podría explicarle a Gonzalo, el cual no había de extrañarse de que así ocurriera.
Sin embargo, llegado que hubo a la casa, no pudo Miguel resistir la tentación de mirar al menos en la guía de teléfonos si aparecían los nombres de los dos hermanos y, aunque el de ella no lo halló, quizá porque el que figuraba allí fuese el del marido, si era cierto que lo tenía, se dio por satisfecho con encontrar el de Gonzalo y con saber el sitio donde vivía, lo cual venía a proporcionarle una pista por si en el futuro se le hacía difícil descubrir su paradero.
Contento, pues, con ese dato, se dijo que tal vez era pronto para llevar a cabo su propósito, temeroso de que éste no se cumpliera como él hubiera deseado, y así decidió posponerlo para cuando ya hubiese previsto y analizado sus posibles consecuencias, ya que no quería incurrir en la improvisación o en la precipitación de unos hechos para los que todavía no se creía preparado.

































3



Aunque no se decidía aún a averiguar nada sobre Berta, la frecuencia con que ella ocupaba una buena parte de sus pensamientos hizo que su estado de ánimo mejorase, como así se manifestaba al cabo de unos días en las salidas que realizaba a la calle, hasta entonces poco visitada desde que aquél cayera en la depresión que lo había tenido tan apartado del resto del mundo. Salía, como al principio, para despejarse pero también para estar al lado de la gente, a la que ahora necesitaba ver y sentir más de cerca, como si en ella de alguna forma intuyese la presencia de Berta, a la cual invocaba a menudo y quería incluso descubrir retratada en el rostro de algunas mujeres con las que se encontraba a su paso.
No sólo este cambio se revelaba en tales actitudes, sino también en la confianza con que ahora volvía a entregarse a sus anteriores aficiones: leía con verdadera fruición por las mañanas y, sin el miedo que antes experimentaba a no expresar con claridad lo que pretendía, por las tardes se dedicaba a escribir lo que buenamente se le ocurría, seguro de que esto no iba a resultar después ningún impedimento para que continuara haciéndolo. Luego, si así lo estimaba conveniente, o si el tiempo era favorable, salía con la perra a dar un paseo por el campo. De nuevo el paisaje constituía para él un bálsamo casi imprescindible para su espíritu. En febrero, además, las temperaturas se habían suavizado mucho y había más días de sol que antes, por lo que podía disfrutar de unas tardes estupendas, bajo un cielo azul que parecía anunciar ya la próxima primavera. Como un pintor que no quiere perderse ningún detalle para luego trasladarlo a su lienzo, iba Miguel observándolo todo con gran atención, tratando de reproducir en su imaginaria paleta el hermoso colorido que ante su vista entonces se extendía, a veces de un matiz especial o de un brillo bastante acentuado: al verde y al marrón de los cuadros de labor les sucedían el ocre y el azul de los viñedos y de las montañas, las cuales se encadenaban en una ascensión armoniosa hasta alcanzar la alta crestería de sus nevadas cumbres. Había en todo una suerte de latido secreto, un acorde profundo, una presunción de dicha indefinible. A medida que se adentraba en la vega, tenía Miguel la impresión de que se internaba en un mundo distinto, preservado de las poluciones y de los sobresaltos de la civilización contemporánea, en el cual la vida retornaba a un estado de mayor pureza, a un estado antiguo, semejante al que había podido reinar en un pasado muy remoto. A lo lejos divisaba la silueta de algún labriego, entretenido en alguna de las tareas que requiriesen entonces sus tierras. De vez en cuando llegaban a los oídos de Miguel los ladridos de unos perros, alertados quizá por la presencia de Luna, que no cesaba de dar precipitadas carreras delante de él, deteniéndose tan sólo para olisquear las hierbas o los amarillos jaramagos que ya crecían en los bordes del camino y que despuntaban también por diversas zonas del campo.
Con aquellos paseos recuperaba, pues, Miguel el amor que había sentido en otros momentos por el paisaje, aunque ahora parecía que tuviese un efecto más duradero en su interior o que éste se hallase más predispuesto a recibirlo y a gozarlo. A su vuelta, diríase que se cubría todo de un halo mágico y misterioso. La tarde, ya más avanzada, ponía madejas de luz sobre los tejados de la ciudad, cuyos hilos colgaban a veces de las fachadas de algunos edificios, manchándolas de oro y de carmín.
Dotado siempre de una gran capacidad para el ensueño y la fantasía, ejercitada además con sus continuas lecturas y sus accesos de escritor, mientras caminaba por la vega o por las calles, Miguel era también propenso a imaginar que se encontraba por casualidad con Berta en un lugar cualquiera del campo o al volver una esquina y que, después de reconocerse y saludarse con la alegría que corresponde a estos casos, mantenían un animado diálogo en el que los dos se iban contando todo lo que les había acaecido desde que habían dejado de verse; y aunque él admitía que se trataba de una inclinación un tanto pueril y que debía ser más realista, no podía evitar después ceder a ella como una forma de abandonar sus pensamientos y de recrearlos en el objeto en el que entonces estaban mayormente centrados. Imaginaba, como era natural, que ella no se había casado y que estaría dispuesta por eso a continuar una relación que tal vez no había tenido que interrumpirse nunca. Luego él pasaba a relatarle las circunstancias que se habían presentado en su vida y que de alguna manera lo habían condicionado y llevado hasta el extremo en que ella actualmente lo veía, todo ello aderezado con las opiniones que sobre cada hecho particular a él se le ocurrirían. Con especial interés, le explicaba los motivos por los que había caído en el estado de depresión que lo había dejado tan abatido durante tanto tiempo, experiencia de la que ahora intentaba extraer su lado positivo, ya que no hay ninguna que no lo tenga o de la que no pueda deducirse nada instructivo, aunque sólo sea el escarmiento que los errores cometidos hubieran propiciado... Sí, todo eso le confesaba a Berta con la mayor familiaridad, como si hubieran acabado de verse después de una breve ausencia, o como si la confianza que entre los dos existiera hubiese continuado a pesar de los años transcurridos, o permaneciera indemne en el corazón o en la memoria de ambos, igual que la música que duerme en las cuerdas de la famosa arpa a la espera de una mano que sepa tocarlas. Y como una música que no conociese fin, su relato proseguía de la forma que a él en cada momento se le antojaba, sin que ella nunca se decidiera a interrumpirlo, atenta siempre a lo que sus palabras le iban desvelando acerca de los hechos más destacados de su existencia o de las impresiones que tenía en el presente en el que estaba instalado, impresiones todas que procuraba confiar a ella en secreto tratando de depurarlas y de llegar al núcleo que las hacía para él tan atractivas, producidas en un tiempo que se tornaba cada vez más venturoso, henchido de dulces presagios, de tiernos barruntos de lo que había de ser la próxima primavera. Todo, en fin, quería compartirlo con Berta, deseoso de que ella participara del nuevo rumbo que iba tomando su vida, alejada de la oscura y triste realidad en la que se había visto envuelta. Un simple olor que él aspirara procedente de unos jardines o de una arboleda cercana, cuyo follaje acaso se derramara sobre denegrido tapial, era suficiente motivo para que su espíritu se remozase y se sintiese capaz de emprender la ascensión que lo llevase hasta un mejor estado, un estado de dicha suprema en el que no hubiese nada que lo perturbase.
Sin embargo, como la felicidad en este mundo no llega a ser nunca completa, en los ratos en que descendía a la realidad cotidiana se daba cuenta de que el objeto de sus quimeras se hallaba aún muy lejos y de que sería bastante complicado que pudiera alcanzarlo, aunque al cabo de unos instantes, imbuido de cierto ideal heroico, se resistía siempre a perderlo, y, armándose de valor, más de una vez pensaba que debía cuando menos intentarlo y, como el único medio de que disponía para ello era visitar a Gonzalo, empezaba a planear el modo más adecuado de hacerlo. Primero, como era lógico, preguntaría en el mostrador de información del hospital en el que trabajaba por la sala donde él pasaba consulta y por los días y las horas en que allí podía encontrarlo y, no bien le hubieran informado, aprovecharía la mejor oportunidad para cumplir con su propósito; aguardaría a que ya no le quedasen más pacientes y, como si él fuera el último que hubiera de atender, se presentaría con resuelta determinación de saludarlo, sin otro pretexto que el de seguir un repentino dictado de su corazón, el cual le demandaba visitar a un entrañable amigo. Sin embargo, luego tal intención se desvanecía, absorbida por nuevos pensamientos que a su mente iban llegando, casi todos ellos motivados por el cambio tan notable que en ella se había producido y que la capacitaba para afrontar situaciones que antes él posiblemente habría eludido. Así, un día que pasaba por una calle del centro tuvo ocasión de demostrar que lo asistía otro talante. Se había acercado a pedirle una limosna un mendigo, uno de esos tipos desarrapados y de aspecto miserable que pululan por la ciudad a todas horas, casi siempre en grupos de cuatro o cinco de semejante catadura. Le había dicho con aire compungido que le diera algo para comer, pues no había probado ningún bocado desde la noche anterior y estaba a punto de desmayarse a causa del hambre que tenía. Había hablado muy despacio, pronunciando cada palabra con gran esfuerzo, como si realmente fuera verdad lo que decía. Miguel entonces no dudó en sacar su monedero y, después de mirar en él un momento, le dio un poco de dinero, lo suficiente para mitigar con creces el hambre de aquel día. Con el mismo tono de antes, el mendigo se despidió de su benefactor muy agradecido, si bien en sus ojos podía advertirse un conato de sonrisa. Satisfecho con esta acción, luego que se hubo guardado el monedero, Miguel reanudó su marcha; aunque no había andado tres pasos cuando una mujer mayor, que lo había observado todo, lo detuvo para reprocharle aquel gesto, que ella, lejos de considerarlo como una obra de caridad, creía que era una insensatez, fruto de una equivocación, la cual resultaba poco menos que imperdonable a juzgar por el modo en que mostraba su enfado por un hecho que a ella en realidad no le concernía. Miguel, muy tranquilo, le contestó que la caridad no se mide por el sujeto al que va dirigida, sino por la intención de quien la practica, y que, en su caso, solamente lo había movido el humanitario impulso de socorrer a un menesteroso, el cual seguramente viviría en peores condiciones que las suyas, aun cuando en ocasiones no hiciera nada por remediarlas, como ella había tratado quizá de insinuarle. Le dijo además que el aspecto de las personas no era lo importante, pues muchas veces estaba determinado por las circunstancias o por la clase de vida que llevaran, y que por muy desagradable que aquél fuese lo que había que valorar era el interior y lo que de él se habría podido esperar si la realidad con la que se enfrentaba hubiera sido otra, ya que no había nadie bueno o malo en este mundo, como mucha gente creía, sino que todo eran estereotipos y clasificaciones con las que una determinada parte de la sociedad se sentía más a gusto, una forma de disimular la verdadera condición humana, que no reside en tal o cual aspecto, ni en tal o cual modo de comportarse, sino en lo que los corazones albergan, en las naturales inclinaciones que en ellos se concitan. Por eso, él no podía menos que estar satisfecho con la obra que acababa de realizar, la cual había obedecido a lo que su propio corazón en aquel momento le demandaba. Con la expresión algo contrariada por lo que terminaba de escuchar, la señora no supo o no quiso contestarle, y sin decir nada se alejó de su lado, como si extendiese así su desprecio al defensor de una causa tan abominable.
En lugar de venirse abajo por esto, como quizá hubiera cabido esperar en otro tiempo, Miguel se sintió orgulloso de aquel suceso y de la forma en que lo había solventado, del compromiso que en él había adoptado con la gente necesitada, a la que miraba ahora con otros ojos, con los ojos de la misericordia y de la caridad con los que hay que mirar a todo ser desvalido. Mientras reanudaba su marcha, dio en imaginar que Berta había presenciado aquella escena y que en esos instantes él exponía sus ideas a ella, o más bien el resultado que le había deparado una acción tan generosa, los sentimientos que ahora lo movían y que lo animaban a seguir ayudando a todos los indigentes que se encontrase a su paso. Se veía así victorioso, como si hubiera librado una dura batalla y le ofreciera entonces a la musa de sus sueños los presentes que corroboraban su triunfo, el enorme valor que ella estaba obligada a conceder a su brazo, sustituido en su imaginación por la autoridad y el ardor de su palabra, con la cual había vencido al enemigo que casualmente se había cruzado en su camino, un enemigo anónimo y quizá por ello muy poderoso, del que aquella mujer sólo sería su representante más genuino.
Igual que en otras ocasiones, era él el que hablaba ante la atenta mirada de su interlocutora, la cual muchas veces tomaba en su mente la forma de una presencia incorpórea, algo así como si Berta se hubiera convertido para él en un ser espiritual que tuviese por eso la facultad de acompañarlo y de asistir a todo lo que pensase, un alma gemela que se cobijara en su interior y que de algún modo lo alentara y lo animara a sentirse cada vez más seguro.
Fue ese mismo día cuando decidió que no podía pasar más tiempo sin que hiciera realidad su deseo de visitar a Gonzalo, y se propuso que a la mañana siguiente, sin más dilación, iría a verlo: preguntaría en el mostrador de información del hospital y luego se dirigiría con firme determinación hacia la sala de espera de su consulta, donde aguardaría a que saliese el último paciente para entrar en ella con la misma familiaridad con que lo hacía antes en su cuarto de estudio.






























