La literatura es siempre magia

En la literatura todo se desvitúa y desrealiza para tomar un aspecto nuevo, para que lo que en ella aparezca nos invite a soñar. Es su principal propósito; si no se cumple, se convierte en un mensaje huero, en un insulso planteamiento. La vida en ella llega a su plenitud, pues lo que se sueña es lo que pervive, lo que se resiste a sucumbir.







viernes, 16 de septiembre de 2011

Nunca será la muerte como los hombres dicen

NUNCA SERÁ LA MUERTE
COMO LOS HOMBRES DICEN





















I



Se acercó a la balaustrada del mirador. Oteaba desde allí un espléndido paisaje, un paisaje que por la singular configuración del terreno parecía que se recostase a sus pies, que pudiese ser reconocido no sólo por los ojos, sino también por las manos que lo tocasen. Un paisaje de pronunciados contrastes, de bruscos descensos, de difíciles equilibrios. Tan abigarrado era el panorama que desde allí se le ofrecía, que no habría pincel o pluma que lo reprodujesen con exactitud, por muy sofisticados que fuesen los mecanismos que se empleasen o por muy avezado que se mostrase el artista en la ejecución de su obra. Divisaba, en primer término, una larga sucesión de tejados, sucios, desiguales, distribuidos en apretado desorden, cual los restos de un naufragio que la marea de los siglos hubiese allí arrojado; más abajo, aparecía todo un enjambre de azoteas y de decrépitos torreones, viejas arcadas y fragmentos de murallas en los que el tiempo se hubiese detenido, hondos y tortuosos callejones que casi se entrelazaban y se perdían en alguna esquina o en alguno de los múltiples recodos; aquí y allá, como inducida por alentador misterio, emergía la enhiesta silueta de algún ciprés, agudo filo de sombra que se hundiera en la piel irisada del aire. Tenía todo un indudable encanto, un encanto que acaso no residiese en ningún detalle concreto y que escapara así a cualquier intento de explicación fehaciente, igual que ocurre a menudo con los rostros o figuras que más nos impresionan, ante los que no logramos discernir el motivo que provoca en nosotros tal embelesamiento. Absorto como estaba en la contemplación de aquel paisaje, era incapaz de someter su espíritu a un análisis más pormenorizado. Oía a veces un tañido lejano de campanas, amortiguado sin duda por la distancia; percibía vagos rumores, voces que de pronto estallaban en el silencio o que de pronto se extinguían como si no hubiesen sido dichas por nadie, como si sólo hubiesen existido en su imaginación. Nada le había resultado extraño al principio: parecía como si sus ojos y su oído y sus manos lo hubiesen ya reconocido todo, moldeándolo a su gusto. Sin embargo, había allí algo en lo que no había reparado antes, algo que se resistía a ser retenido y a ser manipulado: estaba quizá oculto, escondido como un tesoro: un secreto tal vez, imposible de ser captado por ningún sentido.
Al pie de aquella colina, por estrecho valle, discurría un apacible arroyuelo, cuyas aguas se perdían entre la maleza que crecía en sus márgenes. Él, en otras ocasiones, había permanecido muchas horas escuchando el rumor de su corriente: le gustaba aquel apartamiento; necesitaba, cuando menos, abstraerse de la vida tan ajetreada que llevaba. Enfrente, sobre otra de las colinas en que tomaba asiento la ciudad, en medio de una frondosa arboleda, aparecía la vieja alcazaba árabe, envuelta entonces en la luz del atardecer, de un tono anaranjado. Cada vez que contemplaba sus torres y sus murallas, sus altas y gráciles almenas; cada vez que trataba de penetrar en el misterio con que se revestían sus galerías y miradores, una impresión de irrealidad agitaba de repente su ánimo, incapaz de abarcar tanta belleza. Como una imagen soñada que no puede ser aprehendida por la memoria y que nunca se recuerda de la misma manera, aquella alcazaba siempre se presentaba ante él con un matiz distinto, rodeada de un halo mágico de leyenda. El enclave en que estaba situada era, además, privilegiado: una cadena de montañas la circundaba, cada una de una elevación y tonalidad diferentes: las más cercanas se mostraban pobladas de grandes pinares y de una vegetación exuberante, como si fueran los adornos o ribetes con que se ofreciera una preciada joya; por encima de éstas, se divisaban otras de más altura, calvas y desnudas en su cima, de un color difuminado; más arriba, recortados sobre el cielo azul de la tarde, se veían unos escarpados montes, en cuyas cumbres podían observarse aún algunos restos de nieve, semejantes a blancas legañas que todavía no se hubiesen desprendido a pesar del ardor del verano.
La placidez de la hora, la suave brisa que a veces percibía, la contemplación de aquel paisaje, por el que sus ojos y su alma todavía vagaban, infundieron en él una serenidad que antes no tenía. Poco a poco, casi sin darse cuenta, fue reflexionando sobre algunos aspectos de su vida. Se abría para él una nueva etapa: acababan unos años difíciles, no tanto por el sacrificio que todo estudio conlleva como por el deber contraído ante su padre, celoso y exigente con el cumplimiento de sus obligaciones; licenciado en Leyes, podría dentro de poco ejercer como jurista, ostentar su flamante oficio. Aún no sabía lo que le depararía el futuro; pero, alentado por sus primeros éxitos, estaba seguro de que a nadie defraudaría. Parecía como si hubiera nacido con un destino claro, un destino que no hubiera sido concebido por la Providencia, sino por el designio paterno, al que siempre se había mostrado tan sumiso. Quería dedicarse también a la política, aunque no fuera ésta una aspiración muy común entre los jóvenes de su tiempo: se habían producido en el pasado episodios muy lamentables, con continuos sobresaltos y contiendas civiles; sin embargo, él consideraba aquélla una tarea muy necesaria, para la cual estaba especialmente dotado. Entre las opciones o tendencias que apuntaban entonces, pues todavía no se hablaba propiamente de partidos, no había ninguna que lo convenciera, ninguna con la que se sintiera por completo identificado. Pero esta aspiración quedaba aún muy lejos: tendría que vencer muchas dificultades, salvar innumerables escollos. Siempre había sido así desde el principio: nadie habría apostado nada por él cuando estudiaba; de hecho, en la escuela siempre se le relegaba a uno de los últimos lugares. Sin embargo, él nunca había dejado de confiar en su suerte, convencido de que algún día habría de ocupar el puesto que realmente merecía. Llegó a ser incluso uno de los alumnos más aventajados en su carrera, uno de los más estimados por sus profesores. Sí, ahora valoraba más que nunca el esfuerzo realizado: como el escultor que con su cincel y su martillo va dando forma a la figura deseada, él también se había forjado una profesión y un destino, y se sentía orgulloso, como el artista, de su obra. Avalado por sus triunfos, se había visto respaldado por la sociedad en que vivía. Él era de talante liberal, inquieto y apasionado; hablaba mucho, a veces de forma precipitada, quizá como su madre, de quien habría heredado posiblemente otras cualidades. Solía ser, en opinión de los demás, ameno y ocurrente en el diálogo, de condición afable y distendida; así, en las reuniones o en las fiestas en las que participaba, tenía a menudo un protagonismo muy destacado. Por eso, cuando faltaba, se le echaba mucho de menos, como les estaría pasando ahora a sus amigos, a quienes había abandonado con la excusa de tomar un poco el fresco. Pensaba, sobre todo, en Alberto, quien durante algún tiempo había ejercido en él un notable influjo. Nunca se había producido entre ellos ningún tipo de desavenencia, ningún tipo de malentendido que los separara. De pequeño, Alberto había sido siempre más valiente, más audaz en sus determinaciones. Diríase que cada uno representaba entonces el papel que la naturaleza le hubiera asignado: a él no le importaba en absoluto dejarse dominar por su amigo; le gustaba incluso seguir las órdenes que le dictase, gravitando así complacido en torno al eje de una voluntad ajena, sin la necesidad de tomar costosas decisiones. Pero aquello duró tan sólo unos años, pues en la vida no hay nunca nada definitivo: todo empezó a cambiar casi de repente, apenas hubieron atravesado el umbral de la adolescencia. Él había comenzado ya a descollar en los estudios: había adquirido tal confianza y prestigio que, a poco que lo intentase, hacía prevalecer su criterio sobre los demás. Ahora ya no había nadie que lo superase, nadie que decidiera por él; incluso el mismo Alberto tuvo que admitir este hecho, renunciando así a los privilegios que antes había ostentado.
Poco a poco, mientras miraba el paisaje, su pensamiento se había ido deslizando hacia las profundas simas de la meditación y el recuerdo. No, ese ánimo alegre y espontáneo no era incompatible con un espíritu reflexivo, un espíritu muy bien dotado no sólo para la agudeza filosófica, sino también para la emoción artística. No en vano él participaba a menudo en tertulias literarias y en muchas otras actividades que se organizaban en la ciudad. Le gustaba la música; asistía con frecuencia al teatro, entonces tan en boga en España; visitaba el Liceo y otros círculos de interés. Fue precisamente en ellos donde conoció a fondo lo que era el Romanticismo, el significado último del término, los presupuestos ideológicos en que se sustentaba, las fatales consecuencias que podían tener algunos de sus planteamientos más radicales… Aunque muchos se afanaran en presentarlo de otra manera, el romanticismo no era una expresión gratuita, ni una moda más o menos pasajera, como no de otro modo confirmaba aquella fe ciega en la libertad del hombre, aquella rebeldía ante cualquier forma de opresión o de ocultamiento de la verdad, aquellos sueños e ideales por los que tan apasionadamente se luchaba… Aunque no se lo hubiera confesado a nadie, pues su carácter abierto no impedía que se reservara ciertos secretos, él aceptaba de buen grado gran parte de las proclamas románticas; creía en el amor como lazo de unión entre las personas, como resultado feliz de todas aquellas preocupaciones existenciales. Examinaba estas cosas sin el ardor de otras ocasiones, igual que si contemplara desde lejos un paisaje, un panorama como el que ahora divisaba, asomado a aquel mirador, ante un rojo atardecer de verano. La vieja alcazaba recobraba su color natural, desteñido sin duda por el tiempo y por los desconchones que la humedad en sus muros hubiese causado. A su derecha, tras un horizonte de tejados, se veían las torres de la catedral, envueltas en una luz difusa. Vencejos y golondrinas surcaban el cielo, alejándose con vuelo precipitado. Miró un ciprés que ascendía tenebroso en el azul de la tarde, un trazo negro, un agudo filo de sombra que se clavara en la piel irisada del aire. Estaba tan ensimismado que apenas se dio cuenta de que alguien en ese momento posaba una mano sobre su hombro.
−¡Luis! –oyó que le decía Alberto.
−¿Qué? –se volvió sobresaltado.
−Te echábamos de menos. ¿Qué haces?
−Meditaba –contestó todavía en tono reflexivo.
−¿Y en qué meditabas, si se puede saber? –inquirió con curiosidad el amigo.
−Mientras vivimos, la existencia se nos escapa, fluye entre nosotros sin que podamos detenerla. Por eso, es bueno a veces apartarse, imaginar que no vivimos. Mira este paisaje: desde allí abajo, apenas se podría divisar todo lo que desde aquí contemplamos; sería inútil que alguien pretendiera abarcar con su vista aquellas montañas, estos tejados, las torres de la catedral… Hay que mirar la vida desde arriba, desde una cierta distancia; nuestra valoración resulta así más objetiva, más clara…
−Pareces un filósofo –comentó Alberto, mirando a su vez el paisaje−. Pero ahora, amigo Luis, hemos de zambullirnos en la vida, hemos de regresar a la realidad… Por cierto, hay una dama que se interesa mucho por ti…, no sé si lo habrás notado.
−¿Quién?
−Inés, Inés González.
−Pues no, no lo había notado –murmuró él algo pensativo−; pero si es así, será mejor que volvamos, no vaya a ser que se desespere o que piense que me he marchado.

Cerca de allí, en una casa, se celebraba aquella tarde una fiesta. Cruzaron los dos amigos por un amplio jardín, colmado todo de flores y de una naturaleza abundante y variada. Por un sendero de tierra, con arrayanes alineados en sus bordes, se llegaba a una pequeña glorieta. Era un rincón apacible y voluptuoso, rodeado de magnolios y de grandes cipreses, con el suelo empedrado de guijos blancos y negros. En el centro había una fuente: se oía el murmullo del agua al caer en la taza de mármol. Otro sendero, envuelto a aquella hora en una dulce penumbra, conducía al zaguán de la casa. Con gran sigilo, como si fuesen a cometer un acto delictivo, penetraron en el interior. Ante una vieja puerta de cuarterones, Alberto se detuvo y, con un gesto de la mano, le pidió a su amigo que hiciera lo mismo.
−Ahora verás –le musitó al oído.
Al entrar al salón, las miradas de todos los asistentes se concentraron en ellos; había cierta expectación, como si estuviera a punto de comenzar una función de teatro, en la que Luis y Alberto fuesen los actores principales. Era una fiesta más bien privada; no eran muchos, en verdad, los espectadores: cuatro o cinco damas de alto copete y otros tantos caballeros que, como no podía ser menos, competían con ellas en elegancia y buenas maneras; presidía, además, la reunión una señora ya mayor que, a juzgar por las apariencias, debía de ser la madre de alguna de las presentes. Componían todos un cuadro de época, una escena en la que no faltaba ninguno de los elementos que caracterizan a una sociedad burguesa, atildada e hipócrita. Alguien había encendido ya las velas de los candelabros: reinaba en el ambiente una cálida atmósfera, muy propicia para la celebración.
−Aquí os presento a don Luis Gutiérrez –dijo Alberto, enfático en el tono y en los gestos−, el nuevo vate romántico, émulo del insigne José de Espronceda y del no menos admirado Duque de Rivas, excelsas figuras del Parnaso español. Prestad oídos a la pureza de su acento, a los delicados ritmos de su voz; abrid el alma a las emociones que a buen seguro sabe despertar su poesía.
−No tengo palabras para agradecer tantos elogios –intervino Luis con la misma afectación empleada por Alberto−. No soy más que un humilde rapsoda, un pobre imitador del viento que murmura en las alamedas, del agua que susurra en la corriente, de los ruiseñores que cantan en las frondas…
El público no pudo contenerse y prorrumpió en una ovación atronadora. Algunas damas, secundando la farsa, profirieron exclamaciones de admiración, que, aunque fingidas, bien podían parecer verdaderas. Ajena a todo lo que a su alrededor acontecía, la señora mayor apenas se inmutaba: se mostraba seria, circunspecta, el ceño fruncido, la mirada más inexpresiva que grave, las manos sobre la mesa, colocadas una encima de la otra, en una pose de estatua. Quizá no le interesaba lo que allí se decía, o quizá no comprendía aquellos juegos literarios. Alberto, mientras tanto, había conseguido restablecer el silencio, haciendo ostensibles gestos con los brazos.
−Como todos los poetas –expuso a continuación−, Luis también tendrá su musa, porque el amor, señoras y señores, no lo olviden, es la principal fuente de inspiración poética… ¿No es así, Luis?
−Sin duda, sin duda –contestó el nuevo vate romántico−. Sin amor no hay poesía. Para escribir un poema, o un simple verso, hace falta un sentimiento, algo que lo motive: es necesario que una mujer nos mire; es necesario que sus ojos expresen lo que no han dicho aún sus labios, que sus labios digan lo que el corazón siente…
Hizo una pausa, como si hubiera olvidado algo. Todos los demás, incluido el mismo Alberto, estaban expectantes, deseosos de que continuara. En el rostro de la señora aparecieron indicios de sorpresa, atisbos lejanos de esperanza. Aprovechando la ocasión, uno de los que allí se congregaban, un apuesto y remilgado joven, preguntó con malicia por el nombre de la musa. Sin apenas descomponerse, Luis contestó que era un secreto y que, por tanto, no lo revelaría sino en el momento oportuno. Ante la evasiva respuesta, intentaron otros acosarle para que lo dijera; pero, por más que le insistían, él se mostraba firme y reservado, inasequible al desaliento. Entonces, con más astucia, el joven de antes le lanzó una nueva petición envenenada, una petición que parecía dejarlo sin escapatoria: sólo quería saber si alguna de aquellas damas era la afortunada. Dudó Luis un instante; se quedó pensativo, mirando muy seriamente a todos los que allí se encontraban.
−Si digo que sí, no pararíais hasta averiguarlo –repuso con gran aplomo−, y la velada entonces sería interminable. Si digo que no, las damas aquí presentes se sentirían desdeñadas y ofendidas. Prefiero que no lo sepáis; no quiero que nadie se moleste, no quiero que nadie se vea agraviado por una elección tan caprichosa.
Todos intentaron olvidar pronto el efecto que aquellas palabras les causaban: procuraban disimular, hablando de temas más insustanciales. Fueron momentos que Luis aprovechó para espiar con disimulo todo lo que Inés hacía. Sentado a no mucha distancia de ella, iba escrutando cada uno de sus movimientos, su modo de comportarse ante las personas que a su lado tenía. Aun cuando pareciera una mujer bastante desenvuelta, segura de sí misma, a veces se mostraba azorada e inquieta, sobre todo cuando intercambiaba con él alguna mirada furtiva. Un singular encanto irradiaba entonces de sus ojos, unos ojos grandes, negros, profundos: había en ellos una luz huidiza y enigmática, un brillo quizá atenuado, algo que de pronto temblaba en una sutil sonrisa; era tal el magnetismo que sus ojos ejercían, que no necesitaba de otros atributos para rendir el corazón del hombre que a ella se acercara, para dejar en él un rescoldo de amor inextinguible, una llaga que no se cura sino con la certeza de ser correspondido.
La conversación apenas decaía: se aludía a veces a la política; se hablaba de las fiestas del Corpus, celebradas con gran pompa y solemnidad por aquellos días; se contaban anécdotas, diversos chascarrillos. Fue después, a la hora del refrigerio, cuando Luis se decidió a intervenir de nuevo: a requerimiento de alguno, refirió el caso de un famoso gitano. Juanico el Muelas, como así se le conocía, vivía en una cueva de la sierra, igual que otros muchos congéneres de su raza en aquel tiempo. Todas las mañanas bajaba a la ciudad montado en su burro, con los serones repletos de mercancía. Apostado en una esquina, pasaba casi todo el día pregonando sus chumbos o los cestos de mimbre que él mismo fabricaba. Como era algo inocente y de condición muy habladora, la gente solía acosarlo para poner a prueba su paciencia.
−Cuando se irrita, apenas se entiende lo que dice –contaba Luis en aquella ocasión−: suelta tal retahíla de frases que a uno le cuesta averiguar de qué es de lo que se queja. Pero lo más gracioso es cuando alguien intenta regatearle el precio de su burro. Se pone entonces muy furioso, dispuesto a acometer contra cualquiera: contra el gesto, la mirada se le nubla, niega repetidas veces con la cabeza, enrojece, tartamudea… “Por na del mundo”, es lo único que se le oye decir; “por na del mundo”, recalca después con voz muy angustiada, casi sin aliento.
Apenas hubo terminado Luis su relato, comenzaron a reír todos los asistentes, incluida la triste señora.

Era ya muy tarde. Antes de que se despidieran, Luis procuró hablar a solas con Inés un rato.
−¿Te lo has pasado bien? –se atrevió a preguntarle, dirigiéndose a ella con resuelto desenfado.
−¡Oh, muy bien! Hacía tiempo que no me reía tanto –replicó un poco sobresaltada.
−Sí, ha sido una velada muy agradable –subrayó él casi sin esforzarse.
En sus ojos retozaba ahora una tímida sonrisa: se le notaba más alegre y comunicativa, de un perfil más humano si cabe. El comportamiento de él, por el contrario, apenas había variado. Su mirada era franca, de una extraordinaria viveza; ninguna señal de inquietud o de turbación ensombrecía aún su semblante: todo en él parecía claro, diáfano. Era rubio, de mediana estatura; aunque vestía con cierto desaliño, no por ello dejaba de tener gallarda desenvoltura. Cuando hablaba, gesticulaba mucho con las manos: las movía y agitaba casi sin interrupción, a veces de un modo algo brusco y exagerado.
−Te expresas como un poeta –comentó ella a continuación, en tono de broma.
−Sí, por qué negarlo –confesó él de una manera distendida−: me gusta mucho la poesía; es, aunque no lo parezca, una de mis aficiones preferidas. Lo de hoy ha sido más bien un juego, una parodia.
−Una parodia muy divertida –concedió ella con manifiesto entusiasmo.
Le hubiera gustado a Luis proseguir la charla; le hubiera dicho alguna frase más amable, insinuado algún capricho; pero en ese momento ya se acercaban sus amigos, dispuestos a marcharse. Entonces, casi sin pensarlo, alzando la voz para que todos lo escucharan, se citó con Inés en una conocida plaza de la ciudad: “En la misma esquina donde Juanico muchas mañanas vende su mercancía”, apostilló sin vacilar. Fue tal vez una intervención inoportuna: hubo gestos de estupor, miradas de reprobación contenida. Todos callaban; se veía de pronto acorralado, acusado por su silencio: parecía como si, en efecto, hubiese cometido algún tipo de delito, un acto del que necesariamente hubiera de arrepentirse. Inés, azorada, no ocultaba tampoco su sorpresa: enrollando un dedo en una punta de su manteleta, miraba a un lado y a otro con cierto desasosiego, deseando acaso que acabara cuanto antes aquella situación tan embarazosa. Pero Luis, lejos de corregir su exceso de gallardía, volvió a desafiar a la concurrencia con un nuevo desplante:
−Sí, mañana a las ocho –proclamó sonriente−. No faltes.
Y ella, en medio de su turbación, asintió con disimulo.


















II



Yo llegué al pueblo de Elvira el 16 de septiembre de 1845. Era un día azul y soleado. Había hecho el viaje en diligencia, un medio de transporte que hoy, cincuenta y tres años después, resultaría desfasado y obsoleto, sobre todo si se compara con los modernos ferrocarriles. Es tal la revolución de nuestro tiempo que, si no hubiera asistido a todos sus cambios y novedades, habría pensado que este mundo es sólo un espejismo, un producto más de mi alocada fantasía. Sí, la vida es quizá un tren, un tren que no se detiene nunca: cincuenta y tres años, o setenta y ocho, que son los que ahora tengo, no son nada; sin embargo, cuánto ha progresado la Humanidad en tan breve espacio, y cuánto habrá de progresar aún en el futuro. Lo pienso hoy, en las postrimerías de un siglo que termina, en el umbral de uno nuevo que casi ya comienza. Cuando yo era joven, antes de que decidiera trasladarme a Elvira, la vida apenas tenía límites para mí: era como una extensa llanura por la que yo debía cabalgar a mi antojo. Sin la prudencia y discreción que sin duda concede la experiencia, cometí innumerables errores, tomé decisiones precipitadas, dejé sin madurar proyectos importantes… Licenciado en Leyes, con una brillante carrera a mis espaldas, podía ya empezar a ejercer un honorable oficio; pertenecía, además, a una buena familia, me codeaba con lo más granado y selecto de la sociedad, la gente valoraba mis triunfos… Todo, en fin, me sonreía. Sin embargo, a veces rememoro esta época con cierta indiferencia, como si la huella que hubiera podido dejar en mí apenas me afectara. Tal vez, a mi edad, no comprenda a la juventud; tal vez, a mi edad, me haya vuelto esquivo y solitario: evidentemente, ya no soy el que era, y la vida no me parece ahora una llanura por la que deba cabalgar a mis anchas; he llegado a un punto final, un punto desde el que todo se me figura distante y borroso, diluido en una vaga lejanía.

Como iba diciendo, hice el viaje en diligencia. No había dormido apenas aquella noche. Cuando me desperté, el cuarto aún estaba a oscuras; una claridad difusa, no obstante, empañaba los cristales del balcón, un rastro de luz escarchada y cenicienta. Se oían ya algunos ruidos: el eco de unos pasos, la voz rota y desangelada de algún vecino, el crujido de unas carretas al rodar por la calle, el chirrido de una puerta, las campanas de la catedral… Eran los mismos ruidos de siempre, pero entonces sonaban de un modo que a mí me resultaba muy extraño: parecía como si de pronto repercutieran en mi conciencia, sumida en graves y complejas reflexiones. Me sentía solo, desamparado: me aguardaba un futuro incierto, lleno acaso de dificultades y de situaciones muy enojosas. A veces me preguntaba si la vida no sería también una sucesión de percepciones diversas, ruidos que se encadenan, voces que dialogan, murmullos que una ráfaga de aire pronto distorsiona… Hay sensaciones que se convierten en huellas, huellas que son cifras del tiempo que nos lleva, del tiempo que nos sobrepasa y nos anula. Son experiencias que nunca se olvidan, como nunca me olvidaré de mis primeras mañanas en Elvira, recién instalado en una casa que no era la mía: me despertaba casi de madrugada, abrumado por la soledad y por el sitio; algo aturdido, esperaba entonces con impaciencia la llegada de un nuevo día, anunciado como siempre por el canto de los pájaros: al principio era una nota suelta, absorbida de pronto por el silencio; luego, un murmullo, un gorjeo que no tardaba en ser continuado por otros, formando así entre todos una confusa melodía, un canto ya completo que iba después creciendo y multiplicándose por el aire azul de la mañana.

Ahora, sin embargo, nada me sorprende de la realidad en que vivo; soy un fantasma de mi propio pasado, una sombra melancólica. A veces siento una vaga ilusión por las cosas que me rodean, por el panorama que contemplo a mi paso; pero es sólo una impresión transitoria, algo que en seguida se evapora. Muchas tardes, sentado en un sofá de mi gabinete, mirando distraído por el balcón o apurando una taza de café, dejo que los recuerdos vayan acudiendo poco a poco a mi mente, igual que los pájaros que en otoño se posan en las ramas macilentas de un árbol que se deshoja. Es éste quizá el último consuelo que me queda, lo único que a veces me emociona. Jamás olvidaré tampoco aquella otra mañana de septiembre en que yo había de partir para Elvira: me veo allí, en aquel cuarto todavía en penumbra, acostado en la cama, repasando cada uno de los pormenores de aquel viaje. Lo tenía todo preparado, ultimados todos los detalles: dos maletas de ropa, unas cuantas bolsas de provisiones, algunos libros… La decisión era irrevocable, pues estaba muy seguro de lo que quería: quería experimentar algo nuevo, irme a un lugar donde no me conociera nadie, en el que pudiera prestar otro tipo de servicios, en el que hubiera gente que también me necesitara, gente pobre, desamparada; quería huir, escapar de aquel mundo que tanto me agobiaba, una sociedad por la que yo mismo había paseado mis triunfos, exhibido el arte de mi elocuencia… Quizá fuera aquélla una pretensión demasiado romántica, o una vocación débilmente mantenida. Tal vez mi destino estuviera en algún punto más alejado del planeta, en cualquier misión de África o de América… Se trataba, en todo caso, de una decisión que había ido madurando durante aquel verano, un cambio quizá un poco precipitado. Yo había leído en algún sitio que el nivel de analfabetismo en España era entonces muy elevado, especialmente en las zonas rurales; aquella noticia me había impactado, no sé por qué, tal vez porque me consideraba una persona muy afortunada, sobre todo si me comparaba con otras que no contaban con las mismas oportunidades. Decidí entonces dedicarme a la enseñanza, irme a vivir a un pueblo donde no hubiera maestro, donde yo pudiera ejercer como tal. No tardé en concebir ciertas esperanzas, en ilusionarme con aquel proyecto. Ciertamente resultaría algo inaudito, porque no era normal que alguien como yo lo abandonara todo para entregarse a una profesión que entonces no estaba muy bien mirada. Fue un duro golpe para mi padre, una enorme decepción. Cuando se lo dije, estalló en cólera contra mí. Yo nada repuse, como era natural; la verdad es que no esperaba que reaccionase de otro modo. Sin embargo, a los pocos días, gracias a la intercesión de mi madre, siempre amable y reconciliadora, pude comprobar en seguida cómo cambiaba de actitud: ya no se mostraba tan crispado como antes, sino que incluso procuraba conversar conmigo, aunque sólo fuera de aspectos insustanciales. A medida que se acercaba la hora de mi partida, se le veía cada vez más interesado por el asunto del viaje: él mismo contrató la diligencia que me llevaría a Elvira, buscó la casa donde habría de alojarme y redactó incluso una carta de recomendación que, en el supuesto de que surgiese algún problema, podría presentar como prueba inequívoca de mi buena reputación. Era la carta, por cierto, un encendido elogio de mis virtudes, construido con un estilo brillante y cargado de retórica, lleno quizá de innecesarias explicaciones.