4




Se había levantado muy temprano, como en él era habitual cuando tenía algún asunto importante que resolver, o cuando sabía que se enfrentaba a un hecho que podía cambiar el curso de su existencia. Serían las ocho de la mañana cuando ya se había arreglado para la ocasión; como aún era muy pronto, desayunó tranquilamente en la cocina y luego se puso a leer un rato para ganar un poco de tiempo. A las nueve consideró que era buena hora para encaminarse hacia el hospital; calculó que a las diez estaría allí, ya que pensaba hacer el recorrido a pie, y, como aquél se hallaba más o menos en el otro extremo de la ciudad, estimó que sería eso aproximadamente lo que invertiría en realizar el trayecto. Estaba convencido además de que ése debía ser el momento ideal para encontrar a Gonzalo, pues podía suceder que la consulta se hubiese adelantado, quizá porque no tuviese tantos pacientes como otros días, por lo cual era preferible que él llegase pronto y aguardase hasta que se fuera el último, tal y como había previsto la tarde anterior.
Hacía una mañana radiante de finales de febrero, propicia para la afloración de exultantes sentimientos y de ambiciosas empresas. Al principio Miguel quiso recrearse con tales sensaciones, que empezó a experimentar apenas hubo salido de su vivienda. Sin embargo, comenzó a invadirlo también un cierto nerviosismo que le impedía gozar plenamente de todo lo que aquel día le ofrecía. Había mucha gente por las calles a esa hora, mucha gente que confluía y se cruzaba y caminaba de prisa en distintas direcciones, afanada en llegar con puntualidad a sus lugares de trabajo o en cumplir rutinariamente las tareas encomendadas para esa jornada. El rostro de la mayoría de las personas era serio, quizá incluso compungido, o al menos ésa era la impresión que le causaba a Miguel al pasar a su lado, la de un semblante adusto, excesivamente preocupado por lo que dentro de su mente estuviesen considerando, acaso nada importante comparado con el asunto que él se traía entre manos..., o más bien entre sueños, pues no de otra cosa se trataba, sino de perseguir una ilusión que se había despertado de improviso en su conciencia, una ilusión vieja que estaba en ella dormida al acecho de un recuerdo que viniera a despabilarla, como efectivamente ocurrió cuando se encontró con aquella fotografía en la que él aparecía junto a una amiga que podía haber sido su novia si las circunstancias hubieran sido otras o si él hubiera sabido entonces lo que después iba a suceder, los sentimientos que ahora embargaban su pecho y que lo obligaban a buscarla ansiosamente al cabo de tantos años. Quizá era aquello una locura, se dijo mientras continuaba caminando entre la gente, concentrado como ella en el medroso fluir de sus ideas, que a esas alturas parecía que empezaba a discurrir con menos fuerza, tal vez debido a la incertidumbre que poco a poco lo iba invadiendo a medida que se acercaba a su objetivo.
Eso sucedía hacia la mitad de su recorrido. A partir de entonces no pensaba en otra cosa que en la situación que le aguardaba al llegar al hospital, que cada vez se le figuraba más embarazosa. Su marcha comenzó a decrecer también, como si de esa manera pretendiese retrasar ese momento que presumía tan complicado para él. A ratos se fijaba en las personas con las que se cruzaba y se preguntaba si a ellas no les había ocurrido en alguna ocasión lo mismo, tratando de hallar así una razón humana que fuera común a todas y que a él lo animara a persistir en su búsqueda, a pesar de que ésta le resultara bastante más difícil que al principio. Pensando de ese modo, dio en la idea de que al fin y al cabo todo pasaba por decidirse y por hablar de ello con Gonzalo, que había sido en otro tiempo su mejor amigo. Bastaba, pues, un último esfuerzo para acercarse a él y charlar con la misma camaradería y confianza de antes, un último esfuerzo para alcanzar lo que tanto había soñado que alcanzaría desde que aquel pasado lejano volvió a hacerse presente en su vida, desde que comprendió que quizá se encontraba en él el germen de una felicidad futura que por oscuras razones no había podido fructificar entonces pero que ahora con un poco de cultivo y una buena dosis de suerte tal vez sí lo hiciera. La figura de Berta se recompuso en su imaginación, y esto le sirvió para continuar avanzando con mayor seguridad hacia aquel objetivo, confiado en que al final no dejaría de cumplir lo que se había propuesto.
No obstante, aquello no fue sino un pasajero impulso que no hubo de durar más de diez o quince minutos, pues cuando estaba ya cerca del hospital se vio de nuevo acometido por el mismo nerviosismo de antes, aunque esta vez parecía amenazarlo con desbocársele, ya que no hallaba al punto ninguna fuerza interior que lo refrenase; y en lugar de entrar en aquél, tuvo a bien realizar un breve recorrido por los alrededores, procurando de esa forma recuperar la serenidad que le faltaba en aquellos instantes. Paseó así repetidas veces por un pequeño sendero pavimentado que se abría entre varios espacios de jardín, todos ellos delimitados por macizos de arrayán y sembrados de reluciente césped, en medio de los cuales crecían también algunos rosales y dos o tres chopos que alzaban la lanza de sus copas hacia el azul radiante. Luego se acercó a la puerta del hospital y estuvo allí parado un buen rato, fingiendo que esperaba a alguien, repasando una vez más lo que había planeado que haría para dar con el amigo, aunque en esos momentos pensaba que su actuación no había de parecer a éste muy normal, y se planteaba incluso si no le molestaría que lo hubiese buscado de aquel modo, presentándose sin previo aviso donde él trabajaba y obligándolo quizá a que lo atendiese y a que tuviera que aplazar así otras tareas más urgentes. Lo pensó, en fin, mejor, y decidió que, en lugar de aquello, era más oportuno llamar por teléfono a Gonzalo y concertar con él una cita en el sitio y a la hora que más le conviniesen ; y no bien hubo resuelto el nuevo plan, no dudó en retroceder sobre sus pasos, desandando el camino por el que había venido con la mente mucho más despejada que antes, aliviada del peso que su proyectada acción había ido precipitando en ella; y ya que antes no había podido disfrutar de las mil maravillas que en aquella mañana de febrero a cada instante se descubrían, subyugado como iba por el imperioso mandato de sus cavilaciones, ahora se abandonaba a ellas y permitía que su espíritu se recrease y se imbuyera de todo lo que sus sentidos percibían, especialmente de los colores y de los matices de luz y de aroma que por cualquier sitio a su alcance se le aparecían. Era ésta una forma de resarcirse de su frustración anterior, si por tal había de tenerse su fallido intento de abordar a Gonzalo, y lo cierto es que durante bastantes minutos se olvidó de él, más o menos lo que tardó en cruzar otra vez la ciudad y en pensar de nuevo en la determinación que se le había ocurrido cuando veía que no era capaz de llevar a cabo su empresa. Así, cuando llegó a su casa, se puso a considerar más fríamente todo lo que le diría a Gonzalo por teléfono, el modo que escogería para hablarle y para quedar después con él donde quisiese con el fin de recordar viejos tiempos y de retomar una amistad que bajo ningún concepto había debido interrumpirse. Lo llamaría por la tarde, a una hora en que él estuviese más descansado, quizá a las seis o a las siete, después de que hubiese tenido ya ocasión de dormir una siesta; y para que no lo dominara la impaciencia, se enfrascó Miguel en diversas tareas, algunas de ellas de inexcusable cumplimiento, como era las de limpiar el polvo y planchar la ropa que estaba ya seca; luego leyó, comió, fregó, volvió a leer, intentó escribir unas líneas, se asomó al balcón varias veces, vio la televisión, dio algunas vueltas por el pasillo y, cuando por fin llegó la hora que él mismo se había fijado para realizar la llamada, juzgó que no era necesario todavía precipitarse y que tal vez había de madurar con más calma aquella idea, pues no le resultaba entonces muy convincente lo que se proponía decirle a Gonzalo, quizá porque no hallaba la fórmula más idónea de iniciar la conversación; y en vista de que no se decidía, acarició sin mucha atención a la perra, que apenas se había apartado de su lado durante ese tiempo, alertada acaso por su extraño comportamiento, y sin dudarlo más se echó sin ella a la calle con ánimo de olvidarse cuanto antes de los vanos propósitos que lo habían estado descorazonando durante todo aquel día y, en vez de encaminarse hacia la vega, como hubiera hecho en otras ocasiones, prefirió dirigirse hacia el centro, dispuesto a distraerse con el trajinar continuo de personas por dondequiera que pasase. Lo hacía casi maquinalmente, movido por un insospechado impulso que lo inducía a tomar contacto con la gente, a la cual quizá entonces necesitaba para persuadirse de que no había nada en él que lo diferenciase de ella y de que por eso cualquier aspiración o deseo que persiguiese habían de ser legítimos.
Al llegar al centro, la tarde declinaba ya, envolviéndolo todo en su mágico velo, del que se iban desprendiendo flecos y ribetes de luz sonrosada que se quedaban por un momento colgados de los sitios más altos. A medida que caminaba, Miguel se sentía más reconfortado, más integrado incluso en aquella multitud que ahora miraba casi con cariño. Le gustaba, en efecto, verse confundido en ella, ser uno más entre todos los que la conformaban. Por algunos instantes le asaltaba la embriagadora sensación de que compartía con cada una de aquellas personas los mismos anhelos y esperanzas, la misma ilusión que las obligaba a moverse y a desplazarse por aquellas aceras y plazas por las que él también transitaba, una ilusión que las hermanaba y que las hacía perseguir idénticos propósitos e ideales. Le era grato, pues, caminar junto a ellas, tropezarse incluso con algunas, coincidir en una esquina, intercambiar un gesto con alguien, una mirada, una palabra acaso de perdón o quizá de agradecimiento porque le hubiesen cedido el paso en algún sitio angosto o en algún lugar más concurrido. Quería ser como ellas, sentir lo que estuviesen sintiendo, permitir que ellas también se asomasen a su interior y que participasen a su vez de la felicidad que allí dentro reinaba... No, no le importaba que conociesen sus secretos y que se apropiasen además de ellos si les reportaban algún beneficio, pues lo único que deseaba entonces era poder ser útil a sus semejantes, brindarles el servicio que en un determinado momento más necesitasen, a pesar de que no se le presentaba ocasión aquel día de tener un contacto más directo con alguno de ellos.
Se hubo de producir esto, en cambio, a la mañana siguiente, cuando ya tan sólo quedaba de aquellos sentimientos un débil eco, que fue sin embargo suficiente para atender al sujeto que el azar o tal vez la Providencia habían colocado en su camino. Un hombre de gentil aspecto que vestía una chaqueta marrón de pana y que parecía haberlo estado aguardando en el sitio donde lo halló, como si ya hubiese estudiado sus pasos y supiese de antemano que había de pasar indefectiblemente por allí, por una estrecha callecita reservada al tránsito de los peatones que él solía tomar para ir al supermercado donde con frecuencia realizaba sus compras. Estaba sentado en un banco, junto a un pequeño jardín que había a la entrada de un bloque de viviendas. La verdad es que Miguel no pudo menos que sorprenderse por el modo tan inesperado con que aquél lo paró, sin importarle para nada que no se hubiesen cruzado antes ninguna palabra entre ellos. “Vaya día que hace”, le había dicho justo cuando pasaba a su lado, casi espetándole para obligar a que se detuviese. “Es un tiempo ideal para gente ociosa como yo”, le dijo después en un tono amistoso, cuando ya Miguel se había parado a escasa distancia de él. “¿No lo cree?”, le interpeló a continuación con ánimo manifiesto de entablar un diálogo; y casi sin querer, Miguel se vio de pronto atrapado en la red de palabras que el otro le tendía después de que le contestara que, aunque a él tampoco le desagradaba el tiempo que hacía, no era bueno que se alargase demasiado, ya que también había de ser conveniente para el campo que lloviera. Sin reparar en esta última observación, el hombre aquel le contó que estaba jubilado y que como no tenía nada en que ocuparse pasaba gran parte del día allí, sentado en aquel mismo banco; y antes de que a él se le ocurriese referir algo sobre su propia situación, le aseguró que lo conocía y que lo había visto algunas veces pasear con un perro, de lo cual infería que debía de vivir también en el barrio, quizá en alguna de las numerosas edificaciones que se habían construido recientemente por aquella zona, conjeturó mirándolo a los ojos, animándolo así a que le respondiese. Miguel asintió con la cabeza y, cuando ya iba a aclararle el lugar exacto de su domicilio, su espontáneo interlocutor se le anticipó para decirle que se llamaba Sebastián y que, como habría muy bien deducido, vivía solo, pues había perdido a su mujer hacía ya algunos años ,y, aunque tenía dos hijos, éstos eran ahora mayores y residían muy lejos de allí, por lo que no le había quedado más remedio que arreglárselas como Dios le había dado a entender. Reconocía que era muy torpe para algunos quehaceres domésticos, porque él había sido camionero casi durante toda su vida, hasta que tuvo un accidente que no le dejó grandes secuelas pero que lo animó a que abandonase aquel oficio y tomara otro menos arriesgado hasta su jubilación. Luego se puso a revelarle lo que pensaba de tales experiencias y, como no le permitía apenas intervenir, pudo Miguel reparar con más detenimiento en los rasgos más llamativos de su fisonomía, tratando de encontrar en ellos un reflejo o una huella de todo lo que le refería. Parecía Sebastián de mediana estatura; era más bien gordo, o por lo menos ésa la impresión que causaba; tenía el pelo blanco, la tez un poco enrojecida, los ojos azules, la nariz un tanto espesa y abultada por la punta. En consonancia con su físico, su voz también era gruesa, enronquecida quizá por el tabaco que hubiese fumado en otro tiempo, o tal vez porque hubiera sido siempre así, lo cual no debía de ser en él un detalle que resultase desagradable, pues lo compensaba fácilmente con la gracia que destilaban sus palabras y con los gestos con que a menudo procuraba acompañarlas, como no tardó en reconocer Miguel a poco que estuvo con él conversando. Solía subrayar además muchas de sus frases con una risa peculiar, emitida con verdaderas ganas como un modo también de ganarse la simpatía y el afecto de sus oyentes, o de las personas que él escogiese para ello, como le sucedió a Miguel aquella mañana. Una risa casi contagiosa que venía a anticipar algo que él encontrase gracioso, o quizá simplemente anecdótico.
Entre otras cosas, dijo que no frecuentaba los bares, pues en ellos se fumaba mucho y había excesivo ruido; le gustaba, por el contrario, pasar el tiempo en la calle, donde se sentía más a gusto pegando la hebra con unos y con otros, siempre que no importunase a nadie.
A pesar de que no le dejaba intervenir, Miguel no creyó que fuera Sebastián un tipo pesado, sino más bien divertido, seguramente porque en aquella ocasión estaba necesitado de tener a alguien a su lado, aunque su papel casi se redujese en este caso al de mero receptor de lo que a aquél se le antojaba contarle.
No obstante, como es frecuente que ocurra cuando se toma contacto con alguien, no hubo de esperar mucho Miguel para encontrárselo de nuevo, esta vez en un sitio diferente, en la acera de una calle muy transitada. Estaba Sebastián apostado a la puerta de una cafetería cuando él acertó a pasar por allí; se dirigía como muchas tardes hacia el centro de la ciudad, donde se proponía además comprar algunos libros, como así hubo de explicarle a su nuevo amigo cuando éste quiso averiguar adónde iba, después de que se pusiera a caminar junto a él con ánimo de acompañarlo. Se dio cuenta entonces Miguel de que cojeaba un poco, tal vez como consecuencia de aquel accidente que le había referido. Vestía la misma chaqueta de pana del otro día, la cual debía de estarle algo estrecha por la forma en que la llevaba abierta. En contra de lo que pudo aparentar en su primer encuentro, no se mostró ahora tan locuaz como entonces, sino que supo escuchar y aguardar a que él expusiese todo lo que se le ocurrió decir acerca de los libros y de su apasionada afición por la lectura. Sólo habló después, cuando ya vio que Miguel daba por agotado aquel tema, y, como debió de creerse en la necesidad de continuarlo, empezó a relatarle un caso que él conocía, el de un barbero antiguo al que le gustaba tanto leer que no perdía oportunidad para hacerlo, en los ratos en que a lo mejor se quedaba sin clientes. Dijo que tenía en la misma barbería varios estantes llenos de libros, algunos muy voluminosos, y que era realmente asombroso que un hombre como aquél fuera tan leído y tan versado en asuntos que sólo debían estar al alcance de los más instruidos. “A mí me aconteció una vez que fui a pelarme allí acabó por contar después de aquel breve preámbulo, no sin antes soltar su consabida risa, con la cual parecía dar a entender a Miguel que se disponía a narrar un hecho cuando menos curioso. Al verme llegar, cerró el libro que estaba leyendo, lo dejó sobre una pequeña repisa, me saludó con afecto y se aprestó en seguida a comenzar su labor. Sin embargo, noté yo desde el principio que estaba más serio que de costumbre, ya que apenas se interesaba por lo que yo le decía, como si algo le inquietara por dentro; pero qué va, lo que era salió pronto, en cuanto un servidor le preguntó por el libro: entonces no se cortó..., digo que no paró de hablar, me lo contó todo, todo lo que hasta ese momento había leído, sin que se le escapara ningún detalle..., bueno, me peló a mí, peló a otro señor que llegó después que yo y todavía seguía hablando sin cesar, discurriendo sobre cada una de las cosas que contenía aquel libro, con tal entusiasmo que parecía que las estuviese viviendo, o que fuera él quien las hubiese inventado... Un servidor ya se cansaba de escucharle, menos mal que la barbería se le fue llenado pronto de clientes y entonces no tuvo más remedio que interrumpir su discurso; si no, qué sé yo, no hubiera parado hasta el día del juicio”. Él, Sebastián, también dio por bueno abandonar ahí el suyo y, con renovadas muestras de amistad, se despidió de Miguel y se desvió por una calle que justo en aquel punto confluía.
Después de este segundo encuentro, no parecía sino que los dos se hubiesen tratado ya desde hacía mucho tiempo, o por lo menos tal era la sensación que prevalecía en el ánimo de Miguel, ahora mucho más predispuesto a relacionarse con los demás. A pesar de la diferencia de edad que entre Sebastián y él existía, empezaba a tener conciencia de que volvía a contar con un amigo, con un amigo que no mostraba más interés por la realidad que el que le podían deparar los recuerdos que en su memoria todavía perduraban, suscitados por cualquier nimio motivo que en el presente por casualidad hallase, como así había inferido Miguel después de lo que le había contado aquella tarde.





































5



Con la primavera el tiempo se volvió inestable y tornadizo, con días de fuertes aguaceros y otros de un sol radiante. Tal cambio propició que todo experimentara un vigor inusitado, un impulso secreto, una sensación de vida jubilosa que uno creía percibir por todos lados. Imbuido del nuevo espíritu que ahora lo asistía, Miguel no podía permanecer ajeno a estas transformaciones, y así era raro que dejara pasar una mañana o una tarde sin salir a dar una vuelta por las calles o por los campos, en algunas ocasiones acompañado de la perra, a la que también parecía agradarle el tiempo que con la primavera había llegado. A veces se encontraba con Sebastián, con quien ya lo unía un trato bastante sincero y afectuoso, facilitado en gran medida por la naturalidad y la gracia con que aquél solía iniciar y animar los diálogos, en los cuales se había atrevido Miguel a incluir alguna que otra confesión sobre su vida privada.
Tal era la renovación que dentro de sí sentía, que no dudaba tampoco en ponerse a escribir cuando más inspirado estaba, liberado ya de los temores y de las trabas que antes lo habían retraído. No le importaba, en efecto, equivocarse o que su expresión no se ajustara con fidelidad a lo que primero hubiese concebido. Escribía todo lo que se le iba ocurriendo, siguiendo los dictados de su inspiración impetuosa, pues así había de calificarse aquel febril arrebato que tanto lo enardecía. A veces no leía sus escritos, sino que se conformaba con haberlos plasmado, confiado en que había logrado expresar en ellos sus emociones más íntimas, algunas de las cuales no eran sino resultado de los sueños e ilusiones que en su imaginación entonces anidaban, como más de una vez podía comprobarse en los relatos que con tanto entusiasmo componía, en los que siempre se refería el encuentro emocionado de dos seres que ansiosamente se buscaban.
Tal actividad le servía de algún modo para desahogar sus sentimientos y para impedir que éstos acabaran obsesionándolo, de manera que Berta terminó convirtiéndose en una especie de símbolo o de mito literario que sólo había de cobrar realidad en lo que él se figurase.
A pesar de esto, de vez en cuando pensaba en ella con la misma premura de antes, y así un día que estaba sentado en la terraza de un bar le dio por creer que una de las mujeres que allí se encontraban podía ser Berta. Se hallaba situada a unos diez o doce metros de él, casi en el otro extremo de la terraza, ocupando una mesa junto a una señora mayor que tal vez sería su madre, aunque en un posterior análisis estimó que no se correspondían aquellos rasgos con lo que él conservaba en su memoria, si bien había que admitir que el aspecto de algunas personas solía variar bastante, sobre todo a partir de una determinada edad, como era la que la madre de Gonzalo y de Berta debía de tener entonces, por lo que también se puso a calibrar Miguel si no podía tratarse de su suegra, o simplemente de una tía a quien él no conociera, o de una vecina. Lo cierto es que la figura de aquella mujer era muy parecida a la que él en su imaginación atribuía a Berta: tenía el pelo algo más largo y rizado de lo que quizá hubiese pensado, pero eso tal vez obedecía a un cambio que ella hubiese querido dar a su imagen, en otro tiempo un tanto condicionada por los gustos o por las modas que entonces se llevaban; el perfil, sin embargo, era el mismo, con aquella parte de la boca un poco más pronunciada que el resto de su cara, un rasgo que sin duda les otorgaba a ambos rostros cierta peculiaridad, en el caso de que no se correspondiesen con la misma persona. Desde la distancia donde él se encontraba, era imposible que escuchara nada de lo que ella decía, aun cuando había observado que hablaba con bastante frecuencia y que casi siempre acompañaba sus palabras con una sonrisa, igual que recordaba que hacía Berta a menudo cuando él la conocía. Dos o tres veces estuvo por levantarse y por tratar de acercarse a fin de que ella también se percatara de su presencia, pero no lo hizo, temeroso de que no fuera verdad lo que pensaba y de que se produjera una situación ridícula. Prefirió por eso aguardar desde su sitio, procurando espiar con disimulo cada uno de sus movimientos por si en uno de ellos sorprendía algún detalle que le asegurase que no estaba equivocado; y de hecho, hubo un momento en que creyó que lo miraba, por lo que casi estuvo a punto de sonreír como si la hubiese reconocido; pero no llegó a hacerlo porque ella luego desvió la mirada hacia otro lado: fue tan sólo un instante, un instante que acrecentó en él el deseo de averiguar si era Berta la mujer que se hallaba sentada en la terraza de aquel bar, porque en el supuesto de que lo fuera y de que ella además lo supiese, como quizá acababa de demostrar con ese gesto, habría de quedar muy mal que él no la saludase o que no iniciase siquiera un acercamiento para conseguir así que ella también se levantase y le saliese al encuentro. Temiendo, sin embargo, que todo consistiera en una mera coincidencia, decidió que no era bueno tampoco correr ningún riesgo innecesario, y esperó que se diera una ocasión más propicia para ello.
Alertada quizá por sus continuas miradas, aquella mujer volvió a posar en él sus ojos, esta vez con más fijeza incluso que antes, por lo que ahora no dudó Miguel en esbozar una tímida sonrisa, la cual no fue correspondida por ella, que de nuevo miró hacia otro punto, como si en realidad no fuera él el objeto de su atención. Avergonzado, intentó concentrar la suya en la recomposición de su figura, que se había visto bastante alterada por aquel equívoco: varias veces cambió de postura moviendo con cuidado su silla; luego extrajo del bolsillo de su americana un papel antiguo que allí tenía y se puso a leer o a fingir que leía lo que en él había anotado, una serie de acciones o de objetivos que se hubiese propuesto realizar algún día, todos formulados en infinitivo, si bien no recordaba exactamente cuándo los escribió, quizá antes incluso de que se mudara al piso, pues aparecían entre ellos ciertos detalles que lo remitían a aquella época. Con estas cavilaciones se puso algo más tranquilo, aun cuando no podía evitar que su mirada se dirigiera de vez en cuando hacia aquel punto, atraída todavía por todo lo que en él se le había revelado, como si en el fondo aún se resistiese a abandonar la posibilidad de que fuera realmente Berta quien allí se hallaba. Fueron unos minutos de inquietud y de vaga incertidumbre que, sin embargo, se resolvieron pronto, cuando vio que aquellas dos señoras se levantaban y emprendían ya la marcha, sin que en ningún momento la que él había tomado por Berta hubiese dado muestras de haberlo reconocido.
Fue aquélla una anécdota sin importancia, casi anulada por el correr de los días y por las nuevas situaciones y circunstancias que éstos deparaban, todas ellas muy similares a otras que ya se habían producido. En esta etapa, que vino a coincidir con los meses de primavera, cobró una especial relevancia Sebastián, a quien por entonces Miguel había confiado más de un secreto; y Sebastián, como hombre avezado al trato humano, a pesar de que éste a menudo se remitiese a épocas o a experiencias pasadas, supo encontrar siempre la respuesta o la solución que él andaba buscando.
Así, cierto día, casi de improviso, le confesó que estaba soltero porque en realidad no había sabido aprovechar las oportunidades que en su vida se le habían presentado, lo cual sirvió para que Sebastián quisiese ahondar aún más en aquella revelación, pidiéndole encarecidamente que no dejara de contarle algún episodio concreto por el que pudiese conocer el verdadero motivo por el que decía aquello. Se lo contó todo, desde que se reunía en casa de Gonzalo con éste y ella se hacía entonces la encontradiza, evocando minuciosamente los momentos en que ella parecía mostrar mayor interés en hablarle y en mantener con él un animado diálogo, para lo que sin duda atesoraba unas inmejorables condiciones que Miguel no quiso dejar de ponderar ante el amigo, como si al resaltarlas estuviese justificando de alguna forma que aún le siguiese gustando. Le explicó además las razones que intervinieron entonces para que aquella relación no prosperase y, aunque no le aclaró la causa de que ahora la continuara recordando, ni tampoco los desvaríos sentimentales que todo ello en la actualidad le proporcionaba, Sebastián se interesó luego en conocer si todavía seguía viendo a Berta y si aún era posible que los dos volvieran a entenderse. Como le dijera que no, que no la veía y que el único contacto que podía tener con ella había de ser a través del hermano, a quien sí tenía localizado, aquél no dudó en animarlo a que fuera cuanto antes a visitarlo, ya que nunca es tarde para reanudar una vieja amistad, como así mismo le dijo. “La vida es muy aburrida argumentó después, y a todos nos gusta que de vez en cuando nos den una grata sorpresa como la que tú le puedes dar a tu amigo si vas a verlo”. “¿Está seguro?”, inquirió con cierta timidez Miguel. “Completamente”, repuso el otro mirándole a los ojos; y antes de que él volviera a interrogarle o a exponer lo que pensaba, tras una breve risita, empezó a relatarle el caso de una persona a la que no había tratado desde hacía muchos años y a la que casualmente una vez se encontró por la calle: “Estaba yo parado en una acera y él, delante de un escaparate, mirando sin mucha atención lo que allí había, quizá porque estuviera esperando a alguien, qué sé yo..., pues bueno, él se volvió y un servidor también, y entonces nuestras miradas se encontraron y se dijeron : ´La cara de éste me suena`; pero ninguno de los dos se atrevió a decir nada, pues podía ocurrir que nos equivocáramos, como alguna vez ha sucedido; así que esperamos un rato más él, delante del escaparate y yo, sin moverme de mi sitio: los dos, muy nerviosos, tratando de saber por qué nos conocíamos, aunque ya cada uno barruntaba algo, como a mí sin más me ocurría, hasta que en una de esas en que los dos nos giramos, no lo pensé dos veces y me fui para él y le pregunté si era fulanico, ante lo cual él se puso luego a abrazarme y a decirme cuánto se alegraba y todas esas cosas que se dicen cuando uno vuelve a encontrarse con un amigo al cabo de mucho tiempo”.
Siempre disponía Sebastián de alguna anécdota o de algún chascarrillo con que ilustrar sus opiniones o sus palabras acerca de la realidad, en este caso acerca de lo que Miguel le había contado. Más repuesto éste de sus prejuicios e inseguridades, luego que hubo dejado a su intrépido confidente, se dijo que no era ningún despropósito ir a ver a Gonzalo: podía ser, en efecto, que le proporcionase un gran alegría, en contra de lo que él hasta entonces había pensado.
Todo esto hizo que se animara bastante y que se viera por dentro inclinado a acercarse y a relacionarse con los demás, a pesar de las diferencias y de las actitudes que todavía seguía observando en ellos, las cuales lo habían llevado antes a distanciarse y a rehuir su trato. Ahora, sin embargo, se sentía semejante a todos, ya que él no estaba tampoco exento de defectos o de determinadas cualidades que pudieran parecer reprobables a otros. Era algo, pues, que compartía también con ellos, aquella propensión natural al error e incluso al pecado, y por eso era capaz ahora de disculparlos y de verlos como si en realidad fueran sus hermanos. Le gustaba observarlos desde su balcón, espiar desde allí sus movimientos, adivinar lo que estuviesen pensando o sintiendo en esos instantes: muchas veces creía que se hallaba contemplando la escena de una película en la que él proyectaba su propia vida en la de aquellos seres anónimos que veía, una vida hecha de pequeñas cosas y de determinados deberes inexcusables. Luego, cuando salía afuera, le gustaba asimismo mezclarse con ellos, mirar sus caras, escuchar sus voces, tratar de profundizar en lo que todas esas expresiones y gestos y acentos significaban. Ya no era él tampoco un ser distinto que pasaba delante de los otros y que después se olvidaba pronto de lo que hubiese observado, sino que ahora quería confundirse con la multitud de la que formaba parte y dejar que ella lo arrastrase y lo anegase en una inmensa ola de abrazos y de palabras afectuosas.
Estos sentimientos despertaron en él un día su espíritu religioso, que parecía que hubiese estado dormido desde la época ya lejana de su infancia, en la que seguía fielmente las orientaciones y los consejos de su madre, siempre dispuesta a educarlo en los principios de la fe cristiana. Pasaba, en efecto, por delante de una iglesia, y algo se removió en él que lo condujo a su interior, llevado quizá por la necesidad de agradecer a Dios todo lo que entonces sentía: oscuramente pensaba que debía a Él aquello, y se puso a adorarlo y a glorificarlo en secreto en uno de los últimos bancos. En la iglesia había unos cuantos fieles, sentados o hincados de rodillas en la parte más próxima al altar. Reinaba allí dentro un majestuoso silencio, un silencio que a él se le representaba como una corriente de paz por la que sus pensamientos ahora fluían. Permaneció así unos minutos, disfrutando de aquel sencillo deleite que en su alma se insinuaba. Después la iglesia se fue llenado de más gente, por lo que conjeturó Miguel que debía de ser pronto hora de misa y, aunque llevaba ya muchos años sin asistir a ninguna, no le importó aquel día hacerlo.
La misa, como él bien presumía, empezó unos instantes después y, ya que hay cosas que no se olvidan por mucho tiempo que pase sobre ellas, fue capaz de alguna manera de seguirla y de formular las respuestas y oraciones que había que decir en cada momento, aun cuando a veces las pronunciaba en voz más baja o esperaba a escucharlas de boca de aquellos fieles o del mismo sacerdote porque no las recordaba exactamente. Desde donde él se encontraba, se le aparecía éste como un hombre no muy mayor, de mediana estatura, un poco grueso quizá, con la cara redonda, la frente muy despejada. Su voz era firme y segura, aunque a ratos adquiría un matiz más dulce, como tuvo ocasión Miguel de comprobar durante la homilía, la cual versaba precisamente sobre la lectura del Evangelio, aquel episodio en que Jesús domina la tempestad ante el asombro de sus discípulos después de que se quedara dormido en la barca. “Por qué sois tan cobardes? ¿Aún no tenéis fe?”, acaba preguntándoles..., continúa preguntándonos a todos, decía ahora el sacerdote con cierto entusiasmo, tratando de ese modo de actualizar aquella escena y de involucrar a los presentes en ella, a los cuales volvía a dirigirse después para que no sucumbieran ante las diversas tempestades que seguramente se le avecinarían, para que siempre mantuvieran firme su fe en el Redentor, en el Hijo del hombre, en Aquel en el que venían a cumplirse todas las Escrituras.
Miguel entonces lo vio claro: comprendió que era Dios quien había movido los hilos de su historia, primero de una forma subrepticia, sin que él se diera cuenta, permitiendo que se equivocara y que terminara abismado en la triste realidad en la que había estado confinado hasta hacía bien poco; más tarde, de una manera que jamás él hubiera imaginado, a través de una simple fotografía que levantó en el oscuro desierto de su vida una fragante brisa de recuerdos y anhelos todavía insatisfechos, hasta que finalmente Él se revelaba en el amor que ahora experimentaba por sus hermanos y que le hacía recuperar su antigua fe ya casi olvidada.
“No tengáis miedo había dicho el sacerdote al término de su homilía: el Señor nunca os abandona aunque a veces creáis que se aleja o que se oculta porque no lo sentís; el Señor vuelve a hacerse presente en la Eucaristía, está vivo en cada uno de vosotros cuando venís aquí a celebrarla, a pesar de vuestras propias limitaciones o de las dudas que os asaltan”. Alentado por aquellas palabras, Miguel se dijo que debía emprender a partir de entonces un camino nuevo, en el cual todo tuviera un único sentido, una orientación distinta, el encuentro con esa realidad divina que dentro de su propio mundo había descubierto, una realidad que también había de ver plasmada en los otros, en aquellos con quienes coincidía a diario, en sus vecinos, en Sebastián, en las personas con las que se cruzaba por la calle o en un centro comercial, incluso en las que no conocía o en las que se hubiesen alejado por diferentes motivos de él, en Berta, en Gonzalo, en aquellos que habían sido en otro tiempo sus amigos... Abarcaba así a la totalidad del género humano, sin distinción de razas ni de principios de ninguna clase, en la cual quería hallar una vez más la huella de su Creador, la impronta de un mismo espíritu que a todos igualase.
Éste fue, en definitiva, el comienzo de una serie de actos y de prácticas piadosas que Miguel lograría poco a poco incorporar a su vida, con las cuales ésta experimentaría en adelante un considerable empuje, a la vez que se procuraba también un inestimable alivio y una forma más positiva de reconducir sus intenciones.






