Elvira es un pueblo pequeño, recostado al pie de una colina verde de olivares. Visto desde lejos, no es más que un puñado de casas y de tejados, agrupados en torno al campanario de su iglesia. Más allá, cerrando el horizonte, se alza un conjunto de peñas y montes de abrupto relieve. En un primer término, se extiende la vega como un mar de aguas tranquilas e insondables. Como un mar refulgía la vega bajo aquel sol radiante de septiembre. A medida que la diligencia se acercaba a Elvira, fui distinguiendo las bardas de sus huertos, las tapias y portones de sus corrales, los tejados parduscos de sus casas. En un bancal pastaba un rebaño de ovejas; a la sombra de un árbol, sentado en una piedra, dormitaba el pastor, con un sombrero de paja calado hasta las cejas. A duras penas pude asomar la cabeza por la ventanilla; disimulando mi impaciencia, le pregunté al hombre que conducía la diligencia si habíamos llegado por fin a nuestro destino. “Sí, señor –me respondió jubiloso−: aquí tiene uno de los pueblos con más solera de este reino”. Ésa sería, sin duda, su opinión; a mí, en cambio, me parecía un pueblo humilde y desangelado. Me llamaba la atención el hondo silencio de sus calles, la pobreza y desolación de algunas de sus edificaciones. Por un momento creí que llegaba a otro mundo, a un tiempo muy distante del mío, como si hubiera retrocedido en la historia, como si en vez de leguas hubiera desandado muchos años, atravesado muchas épocas. Subió la diligencia por una empinada y solitaria calleja; desembocó después en una plaza amplia y rectangular, poblada de viejos olmos. A un lado destacaba la iglesia, de claro estilo renacentista; su torre, construida sobre gruesos sillares, se elevaba adusta sobre el cielo azul de septiembre. A otro lado se alineaba una serie de casas de distintas medidas y proporciones, algunas de poca altura, enjalbegadas con esmero; otras, más grandes y destartaladas, de aspecto más bien sombrío. Había una, no obstante, que captaba el interés de todo el que allí se acercara, una de más digna apariencia, con rejas de laboriosa forja, con blasones esculpidos en su elegante fachada. Lo primero que pensé al verla fue que debía de pertenecer a alguna importante familia, una familia que aún conservara el sello y la nobleza de su estirpe. Soy un tipo curioso, y a veces formulo juicios bastante desproporcionados: lo que en un momento conjeturo, basándome en una impresión pasajera, no siempre se ajusta después a la realidad que descubro. En aquella ocasión, sin embargo, no había errado en mis pronósticos: es cierto también que podría haberse tratado de uno de esos viejos caserones que con frecuencia se hallan en los pueblos y que sólo remiten a un pasado que ya nadie recuerda, a veces a un hecho recogido en una leyenda muy antigua y apenas escuchada. Soy, como se ve, demasiado propenso a la digresión: divago a menudo por insignificantes motivos, por asuntos que a los ojos de cualquiera no tendrían ninguna importancia, y lo hago casi sin darme cuenta… Como casi sin darme cuenta me vi de pronto en aquella plaza, ante aquella casa que con tanto interés había observado. A la sombra de los olmos o por el atrio de la iglesia, discurrían a aquella hora algunas personas: labriegos que volvían del duro trabajo en el campo, mujeres ataviadas al modo de la época, ancianos que departían con cierta parsimonia. Al bajar de la diligencia, se volvieron todos para mirarme, para observarme con detenimiento. Apenas me hube despedido del mayoral, se acercó a mí uno de aquellos lugareños, un hombre bajo y regordete, de aspecto sencillo y campechano. Yo en seguida deduje que sería la persona encargada de acompañarme hasta la casa donde habría de hospedarme al principio, según los planes previstos por mi padre. Nada en él parecía fingido: sus ojos, de un color azulado, estaban llenos de vida y de optimismo. Tenía el pelo cano, casi reluciente; vestía, además, con simpleza y vulgaridad aldeanas. Se llamaba Octavio, como muy pronto se apresuró a decirme. Entre los dos transportamos mi equipaje; atravesamos varias callejuelas, todas muy estrechas y tortuosas. Él, mientras tanto, me hablaba de mi padre, a quien había conocido un día que estuvo en la capital con el señorito; se refirió luego a éste, que resultó ser el dueño de la casa a que antes me refería y el propietario de aquella donde yo iba ahora a alojarme. Me aclaró que él trabajaba en sus tierras como peón de confianza, algo de lo que sin duda se enorgullecía. Me contó también cómo era la vida en el pueblo y a qué se dedicaba la gente en aquella época del año. Yo lo escuchaba atento, y me parecía un hombre simpático, un hombre bondadoso; a veces, incluso, se dirigía a mí con cierta familiaridad, como si ya me conociera. Se mostraba tan animado que yo apenas me atrevía a interrumpirle: me dijo que estaba casado pero que no tenía hijos, y que éste era su mayor desconsuelo, la única frustración de su vida. “Aquí es”, me indicó de pronto, delante de una casa más bien humilde y sencilla. De un bolsillo de su chaqueta extrajo a continuación una pesada llave; con cierta lentitud la introdujo en la cerradura y la giró con alguna dificultad hacia la izquierda. Yo aguardaba impaciente a su lado. La puerta, de madera ya carcomida, rechinó sobre sus goznes al abrirse. Entramos después en un cuarto lóbrego y oscuro; olía a humedad y a silencio. El cuadro que se ofrecía a mi vista no podía ser más desalentador: me quedé un poco sorprendido; menos mal que a Octavio no se le ocurrió preguntarme qué me parecía, pues en aquel momento no habría sabido qué contestarle. Me entregó la llave, al tiempo que decía que se iba porque había de resolver otros asuntos urgentes aquella misma mañana. Le agradecí su hospitalidad y me despedí de él antes de que cerrara la puerta. Dejé mi equipaje en el suelo y, casi a tientas, conseguí abrir los postigos de la ventana que quedaba a mi derecha. Un haz de luz muy suave penetró entonces por ella, una luz antigua de retablo en la que temblaban motas de polvo y de otro, diminutas partículas. Me hallaba, como había sospechado, en un cuarto de reducidas dimensiones: las paredes aparecían desnudas, enlucidas de escayola; el techo era bajo, apuntalado por unas cuantas vigas de madera; en el centro había una mesa camilla y dos sillas de anea. Se me ofrecía un panorama poco halagüeño. Sin saber qué hacer, me puse a mirarlo y a escudriñarlo todo. Cerca de allí, empotrada en un hueco, a modo de hornacina, había una vieja alacena con sus anaqueles llenos de platos y de tazas de diverso tamaño: por el color amarillento que recubría su loza, deduje que se trataba de una vajilla antigua, aunque tampoco debía de ser muy corriente, según se desprendía de las líneas y dibujos de sus bordes dorados. Por una puerta se accedía directamente al dormitorio, un habitáculo muy oscuro con una pequeña ventana que seguramente daba a algún patio; una cama en mal estado y un armario para la ropa eran los únicos muebles que en aquella sombría estancia se encontraban. Todo allí era rudimentario, poco confortable. Volví sobre mis pasos y, a través de un estrecho corredor, llegué a la cocina. Por suerte, parecía ésta bastante acogedora, al menos reunía mejores condiciones que el resto de la vivienda: junto al fogón, en uno de los testeros, colgaba una repisa, en la que podían verse diversos aparejos y objetos de cobre; en un poyete se amontonaban los pucheros y cazos necesarios. De la cocina se pasaba al patio, un patio minúsculo y umbrío, con el suelo empedrado y cubierto de ortigas. En un rincón, un poco apartado, se hallaba un pozo. Me asomé a él: era bastante hondo; abajo, sobre el espejo gris del agua, brillaba azul mi propia imagen. Una rara sensación se apoderó de mí en aquellos instantes: parecía como si aquel rostro que se reflejaba allí, entre el musgo y los hierbajos, no fuera exactamente el que a mí me correspondía; Tan desfigurado e irreal se me representaba entonces, que por un momento creí que no era yo el que estaba asomado. Repuesto de aquella impresión, decidí inspeccionar también el corral, un espacio cercado por dos o tres lienzos de tapia medio derruida. Había allí unas cuantas dependencias más: un cuarto que servía de lavadero y de excusado y unos cobertizos que en otra época se habrían empleado para guardar los aperos de la labranza. Hay veces en que los sentimientos toman posesión de las cosas antes que el conocimiento, antes de que puedan ser captadas y analizadas por la conciencia. Aquella casa, la decrepitud y desolación que observaba en todo, me habían conmovido de tal manera que no dudé en pensar que aquél habría de ser un lugar muy importante en mi vida. Volví después a aquella especie de recibidor o de salita donde hacía un momento había dejado las maletas. Tenía la intención de descansar un rato; me entretuve en algo que ahora no sería capaz de recordar, tal vez mirara por la ventana, tal vez repasara con renovado interés los objetos que allí se ofrecían a mi vista, la mesa camilla, las sillas de anea, los platos y las tazas con los bordes dorados… No sé bien lo que hice entonces. De pronto, guiado por una curiosidad sin límites, me fijé en las vigas de madera que apuntalaban la techumbre, unas vigas sólidas, macizas. Reparé en una de ellas: tenía una señal, algo así como una inscripción. Me acerqué para mirarla con más detenimiento: se trataba, en efecto, de unas iniciales y de una fecha; el trazo era firme, seguro, como si hubiesen sido grabadas con obstinada paciencia. La primera letra, sin embargo, no estaba muy clara: podía ser una I o una L. La segunda, en cambio, resultaba inconfundible: era una G. Al lado, entre paréntesis, figuraba la fecha: 10 de enero de 1824. Consideré, no sin sorpresa, que aquellas iniciales podían coincidir con las de mi nombre y mi primer apellido, Luis Gutiérrez. Una casualidad, me dije; a aquel hallazgo no le di al principio más importancia que la que tenía, pues hacía ya veintiún años de aquello; tal vez lo había grabado el dueño de la casa como un mero recordatorio, o tal vez algún inquilino como yo, deseoso de dejar una huella, una marca, quizá por puro capricho o por algún tipo de antojo, quizá por un motivo que sólo él conociera y que a mí entonces apenas había de interesarme. Pero muchas veces recubrimos las cosas con el brillo de lo imaginario: nos basta un acontecimiento imprevisto para dar en seguida rienda suelta a nuestra fantasía. A mi edad pienso que el misterio no es sino un producto de nuestra mente, cansada de la rutina de la vida. Cuando examinamos algo que no entendemos, la eventualidad de unos hechos, casi siempre acabamos buscando unas causas que los justifiquen, una explicación más o menos convincente; mas si esas causas no están a nuestro alcance o si superan los estrechos límites de nuestra conciencia, rodeamos tales hechos de un halo intocable de misterio, inventamos historias a las que vamos añadiendo elementos nuevos que aparecían en el guión original. No, quizá el mayor enigma no está en lo que acontece, sino en la vida misma, en su esencia más irreductible, en lo que somos ahora o en lo que nos convertiremos algún día, en la razón última del dolor y de la muerte. Aquello no era más que una inscripción, unas iniciales que podían coincidir con las mías, una fecha cualquiera; pero yo entonces no disponía de esta capacidad de reflexión y de análisis que ahora tengo, y, casi sin darme cuenta, concedería a aquel hallazgo una atención desmedida, una atención que tampoco figuraba en ningún guión original.

La vida es un enigma; sin embargo, las circunstancias que la rodean, las casas que habitamos, los lugares que perdimos y que ya sólo perviven en nuestra memoria, el tiempo que deshace inexorable la madeja de las horas y de los días, las calles de la infancia, los parques dorados de la adolescencia, la tristeza gris de este invierno que nunca termina, la tarde que ahora muere por mis ojos y por mi alma como un resto de imponderable belleza, incluso la felicidad que alguna vez abracé como si fuera mía, todo es relativo. Nada hay seguro en este mundo, ni siquiera las convicciones que creíamos más firmes y consolidadas: aquella fe y aquellos sueños de gloria que yo tenía fueron derribados como naipes por el viento atroz de los desengaños; lo que después parecía ya una vocación incontestable no era en el fondo sino un deseo de huida y de expansión personales. Tampoco el amor de entonces ofrecía mucha consistencia: era sólo un arrebato pasajero, un sentimiento que después no tardaba en debilitarse y diluirse con la misma prontitud con que se hubiera anunciado. A comienzos de aquel verano, estuve a punto de enamorarme de una mujer. Inés se llamaba: era hermosa como su nombre. La había conocido en una fiesta. En aquel tiempo era yo más audaz y espontáneo que hoy, y ninguna situación me cohibía, por muy embarazosa o complicada que fuese. Recuerdo que Inés estaba a mi lado, conversábamos en aquel momento, los demás invitados ya se despedían; de repente, sin que mediara ningún acuerdo, alzando la voz para que todos me oyeran, tuve la osadía de pedirle que saliera conmigo. Hoy creo que aquella cita fue determinante en mi vida: igual que el manantial que nace con vocación de río pero que por un accidente del terreno acaba siendo un riachuelo, lo que ocurrió después, lo que ella me dijo, fruto también de una inspiración repentina, llegaría a cambiar para siempre el curso de mi existencia. Sí, todo es relativo: nunca sabemos dónde está nuestro destino. Mi destino no estaba allí, sino a unas leguas de distancia, en el pueblo de Elvira, entre sus gentes. Yo aún no sabía muy bien lo que aquél me tenía reservado. La vocación, si es que existe, nace del amor con que se afronten los hechos, aunque luego los resultados no se correspondan con lo que hubiéramos imaginado al principio, porque hay pocos deseos que se cumplan, pocos sueños que se vean realizados. Y con amor me entregué a mi nueva tarea, y con amor hube de solventar las primeras dificultades. Si bien reprobaba los métodos de enseñanza tradicionales, basados en una férrea disciplina, no dejaba de reconocer la abnegación y la paciencia con que algunos de mis maestros me habían tratado. Con el mismo espíritu de sacrificio pero con un talante diferente, me disponía yo a emprender mi trabajo. Al poco tiempo, sin embargo, comprobé que no era todo como yo había planeado: comprobé que mis clases seguían un ritmo más o menos rutinario, repetía a veces los mismos ejemplos, aludía a casos similares… Aunque no era eso lo que yo quizá pretendía, no tuve más remedio que adaptarme a la realidad con que a diario me encontraba. Me di cuenta de que la vocación, si es que existe, debía sustentarse en la perseverancia, en la eficacia de una fe sin vacilaciones.

Era mi primer día de clase, un lunes de septiembre. Estaba yo sentado en el cuarto de la entrada, esperando a mis alumnos. No sabía cuántos aparecerían; Octavio se había encargado de propagar por el pueblo la buena nueva de mi llegada… La verdad es que conté con una colaboración inestimable: él también me había ayudado a limpiar y a acondicionar uno de aquellos cobertizos del corral para que ahora sirviera como escuela. Hacía un día espléndido: recuerdo que muy temprano había abierto la puerta y la ventana que daban a la calle; el cuarto se había ido llenando de esa luz que sólo se percibe a ciertas horas de la mañana, una luz radiante que infunde en el alma una grata sensación de alegría. Mientras repasaba unos apuntes que había escrito la noche anterior, notaba que por momentos la emoción me embargaba. Esperaba con impaciencia: era raro verme así, acostumbrado como estaba a afrontar compromisos de mayor envergadura. Yo ya me imaginaba recibiendo a mis primeros alumnos, aleccionándoles con sabios consejos. Pensaba que acudirían en gran número, solícitos a la llamada de Octavio, niños escuálidos, mal vestidos, de toscos modales. Yo en seguida me aprendería sus nombres; los trataría con cariño, como quizá nunca nadie los había tratado; reacios al principio, no tardarían en aceptar lo que yo les propusiera, pronto asimilarían mis enseñanzas, progresarían en sus estudios… Sí, dentro de poco llamarían con sus nudillos a la puerta; alguno de ellos tal vez pediría permiso, quizá el más decidido; yo entonces les indicaría que pasaran, les diría que era su maestro… Apenas podía controlar mis sentimientos; a veces volvía a leer sin mucha atención mis apuntes; hubo un instante incluso en que creí que había olvidado todo lo que pretendía enseñarles aquella mañana, mi primera lección. Sin esperarlo, cuando más abstraído me encontraba, una sombra se proyectó sobre el suelo. Miré hacia la puerta. Allí, sin atreverse a entrar, un poco cohibidos, había dos niños: uno, el que parecía mayor, era rubio, con los ojos muy claros y expresivos; el otro, de pelo castaño y aspecto algo enfermizo, permanecía al lado con aire quizá más reservado. Me miraban con desconfianza, como si dudaran de que yo fuera su maestro. Levantándome entonces de mi asiento, les pedí encarecidamente que entraran. Se quedaron quietos, impasibles, como si no hubieran oído mis palabras. Al ver que no reaccionaban, consideré que tal vez debía insistirles, iniciar un diálogo, preguntarles sus nombres, sus edades, cuáles eran sus familias. Pero no lo hice: me encogí de hombros en señal de resignada espera. Eran dos estatuas, dos estatuas pensantes. Quizá mi presencia los desconcertaba; quizá tenía que haber actuado de un modo menos airoso, empleado tal vez un tono más amable. Yo también estuve un rato inmóvil, petrificado como ellos. Había de resolver aquello cuanto antes. Pero no hizo falta: el que parecía mayor ensayó entonces un tímido saludo: “Buenos días”, dijo con voz desapacible. Así empezó todo; el resto de la jornada transcurriría con absoluta normalidad, más o menos como yo había previsto.
Ellos fueron, por cierto, los únicos alumnos que se presentaron aquella mañana. Les enseñé la escuela, el cobertizo que entre Octavio y yo habíamos habilitado para tal menester. Me dijeron sus nombres: uno, el que sin duda era más desenvuelto, se llamaba Juan; el otro, Pedro. Luego que hubieron tomado asiento, comencé mi primera lección:
−Os voy a contar lo que le sucedió a un ruiseñor con un gorrión con el que a menudo se veía. Eran vecinos, coincidían en los mismos lugares; casi todas las tardes se reunían para charlar de sus asuntos. Cada uno tenía su propia opinión sobre las cosas y sobre los hechos que le ocurrían. El gorrión, como todos los pájaros de su especie, era de humilde condición, afable en el trato, alegre, divertido; todo le parecía bien y por nada se molestaba; era, en definitiva, un tipo feliz, dispuesto a compartir su felicidad con los demás. El ruiseñor, por el contrario, se jactaba de las virtudes con que la naturaleza le había regalado; decía, por ejemplo, que cantaba y volaba como ningún otro ser de la Creación. Era tanto el tiempo que pasaban juntos, que al final se hicieron muy amigos: intercambiaban la comida, inventaban juegos, se gastaban bromas… Un día, sin embargo, un mirlo muy vistoso vino a posarse en la misma rama donde ellos estaban. El ruiseñor entonces sintió algo de envidia y, sin poderse contener, se puso a hablarle y a desafiarle casi sin ningún motivo: le decía que cantara y que luego él le demostraría que lo hacía mucho mejor. Entre tanto, una multitud de pájaros se había congregado en aquel lugar, tal vez alertada por los improperios con que el ruiseñor retaba a su contrincante. Éste entonces no tuvo más remedio que acceder a lo que se le pedía, y, sin que nadie lo esperara, rompió a cantar con un acento tan dulce que todos enmudecieron escuchándole, incluido su rival. Luego que hubo acabado, en medio de una gran expectación, echó a volar y se alejó por el cielo con una presteza y una elegancia verdaderamente inigualables. El ruiseñor, muy avergonzado, huyó también; durante algún tiempo permaneció oculto, pues no quería que nadie lo viera. Como no aparecía, el gorrión salió un día en su busca. Al final lo encontró, escondido entre unas piedras, con el semblante muy cambiado, como si hubiera envejecido. De muchas maneras intentó entonces animarlo; al ver que no podía, se armó de paciencia y esperó a que poco a poco se fuera desahogando. A medida que lo hacía, se sentía el ruiseñor cada vez más reconfortado: se daba cuenta al fin de lo importante que era contar con un buen amigo, un amigo que lo escuchara y que lo apoyara en todo momento; se prometió a sí mismo que ya nunca más confiaría en su suerte, pues siempre podría haber alguien más agraciado que él, alguien que lo aventajara y que lo dejara en ridículo. Fue una lección que jamás olvidaría: la naturaleza le había otorgado a él unos dones, y no tenía derecho a competir con otros que acaso no los tuviesen.
No sé si entendieron el sentido de aquella fábula. La historia, al menos, debió de interesarles, pues dos o tres veces consiguieron que se la repitiera aquella misma mañana.

Podría contar otras muchas anécdotas de aquellos primeros días de clase. Estaba yo otra vez, como al principio, sentado en el cuarto de la entrada, esperando también a mis alumnos; eran ya muchos, más de diez, con los que entonces contaba. De repente me pareció oír un ruido en la calle; había sido como el sonido que emite una piedra al rodar por el suelo. Pero no había nadie; seguí repasando mis apuntes, como hacía casi siempre antes de empezar una nueva jornada. Permanecí así un buen rato, leyendo lo que la noche anterior había preparado, sumido en ese estado de vaga complacencia que sólo se experimenta en ciertas ocasiones, cuando todo se antoja propiciado por sutil encantamiento. Nadie había aparecido aún. Ya no debían de tardar, me decía a veces ilusionado. Había momentos incluso en que rememoraba algunas escenas de mi infancia: me veía de nuevo en la escuela, sentado en el pupitre, atento a las explicaciones o a los dictados de mi maestro. Tal vez fuera una impresión mía, pero creí que alguien se asomaba por la ventana. Pensé que algún alumno se burlaba de mí espiando furtivamente lo que hacía. Le quise devolver la broma, y con mucho sigilo me dirigí hacia la puerta y me escondí detrás de ella. Aguardé allí unos instantes con el cuerpo encogido, con esa rigidez innata del gato antes de la caza. Oí algo, un rumor, un murmullo que apenas resultaba inteligible. Cuando ya me apercibí de que alguien había entrado, me dispuse a sorprenderlo de la misma manera que el gato actúa ante su presa. Esbozando mi mejor sonrisa, empujé la puerta; pero la sonrisa se me paralizó en la boca y la puerta casi se quedó entreabierta. Una mujer que llevaba un niño cogido de la mano me miraba en aquel momento muy asustada. Mis brazos no cesaban de girar en rápidos aspavientos, balbuceé sin saber lo que iba a decir. Al final, después de varios intentos, conseguí disculparme. La señora, en vista de mi tribulación, apenas salía de su asombro, como si no hubiera acabado de creerse lo que ocurría. El niño, mientras tanto, contenía la risa como podía, retorciéndose de forma convulsiva, incapaz de controlar sus movimientos. Para deshacer el entuerto improvisé una justificación: dije que era yo, sí, yo, aunque no lo pareciera, era yo a quien buscaban, don Luis, el maestro, su servidor.

Octubre fue un mes de lluvias torrenciales. La luz dorada de septiembre había dado paso a la penumbra gris de los días nublados: sobrevinieron horizontes azules, tardes melancólicas, noches de tiniebla y pesadumbre. No cesaba entonces de llover: por todos lados resonaba el agua, repiqueteaba con fuerza en los tejados, chorreaba por los aleros y cañerías de los patios, corría rumorosa y a veces turbulenta por las calles. Por todas partes se oía su ritmo acordado: latía en la oscuridad, horadaba el silencio, penetraba en las conciencias y en la memoria. Todo lo inundaba la lluvia: se filtraba por los resquicios de las puertas; cegaba las ventanas, dejando en los cristales falsos pentagramas que no tardaban en desdibujarse; rezumaba por los muros y por las paredes, goteando en casi todas las habitaciones de las casas.
Las clases seguían ya su curso normal. Había distribuido a los alumnos por edades y aptitudes, convencido de que el aprendizaje requiere un cierto orden, unos métodos más o menos regulares, unas pautas de conducta. Pasaba las tardes leyendo y estudiando; cuando escampaba, iba a visitar a Octavio, con quien me unía ya una gran amistad; él, siempre atento, me proveía de alimentos y de cuantas cosas considerara necesarias. Algunos días, cansado de la lluvia, paseaba distraído por la casa: recorría todos los cuartos; lo miraba todo de nuevo, como si me costara de pronto reconocerlo, deteniéndome de pronto ante cualquier objeto, examinando a veces aquella inscripción que había descubierto casi al azar en una de las vigas del techo. Lo hacía sin ningún interés, quizá como un mero pasatiempo. Sin embargo, el ambiente que me rodeaba, la penumbra gris en que estaba sumido, el rumor de la lluvia por todas partes, influyeron de tal manera en mi ánimo que llegué a sospechar que aquellas iniciales y aquella fecha podían encerrar algún secreto, quizá una clave misteriosa, el principio de una historia nunca revelada, una historia que nunca tenía que haber comenzado.
Había transcurrido ya un mes desde que yo tomé posesión de la casa. Me había acostumbrado a vivir en ella, y apenas echaba en falta nada de mi pasado. A veces, no obstante, me acordaba de Inés, sobre todo ahora, agobiado por la tristeza que aquel otoño me inspiraba. No había podido olvidar la tarde aquella en que me entrevisté con ella. Añoraba un sentimiento que acaso nunca tuve, una emoción que había logrado reprimir cuando todavía no era más que un encendido anhelo. Quizá lo que añoraba era precisamente eso, una posible huella, un rescoldo que aún ardiera en algún pliegue oculto de mi memoria. Lo cierto es que no dejaba de pensar en ella, en lo que habría ocurrido si no la hubiera visto aquella tarde. Tal vez todo habría sido distinto: yo habría ejercido como jurista, alcanzado la fama que antes tanto deseaba. Pero nada de aquello resulta ahora probable, igual que es inútil preguntarse qué habría sucedido al ruiseñor del cuento si no hubiera conocido al mirlo o si el gorrión no se hubiera aprestado después a ayudarle. Tal vez Inés hubiera estado presente en mi vida, como lo estuvo en su momento, aquella noche de junio cuando nos despedíamos, o al día siguiente, cuando paseábamos a solas por la ciudad, embargados de ilusión, acuciados de pronto por ese vago presentimiento que antecede a la irrupción de una pasión amorosa; resentimiento o ilusión que se anuncian con una mirada, con un gesto que apenas se vislumbra en el rostro, una sonrisa tal vez, una palabra que casi se desprende de los labios. Inés me miraba aquella tarde de una manera extraña, como si no se atreviera a dar crédito a lo que ocurría, como si desconfiara de algún aspecto de la realidad que sólo ella intuyera. Hablaba en un tono comedido, casi lineal: apenas había inflexiones en su voz, nada que delatara lo que sentía. Después de haber andado un buen rato por las calles, nos detuvimos en una especie de arboleda, en la ladera de una colina. El sol de junio doraba los lienzos de una muralla que se divisaba entre la fronda. Era todo muy agradable: parecía como si los elementos del paisaje estuvieran confabulados a aquella hora, dispuestos a acogernos en su seno. Nos sentamos al final en un banco de piedra. Percibíanse desde allí tiernas fragancias, delicados aromas; el cielo se cubría ya de una luz rosada de crepúsculo, de una tonalidad incierta y casi misteriosa. Yo quería decirle a Inés algo que la sorprendiera, pues la ocasión era propicia para ello. Quería decirle que me gustaba, proponerle que nos viéramos más a menudo: tenía la intención de acordar con ella algún tipo de relación más estable, una relación que acaso después concluyese en el matrimonio. No era fácil, sin embargo, comunicarle todo esto. Se mostraba todavía seria, circunspecta; así que deseché algunas frases que se me antojaban demasiado convencionales, y aposté por una más filosófica: “La vida es una aventura”, le dije. He de reconocer hoy que aquella afirmación no era sino un resabio romántico, fruto quizá de mis ideas anteriores. A continuación le aclaré que, igual que la vida, el amor también es una aventura, un azar ciego, un fenómeno que no está al alcance de nuestras predicciones, un sentimiento que de pronto nos arrebata y nos transforma. Ella meditaba, tratando de comprender el sentido de mis palabras. La cogí del brazo, noté cómo se estremecía. Una mueca de abatimiento se dibujó entonces en su cara, sus párpados temblaban. Sus ojos, en cambio, tenían ahora un brillo más intenso, una expresión más dulce y embelesada. Retiré en seguida mi mano. Ella vaciló, movió ligeramente los labios; al final esbozó una tímida sonrisa que apenas duró un instante, quizá un segundo. Yo, mientras tanto, esperaba impaciente su respuesta; estaba dispuesto a ser su novio si ella me daba su consentimiento. Pude comprobar que era aún más hermosa de lo que yo imaginaba: sus cejas, muy finas, se arqueaban con facilidad, con cierta desenvoltura; sus pómulos, algo pronunciados, lejos de restarle belleza, conferían a su semblante una gracia singular. “Tú no has nacido para amar a una mujer como yo –oí que me decía−. No, tú nunca serás feliz conmigo: yo estoy sometida a una sociedad y a unos prejuicios, y aspiro a una clase de vida muy distinta de la tuya; tú, en cambio, eres libre, a ti nada te sujeta. Lo pensé anoche, mientras me dormía. Yo te quiero, pero a veces es preferible renunciar a los sentimientos antes de que sea demasiado tarde. Aún estás a tiempo: si así lo decides, continuaremos esta relación; si no, quedaremos como buenos amigos”. No supe qué contestarle; le prometí que al cabo de algunos días conocería mi decisión.
Durante varias semanas no dejé de pensar en lo que Inés me proponía: era muy probable que me hubiese enamorado, pues no me resignaba a la idea de perderla; si era esto lo que finalmente resolvía, a mí no me suponía entonces ningún esfuerzo renunciar también a la sociedad a la que ella pertenecía, un mundo por el que yo sentía cada vez menos aprecio y que no era en el fondo el que a mí me correspondía. Tenía razón Inés cuando me decía que mi vida no podía estar sometida a unos prejuicios, condicionada por unas normas ya establecidas; había de escapar de allí si no quería doblegarme a los principios que de algún modo se me imponían. Así se lo hice saber a ella en una carta en que le comuniqué lo que había decidido. Como le había dicho aquella tarde, mi vida comenzaba a ser ya realmente una aventura.

Octavio era un hombre sencillo pero con mucha sal en la mollera. Aunque a veces hablaba demasiado, no tenía, como otros, la fea costumbre de pregonar los defectos ajenos. No es fácil callar en ciertas ocasiones: conocí en aquel tiempo a muchas personas que, tal vez por ocultar sus propios males, no cesaban de criticar a sus vecinos, sobre todo si éstos habían hecho algo que consideraran reprobable; apenas había suceso en Elvira del que no se informaran o del que no les llegara ninguna noticia.
Octavio también estaba enterado de casi todo lo que allí acontecía; sin embargo, su discreción y buen talante le impedían muchas veces hablar de cosas que a otros podían enojarles. Contaba sólo aquello que a él le parecía más conveniente u oportuno en cada momento: refería casi siempre anécdotas que a él le hubiesen ocurrido o que hubiese presenciado casi sin proponérselo; de vez en cuando añadía algún que otro comentario, algún refrán o chascarrillo que hubiese adquirido y acuñado a lo largo de su ya dilatada existencia. Ponía tal entusiasmo en lo que decía, que a menudo involucraba al oyente en su relato: “Figúrate…”, “Imagínate lo que ocurrió después”, “¿Qué habrías hecho tú en mi caso?”, eran algunas de las fórmulas que solía emplear en tales ocasiones. Era, además, bastante escrupuloso con la datación de sus historias: le gustaba referirse al tiempo que hacía o a la edad que él tendría entonces.
Sin su compañía, me habría resultado más difícil integrarme en el pueblo: gracias a él, gracias sobre todo a lo que hablaba de mí con sus vecinos, éstos no tardaron en aceptarme como era. Al principio, no obstante, había notado yo que me miraban con recelo, como si no estuvieran muy seguros de mis intenciones. Algo parecido le habría sucedido a Gregorio, un joven que como yo se había quedado a vivir allí sin que nadie supiera de dónde procedía: me lo contó Octavio una mañana de diciembre en que fuimos a dar un paseo por la vega. Era un día claro y soleado. Nos dirigíamos a la finca de don Enrique, el dueño de la casa donde yo me hospedaba, como ya se ha apuntado. Sin que yo se lo preguntara, se puso Octavio a revelarme ciertos datos acerca de la vida de aquel señor que tan diligente y liberal se había mostrado conmigo. Acompañado de su mujer y de su hija, había llegado a Elvira poco antes de que comenzara la guerra, tal vez huyendo de alguna trama política. Pertenecía a una noble e ilustre familia castellana; entre otras heredades, disponía allí de un viejo caserón y de numerosos terrenos, explotados hasta entonces por colonos y arrendadores. Según Octavio, era aquél un hombre serio y comedido, de carácter más bien reservado. Doña Leonor, su esposa, era más afable y distendida: no parecía mujer educada en la corte; su comportamiento apenas difería del que podía tener cualquier aldeana. Ellos no eran los padres naturales de la pequeña que los acompañaba, pero la querían como si realmente lo fueran. Habían pasado más de treinta años: aquella niña era ya una mujer madura; se había quedado soltera por diversos avatares de la vida que Octavio no llegó a esclarecer entonces. Tal vez por ello, su actitud no dejaba de parecer bastante extraña, pues casi nunca salía a la calle y apenas hablaba con la gente. Al llegar a este punto, sentí curiosidad por conocerla: a mí siempre me ha atraído este tipo de personas, raras e imprevisibles, quizá porque encuentro en ellas algo que no observo en la mayoría y que sin embargo es tan humano como lo que podría caracterizar a cualquiera.
El camino por el que íbamos, bastante sinuoso, serpeaba a lo lejos entre ribazos y acequias. Estábamos ya como a un cuarto de legua de distancia de Elvira. Se sucedían a nuestro alrededor los cuadros de sembrados y de barbechos, los blancos caseríos, las huertas soñolientas. Como en una acuarela, predominaban los tonos ocres y dorados de un paisaje de invierno. Al fondo se divisaban las grises alamedas, semejantes a jirones o a retazos de niebla detenida. En lontananza, sobre un cielo claro y casi resplandeciente, destacaba la imponente mole azul de la sierra, cubierta ya con la blanca toca de las primeras nieves. Situada al pie de una colina, se extendía la ciudad, de un contorno vago e impreciso.
Ya en la finca de don Enrique, asistimos a las labores de la siembra del trigo. Octavio, sin apartarse apenas de mi lado, me iba explicando cómo se hacía. Es una imagen que aún recuerdo con cierto agrado: parece como si estuviera viendo de nuevo a aquellos hombres esparciendo la semilla: los veo caminando con el costal bajo el brazo, cogiendo a puñados los granos para luego arrojarlos a voleo sobre la tierra; los veo después alejarse muy lentamente en el espacio azul de la mañana. Era la misma tarea de siempre, la misma tarea que hicieran sus padres y abuelos, un trabajo que ellos habían aprendido y realizado desde pequeños. Veo sus rostros endurecidos, sus miradas impasibles, llenas de polvo y de sudor las manos y el alma: a veces se detienen, intercambian algunas palabras, calculan acaso las fuerzas que les quedan.
Como todos los años, diciembre era el mes de la siembra. Aquellos hombres contaban el tiempo por sementeras y cosechas, igual que otros lo hacemos por cursos escolares y períodos de descanso. El tiempo tiene sus ciclos y sus edades: tal vez si no fuera de esta manera, si no contáramos los minutos y horas que pasan por nuestra vida, no nos parecería que transcurre tan rápido. Somos nosotros, sin duda, los que envejecemos y morimos: es esta brevedad de la existencia lo que nos conturba y apena; el tiempo no es más que una idea o sensación que se origina y desarrolla en nuestra mente, una realidad que sólo tiene sentido mientras vivimos. Cuando somos jóvenes, sin embargo, discurrimos de otra manera: nos engañamos pensando que el futuro habrá de depararnos lo que en el presente a veces se nos niega. Es en la vejez, como a mí me ocurre ahora, cuando uno recapacita y se da cuenta de estas cosas, de que la felicidad o la gloria que un día alcanzamos también se diluyen y se pierden al cabo de los años. Todo es vanidad, como sentencia la Biblia en uno de sus apartados. Quizá sea el amor lo único que nos reconforta, lo único que al final permanece inalterable. No son precisamente los grandes hechos los que más nos emocionan cuando somos viejos: son más bien otras escenas las que se recuerdan, como la de aquellos labriegos que sembraban la tierra, aquella mañana de diciembre en que yo deseaba ser como uno de ellos.
Fue a la vuelta cuando Octavio me refirió la historia de Gregorio. Se presentó en el pueblo una noche de invierno en que llovía mucho. Nadie lo había visto llegar; era ya muy tarde cuando llamó a la casa de don Enrique. Dicen que fue la hija quien abrió y que, al ver el estado en que se encontraba, le rogó a su padre que lo alojara con ellos. Éste entonces no tuvo más remedio que acceder a lo que se le pedía. Al día siguiente Gregorio se fue a vivir a la casa donde yo ahora residía. (No pude escuchar aquello sin un escalofrío: mi parecido con él era bastante evidente, y yo casi de inmediato lo relacioné con aquella inscripción). Fueron muchos los rumores y los comentarios que se difundieron con motivo de su llegada, me siguió refiriendo Octavio: se dijo que era el hijo de un afamado aristócrata, que hacía penitencia por un serio disgusto que hubiera causado; se pensó también que era un político liberal que había huido de las represalias de la corte; hubo incluso quien le atribuyó algún tipo de historia más o menos legendaria, imaginando que era un joven desengañado que pretendía restañar sus heridas en la soledad del campo. Todos estaban atentos a su comportamiento, deseosos de hallar una señal o un indicio que aclarase el misterio que lo rodeaba. Sin embargo, él apenas hablaba con sus vecinos: pasaba a menudo entre ellos sin mediar ninguna palabra. La gente que lo espiaba conocía ya sus rutas más habituales: le gustaban, según Octavio, los lugares más oscuros y apartados, donde no pudiera ser molestado por nadie. Solía permanecer mucho tiempo sentado en un ribazo o en el interior de una alameda, asistiendo con mirada impenetrable a la lenta mutación del paisaje. Otras veces subía a la sierra: se detenía entonces en lo alto de una colina y se quedaba un rato contemplando el panorama de la vega, dividido desde allí en cuadros diminutos de sembrados y barbechos.
−Sólo hablé con él en una ocasión –me refirió también Octavio aquel día−; sería en el mes de mayo, o quizá en junio, pues estaba yo escardando los maíces. Se acercó a mí para preguntarme si iba a llover aquella tarde. Aunque había muchas nubes, le dije que no era muy probable que lloviera. Quiso saber por qué, por qué estaba tan seguro de mi respuesta. Le expliqué que hacía mucho viento y que eran unas nubes muy altas y ligeras. Como se suele decir en estos casos, la experiencia es la madre de la ciencia: yo, con una simple ojeada al cielo, sé el tiempo que va a hacer en unas horas, quizá en un día entero. Aunque también me equivoco, pues quien mucho habla… mucho yerra… En fin, como te decía, era la primera vez que con él conversaba. Figúrate: un tipo alto, delgado, vestido de negro, con el pelo rubio y en forma de melena. Después de aquello, continuamos charlando de otros temas. Poco a poco se iba mostrando más confiado; llegó incluso a hablarme de una de sus grandes aficiones.
−¿De cuál? –inquirí con curiosidad.
−Escribía versos: era poeta –contestó Octavio con gesto de vaga ensoñación.
No pudo continuar. El cielo de repente se había nublado. Parecía como si un muro de silencio se hubiese interpuesto entre nosotros, una nube de misterio como la que ensombrecía entonces el paisaje. Hubo de transcurrir algún tiempo para que él se animara a proseguir el relato; lo hizo de pronto, sin que yo lo esperara:
−Contrajo una rara enfermedad: empezaron a darle unas fiebres muy altas. Algunos vecinos se alarmaron, pues lo vieron que casi se caía y que pedía a veces el conocimiento. Avisaron entonces al cura y al médico que atendía a zona, pero llegaron demasiado tarde; estaba ya agonizando. Yo tampoco pude asistir a aquel duro trance; cuando me lo contaron, no me lo creía; tardé incluso unas horas en aceptarlo, porque hay cosas que ocurren y que a uno se le antojan imposibles: nadie se podía imaginar que Gregorio desapareciera de la noche a la mañana, una persona a la que todos mirábamos con recelo y extrañeza en el pueblo.
Aunque hacía muchos años de aquello, resultaba sin duda una historia bastante conmovedora, o al menos ésa fue la impresión que me causó en ese momento: sin saber por qué, me vi reflejado en aquel misterioso joven, quizá porque hubiera algo común entre los dos, quizá porque su vida fuera en cierto modo muy similar a la mía. Por otra parte, era muy probable que la inscripción pudiera estar relacionada con él, tal vez con algún hecho ocurrido en su pasado y que no se hubiera atrevido a revelar a nadie. No quise preguntarle más a Octavio aquella mañana; lo notaba muy cansado, un poco afectado por el caso. A mí no me extrañaba ahora que Gregorio hubiese despertado tanto interés y curiosidad entre la gente: su condición de poeta, su figura esbelta y estilizada, el marcado contraste entre su negro atuendo y su rubia melena…, todo contribuía a engrandecer su persona, a crear en torno a él un halo de misterio que habría de ser recordado aún durante mucho tiempo.

Pasé la Navidad con mis padres y hermanos. A pesar de la distancia, los seguía queriendo como antes. Cuando alguien decide cambiar el rumbo de su vida, por muy brusca que haya sido la ruptura, nunca se olvida de sus orígenes. Será una paradoja, pero cuando más lejos estaba yo de mi familia, más unido me sentía a ella. Cualesquiera que sean las circunstancias en las que uno se encuentre, siempre evoca con agrado el calor del hogar donde transcurriera su infancia. Hoy, después de tantos años, cuando casi he perdido la noción del tiempo y de las cosas, no puedo recordar sin emoción a mis padres: por ellos vine al mundo, por ellos tal vez amé la vida; por ellos siento ahora este consuelo que me reconforta e incluso me sostiene.
Me recibieron con efusivas muestras de cariño. No esperaba que me agasajaran de aquel modo: por un instante me acordé de la parábola en que se cuenta cómo un joven, después de haber malgastado su fortuna, es perdonado y acogido por su padre. Pero mi caso era diferente: yo no había sido un joven desaprensivo, como lo fue aquél en su momento; mi fortuna eran los pobres de espíritu, los más humildes y necesitados. Lo mío, bien mirado, era una auténtica locura: si alguien alguna vez lee mis memorias, creerá que es inverosímil cuanto digo; pensará que soy un fantoche o un personaje de novela… No sé, quizá no se equivoque quien piense de esta manera: a menudo me parece la vida una ficción, sobre todo cuando me pongo a recordarla y a contarla como hago ahora.
Me acuerdo de las Navidades de mi infancia. Me acuerdo de la casa de mis abuelos: allí, entre cuartos espaciosos y corredores oscuros, pasábamos aquellos inolvidables días. Me acuerdo de mis hermanos y de mis primos y de nuestros juegos en el desván: armados de espadas y escudos de madera, recreábamos los episodios que con tanto fervor nuestros padres nos relataran, episodios que ellos mismo habían vivido e incluso protagonizado. Recuerdo a i madre sentada al pie de la cama, esperando con paciencia que nos durmiéramos, hilvanando a veces historias que ella entonces inventaba, como la del niño aquel que una noche de invierno encontró el cofre de los Reyes Magos, un niño pobre y desatendido al que la gente apenas hacía caso. Recuerdo también la penumbra azul del salón al amanecer, el frío resplandor de la escarcha en los tejados, los tazones de leche humeante y los roscos de anís dispuestos sobre la mesa, el temblor de las manos de mi abuela al retirar el desayuno, la voz ronca de aguardiente y de tabaco de mi abuelo, los villancicos que cantábamos al son de zambombas y panderetas junto al belén que montábamos en un rincón del zaguán, figuras de barro esparcidas por praderas de musgo y montañas de corcho, riachuelos de papel coloreado que seguían cursos irregulares y caprichosos… En mi memoria aún perdura un eco de aquellas antiguas emociones, acaso porque en la vejez se añora especialmente todo aquello que hicimos cuando éramos niños. El tiempo incluso parece detenerse como entonces; la vida ya no es sino una larga espera de la muerte. Si no tuviera fe, no podría soportar el tedio y la angustia que a veces me asedian y amenazan. No sé qué habría sido de mí si no hubiera mantenido firmes mis creencias religiosas, si no las hubiera cultivado con esmero y rigor apasionado. La fe es algo que se pierde si no se cuida, si no se consolida con la continuidad de unos hábitos. En Elvira, en mis ratos libres, me dedicaba a leer la Biblia. Solía tomar algunas notas de los capítulos más novelescos para contárselos después a mis alumnos; el episodio que más les gustaba era, por cierto, el de la lucha entre David y Goliat, el combate desigual entre el pastor israelita y el gigante filisteo. Les entusiasmaba que yo les refiriese estas anécdotas. No cabe duda de que la narración oral es más divertida: no se enreda en los adornos y amaneramientos de la prosa escrita, sino que se desarrolla siempre de una forma más fluida y espontánea; el que habla precisa de la atención del que escucha, y procura que el interés de éste no decaiga en ningún momento; por ello quizá la narración oral resulta más animada. Es justo lo contrario de lo que a mí ahora me ocurre: como no tengo a quién dirigirme, me pierdo una vez y otra en incontables digresiones, divagando sobre los conceptos o ideas que considero más importantes. Como decía, pasé aquellos días con mis padres y hermanos. Aproveché también la ocasión para visitar a mi amigo Alberto. Fue éste, sin duda, un encuentro agradable. Empezamos a hablar de nuestras cosas con absoluta normalidad, como si nada hubiese cambiado, con el mismo grado de confianza o de complicidad con que nos habíamos tratado siempre. Se le veía feliz, ilusionado con su flamante oficio de abogado. No he conocido a nadie más optimista que él: dotado de una vitalidad extraordinaria, era capaz de afrontar los retos más difíciles, los proyectos más complicados. Le conté lo que había hecho en Elvira durante aquel tiempo; él, a su vez, se refirió a los pormenores de su trabajo y a las exquisiteces de las fiestas en las que a menudo participaba… No creo que sea necesario reproducir aquel diálogo, pues no hubo en él nada que deba destacarse. Fue sólo una toma de contacto, un modo de perpetuar la amistad que ya nos profesábamos.


































III




Hablaba muy despacio, como si no estuviera muy seguro de la formulación exacta de su pensamiento. Tenía más bien aspecto de hombre reservado y meditabundo. Su mirada, sin embargo, era serena y apacible; a veces esbozaba incluso una tímida sonrisa, una sonrisa que de repente se extendía por las comisuras de sus labios en forma de pliegue o de inefable ternura. Mientras conversábamos, reparé en un hecho que en él habría de ser bastante habitual, un gesto que repitiera a menudo: me di cuenta de que en ningún momento se desprendía de su bastón: ya lo acariciaba con la yema de los dedos; ya lo giraba muy lentamente o lo movía de modo caprichoso, describiendo con la contera imaginarios círculos sobre el suelo.
Lo primero que hice cuando regresé a Elvira fue visitar a don Enrique. Él mismo había salido a recibirme a la puerta; según me explicó, había tenido suerte en encontrarlo, porque a aquella hora solía estar dando un paseo por el campo. Luego que hubo agradecido mi visita, me invitó a tomar café en su casa. Entramos en un salón muy espacioso, con el artesonado del techo profusamente adornado con molduras y relieves de escayola; de las paredes colgaban cuadros antiguos, bodegones de frutas, viejas estampas con escenas mitológicas, el retrato de algún antepasado ilustre… Al fondo, en una chimenea, ardía un montoncito de leña. Nos acomodamos en sendos sillones de mimbre, en torno a una mesa que había al lado de un espléndido ventanal que daba a la calle. No me acuerdo bien de qué hablamos: intercambiamos acaso opiniones acerca de Elvira y de sus gentes, le referí diversas anécdotas de la escuela, le conté cosas de mi pasado… Él me escuchaba con enorme interés; de vez en cuando intervenía para comentar o subrayar aquello que consideraba más significativo., cualquier detalle o circunstancia que a mí se me hubiese olvidado. Siempre, antes de hablar, inclinaba un poco el cuerpo hacia delante: parecía como si no quisiera interrumpirme o como si no se atreviera a decir lo que pensaba. Su frase tenía más bien la modulación de un ruego apenas insinuado, que casi no llegara a plantearse.
Mientras preparaba el café en la cocina, pude observarlo todo con más detenimiento. Me llamó entonces la atención el retrato del antepasado: figuraba en él un apuesto y atildado señor, de una edad indeterminada, con el rostro algo enjuto y la mirada recelosa; posaba con cierta arrogancia y afectación, con una mano se cerraba la abertura de la capa, con la otra se apoyaba en un pequeño bastón. Por un instante creí que se parecía a alguien que yo conocía o que hubiese visto en otro lugar. Me sucede en ocasiones algo semejante, cuando de pronto tengo la certeza de haber vivido ya el momento presente: se trata tan sólo de una imagen que en seguida se desdibuja y se diluye en mi memoria, sin que yo pueda hacer nada por evitarlo. Pensé, no obstante, que debía de ser algún antepasado de don Enrique. Les busqué incluso un parecido: al señor que figuraba en el retrato me lo imaginé más demacrado, a don Enrique más favorecido, a éste le endoné la capa, a aquél se la quité. Por más que lo intentaba, no conseguía averiguar en qué consistía aquella posible semejanza. Pensé que había algo común en sus miradas, quizá la misma indeterminación o el mismo aire de desconsuelo, o quizá era la forma tan particular de empuñar el bastón, como si tuviesen en sus manos un objeto que sólo ellos apreciasen. Cuando volvió don Enrique, yo continuaba abstraído en estas divagaciones. “Luego traerá mi hija unos dulces”, dijo con cierta satisfacción. Me acordé en aquel momento de la semblanza que de ella hiciera Octavio, una mujer extraña y huidiza, propensa al abandono y al apartamiento; cuando supe que dentro de poco la conocería, no pude menos de aguardar con impaciencia su llegada. Mientras tanto, estuvimos charlando de varios asuntos relacionados con la política, aunque no fuera éste un tema que entonces nos preocupara demasiado; recuerdo que nos referimos a la última guerra y que él criticó las actitudes mostradas por los bandos enfrentados; no entendía las razones o los motivos que obligaban a los hombres a comportarse de un modo tan execrable. Yo a veces lo miraba con disimulo y volvía a comparar los rasgos y gestos de su cara con los que observaba en el antepasado. Cuando más convencido estaba de que entre los dos había alguna semejanza, don Enrique de pronto desvió los ojos hacia donde yo los tenía clavados, hacia la figura que aparecía en el cuadro. Señalando hacia allí con su bastón, me dijo que era el padre de su mujer, su suegro. Me quedé estupefacto. Menos mal que en ese mismo instante llegó su hija, una mujer alta y delgada, de pálido semblante; se movía con cierta parsimonia, con pasos y ademanes estudiados. Intercambié con ella un breve saludo; su voz resultaba áspera y desabrida. Era morena, de tez oscura; llevaba el pelo recogido en un moño mal ajustado. Tendría unos cuarenta años, aunque bien podía representar diez o doce más. Era la más clara imagen del deterioro y de la decadencia física: los ojos hundidos, absortos en alguna idea o pensamiento que de continuo la atormentase; la nariz larga, un tanto picuda; la boca grande, de labios gruesos y prominentes…
Cuando se fue, me dijo don Enrique que su mujer estaba gravemente enferma y que era ella, su hija, quien se encargaba de cuidarla. Se le notaba más inquieto y apesadumbrado que antes; sin darse cuenta, volvía a aferrarse a su bastón, a acariciarlo con los dedos. Se quedó un rato mirando el cuadro donde posaba su suegro, aquel cuadro que a mí me había llamado tanto la atención. Comprendí entonces el motivo de su tristeza, por qué permanecía tanto tiempo embebido en profundos silencios: comprendí entonces que la vida es a veces más sencilla de lo que parece o de lo que creíamos en una determinada época: don Enrique no era un ser tan misterioso como pudiera alguien pensar al principio; estaba preocupado por la salud de su mujer, por lo que el destino le depararía a su hija. Hay comportamientos que se nos antojan extraños o inusuales, personas a las que atribuimos condiciones que no les pertenecen: si uno meditara un poco en ello, encontraría al final otras razones más convincentes que las que la imaginación o la cabeza a menudo fabrican, razones como el sufrimiento o la incertidumbre o la muerte que nos persigue y nos acecha detrás de cada acto.

Hay momentos en la vida en los que el tiempo discurre plácidamente, momentos en los que miramos complacidos todo lo que a nuestro alrededor sucede, como esas nubes que ahora veo pasar por el cielo movidas por una ráfaga de aire, signos quizá de una inconstante belleza, despojos de un ocaso que casi ya termina… Son instantes que tal vez se nos escapan y que después reaparecen de pronto en nuestra memoria, avivada por la emoción del recuerdo. Quizá lo que propicia tal resurgimiento no sea otra cosa que la intensidad de las sensaciones, igual que la fosilización de un cuerpo depende del grado de adherencia a la piedra en que quedara grabado: un simple olor a tinta me ha devuelto en ocasiones a la estancia familiar en que ensayaba mis primeras letras; al escuchar el tañido de unas campanas, he evocado a veces determinadas escenas de mi pasado en que también lo hacía; esta mañana, al mirar por el balcón, he recordado los tejados que yo contemplaba en Elvira a una hora temprana, unos tejados cubiertos todos de escarcha. Yo era feliz entonces, o al menos así me parece ahora: mi vida transcurría serena y apacible, sin que hubiera apenas nada que me preocupara; disfrutaba de uno de esos estados de beatitud a que antes me refería, algo que no era sino la culminación de un deseo y de una voluntad satisfecha. De vez en cuando, sin embargo, pensaba en Leonor, la hija de don Enrique: me había conmovido su figura, su aparente tristeza. Inútilmente trataba de hallar la causa de aquel apartamiento: yo había notado que miraba con extraña fijeza, como si no hubiese sido capaz de superar alguna secreta dolencia, algún turbio asunto que la desanimara. Ella no disponía, sin duda, de la desenvoltura o el donaire que caracterizan a otras mujeres; era más bien retraída, de aspecto sombrío y desangelado. No era como aquellas heroínas cuyas historias yo relataba a menudo a mis alumnos, heroínas como Judit, la pobre viuda de Israel que con su hermosura había vencido a Holofernes: cuando más acuciante era el asedio del ejército asirio, cuando ya todos los israelitas desconfiaban de sus propias fuerzas, ella entonces se presentó ante sus jefes, convencida de que aún era posible el milagro; acompañada de una criada, un día se acercó hasta el lugar donde acampaban sus enemigos, aduciendo que desertaba de su pueblo; deslumbrados por su belleza, los asirios dieron por bueno cuanto decía, y el mismo general Holofernes se enamoró de ella; pero una noche, después de un banquete, aprovechando que él yacía rendido en su lecho, Judit cogió un puñal y le cortó la cabeza. Gracias a aquella maniobra, pudo consumarse más tarde la victoria de Israel… Leonor, en cambio, parecía bastante indecisa, incapaz de enfrentarse a su propio destino. Había algo en ella que despertaba en mí un vago sentimiento de ternura, quizá porque me compadecía del lamentable estado en que la veía, quizá por esa actitud de ensimismamiento y soledad que se desprendía de su figura y que la hacía más vulnerable a los ojos de cualquiera. Yo era, ciertamente, muy joven, y me costaba creer que me hubiese enamorado de una mujer tan mayor y tan poco favorecida. Aunque no fuera éste mi caso, hoy no me parecerían tan extraños tales desvaríos emocionales: desengañado del mundo, contemplo la vida como un sueño en el que todo hubiera podido ser reemplazable, un sueño muy alejado de la realidad que en él al principio se reflejara.

Las clases comenzaban a las nueve. Puntuales y obedientes, los alumnos tomaban a esa hora asiento en sus pupitres, dispuestos a hacer todo lo que yo les ordenase. Habían progresado ya bastante en sus tareas: sabían al menos escribir su nombre o deletrear algunas palabras sueltas; dos o tres de ellos, los más aventajados, eran capaces incluso de leer y componer frases o párrafos enteros. Aunque a menudo se equivocaban, yo casi nunca reprobaba sus errores; prefería que ellos siempre estuviesen animados y contentos. Valoraba, sobre todo, el esfuerzo y el interés con que cada uno aprendía o se entregaba al trabajo que le encomendase. Rehuía así las comparaciones, un método que sin duda en la educación debería evitarse, pues ocasiona con frecuencia complejos o engreimientos que luego condicionan y conforman el carácter. Por eso, yo procuraba que en la clase reinara siempre un cierto optimismo, un clima distendido del que nadie tuviera que excluirse o apartarse: muchas veces alternaba la instrucción con otro tipo de actividades, cualquier cuento que yo recordara, un simple diálogo sobre temas que considerara interesantes, temas extraídos de la realidad cotidiana o relacionados con hechos acaecidos en Elvira o en cualquier lugar cercano. Un día, por cierto, ocurrió algo muy divertido. Era ya muy tarde, una hora bastante avanzada de la mañana. Con el fin de distraer un poco a mis alumnos, pensé en contarles una historia que yo había aprendido de niño, aquella en que se refiere lo que le pasó a un cuervo que tenía un pedazo de queso en el pico. Coloqué la silla al revés y me senté en ella a horcajadas, apoyando mis brazos en el respaldo.
“Érase un cuervo que se posó en la rama de un árbol…”, había comenzado a decirles; pero me callé al observar que ninguno en ese instante me escuchaba. Hice entonces una breve pausa, sorprendido por aquel comportamiento tan inesperado. Abarcándolos después a todos con la mirada, proseguí en un tono más animado: “El cuervo llevaba un pedazo de queso en el pico y una zorra que por allí andaba…”; pero tuve otra vez que interrumpir el relato, pues advertí que uno de mis alumnos se giraba, tratando de disimular o de ocultar la risa. Me di cuenta en seguida de que a los demás les ocurría lo mismo: unos emitían extraños sonidos, producidos por la vibración repentina e involuntaria de sus labios; otros, más expresivos, parecían aquejados de espasmos nerviosos por la forma en que movían o cruzaban las piernas, por el modo en que se retorcían y se dejaban caer al suelo. Yo no podía imaginar entonces que el causante de todo aquello fuera Octavio, que se había asomado furtivamente por alguno de los ventanucos que daban al corral: quizá al nombrarles la zorra, la habrían asociado de pronto con él. Pero yo aún no lo sospechaba; pensé que tal vez se reían de mi inusual postura; así que corregí la colocación de la silla y volví a sentarme en ella, convencido de que de esa manera ya no se reirían. Cuando los vi más apaciguados, retomé el hilo de la narración con renovado énfasis, acompasando el ritmo de mi voz cuando lo creía conveniente, gesticulando a veces con cierta exageración. Por un rato permanecieron atentos: pude contarles cómo la zorra adulaba al cuervo con falsas lisonjas, cómo éste creyó todo lo que le decía, cómo se disponía a cantar sin acordarse de que tenía el trozo de queso en el pico… Pero de nuevo me interrumpieron: esta vez no eran risas, sino un estrépito de sonoras carcajadas. Por la indicación de uno de ellos, barrunté la posibilidad de que hubiera alguien más allí, algún intruso en el que yo no hubiese reparado antes. Con un gesto de la mano les rogué que no hicieran ningún ruido, y me dirigí sigilosamente hacia la puerta. En medio de una gran expectación, salí afuera y sorprendí a Octavio, que en ese momento trataba de asomarse por uno de los ventanucos. “¡Y al cuervo se le cayó el queso al suelo y la zorra se apoderó de él!”, grité entonces para que me oyeran los niños. El intruso se volvió despavorido. En la clase, el alboroto era tremendo.
Pero no concluyó aquí el cuento. Fue Octavio quien se encargó de terminarlo, improvisando una moraleja que a mí jamás se me hubiera ocurrido:
−La zorra, más astuta, se comió el queso y el cuervo se quedó sin él –les dijo a los alumnos después de que se callaran−. Pero de los dos, fue la zorra quien acabó perdiendo, pues de los éxitos nada se aprende. Los fracasos, en cambio, nos enseñan por lo menos a desconfiar de nuestra suerte, a ser más prevenidos. Aquel cuervo, que no era ningún tonto, aprendió a no fiarse más de los aduladores. Eso, por un lado. Por otro, quería también deciros una cosa que está relacionada con la anterior: que no hay peor ejemplo que el del hombre que tropieza dos veces en la misma piedra, algo así dice el refrán. Pues eso: lo importante no es que cometáis un error, sino que rectifiquéis, pues rectificar es de sabios. Que aprendáis, como el cuervo. Es el consejo que os da un hombre con experiencia, un hombre que ha tropezado no dos, sino hasta siete veces en la misma piedra.

Nos unía ya una estrecha amistad, propiciada por esa compatibilidad de caracteres con que a menudo se distinguen las relaciones humanas. Sin embargo, intuía yo que él se reservaba aún algunos secretos, relativos no a su vida privada, sino a lo que a otras personas les hubiera ocurrido, tal vez por aquella discreción a la que antes he aludido o porque no quisiese hurgar en las heridas ajenas: la historia de Gregorio, sin ir más lejos, me la había contado de forma muy fragmentaria; a mí no se me ocultaba que sólo me había revelado una parte, quizá la parte menos complicada o espinosa de aquel caso, la que habría llegado a oídos de casi todos los vecinos: quizá silenciaba los datos más íntimos, aquellos que sin duda me habrían ayudado a comprender mejor a aquel joven tan enigmático y huidizo, las razones o motivos que lo vinculaban a Elvira, algún episodio o detalle que aún no se hubiera difundido; pero yo no iba a obligar a Octavio a que me lo contara si él no quería; prefería más bien que fuera él mismo el que lo hiciera, en un momento en que se sintiera especialmente predispuesto para ello.
Yo creo que un día estuvo a punto de conseguirlo. Sería a finales del mes de enero, quizá un poco después de los hechos que se relatan en el anterior capítulo. Me había pedido que lo acompañara hasta el olivar de don Enrique; si no recuerdo mal, tenía que ajustar las cuentas con los jornaleros que estaban allí recogiendo la aceituna. Ya a la salida del pueblo, comenzamos a subir por una empinada y tortuosa cuesta. Me habló de la cosecha de aquel año, que se presumía muy abundante; me dijo que las lluvias caídas en el pasado otoño habían sido muy beneficiosas para el campo. Se refirió también al trabajo de aquellos jornaleros, un trabajo que se remontaba a tiempos muy antiguos, una tarea que sin embargo apenas había variado o progresado a lo largo de la historia, basada en técnicas y métodos de una rusticidad muy primitiva y que probablemente habrían ido pasando de una generación a otra de forma paralela y continua. A medida que el camino ascendía, podía contemplarse un panorama cada vez más amplio y hermoso de la vega: como un lienzo en el que se sucedieran los retazos verdes y marrones de sus hazas y barbechos, aparecía ésta recortada sobre un fondo oscuro y borroso de alamedas. A lo lejos, un tanto desdibujada, se vislumbraba la ciudad, con sus múltiples edificios amontonados al pie de unas colinas. Más arriba, presidiéndolo todo, cubierta de nieve, se elevaba la sierra, surgida como un espejismo entre las nubes. En frente de nosotros, a no mucha distancia, se hallaba el cerro del Castillejo, un cerro abrupto, coronado por riscos y breñas de hosco aspecto; a veces, repetido y agrandado por el eco, llegaba a nuestros oídos el áspero graznido de las aves que anidaban entre sus rocas. Más allá, en un segundo término, en un paraje más apartado e inhóspito, había unos peñascos de color rojizo que a aquella hora de la tarde refulgían de un modo extraño y siniestro. Según me explicó Octavio, aquél era uno de los sitios más frecuentados por Gregorio: se refirió a él casi de forma involuntaria, quizá por esa costumbre suya de aclararlo o de especificarlo todo; lo había hecho con cierta indecisión, como si de pronto se hubiese arrepentido de pronunciar su nombre. Apenas lo hubo dicho, desvió su atención hacia otro lado: miró el pueblo, del que ya sólo apenas se divisaba la torre de la iglesia, rodeada de una franja diminuta y negruzca de tejados. Habíamos llegado ya a un terreno bastante alto, poblado todo de olivares. Aunque no se veía aún a nadie por aquellos contornos, de vez en cuando oíamos unas voces lejanas, acompañadas de unos golpes que de repente sonaban bruscos y desiguales. Poco a poco, en silencio, nos fuimos acercando al lugar al que nos dirigíamos, el lugar donde se hallarían los jornaleros con quienes Octavio había de ajustar las cuentas de la aceituna recogida aquella tarde. Apenas interrumpieron su labor cuando llegamos: estaban en aquel momento desplegando unos enormes fardos al pie de unos olivos. Eran unos hombres fuertes, de aspecto muy saludable. Uno de ellos, tal vez el encargado o el capataz de la cuadrilla, nos saludó de forma muy efusiva. Mientras Octavio hablaba con él, yo me puse a observar lo que los demás hacían: unos vareaban, golpeando las ramas con infatigable empeño; otros, agachados, recogían con paciencia las olivas que se dispersaban por el suelo, echándolas en unas espuertas que arrastraban con cuidado. A veces alguno de pronto entonaba una sentida canción; por un instante su voz se quebraba con trémulo acento, convirtiéndose así en una queja desgarrada, una queja o ayeo que no se correspondía con nada que yo antes hubiese escuchado, algo que a mí entonces me resultaba bastante conmovedor y extraño. Podrá pensarse que desconocía aquellas costumbres, o que no comprendía a aquellas gentes; pero no era éste mi caso, pues antes de llegar a Elvira sabía lo que me esperaba; estaba, cuando menos, suficientemente informado. Sin embargo, a veces la realidad sobrepasa los límites de lo que hubiéramos imaginado: yo no había escuchado nunca nada semejante, un canto que quizá se remontaba a un tiempo del que apenas hubiera quedado constancia. Octavio, mientras tanto, charlaba con el capataz de la cuadrilla, ajustaba cuentas, bromeaba; se le notaba sin duda más animado que en otras ocasiones, se reía sin ningún motivo, contestaba incluso con desparpajo a las preguntas que con cierta malicia los otros jornaleros le hacían. No era ése, desde luego, su modo más habitual de comportarse, como no lo fue tampoco el que yo más tarde en él advertí, mientras caminábamos otra vez juntos hacia el pueblo. Se mostraba serio, bastante distraído; su voz adquiría de pronto un timbre más hueco, un tono de gravedad que yo jamás hubiera sospechado. Sugestionado por la soledad de aquellos parajes, me refirió historias que en otras circunstancias quizá hubiesen resultado rancias o insustanciales. Así, según él, cerca de allí, tal vez donde ahora está asentado el pueblo, existió en otro tiempo una ciudad romana. Se llamaba Ilíberis y gozaba de gran fama entre sus contemporáneos. En torno a ella circulaba una leyenda en la que Octavio nunca había dejado de creer. Al principio pensé que tal leyenda se basaba en vagas suposiciones, en conjeturas que posiblemente no tuvieran ningún fundamento; más tarde, unos años después, comprobaría que ciertos geógrafos de la época romana hablan en sus tratados de una tal Ilíberis, una ciudad que debió de ser muy importante, pues no en vano en ella se celebró uno de los primeros concilios de la Cristiandad; sin embargo, por razones que se desconocen, aquel esplendor se fue extinguiendo poco a poco, y los iliberitanos tuvieron que emigrar a otros lugares más prósperos y seguros. No son, pues, muchos los testimonios que se poseen; algún historiador posterior se ha referido también a la posibilidad de que Ilíberis se levantara sobre los restos de un anterior poblado ibero, lo cual no es del todo muy fiable: Elvira, fundada por los árabes y conquistada después por los cristianos, representaría de esta manera el cuarto eslabón de una larga cadena histórica que se habría iniciado antes de la llegada de los romanos; faltaría, no obstante, una buena porción de datos que corroboraran esta continuidad, datos que arrojaran luz sobre un pasado que a veces resulta oscuro e inescrutable. De ahí que cada época tenga su propia leyenda; la imaginación popular es en este punto insaciable: recrea o distorsiona los acontecimientos a su antojo, inventa episodios o desenlaces que nunca llegaron a producirse. Así, la desaparición de Ilíberis, según la versión de Octavio, no se debió a un éxodo masivo de sus habitantes o a un progresivo empobrecimiento, como habría que deducir de la información que proporcionan determinados libros, sino a un fortísimo terremoto que habría asolado la zona. Aunque no haya ningún testimonio que lo certifique, este hecho podría parecer incluso más o menos verosímil, pues siempre se han producido desastres de esta naturaleza. Pero cabía aun otra posibilidad, que era la que recogía y desarrollaba la leyenda: que existiese una ciudad fantasma, algo así como una réplica ideal de la antigua Ilíberis, erigida de la nada por efecto de algún mágico conjuro. Aunque Octavio solía discurrir con razonable criterio, en aquel momento no pudo tampoco sustraerse a la innegable fascinación que sobre las conciencias ejercen los insondables abismos de la fantasía: al principio aludió a ello con ciertas reservas; sin embargo, a medida que avanzaba en su relato, se le notaba cada vez más animado, como si, después de haber cruzado las fronteras de lo natural, se adentrase con firme decisión en el territorio de lo ficticio.
−En las noches de luna llena –refirió al final− suceden aquí cosas extrañas. Dicen que se oyen unos ruidos espantosos, primero es como un galope lejano de caballos, después sobreviene un profundo silencio…, parece como si alguien nos espiara desde las sombras, como si nos fuera a tender una trampa… A mí a veces me ha ocurrido, el vello se me pone de punta al recordarlo: es algo increíble, todo se vuelve extraño y misterioso. Yo no lo he oído, pero dicen que después se percibe como un rumor de pasos entre los olivos, es como si toda una legión de fantasmas deambulase de pronto por estas tierras. Se oyen incluso voces desesperadas, lamentos desgarrados, llantos de niños, maderas que crujen, muros que se derrumban, piedras que ruedan desde esos montes tan altos…
Yo, por supuesto, sabía que aquello no podía ser verdad; sin embargo, he de confesar que por un momento dudé, creí que iba a ser testigo de alguno de aquellos fabulosos y terribles episodios. El paisaje que se descubría entonces aparecía muy difuminado: apenas se distinguían ya los tonos ocres y morados de las hazas de la vega; se habían borrado los contornos, diluido los colores. Todavía hoy, después de tantos años, la emoción me embarga al evocarlo. Veo de nuevo los tejados del pueblo, amontonados y confundidos en una franja oscura. Veo la silueta de la torre de la iglesia, recortada sobre un cielo cárdeno de invierno. Todo se ha convertido ya en una sucesión de sombras, en una serie inconclusa de tenues contrastes. A lo lejos se vislumbra la mancha marrón de las alamedas, extendida sobre la superficie parda de la vega. La sierra es ahora un sucio telón que completa o cierra el paisaje, un telón de fondo que se desdibujara en la distancia. Se cierne sobre mí un espacio tenebroso, tachonado de olivos, un espacio que parece que se mueve o que toma formas imprecisas. El cerro del Castillejo ha adquirido un aspecto más lúgubre y medroso, semejante al de un monstruo o al de un engendro producido por un pavoroso cataclismo. Tengo la impresión de que, en efecto, voy a asistir a una escena terrorífica. Lo veo todo envuelto en una tétrica penumbra, bajo las cenizas de un crepúsculo que aún no ha acabado de extinguirse, y me quedo en silencio contemplando tan extraño panorama, sobrecogido por tanto misterio, y oigo entonces una voz que se me antoja muy lejana, y un rumor de pasos, y una especie de lamento o queja apenas pronunciada, y me doy cuenta de pronto de que es Octavio el que camina a mi lado.