6



Ahora que se había decidido y que estaba ya a punto de entrar en la consulta de Gonzalo, le parecía a Miguel poco menos que increíble que lo hubiese conseguido. Sin embargo, llevado de aquellos sentimientos que a menudo lo embargaban, pudo vencer con cierta facilidad los escrúpulos que antes le impedían culminar lo que proyectaba y, revestido de audacia, dio los pasos necesarios que lo condujeron hasta allí. Se hallaba, en efecto, en la sala de espera que le correspondía a la consulta de Gonzalo, una sala que más bien semejaba ser un recodo del pasillo donde aquélla se ubicaba. De pie, aguardaba con paciencia que le tocase entrar, tal como había ya acordado con la mujer encargada de atender a los pacientes, a quien había explicado que era un viejo amigo del doctor y que había acudido a él porque necesitaba referirle algo.
Se cumplía así lo que tantas veces había planeado: apenas hubo salido el último enfermo, la mujer aquella volvió a asomarse a la puerta para indicarle que podía pasar. Enfundado en una bata blanca, Gonzalo lo esperaba sentado al otro lado de una mesa cubierta de papeles y de sobres marrones con radiografías. Lo encontró en esta ocasión más joven que cuando lo vio a la salida de aquellos grandes almacenes, más parecido a la imagen que de él había guardado siempre en su memoria: aunque resultaba evidente que su rostro no podía ser el que tenía cuando era todavía un adolescente, conservaba aún ciertos rasgos que lo relacionaban con aquella época, posiblemente la misma mirada de resolución con que entonces lo había conocido, o quizá el gesto de su cara cuando se dio cuenta de que era él quien lo visitaba, una expresión la suya que sin duda animaba a confiar de antemano en que sería bien recibido, como así ocurrió al momento, pues se echaba de ver que a Gonzalo le había agradado en gran medida aquel inesperado encuentro. “¿Qué tal por aquí?”, había formulado al principio, antes de levantarse un poco para estrechar su mano. “Vengo a hacerte una consulta”, había dicho por su parte Miguel después de saludarlo, mientras tomaba asiento en una silla ante la indicación realizada por el amigo. “Pues aquí estoy para servirte”, había respondido éste en seguida con la mayor afabilidad del mundo, ante lo cual aquél no dudó en referirle lo que había pensado contarle acerca de las neuralgias que últimamente venía padeciendo. Acostumbrado como debía de estar al contacto con enfermos, Gonzalo apenas dio importancia a tales dolencias y, luego que le hubo asegurado que ya hablaría con el doctor que podría tratarlo, se puso casi de inmediato a recordar los tiempos en que eran todavía los dos unos mozos, las cosas de aquellos años que en esos instantes acudían a su cabeza, la mayoría de ellas relacionadas con anécdotas que habían tenido lugar en el instituto. Al hilo de las que él contaba, Miguel también relataba algunas, de modo que la conversación se convirtió en una especie de recordatorio de lo que los dos habían vivido juntos.
La mujer que le ayudaba a Gonzalo a pasar la consulta se había ido ya, no sin antes haberse despedido muy cortésmente de ambos. A medida que seguían dialogando, se iba restableciendo entre ellos aquella vieja amistad que tanto los uniera y, una vez que hubieron llegado a tal punto de confianza y de sincera comunicación, a ninguno le resultó difícil hablar de sucesos posteriores, pertenecientes todos a una etapa que era completamente ignorada por el otro, una etapa muy larga en la que cada uno había tomado un camino diferente, una trayectoria que los había separado y enfrentado por ello a experiencias muy distintas, mucho más normales o tal vez más brillantes las que ahora presentaba Gonzalo, ya que las suyas no dejaban de ser las de un modesto tendero que había intentado de algún modo sobreponerse a todas las adversidades con las que se había ido encontrando en su vida. Sin embargo, lejos de venirse abajo por estas enormes diferencias, había terminado por acatarlas frente a Gonzalo de buen grado, como si viera en él en cierta manera la culminación de sus propios anhelos, o la realización quizá de un proyecto que los dos hubiesen iniciado, una obra común de la que en la actualidad pudiesen estar satisfechos. Tan cercano se sentía, en efecto, del amigo, que casi estimaba como suyos todos los progresos y aciertos que le iba relatando, aunque tal vez lo que más habría envidiado en otras circunstancias era que hubiese formado una familia y que ahora le hablase con tanto entusiasmo de sus hijos, de los cuales decía que estaban ya criados y que no le faltaban razones para sentirse orgulloso de ellos. Uno, el mayor, tenía diecinueve años y había empezado ya la carrera de Medicina, siguiendo en esto el modelo ofrecido por el padre, si bien había demostrado que poseía condiciones para superarlo, para llegar incluso más alto de lo que había llegado él, como así mismo le confió Gonzalo esbozando un gesto de humildad con el que pretendía fingir que le costaba reconocerlo. A Miguel, sin embargo, no se le ocultaba a esas alturas que estaba deseando que ocurriera de ese modo, pues saltaba a la vista que amaba tanto a su hijo que no había de importarle en absoluto que lo emulara o que incluso alcanzara más éxitos profesionales de los que él había cosechado. De la hija, en cambio, hablaba menos, quizá porque no tenía aún muy claro lo que iba a hacer: decía, eso sí, que era muy buena y muy guapa, que le había salido a la madre y que a él, por cierto, lo quería con locura desde que era pequeña, tal vez porque debía ser así, porque casi siempre las hijas se muestran más cariñosas con los padres, por algo que no sabía explicar muy bien, acaso por un instinto de protección que hace que se encuentren más seguras y más a gusto con ellos.
Cuando vio que se callaba, Miguel aprovechó también para referir brevemente lo que le había sucedido en los últimos años, más o menos desde que se instaló en su nueva vivienda, aunque su mayor interés entonces no estaba centrado en contar lo que a él le hubiera podido acaecer, ni tampoco en revelar los pensamientos o las ocupaciones que había tenido durante ese periodo crucial de su existencia, sino que se moría ya de impaciencia por conocer lo que había sido de Berta, de quien sólo había llegado a saber algunos datos sueltos, todos ellos facilitados por el hermano cuando eran todavía muy jóvenes; y a pesar de la confianza con que se dirigía ya a éste, no se atrevía Miguel a preguntarle por ella, o no hallaba el modo más adecuado de hacerlo, porque no quería parecer demasiado interesado en ello, posiblemente por ese excesivo respeto que le inspiraba Gonzalo. Sin embargo, no tuvo que esperar mucho tiempo, pues fue él de alguna manera quien propició que la conversación se desviara hacia aquel punto, cuando le preguntó si no pensaba aún en casarse, ante lo cual no le quedó más remedio que exponer las circunstancias o las razones que lo habían llevado a permanecer soltero. Gonzalo ahora no sonreía, como había hecho antes con bastante frecuencia; parecía, por el contrario, más serio, o más pensativo, como si de veras meditase en lo que Miguel le estaba diciendo. Varias veces garabateó con un bolígrafo en un papel que había sobre la mesa, trazando signos ininteligibles o dibujos que no tenían ningún sentido, llevado por un inopinado instinto que se abriera paso en el subconsciente, o por una caprichosa manía de emborronarlo todo. Sin embargo, se le veía atento a lo que Miguel le contaba, como demostró al final, después de que él concluyera que la suerte siempre le había vuelto la espalda en ese terreno y que había ahora de conformarse con la situación en la que se hallaba, porque quizá ése había sido precisamente su destino, o lo que Dios hubiese proyectado para él. “Nunca se sabe lo que se oculta en sus designios: es un enigma lo que le tiene reservado a cada uno”, acabó apostillando Miguel, resuelto en ese instante a proclamar la fe que recientemente venía profesando. A Gonzalo aquello debió de afectar bastante, pues con gesto contraído alzó la vista del papel y dijo con cierta desazón que era verdad, que nunca se sabía lo que iba a ocurrir en el futuro y que muchas veces los caminos se tuercen y toman una dirección que no se había previsto. Entonces, como si lo anterior no hubiera sido sino un mero preámbulo de lo que a continuación estaba dispuesto a revelar, se puso a contarle a Miguel lo que le había pasado a su hermana, a la cual todo le había ido muy bien hasta que un aciago suceso truncó de improviso la felicidad de que disfrutaba, o tal vez de la que creía disfrutar, ya que no hay nada estable ni definitivo en este mundo, añadió después con triste acento, volviendo a fijar la vista en el papel que tenía delante; y para que Miguel se hiciera una idea más completa de lo que le decía, pasó a relatar cuáles habían sido los principales hechos que le habían acontecido a Berta hasta ese fatal momento, acerca del cual ya él barajaba alguna que otra hipótesis, movido por la terrible impresión que le causaba lo que le había anticipado Gonzalo y al mismo tiempo impelido por la rabiosa necesidad de que no fuera aquello tan siniestro como ya presumía: según le contó, después de haber ejercido como periodista durante algunos años, Berta había conocido a un joven y acaudalado empresario, con quien entablaría una relación que los llevaría hasta el matrimonio; viéndose situada en tan afortunada y próspera situación, había sabido renunciar luego a su carrera para entregarse de lleno a su marido y a los tres hijos que con él tendría, impulsada sin duda por el gran amor que sentía por ellos y por su inmensa capacidad de sacrificio, virtudes que no quiso dejar de resaltar el hermano al hilo de lo que decía. “Nada les faltaba para ser felices”, intentó sintetizar después éste, a la vez que volvía a desviar la mirada hacia el papel, clavándola con indecisión en los signos y garabatos que había trazado antes, como si buscase en vano en ellos una explicación de lo que luego había sucedido. Tardó unos segundos en proseguir su relato, durante los cuales Miguel ya se temía lo peor, que a ella le hubiera sobrevenido alguna enfermedad, o que tal vez hubiese muerto... “Fue muy duro continuó Gonzalo, mirando ahora hacia un punto cualquiera del espacio, quizá hacia su propio recuerdo, detenido en aquel doloroso suceso. Andrés, mi cuñado, como hombre de negocios que era, solía viajar mucho. Un día que regresaba de uno de estos viajes tuvo un accidente. Murió en el acto. Imagínate: qué golpe tan tremendo para mi hermana..., para todos, en realidad. Tenía él entonces cuarenta y cinco años; ella, cuarenta y dos; los hijos eran todavía muy pequeños, no sé si el pequeño no había cumplido aún los seis... Fue un verdadero drama, como muchos otros que ocurren a diario, ante los que no se puede hacer nada. Sin embargo, había que sobreponerse, y Berta, con el coraje que siempre la había caracterizado, al final se sobrepuso, especialmente por los hijos, ante los que no debía venirse abajo, pues era ella ahora la única referencia con la que podían contar. Y lo cierto es que lo consiguió. De esto hace ya más de ocho años, por lo que la situación ha cambiado considerablemente. Ella se hizo cargo casi desde el principio de un sector de la empresa del marido, que sigue compartiendo con los socios que había tenido él antes, y, como comprenderás, eso le ha permitido superar en gran medida lo que le había ocurrido, pues de lo contrario quizá no hubiera hecho nada más que lamentarse de su mala suerte, que es lo peor que a las personas les puede pasar. Desgraciadamente, la vida es así: está expuesta a infinidad de peligros o de avatares insospechados, a un accidente o a una enfermedad con los que no se contaba, o a cualquier otra circunstancia que acaba afectándonos; pero uno no debe dejarse arrebatar por este pensamiento, sino que ha de mirar siempre hacia adelante, hacia un futuro próximo y realizable, un futuro que sea la principal motivación que tengamos, el objeto en el que vengan a culminar nuestros quehaceres y afanes actuales”.
Aprovechando que Gonzalo hacía una pausa en su larga y profunda meditación, o que no sabía qué añadir o cómo completar sus últimas disquisiciones, Miguel manifestó que sentía mucho lo que le había sucedido a Berta, pues la tenía en gran estima a pesar del tiempo transcurrido o de las cosas que ahora parecían separarlos. Gonzalo no dijo nada, sino que continuó sumido en sus cavilaciones, tratando de hallar el modo de volver a la realidad, o un subterfugio acaso que le hiciera regresar al pasado que había compartido con Miguel, por lo que a éste resultó muy embarazoso el silencio que sobrevino entonces, ya que desconocía lo que el otro estaba pensando y no quería molestarlo con enojosos recuerdos o con opiniones inoportunas. Ante ello, optó también por callarse, a la espera de una señal o de un gesto más distendido que en el rostro del amigo se compusiera. Y, ciertamente, no tardó mucho en producirse lo que esperaba, porque después de unos instantes de reflexiva deliberación aquél volvió a subrayar la enorme entereza que había demostrado su hermana en tan difícil trance y el arrojo que tuvo después para afrontar su situación y para darles de esa manera una ejemplar lección a sus hijos. “¿Ella sola?”, inquirió en esto Miguel con voz un tanto apagada, disimulando como podía el interés que en la pregunta se ocultaba. “Ella sola”, repuso al momento Gonzalo, mirándolo con firmeza a los ojos, como si barruntase la intención que lo movía. “No necesitó a nadie a su lado prosiguió después negando con el bolígrafo que tenía en su mano. Decía que en la vida sólo hay un camino y que ella ya había emprendido uno que no iba a cambiar por ningún otro. Tú sabes lo testaruda que ha sido siempre y la tenacidad con que ha acometido sus planes, aunque bien mirado quizá sea ésta una cualidad que desconozcas, pues no estaba aún muy desarrollada cuando nosotros nos tratábamos, o no había descollado suficientemente todavía... Ella era entonces muy alegre, con un genio muy vivo, supongo que te acordarás. Fue después, ciertamente, cuando ese genio y esa alegría devinieron en una actitud muy emprendedora... No, nunca ha echado de menos a nadie, aunque no le han faltado durante este tiempo pretendientes, como comprenderás por lo que te estoy contando de ella. Bueno, quizá haya exagerado un poco, cosa natural en un hermano, pero fue más o menos así, junto a otros muchos detalles que a mí ahora se me escapan, ya que es difícil resumir en tan breves palabras una trayectoria tan larga”. “Yo la aprecio mucho”, recalcó de nuevo Miguel, algo más animado por lo que acababa de oír, aun cuando se veía en esos momentos muy inferior a Berta, incapaz de mantener con ella una relación como la que los había unido en su pasado; así que cada vez se le figuraba más lejana su empresa, a pesar de que las circunstancias que concurrían en el presente eran bastante propicias para ella, ya que no había nada que impidiese que los dos se trataran, ninguna condición o ningún obstáculo que fueran verdaderamente insalvables. “Puedes escribirle si quieres sugirió entonces Gonzalo de pronto, llevado de una súbita corazonada. Estoy seguro de que ella se alegrará de recibir noticias tuyas después de tantos años sin haberos visto; se acordará a lo mejor de una época que creía perdida u olvidada, en la que tú de algún modo ocupaste un importante lugar, porque fuiste para todos un amigo muy entrañable. Fue una lástima que después los hechos y las cosas propias de aquella edad nos colocaran a cada uno en un sitio diferente. Sin embargo, la amistad es algo que nunca termina de perderse; está ahí, oculta en algún pliegue de nuestra memoria o de nuestros corazones, pendiente de una chispa o de un simple recuerdo que vuelvan a avivarla, igual que un fuego que se prende y que todo lo inflama a su paso”. Miguel no pudo por menos de evocar entonces lo que le había dicho Sebastián a propósito de su idea de ir a ver a Gonzalo y, sin salir aún de su asombro por la inesperada resolución de éste, expresó con timidez su conformidad con ella, si bien todavía no sabía los términos en que habría de escribirle a Berta, porque estaba en ese momento lejos de imaginarse ocupado en tan inusitada tarea. Por el contrario, Gonzalo no vacilaba y, una vez que lo hubo pensado, se puso en seguida a anotarle la dirección de su hermana en un trozo de papel que había arrancado del que a menudo había tenido entre sus manos. “Escríbele”, insistió después, al tiempo que se lo entregaba y se ponía de pie con intención de dar por concluida aquella inesperada y grata entrevista. Miguel se levantó también, satisfecho del resultado que había tenido su visita. Ya en la antesala de la consulta, Gonzalo le dijo que los dolores de cabeza, si no eran muy persistentes, no revestían gravedad ninguna, pero que si continuaba preocupado por ellos podía volver por allí cuando quisiera; y antes de marcharse, se despidió de él con un improvisado y efusivo abrazo, con el cual procuraba expresar claramente lo que en sus adentros sentía, el gran afecto que por él se había despertado.
Tal abrazo se convirtió para Miguel en un auténtico estímulo, puesto que durante todo aquel día no pensaría en otra cosa que en lo que lo unía a sus semejantes, a quienes estaba deseando demostrar con un gesto o con cualquier otra señal lo que por ellos experimentaba en su interior.



