Llegó el invierno con sus horizontes azules y sus nieblas agrupadas. Desde aquí, desde mi gabinete, he asistido a la lenta mutación del paisaje. Un viento helado recorre ahora la ciudad; ya nada es igual que antes. Apenas salgo a la calle: me veo torpe, dominado por una fuerte sensación de impotencia o de inestabilidad que me tiene aquí confinado, en este oscuro cuarto donde transcurren mis días. A veces pienso, no sin razón, que el invierno también ha llegado a mi vida: al inhóspito puerto de mi vejez ya no arriba ninguna ilusión, y entre las brumas que de continuo lo cubren sólo alcanzo a divisar las sombras de un pasado que por momentos me resulta extraño e incomprensible. No obstante, es probable que, por alguno de esos resortes de los que está dotada la naturaleza humana, pueda algún día renacer también de mis cenizas. Soy consciente de mis limitaciones: sé que tarde o temprano habré de claudicar. De vez en cuando, para desentumecer un poco las piernas, deambulo un rato por la habitación, abriéndome paso entre los objetos que la componen, entre estas sucias paredes que en otro tiempo albergaran más alegres designios; esta ocupación, por ociosa que parezca, me es de gran utilidad, porque al menos siento otra vez en mis miembros al cansancio que toda actividad física proporciona; mientras paseo, reflexiono sobre mi vida o sobre aquellos aspectos que más me interesan, rememoro experiencias o anécdotas antiguas, sucesos que ya pertenecen a ese pasado tan incierto y fantasmagórico, como lo que me ocurrió en Elvira un frío anochecer de febrero. Había estado toda la tarde reunido con Octavio y con otros vecinos en la taberna del pueblo. Era éste el lugar donde se deliberaban casi todos los asuntos: la contratación de las cuadrillas, el arrendamiento de las tierras, la regulación de los riegos, la venta y comercialización de los productos… En ocasiones, lo que parecía una conversación ordinaria adquiría de improviso un cariz de protesta o de enconada polémica: los ánimos se encrespaban con pasmosa facilidad, y había que terciar como fuera en las discordias. No sé si era la primera vez que asistía a aquellas reuniones; tampoco me acuerdo de lo que se habló aquel día. Yo había salido de allí a eso de las siete o siete y media, que era más o menos la hora convenida en que todos decidíamos volver a nuestros hogares. Después de acompañar a Octavio hasta su casa, me encaminé hacia la mía. Recuerdo que estaba nublado y que hacía mucho frío; aún se descubría un resto de luz prendido en el cielo morado del crepúsculo. Iba por una estrecha callejuela, entre grises paredones y tapiales polvorientos, dispuesto a retomar cuanto antes el hilo de mis cotidianas tareas. Todo aparecía oscuro y solitario; lejos, colgado de una esquina, un farol arrojaba una claridad difusa y mortecina. Tuve la impresión de que me adentraba en un espacio desconocido, en un territorio habitado por furtivos espectros. De pronto oí algo: era una voz de mujer, una voz temblorosa, casi infantil. Me detuve al instante. Alguien salía del portal de una casa; vi cómo se proyectaba su sombra en la penumbra de la calleja. Alguien que tal vez había acechado mis pasos sin yo notarlo, aunque en aquel momento no pensé que aquel encuentro fuera provocado, sino fruto de la casualidad, o del azar ciego a que nos conduce el destino. Hoy, en cambio, mi opinión es bien distinta: nadie en este mundo está libre de que otra persona, impunemente, espíe sus movimientos, conozca sus costumbres; no, a nadie le puede asistir la certeza de que su vida no ha sido observada, escrutada por otros ojos; es posible incluso que a esa persona no la hayamos visto nunca o que simplemente no hayamos reparado en ella, quizá camina a nuestro lado sin que nos demos cuenta, quizá nos vigila tras los visillos de alguna ventana, o desde el zaguán de una sombría callejuela, en un frío anochecer de febrero, como me ocurrió a mí entonces. Pero en este caso yo sí conocía aquel rostro: era un rostro enjuto, bastante compungido; aparecía desdibujado por la penumbra, provisto de una gravedad extraña, como si todos sus rasgos se hubiesen concretado en una única mueca, en un gesto de hastío o de indiferencia muy acentuada. Sí, yo conocía aquellos ojos, unos ojos llenos de recelo o de indignación por algo que tal vez no estaba a mi alcance. La verdad es que no esperaba encontrarme con Leonor allí, a aquellas horas. Noté cómo se movían sus labios, tratando de componer una tímida sonrisa; intentaba hablar, pero no hallaba el modo más adecuado de hacerlo. Se mostraba indecisa, como si no estuviera muy segura de que fuera a mí realmente a quien ella buscaba. Al final logró pronunciar mi nombre, no sin cierto balbuceo. Era, en efecto, una voz infantil, la voz de una niña que solicitara algún capricho o que requiriera una atención que hasta entonces nadie le hubiera prestado, angustiada de pronto por un futuro que considerara oscuro e inabarcable. Sin embargo, lo que más me impresionó fue, sin duda, su mirada: se fijaba en mí con tal insistencia que por un momento creí que me acusaba de algún daño que yo a ella le hubiese ocasionado. Con el ánimo un poco contraído, la saludé con afectada naturalidad, disimulando mi sorpresa; cuando ya me disponía a preguntarle por su padre, sin otro fin que el de iniciar una conversación, retrocedió unos pasos como si desconfiara de mi presencia y, sin que mediara ninguna disculpa, se internó en el portal de donde había salido. Yo entonces deduje que allí viviría alguna vecina a quien habría de visitar aquella tarde; pensé, por tanto, que había sido un encuentro casual, un hecho completamente imprevisto; lo que no me pareció muy normal fue aquel comportamiento tan extraño y huidizo, aquella mirada tan fija y recelosa. Sin embargo, hoy lo comprendo todo, quizá porque ahora cuento con datos o con detalles que entonces desconocía. Se trata de una imagen que aún no he conseguido desechar de mi memoria, una obsesión que me dominara y me poseyera: a veces creo que vuelven a clavarse en mí aquellos ojos melancólicos; tengo incluso la impresión de que me observan desde la penumbra, desde cualquier rincón de este cuarto donde ahora me hallo, en esta tarde gris de invierno que casi ya concluye al otro lado de mi ventana.
Ha empezado a nevar; de repente ha cambiado el panorama: van cayendo lentamente los copos sobre la ciudad adormecida, van cayendo como los flecos de un telar que una sabia mano gobernara. Casi sin darme cuenta, me he abandonado a la contemplación del paisaje con la misma actitud de quien se abandona al abrazo que le concede una persona querida, igual que si me dispusiera a escuchar las notas de una tierna y apacible melodía. Están ya blancos los tejados, las ramas de los árboles, las aceras; las torres de la catedral aparecen difuminadas por la nieve, rodeadas de un halo claro e indivisible. Nada se oye; reina un silencio absoluto: han sido anulados todos los ruidos, todas las voces. Me es grato permanecer aquí, sentado en mi gabinete, solo, olvidado; me es grato incluso recordar otros momentos, por muy amargos o desagradables que fueran. Ya no siento sobre mí el peso de aquella mirada; también la nieve ha atenuado su dureza. El cielo es ahora de un color rojizo; caen los copos con mansedumbre, con un ritmo acompasado.

Primavera, horizontes dorados, reverberación de la luz sobre los verdes trigales, indómita ascensión de la floresta, amenas soledades. Se pueblan las alamedas con sus hojas nuevas. Cantan los pájaros. Se escucha el rumor del agua en las acequias. Lejos, detrás de unos ribazos, el grácil tintineo de unas esquilas delata la presencia de un rebaño de ovejas. Aire tibio, encantado; profusión de aromas y de notas suaves. De sangre y de oro se pinta el ocaso en las distancias muertas. Sobre una colina de olivares está recostado el pueblo, adormecido bajo el sol de la tarde. Más allá se descubre un panorama de oscuros serrijones, de abruptos pedregales. Contemplo por unos instantes el cielo, azul, sereno, surcado de cuando en cuando por una bandada de palomas o de raudos vencejos. Hay todavía nieve en la sierra. Primavera soñada. Se oye un tañido lejano de campanas. Me detengo de pronto en una estrecha y sombría callejuela: floridas macetas adornan los portales y balcones de las casas. Llega a mis oídos el canto alado de unos niños que juegan en una placeta: hay en sus voces un eco de antiguos romances, de historias que nos hablan de cautivos y de princesas.
Los cangilones de la memoria, esa vieja noria perezosa, a veces nos devuelven sensaciones o vivencias que creíamos olvidadas, imágenes o fragmentos de un tiempo que casi ya no nos pertenece y que incluso extrañamos, envuelto todo en un halo mágico de leyenda. Un claro resplandor invade la estancia donde ahora doy clase a mis alumnos. Acodado sobre la mesa, con la cabeza apoyada entre las manos, mientras ellos realizan sus tareas, pienso en los logros obtenidos, en los objetivos que por diversos avatares aún no se han cumplido; porque en la enseñanza, como en la vida, es bueno de vez en cuando reflexionar un rato, reparar errores, desestimar algunas ideas, concebir otras; porque en la enseñanza, como en la vida, se debe evitar el estancamiento, la reproducción de las mismas actitudes. Sí, hay un envejecimiento natural y otro prematuro, el cual no obedece al paso de los años o al cansancio acumulado, sino más bien a la falta de ilusión, a un consentido desgaste. Por eso, el mejor antídoto contra el desaliento es la renovación, el cultivo de más fieles esperanzas. Es hora, pues, de recapitular, de hacer balance; pero es también hora de recordar, de rememorar determinados casos, las circunstancias que me han rodeado desde que llegué a Elvira, las personas con las que he tratado. Octavio ha sido, por supuesto, mi mejor amigo: de él he recibido siempre un apoyo y una colaboración inestimables, algo que a buen seguro sabré valorar mientras viva. Lo mismo podría decir de mis alumnos: los quiero como si fueran mis propios hijos… No sé, quizá exagero: quizá es un tanto desmedido lo que digo, lo que en estos momentos siento por ellos. Han aprendido ya a leer y a escribir con cierta soltura; su esfuerzo ha sido notable, pues al principio hubieron de vencer innumerables dificultades. Pero más importante que lo que han aprendido es, sin duda, lo que han conocido y experimentado durante este tiempo, los valores que han asimilado. Aunque puede que aprender y conocer signifiquen lo mismo: el uso del lenguaje no está exento de imprecisiones, y uno a veces no se expresa con la corrección que debiera. Educar, en cualquier caso, no se reduce a instruir, a una mera transmisión de saberes: en ningún manual se enseña a ser feliz o a respetar al prójimo, por ejemplo. Yo me había propuesto formar a individuos, no a seres que se someten a la aceptación de unas normas o de unos principios establecidos. Era éste mi primer objetivo, un objetivo que acaso requiera todavía una buena dosis de paciencia y esmero. Pero a mí no me asustan los retos difíciles: cuando uno actúa de esta manera alcanza una madurez impropia, se reviste de una autoridad que antes no tenía o no sospechaba que tuviera; son las obras las que nos confieren el sentido o la plenitud que buscábamos, la seguridad de que nos hallamos en el camino cierto. Cuando a uno le asiste la razón, apenas hay nada que entorpezca o impida la realización de sus proyectos. Por eso, Jesucristo, a quien también le asistía la verdad, es el maestro por excelencia: propagado al principio por un grupo de fieles y abnegados discípulos, su mensaje llegaría a extenderse después por todos los confines de la Tierra. Yo, igual que Él –aunque la comparación resulta insostenible−, aspiro a que algún día mis alumnos imiten mi ejemplo; me conformaría tan sólo con que en uno de ellos fructifique la buena semilla que en sus corazones arrojo, con que recuerde alguno de los valores que les inculco. Ellos, mientras tanto, continúan realizando sus tareas: Antoñín, Felipe, Andrés, Isidoro, Carlos, Miguel, Juan, Marcos, Pedro, Alfonso, Jaime… Los observo en silencio. Son felices; nada les preocupa. Tal vez la vida les depare innumerables desengaños, pero de momento están aquí, en la clase, libres de todo contratiempo, bañados en esta dulce luz de primavera.

A los alumnos se les recuerda por ciertos rasgos o detalles concretos. Entonces, durante aquellos primeros años, el más inteligente de todos era Carlos: serio, circunspecto, captaba las explicaciones con suma rapidez; estaba, además, dotado de una memoria prodigiosa, una memoria que lo preservaba de cualquier desliz o error que lo igualase a sus compañeros. Por si fuera poco, contaba también con una exquisita sensibilidad: valoraba con agrado la enseñanza, se mostraba interesado por todo tipo de temas, por la evolución de la raza humana, por los avances científicos, por los misterios del universo… Quizá su único defecto, por llamarlo de algún modo, era a veces su excesiva prudencia: parecía como si tuviera miedo a equivocarse, a no actuar como a él le correspondía.
El polo opuesto lo constituía, sin duda, su primo Andrés: era intrépido, locuaz, ocurrente; sus bromas resultaban a menudo demasiado atrevidas. Disponía de un ánimo tan alegre, de una sonrisa tan contagiosa, que se le perdonaba casi todo, por muy inoportuno que pareciese al principio. Caía, pues, en gracia, y sabía explotar al máximo sus recursos. De él podría, en suma, contar infinidad de anécdotas. Un día se propuso imitarme, remedando algo que yo con frecuencia decía. Es cosa bien sabida que cada maestro utiliza al hablar unas expresiones características: emplea fórmulas más o menos rutinarias, se refiere a casos o ejemplos a los que ya en otras ocasiones ha aludido, repite palabras o términos sin darse cuenta, pronuncia o emite sonidos que casi se le escapan… Yo decía a menudo eh: lo decía con entonación más bien interrogativa, aunque en verdad careciese de sentido o de intención alguna; se trataba de algo espontáneo, de un mero apoyo verbal con el que a veces engarzaba los vocablos o terminaba una frase. A Andrés no se le ocurrió mejor manera de imitarme que repitiendo a cada instante la famosa muletilla. Yo había salido para realizar no sé qué recado y, cuando regresé, lo sorprendí en plena faena. No había entrado aún cuando oí su voz; me detuve en el quicio de la puerta, y me oculté después tras la cortina. Subido en una silla, estaba tan concentrado en lo que hacía, que no había reparado en mi presencia.
−Entonces David –refería con afectada grandilocuencia−, con su honda en la mano, ¿eh?, se acercó al lugar donde lo estaba esperando el gigante Goliat, ¿eh? Tenía tanta fuerza el gigante, que de un puñetazo podía, ¿eh?, arrancar un árbol; podía, ¿eh?, derribar un muro. Pero David, ¿eh?, no se acobardó…
En ese momento irrumpí yo en la escena. Apenas hube aparecido, a Andrés se le descompuso la cara, como si fuera él el que hubiera de enfrentarse al gigante de la historia; se puso tan nervioso que a punto estuvo de caerse de la silla. Con el gesto contrariado, regresó como pudo a su sitio. Creería que yo iba a reprenderle por tal atrevimiento. Pero nada de lo que él creyera ocurrió, pues en seguida retomé el hilo de mis lecciones, que aquel día versaban sobre la constitución de las nubes. De vez en cuando miraba de reojo a Andrés, al que se le veía ensimismado, quizá porque le remordiese la conciencia o porque no las tuviese todas consigo. Yo, en verdad, no sabía qué tipo de castigo o de amonestación merecía su conducta: mientras hablaba, discurría tranquilamente sobre el caso, convencido de que al final hallaría el modo de corregir su irreverencia. Al cabo de un rato, sin embargo, ya no consideraba tan grave lo sucedido: después de todo, sólo se trataba de una pequeña travesura o de un exceso de protagonismo.
−Mañana, si no llueve –acabé diciendo−, saldremos al campo y analizaremos con más detalle las formas de las nubes. Seguro que os gustará la idea. ¿No es así, Andrés? –me dirigí al final a él al verlo tan abstraído.
−¿Eh? –preguntó sobresaltado.
Tras una breve pausa, todos rompimos a reír con fuerza porque también él, sin darse cuenta, había empleado mi expresión favorita.
Tampoco me puedo olvidar de Antoñín. Rubio, de ojos muy vivos, algo belfo, destacaba principalmente por su carácter bondadoso: todo lo acataba de buen grado, y siempre estaba dispuesto a cumplir lo que se le mandase; a veces sus compañeros abusaban de él, pues sabían que era incapaz de negarles nada. Algunos días, incluso, faltaba a la escuela porque su padre lo obligaba a ayudarle en las tareas del campo; debido a esto y a sus naturales carencias, iba un poco atrasado en sus estudios. Él sufría al verse menos capacitado. La verdad es que no tuvo mucha suerte en la vida: siendo aún muy joven, contrajo una enfermedad de la que ya nunca se recuperaría.
Son muchos los recuerdos que se agolpan en mi memoria. Era raro el día en que no sucediera algo digno de ser reseñado, algún incidente o escena imprevista. Mis alumnos no asistían a la escuela por obligación o por el temor a unas represalias, como ocurre en otros casos; lo hacían por propia iniciativa, porque era eso lo que les apetecía. “La letra, con sangre entra”, se suele decir con cierta frecuencia. Yo, en cambio, procedía de manera bien diferente: en ningún momento recurrí a la violencia o a enojosos castigos: procuraba, por el contrario, que mis clases tuvieran un tono distinto, a menudo bastante desenfadado. Como ya he apuntado en otra ocasión, a veces recreaba episodios de la Historia Sagrada que previamente había seleccionado atendiendo a su interés o al mensaje que de ellos podía deducirse. Uno de los más celebrados fue, sin duda, el que se refería al duelo que enfrentó a David contra Goliat: no sé por qué les gustaba tanto a mis alumnos aquel lance, tal vez por lo que tiene de épico o de legendario, o porque les atrajese su final. Sí, quizá era esto por lo que les gustaba: a los niños, según observaba yo a diario, apenas les interesa un argumento si éste no concluye como ellos esperaban, si no satisface todas sus expectativas. En aquel episodio, David derrotaba a su enemigo en una lucha desigual: triunfaba el personaje con el que ellos más se identificaban, el héroe que todos hubieran querido ser.
−El pueblo de Israel, el pueblo escogido por Dios, se vio durante un tiempo acosado por los filisteos –les refería más o menos de este modo−. Al frente de ellos se hallaba Goliat, un poderoso gigante que tenía atemorizados a los israelitas. Un día les comunicó a éstos un terrible mensaje: les instaba a que eligieran a uno para que se enfrentara contra él; de esta manera se dilucidaría la victoria de un pueblo sobre otro. Saúl, el jefe de Israel, convocó a sus principales capitanes para resolver cuanto antes aquella difícil situación: habían de elegir forzosamente a alguien si no querían reconocer la superioridad de los filisteos; ninguno de ellos se consideraba preparado para luchar contra Goliat, contra aquel extraño engendro de la naturaleza. Pero Dios, que siempre está atento a las necesidades de su pueblo, aunque a veces no lo parezca, tenía ya designada a la persona que acometería tan temeraria empresa. Se trataba de David, un joven pastor que solía residir en el campo y que por aquellos días se encontraba por casualidad en el campamento donde estas cosas ocurrían. Apenas se hubo informado de ellas, no dudó en presentarse ante sus jefes. Cuando éstos lo vieron aparecer en la tienda donde se hallaban reunidos, creyeron al principio que estaba loco; pero alguien después reparó en su osadía y opinó que tal vez era el más indicado. Aunque era casi un niño, no se arredraba David ante ningún peligro. Se decidió, pues, que él afrontaría el reto, y así se hizo saber al ejército enemigo, con un comunicado en el que también se fijaban la hora y el sitio del combate. Nadie hubiera apostado entonces por el joven israelita, pues estaba claro que su contrincante era superior; sin embargo, llamaba la atención su gallardía, el aplomo y la decisión con que actuaba, la firmeza con que se dirigía al lugar donde ya lo esperaba Goliat. Iba éste armado a la usanza de su pueblo; cuando vio quién era su rival, no pudo por menos de echarse a reír. Pensó que sería una fácil presa y que muy pronto quedaría aplastado bajo su potente brazo. David, como no conocía el miedo, avanzaba con paso seguro hacia su oponente, que no cesaba de desafiarlo con continuos insultos y amenazas. Al ver que no vacilaba, el gigante filisteo arrojó con fuerza hacia él la lanza que llevaba; pero él, que tan acostumbrado estaba a sortear peligros y a trepar por riscos y peñascales, no tuvo dificultad tampoco en esquivar la trayectoria del arma. Cogió entonces su honda, la volteó varias veces en el aire y, con un brusco movimiento, la disparó con tal puntería que la piedra fue a estrellarse en mitad de la frente de su adversario. Goliat cayó al suelo de inmediato; David aprovechó la ocasión para arrebatarle la espada y de un solo tajo le cortó la cabeza. De esta manera, el pueblo de Israel se liberaba del oprobio y la humillación que desde hacía algún tiempo se cernían sobre él, gracias a David, a aquel joven pastor que supo aceptar los designios de la Providencia.
Era el triunfo de la humildad sobre la soberbia, el triunfo de la imaginación sobre las fuerzas que a veces la limitan.

−Eran novios. Realmente lo sabíamos muy pocos, aunque puede que en el pueblo alguien lo sospechara también, pues nunca faltan las gentes recelosas..., piensa mal y acertarás, que dice el refrán. Yo, por mi parte, nunca se lo conté a nadie, ni siquiera a mi mujer: no es que desconfiara de ella, líbreme Dios, pero ya se sabe, basta con que a alguien se le escape algo para que lo antes era un secreto ya no lo sea. No sé si me entiendes: a veces no es fácil callar, parece que las palabras queman en la boca. Así que se lo oculté a mi muer: había así menos riesgo de que aquello se difundiera. Bueno, pues a lo que iba: yo lo supe por casualidad…, por casualidad nos enteramos de muchas cosas en esta vida. Una noche fui a casa de don Enrique; quería hablar con él de alguna cuestión relacionada con los riegos. Figúrate: era verano, y en verano siempre andamos de un lado para otro, no paramos, la sangre nos hierve en las venas… La puerta de la casa estaba abierta, como es costumbre en esta época. Nadie aparecía por ningún sitio. Avancé a tientas por el pasillo, tropezando con los muebles. Al llegar a la cocina, me di cuenta de que había luz en el patio. Distinguí entonces la voz de Gregorio; pensé que debía de estar reunido allí con la familia, hablando de algo que quizá a mí no me concernía. No entré; consideré que era más prudente que no lo hiciera. Yo no soy como esas personas que se pasan la vida escuchando detrás de las puertas; pero aquella noche, mientras me iba o no me iba, me enteré sin querer de lo que allí se decía: “Podrás venir aquí a hablar con Leonor cuando quieras”, oí que le contestaba entonces don Enrique a Gregorio. Como comprenderás, se trataba para mí de una enorme sorpresa, porque yo jamás hubiera sospechado que las cosas habrían de suceder de aquel modo.
Había ido a ver a Octavio. Había ido con el propósito de que me contase todo lo que supiese acerca de Leonor, porque desde aquel día en que me la encontrara por la calle no había dejado de pensar en ella: me preocupaba su situación, los motivos que la inducían a comportarse de aquella manera tan extraña, porque no hay nada en esta vida que no obedezca a un motivo, que no tenga alguna causa, un punto a partir del cual los acontecimientos adquieren entonces un ritmo que sin duda desborda las previsiones más realistas. También en el pasado de Leonor habría existido un momento parecido, en el que experimentar un giro radical, una inversión de los valores en los que hasta entonces hubiese creído. Y Octavio estaba dispuesto a contármelo todo: había muchos datos que aún yo desconocía, sucesos o detalles que ayudarían a comprender mejor el presente, la turbia realidad en que casi sin quererlo me había visto envuelto. Nos hallábamos los dos solos en el salón de su casa; su mujer había salido con el pretexto de realizar un encargo. La estancia era humilde, sombría; había un fuerte olor a maderas antiguas, a muebles desvencijados, a polvo retenido.
−¿Y qué ocurrió después? −pregunté algo intrigado.
−Ocurrió que se siguieron viendo en casa de don Enrique: aún no había llegado la hora de normalizar aquella relación, de que el pueblo la conociera. Estas cosas de los noviazgos son así: primero se llevan en secreto; después, pasado un tiempo, ya no importa que la gente lo sepa. Por ello, el que no se atiene a esta costumbre corre el riesgo de ser criticado. Gregorio y Leonor no corrieron este riesgo; contaban, además, con el respaldo de don Enrique, que veía con buenos ojos a su futuro yerno, yo creo incluso que lo quería como a un hijo, ésa era al menos la impresión que a mí me daba…, no sé si me comprendes, era el modo de tratarlo, la manera de referirse a él cuando estaba ausente. Pero aquel noviazgo no había de durar demasiado…, en fin, tú me entiendes por esa repentina enfermedad de la que te he hablado.
Ahora sabía ya cuál podía ser la causa de tan extravagante conducta, el punto a partir del cual la vida de Leonor habría sufrido un giro radical: un amor truncado, no por desavenencias sentimentales, sino por las fatales consecuencias de un destino ingrato. Octavio reclinó la cabeza sobre es espaldar de su sillón; la luz que entraba por la ventana confería a su semblante una dignidad extraña, en la que yo antes no hubiera reparado: era la dignidad con que el filósofo atiende a la resolución de un enigma, un enigma que gravitara insomne sobre su conciencia. Presentaba ahora una faz enrojecida, coronada por unas canas de venerable blancura.
A mí no se me ocultaba el hecho de que entre Gregorio y yo pudiese haber algún tipo de similitud: yo era, como él, un forastero que se había instalado en el pueblo; los dos, además, nos habíamos alojado en la misma casa. No era, pues, raro que Leonor, en el colmo de su desvarío, me relacionase con él, o tal vez me confundiese, porque no estaba muy claro lo que a ella le ocurría; vivía como enajenada, inmersa en una especie de continuo alejamiento. Por eso, no dudé en insistir en tan penoso asunto:
−¿Y qué reacción tuvo ella entonces? –inquirí con cierta aprensión.
−¿Cómo quieres que reaccionara? Mal. Lo amaba con locura: aunque no lo parezca, Leonor es una mujer muy apasionada. No sé quién le dio la noticia: supongo que algún vecino. Lo que sí te puedo decir es que se encerró en su cuarto y que sólo se la oía gemir y lamentarse. Ni siquiera asistió al entierro. No hubiera tenido fuerzas para resistirlo: parecía un cadáver, según me contó don Enrique: casi no se podía mantener en pie, temblaba, intentaba hablar pero las palabras se le deshacían en la boca. Debió de ser un duro golpe para ella: tan mal la veía su padre, que un día llegó a confesarme que incluso temía por su vida. “Mi hija no soportará tanto sufrimiento”, recuerdo que me dijo. Así como te lo cuento. Pero no paró aquí la cosa, los males a veces no vienen solos: a las dos o tres semanas, cuando ya parecía más calmada, nos volvió a dar un susto tremendo…, vamos, que yo creía que se había suicidado, así como te lo cuento. Lo que don Enrique y yo pasamos aquella noche no se lo deseo ni a mi peor enemigo, con eso te lo digo todo… Era ya muy tarde. Estábamos mi mujer y yo en la cama, a punto de coger el primer sueño, cuando de pronto llamaron a la puerta. La verdad es que cuando llaman a la puerta a unas horas tan inoportunas, a uno no se le ocurre nada bueno, se pone en lo peor…, no sé, hay cosas que no son normales, cosas que despiertan en nosotros trágicos presentimientos. Bajé a abrir con el corazón en un puño, sin aliento. No te puedes imaginar quién era.
−¿Leonor? –pregunté de inmediato.
−No, don Enrique. Era él: llegaba descompuesto, blanco como la cera. Apenas le salía la voz del cuerpo: “Mi hija, mi hija…”, repetía una y otra vez. “¿Qué le ha pasado?”, me atreví a preguntarle. “No está; ha desaparecido”, me dijo con lágrimas en los ojos. Figúrate qué sofocación. Nos pusimos entonces a buscarla como locos, recorrimos primero todas las calles del pueblo, salimos después a los caminos, nos adentramos en la vega… Parecíamos dos fantasmas, dos almas del purgatorio, Recuerdo que hacía mucho frío, una noche de perros. Estaba todo muy oscuro, silencioso. Don Enrique se empeñó en llegar hasta las alamedas. Yo, en cambio, creía que era mejor que retrocediéramos; pero no me opuse, lo acompañé hasta donde él decía. Fue inútil: no encontramos ninguna señal, ningún rastro que nos condujera al sitio donde ella hubiera podido esconderse. No sé si has estado alguna noche en las alamedas…, es algo tremendo: sólo hay sombras, sombras que se acercan y se alejan. Menos mal que don Enrique desistió pronto de su idea: “Pídele a Dios que nos ilumine”, me había dicho justo en el momento en que se volvía. Y llevaba razón: la fe es lo último que se pierde; uno no debe desesperarse nunca. Lo cierto es que cuando ya nos disponíamos a entrar en su casa, tuvo algo así como una corazonada: lo vi subir como una exhalación las escaleras; yo no me podía imaginar de qué se trataba, y pensé que tal vez buscaba algo, alguna nota que ella hubiera dejado, quizá una carta en la que se despidiera. Pero no: regresó en seguida. “Ven conmigo, de prisa”, me dijo al tiempo que me mostraba una llave que traía. Nos dirigimos a la casa donde había vivido Gregorio, donde había muerto, a la casa donde ahora tú te hospedas.
−Ya comprendo –lo interrumpí−: la inscripción, la inscripción que hay en una de las vigas del techo: ella fue quien la hizo. Son las iniciales de los dos: la L de Leonor y la G de Gregorio.
−Y la fecha que allí aparece es la fecha en que él murió –prosiguió Octavio−. No, no te has equivocado.
Me miraba complacido, igual que el filósofo que al fin halla la respuesta al enigma de la existencia, aunque esta vez no era él quien había resuelto algo, sino que era yo quien había averiguado el secreto de aquellas iniciales que un día descubriera.
−No sé por qué lo hizo –continuó diciendo−, quizá porque quería dejar alguna señal, algún recuerdo. Lo cierto es que allí estaba, en la casa, acurrucada en un rincón del dormitorio; se había quedado dormida. Nos costó trabajo encontrarla, no te creas. No llevábamos ningún quinqué ni nada que nos alumbrara, y tuvimos que recorrer a tientas las habitaciones; como estaba dormida, no respondía a nuestra llamada. Al final dimos con ella: primero distinguimos una sombra, un bulto que apenas destacaba, porque todo se hallaba oscuro, muy oscuro. Supimos que podía ser ella cuando oímos su respiración: era un resuello áspero, un jadeo en forma de ronquido. Nos acercamos a ella con mucho cuidado, pero no debía de tener un sueño muy profundo porque se despertó de inmediato. Se despertó sobresaltada, agitando los brazos con desesperación, como si intentara escapar de una pesadilla. Don Enrique se quitó su gabán y se lo echó sobre los hombros. Ella levantó después la cabeza y lo miró con ojos muy angustiados: “Papá”, balbuceó como si fuera una niña pequeña. Él entonces se agachó un poco y le besó la frente. A mí se me saltaron las lágrimas, como te lo estoy contando, y no pienses que soy un sentimental, pero algunas veces no puedo evitarlo, por qué voy a engañarte; yo siempre digo que con la dureza no se llega a ningún lado, pues de qué le sirve a un hombre ser duro si luego no es capaz de comportarse como exigen las ocasiones, porque cada ocasión exige lo suyo, uno no debe ponerse a reír en un velatorio, ni a llorar en una función cómica, no, porque no está bien, porque las circunstancias no lo permiten.
Le brillaban los ojos: había, sin duda, circunstancias que él no controlaba: parecía como si al recordar aquella escena la emoción lo embargara de nuevo. Ahora su rostro palidecía, tenía una expresión distinta: ya no era el semblante del filósofo que se abstrae de la realidad presente, sino el del poeta que acierta a expresar sus sentimientos. Aunque tal vez entre un filósofo y un poeta no haya mucha diferencia: a los dos los une una misma actitud de búsqueda: uno trata de coordinar sus pensamientos, de darles un sentido; el otro pretende plasmar en unos versos sus propias vivencias: los dos experimentan un raro deleite al ver la consecución de su obra, un placer de orden espiritual que sólo está al alcance de unos escogidos. Yo, en cambio, me comportaba como un espectador, o como un crítico que calibrara los resultados obtenidos. Me parecía, en último término, que todo había sido una suma inopinada de casualidades: yo residía en la misma casa donde se había alojado otro forastero, había descubierto allí una inscripción cuyas iniciales coincidían con las de mi nombre y mi primer apellido, conocía también a la persona que la había grabado, ésta a su vez había irrumpido en mi vida de forma inesperada, incluso sentía por ella una compasión desmedida. No era normal que ocurrieran estas cosas: sin duda, la realidad superaba a la ficción. A veces el destino nos depara estas sorpresas: es impredecible. Pueden pasar años sin que suceda nada importante, años en los que lo que acontece se ajusta a lo que hubiéramos proyectado; sin embargo, cuando menos se espera, surge algo que lo trastoca todo, salta la liebre, como diría Octavio. Por ello, lo más sensato, si no lo más inteligente, es adaptarse a las nuevas circunstancias, acatar lo que el futuro nos tenga reservado. Ésta no es sino la conclusión a la que he llegado al cabo de una larga existencia: es, en todo caso, una conclusión personal, la fórmula en que queda resumida mi propia filosofía, la expresión última de mis sentimientos. No sé qué habría sido de mí si no se hubieran producido tales cuales hechos, si no hubiera superado estas o aquellas situaciones: probablemente pensaría de un modo muy distinto, viviría en otro sitio, me relacionaría con otras gentes, disfrutaría acaso de una posición menos favorable, sería quizá un mendigo o un vagabundo o un delincuente al que nadie quisiera…, es posible incluso que estuviera ya muerto. Si Leonor no hubiera conocido a Gregorio, si éste no hubiera llamado a su puerta, si no se hubiera enamorado de él, si don Enrique se hubiera negado a que salieran juntos, si la muerte no hubiera truncado aquel noviazgo, todo habría sido diferente, y yo no me habría compadecido de ella, ni ella me habría confundido con Gregorio, ni habría existido aquella inscripción cuyas iniciales coincidían con las mías, ni habría yo conversado sobre este asunto con Octavio. Pero todo sucedió de aquella manera porque la vida tal vez sólo sea una suma de casualidades o de hechos imprevistos, porque la vida tal vez supere a la ficción en muchos casos, o porque así lo quiso la Providencia.


Ahora que soy viejo, apenas me asusta ya la idea de mi propia muerte: sé que de un momento a otro habrá de producirse: como una rama que se rompe, como una luz que se apaga o un recuerdo que se extingue para siempre, también mi cuerpo dejará alguna vez de existir. Será sólo un instante, qué sé yo, como un punto sin retorno, o quizá como un punto de inicio o de cambio, igual que se pasa de la vigilia al sueño, un tiempo en el que la conciencia de este mundo se diluye, en el que los pensamientos y los objetos de la realidad emprenden un vuelo imaginario. A veces me he visto al borde de la muerte: creía que me faltaba el aliento, y en un postrer esfuerzo he logrado sobreponerme; parecía como si nadara contra una corriente tumultuosa, y he resistido, he resistido el empuje de las aguas y la oposición de los materiales que éstas arrastraban, y no he sucumbido, y he alcanzado al final la orilla más próxima. Pero esto me sucedió hace algunos meses; ahora espero con serenidad la llegada de mi muerte, con la serenidad de quien ya lo ha perdido todo. Sin embargo, también hay quienes viven de espaldas a esta verdad, como si nunca fueran a morirse. Ni siquiera se lo plantean. Mi amigo Alberto, por ejemplo, apenas habla de este tema: casi siempre lo soslaya o se refiere a él de manera indirecta, quizá porque no se considera capaz de afrontarlo. Incluso todavía concibe ciertas ilusiones, traza proyectos sobre su futuro. No sé si esta actitud obedece a un exceso de irresponsabilidad o a una forma de eludir lo que resulta evidente. Él está jubilado, como yo, pero aún no se resigna a abandonar del todo su actividad anterior; no comprende quizá que las cosas tienen un valor relativo, un valor que concluye cuando termina la vida. Yo, sin embargo, pienso que hay algo más allá de los límites de la naturaleza humana, una dimensión que nos sobrepasa y que no puede ser abordada por nuestra mente. Es ésta una de las cuestiones que más suelen inquietar a los niños: se sienten muy mal cuando comprueban que la idea de la eternidad es inconcebible; no entienden que haya un tiempo o un espacio que se sucedan de manera ininterrumpida, un tiempo o un espacio que no se ajustan a un plan definido. Quizá por ello, me viene ahora a la memoria la mañana en que visitó la escuela don Amancio, el párroco de Elvira. Sería a mediados de junio, antes de que acabara el curso. Yo ya lo conocía: aunque lo veía a menudo en la iglesia, Octavio se había encargado un día de presentarnos. Se trataba de un viejecito amable y simpático; aunque era más bien pequeño, un tanto delgado, tenía sin duda una energía formidable. Sin embargo, yo creo que su mayor virtud residía en la facilidad y frecuencia con que sonreía: no sabía otro modo de tratar a la gente; era un gesto del que no se desprendía nunca, ni siquiera en los momentos en que debía adoptar una actitud más seria y comedida; siempre asomaba su sonrisa, como si con ella pretendiera contagiar su esperanza, comunicarle al mundo que él aún seguía confiando en la Providencia. Y de esto habló aquel día en la escuela: lo primero que hizo, apenas hubo llegado, fue preguntarles a los niños qué concepto tenían de Dios, quién era para ellos Dios. Hubo distintas respuestas: uno dijo que era nuestro Padre; otro, que el Juez Supremo; otro, que la eternidad. Y aquí se detuvo don Amancio; preguntó a continuación qué era la eternidad. Nadie supo entonces responderle. Todos callaban, pero él en seguida esbozó su mejor sonrisa y les propuso esta parábola:
−Imaginad que sois una hormiguita, una de esas que andan por el campo o que trepan en hilera al poyo de vuestro patio. Imaginad que sois tan pequeños como ella: os cobijáis bajo la tierra, en un espacio muy reducido; os desplazáis con mucha lentitud, a la velocidad que os permiten vuestras extremidades; pero sois pacientes, y casi todo lo alcanzáis con vuestra paciencia. Seguid imaginando: vuestra percepción de las cosas ya no es la misma: un perro, por ejemplo, será quinientas o setecientas veces más grande que vosotros, y no hablemos de un árbol o de una casa. Vuestra perspectiva, como decía, ha cambiado: sois insignificantes en comparación con lo que os rodea; teméis que un niño os sepulte a su paso, que el viento os arrastre. Ahora todo os parecerá enorme, desproporcionado. Imaginad, por último, que os dicen que tenéis que escalar una montaña, una montaña tan alta como esa sierra nevada que vemos en frente, más allá de la vega. Pues bien: algo así es para nosotros la eternidad, algo así como lo que representa para una hormiguita la montaña que os digo.
−Entonces nos costará mucho trabajo llegar a la eternidad –repuso Andrés con ironía.
−Bueno, lo del trabajo es lo de menos –contestó él sonriente−. Lo importante es que la eternidad existe, y puede que algún día la alcancemos. No sé si habéis captado lo que os he querido decir, si lo habéis comprendido.
Lo habían comprendido todos. Parecía como si las palabras de don Amancio hubiesen tenido en ellos un efecto inmediato, con el que se hubiesen disipado de pronto todos sus temores; parecía como si la eternidad hubiese dejado de ser ya una idea inconcebible, algo que realmente escapara a su entendimiento o a su capacidad de abstracción. Lo que don Amancio les había presentado era, en cambio, un concepto que podía ser asimilado con facilidad, pues había recurrido para explicarlo a unas imágenes muy concretas, con las que ellos a diario se encontraban.
Es difícil convencer a los niños de que lo que piensan está equivocado o no se ajusta a la verdad: es inútil a veces apelar a la razón o a la conciencia; son por naturaleza contumaces, y se resisten a aceptar aquello que no puede ser abarcado por sus sentidos. Por eso, es bueno en tales ocasiones recurrir a parábolas o a ejemplos más prácticos, como hizo don Amancio, aunque yo creo que también influyó en el ánimo de mis alumnos su inefable y sempiterna sonrisa.

Venían de muy lejos, de los montes orientales de la provincia. Llegaban a finales de junio, quizá antes. Igual que las aves migratorias anuncian con su regreso el inicio de una estación, con ellos principiaba todos los años el verano en Elvira. Era tal el tumulto que ocasionaban, que el pueblo cobraba entonces un aspecto inusitado, un aspecto más jubiloso: ya no era el pueblo gris, sumido en la penumbra azul de sus atardeceres otoñales, como yo a veces lo recuerdo. Solían reunirse en la plaza de la iglesia: allí pasaban las noches, recostados contra algún árbol o al abrigo de algún portal. No venían, por cierto, en gran número: formarían entre todos unas cinco o seis cuadrillas. Parecía como si pertenecieran a una raza muy diferente, como si estuviesen dotados de una mayor fortaleza, provistos de un temperamento singular; tenían incluso la tez más oscura, de un color indeterminado. Eran los segadores. Llegaban cargados de aperos y de utensilios diversos. Inasequibles al desaliento o al sofocante calor del verano, acudían con prontitud a sus tareas: partían casi al rayar el día, y el pueblo otra vez se quedaba desierto, silencioso. A mí me gustaba entonces pasear por las calles, disfrutar de un sosiego que al cabo de diez o doce horas habría de ser de nuevo quebrantado: uno creía percibir aún un eco de sus voces, como un latido que todavía permaneciera impreso en la memoria, en el aire apacible de la mañana. Volvían al anochecer, con gesto ceremonioso, quizá un poco cansados por el esfuerzo. Es una imagen que aún perdura en mi recuerdo: regresan muy despacio, en grupos reducidos; los veo después agolpados en torno al atrio de la iglesia, bajo un cielo azul cuajado de estrellas: son hombres ágiles, llenos de vida, curtidos por una larga experiencia; deambulan por la plaza, charlan entre ellos, ajenos por completo a la realidad que los rodea, porque son diferentes, o al menos a mí me lo parece, hombres de una inaudita rudeza, que trajinan de un lado para otro, casi siempre a expensas de un contrato de trabajo. Los observo de cerca, sin que apenas reparen en mi presencia: siempre hay alguien que desde algún sitio espía nuestros actos, alguien que acaso se oculta en un portal o tras los visillos de una ventana, o que se cruza con nosotros por la calle, saludándonos incluso con absoluta naturalidad. Pero a ellos no les preocupa que un intruso como yo los observe, porque es algo a lo que están acostumbrados, un hecho que no interferirá en sus vidas, como no interfieren las ideas o las cuestiones que a los demás a menudo nos agobian. Quizá su mayor felicidad consista en disfrutar de esos momentos, cuando están todos reunidos en la plaza de la iglesia, departiendo como buenos amigos, bajo un cielo cuajado de estrellas.
Con ellos principiaba una vez más el verano, y con el inicio del verano se cerraba también un curso académico; comenzaba así un largo periodo de descanso que yo aprovechaba sobre todo para leer y pasear, dos aficiones que no he dejado de cultivar nunca. A veces me era grato también reflexionar acerca de los enigmas de la existencia, quizá porque el verano es una época que se presta a este tipo de ocupaciones, quizá para compensar de algún modo toda esa serie de tensiones que conlleva la docencia; no en vano, a mí lo que más me apetecía era precisamente estar solo, abandonarme a mi suerte. Ciertamente, hay placeres en la vida que escapan al común de los mortales o que no son apreciados de la misma manera: a mí me gustaba, por ejemplo, pasear por el campo al amanecer, contemplar los primeros rayos del sol, escuchar el rumor del follaje o el susurro del agua bajo la maleza… Son placeres que en la mayoría de los casos pasan desapercibidos, integrados en una rutina diaria que casi los anula o embrutece.
Yo era consciente de que aquel verano tenía para mí un especial significado: con él se cerraba no sólo un curso escolar, sino también una etapa, un capítulo en el que estuviesen ya perfilados los elementos principales de una historia. Sabía lo que quería, y apenas echaba en falta nada de mi pasado; incluso repudiaba aquellos sueños de gloria que tanto había ambicionado en mi juventud. Lo único que entonces pretendía era vivir con intensidad lo que a cada instante se me ofrecía, y lo que se me ofrecía en aquel tiempo era un sentimiento de inefable abandono, un dulce sosiego, algo parecido al embeleso contemplativo que con tanto ardor evocan los escritores místicos. Sin embargo, como no hay nada definitivo en este mundo, como todo en él está expuesto a mudanza, el destino una vez más se encargaría de desbaratar algunos de mis propósitos iniciales.
Así, sin ir más lejos, contaré lo que me ocurrió a finales de agosto de aquel mismo año; se celebraban entonces en Elvira unos festejos locales. Fue un hecho inesperado, un lance fortuito: en cualquier momento puede surgir algo, una mirada que de pronto nos envuelve, una sonrisa…, algo que tal vez se intuye y que no estaba en ninguna parte.
Después de la función religiosa, los elviranos pasaban el día en una explanada próxima a la plaza de la iglesia. La muchedumbre se apretaba allí, bullanguera y codiciosa. La imagen que ahora presentaban los labriegos, ataviados con sus mejores galas, no tenía nada que ver con la que mostraban a diario, chabacana y ridícula. Acudía gente de todos los sitios, incluso de los arrabales más apartados o de aldeas que se hallaban a dos o tres leguas de distancia. Turbas de andrajosos muchachos irrumpían de pronto, provocando la consiguiente alarma entre los que allí nos congregábamos. A ambos lados de aquella explanada se alineaban los puestos de los mercaderes, humildes tenderetes construidos con lonas y con cuatro o cinco palos que sostenían unos cuantos pedruscos apilados en el suelo. En ellos se ofrecían productos de distinta naturaleza: frutas del tiempo, hortalizas, hierbas con propiedades medicinales, aperos para la labranza, vasijas, lebrillos, botijos, damajuanas, cestos de mimbre, sillas de anea… Sería imposible enumerar las cosas que allí había: era tan variada la mercancía, que el conjunto producía una sensación agradable, una sensación que halagaba los sentidos y que incitaba a mirarlo todo con más detenimiento: a los pregones de los vendedores, gráciles e insinuantes, se unía un profuso repertorio de colores y de aromas diversos. Prestidigitadores y magos atraían con sus habilidades el interés de un grupo de curiosos. Un teatrillo de marionetas era el centro de atención de los pequeños, entre los cuales se encontraban algunos de mis alumnos. En otro lugar más alejado, una tropa de gitanos se divertía por su cuenta: mientras unos cantaban, otros tocaban las palmas y jaleaban con inusitada vehemencia. Por último, en una especie de cercado, se concentraban los tratantes de ganado con sus respectivas reses. Todo tenía para mí ese singular encanto que se desprende de las manifestaciones populares, en el que se mezcla la realidad actual con un sabor antiguo muy característico. Embargado de ilusión, deambulé a mi antojo por aquel improvisado ferial: a veces incluso me veía impelido por la multitud, arrastrado por ella. Recuerdo que me acerqué al azar a uno de aquellos tenderetes. Merodeaban por allí a la sazón tres o cuatro muchachitas que no debían de tener más de quince o de dieciséis años. Al principio no les presté demasiada atención, y me dispuse a ojear los objetos más cercanos, baratijas y cachivaches de poco valor que apenas podían satisfacer mi curiosidad. Me di cuenta, sin embargo, de que ellas no dejaban de reírse, de que incluso me miraban de reojo. Por un momento pensé que era yo el motivo de sus risas, y decidí actuar de inmediato: “¿Se divierten, señoritas?”, las abordé con cierta brusquedad. “¿Qué tiene de malo?”, repuso la que parecía más desenvuelta. Sería inútil que tratara de reproducir todo lo que hablé después con ella, pues lo he olvidado; lo que sí recuerdo es que me miraba de un modo especial, como suelen hacerlo las muchachas cuando desean captar la atención de un joven, fingiendo un interés desmesurado. Yo, por supuesto, no era ningún joven…, o al menos no tenía la edad que para aquel caso convenía. Lo cierto es que su mirada fue un dardo envenenado: una ráfaga de inmensa ternura recorrió mis entrañas, e incluso crecía después con nuevas sacudidas. Siempre hay hechos imprevistos que nos sorprenden, alguien que se fija en nosotros o que por unos momentos no nos pierde de vista, una sonrisa que se vierte por un rostro desconocido, una voz que suena en la oscuridad, un gesto en el que nunca habíamos reparado… Así de extraño es todo: a mí me cautivaron unos ojos, unos ojos azules, radiantes, jubilosos: me miraban con excesiva crudeza, escrutando cada uno de mis pensamientos; a veces se ocultaban bajo sus párpados o se posaban en mis pupilas con meliflua determinación. El amor es injustificable: de repente nos transforma, y no podemos explicar lo que nos ocurre, quizá porque se trata de un sentimiento que no controlamos o del que no somos plenamente conscientes: no era lógico que me hubiese enamorado de una muchacha a la que casi le doblaba la edad, pero yo experimentaba un hondo regocijo a su lado. Tampoco había sido muy normal que me hubiera compadecido de aquel modo de Leonor, una mujer tan desfavorecida o tan maltratada por la vida. Tal vez me atraigan a un tiempo lo nuevo y lo caduco como dos polos opuestos entre los que fluctuase mi voluntad, lo que aún no ha sufrido la irresistible mutación del destino y lo que es sólo pasto de una decadencia ineluctable.

Me gusta el mes de marzo. Me gustan sus mañanas doradas, el brillo de sus tardes, la lenta inclinación de sus noches. Los jardines, los cármenes, las alamedas del río, las arboledas que hay al pie de la vieja alcazaba, recobran ese intenso verdor que tanto embellece el paisaje en esta época. Yo también resucito, y dejo atrás las dolencias y las miserias del invierno. Hoy, por cierto, hacía buen tiempo, y he aprovechado para dar un paseo por la ciudad: ya he dicho en más de una ocasión que pasear es una de mis aficiones preferidas; ahora incluso se ha convertido en una necesidad, en una forma de desperezarme y de renovar las pocas fuerzas que me quedan. Hoy tenía cierta curiosidad por ver la Gran Vía, recién inaugurada. Es una calle amplia, con un trazado moderno, con espaciosas aceras. Sus edificios son altos, de varias plantas; llama la atención sobre todo el estilo con que han sido construidas sus fachadas, un estilo que se aproxima a lo barroco por la profusión de adornos y de remates que atesora. Yo creo que dentro de poco será la avenida principal de la ciudad; simboliza, sin duda, el progreso, la entrada en un nuevo siglo, en una era que promete ser revolucionaria. Había, además, mucha gente, un hecho que posiblemente constituye uno de los signos más característicos de nuestros días: la población ha crecido de forma considerable; antes, cuando yo era niño, apenas existía el ajetreo que ahora hay… No sé; siempre que me paro a considerar este tipo de cuestiones, acabo comparando otras épocas pretéritas con los tiempos actuales, y siempre hallo alguna diferencia, algún matiz distintivo; incluso a veces tengo la impresión de que entonces la vida discurría de otro modo, bajo una luz más suave, de un tono más apagado; ahora, por el contrario, todo es más grandioso, más espectacular. Pero son cambios que afectan a aspectos poco sustanciales, igual que el estilo de esas fachadas de la Gran Vía es sólo una imagen externa que tal vez no guarda ninguna relación con lo que podemos descubrir en el interior de las viviendas: lo que quiero decir es que, por muchos avances que se hayan producido, el corazón de los hombres sigue cobijando los mismos sentimientos: amor, celos, envidia, rencor, temores infundados…

























IV



Me casé con Dolores Aguilera el 12 de octubre de 1850. Éste fue, sin lugar a dudas, el día más feliz de mi vida: estoy seguro de que si alguna vez perdiera la memoria, desgastada por el peso de los años o por cualquier otro motivo, dentro de mí permanecería un último rescoldo, una señal que tan sólo evocara lo que yo sentí en aquella ocasión. Ha pasado mucho tiempo desde entonces, han sucedido muchas cosas; sin embargo, la imagen de aquel día continúa reproduciéndose en mi mente con total exactitud. Ahora es primavera, una primavera radiante, infinita; la luz penetra por la ventana, henchida de esplendor y de sutiles sugerencias. Las calles se han llenado de voces y de ruidos incesantes; escucho ya el pregón de los primeros aguadores. Por momentos me veo rejuvenecido, experimento nuevas sensaciones; incluso a veces llega hasta mí una ráfaga de ilusión, un impulso vivificador… Pero estas expectativas duran poco: en seguida se desvanecen, suplantadas por la sospecha de que ya nada será como antes. Por eso, como el náufrago que se aferra a la única tabla que lo sostiene, yo acudo con frecuencia a mi memoria y me refugio en ella casi con desesperación. Hoy, por ejemplo, estoy recordando aquel día en que contraje matrimonio con Dolores y, como dije antes, podría reproducirlo con todo lujo de detalles, aunque tal vez no haya en mi relato un orden cronológico. Así, de lo primero que hablaría es de la enorme impaciencia con que aguardaba la hora de la boda: por lo visto, es algo que les suele suceder a los que se van a casar. Ciertamente, hay circunstancias en la vida que, aunque en principio no revisten dificultad ninguna, provocan después reacciones inesperadas, como si en la naturaleza humana hubiese zonas o espacios no explorados aún por la conciencia, que sean fuente de contradicciones o de nuevas actitudes: quizá esto justifique también ese inopinado calor que se expande por mi espíritu en ciertas ocasiones, esos accesos de esperanza que embargan mi ánimo cuando más desprevenido estoy. Aquella vez, sin embargo, me sentía solo, indefenso ante mi destino: tenía miedo, un miedo quizá injustificado; temía que surgiera algún imponderable, un asunto que yo desconociera y que alterara entonces el orden previsto… Tenía miedo, incluso, a la felicidad, a una felicidad duradera: rechazaba la idea de que pudiese existir un estado de dicha permanente, pues la vida es incierta y está a menudo plagada de turbias asechanzas. Solo, vulnerable, atenazado por estas oscuras razones, apenas podía atender a mis obligaciones con la solvencia con que otras veces había actuado. Menos mal que a última hora conté con la colaboración inestimable de Octavio: acudía a todo con una prontitud y una diligencia verdaderamente encomiables.
Me desperté casi de madrugada, sobresaltado por extraños presentimientos. Intenté reproducir lo que había soñado, pero tan sólo retenía imágenes muy deslavazadas, fragmentos inconexos; a veces me acordaba de algún pasaje, procuraba engarzarlo con otro, integrarlo en una historia; pero no podía, parecía como si en el sueño no hubiese existido ninguna continuidad, como si cada escena que en él se hubiese contemplado contara con sus propias leyes, con un espacio en el que no cupieran más realidades que la suya; intuía yo, sin embargo, que había una trabazón interna, algún tipo de relación que requiriera un análisis más pormenorizado. Había que reunir todas las piezas, buscarles una interpretación que a mí entonces me convenciera: algunas se difuminaban en mi recuerdo, se borraban de pronto; era un esfuerzo inútil, igual que el que entretiene al niño que trata de recomponer un dibujo cambiando su colorido o las figuras que en él aparecían, alejándose así de lo que al principio hubiese ideado. Había algo inquietante en todo aquello: quizá se debía a esa extraña disgregación con que se suceden los hechos que se sueñan, o a la huella de un vacío al que no era fácil sustraerse, tal vez a una emboscada en la que estuvieran implicados mis propios sentidos, porque también mis sentidos se descontrolaban y se confundían unos con otros; era algo mágico y al mismo tiempo irrelevante, un enigma que estaba a punto de aclararse y que sin embargo se volvía más oscuro y farragoso en el momento en que ya iba a ser desvelado; tal era la desazón en que me vi envuelto aquella madrugada. Había soñado que asistía a mi boda. Dolores se hallaba a mi lado; detrás de nosotros se habían colocado nuestros padrinos, que no eran los que debían ser en la realidad, pues en lugar de mi suegro y de mi madre figuraban mi amigo Alberto y una de mis cuñadas; de vez en cuando yo volvía la cabeza y saludaba a los invitados; entre ellos, pude ver el rostro de mi abuela Mercedes, fallecida cuando yo tan sólo tenía seis años. Hubo un instante en que los contrayentes no éramos nosotros, sino Inés González y un señor bastante mayor que ella; pero yo no me sentía desplazado: me veía ahora confundido con la multitud, sonriendo complacido como todos hacían. Dolores, en cambio, mostraba un gesto preocupado; parecía como si reprobara mi conducta o como si no estuviera muy segura de lo que ocurría a nuestro alrededor. De pronto, antes de que empezara la ceremonia, cambió el decorado de la iglesia: todo se había tornado de un color muy extraño; de nuevo éramos nosotros quienes nos casábamos; pero esta vez estábamos solos, ya que ni siquiera los padrinos nos acompañaban; permanecimos un rato ante el altar, convencidos de que al final habríamos de contraer matrimonio. Dolores me miraba con dulzura, como siempre me había mirado; sin embargo, su semblante era ahora distinto: presentaba unos pómulos abultados que afeaban el resto de sus facciones. Yo sabía que era ella, y la amaba con contumacia, como nunca la había amado. Esto es todo lo que recuerdo; entonces recordaba sin duda más detalles, imágenes que habían quedado retenidas en mi memoria y que apenas guardaban relación con lo que antes había soñado. Serían las tres de la madrugada cuando me desperté; a eso de las cuatro me encontraba más tranquilo: comprendí que ya faltaban pocas horas para mi boda, pocas horas para que por fin me casara con Dolores; tenía también la impresión de que nuestro noviazgo había sido sólo un paréntesis, un periodo que habría de dar paso a otro quizá más dichoso e importante. Aquel miedo al que antes aludía se había disipado de pronto: estaba claro que el amor me otorgaba una mayor seguridad, y me di cuenta de que mi destino no era otro que casarme con la mujer a la que más había amado en este mundo. Pensaba con frecuencia en ella; pensaba en lo que pudiese estar haciendo, aunque lo más probable era que aún se hallase dormida, porque a Dolores no le costaba mucho conciliar el sueño, según me había revelado en más de una ocasión. En cambio, yo era propenso al insomnio, a una especie de febril razonamiento: se me ocurrían entonces las ideas más disparatadas, sobre todo cuando comprendía que podía producirse algo extraordinario, algún acontecimiento que alterara el curso de mi vida; casi siempre acababa recluido en mi pasado, como en un subterfugio en el que encontrara los fundamentos de mi personalidad, la base de mis afectos, los motivos de mi extravagante conducta. No se crea por ello que soy un cobarde o que actúo con despreocupación: a todos nos gusta volver atrás, reparar en lo que fuimos: es una tendencia natural del ser humano, una forma de conocerse. A veces, casi por mero capricho, trataba de recomponer el rostro de Dolores; pero sus facciones se desdibujaban en mi mente, resistiéndose a ser representadas, algo así como había sucedido en el sueño, aunque en este caso no había nada que afeara su semblante, sino que sus rasgos aparecían más imprecisos, como si procediesen de un inacabado boceto. Intentaba recomponer, por ejemplo, aquellos ojos en los que tantas veces me había visto reflejado, unos ojos que entonces no habría sabido decir de qué color eran, pues podían ser verdes o marrones según la intensidad de la luz o según el momento del día en que se mirasen; eran grandes, aunque yo los recordaba más pequeños, como si cedieran al peso de sus párpados o como si vislumbraran algún objeto distante. Evocaba también su boca, de labios más bien carnosos y prominentes, dotados de una singular ternura cuando ella sonreía o cuando respondía a cualquier gentileza. Había algo angelical en su rostro, un rasgo inequívoco de nobleza, una cualidad que a ella la alejara de esta mezquina y ruda existencia, aunque tal vez esto no fuera sino una impresión mía, fruto de una idealización exagerada.
Serían las cinco cuando empecé a preocuparme por los preparativos de la boda; uno aprende en seguida a calcular el tiempo, el paso de las horas: en octubre amanece más tarde, y estaba todo a oscuras. Aunque me había acostumbrado ya a dormir en aquella cama, no cesaba de moverme tratando de hallar una posición más relajada que me permitiera contrarrestar la tensión de mi cuerpo, acumulada casi siempre en la espalda. Oí unos ladridos, aunque no sabía de qué punto provenían; aquello podía ser una señal: significaba tal vez la posibilidad de que alguien estuviese despierto. Poco después cantaron los primeros gallos, ellos anunciaban la aurora, el inicio de una nueva jornada; pensé incluso que muy pronto amanecería, pero serían aún las cinco y media, y todavía habría de esperar un buen rato para que aquello se produjera. La oscuridad era total; prefería por ello mantener cerrados los ojos, volverlos hacia lo que en mi imaginación se iba proyectando. Como hacía un poco de frío, decidí taparme con la sábana. Rendido por tan prolongada vigilia, me vi inmerso en un estado de vaga somnolencia, casi sucumbía ya a su influjo; pero lo peor que me podía ocurrir era que me quedase dormido y que me despertase cuando ya fuera demasiado tarde: después de la boda me trasladaría con Dolores a nuestra nueva casa; todavía no había acabado de hacer mis maletas, y a las ocho vendría Octavio a recogerlas; era probable incluso que se adelantase, debido al excesivo celo con que realizaba las tareas que se le encomendaban, o debido a la pujanza de su sangre, como él solía reconocer cuando alguien aludía a su puntualidad. Mi sangre, en cambio, fluía entonces con más lentitud, pues poco a poco iba yo cediendo, cayendo en un espacio en el que las cosas dejaban de tener consistencia, en el que todo se volvía huidizo y maleable. Hubo quizá un momento en que casi perdí el control de mi conciencia; pero un sobresalto me devolvió a la realidad, a aquel inhóspito cuarto en que estaba instalado, a aquella cama en la que ahora empezaba a experimentar algún alivio. Pensé de nuevo en Dolores: con los pocos datos de que disponía, intenté imaginar cómo habría sido su vida antes de que yo la conociera, antes incluso de que llegara a Elvira, porque a partir de este punto era previsible que algún día coincidiéramos; si tal punto no hubiera existido, probablemente no nos habríamos conocido nunca. Pero así es el destino: una situaciones conducen a otras, y éstas a su vez a otras, y así sucesivamente: si yo no hubiera sufrido aquel desengaño, quizá habría sido un famoso jurista o un importante político, como ya he referido a lo largo de esta historia; pero el desengaño se produjo, y yo quise huir de aquella sociedad, y me trasladé a Elvira como me podía haber trasladado a cualquier otro pueblo de la comarca, y ello propició que un día me enamorara de Dolores. Yo era, por cierto, algunos años mayor que ella: cuando yo ya me desenvolvía con plena autonomía, cuando cursaba ya estudios superiores, ella todavía era una niña, una niña que sólo saldría de su casa para jugar un rato con sus amigas en la plaza de la iglesia, siempre dispuesta a cumplir con gentil resolución las labores que sus padres le asignaran: así la imaginaba yo, dócil, sonriente, provista ya de una gracia peculiar; pero otra vez mi conciencia se desvanecía, confundiendo de pronto el pasado con los sucesos actuales. Unos golpes, sin embargo, impidieron que me durmiera: en efecto, alguien golpeaba en la puerta de la calle; lo hacía con fuerza, tal vez con una piedra o con la misma palma de la mano; llamaba con insistencia. Abrí los ojos, escruté en la oscuridad buscando algún hilo de luz, serían las seis, demasiado pronto para que Octavio se hiciera presente; algo habría ocurrido, deduje con cierta aprensión. Seguían llamando, incluso me pareció oír mi nombre, y no tuve más remedio que levantarme. No puede ser Octavio, no puede haberse adelantado tanto, faltan aún dos horas para que venga, me iba diciendo mientras acudía a tan imperiosa llamada. “¿Quién es?”, pregunté cuando ya me disponía a abrir. “Yo”, contestó quien no podía haberse adelantado tanto. “Vamos, a qué esperas –continuó luego que le hube abierto−: a quien madruga Dios le ayuda”. No eran aún las ocho, que era la hora en que él había tenido que presentarse, ni tampoco las seis, que era más o menos lo que yo había calculado: ¡eran las cinco y media!; sin duda, el tiempo había transcurrido para mí más lento aquella noche, aunque quizá lo más extraño era que para Octavio lo hubiese hecho tan de prisa. Era el colmo de su prodigalidad: “Hay que tener sangre”, habría replicado si yo le hubiera dicho algo. No le dije nada: nos pusimos entre los dos a acabar de hacer las maletas; poco después salía con ellas de la casa, no sin antes haberme asegurado que regresaría a eso de las once para acompañarme hasta la iglesia.
Me quedé un rato sentado en la habitación de la entrada: allí, sobre la mesa, estaba la ropa que habría de ponerme para la ocasión, una levita negra, unos pantalones del mismo color que habían pertenecido a mi padre y que yo aún conservaba, una camisa blanca de seda, un lazo azul que me anudaría al cuello y que me daría sin duda una mayor prestancia… Encendí entonces un quinqué y me puse a observar distraídamente los objetos que tenía delante; volví a fijarme en los platos y en las tazas que había en los anaqueles de la alacena, en las vigas del techo…, allí seguía aquella inscripción, semejante a una cicatriz o a una señal del tiempo, algo así como un grito ahogado, oscuro, contumaz… De alguna manera me estaba despidiendo también de aquella casa; uno acaba por cogerle afecto al lugar donde vive, por muy inhóspito que sea o por muy desagradable que parezca al principio. Quise visitar por última vez la que había sido mi escuela, y con el quinqué en la mano me encaminé hacia allí. A través del pasillo me adentré en la cocina: en ella solía recluirme yo muchas mañanas, sobre todo en los meses de invierno, cuando más frío hacía; miré el fogón, un fogón que acaso ya no encendiera nadie; miré también las orzas que había en el poyete, los lebrillos, todos los pucheros y cacerolas que colgaban de las paredes. Al llegar al patio me di cuenta de que el cielo se había tornado de un color violeta. Me asomé al pozo: allí era noche profunda, insondable misterio. Con esta impresión grabada en mi retina, me acerqué por fin al cobertizo donde yo había impartido mis clases. Emocionado, abrí la puerta; los recuerdos se acumulaban en mi memoria. Vi los pupitres vacíos, el encerado donde yo enseñaba a leer o a escribir a mis alumnos; estaba todo en orden, en silencio. Comprendí entonces que había actuado de un modo extraño, como si en algún instante hubiera creído que alguien me vigilaba. Aunque la nueva escuela reuniera sin duda mejores condiciones, yo me sentía ligado a aquel lugar, a aquella especie de tinado donde había ejercido de maestro durante más de cinco años. Pero tenía que despedirme: había llegado el momento de decirle adiós a todo aquello; debía aceptarlo como algo inevitable, quizá porque la vida misma no es sino una continua despedida.

Todos los hechos de aquel día seguían un orden extraño, como si obedecieran a un plan que yo jamás hubiera podido imaginar. Una de las mayores sorpresas me la dio mi amigo Alberto. La verdad es que no lo esperaba; se hizo presente poco antes de que me encaminara hacia la iglesia. Apenas había cambiado; tenía acaso la frente más despejada, con menos pelo. Percibí, no obstante, un acento distinto en su voz, en la forma de expresarse. Era ya, según supe más tarde, uno de los abogados más famosos de la capital; quizá el ejercicio de su profesión había modelado su carácter, le había conferido una seguridad que antes no tenía. Recuerdo también que me observaba con disimulo, quizá porque su oficio le había enseñado a ser más recatado, igual que yo había aprendido a ser más paciente y ordenado en la determinación de mis actos, en la resolución de mis problemas.
Sin embargo, esta nueva actitud no impidió que me comportara con enorme torpeza cuando Dolores llegó a la iglesia; ésta fe, sin duda, otra de las grandes sorpresas de aquella jornada, un hecho imprevisto que alteraba el orden de las cosas y que provocaba la hilaridad de los presentes. No sé por qué actué de aquella manera: fue un impulso o un resabio de mi antigua educación. La gente se agolpaba ya en la plaza. Allí estaban mis padres y mis hermanos: en aquel momento me sentía amparado por ellos, como si realmente me hallara en un lugar inconcreto de mi infancia, como si retrocediera en el tiempo. Tuve que atender después a algunos invitados; ellos se quedaron hablando con Alberto. Aún no había llegado la novia, y faltaban pocos minutos para que comenzara la ceremonia. Yo estaba ya impaciente, deseoso de que apareciera Dolores, y no prestaba demasiada atención a lo que me decían los demás; de vez en cuando volvía la cabeza, miraba de reojo a todos lados; es inútil añadir que nunca me había visto en una situación igual. De pronto alguien me dijo que ya se encontraba allí la novia. No bien lo hube escuchado, salí corriendo de forma un tanto atolondrada, abriéndome paso entre la gente. “Allí, allí, a tu izquierda”, me indicaba Octavio, siempre oportuno. Tan acelerado iba que estuve a punto de tropezar con ella; entonces lo primero que se me ocurrió fue hacerle una reverencia, y le besé las manos. Fue ridículo, lo sé, un gesto que en aquel ambiente resultaba desmedido, bastante exagerado; pero uno no se desprende tan fácilmente de la educación que ha recibido: si lo hubiera hecho en una sociedad más remilgada, habría parecido más natural, pero allí, en Elvira, era sin duda algo disparatado. La misma Dolores hubo de contener la risa que le provocaba mi actuación. Al final todo quedó en una divertida anécdota: ya digo que aquel día las cosas seguían un orden distinto.
La ceremonia, por lo demás, fue bien sencilla. Don Amancio, en una breve plática, ensalzó las virtudes que han de reunir los buenos esposos. Yo estaba ya más tranquilo. Como en el sueño, Dolores aparecía a mi lado con gesto imperturbable, sonriendo con dulzura cuando se daba cuenta de que yo la miraba. “Tenéis que amaros siempre, en la salud y en la enfermedad; el amor es un ejercicio constante: debéis alimentarlo con pequeñas obras, con continuos sacrificios”, nos había dicho don Amancio. Yo estaba dispuesto a poner en práctica aquellos consejos, a dar mi vida por mi esposa si fuera necesario, porque ella era entonces mi principal objetivo, mi única obsesión. Sé que falto a la modestia si digo que nunca he dejado de cumplir estas promesas; sé que son los demás quienes han de juzgar mis actos, que no es a mí a quien corresponde comprobar la veracidad de mis afirmaciones. Me remito de nuevo a lo que yo sentí entonces, sobre todo cuando llegó el momento más esperado, el momento en que por fin contrajimos matrimonio.