7



Por la noche, apenas volvió a su casa, más animado que nunca, quiso abordar la redacción de la carta que pensaba enviarle a Berta. Sin embargo, a la hora de ponerse a escribir las primeras líneas, no halló las palabras ni el estilo que él más hubiera deseado para tal caso, pues todo lo que intentaba le salía a su parecer demasiado artificioso o convencional, poco sincero para que ella pudiera tomarlo a bien.
Fue a la mañana siguiente, más despejado de las ideas que había querido expresar la noche anterior, cuando de pronto se acercó a su mesa de escritorio y de pie ensayó en un papel cualquiera el texto que en ese momento creía más apropiado, un texto sencillo en el que, después de explicar las razones que lo habían movido a escribirle, entre las que aludía inevitablemente al encuentro que había tenido con su hermano, venía decirle en suma que lo único que pretendía con su carta era reanudar una amistad que nunca había dado por terminada. No mencionaba, pues, el luctuoso lance ni la difícil situación por la que ella había atravesado, convencido de que no era aquél el contexto más adecuado para hacerlo y de que tampoco había de ser él precisamente ahora quien debía recordárselo.
Satisfecho, por tanto, de lo que había escrito, introdujo la carta en un sobre, anotó en él el nombre completo de Berta y las señas que Gonzalo le había facilitado y, sin detenerse a desayunar siquiera, salió a la calle decidido a enviarla. Compró para tal efecto un sello en un estanco, lo pegó en el ángulo correspondiente del sobre y unos instantes después lo echó en el buzón de correos más próximo.
Ilusionado con esta acción, determinó pasar la mañana fuera. Desayunó en una cafetería y se encaminó luego hacia el centro, igual que había hecho muchas veces en otras ocasiones. Le apetecía andar, verse rodeado de gente, como si ésta fuera a transmitirle la respuesta o el mensaje que él tanto deseaba que le transmitiera dentro de poco Berta, o como si el espíritu de ella estuviera presente en sus rostros y en sus gestos y voces. Casi sin proponérselo, después de mucho andar, desembocó en el barrio donde había transcurrido gran parte de su vida. Hacía tiempo que no pasaba por allí, así que le resultó relativamente estimulante la visita que ahora realizaba. Todo parecía igual, acaso un poco más viejo y cochambroso que antes, o al menos tal era el aspecto que a él se le representaba, comparado con el que aún retenía en su recuerdo, quizá porque éste, el que se conserva en la memoria, suele aparecer en ella envuelto por el suave encanto que otorga la nostalgia. Su piso, el piso que él había habitado durante tantos años, primero con sus padres y luego en solitario, permanecía también igual que cuando lo dejó. Miraba sus balcones, colmados ahora de macetas de geranios y de otras plantas, quizá la principal novedad que se apreciaba allí y que debía de ser indicio del gusto que asistía a sus actuales moradores; y por un momento Miguel creyó verse asomado otra vez a ellos, apoyado como solía con ambas manos en la barandilla, abstraído en el devenir tranquilo de la calle, en el transcurso lento de las horas, inmerso todo en una imagen que parecía excluida del tiempo.
A medida que seguía avanzando, los recuerdos acudían a él de forma cada vez más espontánea y caudalosa, hasta el punto de que casi los consideraba como estampas o sucesos extraídos de una realidad inmediata, en la cual él estaba ahora instalado, sucesos o estampas que podía de nuevo revivir con pasmosa facilidad, convocados por el inmenso fervor que había empezado a sentir por ellos.
Al llegar a la altura de la tienda, vio que la habían transformado sus propietarios en unos modernos laboratorios, de lo cual se alegró bastante, pues eso significaba que el local continuaba siendo útil. Se acordó al punto de su padre y del modo en que se afanaba en su negocio, algo que quizá él no había logrado alcanzar, pues de hecho había sido capaz de abandonarlo y de emprender una vida diferente. Era la primera vez que se arrepentía de haber traicionado de alguna forma la memoria de su padre, aunque también se dijo que en la actualidad no le cabía sino asumir las consecuencias que se derivaran de ello. Se acordó asimismo de su tío y de muchos clientes que acudían a menudo a la tienda, y no pudo por menos que preguntarse qué habría sido de ellos, si continuaban residiendo en el barrio o si se habían mudado como él a otro, si apenas habían cambiado o si por el contrario se había producido algún lamentable hecho que hubiese desviado o truncado sus planes. Llegó en esto hasta la plaza donde solía reunirse con sus amigos de la infancia, plaza cerrada por vetustos edificios que la mantenían por eso en sombra muchas horas, plaza recoleta por la que no cruzaba en esos instantes nadie, olvidada en un lugar del pasado al que muy pocos tuviesen acceso, si no eran los que en una época ya muy remota hubiesen deambulado o correteado por ella, como habían sido los niños que entonces la habían poblado.
Después de esta repentina concesión a la nostalgia, Miguel trató de regresar al presente trayendo de nuevo a su memoria la imagen de Berta, a la cual invocaba con moderada fe mientras retrocedía sobre sus pasos. Era, sin embargo, una imagen distinta de la que había recreado otros días, más real o más auténtica que la que había visionado en sus inventados diálogos. Se figuraba que se dirigía a una cita acordada previamente con ella, a un encuentro que los dos hubiesen dispuesto de consuno y que había de ocurrir en un tiempo indeterminado, en una porción de éste que no estuviese inscrita por ninguna clase de límites o de medidas, en un día cualquiera del calendario, antes o después de que ellos hubiesen llegado a imaginarlo. Sabía que más tarde o más temprano habría de producirse ese encuentro, que los dos estaban llamados a entenderse, a unirse en una amistad que ya nunca volvería a verse interrumpida, una amistad o un amor tal vez para el que ellos hubiesen estado predestinados.
Con estas ocurrencias, Miguel pasó los días siguientes esperanzado con la idea de que Berta le escribiría pronto, si bien a veces no conseguía evitar que lo dominara la impaciencia, sobre todo cuando reparaba en la inminencia de ese ansiado momento, ya que según sus cuentas no debía de tardar más de una semana en responderle, confiado como estaba en que ella había de ser puntual en tales menesteres.
También le daba por imaginar lo que Berta hubiera podido pensar, la reacción que habría tenido al recibir su carta, los sentimientos que ésta de repente le hubiesen suscitado, quizá muy diferentes de los que él calculaba, pues era más que probable que ella no fuese ya tan impulsiva como antes.
El verano, mientras tanto, transcurría para él con gran lentitud. Una tarde, tratando de distraer sus pensamientos, dirigió sus pasos de nuevo hacia su antiguo barrio, deseoso de volver a experimentar las mismas sensaciones que tuviera en su anterior visita. Al llegar a él, inopinadamente se encontró con un hecho con el que no contaba, pues al ir a cruzar la que había sido su calle advirtió de pronto que alguien lo llamaba por su nombre, alguien que debía conocerlo, por tanto. Se trataba de Elena, aquella mujer más bien gruesa que iba a la tienda con tanta frecuencia y que tenía el defecto o quizá la cualidad de hablar casi de forma ininterrumpida. Se hallaba en la acera de enfrente, haciendo repetidos aspavientos con los brazos para que él se apercibiese de su presencia. Al reconocerla, Miguel no dudó en acercarse para saludarla, en vista de lo cual Elena también quiso adelantarse, por lo que al final acabaron encontrándose en medio de la calzada. “¡Dichosos los ojos!”, había exclamado ella al estrechar su mano. “Sí, he estado un poco perdido”, admitió él después ante aquella evidente demostración de alegría con que la otra lo saludaba. “Te hemos echado mucho de menos afirmó ella a continuación con la misma confianza que empleaba antes, como si los años no hubieran pasado. Aunque no lo creas, tú habías llegado a ser muy importante en el barrio: eras una persona muy buena y muy honrada, de la que todo el mundo podía fiarse. Como tú habrá pocos, te lo aseguro yo, que me precio de conocer a mucha gente. Pero, en fin, así son las cosas..., al final te fuiste y los demás tuvimos que arreglárnoslas como mejor pudimos”. “Nadie es imprescindible”, repuso Miguel después de aquel desmesurado halago, indicándole con la mano que debían subirse a la acera si no querían verse atropellados por un vehículo que por allí venía. Con un pequeño sobresalto, hizo Elena lo que le pedía y, ya instalados en la acera, continuaron hablando de los temas que a ella se le ocurrían, casi todos relacionados con las principales novedades que en el barrio habían acaecido. Se enteró así Miguel de que algunos vecinos habían muerto, personas de avanzada edad con las que no había tenido demasiado contacto. Parecía Elena más gorda y más descuidada en sus arreglos que antes, o tal vez fuera porque la imagen con que él se la representaba en su recuerdo no se correspondiese con la realidad, una realidad que sin embargo debía de haber cambiado después del tiempo que llevaba sin verla. Lo que no había variado de ningún modo era su gárrulo proceder, siempre dispuesto a enredarse en explicaciones y ocurrencias sin término, en detalles que a buen seguro no habían de ser tan importantes para quien la estuviera escuchando.
Poco a poco, sin que él se lo pidiera, lo fue poniendo más tarde al corriente de todo lo sucedido allí, sin que en ningún momento cayese en la tentación de criticar o de injuriar a nadie, pues tenía esa rara habilidad de soslayar aquello que pudiera resultar molesto o perjudicial para los demás. Miguel no se atrevía a interrumpirla, entre otras cosas porque era tan respetuoso con las opiniones o con las actitudes ajenas que nunca encontraba la manera más oportuna de hacerlo. Sólo pudo intervenir después, cuando ella, cansada ya de su larga parrafada, quiso saber qué era de su vida y en qué ocupaciones o negocios andaba metido. Como de costumbre, Miguel no fue muy explícito: dijo tan sólo que no le iba mal y que todo era cuestión de adaptarse a las circunstancias que a uno se le fuesen presentando. Estuvo a punto de decirle que había pensado embarcarse en un nuevo proyecto, en el cual haría participar de una forma imaginaria y todavía imprecisa a Berta, pero no fue capaz de mentirle ni de fabricar vagas ilusiones que no se cimentaban sobre nada concreto y que por eso mismo estaban condenadas a desvanecerse. Elena entonces lo miró por un instante a la cara y, después de fruncir los labios y de asentir brevemente con la cabeza a lo que dentro de sí hubiera estado calibrando, afirmó que con los años su aspecto había mejorado bastante, que parecía incluso más joven que cuando ella lo veía en la tienda. “Será porque el trabajo envejece a las personas”, se le ocurrió decir sin mucho convencimiento a Miguel, sorprendido y un poco ruborizado por aquella nueva alabanza. “No hay nada en este mundo que no tenga su lado negativo”, dedujo ella a continuación de lo que él había dicho, como si fuera aquélla una de las muchas frases que solía retener después de haberlas oído a otros. “Todo trabajo es sin duda algo muy digno, pero a veces agota y acaba por deteriorar a los que lo padecen”, quiso abundar en la misma idea, visiblemente orgullosa de su intervención anterior. Miguel ya no comentó nada sobre aquello, sino que intentó desviar la conversación hacia el punto en el que se había iniciado diciendo que era para él de verdad muy emotivo aquel encuentro, pues le había hecho recordar algunas cosas agradables que ya casi daba por olvidadas. “Al final comprendes que los buenos sentimientos son los que nos salvan”, concluyó otra vez Elena de forma brillante, dispuesta a no desaprovechar la oportunidad de volver a lucir su vasto repertorio de frases acuñadas, aunque en este caso Miguel pensó que quizá fueran invenciones suyas, producidas por su espontáneo talento, ejercitado en numerosos e interminables diálogos con pacientes y resignados interlocutores.
Poco más fue, en fin, lo que se dijeron si no era lo que normalmente se repite en las despedidas más habituales, que todo les fuera en el futuro como hasta entonces les había ido y que ojalá pudieran verse en muchas más ocasiones.
El paseo, pues, de aquel día estuvo marcado por esta inesperada entrevista, ya que por más que él quisiera invocar otras sensaciones pasadas no conseguía olvidarse completamente de lo que con Elena había departido, bastante admirado aún de lo que ella había sido capaz de discurrir y expresar sobre los asuntos que habían tratado, de lo que extraía él ahora la rara conclusión de que también las personas poco instruidas podían formular de vez en cuando sentencias ingeniosas, quizá porque la verdadera sabiduría no se aprende en los libros, sino que viene siempre de arriba y tiene uno que descubrirla por esto en los acontecimientos de su propia vida, como vino a decirle casi con idénticos términos Sebastián unas horas después de haber tenido lugar aquel revelador encuentro con Elena.
Lo había hallado en esta ocasión a escasos metros de su portal, posiblemente porque se hubiera acercado hasta allí al echar en falta su compañía, pues llevaban ya varias semanas sin verse. Apostado como solía en una esquina, le había declarado al principio que vivía en un sitio muy tranquilo y despejado, ante lo cual no le cupo a Miguel otro remedio que invitarlo a que subiera a su piso, ya que hubiera estado mal que no lo hiciera. Fue allí, sentado en un sofá, con la perra echada a sus pies, a la que no dejaba de mimar con diversas caricias, donde Sebastián habló de aquella manera acerca de los libros, después de haber visto la cantidad y variedad de ejemplares que Miguel atesoraba en su biblioteca. Sí, la sabiduría venía de arriba, había llegado a decir aquel hombre, mientras ahora él se preguntaba si no había leído aquello precisamente en algún libro, tal vez en algún pasaje del Antiguo Testamento, al que últimamente recurría con harta frecuencia. Cuando salía de esta reflexión, ya Sebastián se enredaba en una de sus continuas historias, si bien no conseguía saber Miguel cómo había logrado saltar de una cosa a otra, puesto que no se refería a nada relacionado con la lectura, sino al caso de un conocido suyo que se creía muy versado en diferentes temas pero que luego no era capaz de dominar ninguno. Como siempre, entrecortaba su discurso con breves risitas en los momentos que consideraba más interesantes u oportunos, gesticulando también con las manos si hacía falta subrayar o demostrar algo. “Después le costaba reconocer sus errores referiría a continuación. Era tan testarudo que no había forma de que diera su brazo a torcer, por mucho que uno se empeñara en defender lo contrario. Qué va, venía a ser peor el remedio que la enfermedad: se ponía corajudo, casi violento, hasta el punto de que yo creo que uno tenía que ceder si no quería verse derribado por un puñetazo o por una rápida patada que el otro le lanzara, porque estoy seguro de que podía hacerlo, como a mí mismo me ocurrió más de una vez en que me vi en un verdadero aprieto ante él..., tuve que darle la razón sin más, porque era así conveniente para evitar un lamentable incidente que yo no estaba dispuesto a consentir, pues soy ante todo un hombre pacífico que no se ha metido nunca en pendencias ni en jaleos de ninguna clase, un hombre que ha valorado siempre la amistad y la concordia por encima de cualquier otra cosa, como tú ya habrás podido comprobar”. Miguel dijo que sí, que lo tenía por tal y que lo estimaba a esas alturas como uno de sus mejores amigos. Pero él no pareció sentirse aludido por ello, puesto que en seguida pasó a referirse a lo violenta que solía ser la gente en la actualidad, seguramente debido al tipo de vida que entonces predominaba, en la cual el mayor mérito consistía en lograr lo antes posible lo que uno se proponía, sin que se tuvieran en cuenta los intereses o los objetivos en los que los demás se afanaban. “Aquí nadie espera a nadie terminó por afirmar: es una carrera en la que cada cual compite por llegar antes a la meta que sus rivales, aun a costa de zancadillas o de innumerables empujones”. Miguel repuso que no creía que fuera la realidad tan triste como la pintaba, porque él aún tenía fe en la capacidad de redención de las personas. Entonces Sebastián, como si no quisiera parecerse al sujeto del que antes había hablado, reconoció que exageraba y que todo el mundo no se comportaba como él había dicho; y sin dejar de mirar a la perra, añadió que a veces era un poco extremado en sus juicios, pero que sabía rectificar a tiempo, más aún si contaba con alguien que se lo hiciese ver. Ante tal prueba de sinceridad, Miguel se atrevió a confesar que también incurría a menudo en errores o defectos que no podía evitar, como era sin ir más lejos su propensión a imaginar hechos que aún no se habían producido.
De ese modo, entre uno y otro acabaron por apuntalar la amistad que casi desde la primera vez que se conocieron ambos se profesaban. Una amistad que venía a sumarse a otras en las que Miguel ya confiaba, por lo que su vida iba tomando un pulso que hacía bien poco no tenía.































8



Cumplido el plazo que él creía razonable para esperar la ansiada respuesta de Berta, comenzó a invadirlo de nuevo la impaciencia, mezclada ahora con el desconcierto que le producía aquel retraso; y como el ser humano, si no es asistido por una plena confianza en sus posibilidades, es dado a imaginar lo peor, Miguel llegó a pensar que ella tal vez no quisiera contestarle, aunque no podía adivinar los motivos que la inducían a ello.
Por eso, cuando una tarde en que regresaba de uno de sus acostumbrados paseos, se encontró en su buzón la carta con el remite de Berta escrito en la parte superior de la solapa del sobre, su sorpresa, como era natural, no pudo ser más grande. Con indecible emoción, la cogió entre sus manos y, en lugar de abrirla en ese mismo instante, prefirió llevársela consigo a su piso sintiéndose poco menos que depositario de un trascendental secreto. Apenas hubo entrado en él, se dirigió de forma instintiva a su dormitorio, donde sentado al borde de la cama dio comienzo al ritual por el que había de leer por fin lo que Berta le escribía. Con letra que al principio no asoció con la que ella tendría, pues le pareció que era de un trazo algo menos seguro que el que él le hubiera atribuido, decía lo siguiente:

Querido Miguel:
Después de tantos años, yo nunca esperaba ya recibir noticias tuyas. Como comprenderás, estoy bastante sorprendida. Sin embargo, esos mismos años me han enseñado también que todo es posible en este mundo y que a veces las cosas suceden precisamente de manera imprevista. Hay muchas de ellas que ya han ocurrido y que abren casi un abismo entre nuestras vidas. No obstante, puedo asegurarte que me siento muy contenta de que me hayas escrito, pues siempre es grato y reconfortante recuperar a un buen amigo.
Espero, por eso, que nuestra relación no se interrumpa más. No dudes en volver a escribirme cuando lo consideres oportuno.
Un cariñoso saludo.
Berta.

No era una carta que incluyera importantes revelaciones, pero había algo en ella que a Miguel no dejaba de intrigarlo, ya que junto a un tono frío y demasiado formal, propio de quien prefiere mantener una prudente distancia, hallaba también evidentes muestras de afecto, propiciadas por el recuerdo de pasadas experiencias que los dos compartieran. Decía, en efecto, que se alegraba mucho de que se hubiera acordado de ella, y lo animaba además a que continuara escribiéndole, lo cual era una clara señal de la buena disposición que tenía, como asimismo se manifestaba en las fórmulas escogidas para el encabezamiento y la despedida, pues en vez de haber empleado otras más convencionales se había decantado por unas de un carácter más íntimo, o por lo menos eso creía entender Miguel cuando se ponía a reparar en ellas. Todo, por tanto, lo invitaba al optimismo, si bien no quería por ahora excederse demasiado en sus pretensiones, ya que éstas debían ajustarse después a la actitud que fuera descubriendo en Berta.
Sin embargo, aunque procuraba ser comedido, no conseguía mientras se preparaba la cena refrenar sus pensamientos, impulsados por la espontánea ilusión que por su mente pululaba, algo que en él era casi una costumbre incorregible, debido a su natural talante. Se veía ya sentado con Berta en un parque, charlando en armonioso diálogo sobre aquello que a los dos más interesara, tratando de rellenar ese vacío o ese abismo que el tiempo y la distancia habían abierto irremisiblemente entre ellos; y como no se conformaba con esta escena, imaginaba que luego paseaban cogidos de la mano por la ciudad, después de haber acordado que nunca más volverían a separarse, unidos por un mismo deseo de perpetuar el amor que ya antes se hubiesen confesado. Al llegar a este punto, sin embargo, como si hubiera sido el límite concedido a su desbocada fantasía, quiso retroceder de inmediato al momento presente, en el cual estaba, un momento que era mucho más esperanzador de lo que él jamás hubiera soñado. Cenó después lo que acababa de prepararse y, sin apenas dudarlo, se dirigió a la biblioteca para continuar la lectura del libro en el que a la sazón estaba enfrascado, convencido de que ésa era la mejor manera de aguardar lo que el destino había de depararle.
Se trataba de un conjunto de cuentos de diversa índole, género por el que cada vez sentía más curiosidad y afición, especialmente por lo que en él hallaba de dificultoso y por las grandes dotes de narrador que debía reunir quien se creyera capaz de dominarlo, como de hecho le ocurría a su juicio al autor de aquellos relatos, un escritor que había descubierto hacía poco y que por dedicarse mayormente a esta faceta literaria no era tan conocido como otros de excelso renombre y de más fácil éxito.
No leyó mucho aquella noche, un cuento tan sólo, en el que aparecía un hombre que se resistía a aceptar lo que la suerte le reservaba: acostumbrado a sufrir y a superar continuas pruebas, le resultaba extraño después que todo le fuera favorable, de modo que terminaría por no sentirse a gusto tampoco de esta manera. Casi sin querer, se vio retratado al momento en ese personaje, igual que cuando era pequeño se identificaba también en el cine con el que mejor representase sus intereses, con frecuencia con aquel que en un principio se encontraba en inferior posición con respecto a sus presuntos enemigos. Por eso, al leer ahora aquella historia, creyó por un instante que a él le pasaba lo mismo y que al final incluso se iba a ver atrapado igualmente por sus propios temores y prejuicios, como si él de alguna forma fuera el protagonista de una novela, un ente por tanto ficticio que había de seguir los dictados de su creador, el cual quizá determinaría que sus ilusiones no se realizasen.
Con estas peregrinas disquisiciones se durmió Miguel aquel día y, al siguiente, apenas se hubo levantado, después de un sueño no muy profundo del que sólo alcanzaba a retener vagos e inútiles retazos, decidió que sería bueno para él caminar un rato por la vega. Así que rápidamente se vistió y se puso en dirección hacia allí, esta vez sin la compañía de la perra, aunque bien ésta había intuido cuáles eran sus intenciones y había gemido repetidamente después al comprobar que no se la llevaba.
Más seguro que la noche anterior de lo que quería, Miguel procuraba que sus pensamientos no se dejaran arrastrar por desmesurados proyectos que lo alejaran de la prometedora realidad en la que estaba situado. Si antes Berta había sido tan sólo una imprecisa figura que apenas tenía consistencia en su memoria, ahora volvía a contar para él de una forma concreta e incontestable, pues se había reanudado entre ellos una comunicación que antes no existía y que podía ser continuada con toda probabilidad en el futuro.
Tal sentimiento de seguridad propició después que llegara a gozar plenamente de aquel estado en que se encontraba, una situación en la que curiosamente ya nada echase en falta para ser feliz, a pesar de que lo de Berta no era todavía sino una mera aspiración. No obstante, por raro que pareciera, no necesitaba que ésta se cumpliese, ya que se sentía totalmente realizado aquella mañana, embargado de un amor tan grande y al mismo tiempo tan delicado que el que pudiera inspirarle Berta quedaba absorbido o más bien transfigurado por él. Como era de esperar, a Miguel no le cupo duda de que volvía a ser aquello obra de Dios, pues desde hacía unos meses no había dejado de barruntar su alentadora presencia en muchas circunstancias de su vida.
Por eso, ahora que se adentraba ya en la vega, se le ofrecía todo como un regalo, dispuesto para que él lo disfrutase: el cielo azul, el sol que acababa de aparecer tras la muralla formidable de la sierra, el coro de montañas que se elevaban a su alrededor, el suave manto de colinas y de lomas cubiertas de viñedos y olivares que se extendía más abajo, los pueblos que se asentaban sobre ellas, la sucesión de cuadros y parcelas de labor, el maravilloso contraste de dimensiones y de tonos con que se presentaban en el paisaje..., todo era para él un espléndido regalo que Dios le hacía, envuelto además en el fino celofán que el aire de la mañana parecía prestarle. El sol derramaba ya su luz por tan amplio panorama, invadiéndolo como una ola que se creyese suspendida en su empuje, en su avance sereno sobre las formas y contornos que hallase a su paso, sobre las sombras deshechas de la noche, sobre los restos de penumbra de un amanecer cercano. Una luz anaranjada que por momentos brillaba más intensa o adquiría matices insospechados, imposibles de reproducir por ningún pincel o de evocar por insignificantes palabras. Una luz que regresase de lugares paradisíacos, cubiertos de una prístina belleza, como casi sugería el hermoso decorado por el que ahora Miguel tendía su vista.
El camino, tortuoso y lleno de baches causados por el rodar pesado de los tractores y de la maquinaria agrícola, serpeaba entre maizales y hazas sembradas de alfalfa, entre los que se recortaban también espacios de huerta cercados por firmes alambradas, al lado de pequeños cortijos y de casetas que en otro tiempo sirvieran para guardar los aperos del campo. Dispersos, aparecían algunos chopos como gráciles figuras que produjera igualmente aquella tierra, con sus verdes siluetas destacadas sobre el azul de la mañana. De vez en cuando un sonido fresco anunciaba el discurrir de una corriente de agua que por alguna acequia no muy lejana pasase.
A medida que Miguel avanzaba, iba teniendo a ratos la fugaz sensación de que él mismo formaba parte de aquello, o de que era acaso un elemento más integrado en el paisaje, en una naturaleza con la cual se sintiese confundido después de compartir con ella el secreto último que la hacía tan hermosa.
Tras una hora aproximada de camino, justo cuando llegaba al borde de una carretera por la que transitaban muchos vehículos, dio por bueno entonces emprender la vuelta, ya que dentro de poco empezaría a hacer calor en la vega y debido a ello la marcha podía acabar por resultarle bastante fatigosa. Además, no había aún desayunado, y ya comenzaba a notar algo de hambre.
Durante el regreso, en cambio, no experimentó los mismos sentimientos, sin duda porque tenía prisa por llegar y reponer las energías que había empleado en su larga caminata.
El resto de la jornada fue más normal, aun cuando a media tarde vio que era muy extraño lo que le sucedía y que por muchas ilusiones que tuviera las cosas después no rodarían como él en su deseo las soñaba. Las grandes diferencias que lo separaban de Berta, el enorme abismo que entre ellos mediaba, eran algo que presumía ya insalvable, por más que se afanara en evitarlo. Sí, ella era una mujer que se había forjado un brillante destino, y él, un pobre hombre que apenas había tenido oportunidades de formarse en la vida y que ahora sólo aspiraba a que ésta le fuera más amable o más tranquila que antes. Una mujer muy culta y emprendedora, ella; y un ser perdido y casi acabado, él, sin otro atractivo que el que pudiera desprenderse de su persona, el cual poco había de interesar a quienes estuviesen acostumbrados a valorar cuestiones mucho más importantes.
Por otro lado, el aspecto de ella, aunque no debía de ser esto algo que le preocupara demasiado, también se convertía entonces para él en un obstáculo, pues podía ser que hubiese cambiado bastante y que ya no le inspirase el mismo afecto que le hubiera inspirado en el pasado, un pasado tan lejano que casi se le figuraba como una época que no había sido la suya, o que no era él quien la hubiese vivido.
A la mañana siguiente, apenas hubo desayunado y planeado lo que iba a hacer ese día, pensó que todo lo anterior obedecía a una crisis pasajera, producida por la novedad que el contacto con Berta suponía en su situación; y después de razonar mejor sobre ello, se dijo que no podía volverse atrás y que no le quedaba más remedio que proseguir en aquella dirección que había tomado, a pesar de que en algunas ocasiones creyese que no estaba preparado para acometerla.
Más animado, pues, con tal razonamiento, resolvió dedicar parte del día a la lectura, con la cual tenía la intención de olvidarse un poco de las dudas e inseguridades que parecían amenazarlo. Leyó así tres cuentos de aquel libro en el que andaba interesado y, una vez que se dio por satisfecho, fue a asomarse al balcón para ver cómo se desarrollaba el día, al tiempo que le asaltaba la idea de que el amor volvía a hacerlo más egoísta, o quizá más aislado del resto del mundo: obsesionado con la persecución de su sueño, se desentendía de nuevo de lo que podía estar ocurriendo a sus semejantes; y tratando de preocuparse por ellos, se puso a mirar con atención los que en el parque a esa hora había, dos o tres personas tan sólo que caminaban en diferentes sentidos, todas de una edad indeterminada y de atributos que no lograba distinguir muy bien desde allí. Debía de hacer bastante calor, pues era ya la una y media y se apreciaba con facilidad que la atmósfera estaba algo cargada, dominada por una espesa calina que había ido acentuándose conforme avanzaba la mañana.
Un poco después comió y durmió la siesta, un tanto afectado por lo que allí fuera se respiraba; y como se viera más despejado, intentó escribir lo que buenamente le saliera, decidido a comprobar si estaba aún capacitado para ello; y la verdad es que no fue desdeñable lo que compuso, sobre todo si se tenía en cuenta que llevaba algún tiempo en el dique seco. Era, además, la primera vez que expresaba por escrito lo que sentía por alguien: lo hacía con un estilo algo afectado, influido posiblemente por los textos que sobre tal asunto había leído.
Por la noche, después de una breve salida, se animó a llamar por teléfono a Gonzalo. Le dijo que los dolores de cabeza habían remitido y, luego que él le hubo aconsejado que no se preocupara más de ellos, Miguel le comunicó que, tal como le sugiriera, le había escrito unas palabras a su hermana y que ella a su vez le había enviado una carta en la que de veras se alegraba mucho de aquello. Gonzalo entonces no vaciló en invitarlo para que fuera a comer a su casa y, para tal efecto, le detalló dónde vivía y acordó con él la fecha que sería más conveniente para esa nueva visita.




































9



No le había costado excesivo trabajo llegar a la casa de Gonzalo, en contra de las indicaciones con que éste lo había prevenido. Estaba situada en la falda de una colina, o casi ya en su cumbre, pues para acceder a ella había tenido que subir por una empinada cuesta. Al igual que otras que podían verse por allí, se hallaba rodeada de una alta tapia, de la que sobresalía un oscuro ramaje.
Cuando llegó, estaba Gonzalo esperándolo al lado del portón que servía de entrada a la finca. Una vez que pasaron al interior, quiso el anfitrión enseñarle los magníficos jardines que circundaban la vivienda. Delante de ella, se abría una especie de terraza, con una balaustrada de piedra desde la que se divisaba una hermosa panorámica de la ciudad, ante la que los dos se quedaron un momento embelesados, sobre todo él, que desconocía aquel paraje. Se trataba más bien de una amplia barriada, ubicada en torno a la carretera de la sierra y delimitada en uno de sus extremos por una franja verde de vega, un espacio que desde allí semejaba un mar o un lago de aguas refulgentes, recortado a la distancia sobre una línea irregular de edificios.
Un poco después entraron en el vestíbulo, un tanto pequeño en comparación con las dimensiones que presentaba el resto de la casa. Al otro lado de una puerta que daba paso a la cocina les aguardaban la mujer de Gonzalo y su hija menor, las dos muy sonrientes. Como debían de estar ya suficientemente informadas de su llegada, apenas tardaron en saludarlo con la familiaridad que el caso requería; y en vista del trato de que era objeto, él tampoco dudó en corresponder en el mismo tono, de manera que pronto se trabó entre ellos la necesaria confianza para que se creara a partir de entonces un clima amable y distendido.
Teresa, como así se llamaba la esposa, aparentaba ser una mujer muy elegante a pesar de que no había nada en ella que fuera artificial o postizo; y aunque debía de tener la misma edad que ellos, a quien no lo supiera podía hacer creer que era mucho más joven. Morena, con el pelo recogido en un moño, la cara un poco alargada, los ojos muy expresivos, la boca enmarcada entre los graciosos pliegues que al sonreír se le formaban junto a las comisuras de los labios, vestida sin ningún atildamiento, mostraba en todo un aspecto bastante agradable.
La hija, Teresita, como no había de ser menos, apuntaba ya a sus trece o catorce años las mismas maneras de su madre, si bien en ella todavía permanecían veladas por una inoportuna timidez de la que aún no había debido de zafarse.
Según le explicaron, el hijo mayor se había ido con unos amigos a pasar unos días en la playa. Igual que hiciera en la consulta, Gonzalo no desaprovechó el momento para ponderar sus enormes virtudes, atemperadas por la visión más prudente y mesurada de la madre, que tal vez no quería que se ensalzaran demasiado en presencia de la hija.
El día transcurrió, por lo demás, de una forma muy tranquila. En la sobremesa, en contra de lo que Miguel hubiera imaginado, se convirtió él casi de improviso en el verdadero protagonista, ya que después de que confesara su afición a la literatura todos estaban interesados en que les hablara con más detenimiento de ella, como si hubieran descubierto en él un tesoro que afanosamente anduvieran buscando.
Animado siempre por ellos, les contó que hacía ya algún tiempo que leía con cierta frecuencia y que eso le había permitido cambiar en gran medida los pensamientos y las ideas que antes tuviera; y preguntado luego por Teresa, se puso a desvelarles cuáles eran los autores y obras que mejor se adaptaban a su gusto o que consideraba a su juicio más importantes, y, como era lógico, empezó por destacar que en el campo de la novela, aunque pareciera ya un lugar muy trillado, ocupaba un puesto preeminente el creador de don Quijote y Sancho Panza, personajes por los que además había llegado a sentir una auténtica devoción, acrecentada con las continuas reflexiones que le había dado por realizar después sobre sus divertidas y singulares aventuras; y como viera Miguel que hablaba con soltura y que los otros atendían con curiosidad a lo que les decía, pasó luego a opinar acerca de escritores posteriores que tenía también por imprescindibles, descubiertos por él en su ávido afán por conocer nuevos libros. Casi sin esperarlo, se encontraba, pues, con una cualidad o con una dedicación que a otras personas resultaba atractiva, comprobando así que no había estimado antes demasiado lo que en él era ya una consabida costumbre.
Gonzalo, que había permanecido casi en silencio durante todo el rato, acabó por admitir que su experiencia como lector se reducía prácticamente a lo que le obligaba su profesión y que bien echaba en falta una literatura que lo distrajera de sus ocupaciones médicas, ante lo que su mujer halló un buen motivo para recomendárselo encarecidamente, pues ella, que no alcanzaba a leer tanto como Miguel, juzgaba que era para todos un deber hacerlo, más aún si se quería evitar que la mente se empobreciera con las tediosas cosas que acontecían a diario.
Sin dejar de sorprenderse por esto, él se animó entonces a revelar que también había intentado ejercitarse con la pluma y que, aunque no creía que tuviese gran valor lo que componía, le había servido al menos para dar rienda suelta a su imaginación y para expresar de un modo más artístico o más emotivo lo que sentía. Admirada, Teresa elogió mucho esta otra afición y le pidió que en la próxima ocasión en que se vieran les dejara leer algo de lo que él escribía. Gonzalo, por su parte, dijo que podía encontrar ahora algún empleo que estuviera relacionado con ello y, como si lo hubiera ya previsto con antelación, le sugirió que volviera a contactar con Berta para referirle su caso, pues ella conocía a mucha gente y era muy probable que lo recomendara en alguna editorial en la que él pudiera ejercer el trabajo que realmente le gustase y que tal vez más se adaptara a sus condiciones. “Nunca es tarde para nada si uno dispone como tú de las suficientes ganas para intentarlo”, lo alentó al tiempo que le daba una palmada en una de sus rodillas. “No lo sé”, musitó Miguel sin terminar de convencerse de lo que el amigo gentilmente le proponía. “En una editorial hay muchos tipos de funciones o de encargos, yo creo”, continuó éste discurriendo sobre el motivo anterior con tal interés que casi había de creerse que era de él mismo de quien hablaba. “Incluso podrías publicar alguna obra tuya”, se atrevió a aventurar en ese momento Teresa, aprovechando que el marido estaba empeñado en explotar aquella idea. Sonrió esta vez Miguel ante la desproporcionada fe que tenían ellos en sus posibilidades, ya que en este asunto de sus veleidades literarias no solía ser tan proclive a la ensoñación como en otros, quizá por cierto complejo de inferioridad nacido de su falta de titulaciones y de créditos académicos que lo indujeran a pensar que él poseía las mismas capacidades que los demás.
No obstante, aquella tarde se vio más estimulado con la dosis de optimismo que los elogios y las propuestas de Teresa y de Gonzalo acababan reportándole; y como estaba aquello de algún modo relacionado con lo que entonces más le obsesionaba, no pudo evitar luego sentirse halagado por la idea de que a Berta también habían de sorprender y de gustar sus ocupaciones actuales, mientras ellos ya comenzaban a hablar de otros temas que apenas le resultaban interesantes.
Después de tomar café, salieron Gonzalo y él a la terraza y, como habían hecho al principio, se acercaron a la balaustrada para contemplar el paisaje, que a aquella hora parecía sumido en una vaga somnolencia. En primer término, se veía una serie de tejados y blancos tapiales que se sucedían y amontonaban en apretado descenso, junto a manchas de gráciles frondas que se intercalaban entre ellos y hacían más variado y atractivo el conjunto. Más allá, una línea imprecisa de edificios marcaba el inicio de un segundo término, en el que los contornos y colores aparecían más indefinidos por efecto de la luz que entonces los envolvía, como si pertenecieran a un mosaico en el apenas se apreciase la división de sus partes, en el cual todo tendiese a mezclarse y a fundirse. A lo lejos la vega era un espejo de brillos acerados, un espejo que se hundía en la paz de las distancias.
Una hora más tarde Miguel se iba de allí, no sin antes haberse despedido de todos con sinceras promesas de que volvería de vez en cuando a hacerles una visita, en respuesta a los agasajos y ofrecimientos que ellos no habían cesado de procurarle.
En su mente, abriéndose paso entre recuerdos y diversas consideraciones que se le ocurrían acerca de aquel día, fue apuntando desde entonces con más insistencia la posibilidad de un nuevo contacto con Berta, sugerido otra vez por Gonzalo, quien seguramente se lo había propuesto sin ninguna intención especial. Bajo el pretexto de que reunía una vasta experiencia en asuntos de tipo empresarial, pensaba, en efecto, escribirle una carta en que le refiriera pormenorizadamente cómo se había ido aficionando a la literatura por si ella tenía a bien algún modo de ayudarle. De varias maneras llegó a pergeñar en su imaginación tan prometedora misiva, hasta que a eso de las doce de la noche, poco antes de acostarse, como un deber que no pudiera eludir, se decidió por fin a redactarla. Lo hizo empleando una forma un poco recargada, quizá porque el tema así lo requería, de lo que se alegró luego bastante, pues así demostraba a Berta que era verdad lo que le decía, sobre todo después de que se hubiese atrevido a contarle que a él también le había dado por escribir sus propios textos. Emocionado, volvía a figurarse lo que ella pensaría, el efecto que había de causarle tan refinado menester, muy diferente tal vez de los que hasta ese momento le hubiera atribuido.
Pasó, sin embargo, mucho tiempo antes de que ella le respondiera, por lo que Miguel comenzó a temer que no le hubiese gustado el contenido de la carta o que hubiera encontrado en él algo que juzgase indecoroso, posiblemente el excesivo interés que manifestaba en mostrar los méritos que ahora lo avalaban, o quizá la pretensión final de que le buscase un empleo a su medida, descubierta con fingida timidez a modo de sugerencia.
Al cabo de tres semanas, creyó que ya nunca le contestaría, y, muy abatido, imaginó lo peor, que ella, guiada por su instinto femenino, hubiese reparado en sus verdaderas intenciones y no quisiese proseguir aquella relación, demorando la respuesta que tenía que darle para que él cayese en la cuenta de cuál era su postura, o más bien el límite de la amistad que entre los dos pudiera existir. Sí, quizá era eso lo que ella procuraba, se decía una vez y otra cuando pensaba en aquello, hasta el punto de que casi se estaba convirtiendo en una obsesión, si no lo había sido ya desde que se iniciara aquel proceso.
Tratando de hallar consuelo, un día volvió a entrar en una iglesia para pedirle a Dios que se lo concediera; y después de rezarle y de rogarle de rodillas durante un rato que lo auxiliara en la necesidad que entonces tanto lo agobiaba, no logró experimentar nada especial que lo aliviara de ella, como tampoco vio con claridad el camino que debía seguir para escapar de esa situación o para encontrar una nueva vía que lo condujera a la solución de su conflicto, si es que por tal había de tenerlo.
Sin embargo, unos instantes después de haber salido de la iglesia, comenzó a sentir algo que no había sentido antes, algo que afloraba en su interior sin ninguna dificultad y que lo animaba a continuar amando a todas las personas que tuviese a su lado, a todas las personas con las que coincidiera aquel día, cualesquiera que fuesen sus condiciones o los objetivos o metas que persiguiesen. Era así, amando, como conseguía ver la realidad de otra manera, con una ilusión o una fe con las que antes no contaba, tal vez porque estuviesen confinadas en algún lugar de su mente.
Disuelta en aquel amor sin nombre, en aquella pasión indefinida, sin un objeto concreto en que cristalizarse, la figura de Berta quedaba un tanto borrosa, como si se hubiera reducido a su esencia primigenia, a su valor de fuerza espiritual, de impulso oculto y sostenido, como un germen de lo que había de ser su felicidad futura, o de la dicha de la que ya gozaba en el presente. No le importaba, pues, que ella, Berta, cobrase ahora la forma con que semejaba alejársele, la de una mujer totalmente ajena a su vida que a buen seguro había optado por emprender un rumbo independiente, en el que él no tendría ningún derecho a inmiscuirse. Ésa sería, en fin, la imagen real de ella, porque la otra, la que dentro de él tomaba cada vez más consistencia, era la de un ser vuelto a su condición de invisibilidad o de espíritu latente en las cosas, en todo lo que Miguel admiraba en la gente con que en efecto coincidía, en los gestos o en las palabras que de ella casualmente escuchaba, en el ritmo de actividades y de tareas que en torno a él se desenvolvía en aquel cálido y lento atardecer de agosto, en los ruidos incluso que lo acompañaban, algunos muy desagradables... Pensaba en ella ante la belleza de un sol poniente, derramada en oros y carmines que se vertían entre edificios y paseos arbolados, ante el misterio insomne de la noche, incubado en lejanísimas constelaciones de astros que indefectiblemente le hacían concluir que habían debido de ser creados por Dios.
La verdad es que vivió más reconfortado durante algunos días, sin que en ningún instante se viera amenazado por aquellas crisis de ánimo que otrora solían conturbarlo. Esta vez fue capaz de resistir tentaciones, amparado por la seguridad que dentro de él naciera. Una tarde, además, recibió la visita inesperada de su amigo Sebastián, la cual fue un buen motivo para confirmar la voluntad de entrega y generosidad que por entonces lo movía. Sin embargo, igual que ocurriera en anteriores ocasiones, fue el otro en definitiva quien se le entregó con su particular llaneza y simpatía, ante las que Miguel no pudo por menos de mostrarse de similar manera, en correspondencia con lo que su divertido interlocutor le ofrecía. De ese talante abierto y comprensivo de Sebastián le quedó a él un renovado propósito de confiar en sus posibilidades, un concienzudo afán por mantener viva la esperanza en lo que ellas pudieran al fin depararle, por más que a veces pareciera que no iban a cumplirse o que turbias asechanzas se cernían sobre su futuro. “La felicidad es un engaño le había dicho Sebastián aquella misma tarde: lo único que realmente existe es el intento por conseguirla, el deseo de conquistarla; por eso, tú nunca cedas en tu empeño, procura tener la mente siempre ocupada en algo por lo que merezca la pena soñar”

