Nos fuimos a vivir a una casa que el padre de Dolores había mandado construir en las afueras del pueblo, en la misma explanada donde antes se instalaba el ferial. Era ésta una zona tranquila, casi despoblada; sin embargo, poco a poco se iría llenando de nuevas edificaciones, alineadas al principio sin ningún orden, de forma algo caprichosa. Hoy día, según he sabido, es uno de los barrios más importantes de Elvira.
La casa era grande, de dos plantas. Tenía un balcón corrido en el centro de su fachada: quizá era esto lo más llamativo de ella. A través de un pequeño zaguán se accedía al interior de la vivienda; un estrecho pasillo conducía a continuación a las dos salas que ocupaban la planta baja. Una era el comedor: se trataba de una pieza más bien modesta en la que había tan sólo un aparador y una mesa camilla con tres o cuatro sillones de mimbre distribuidos en torno a ella. La chimenea se hallaba en un rincón, junto a una puerta que comunicaba con la cocina. La otra sala era más espaciosa; tenía, además, dos ventanas que daban al exterior y que la hacían muy acogedora; por eso quizá había sido habilitada como escuela. Al lado de ella estaba la escalera: constaba de tres tramos desiguales de peldaños, separados por dos descansillos. Un oscuro corredor daba paso después a los dormitorios. El nuestro era un cuarto amplio que había sido amueblado con buen gusto; a mí me llamó la atención sobre todo la cómoda, fabricada con madera muy vistosa de caoba, con algunas incrustaciones de taracea. Desde el balcón, desde aquel mismo balcón que aparecía en la fachada, podía divisarse el pueblo y parte de de la sierra. Completaban la casa un patio de reducidas dimensiones y un cobertizo que habríamos de destinar para fines diversos.
La verdad es que se vivía muy bien allí. Por las mañanas yo daba mis clases; Dolores, mientras tanto, preparaba la comida en la cocina o se ponía a coser en el dormitorio, que era donde más luz había. Por las tardes nos sentábamos en el comedor, junto a la chimenea, y yo entonces aprovechaba para realizar mis tareas.
En aquel tiempo ejercía también el cargo de escribano, aunque no fuera éste un oficio muy bien visto en aquella época. Había asistido en Elvira a innumerables litigios, a disputas a veces demasiado violentas; era, pues, necesario que hubiera alguien que pudiera dar fe de las escrituras y de cuantas decisiones allí se acordasen. Pensé que yo era la persona más capacitada para ello, pues no en vano era licenciado en Leyes y podía solicitar algún tipo de autorización que me permitiera ejercer dicho cargo. A los pocos días, después de haber realizado las diligencias oportunas, recibía una cédula oficial con el nombramiento de escribano. Quería evitar de esa manera que se produjeran nuevos conflictos, aunque aún había de resolver determinados asuntos. Lo primero que hice fue registrar en un libro todas las propiedades que había en Elvira, pero me encontré al principio con innumerables dificultades: faltaban escrituras, existían terrenos que no estaban bien acotados, caminos comunales que se adentraban en parcelas privadas, parcelas privadas que sobrepasaban los límites establecidos; muchos vecinos se mostraban reticentes conmigo, pues no comprendían quizá que alguien pudiese obrar de forma totalmente altruista. Fue, por ello, una labor difícil, bastante complicada. Todo esto tuvo lugar antes de que conociera a Dolores. Entonces disponía yo de más tiempo libre, sobre todo por las noches, que era cuando me dedicaba a anotar en el libro los datos que iba recogiendo; lo hacía con la meticulosidad y la paciencia de un amanuense, con un estilo muy distinto del que solía emplear en mis escritos; había de someter la redacción a un puro formalismo, a un apunte escueto y preciso. Lo cierto es que avanzaba muy poco en mi trabajo: a veces tenía que consultar algunas cosas, cotejarlas con otras que yo hubiese recabado; había incluso semanas en que apenas registraba nada, semanas en que yo creía que aquello no terminaría nunca. Pero no cejaba en mi empeño: al cabo de unos meses ya había escrito más de veinte páginas; a ese ritmo, en menos de un año habría concluido tan minuciosa tarea.
Sin embargo, esto no fue todo lo que hice durante aquel tiempo. Dibujé también un plano de la vega tratando de reproducir a pequeña escala todas las fincas y heredades que se hallaban en ella. El objeto de este trabajo no era otro que dividir el terreno en parcelas naturales o pagos de riego. Asesorado por Octavio, arbitré unas normas que pudieran regular con mayor o menor acierto la conducción y el aprovechamiento del agua. Tal vez no fuera ésta tampoco competencia de un escribano, pero yo quería también intervenir en este tema. Aunque era evidente que mi dibujo no se ajustaba a la realidad, pues aparecían en él medidas y formas muy desproporcionadas, quedaba claro al menos cuál era la ubicación de cada propiedad y a qué turno de riego había de adscribirse. No fue fácil, sin embargo, que todos los regantes acataran la imposición de un reglamento: algunos continuaron llevándose el agua cuando no les pertenecía, contraviniendo así lo que se les indicaba o burlando incluso la vigilancia a que estaban sometidos. Lo hacían con absoluta impunidad, confiados en que nadie se atrevería a reclamar sus derechos o a exigirles responsabilidades por el daño causado; había quienes hasta se jactaban después de la astucia con que habían obrado en tales hechos. Me di cuenta en seguida de que sería muy difícil cambiar la mentalidad de aquellas gentes, el oscuro pragmatismo con el que a menudo se desenvolvían. No tuve más remedio entonces que dictar nuevas normas que completasen el plan que con tanta fe había ideado, una serie de cláusulas preventivas con las que pudiera evitar que se siguieran cometiendo tamañas tropelías. A los pocos días comprobé que cualquier normativa que allí se aplicase, aunque fuese promulgada como decreto de obligado cumplimiento, estaría condenada al mayor de los descalabros, igual que lo estuvo mi proyecto. Pero como no hay experiencia de la que no se extraiga algún provecho, tuve entonces ocasión de reflexionar acerca de la importancia que los elviranos concedían al agua, una importancia a la que los habitantes de la ciudad no están acostumbrados. El agua es vida, el alimento de los campos: de ella depende la prosperidad de las cosechas, el sustento de las familias, el futuro de los hijos, el agua que mana de escondidas fuentes, que se vierte por estrechos cauces o se precipita por barrancos y quebradas, el agua que fluye y corre por las acequias y se extiende y avanza con lentitud entre los surcos, y cala por fin en la tierra, al tiempo que moja y casi ya empapa las botas del labriego que con ella riega su haza. El agua que cae del cielo y se desliza por las calles y chorrea en los patios. El agua que es vida, y a alimento, y prosperidad, y sustento, y futuro. No, en Elvira no se consideraba como un elemento más del paisaje, al que se le tiene mayor o menor aprecio; tampoco constituía un objeto de venerada interpretación al que se le atribuye un determinado valor simbólico. Allí era fuente de riqueza, y por eso se le concedía tanta importancia, y por eso causaba tantos conflictos. No había conversación en la que no se hablara de ella, en la que no se opinara sobre su escasez o sobre la conveniencia de reconducirla hacia este o aquel terreno. A veces se discutía acaloradamente, como si se estuviese dilucidando algún trascendental problema. Yo había sido testigo de todo esto; de ahí mi interés por poner algún tipo de remedio, una normativa que regulase cómo habrían de sucederse los riegos; pero, como dije antes, me di cuenta de que allí era muy difícil fijar unos criterios comunes, un reglamento que convenciese a todos los regantes. Al final acabaría desistiendo de mi empeño, y me dedicaría más bien a mediar en las disputas, a apaciguar los ánimos de los contendientes. A veces incluso me vería implicado en alguna que otra pendencia: como diría Octavio, quien se mete es el que pierde. Y yo me metí hasta el fondo de aquel problema, y salí perdiendo, pues no alcancé nunca los resultados que pretendía.
Lo cierto es que aquella experiencia me sirvió también para conocer mejor a aquellas gentes: el elvirano, por lo general, era un tipo oscuro, vehemente, contumaz; había quienes incluso recelaban de sus propios amigos, desconfiando de todo lo que se les dijera; otros montaban en cólera con facilidad, sin ningún motivo. Un día fui testigo de una discusión que a buen seguro habría acabado en una tragedia si las cosas hubieran discurrido de otra manera. Los protagonistas de aquel altercado, el tío Lucas y Juan el Cabezón, pertenecían a esa clase de sujetos a la que me estoy refiriendo. El tío Lucas parecía un personaje un poco siniestro: muy alto, de esbelto talle, andaba con cierta petulancia, con un sombrero casi siempre ladeado en la cabeza; era, además, un tanto belfo, de facciones duras, ojos apesadumbrados, hundidos en una vaga penumbra. Una pizca de inteligencia debía de brillar en las lóbregas cavernas de su cerebro, pues a veces discurría con discreta sensatez, con templado juicio: quizá en el fondo no era tan fiero como a primera vista cabía suponer. Sin embargo, había asuntos que realmente lo sacaban de quicio: de pronto le cambiaba la cara; se tornaba hosco, agresivo; lo mejor en tales casos era dejar que se le pasara la rabieta, no contradecirlo.
Juan el Cabezón, por el contrario, era bajito de estatura, enjuto, ágil. Mostraba a veces un talante compulsivo, propenso también a la ira y al estallido violento. Su apodo, por cierto, no obedecía a lo abultado de su cabeza, sino al empecinamiento con que defendía sus opiniones. El sobrenombre aquel no era, pues, casual; le venía incluso de herencia. De su abuelo, por ejemplo, se contaba una divertida anécdota: un día que se encontraba en la vega, fueron a decirle que su mujer estaba dando a luz; él entonces objetó que no podía ser verdad, pues según sus cuentas aún no le había llegado la hora del parto; cuando regresó a su casa, ya de noche, y le mostraron a su hijo, repuso que no era suyo, que lo habían engañado. Pues bien: el nieto era igual que el abuelo, obstinado, testarudo. Lo peor que les puede ocurrir a estas personas es juntarse con un tipo como el tío Lucas, y esto fue precisamente lo que ocurrió aquella vez. Iba yo dando un paseo por la vega cuando los vi a los dos sentados al borde de un ribazo. Como ya los conocía, me acerqué a saludarlos con el fin de departir con ellos un rato. Al principio se mostraron muy corteses conmigo, como si realmente les agradara mi compañía; incluso me contaron algún que otro chascarrillo. Se pusieron a hablar después de las últimas cosechas, y yo me limité entonces a escucharles. La conversación discurría en un tono sereno y distendido, sobre un tema que a mí en seguida había empezado a aburrirme. De pronto, sin embargo, surgió la polémica: el tío Lucas acababa de decir que él había cosechado más trigo que nadie; aquello no debía de gustar a Juan el Cabezón.
−¡Imposible! –replicó de inmediato−. Yo tuve por lo menos dos fanegas más que tú; lo recuerdo muy bien.
−Estás equivocado: te lo puedo demostrar cuando quieras –volvió a asegurar aquél con febril entusiasmo.
−Te digo que es imposible, que el que está equivocado eres tú.
−Pues yo insisto en que es así –prosiguió el tío Lucas con un semblante cada vez más serio−. Me lo dijo todo el mundo, o si no, aquí está don Luis para confirmarlo: qué más prueba quieres.
−Yo no me acuerdo –titubeé desconcertado.
−¡Yo sí que me acuerdo! –se apresuró a decir entonces el Cabezón−. Si la memoria no me falla…
−Pues te falla –interrumpió el otro.
−¿Qué insinúas, que estoy desmemoriado, que he perdido el juicio? Yo sé muy bien lo que me digo: mi cosecha fue mejor que la tuya, y no hay más que hablar: todo lo demás es puro embuste.
−¿Embuste? ¿Me llamas embustero? –replicó, poniéndose en pie, el tío Lucas−. El que miente eres tú… Además, te voy a decir una cosa, por si no te has enterado: ¡que a mí nadie me toca los cojones!
Juan el Cabezón no dudó en levantarse también. Ninguno de los dos retrocedía. Yo estaba indeciso; la verdad es que nunca había vivido nada semejante. Tenía claro que de un momento a otro comenzaría la pelea; en tal caso, me vería obligado a intervenir, trataría de separarlos, pero cómo, qué les diría, me temblarían las piernas, me temblaban ya. Observé cómo se acercaban, cómo se miraban a los ojos. Un empujón del tío Lucas haría rodar por el suelo a su rival, un puñetazo suyo lo destrozaría como a un miserable muñeco; mas el pequeño David no se arredraba ante la corpulencia y bravuconería de Goliat, estaba dispuesto a arremeter también contra él. Sólo faltaba un gesto, una mano que se alzara amenazante, una palabra, y yo, tan pusilánime, debería actuar, habría de decir al menos algo que los apaciguara.
−No seáis como niños –dije de pronto con voz acongojada, casi sin pensarlo.
Nada: no me hicieron caso, o no me habían escuchado. Parecían incluso más encrespados que antes: el tío Lucas apretaba ya los puños, endurecía los músculos de la cara; el otro no perdía de vista a su contrincante, lo miraba con obstinada fijeza.
−A ver, si tienes huevos, repite lo que has dicho –pronunció Goliat en tono de solemne desafío.
Yo en aquel momento lo único que deseaba era que el pequeño David se arrepintiera, que no fuera capaz de repetir aquel insulto que tanto había molestado al gigante filisteo. Pero no estaba dispuesto a hacerlo; apenas se había inmutado: parecía ahora una estatua, una estatua a la que aún le faltara el último retoque del artista.
−¡Venga, repítelo! –le espetó con exasperación el tío Lucas.
Inmóvil, ensimismada, la estatua no respondía. La situación no podía ser más tensa; había llegado ya ese instante supremo que precede a la culminación de toda gran obra, ese momento en que el artista se regodea ya con la conclusión de su trabajo. Bastaba sólo un postrer impulso: bastaba, en efecto, con que el Cabezón volviera a decir lo que había dicho, que el tío Lucas era un embustero.
−¡No tienes huevos! –gritó éste de nuevo con colérico acento−. ¡Si eres un hombre, repítelo!
−Sí, me considero un hombre, y por eso te lo voy a decir una vez más –dijo por fin aquél−: yo tuve más fanegas que tú.
La carcajada que soltó entonces el tío Lucas fue bestial: pareció más bien el rugido de un gigante; sonó como un trueno, como un trueno colérico.

Era una tarde fría y lluviosa de otoño, una de esas tardes que invitan a vagar sin sobresaltos por un pasado incierto. Quizá por esto, obedeciendo a un repentino impulso, me entretuve por un tiempo en recordar algunos hechos, viejas historias que yo había aprendido de niño, como la leyenda del moro Tarfe, aquel moro que después de haber dilapidado toda su fortuna decidió un día regresar a su tierra, convencido de que sólo en ella hallaría el consuelo que entonces le faltaba. O como lo que le pasó a un tío abuelo mío, quien se marchó a la guerra para demostrarle a cierta dama lo que él era capaz de hacer por ella, cuando lo más sensato habría sido conquistarla de otra manera, porque al final la dama se cansó de esperarlo y llegó a querer a otro caballero que también la cortejaba.
El decorado que ofrecía aquella tarde propiciaba esta clase de concesiones; se trataba, en el fondo, de un ejercicio literario que yo siempre he practicado con mis alumnos; ellos comprendían cuál era mi intención, el verdadero alcance de aquellos relatos. Me escuchaban atentos: a veces parecían ensimismados, como si lo que realmente les atrajera de mis historias no fuera su contenido, sino lo que éste les sugería. Yo creo que esto ya lo he dicho en más de una ocasión: era algo a lo que ellos se habían ido acostumbrando desde el principio, quizá porque un maestro acaba inculcando en los alumnos sus propias manías, sus creencias más íntimas. Sin embargo, siempre hay circunstancias más favorables, momentos en los que es más fácil influir en el ánimo de nuestros oyentes, y aquella tarde se prestaba especialmente para ello. Era una tarde gris, oscura, cargada de misterio. Tuve incluso que suspender las clases antes de lo previsto, pues a eso de las cinco había arreciado la lluvia y apenas se veía ya nada en aquel estrecho habitáculo donde nos hallábamos. Si recuerdo todo lo que hice entonces, es por lo que me ocurriría poco después: uno reconstruye con facilidad los hechos que precedieron a un suceso memorable, porque forman parte quizá de una cadena de imponderables que conducen a un punto señalado: la escuela, el otoño, la lluvia, aquella penumbra interminable… Aquel día, además, acompañé a los alumnos hasta la puerta de la calle. Casi nunca lo hacía; ellos entraban y salían cuando querían, sin necesidad de que yo los controlara; les insistí en que se fueran pronto a sus casas, en que no se entretuvieran demasiado por el camino. Estuve aún un rato hablando con uno de ellos; me dijo que sus padres habían ido a un velatorio y que él había de esperar a que llegara una tía suya que había quedado en recogerlo. Pero ella ya estaba allí: vi su silueta, envuelta en un halo de tiniebla. Era una mujer alta, más bien delgada; apenas podía distinguir su rostro, difuminado por la sombra que proyectaba su paraguas. Quizá llevaba allí mucho tiempo, apostada en una esquina de la calleja: siempre hay alguien que nos vigila o que acecha nuestros pasos, alguien que se oculta en un portal o que irrumpe de pronto en nuestra vida. “Aquélla debe de ser tu tía”, le advertí al alumno aquel con cierta indiferencia. Sin apenas despedirse, echó a correr hacia donde ella se encontraba; estuve a punto de volverme, pues no sabía cómo había de actuar en ese momento; sin embargo, noté cómo él le decía algo al oído, y entonces no tuve más remedio que acercarme a saludarla.
−Buenas tardes. Me llamo Dolores Aguilera. He venido a recoger a mi sobrino –se apresuró a decir apenas me hube acercado.
Tal vez me conocía: era incluso probable que nos hubiéramos cruzado por la calle o que hubiéramos coincidido en alguna parte. Lo cierto es que yo nunca me había fijado en ella. Nunca había reparado en su belleza, quizá porque su belleza no era atribuible a ningún rasgo físico; parecía, por el contrario, la plasmación de un ideal, una cualidad que emanara de secretas fuentes, una luz en la que confluyeran determinadas virtudes. Su mayor encanto residía acaso en la naturalidad con que sonreía, en su modo de comportarse. Es verdad que a veces la impresión que nos causa cierta persona no se corresponde con la imagen que después tenemos de ella; en aquel momento, sin embargo, no consideré tal posibilidad.
−Sí…, sí…, yo soy el maestro –dije algo confundido−. Me llamo Luis…, bueno, don Luis, que es como suelen llamarme mis alumnos. Quiero que me disculpe, no sé: quizá lo más correcto era haberla recibido en la casa.
−No se preocupe –repuso ella con asombrosa serenidad−; le aseguro que no me ha molestado en absoluto.
Su respuesta me tranquilizó. Ahora pude fijarme en más detalles: vestía un abrigo oscuro, de grandes solapas; era morena, con la tez muy clara; me miraba a los ojos con cierta insistencia, como si ya de antemano depositara en mí toda su confianza; la nariz, un poco aguileña, no era un rasgo que afeara su rostro.
−Tenía que excusarme de alguna manera –dije tras una breve pausa−. Espero, señora, que algún día podamos hablar con más calma.
−Llámeme mejor señorita –propuso ella, esbozando una leve sonrisa.
−Como usted prefiera. Debo confesarle, por último, que ha sido para mí un placer haberla conocido.
−Le agradezco su gentileza; es usted una persona encantadora –declaró a modo de despedida.
Tenía una voz muy dulce: pronunciaba con exquisito cuidado, como si al hablar estuviera valorando también la importancia del lenguaje, el sentido de sus palabras, lo que éstas evocaban, la melodía con que eran emitidas. Empleaba siempre una entonación muy suave, llena de matices y de procesos sugerentes. “Hasta pronto”, había dicho al marcharse. Acompañada de su sobrino, se fue alejando por la calleja. Vi cómo poco a poco se borraba su figura, absorbida por la penumbra de aquella tarde otoñal. La lluvia había empapado mi pelo, resbalaba ya por mi rostro, cegaba mis ojos… Sí, hay hechos que sin duda forman parte de una cadena de imponderables que conducen a un fin concreto, a un punto a partir del cual ya nada tiene remedio.
Desde el primer momento supe que me había enamorado: al principio no era más que un tibio recuerdo, el roce de una inquietud, el aleteo de una pregunta; sin embargo, yo estaba seguro de que aquello iba a cambiar el rumbo de mi vida. Algunos pensarán que es imposible, dirán que lo que se siente la primera vez es tan sólo un impulso, una reacción acaso pasajera; para ellos el verdadero amor nace después, fruto de una conquista o de un conocimiento. No sé, quizá tengan razón, o quizá sea yo un hombre demasiado apasionado. Me acuerdo ahora de un día en que me ocurrió algo parecido. Eran las fiestas de Elvira, a finales de agosto. Estaba el ferial atestado de gente. Como ya he relatado en otra ocasión, me había acercado a uno de aquellos tenderetes en que los mercaderes ambulantes ponían a la venta sus productos; por casualidad reparé en un grupo de muchachas que había a mi lado; mientras hablaba con una de ellas, me di cuenta de que apenas apartaba la vista de mis ojos. De pronto sentí cómo se conmovían mis entrañas, y estuve a punto de proponerle una cita, aunque no lo hice; consideré que era mejor recapacitar sobre lo que me había sucedido. Al principio pensé que me había enamorado; durante algunos días apenas lograba desviar mi mente del objeto que la seducía, aquella mirada turbadora e inquisitiva a la que yo no había sabido responder entonces, un recuerdo que a veces despertaba en mí un sentimiento descontrolado… Sin embargo, a medida que pasaba el tiempo, fui comprendiendo que aquello había sido sólo un arrebato, una ilusión que yo había de olvidar cuanto antes; además, cabía también la posibilidad de que a mí no me conviniera aquella muchacha, una muchacha de tan corta edad, casi una niña.
Ahora, sin embargo, era bien distinto. Busqué a Dolores por todo el pueblo, visitaba los lugares donde ella podía estar. Sabía que tarde o temprano habría de encontrarla: tenía una fe ciega en los designios de la Providencia, en las casualidades de la vida. Y no me equivoqué: volví a verla un domingo, al salir de misa. Fue como si mis ojos iniciaran un vuelo imprevisto, atraídos por algo que sólo ellos vislumbraran. La reconocí en seguida: en aquel instante departía con otras mujeres. Apostado en el atrio de la iglesia, estuve un buen rato observándola: ahora era yo quien la vigilaba; yo, quien espiaba sus movimientos. Por un momento creí que traspasaba los límites de una realidad incontestable, o que regresaba de un sueño premonitorio. Tuve incluso la impresión de que todo aquello no era sino la prolongación de una historia que yo mismo hubiese planeado; llegué a pensar que Dolores ejecutaba un papel que le hubiese sido encomendado, fiel a un destino del que ella no se sentiría responsable. Aquella mañana, sin embargo, parecía un tanto preocupada: apenas intervenía en la conversación; a veces miraba con cierta inquietud a su alrededor, como si esperara a alguien o como si no quisiera llegar tarde a algún sitio. Conservaba, a pesar de todo, ese aire de grave prestancia que tanto la caracterizaba, esa indómita belleza que no estaba contenida en ningún gesto ni en ningún signo razonable. La observaba con disimulo, tratando de descifrar lo que en las expresiones de su rostro se dibujaba. A veces hallaba algún indicio, cualquier detalle que no hubiese detectado antes y al que asignara un significado definitivo, un significado que poco después resultaba insuficiente. Calculé también el efecto que a ella habría de causarle mi presencia: era posible que se sonrojara al verme o que reaccionara con torpeza; podía ocurrir que no me reconociera o que me confundiera con otra persona. Pero ella seguía allí, hablando con las otras mujeres, un poco distraída, como si no prestase atención a lo que se dijera, como si hubiese de resolver algo muy importante, una cuestión que sólo a ella le concerniera. Hubo un instante en que me pareció que me miraba, y creí incluso que ensayaba una tímida sonrisa. Yo quería corresponderle con algún tipo de saludo, pero no estaba seguro de que me hubiese visto; pensé que sólo se fijaba en un punto imaginario. Ella, sin embargo, persistía en su mirada, pues apenas apartaba los ojos del sitio donde me hallaba detenido, sonriendo de un modo vago e impreciso. Me di cuenta entonces de que trataba de saludarme, pero no se produjo el acercamiento que yo hubiera deseado, quizá porque entre los dos aún no existía nada o porque no nos atrevíamos a forzar una situación que aún no habíamos considerado. “Buenos días, Dolores”, me limité a decirle cuando ya me iba. “Buenos días”, me contestó ella con aire todavía pensativo.

Por aquel tiempo ocurrió algo espantoso en Elvira. Regresaba yo de un largo paseo por el campo. Era una tarde apacible de noviembre. La vega estaba en calma, como un mar abandonado, un mar de aguas turbias y macilentas: huertas sombrías, hazas desiertas, caminos por los que sólo transitan desangeladas figuras, grises alamedas en las que aún refulge la luz de un otoño que termina, colinas de olivares, cerros plomizos, montes de ceniza y de violeta. A lo lejos, cerrando el horizonte, se alzaba la sierra, coronada ya con el blanco ramillete de sus primeras nieves. Más abajo, podía divisarse también la ciudad, envuelta a aquella hora en una vaga penumbra. Era ya casi de noche cuando yo llegué al pueblo. Todo parecía tranquilo. Recuerdo que José, el carpintero, salió a saludarme desde el portal de su casa: era un hombre tan cumplido que no había ocasión que no convirtiese en un acto de obligada pleitesía. “Vaya usted con Dios”, me dijo en tono de amable despedida. Atravesé después una lóbrega y tortuosa callejuela, donde unos perros ladraban enfurecidos, sobresaltados tal vez con el ruido de mis pasos o con algún tipo de amenaza que sólo ellos barruntasen. Dejé atrás los muros de una corraliza y me dirigí hacia la plaza de la iglesia. Uno niños jugaban subidos en las ramas de un olmo. Yo iba un poco distraído, absorto en la furtiva belleza que a cada instante descubría en aquel morado crepúsculo de noviembre. Me encontré por casualidad con don Enrique, que regresaba también de dar su acostumbrado paseo vespertino. Me preguntó si aprendían los alumnos, si seguían mis consejos; en tono de broma, le refería alguna graciosa anécdota. Él siempre estaba dispuesto a escucharme: a veces incluso me pedía que continuara, que le explicara las consecuencias que pudo tener un determinado lance. Hablamos también de las últimas lluvias: me dijo que habían sido muy beneficiosas para el campo, pues los olivos estaban faltos de un golpe de agua como el que había caído; además, dentro de unos días habría de empezar la siembra del trigo, y era bueno que la tierra no estuviera muy seca. No bien me hube despedido de don Enrique, me encaminé por fin hacia mi casa. Aún no había preparado las clases que a la mañana siguiente habría de impartir a mis alumnos, y tenía que anotar también unos datos que Octavio me había proporcionado acerca de unos linderos que no figuraban en las escrituras que yo había consultado. Era ya de noche cuando entré en mi casa. En ese instante oí como una explosión, un ruido sordo que se iba propagando de un modo extraño, un ruido cuyas ondas sonoras se prolongaban hacia su propio centro. “¡Un terremoto!”, gritó alguien en la calle. No té entonces cómo se movían los objetos que tenía delante, las tazas y los platos de la vajilla, las fuentes de porcelana, las palmatorias con sus velas: producían, al moverse, un tintineo bastante desagradable. No té también cómo vibraban los cristales de la ventana, cómo crujían las maderas; las paredes temblaban, sacudidas por una fuerza desconocida; parecía como si el suelo de pronto perdiera consistencia, como si el mundo de pronto girara de forma descontrolada. Por un omento temí que se derrumbara el techo. Me veía impotente, indefenso; quise correr, hubiera corrido como loco, me hubiera instalado en un sitio más seguro. Pero no podía: aturdido, paralizado por el horror, no lograba obedecer a mis impulsos. No sé lo que duró el terremoto, diez o doce segundos…, quizá más; sobre vino después un largo silencio, una honda quietud. Parecía como si todo ahora se reintegrase en un prodigioso equilibrio, en una especie de pacto entre opuestas voluntades. Nunca me había sentido tan vulnerable, quizá porque nunca había reparado en la proximidad de la muerte, o porque nunca había creído que la vida fuera tan frágil: es algo inherente a la condición humana, una sombra que se proyecta a cada instante, una amenaza continua, una enfermedad que congela nuestra sangre, una fiebre que de pronto enloquece nuestro ánimo, una herida que se infecta, un rayo que cae sobre nosotros, un río que se desborda, un huracán, un terremoto…

Ahora me encuentro algo mejor. Ayer estuve con Alberto en un concierto. Las calles estaban repletas de gente y se respiraba en ellas un ambiente festivo, o tal vez fuera una impresión mía, producida por tantos meses de obligado aislamiento. Fue una experiencia muy reconfortante: me sentía arropado por la multitud, confundido con ella. Hacía ya mucho tiempo que no asistía a un concierto. Fue también algo inolvidable: al principio no estaba yo muy concentrado; se había iniciado la música de un modo muy suave, con un leve movimiento, un acorde impreciso. Apenas prestaba atención a lo que oía; a veces incluso me distraía sin ningún motivo, observando los gestos o la vestimenta de las otras personas que allí se congregaban. Poco a poco, sin que yo me diera cuenta, se había ido configurando una melodía: ya no eran unas notas sueltas, unos sonidos que se disgregaran; aquello ya tenía forma, color, proporciones más definidas. Empecé a caer entonces en un estado de vaga somnolencia, y me vi de pronto transportado a un paisaje imaginario, a una alta planicie donde sólo anidaban los recuerdos. Volvía a recorrer otra vez las calles de mi infancia; visitaba de nuevo los lugares donde, sin yo saberlo, se iba fraguando mi destino. A veces parecía como si viajara por un territorio desconocido, por un mundo inexplorado, desprovisto de esa difusa claridad que confiere a menudo la memoria: todo allí era nítido, majestuoso. Con los ojos fijos en un punto concreto del auditorio, seguía embelesado el desarrollo de aquella composición: de vez en cuando recobraba su movimiento inicial, su carácter embrionario; había también otros momentos en que emprendía un ascenso vertiginoso, un ritmo que crecía de manera desorbitada, propiciado por un repentino arrebato; en otras ocasiones discurría serena, apacible, como una ola que con inagotable impulso se deslizara lentamente por la arena de una playa. Toda la Creación estaba allí contenida: el rugido del mar, el soplo de los vientos, el canto de las aves, la soledad de las montañas, los silencios del amanecer… Sí, era como si viajara por un territorio desconocido, como si me adentrara en una selva inextricable, en una región donde todo sucediera de un modo misterioso. A cada instante descubría algo nuevo, una emoción no sospechada, un temblor incierto, una verdad inquebrantable…
Como la música, el amor también nos arrebata, nos traslada a una realidad en la que asumimos actitudes que jamás hubiéramos imaginado. Como la música, tiene el amor un inicio suave, un leve movimiento, un acorde impreciso. A veces se presenta de pronto: comienza con una mirada, con unos ojos que de improviso se posan en los nuestros, con una sonrisa apenas esbozada, con un gesto quizá insignificante. Como la música, crece de un modo inesperado: sus cita pasiones desorbitadas, sentimientos contradictorios, obligándonos entonces a actuar con impaciencia o a comportarnos de una forma desacostumbrada. Yo tenía que hablar con Dolores cuanto antes; quería que al menos ella supiera que yo estaba interesado en conocerla. Un día, dos o tres semanas después del terremoto, la vi pasar por mi calle en compañía de otras mujeres; sin que ninguna de ellas se diera cuenta, decidí seguirlas a cierta distancia. Era ya casi de noche; en el cielo del ocaso brillaban ya la primeras estrellas. Yo trataba de moverme con naturalidad, pues no era muy probable que mi presencia entonces pudiera despertar ninguna clase de sospecha. Además, tampoco me importaba que me reconociesen; de esa manera tendría acaso la oportunidad de charlar un rato con Dolores, que era lo que realmente deseaba. Poco después me pareció que aminoraban el paso; casi sin pensarlo, me arrimé a la pared y esperé a que se alejaran; apenas escuchaba lo que decían, pero por sus gestos deduje que quizá se estuvieran despidiendo. Más tarde se detenían al llegar a una especie de plazoleta. Quiso la suerte que hubiera por allí un portal abierto y me oculté en él para evitar que ellas me vieran. Al cabo de un rato me asomé con mucho cuidado para comprobar lo que estaban haciendo, pero ya se habían ido; sólo divisé a lo lejos la silueta de una de ellas, confundida ya con las sombras de la noche. Se internaba en aquel momento por una estrecha callejuela. Salí tras ella, convencido de que podía tratarse de Dolores. Mi corazón latía con fuerza, como si hubiera acabado de realizar un ejercicio desmesurado. Avanzaba sigilosamente; ahora temía que ella, alertada por mis pasos, corriera precipitadamente hacia su casa. Era una calle larga, de fachadas iguales, de sucios paredones. Aquello parecía un sueño, una pesadilla. De vez en cuando pensaba que me había equivocado, que no era a Dolores a quien yo perseguía. Comencé a notar algo extraño en aquella figura, como si desplazara de un modo mecánico, empujada por un impulso ciego. Ya no estaba tan seguro de que pudiera alcanzarla; me sentía ridículo, casi desengañado. Tenía incluso la impresión de que luchaba contra mi propio destino, contra una realidad que se resistía a ser interpretada. Pero tampoco quería que aquella situación se prolongara demasiado, y me vi entonces obligado a actuar de otra manera:
−¡Dolores! –grité, acelerando un poco la marcha.
Era ella: se había detenido en una esquina; distinguí en seguida la forma de su pelo, el perfil de su cara. Al ver que era yo quien la había llamado, aguardó en silencio a que llegara. Como en aquella mañana de domingo, en sus labios había comenzado a dibujarse una tímida sonrisa.
−Buenas noches, don Luis –dijo cuando ya me hube acercado.
−Buenas noches, Dolores.
Tenían sus ojos el color de las hojas en otoño, el brillo del sol en los turbios atardeceres de noviembre. Me miraba complacida, y pensé que también ella había deseado que se produjera aquel encuentro.
−Hace días tuve un presentimiento –proseguí tras una breve pausa−. Ahora que estamos solos, no voy a dejar de confesárselo: puede que no signifique nada para usted, o pude incluso que lo considere una necedad; en tal caso, disculpe las molestias.
−Diga lo que quiera –replicó con cálido acento.
−Sabía que volvería a verla –continué ahora en un tono más desenfadado−. Tal vez el destino haya dispuesto que usted y yo nos entendamos. Quizá le resulte raro que le hable en estos términos, de un modo tan franco. Pero yo sé que usted es una persona muy comprensiva; lo supe desde el primer momento, desde aquel día en que fue a recoger a su sobrino a la escuela. Hay algo en usted que me inspira confianza, quizá la nobleza que vislumbro en su semblante, o la sonrisa que se vierte por su rostro cuando me habla, como ocurrió aquella maña de domingo en que la vi en la plaza de la iglesia, o como ha ocurrido también hace un instante.
Quizá no era esto lo que quería decirle; quizá tenía que haberme expresado de otra forma: reconozco que a veces me excedo en el lenguaje, o no controlo como debiera mis explicaciones. No creo, sin embargo, que a Dolores le importara que mis frases fuesen más o menos largas, ni que estuviesen mejor o peor construidas. Yo esperaba que ella desviara la conversación hacia un asunto menos delicado, o que no contestara. Pero su respuesta fue clara, muy precisa:
−Yo también confío en usted –se atrevió a decir, volviendo hacia mí sus ojos otoñales.