III

“Dejando, pues, vuestra antigua conducta, despojados del hombre viejo, viciado por las concupiscencias seductoras, renovaos en el espíritu de vuestra mente y vestíos del hombre nuevo, creado según Dios en justicia y santidad verdaderas”. San Pablo, Carta a los efesios, IV, 22-24




















1



A finales de septiembre el tiempo cambió bastante, pues había empezado a hacer un poco de frío por las noches y los días habían adquirido un cariz distinto.
Lo mismo que el tiempo, la vida de Miguel había experimentado recientemente un giro imprevisto, de modo que apenas podía dar crédito a lo que le ocurría, sobre todo porque los hechos se habían precipitado de una forma demasiado brusca.
Cuando menos lo esperaba, había recibido, en efecto, la ansiada carta de Berta, en la que al fin respondía a la que él le mandara con tanta ilusión a primeros de agosto; y lo cierto es que nada hacía presagiar en ella lo que después iba a acontecerle, ya que se limitaba a confesarle que volvía a sentirse sorprendida de lo que le había contado, pero que veía muy difícil que pudiera ayudarle a encontrar el empleo que él parecía estar buscando, de lo cual se lamentaba de veras, pues no quería en absoluto contrariarlo.
Luego él, en un acceso de impúdico arrebato, le escribió de nuevo contándole más por extenso su caso, haciendo especial hincapié en las circunstancias en las que entonces vivía, deseoso de que ella las tuviera en cuenta en una futura relación que entre los dos surgiese. Fue una decisión un tanto arriesgada la suya porque podía despertar en Berta un cierto recelo que le impidiese ponerse en contacto otra vez con él.
Al cabo de una semana, en una breve esquela que ella quiso remitirle, le anunció que próximamente iba a pasar con los hijos unos días en casa de su hermano y que pensaba aprovechar esa oportunidad para saludarlo. Por supuesto, la sorpresa que se llevó Miguel fue muy grande, hasta el extremo de que casi creyó que no era verdad lo que le estaba sucediendo. De hecho, su existencia pareció que entraba desde entonces en una extraña dimensión, en la que él prácticamente se había convertido en un sujeto indefenso, un sujeto incapaz de controlar sus emociones, embargado por el poso de dicha o de felicidad anticipada que ellas iban acumulando en su corazón.
Asistió al transcurso de aquellos días sin una voluntad determinada, dominado a veces por una repentina impaciencia que no lo dejaba concentrase en nada concreto. Cuando más tranquilo estaba, se ponía a leer un rato, si bien todo le hacía recordar el encuentro anunciado y ya no podía dedicarse a otra cosa que a imaginar cómo habría de producirse. Se veía, por tanto, delante de Berta, hablando o paseando por cualquier sitio con ella, igual que se había visto cuando le daba por soñar en sucesos que aún eran muy improbables. No obstante, había algo en estos momentos que no le permitía avanzar más allá de tal escena, puede que porque en ellos le concediese a Berta un protagonismo que antes no tenía, ante el que él no lograba por consiguiente acertar lo que ella en realidad había de decir o de hacer en ese caso.
A finales de septiembre, efectivamente, el tiempo se había vuelto más tornadizo, con atardeceres de luces sonrosadas que a Miguel le hubiera agradado mucho contemplar otras veces. El ambiente de la ciudad también había cambiado: se percibía ya en los movimientos y agitaciones de la gente el inicio de un nuevo curso escolar, el principio de una temporada para la que había que prepararse y acostumbrarse de diferentes maneras.
Por eso, ahora que esperaba a Berta en la cafetería donde se había citado con ella por teléfono, aguardaba con enorme expectación y cierto nerviosismo su llegada. Como le anunciara, había venido con sus hijos a visitar al hermano, y, aprovechando que estaba allí, había buscado su número en la guía y lo había llamado para verse con él y tratar de recuperar así una vieja amistad que a los dos tanto parecía haberlos unido en el pasado. Le explicó que, como sus hijos eran ya mayorcitos, se iban a quedar en casa de Gonzalo para que ella acudiera con más tranquilidad a la cita, sobre la cual se acordaría después por ambas partes que se efectuara a las cinco de la tarde en aquella cafetería donde él estaba ya instalado, una de las más conocidas y lujosas, por cierto, de la ciudad. Su voz le había resultado un tanto rara por teléfono, aunque era pronunciada sin duda con la misma fuerza y seguridad que antes, sin ninguna fisura o titubeo por el que se pudiera colegir que no tenía claro lo que decía o que vacilaba a última hora sobre ello. Eran ya las cinco y diez cuando Miguel empezaba a impacientarse, apostado a unos metros de una de las puertas de aquel local, a la espera de que ella al fin apareciera. Se había quedado a una prudente distancia del mostrador para que los camareros advirtieran que aún no se proponía tomar nada y para que tampoco se molestaran así en preguntárselo. Cualquiera que lo hubiese visto, no obstante, habría podido adivinar con facilidad de qué situación se trataba, ya que a pesar de sus precauciones no paraba de mirar a un lado y a otro con evidente inquietud; a veces incluso se acercaba a la puerta de cristal para echar una rápida ojeada a la calle, pendiente de lo que en ésta pudiese ocurrir, de un hecho que dentro de poco habría de producirse, un suceso presentido o quizá anunciado que fuese a cambiar de alguna manera el curso de su existencia. Se le veía nervioso, con la mirada algo esquiva, sugestionada por aquello que él bien sabía que le podía sobrevenir, tal vez un encuentro acordado con alguien importante, o con una persona con la que antes hubiese estado vinculado, una persona que posiblemente no hubiese visto desde hacía muchos años..., como así se confirmó cuando llegó ella, un poco precipitada por haberle hecho esperar varios minutos. Al instante él se le acercó con una breve sonrisa en los labios, completamente seguro de que no se equivocaba, de que era ella la mujer con la que se había citado, la mujer con la que soñara tantas veces y que ahora se le presentaba en su forma real, no muy diferente del modelo que antes se hubiera forjado, pues no tardó en reconocer en ella un eco o un reflejo muy claro de la adolescente que él había tratado en otro tiempo y que se le había vuelto a aparecer por casualidad en una vieja fotografía de entonces, en la que ella posaba con la misma naturalidad y alegría que había tenido siempre, con la misma naturalidad y alegría con que en ese momento se dirigía de nuevo a él para saludarlo, para reanudar una conversación que había debido de interrumpirse en un punto ya muy lejano que ninguno de los dos seguramente ya recordase.
Después de intercambiar algunas frases de mutua y desinteresada complacencia, pasaron al salón que había detrás de una reja para tomar el café que habían convenido. Aunque no se hallaban allí muchos clientes, se sentaron a una mesa del fondo para poder hablar así con más calma. Fue en realidad Berta quien lo determinara, movida por su conocida capacidad de resolución. Mientras acaban de acomodarse en ese sitio, iba comprobando Miguel que aún conservaba aquel aire sonriente que a él tanto lo hubiera atraído, y que aunque en un principio creyera lo contrario daba la impresión de que la edad apenas hubiese hecho mella en su cara, si no era acaso porque ésta resultaba un poco más gruesa y arrugada que antes, con las cejas algo más apartadas por efecto de los cuidados que debía de procurarse. El pelo, como era natural, había variado bastante, ya que ahora no lo llevaba tan largo y lucían en él unas mechas rubias con las que posiblemente trataba de disimular sus primeras canas. Vestía un conjunto azul muy elegante, combinado con una blusa de una tonalidad más clara.
Una vez que les hubieron servido el café, se pusieron a hablar mientras se lo tomaban de asuntos más íntimos después de haber abordado otros de carácter cotidiano o familiar con los que pretendieran dar a conocer las circunstancias que los rodeaban. Como siempre, había sido ella la que más abundó en detalles sobre la situación profesional que atravesaba y sobre los estudios y aptitudes de sus hijos, de los que aseguró que no podía tener ninguna queja. Se mostraba muy segura, sin que en ningún momento se advirtiera un resto del dolor o de las tribulaciones que habría padecido a raíz de la repentina desaparición del marido, a la que tampoco parecía querer aludir a lo largo de la conversación. Todo en ella era, no obstante, comprensible y razonable, puesto que su comportamiento así lo hacía entender, de una forma que no tardaba en ser bien acogida por su interlocutor, en este caso un interlocutor demasiado impresionado por la facilidad con que se estaban desarrollando los hechos.
“Mi mayor meta en la vida consiste en darles un buen ejemplo a mis hijos: ésa sería mi mejor herencia, mi legado más apreciado, que ellos hubieran estimado en mí ante todas las cosas la honradez y el denuedo con que yo siempre me habría entregado a mi trabajo”, le confesó a Miguel sin apartar la vista de la taza del café que se estaba tomando, con una seriedad que para él resultaba de algún modo desconocida. “Sí, es eso lo que yo más admiro en las personas, la capacidad que tengan para entregarse a lo que hacen, al oficio que hayan escogido o al empleo para el que hayan sido convocados”, añadió luego desviando con lentitud la mirada hacia Miguel, antes de tomar un breve sorbo de café y de limpiar después con una servilleta la mancha de carmín que había quedado dibujada en el borde de la taza. Ante aquella confesión, él no tenía más remedio que revelar a su vez qué es lo que más valoraba en la vida; pero cuando ya se disponía a manifestar lo que últimamente pensaba acerca de ella, terminó por decir con ironía que él debía ser la excepción que confirmase su regla, ya que en la actualidad no desempeñaba ningún trabajo. Berta lo miró entonces como abstraída, y, guiada quizá por una súbita inspiración, sonrió al replicar que sí, que lo excluía de sus consideraciones anteriores, que le concedía un privilegio extraordinario por el cual estaba exento de realizar cualquier tarea; y sin abandonar aquel tema, agregó con la misma seriedad de antes que su caso era muy diferente, pues a ella no se le olvidaba cómo había sido capaz de sacrificarse y de renunciar tal vez a una carrera universitaria para hacerse cargo de la tienda de su padre, precisamente a una edad en la que otros disfrutaban de ciertas ventajas que para él ya estaban poco menos que prohibidas. “Por eso harás muy bien ahora dedicándote a lo que más te guste”, concluyó recuperando por fin su amable sonrisa. Aunque había apurado ya su café, aquellas palabras desconcertaron tanto a Miguel que no se acordó de ello y volvió a coger la taza con ganas de tomar un nuevo sorbo; pero al ver que estaba vacía, se quedó con ella en las manos como si mostrase un trofeo, gesto que no fue desapercibido por Berta y que le causó una risa instintiva que también hubo de contagiarse en seguida a él.
Esto sirvió para que a partir de entonces se trataran si cabe con más confianza. Sin ningún asomo de hipocresía o de falsa condescendencia, ella alabó el talento que había tenido para romper con su pasado y para aficionarse a algo tan enriquecedor y productivo como la literatura, a la que como buena lectora que había sido en su etapa de periodista consideraba sin lugar a dudas como una de las más elevadas y dignas ocupaciones del ser humano. Lo dijo así, de un modo bastante entusiasta, sin miedo a caer en vanos y pedantes virtuosismos, de los que siempre la salvaban la sinceridad y la fe que ponía en sus intervenciones. Miguel le contó de nuevo todo lo que hacía, las obras más importantes que había leído en los últimos años, los razonamientos y reflexiones que de ellas podían deducirse, los textos que él mismo había compuesto, algunos más logrados que otros, aunque todavía no se los había enseñado a nadie. Como era de esperar, Berta le pidió que algún día se los dejara, si no suponía para él ningún inconveniente. Miguel admitió que siempre conllevaba un poco de esfuerzo desvelar las intimidades a alguien, pero que a ella no podría negárselo y que además estaría de veras encantado con que las conociera. Berta le preguntó de qué solía tratar lo que escribía, y, algo azorado, le explicó que lo hacía sin ningún plan previo, por pura voluntad de expresar sus emociones o de construir su propio mundo imaginario. Muy satisfecha con la respuesta, quiso saber luego si no había pensado nunca en publicar nada y, antes de que le contestase, informó que era una labor muy complicada, ya que las grandes editoriales tenían por costumbre cerrar sus puertas a los que empezaban, confiadas únicamente en los beneficios que habían de proporcionarles los autores ya consagrados. “Ante esto a uno no le queda otro recurso que buscarse la vida en empresas más modestas aclaró después sin dejar de mirarlo, con las cuales firma un contrato por el que se compromete a sufragar la mitad o más de la edición a cambio de recibir un número determinado de ejemplares que puede disponer para su venta. Es una de las pocas salidas que a uno se le ofrecen, te lo digo yo, que a veces me relaciono con gente que algún contacto ha tenido con el mundo editorial o que sabe por lo menos cómo funciona o cuáles son los principios que lo rigen. Sin embargo, no conozco a nadie que ocupe un puesto importante en él. Por eso te decía en la carta que era muy difícil que pudiera hacer algo por ti”. Miguel dijo que no se preocupase, que entendía perfectamente lo que pasaba y que de todas maneras le estaba muy agradecido. Berta sonrió antes de observar que era demasiado educado y que, si no le importaba, ella intentaría ayudarle a publicar lo que quisiera o a encontrar quizá un trabajo vinculado con la literatura. Conmovido, Miguel repuso que aún veía muy lejos esa posibilidad, ante lo que su intrépida amiga no vaciló en afirmar que nada había inalcanzable si uno perseveraba, o si uno se proponía explotar al máximo sus facultades; y cuando ya iba a expresar sus naturales prevenciones, ella se le adelantó otra vez para decirle que no sería descabellado que montara su propia editorial, igual que otros menos preparados se atrevían a hacerlo, para lo cual nunca dejaría de contar con su incondicional ayuda. “Tú lo ves todo muy fácil”, objetó él. “Estoy acostumbrada a enfrentarme a empresas de gran envergadura”, replicó ella al instante.