El color de las hojas en otoño, el brillo del sol en los turbios atardeceres de noviembre, una belleza furtiva, una emoción no sospechada, una verdad inquebrantable. Todo eso era lo que en sus ojos se descubría: la certeza de que hay al lado alguien que nos comprende, un afán no desvelado, algún secreto… “Yo también confío en usted”, me había dicho con aplomo, con sincero afecto. El recuerdo de una tarde de lluvia, el agua que cae y chorrea por mis sienes y por mis párpados, un resplandor rojizo, el eco de unos pasos que se alejan en la penumbra, una mañana radiante de domingo, unos labios que se entreabren y que acaso esbozan una sonrisa, una mirada absorta que de pronto se detiene en un punto del espacio, unos ojos que se encuentran con los ojos que los miran, un saludo, una respuesta, una noche oscura, una mujer que camina por una calleja solitaria, un hombre que le grita. Un hombre que la quiere.

Esta vez había venido él a verme. Se había presentado en mi casa por casualidad, para hablar conmigo de algo que en este momento no sabría recordar. La verdad es que estaba tan abstraído que apenas podía atender a lo que me decía. Cuando vi aparecer a Octavio por la puerta, lo primero que pensé fue que quizá era él la persona más adecuada para contarle lo que me pasaba, porque siempre tiene que haber alguien a quien debemos referir nuestros secretos, sobre todo si éstos son de carácter amoroso: él era entonces mi amigo de confianza, y yo no podía desaprovechar la ocasión que se me brindaba aquel día.
−Me gustaría contarte algo –le dije de pronto. Nos hallábamos en la habitación de la entrada, pues estaba yo allí guardando unos paltos en la alacena.
−Habla –repuso él casi al instante. Se había quedado de pie, mirando distraídamente por la ventana.
−No sé. Es un tema muy delicado.
−No será para tanto.
−Se trata de una persona.
−¿Quién, el padre de algún alumno?
−No.
−¿Algún vecino?
−Tampoco.
−¿No te habrás metido en un nuevo lío con uno de esos mentecatos que andan por ahí sueltos?
−No es eso tampoco.
−¿Qué es, si se puede saber? –se había quedado esta vez mirándome, con los ojos puestos en lo que yo hacía.
−Es una mujer –me atreví por fin a confesarle.
−Ya, estás enamorado.
−Sí, es posible… −titubeé un poco.
−¿Has hablado alguna vez con ella?
−Sí, alguna vez.
−¿Iba sola o acompañada? –inquirió con desparpajo. Por el modo con que formulaba las preguntas, yo empezaba ya a sospechar que él podía saber algo, quizá porque se lo hubiera dicho alguna de aquellas mujeres que conversaban con Dolores aquel domingo, convencida de que en el saludo que yo le dirigí a ella se escondía un interés no declarado.
−Es tía de uno de mis alumnos, de Pedro –contesté después de una breve pausa, sin prestar atención a lo que me había preguntado.
−¿Cómo se llama?
−Vive en una de esas calles que hay al otro lado de la iglesia. No sé cómo se llama, la calle. Es morena.
−¿Es morena la calle?
−No, hombre.
−Era una broma. Lo que quiero es que confíes en mí, que soy una tumba…, bueno, una tumba no, que no me gustaría ir tan pronto a ese sitio del que nadie vuelve. Tú me entiendes.
−Se llama Dolores, Dolores Aguilera –me pareció que no era a él a quien se lo decía, que era a ella a quien tenía delante.
−¿Aguilera? No caigo… −se hacía el ingenuo: quizá se divertía viéndome a mí tan apurado acerca de un tema del que él ya estaba suficientemente informado−. Ah, ya, ya me acuerdo –añadió después, con un dedo en los labios−, la hija de Tomás, el cuñado de Antonio, que es primo de mi mujer. Un buen partido, sin duda. A su padre yo lo he tratado mucho: es un hombre muy respetado en el pueblo; de joven, había trabajado como colono en una de las fincas de don Enrique; después se casó y heredó de su mujer una importante fortuna. A su abuelo también lo conocí: me refiero, claro está, al abuelo de Dolores, al padre de su madre: era un tipo muy divertido, capaz de hacer reír a cualquiera, a la persona más seria del mundo. “Aquí viene Zacarías”, solía decir la gente cuando lo veía aparecer en alguna reunión o en algún velatorio, porque también en los velatorios se explayaba: era el genio que tenía; él era sí, chistoso, ocurrente, un tipo muy divertido.
−¿Y de Dolores, sabes algo? –pregunté yo después de que se hubo callado.
−Ah, un buen partido. Ya conoces el refrán: “De tal palo, tal astilla”. ¿Qué quieres que te diga? Ya lo irás descubriendo por ti solo.
−No sé, ahora mismo estoy un poco desconcertado.
−No te preocupes; es una gran mujer. Confía en mí…, iba a decir que soy una tumba, pero ya no lo digo. Confía en mí, que soy tu amigo. Octavio en esto nunca se equivoca: “Donde pone el ojo, pone el gatillo”. Lo que sí te aconsejo es que en estas cosas del amor uno siempre debe actuar con picardía: mira si tú a ella le interesas; piensa que a las mujeres no se las conquista, que son ellas las que nos eligen. Cuando estés seguro de esto, decide tú entonces, y verás cómo aciertas, cómo ella te corresponde. Octavio nunca se equivoca: te lo digo incluso por experiencia, porque a mí también me ha sucedido.
No sé si puse en práctica sus consejos. Lo cierto es que ella muy pronto accedería a lo que le pidiera.








V



Os voy a contar hoy lo que le pasó a un joven pastor. Se llamaba Esteban, como su padre. Se había quedado huérfano desde muy pequeño. Vivía muy lejos de aquí, en uno de esos pueblos que se hallan casi perdidos entre las montañas. A pesar de su corta edad (sería un poco mayor que vosotros), había adquirido ya esa madurez y esa disposición de ánimo que sólo se alcanzan después de una vida de penosos y duros sacrificios. Todos sus vecinos lo admiraban: todos lo querían a preciaban sus virtudes. Un día acertó a pasar por el pueblo un grupo de tramoyistas y comediantes. Iba con ellos una hermosa muchacha, hija, al parecer, de un antiguo componente de la tropa. No tardó mucho Esteban en conocerla y en enamorarse de ella. Cuando se hallaba con su rebaño de ovejas en los prados, tendido a la sombra de algún árbol, apenas conseguía apartar su mente del recuerdo que ahora la embargaba. Era muy tímido, y nunca se había atrevido a confesarle lo que sentía, nunca lo había intentado. Pero Raquel, que así se llamaba ella, adivinó pronto cuál podía ser el motivo de sus insistentes miradas, y una noche, confiada en lo que hacía, se acercó con disimulo hasta donde él se encontraba. Aunque no hablaron gran cosa, fue suficiente para que a partir de entonces pudieran tratarse de un modo más afectuoso. Vivieron desde aquel día momentos inolvidables. Sin embargo, aquellos cómicos debían reanudar su marcha: tenían que trasladar el espectáculo a otros lugares, y Raquel, resignada con su suerte, se vio obligada a acompañarles. Esteban, por su parte, tomó aquello como un pequeño contratiempo: creía que el amor era algo mágico, algo que inexorablemente había de cumplirse; sabía que tarde o temprano ella regresaría. Sin embargo, los días pasaban, y cada vez era mayor el peso de la ausencia: la echaba de menos en cualquier instante, cuando estaba solo en su casa, cuando acudía con sus ovejas a los prados. Era tal el desasosiego que sentía, que una mañana salió decidido en busca de Raquel. Iba provisto de mantas y de cuantas cosas consideró necesarias. Sin saber cómo, le vino a la memoria un sabio consejo de su padre: “Nunca te detengas; siempre hallarás un camino que te conduzca a alguna parte”, solía decirle con frecuencia, aunque él no entendiera aún el alcance de aquellas palabras. Ahora sí que lo entendía: buscó sin descanso por todas las aldeas por donde pasaba; preguntó por ella en las ventas de los caminos, en las casas donde se hospedaba. Nadie pudo informarle; hubo incluso quien trató de burlarse de él facilitándole una dirección equivocada. En varias ocasiones tuvo que dormir a la intemperie, sufrir las inclemencias del tiempo; se adentró por parajes casi intransitables, por terrenos angostos y resbaladizos. Había recorrido ya unas doscientas leguas cuando empezaron a flaquearle las fuerzas, y apenas disponía ya de provisiones. Comenzaba también entonces a desesperarse: pensó que acaso nunca encontraría a Raquel; nadie la había visto, por ningún lado había pasado aquel grupo de comediantes, en ningún pueblo habían actuado. Era como una pesadilla. A veces, cuando más desesperado estaba, se acordaba de lo que le había aconsejado su padre, y se sentía más animado. “Nunca te detengas; siempre hallarás un camino que te conduzca a alguna parte”.
Quiso la suerte que un rico labrador se compadeciera de él, y durante algún tiempo permaneció alojado entre sus lacayos, disfrutando de toda clase de comodidades. Apenas se hubo recuperado, emprendió otra vez su afanosa búsqueda, no sin antes agradecer la hospitalidad que se le había dispensado. Así, unos días después, llegaba Esteban a una populosa e importante ciudad. Todo era allí nuevo y excitante para él. Hubo de codearse con vagos y maleantes, con gentes de diversa procedencia; no era, pues, extraño que anduviese también por allí aquella compañía de artistas itinerantes, que coincidiera con ellos en alguna plaza o en alguna calle. Estaba seguro de que esta vez alguien sabría dónde podría encontrarlos, alguien que le diera una pista más o menos fiable. Al cabo de una semana, sin embargo, tenía que resignarse a la idea de que su empresa había fracasado. Acostumbrado ya a sobreponerse a tantos sufrimientos y contrariedades, comprendió que por lo menos había aprendido a valerse por sí mismo. Comprendió también que quizá a partir de entonces se iniciaba para él una etapa nueva, de la que tal vez saldría beneficiado. Quizá había caminos que no conducían a ninguna parte, o quizá su padre no se refería a las vías o espacios por donde habitualmente nos movemos o trasladamos, sino a los objetivos o decisiones que uno asume en su vida. “Será mejor que regrese”, concluyó no sin cierto desencanto.
Sí, había decidido volver a su aldea, probablemente era ése ahora su nuevo camino, un camino que acaso no lo condujera a ninguna parte, sino que lo transportara a un mundo en el que él aún podría reconocerse. Tampoco el regreso estuvo exento de dificultades, pues había momentos en que se sentía muy desanimado. Sin embargo, como el fénix que renace de sus propias cenizas, la ilusión humana a veces resurge cuando más adversas son las circunstancias que la rodean. Así, una noche le sobrevino a Esteban un profundo sueño; agotado por el viaje, se había quedado dormido al abrigo de unas peñas. Soñó que regresaba a su aldea y que una multitud lo aclamaba como héroe; él saludaba con la mano en alto, aunque no comprendía muy bien a qué se debía aquel recibimiento; la gente formaba un estrecho pasillo por el que él avanzaba muy lentamente; alguien, tal vez su padre, le dijo que no se detuviera, porque al final le aguardaba una gran sorpresa. Pero aquí se interrumpió el sueño. Por la mañana, al despertarse, consideró que todo aquello era absurdo, y trató de olvidarlo casi de inmediato. Paseó luego su vista por el cielo, por el paisaje que desde allí se divisaba. Se fijó de pronto en unas montañas, cubiertas de frondosa arboleda; con enorme regocijo, calculó que al otro lado se hallarían los prados que él solía recorrer con sus ovejas en verano. Se levantó entonces de un salto y se encaminó hacia su aldea. Como alguien en el sueño le había anunciado, tal vez su padre, le aguardaba allí una gran sorpresa.

−¿Qué era? –preguntaron algunos apenas hube acabado el relato.
−Le esperaba Raquel –opinaron otros.
−Eso debéis imaginarlo –repuse yo con cierto misterio−. Ahora sois vosotros quienes tenéis que completar la historia; yo podía haberla terminado de otro modo; podía, por ejemplo, haber aclarado en qué consistía esa sorpresa. Pero no lo he hecho: prefiero que seáis vosotros quienes lo hagáis.
−Sí, pero está muy claro –porfió alguno de ellos de nuevo.
−Eso es lo que tú has interpretado –expuse a continuación−; pero hay cosas que no se dicen, cosas que permanecen ocultas. Yo no he afirmado nada. Es posible, en efecto, que Raquel lo esperara, como todos al final hubiéramos deseado que ocurriera. Pero es posible también que se tratara de una carta, de una carta en la que ella le dijera dónde se encontraba; quizá él entonces decidiera emprender una nueva búsqueda; quizá fuera el suyo un camino que siempre lo condujera al mismo punto, un camino circular, interminable. Sería como volver al principio. Pero lo importante en una historia no es acaso su final, sino lo que en ella se relata, lo que de ella se sospecha, lo que mueve o impulsa a sus protagonistas, lo que a éstos acontece. Y lo que acontece a Esteban es algo que, sin duda, no está al alcance de cualquiera; sin embargo, lo que lo impulsa, lo que lo mueve, es un sentimiento arrebatado, es el amor por una joven de la que apenas conoce nada, y él no quiere desaprovechar la ocasión que se le presenta, la busca por todas partes, a veces se desanima o se desespera; pero entonces se acuerda de su padre, y la sigue buscando, aunque es probable que no la encuentre nunca, o que siempre regrese al mismo punto. Pero él sabe que lo ha intentado, y por eso confía aún en su suerte, porque entiende que ése es su consuelo, y tal vez su vida. Si yo hubiera completado la historia, quizá no se me habría ocurrido lo que ahora os estoy diciendo. Yo sólo quería que pensarais un poco sobre lo que os he contado.
No es fácil, por cierto, despertar el interés de los alumnos sobre un tema que aún no les preocupa demasiado; pero yo estaba seguro de que en un futuro no muy lejano ellos habrían de enamorarse como el protagonista del relato, y así como él se acordaba de una antigua enseñanza, puede que entonces comprendieran lo que yo traba de insinuarles.

Fue un noviazgo muy largo. Todas las noches nos veíamos tras la reja de su ventana. Nunca salíamos solos: siempre nos acompañaba Amelia, tía carnal de Dolores, hermana de su madre. Aunque el tiempo a veces atenúe la fuerza de los sentimientos, no puedo recordar sin emoción aquellos años. El amor, como una música, parecía impregnarlo todo: el color de los días, la luz de los campos, el verde tapiz de los sembrados, las oscuras alamedas, el fulgor de la nieve en los crudos meses del invierno, la dorada quietud de los ejidos, los grises olivares, el dulce resplandor de los almendros, el contorno azul de las montañas, los crepúsculos morados, el asedio de las noches, el silencio de las madrugadas… Henchido de gozo, acudía a mis tareas con un interés inusitado, como nunca lo había hecho. Todo era para mí nuevo y prodigioso en aquellos días. Amaba la soledad, las lentas evocaciones, el murmullo del viento en las esquinas, el rumor de la lluvia en los tejados, los pasos de alguien que quedamente se acerca o se aleja por una tortuosa calleja, el chirrido de un cerrojo o de una puerta que se entreabre con cuidado, la sombra de una reja, el brillo de unos ojos. Unos ojos de cobre que de pronto relampaguean en la oscuridad, miran aturdidos, inquieren, reconocen, tal vez fingen. Unas manos que se tienden, tantean con dificultad, acarician, propagan su calor, su callado volumen. Una voz que apenas se oye en el silencio de la noche, una voz que se alza y se quiebra y susurra algo ininteligible, algo como un plañido o una queja, o una nota suave. El amor, como la música, subyuga a quien lo siente; atrae su atención con movimientos cautelosos, con giros inesperados.

Un día hicimos una breve excursión a la capital. Nos acompañaba, como siempre, su tía Amelia. Era ésta una mujer encantadora. Se había quedado soltera por diversas circunstancias de la vida, aunque ella casi nunca hacía referencia a su pasado, quizá porque era una de esas personas que asumen con facilidad lo que la suerte les depara, a las que el destino coloca en un segundo plano, reservándoles un papel que a veces no pasa desapercibido, como si ofrecieran un delicado contrapunto a las historias que otros, más afortunados, protagonizan. Tía Amelia hablaba muy poco; prefería, sin duda, quedarse al margen, como un testigo impasible de lo que Dolores y yo entonces protagonizábamos, del amor que nos teníamos.
Por la tarde, mientras ella realizaba unas compras, nosotros aprovechamos para pasear un rato por la ciudad. Aquel día no fui a visitar a mis padres; quería enseñarle a Dolores ciertos parajes que ella no conocía y que yo había frecuentado mucho en otro tiempo, sobre todo cuando trataba de olvidar las ocupaciones y exigencias con que a menudo había de enfrentarme. De vez en cuando nos deteníamos en alguna plaza: comentábamos la forma o el tamaño de algún edificio, le contaba cualquier historia, el origen de cierta casa, la leyenda que circulaba en torno a tal o cual caballero; le refería también anécdotas que a mí me habían ocurrido, algún episodio de mi infancia. Así, de esta manera, se fue pasando la tarde, casi sin que nos diéramos cuenta. Al final llegamos hasta un lugar desde el que se divisa una espléndida panorámica, un sitio muy apartado que se halla en uno de los extremos de la ciudad. Discurre por allí un apacible arroyuelo que culebrea entre los espesos matorrales que crecen en sus márgenes. Sobre una colina poblada de vegetación abundante, se alza la vieja alcazaba, señera, majestuosa. Embelesados, estuvimos contemplando la imponente belleza de sus torreones, el exotismo y el misterio que evocaban sus miradores abandonados. Aparecía todo envuelto en una luz anaranjada, una luz que se filtrara a través de los oscuros entresijos de la memoria, una imagen rescatada del pasado o de un sueño muy lejano. Fue allí, en aquel lugar, donde por primera vez nos besamos. Como una música, el amor nos subyugaba, nos atraía con movimientos cautelosos, con giros inesperados. Como una saeta lanzada desde alguna almena, atravesaba de pronto nuestros corazones, suspendía nuestro ánimo.
Era Elvira un pueblo de profundas supersticiones, de arraigadas costumbres, un pueblo incapaz de superar los vicios y los errores que durante siglos han adulterado y embrutecido su historia. Había recelos infundados, frecuentes murmuraciones. No, a mí no se me ocultaban tampoco sus defectos, muchos de ellos incorregibles.
Me había referido Octavio que un vecino suyo, Frasquito Juárez, no dejaba de acosarle con continuas injurias y asechanzas: según me explicó, tal actitud no se debía a otra cosa que a la envidia que él siempre le había inspirado. Era Frasquito un hombre alto y cenceño, de torva mirada, labios protuberantes. Una mueca de hastío ensombrecía siempre su rostro, como si no fuera capaz de sobreponerse a los oscuros pensamientos que en su mente anidaran. Un día nos lo encontramos sentado en un banco de la plaza de la iglesia. En seguida se levantó para saludarnos. Dijo que hacía tiempo que quería hablar conmigo, pues era yo una persona de su agrado, un tipo inteligente, servicial, educado. Alabó, en fin, todas las virtudes que, según él, a mí me distinguían: admiraba mi cultura, la labor que estaba realizando… La verdad es que empezaba a molestarme su afectada cortesía: detesto los encarecimientos desmedidos, los halagos innecesarios, tal vez porque sospecho que obedecen a una intención determinada, a algún interés que al principio no se manifiesta. Octavio lo miraba desconfiado, esperando quizá que yo le respondiera. Pero yo no sabía cómo cortar su impertinente discurso. Sin duda, Frasquito había conseguido lo que pretendía, que no era otra cosa sino que nosotros lo escucháramos, como si hubiera de ser él ahora el único que hablara. Se me ocurrió de pronto que la mejor manera de impedir el avance del enemigo es emplear su misma estrategia.
−Ya veo que es usted una persona maravillosa –le dije−: nadie hasta ahora se ha dirigido a mí en los términos en que usted lo ha hecho. Será difícil que pueda corresponderle con la misma gentileza. Deje que por lo menos enumere algunas de las cualidades que atesora: es usted noble, honrado, desprendido; todo lo da, nunca se queda con nada que no sea suyo…
Se quedó atónito, sin habla: ahora era él quien se sentía halagado y correspondido. Me di cuenta de que lo que envidiaba de Octavio era que se juntase conmigo, que yo fuese su interlocutor más cercano.
−La verdad es que estoy muy a gusto en este pueblo –proseguí mi envenenado discurso−: aquí todo el mundo se conoce; uno pasea tranquilamente por sus calles, charla con los vecinos, pregunta por los temas que más le interesan, está informado de todo lo que ocurre. Se puede también disfrutar de la naturaleza, contemplar el paisaje. Son ventajas que, sin duda, no se encuentran en otros lugares.
−Ayer mismo estuve yo en el campo –terció Octavio, viendo la oportunidad que se le brindaba−. No hacía ni una pizca de aire; sólo se escuchaba el murmullo del agua en las acequias, el canto de los pájaros…
−Pues yo prefiero el trato con la gente –repuso entonces Frasquito, clavando en mí sus ojos de estaño−; a mí no me gusta la soledad: si estuviera mucho tiempo solo, acabaría volviéndome chaveta.
−Aquí cada cual puede opinar lo que más le convenga –adujo Octavio por su parte−. Yo lo único que quería decir es que a veces es bueno estar solo, sentirse en paz con uno mismo. También es verdad que si ese aislamiento se prolonga demasiado, uno acaba escuchando campanas, o se le llena de paja la cabeza. Por eso, yo creo que lo más aconsejable es siempre huir de los extremos, buscar un término medio.
−¡Qué término medio ni qué puñetas! –exclamó el otro con cierto desdén−. Lo más sano es hablar con la gente, relacionarse con ella.
−Bueno, ésa es tu opinión, y yo la respeto –replicó Octavio sin ánimo de debate−. Si todos pensáramos de la misma manera, la vida sería muy aburrida. Yo incluso a veces discuto con mi mujer: hay cosas en las que no podemos estar de acuerdo.
A Frasquito se le torcía la mirada, los labios se le agrandaban; se mostraba nervioso, enfurecido.
−Pues con la mujer de uno no se discute –comentó con fingida templanza.
−Si yo me llevo muy bien con ella.
−Tú acabas de decir lo contrario.
−No es eso.
−Lo has dicho.
−Bueno, vale, lo he dicho, ¿y qué?
−Que con la mujer de uno no se discute.
−A veces, sí.
−No.
−Que sí.
−Que no.
−Que sí, que llevas razón.
−Que no…, bueno, que sí, que sí llevo razón.
−Se hace tarde, otro día seguiremos hablando –propuse yo con intención de marcharme.
−Tú, Octavio, eres un tiralevitas –añadió Frasquito con manifiesta envidia−: eso es lo que eres; así no llegarás a ninguna parte, te lo aseguro.
−Nos vamos –dijo sin acritud el interpelado, como si entre ellos sólo hubiesen mediado palabras de mutuo agradecimiento.

Como ya comenté en otro capítulo, el tío Lucas discurría a veces con templado juicio, sin los acaloramientos o despropósitos de otras ocasiones, como tuve la oportunidad de comprobar una tarde en que hablé con él de un problema relacionado con su hijo. Me dirigía yo a casa de don Enrique cuando lo vi salir de la taberna donde había estado reunido. Con resuelta voluntad de saludarme, se acercó a mí con paso decidido. Yo pensé que intentaba explicarme los motivos de su atrabiliaria conducta, cuando se enfrentó a Juan el Cabezón en la vega; pero él en seguida expuso la causa por la que quería hablar conmigo:
−Espere –me dijo−. Me gustaría charlar con usted acerca de un problema que me tiene muy angustiado. Se trata de mi hijo: es un zagal muy bueno, pero se resiste a ir a la escuela. Por mucho que le diga, no consigo convencerlo como yo quisiera. No sé lo que usted me aconseja.
−¿Qué edad tiene? –pregunté.
−Son ocho años, pero como si fueran noventa: él está en lo suyo, y no hace caso de lo que le digo; es como si viviera en otro mundo.
−Hay niños muy complicados –repuse.
−Sí, éste es especial. La hermana, en cambio, es más dócil en este aspecto. Quizá, con un poco de paciencia, lo conseguiría; pero él no comprende o no quiere comprender mis razones. A mí me gustaría que fuera a la escuela, porque en la escuela se aprende a leer y a escribir, algo que a mí me falta y que echo a veces mucho de menos, porque mire usted: cuando no se tiene otra ocupación que las tierras, como a mí me pasa, se vuelve uno testarudo y egoísta, como usted comprobó el día aquel en que casi llegué a las manos en la vega con uno con quien discutía.
−¿Y a qué se dedica ahora? –pregunté después−. Me refiero, por supuesto, a su hijo.
−Se dedica a coger nidos. A veces llega a la casa con algún par de pajarillos, pero no le duran mucho: se le mueren en seguida o se le vuelan por descuido. Yo no voy a entrar en si eso está bien o está mal; a mí lo que me molesta son las juntas que ahora tiene. Porque ya sabe: todo se pega.
−¿Con quién se junta?
−¿Con quién? Con el hijo de Juan el Cabezón, ¡casi nada! Si cerrado de mollera es el padre, el hijo no le va a la zaga. Y yo no quisiera que al mío se le pegara una condición tan miserable: bastante tenemos en el pueblo con una familia como esta que le digo. Eso es lo que me molesta, usted me entiende: que pierda el tiempo con alguien de quien no aprenderá nada bueno.
−No se preocupe.
−Se me ocurre una idea –proclamó más animado, sin apartar de mí un instante su tenebrosa mirada−: ¿y si usted habla con él? Es muy sencillo: él suele estar jugando todas las tardes a eso de las cinco en la plaza de la iglesia; usted se presenta allí como quien no quiere la cosa, después aparezco yo y nos saludamos como si no nos hubiéramos visto durante algún tiempo.
−De acuerdo –acepté.
−Mañana mismo, a eso de las cinco –insistió él con renovado interés, convencido de que yo no le fallaría.
Y así fue. Al día siguiente estaba yo en la plaza a la hora que él me dijo, un poco antes quizá. Había dos niños en ella jugando con unos palos, de una edad parecida a la de su hijo. Uno era alto y moreno, con el pelo rizado; el otro, más enclenque, no cesaba de reír o de imitar a su compañero. Al cabo de un rato, apareció el tío Lucas con el semblante algo compungido. “Éstos son”, me dijo casi de inmediato, y se fue hacia ellos sin ánimo de regañarles.
−Eh, gorrión, no te escapes –se dirigió después al hijo en tono distendido.
−¿Qué quiere, padre? –replicó el pequeño, al tiempo que se acercaba.
−Yo no quiero nada. Aquí tienes a don Luis, que va a hablar hoy contigo. Seguro que lo conoces.
−Yo, no –mintió.
−¿Cómo que no? –inquirió el padre enfurecido.
−Como que no.
−Es el maestro.
−¿Cómo te llamas? –tercié yo.
−Federico.
−Para servirle –añadió el tío Lucas−: se dice así, para servirle.
−No lo sabía.
−Pues ya lo sabes. A un maestro hay que hablarle siempre con respeto.
−Lo que usted diga, padre.
−Vas a ir a la escuela, ¿no?
−No me gusta.
−Te lo vas a pasar muy bien –traté de convencerlo−; tendrás muchos amigos.
−En la escuela no se juega.
−También se juega…
−Y se aprende –no me dejaba intervenir el tío Lucas; se mostraba cada vez más serio, con los ojos más ensombrecidos−. Se aprende a leer, que es una cosa muy importante, y a escribir, que es un ejercicio que te obliga a utilizar los dedos en algo mucho más útil que estar por ahí cogiendo nidos de los árboles.
−Es lo que me gusta.
−Tú, por huevos, vas a hacer lo que yo te mando.
Así era imposible. Federico, el hijo del tío Lucas, aquel niño alto y moreno que jugaba en la plaza con su amigo, no podía entender las razones por las que debía asistir a la escuela, y nunca lo hizo.

Vivían en las afueras, al pie de una colina. Sólo se alcanzaba a ver desde allí la torre de la iglesia, rodeada de innumerables tejados. Se divisaban a lo lejos las cumbres de la sierra, las alamedas, los cuadros azules de los sembrados. Todo aparecía desde allí diluido, envuelto en una vaga transparencia, como un paraíso apenas vislumbrado. Vivían en unas chozas que ellos mismos construyeran con adobes y toscos materiales; nunca había visitado yo un lugar tan sórdido, tan pobre, tan deplorable. Aún conservo la impresión que me causaron sus caras ennegrecidas, sus chalecos de pana, sus camisas deshilachadas, sus zapatillas de esparto; algunos incluso iban descalzos, cubiertos con mugrientos ropajes.
Eran los gitanos. Durante muchos años, a lo largo de varias generaciones, habían tenido que soportar el rechazo y la desconsideración de sus vecinos. Nadie en el pueblo los quería: a veces se citaban ejemplos de hurtos y de trueques fraudulentos; se hablaba de venganzas, de enconadas reyertas: yo creo que era un modo de justificar su apartamiento, la ignorancia de sus costumbres, el oprobio a que se les había sometido. Nadie había apreciado sus valores, estimado sus virtudes. Yo, sin embargo, no había observado en ellos ningún gesto de inquietud o de animadversión hacia mi persona. Me miraban, eso sí, con un interés inusitado, como si vieran en mí a un raro e intrépido excursionista al que el azar ha conducido hasta sus dominios. Había ido a resolver un asunto que desde hacía tiempo venía preocupándome, una misión acaso imposible, una misión de la que siempre había desconfiado. Estaba seguro de que ninguno de ellos entendería mi propuesta: les resultaría extraña, desproporcionada. Pero yo no podía irme de allí sin haberlo intentado. Así que con paso firme, decidido, me acerqué a hablar con unos hombres que tomaban el sol en un pequeño descampado.
−Buenas tardes –les dije−. Soy el maestro de Elvira. Me llamo don Luis, don Luis Gutiérrez.
−Y yo, Moisés, Moisés Heredia –contestó uno de ellos−. Está usted hablando con el gobernador: por si no lo sabía, yo soy el que gobierna en esta tribu, soy el jefe, aquí nadie me rechista, aquí todos me obedecen.
Se dirigía a mí con voz autoritaria, como si tratara de impresionarme. Tenía un bigote enorme, con las puntas algo retorcidas. Su rostro aparecía surcado por numerosas arrugas, producidas acaso por la persistencia de hondas y complejas cavilaciones. Sus ojos, sin embargo, mostraban una expresión más tranquila: de vez en cuando apuntaba en ellos un destello de ironía, una especie de burla mal disimulada. Brevemente, le aclaré el motivo de mi visita: quería que todos los niños de aquel barrio asistieran a la escuela; le dijo, además, que no se preocupara, que era algo totalmente gratuito. Pero él parecía distraído, como si aquello apenas le interesase. “Yo también soy maestro”, profirió sin demasiado entusiasmo. Enseñaba, por ejemplo, el modo de conjurar los malos augurios: unas tijeras abiertas, el graznido de una lechuza, un cordero degollado, una estrella que se desplaza en el firmamento… A veces creía que me hablaba en una lengua muy distinta de la mía, una lengua en la que se mezclaran vocablos y giros de extraña procedencia. Según me explicó, era capaz de saber lo que se oculta en el interior de cada persona: “Leo los pensamientos”, había recalcado en tono de sentencia. Me contó que había trajinado en muchos oficios y que eso le había permitido conocer a mucha gente. Noté entonces que me miraba con extraordinaria fijeza, como si desconfiara de mis buenas intenciones. Al final, con cierta indecisión, me dijo que él se encargaría de llevar algunos niños a la escuela.
Pero los días pasaban y Moisés no había cumplido todavía su promesa. Pensé que quizá se le habría olvidado; era también posible que hubiera surgido cualquier inconveniente o que hubiera desestimado mi propuesta. Sin embargo, al cabo de unas semanas, sin que nadie lo esperara, se presentó un nuevo alumno en la escuela. Era moreno, de tez muy oscura, aire macilento. Tenía once años, aunque quizá aparentaba algunos menos. Se llamaba Moisés, como su abuelo. Él, por supuesto, no sabía que en la clase hubiera que seguir un orden, unas pautas determinadas, una rutina. Yo intenté inculcarle algunos hábitos de conducta, pero no creo que me entendiera. Reacio a cualquier tipo de formulario, me interrumpía de la manera más intempestiva: le ocurría como a esos niños pequeños que piensan que el enfado de sus padres es sólo un juego que ellos han de prolongar con nuevas travesuras y provocaciones. Solía decir a menudo grandes disparates, casi siempre de forma inoportuna, cuando no debía hacerlo; se había dado cuenta de que con aquella actitud se iba ganado el afecto y la consideración de sus compañeros, y yo mismo tuve que acceder en ocasiones a sus caprichos, permitiendo que se convirtiera entonces en el protagonista, una oportunidad que él casi nunca desaprovechaba. Sin embargo, un día, sin que nadie tampoco lo esperara, nos dijo que dentro de muy poco había de trasladarse a otro pueblo con su familia. No cabe duda de que su vida obedecía a unos parámetros distintos, a una rutina contra la que él ahora no podría rebelarse.