Después sobrevino una pausa en la que los dos parecían meditar sobre aquel inusitado proyecto, una pausa que se hizo demasiado larga y que cada cual intentó resolver a su modo, con lo primero que se les ocurría en ese momento, estuviera o no relacionado con lo anterior, de tal manera que vinieron a coincidir en sus voces, dando lugar a una nueva situación graciosa. A instancias de él, fue Berta quien entre risas dijo por fin lo que no había podido decir antes, que en la literatura actual había temas y estilos que eran más aceptados que otros y que casi siempre se preferían aquellos que iban a interesar a un mayor número de lectores. “Lo cual es para mí un error, ya que poco ha de valer lo que gusta a una mayoría, o eso entiendo yo, que me precio algo de conocer lo que de bueno o de auténtico hay en la literatura”, comentó Miguel tratando de mantener un tono más serio, en consonancia con lo que decía. Ella destacó que no era ésa su opinión, sino la que prevalecía en la cultura y en la sociedad contemporáneas, demasiado apegadas a los valores materiales y a la posible rentabilidad de los productos y objetos que en ellas se crearan. “Digo esto, como comprenderás, porque yo misma me veo implicada en ese proceso se justificó después, disipada ya la huella de la risa anterior que había quedado esbozada en su rostro, un proceso al que sin embargo me resisto a doblegarme a pesar de los recelos que una actitud como la mía despierta o incluso de las trabas que por lo común tengo que afrontar; pero yo estoy muy segura de lo que quiero, y no pienso de ningún modo a renunciar a mis principios por un puñado más de dinero o por cualquier otra recompensa que se me ofrezca. Me podrán decir acaso que soy una ilusa o que es un despropósito lo que intento, como ya más de una vez de mí han dicho; pero yo no voy a cambiar por eso de conducta ni a ceder tampoco un ápice en mis pretensiones, porque como te decía sé muy bien lo que quiero y tengo muy claro por lo que lucho”. “Estamos de acuerdo, entonces”, concluyó él satisfecho. “Por caminos diferentes hemos venido a coincidir en el mismo punto”, apostilló ella. “Un punto de encuentro”, remató él con gesto aún más seguro.
“Por esa razón tú debes escribir lo que más te guste”, aconsejó Berta después de otra pausa, de menos duración que la que antes se produjera. “Piensa en la obra que tú desearías leer, que a ti te gustaría hallar como lector, y escríbela”, añadió mirándolo con decisión a los ojos, con manifiesta intención de contagiarle el optimismo que de los suyos ahora irradiaba; y como si después de aquella intervención ya no tuvieran nada más que decir sobre tal asunto, se quedaron los dos un momento en silencio, sin saber de qué modo podían retomarlo, incapaces de vislumbrar de qué habría de tratar esa proyectada obra que al ingenio de Miguel ella encomendaba. Al final resolvieron que habían estado allí un buen rato y que lo que más les apetecía entonces era dar un paseo.
Luego que hubieron pagado y salido de la cafetería, se encaminaron sin ningún propósito deliberado por la primera calle que hallaron a su paso, una de las más concurridas y animadas a esa hora, llena por todas partes de tiendas y de comercios por los que no paraban de moverse muchas personas, la mayoría de ellas con bolsas en las que llevaban los productos que hubiesen comprado. El contacto con aquella gente volvió a suscitar en Miguel los sentimientos de otras veces, sentimientos de fraternidad que ahora se veían acentuados o tal vez mezclados y confundidos con los que la compañía de Berta le sugería. Henchido de emoción, dejaba que fuera ella quien le hablara, quien le refiriera todo lo que se le ocurría en esos instantes acerca de lo que iban viendo o de los recuerdos que a su memoria de improviso llegaban, convocados por las mismas sensaciones que estaba experimentando durante aquel paseo. La oía decir que algunas cosas no habían cambiado, que eran exactamente idénticas a las que ella recordaba, que el tiempo a veces parecía que no avanzase... Miguel mientras tanto asentía, hipnotizado por el ritmo y la cadencia con que aquellas palabras acudían a sus oídos, pronunciadas con un timbre de voz que ya no le resultaba nada extraño, como si hubiera recuperado felizmente el acento que siempre hubiese tenido, despojado al fin de las impurezas que los años y las circunstancias que ellos arrastraban hubiesen arrojado sobre él.
Casi sin darse cuenta, desembocaron en una plaza que había al final de la calle, una plaza más bien pequeña, poblada de árboles centenarios, con una fuente en medio que rodeaba una verja antigua. En lugar de cruzarla, torcieron a la izquierda y tomaron otra calle muy parecida a la que habían dejado, repleta asimismo de tiendas de diverso género. Por iniciativa de ella, entraron en una de ropa que se encontraba casi al comienzo, cosa rara en él, que pocas veces pisaba esta clase de locales, por lo que siempre había mostrado cierta aversión. Sin embargo, aquel día no tuvo reparo en hacerlo, sino que lo vio incluso como algo natural, propio del carácter femenino, al que debía corresponder con justa deferencia, como así comprendió quizá Berta por el modo en que le sonrió al notar su buena predisposición. Estuvieron poco tiempo allí, el suficiente para que ella realizase un rápido repaso a algunas de las prendas que en estantes y percheros se ofrecían.
Fue entonces, al salir de la tienda, cuando Miguel tuvo una súbita corazonada: al ver que coincidían en los mismos intereses y posiblemente también en los mismos gustos e intenciones y que una oleada de cariño los invadía y embargaba a los dos cada vez que sus ojos volvían a encontrarse, pensó que iba a llegar pronto el momento en que se dieran el primer beso como una forma de refrendar o de sellar lo que dentro de ellos sentían. Se creía además en el deber de tomar la iniciativa, por mera necesidad de confirmar sus intuiciones, y sin temor a equivocarse sabía que en cualquier instante habría de hacerlo..., tendría que acercarse a ella e inclinar un poco la cara para que advirtiera entonces lo que quería, quizá en una de las continuas paradas que realizaban en su paseo, ante un simple escaparate o en un cruce en el que no supiesen qué dirección seguir, en medio de centenares de personas que no conocían y con las cuales sin embargo confraternizaban, envueltos en una atmósfera mágica, en un halo de irrealidad y de dicha innombrable que para ellos solamente estuviese reservado, cuando el crepúsculo dejaba la ciudad sumida en un vago y misterioso sueño, bajo un cielo que se iba tornando de un color violeta.
Al pasar por delante de un bar, ella recordó de pronto algo que en él antaño sucediera, perdido para Miguel entre una nube de lejanas experiencias que de vez en cuando se agolpaban en su memoria. “Un día estuvimos aquí reunidos dijo señalando con la mano. No sé si te acuerdas. Sería poco antes de que muriera tu padre, pues tú regresabas de la facultad con un compañero y yo estaba ya dentro con un grupo de amigas. Acabábamos de salir de clase y nos apetecía tomar unas cervezas y, como era éste un bar muy frecuentado por universitarios mayores que nosotras que acudían sobre todo a comer bocadillos, habíamos decidido entrar también por si teníamos la suerte de coincidir con algunos y, mira por dónde, fuiste tú quien nos saliste al encuentro, aunque la verdad es que no conversamos demasiado aquel día, porque tú entonces eras bastante tímido y yo permití que te fueras pronto al ver que te resultaba muy embarazoso tener que relacionarte con tantas chicas”. Hubo de reconocer Miguel que casi había olvidado aquel episodio por el rubor que le causaba constatar que no se había comportado entonces como él hubiera deseado, precisamente por esa facilidad de que dispone la mente para sepultar en el olvido lo que no parece muy grato o conveniente para ella. Sin embargo, apenas se lo hubo contado ella, le vino de inmediato a la cabeza la referida escena, en la que efectivamente se encontró sin esperarlo con Berta en aquel bar, quizá una de las últimas veces en que tuvieron la oportunidad de verse antes de que dejaran de tratarse. A Miguel no pudo por menos de sorprenderle que Berta todavía recordase con tanto detalle lo que ocurriera en aquella ocasión, algo que sin duda debía ser muy revelador de lo que ella comenzaba a sentir por él entonces, algo que no fue capaz de descubrir por la torpeza o por los prejuicios que tanto lo limitaban. “Ahora que lo dices, empiezo a acordarme de aquello”, murmuró después, sin atreverse a confesar lo que realmente pensaba.
Como no podía ser de otra manera, se pusieron luego a rememorar cosas pasadas, hallando en tal actividad un nuevo motivo para que sus voluntades e inquietudes volvieran a acercarse. En sus palabras, en sus gestos, en el brillo de sus ojos, no cesaba de advertir Miguel el creciente entusiasmo con que ella se entregaba a aquel recuento, al cual él contribuía con alguna frase en la que evocara una situación o una experiencia que los dos compartieran o de la que hubieran sido privilegiados testigos. “Aunque no lo parezca, yo soy muy romántica: me gusta muchas veces dejarme arrastrar por los sentimientos, sobre todo cuando me vuelvo melancólica o nostálgica como ahora, o también cuando encuentro a mi alrededor algún motivo o circunstancia que me conmueva..., no sé, un gesto de amistad o de confianza en el prójimo a lo mejor, o una palabra de alguien”, había dicho ella al término de una de aquellas emocionadas evocaciones, mientras él se esforzaba en averiguar el sentido último de aquello.
Sin embargo, era ya muy tarde, y Berta de repente anunció que tenía que irse. Al momento Miguel se ofreció para acompañarla, pero ella se negó a que lo hiciera aduciendo que la casa del hermano estaba muy lejos y que luego había de regresar él solo. Prefería tomar un taxi, en el cual no debía de tardar más de diez o quince minutos en llegar hasta allí.
Mientras se dirigían a la parada de taxis más próxima, la idea de aquel primer beso comenzaba a parecer más improbable, aun cuando había estado a punto de que se cumpliera, propiciada por un descuido en que se hubieran visto mutuamente atraídos, presas de un destino del que ya no pudieran escapar de ninguna forma.
Alentado por su gentil sonrisa, por la manera tan cariñosa y tan dulce con que a veces lo miraba, para entretener un poco la marcha, Miguel se animó a contarle que había pasado una mala etapa en la que se había sentido muy solo y muy desamparado, una etapa oscura y difícil en la que había perdido por completo la confianza en sus semejantes y de la que había salido a su juicio casi por milagro, porque también habría podido suceder que hubiera quedado en ella definitivamente atrapado, sumido en una crisis profunda de la que jamás hubiese logrado recuperarse, ya que en aquel tiempo no contaba con ninguna clase de ayuda ni él tampoco se dejaba aconsejar o asistir por nadie. Dijo que se sentía así como si hubiera vuelto a la vida, tal como recordaba haber oído alguna vez que refería una epístola de San Pablo, aquella en la que el apóstol exhorta a todos a morir al hombre viejo para poder resucitar después al hombre nuevo, si bien quizá se basaba en unos motivos o en unos factores muy diferentes de los que a él tanto habían condicionado. Impresionada por esta última revelación, a Berta no se le ocurrió otra cosa que decir que también ella se había sentido profundamente renovada aquella tarde, justo cuando ya se acercaban a la parada de los taxis, donde no tardó en solicitar el primero que allí había aparcado.
Para despedirse, se dieron un beso de amistad en la mejilla, no sin antes haber acordado que él tenía que ir a visitarla algún día.



































2



La noche había caído ya sobre la ciudad, llenándola por todos lados de sombras y de misterios indefinibles, de ecos y de soterrados latidos procedentes de leyendas e historias que habían pertenecido a otros tiempos, a otros individuos que hubiesen creído en ellas, sutiles y arcanas realidades que sólo debían de ser apreciadas en el presente por los espíritus románticos, especialmente sensibles a todo lo que de bello o encantador se ocultara tras las cosas. Una noche que para los demás se presentaba ya un tanto fría y otoñal, recorrida por un airecillo fresco que hacía necesaria alguna prenda más de abrigo.
Como había ocurrido muchas veces, Miguel emprendía el regreso a su casa en solitario, sin ninguna compañía con la que amenizar aquel largo trayecto que había desde el centro de la ciudad hasta el barrio donde en la actualidad vivía. Como no podía ser de otra forma, iba rememorando todo lo que había hablado y experimentado al lado de Berta, a la vez que se hacía algún que otro proyecto acerca del futuro que le aguardaría probablemente con ella.
Impregnado también del romanticismo propio de aquella hora, no dejaba tampoco de gustar de la belleza y de la magia con que la realidad para sus ojos aparecía revestida, de modo que alternaba tal embelesamiento con el que en su recuerdo le causaban los hechos que habían tenido lugar aquel día, muy superiores sin duda a los que él hubiera imaginado, a pesar de que no hubiese podido corroborarlos con aquel beso que tanto había deseado, un beso que acaso quedaba aplazado para ese futuro con el que ahora soñaba.
Aun cuando iba solo, igual que otras muchas veces, sentía muy próxima la presencia de los demás transeúntes que con él se cruzaban, y a alguno llegó incluso a decirle buenas noches con perfecta naturalidad, animado por lo que en su interior se removía.
He pasado a ser un hombre nuevo, pensaba una vez y otra al verse tan realizado, tan satisfecho con la imagen que de sí mismo aquella noche se le ofrecía. Era el amor, en definitiva, la fuerza que lo había salvado de la soledad en la que había caído, un amor que tenía entonces un nombre concreto, un ser determinado, una persona a la que dirigirse, un rostro, unos ojos en que reflejarse... Por eso, cuando llegó al piso, más contento de lo habitual, la perra pareció intuir lo que le pasaba, dando repetidos saltos y piruetas en torno a él con una alegría desenfrenada.
Antes de acostarse, cenó y esperó un rato sentado en un sofá del salón, leyendo por azar lo último que había escrito: “Cuando Miguel despertó y abrió los ojos, tuvo que cerrarlos al instante”. Sí, quizá fuera ése el inicio de aquella obra que Berta le había recomendado. Una obra que acaso relatase en forma autobiográfica todo lo que él había vivido hasta ese momento, más o menos aderezado con episodios y anécdotas que después se le fueran ocurriendo. Una historia la suya en la que Berta había empezado a ocupar un lugar muy relevante, de una manera que él jamás hubiera creído o sospechado siquiera que pudiera suceder en la realidad, sino más bien en el campo de la ficción o de los sueños que con tanta frecuencia en su mente recreaba. Ciertamente, había sido todo tan inesperado y emotivo que casi se le representaba como una ilusión más que él mismo inventase y que a partir de ahora quisiera convertir en el argumento de una novela de la que ya quizá había escrito sus primeras líneas; y como él había leído que a menudo ocurría en estos casos, aún no era capaz de adivinar por dónde habría de discurrir ni mucho menos cómo debía terminar ese argumento que ya en su imaginación comenzaba a perfilarse.
De lo que sí estaba seguro, no obstante, era de que se abría para él en su vida un camino nuevo, un camino que probablemente ya nunca tendría que recorrer solo.
Luego, cuando se disponía por fin a acostarse, quiso asomarse antes por el ventanal del balcón, fiel a una costumbre que casi ejecutaba de forma mecánica. Algunos coches circulaban a poca velocidad por la rotonda que había en un primer plano. Más allá, en el parque, escasamente iluminado por las farolas, un sujeto extraño paseaba con un perro que correteaba suelto a su alrededor. De pronto, pensó Miguel que era un vivo retrato del hombre viejo del que él finalmente se había despojado.


FIN