Era una tarde fría y oscura, casi invernal. Un viento huracanado levantaba de repente súbitas polvaredas; azotaba los sembrados, las ramas de los árboles. Hacía un tiempo gris y nublado, un tiempo en el que concurrieran vagas ensoñaciones, retazos de un pasado tormentoso. Aquella vez me había alejado más que en ocasiones anteriores; me vi de pronto rodeado por unos chopos descomunales, inmerso en un lugar bastante tenebroso, un sitio sombrío, poblado de grandes matorrales. Se oían extraños sonidos, ruidos misteriosos: a veces eran los pasos de alguien que se acercaba entre la hojarasca; por un momento me sentí vigilado, perseguido por algún ente fabuloso que habitara en aquellas soledades. Otras veces era como un susurro, como una voz que el viento arrastrara en uno de sus bruscos arrebatos. Aturdido, decidí volver sobre mis pasos: sólo pensaba en huir, en escapar de aquella angustiosa pesadilla. Tenía, sin embargo, la impresión de que no había actuado como debía, de que había algo que reclamaba mi atención, algo indefenso, un corazón que latiera malherido entre la maleza, un fantasma que vagara despavorido entre las sombras. Poco a poco conseguí alejarme de donde estaba: apenas se distinguía ya el verdor de los sembrados; todo aparecía envuelto en una delicada penumbra, difuminado por la luz azulada del crepúsculo. Quería contarle a Dolores lo que me había sucedido; quizá ella conjeturase que todo aquello había sido provocado por una súbita alteración de mis sentidos. No, yo tampoco desechaba la idea de que hubiese sufrido una enajenación transitoria, una profunda sugestión a la que no hubiera podido sustraerme. Todavía creía que me vigilaban, que me perseguían; de vez en cuando volvía la vista hacia aquel lugar para cerciorarme de que allí no había ocurrido nada extraordinario; miraba con inquietud, como quien trata de ahuyentar de su memoria una obsesión de la que aún no se hubiese liberado. Hubo un instante en que mis ojos retuvieron un movimiento, una sombra, un bulto que se deslizaba a través de la medrosa oscuridad del campo. Pensé que podía ser un espejismo, una imagen producida por una nueva excitación de mis sentidos. Apresuré el paso. Comencé a escuchar detrás de mí un bisbiseo extraño, una especie de llamada quejumbrosa. Estaba seguro de que ahora no era algo fingido o que yo hubiera inventado. Alguien pronunciaba mi nombre; parecía la voz de una mujer, una voz queda y temblorosa. Intenté acelerar entonces la marcha; un fuerte escalofrío recorría mi cuerpo, atenazaba mis piernas. No, no eran figuraciones mías: sonó otro bisbiseo, ahora más lejano; supuse que sería alguien conocido, alguna persona que, como yo, hubiese acertado a pasar por allí en aquel preciso momento; como yo, estaría dispuesta a soportar las inclemencias del tiempo, aquel tiempo gris, cargado de tristes presagios; quizá lo único que pretendía era que yo la acompañara; en tal caso, era una falta de respeto que no lo hiciera. No tuve, pues, más remedio que detenerme. Divisé entonces a una mujer que avanzaba hacia mí con paso vacilante: se desplazaba, en efecto, con cierta dificultad, como si no fuera capaz de coordinar sus movimientos; sólo alcanzaba a ver su delgada silueta, como un retazo desprendido de un pasado tormentoso. Aún no había podido distinguir las facciones de su cara, el color de su rostro. Me percaté en seguida de que no era a mí a quien llamaba. Aquello me dejó bastante confundido, pues no esperaba que alguien se dirigiera a mí con un nombre equivocado. Era Leonor, la hija de don Enrique. Llegaba jadeante, como si hubiese tenido que realizar un gran esfuerzo, mirándome con destemplada dulzura, con excesiva fijeza.
−¿Por qué huye? –me interpeló después con arrogancia.
−No sabía que era usted quien me seguía.
−Aunque no lo fuera –replicó en tono de reprimenda.
La verdad es que nunca me había hablado con tanta crudeza. Era posible que yo hubiese actuado de un modo que a ella la hubiese defraudado. Se mostraba indecisa, recelosa, en sus labios a veces apuntaba una mueca de desdén, un gesto de rigor desproporcionado.
−Pero no quiero que se enfade; espero que me comprenda –trató de disculparse−. He venido a confesarle un secreto. Sí, es cierto que le he estado siguiendo: ¿por qué iba a ocultárselo? Las cosas son como son y es inútil que alguien pretenda presentarlas de otra manera. Yo estoy aquí para hablarle de algo que a lo mejor a usted no le interesa demasiado; ocurrió hace mucho tiempo. Mucho tiempo. Pero yo estoy aquí, como le decía, y no voy a dejar de contárselo. Creerá que soy un poco presuntuosa, aunque la verdad es que no me importa lo que piense. Lo único que quiero es que usted me comprenda…, me conformaría incluso con que fuera mi confidente. No sé si ha oído hablar de Gregorio –éste fue el nombre que yo escuché cuando ella estaba ya a punto de alcanzarme−. Él y yo éramos novios. Hace ya mucho tiempo de aquello. Mucho tiempo. Él era poeta, escribía versos. Lo que pasa es que no había mucha gente que lo supiera; en el fondo, era un incomprendido, como le ocurre a la mayoría de los poetas, o al menos eso creo ahora… No sé lo que usted piensa sobre el tema.
−Pienso que los poetas poseen una sensibilidad que no está al alcance de cualquiera –le contesté.
−¿Y qué es para usted la poesía? –inquirió con cierta euforia.
−No sé, me hace una pregunta muy complicada; yo creo que la poesía está más allá de las posibilidades del razonamiento humano; depende de la relación que cada uno mantenga con el mundo que le rodea, depende de los sentimientos que ese mundo le despierta. Por eso, es muy probable que mi opinión no coincida con la suya.
Se encogió de hombros; parecía decepcionada con mi respuesta. Me miraba de un modo muy raro, como si de pronto se sintiera amenazada por la sombra de un pasado tormentoso, una sombra que se alojara en el lado más oscuro de su memoria. A veces entrelazaba las manos con firmeza: era el gesto de quien reprime un brusco arrebato, el estallido de una emoción incontrolada.
−A mí no me gustaba la poesía –dijo con lúgubre acento−; la encontraba ridícula, exagerada; pero desde que conocí a Gregorio, me aficioné a ella con verdadero entusiasmo, porque él a menudo me recitaba lo que escribía…

Hoy se estremece mi alma al recordarte:
no puedo ya vivir sin tu presencia…
Tú eres, amada, mi último estandarte,
la primera razón de mi existencia.

−Escribía muy bien –comenté yo.
−Yo no había escuchado en mi vida nada semejante –prosiguió ella−. Aún conservo un cofre donde guardo algunos de sus poemas, y no me desprenderé de él mientras viva. Porque Gregorio murió, murió de repente, sin que nadie lo esperara. Estábamos ya a punto de casarnos. Sí, a punto de casarnos, aunque mi padre no lo supiera. Por eso, no voy a desprenderme nunca de ese cofre. Quiero que, cuando yo muera, usted lo deposite en mi tumba. Esto es lo que he venido a proponerle, aunque no sé si me comprende: es como si de esa manera me reconciliara con Gregorio, como si de esa manera saldara una deuda con su pasado, porque yo tenía que haberlo acompañado en su muerte. Sí, como lo oye: ahora me arrepiento de no haberlo hecho, aunque quizá le parezca desmesurado; no, yo tampoco puedo vivir sin su presencia. Pero le voy a confesar otro secreto: a veces, cuando leo sus versos, tengo la impresión de que él permanece a mi lado; percibo como un aliento, como un susurro muy delicado… Nunca será la muerte como los hombres dicen, comenzaba otro de sus poemas. Aún no he podido descifrar el sentido de ese mensaje: tal vez intuía que su vida iba a tener un final insospechado. Sí, quizá era una premonición, porque los poetas suelen adivinar el futuro; poseen una sensibilidad que no está al alcance de cualquiera, como usted acaba de decir hace un momento.
−Quizá él no se refiriera precisamente a eso –repuse yo en un tono menos dramático.
Se mostró sorprendida después de aquel razonamiento. “Nunca será la muerte como los hombres dicen”, repitió luego con aire de misterio. Sus ojos eran ahora dos ascuas encendidas, dos ascuas que alumbraran en la noche de su alma. “Pero nadie lo esperaba”, añadió con gesto distraído. Me di cuenta de que apenas ponía atención a lo que decía: me habló de algunos momentos que ella había pasado junto a Gregorio, del amor que se tenían. Ensartaba las frases sin ninguna coherencia; se expresaba de un modo farragoso, demorándose en aspectos a los que ella concedía una especial importancia, detalles que exageraba con una insistencia obsesiva. En vista de la situación, decidí acompañarla hasta su casa, pues pensaba que de esa manera evitaba que ella cometiera algún tipo de imprudencia.
Tardaría, sin embargo, mucho tiempo en olvidar aquella espantosa escena… Nunca pude averiguar dónde se hallaba aquel cofre. Al cabo de algunos meses, quizá un año, Leonor moriría aniquilada por su propia locura, destrozada por la idea de un amor insatisfecho. Tal vez entonces comprendiera que la muerte es tan sólo una pregunta, una pregunta que acaso no tenga respuesta.

Siempre hay ojos que vigilan tras los visillos de una ventana, oídos que escuchan junto al marco de una puerta, lenguas que murmuran y que difunden episodios escabrosos, sucesos que excitan la imaginación y que provocan falsas conjeturas. Muy pronto corrió por el pueblo la noticia de que yo había acompañado a Leonor hasta su casa, y, como suele ocurrir en estos casos, no faltó quien nos atribuyera algún tipo de relación escandalosa. La verdad es que no esperaba que yo pudiera ser objeto de tales comentarios, y empecé entonces a desconfiar de la gente, a dudar de sus buenas intenciones. Menos mal que Dolores se negó a creer lo que aquellas voces pregonaban, porque estaba segura de que yo no la abandonaría. Una noche, sin embargo, me pidió que le contara lo que había sucedido. “¿Me quieres, Luis?”, me había preguntado al principio, apenas me hube asomado a la reja de su ventana. Era la primera vez que me hacía aquella pregunta: ella solía recibirme de otra manera, me acariciaba las manos, me sonreía con dulzura, algunos días incluso me saludaba con cierto desenfado… “¿Dudas?”, inquirí con afectada despreocupación. “Nunca he dudado de ti –repuso ella sin acritud−, pero me han dicho que te vieron con Leonor. La gente es mala, Luis; de un grano de arena hace una montaña. Será mejor que guardes las apariencias”. Sus ojos eran un mar de ternura, un mar por el que mis pensamientos discurrían como plácidos veleros que navegan hacia una calma infinita. “Anoche apenas tuve tiempo de hablar contigo”, dije a modo de preámbulo, y comencé a referirle todo lo que me había ocurrido. Volví a notar en las mías la lenta caricia de sus manos, el roce callado de sus dedos, el sostenido empuje de su sangre. Me acordé en ese momento de aquel poema de Gregorio, “hoy se estremece mi alma al recordarte”, y pensé que él también habría sentido algo parecido: quizá él, como yo, se hubiese visto de pronto arrebatado, envuelto en un mar de ternura. Quizá él, como yo, se hubiese conmovido alguna vez ante la mujer que más lo amaba y comprendía… “No puedo ya vivir sin tu presencia”, decía a continuación aquel poema.

Hoy, sin saber por qué, me he parado a mirar los últimos resplandores del ocaso, esa mancha rojiza que queda en el horizonte antes de que llegue la noche; entonces, sin saber por qué, he vuelto a sentir la lenta caricia de sus manos, al prolongada abertura de sus dedos; he reconocido de pronto la forma de sus ojos, el temblor de sus mejillas, y, casi sin quererlo, he rozado con mis labios el estrecho margen de su boca, y me he detenido al borde mismo de sus besos. Así, abstraído de todo lo que me rodea, he dejado que mi cuerpo se abandone al sopor que lo domina. Un sueño profundo adormece mi conciencia, anula mis sentidos, un sueño que discurre sereno entre realidades dispersas. A veces percibo a lo lejos un contorno suave, una claridad difusa: es la luz de una tarde que termina, un ocaso transido de recuerdos y de inabarcables preguntas.
No, no puedo ya vivir sin su presencia. Ha debido de pasar mucho tiempo, sí, mucho tiempo; sin embargo, mi alma se estremece aún al recordarla. Lo he perdido todo en esta vida: el trabajo, el dinero, el prestigio… Quizá lo único que me queda sea la memoria; es mi último consuelo, y a él suelo acogerme en los momentos de incertidumbre o de zozobra. Soy una sombra o un fantasma de mi propio pasado, como ya expresé en otra ocasión. De pronto, como esta tarde, me veo transportado a ese mundo del que un día escapé casi sin notarlo, casi sin comprenderlo. Ahora todo transcurre con lentitud exasperante: es muy probable que la proximidad de la muerte altere el orden natural de los acontecimientos. Antes, por el contrario, todo sucedía de un modo vertiginoso: unos hechos suplantaban a otros, y no había forma de detenerlos o de aglutinarlos. Antes, cuando era joven, acometía sin esfuerzo las empresas más descabelladas, y apenas reparaba en la posibilidad de que mi reputación sufriera algún tipo de retroceso: podría, en fin, contar otros muchos sucesos acaecidos en Elvira: a mí ya habían dejado de extrañarme aquellas atrabiliarias conductas, aquellos infundados recelos con que solían comportarse los elviranos, heredados quizá de los tiempos que aparecen reflejados en la mayoría de sus leyendas más antiguas. Podría contar, por ejemplo, lo que me pasó a mí con Octavio una vez en la vega. Se había presentado éste en mi casa por sorpresa, a altas horas de la madrugada. Venía tan preocupado que no pude por menos de acceder a su propuesta: me pedía que lo acompañara a unos terrenos a fin de apaciguar los ánimos de unos exaltados. Según él, teníamos que darnos prisa si no queríamos que se produjera una lamentable tragedia. El motivo de la pendencia no era otro que la transgresión de unos convenios que regulaban el uso y la distribución del agua de las acequias. Era muy normal que se discutiera por semejantes atropellos, y quizá en este caso tampoco se hubiera llegado a mayores consecuencias si no fuera por el carácter y la contundencia de los sujetos implicados en la riña. A los transgresores, al tío Lucas y a Juan el Cabezón, se les ha hecho ya mención a lo largo de esta historia. En cuanto al tercero, Nicolás el Francés, no creo que tenga mejor presentación que las cosas que sobre él a continuación se relatan; era un hombre alto y recio, ancho de hombros, de mirada esquiva y soñolienta. Tras una larga y acalorada discusión, se había enzarzado a puñetazos con sus dos oponentes; según Octavio, la pelea no terminó de un modo más dramático debido a la intervención de unos leñadores que habían acudido alarmados por sus gritos y por sus constantes amenazas. Cuando ya se iba, un poco renqueante, Nicolás les prometió a sus rivales que dentro de una hora volvería.
La noche era oscura, y no se veía nada que no estuviera a menos de veinte o treinta pasos de distancia. Casi sin darnos cuenta, nos fuimos acercando al lugar donde habría de producirse la reyerta. Allí estaban los dos, el tío Lucas y Juan el Cabezón: impávidos, aguardaban sin impaciencia la llegada de su intrépido y enojado contrincante. Después de saludarlos, intentamos de muchas maneras disuadirlos de su postura; pero ellos no querían que el otro creyera que no habían sido capaces de asumir su desafío. El tío Lucas adujo que le iba el honor en ello y que su vida ya no sería la misma si no actuaba como a él le correspondía, con la gallardía con que se había mostrado en ocasiones precedentes y que era muy comentada en el pueblo. Al final, sin embargo, consideraron que era mejor que nosotros nos encargáramos de aquel caso, y se marcharon convencidos de que así evitaban una desgracia que ahora se les antojaba innecesaria. Nos quedamos Octavio y yo solos; teníamos que informar a Nicolás de la decisión que ellos habían acordado. Permanecimos callados, expectantes; sólo se oía el ruido del agua en las acequias, un ruido áspero, entorpecido por la maleza. A mí me resultaba extraño todo lo que nos estaba pasando; ya sólo faltaba que el Francés depusiera también su actitud beligerante, un hecho que sin duda ya sería casi milagroso. Le pregunté entonces a Octavio qué opinaba sobre el asunto, y me dijo que aún no lo veía muy claro, pues era probable incluso que Nicolás pensara que tratábamos de engañarlo; temía que se abalanzara también sobre nosotros, como lo había hecho antes con el tío Lucas y con Juan el Cabezón. Muy pronto tuvimos la oportunidad de comprobarlo: percibimos primero algo muy confuso, una especie de chasquido; una sombra se movía entre los sembrados.
−¡Os vais a enterar! –escuchamos sobresaltados.
−Es él –me advirtió entonces Octavio.
Lo teníamos ya encima; iba armado de una pértiga, uno de esos palos que se usan en la vega para derribar la fruta que se pudre en las ramas más altas de los árboles. Pero se había detenido; nos observaba con cuidado, como si no nos reconociese; en aquel momento creí que nos confundía con sus enemigos. Torció el gesto, escarbó en la tierra: parecía dispuesto a arremeter por fin contra nosotros.
−¡Somos gente de paz! –gritó Octavio.
Mas si la vista le fallaba, tampoco las facultades auditivas le funcionaban como nosotros hubiésemos deseado: exhalando un fuerte suspiro, volvió a blandir la pértiga que llevaba.
−¡Os mataré! –bramó enfurecido, al tiempo que iniciaba una súbita embestida.
A mí me temblaba todo el cuerpo, se me erizaban los cabellos: vi sus fauces abiertas, sus ojos enrojecidos. Casi ya nos alcanzaba: de un solo golpe desbarataría nuestras cabezas, acabaría con nuestras vidas. De un solo golpe lo hubiera conseguido, pero entonces sucedió algo que yo jamás hubiera sospechado: ciego por la ira, debió de tropezar con unos matorrales. Yo apenas me di cuenta de la caída: sólo me acuerdo de verlo tirado por el suelo; se había quedado con los brazos extendidos, con la pértiga entre las patas, digo, entre las piernas. Si brusca había sido su embestida, más rápida fue la carrera que Octavio y yo a continuación emprendimos: saltamos acequias, atravesamos por terrenos encharcados, cruzamos puentes, escalamos tapias, a veces nos caíamos, nos levantábamos…

De pronto, impulsadas por algún extraño resorte de nuestra memoria, recuperamos emociones que creíamos olvidadas, sensaciones en las que apenas habíamos reparado. Huelo a humedad y a silencio, huelo a carbón y a ceniza, a café molido y a pucheros humeantes, a canela y a almíbar, a torta de manteca y a leche derramada. Huelo a tierra removida, a ortigas y a jaramagos, a cuadra y a estiércol. Huelo a tahona abierta, a leña quemada. Huelo a cera y a incienso, a resina y a tomillo, a espliego y a retama. Oigo también el cacareo agudo de los gallos en la madrugada, las voces de los gañanes cuando al amanecer vuelven con sus aperos a los campos, el paso tardo y trepidante de las yuntas de bueyes, el zureo de las palomas. Oigo un tañido breve de campanas, es un sonido claro que endulza la tarde. Unos niños juegan al corro en la penumbra de una pequeña plazoleta, unas mujeres se dirigen presurosas a la casa de alguna vecina: es un oscuro y frío anochecer de noviembre; apostada en una esquina, una vendedora de castañas entona su pregón con resignada paciencia. Veo un pueblo recostado sobre unas colinas de olivares, peñas rojizas, cerros solitarios. Veo una sierra que casi roza el cielo con sus cumbres, una vega que se despliega tersa y luminosa ante mis ojos; puedo distinguir los cuadros diminutos de sus hazas, las líneas oscuras de sus ribazos, la mancha violácea de sus alamedas. Está todo ahora sumido en un extraño silencio: es un silencio cargado de preguntas, henchido de presagios, un silencio en el que aún se percibiera el latido de unas voces distantes, palabras que el tiempo diluye entre las sombras, nombres olvidados.
Hay días en que me considero un ser afortunado: se han cumplido ya casi todos mis deseos. Sin embargo, a veces temo que esta felicidad se desvanezca; temo que no sea verdad nada de lo que me ocurre. Cuando llegué a Elvira, experimenté algo parecido: todo se me antojaba ficticio o improbable, igual que cuando leo una novela sé que jamás me afectarán los hechos que en ella se relatan; la muerte misma era una realidad que a mí entonces apenas me inquietaba, era un accidente, algo que sucedía lejos del mundo donde yo estaba cómodamente instalado. Poco a poco, Dolores ha conseguido de mí lo que quería; ella tiene un carácter más fuerte que el mío, pero no piense nadie que se comporta de un modo intransigente: a mí no me cuesta ningún trabajo acatar sus decisiones. Ella supo desde que nos casamos cuál era mi postura, y asume su papel con resignada firmeza. Yo, por mi parte, he dejado que ella me domine, quizá porque estoy seguro de que nunca se equivoca. Sin embargo, hay veces en que no puedo controlar mis impulsos como ella quisiera. Me aconseja, por ejemplo, que no me mezcle en asuntos turbulentos, que no corra riesgos innecesarios: me dice que tarde o temprano habré de recibir un serio escarmiento. Pero yo todavía confío en mi suerte: le digo que no se preocupe, que lo único que yo pretendo es resolver los problemas con el diálogo. Me mira con gesto un poco contrariado, me acaricia el pelo: está convencida de que algún día me acordaré de lo que ella ahora acaba de aconsejarme.

Llegó el último. Era alto y moreno, con la tez muy fina, los ojos algo rasgados, de un tono grisáceo. Se llamaba Cecilio, Cecilio Jiménez. Solía sentarse al final de la clase: desde allí seguía con atención mis explicaciones, sin que apenas se le escapara ningún detalle. Al principio se relacionaba muy poco con sus compañeros, quizá porque aún no sabía de qué modo había de actuar para que ellos lo aceptasen. Parecía más bien tímido: a veces, cuando yo le preguntaba algo, se ponía tan nervioso que la voz acababa por temblarle. A mí, sin embargo, no me preocupaba que se comportara de aquella manera tan reservada. Es más: muy pronto me percaté de que estaba dotado de unas capacidades excepcionales, de una inteligencia acaso prodigiosa.
Un día, en efecto, nos sorprendió a todos con una aguda observación acerca de lo que yo había explicado. Les había hablado a mis alumnos del desarrollo de una guerra que entonces enfrentaba a una buena parte de los ciudadanos del país: quería que ellos reflexionaran acerca de uno de los episodios más execrables de nuestra historia contemporánea. La verdad es que yo no esperaba que él a su edad pudiera formular juicios tan acertados: dijo que mientras hubiera injusticias nunca se acabarían las guerras; porque, según él, la paz no era más que un resultado, una conquista más o menos dificultosa, una conquista que sin duda sólo se justificaba por el hecho de que hubiesen existido divisiones o diferencias.
Otro día referí las sucesivas civilizaciones que a lo largo de la historia se habían ido asentando por aquellos parajes. Hablé también de Ilíberis, aquella legendaria ciudad cuyos vestigios yacen tal vez sepultados bajo los cimientos de la actual Elvira. Yo sabía que era éste uno de los temas que más podían interesar a mis alumnos: como presumía, todos me preguntaron cómo vivían, a qué se dedicaban aquellos remotos antepasados. Todos, menos Cecilio: esta vez no hizo ningún comentario. Al cabo de algunas semanas, nos leyó en clase un relato en el que, a modo de crónica, recreaba la aparición de una ciudad bajo la niebla: era una ciudad nueva, una ciudad que al mismo tiempo se fuese haciendo inhabitable: era como él la imaginaba, vaporosa, cubierta de un halo de misterio. Había compuesto algo fabuloso, una historia narrada con el vigor y la solvencia de un consumado novelista.
Fue mi discípulo predilecto, el más aventajado. Sin embargo, yo no quería que sus compañeros se sintieran discriminados por un trato menos favorable: había quienes se esforzaban denodadamente en mejorar su rendimiento; otros, en cambio, se conformaban con peores resultados. Estaba convencido de que un tipo de enseñanza basado en las comparaciones sólo conducía al ostracismo de los alumnos menos afortunados: lo importante era que cada uno tuviera conciencia de sus posibilidades, y era a mí precisamente a quien correspondía la tarea de descubrirlas y desarrollarlas. Sí, hay maestros que cometen la torpeza de desanimar a sus alumnos con continuas amonestaciones o con acerbos comentarios. Yo, sin embargo, pienso que todo se consigue con el estímulo y la confianza.

A veces nos sentamos en el comedor al atardecer. Mientras ella cose, yo leo o repaso algunos apuntes atrasados. De pronto, ella interrumpe su costura para decirme algo. “¡Qué bruto!”, ha exclamado mientras le contaba lo que nos había sucedido a Octavio y a mí en la vega cuando Nicolás el Francés se abalanzó sin compasión contra nosotros. “¿No te lo decía yo?: nadie escarmienta en cabeza ajena”, me dice ahora a modo de advertencia. “Es sólo un pequeño percance”, le replico con cierto desenfado. “Sí, pero…”, insiste ella en su protesta. Al final se calla, se concentra de nuevo en su tarea como si nada entre los dos se hubiera hablado. Está sentada junto a la chimenea; por unos instantes permanece impasible, abismada en un silencio impenetrable. Contemplo su figura, un poco inclinada hacia delante, con un rictus de abnegado recogimiento, con la luz de la lumbre reflejada en sus mejillas. Son instantes en que me parece mentira que nos hubiéramos casado, porque apenas han variado nuestras costumbres o nuestra forma de comportarnos, aunque quizá sea esto ahora lo único que nos separe; hay también momentos en que nuestras vidas se apartan del punto en el que poco antes se habían encontrado, momentos en que actuamos como dos extraños que aún no hubieran empezado a conocerse. Ella teje y desteje, perdida en algún lugar de su memoria, y apenas se da cuenta de que la estoy observando. Pero es una escena que me gusta: me gusta que ella se refugie en su silencio; imagino entonces que se aleja, que ha dejado de pertenecerme. Es una situación que casi se repite a diario. “¿Cómo te ha ido hoy en la escuela?”, pregunta ella al que creía que había dejado de pertenecerle. “Bien”, le contesto sin salir todavía de mi asombro. Para entretenerla, le cuento cualquier anécdota de la escuela: le digo, por ejemplo, que Cecilio es un alumno que, a poco que se cuide, cosechará grandes resultados. Pero ella quiere que sea aún más explícito en mi respuesta, y me pregunta si realmente estoy convencido de que Cecilio algún día podrá realizar algo memorable. “Será un hombre de provecho”, afirmo casi sin dudarlo.
Muchas tardes acude Octavio a informarme de alguna cuestión que a él le preocupa. En otras ocasiones es tía Amelia quien nos agasaja con cualquier producto de su rica y variada repostería. Pero hay gente a la que le encanta escudriñar en los bienes ajenos, vecinos a los que sólo les interesa saber cómo es nuestra vida de recién casados. A Dolores, sin embargo, no le molestan las visitas; a ella incluso no le importa que las conversaciones se prolonguen demasiado: le gusta sobre todo que le hablen de otros tiempos, de una época en que ella todavía no había nacido. Escucha con atención lo que le cuentan: se siente halagada, correspondida.

Noviembre fue un mes de nieblas azules, de lluvias intermitentes. Después de los días claros y apacibles de octubre, sobrevino un tiempo nublado y tenebroso. Un frío resplandor se cernía sobre los tejados, cubría las calles, borraba las distancias. Permanecíamos casi siempre encerrados en la casa; amábamos la soledad y el silencio, el tedio oscuro de las tardes, la tristeza de aquel otoño interminable. A veces, para distraernos un rato, recordábamos emocionados algunos episodios de nuestra infancia: íbamos así entretejiendo una historia que aunara nuestras vidas, igual que dos llamas que al cruzarse se confunden en una sola lengua de fuego. Estábamos tan compenetrados que no había ya nada que pudiera enturbiar nuestras relaciones, ninguna duda, ningún gesto contrariado. Por eso, la comunicación no tiene sentido si no hay a nuestro lado alguien que nos comprenda o que sea capaz de adivinar nuestras intenciones, un confidente, un receptor interesado, un lector agradecido. Por eso, cuando me pongo a escribir estas memorias, imagino que es a Dolores a quien me dirijo, imagino que estamos otra vez sentados junto a la chimenea, abandonados al sopor de aquel otoño interminable. Quizá esto mismo justifique lo que a mí me sucedía a menudo en la escuela: mientras explicaba algún tema a mis alumnos, improvisaba de pronto ideas que jamás se me hubieran ocurrido: delante de ellos, no había concepto que se me resistiera, por muy complicado que resultara al principio. Como no podía ser de otra manera, ellos eran entonces mis confidentes más cualificados, mis receptores preferidos.
En diciembre, nos fuimos a pasar unos días con mis padres. Hacía ya más de dos meses que no los veíamos. Nos alojamos en una pequeña fonda, ya que nuestros recursos no nos permitían otra clase de comodidades; nuestra vida discurría por cauces más sencillos, lejos del lujo y la ostentación a que era tan propensa la sociedad de nuestro tiempo, sobre todo en determinados ambientes. Era la segunda vez que visitábamos juntos la ciudad. Por las mañanas solíamos sentarnos en una anchurosa plaza, al borde de un riachuelo: embelesados, escuchábamos el rumor de la corriente; era como un prolongado lamento, como una voz que arrullara y suspendiera nuestras almas; observábamos también el ajetreo de la gente, el incesante trasiego de carruajes y de mercancías diversas, la irrupción de algún grupo de gitanos montaraces.
Todo se mostraba ahora envuelto en una extraña belleza, envuelto en una luz dorada de invierno. Todo aparecía ahora manchado de humedad y de tristeza. Por las tardes paseábamos cogidos de la mano; de vez en cuando nos deteníamos ante algún monumento o entrábamos en alguna iglesia. Buscábamos los lugares más apartados, los rincones más pintorescos; nos gustaban los barrios antiguos, con sus casas y sus decrépitos miradores amontonados sobre una colina, con la enhiesta silueta de algún ciprés recortada sobre el cielo cárdeno del crepúsculo.
Sin embargo, lo que más impresionó a Dolores fue el interior de los palacios nazaríes que se encuentran dentro de la vieja alcazaba: a pesar del abandono en que yacían olvidados, a pesar de la indiferencia o del desdén que entonces imperaba hacia las cosas artísticas, cualquier espíritu sensible se hubiera emocionado sin duda ante el embrujo y suntuosidad de sus salones, ante el misterio de sus oscuras y tenebrosas galerías, el temblor de sus jardines en penumbra, el murmullo del agua en las acequias; impulsado por la curiosidad, cualquier espíritu sensible habría percibido acaso el aliento de sus antiguos moradores, imaginado leyendas fabulosas o historias truculentas, la mirada taciturna de una dama que vigila tras una recatada celosía, la voz de un poeta que recita en un patio alumbrado por mortecinas antorchas, el brillo de un puñal que alguien sostiene detrás de una columna, intrigas palaciegas, episodios de venganzas y de luchas fratricidas, embajadas que son recibidas con toda suerte de agasajos y aclamaciones populares.
Ebrios de belleza y de poesía, disfrutamos de unos días inolvidables. La felicidad, si es intensa, sólo se alcanza en determinados momentos: es sólo un estado, una situación, una cualidad que apenas se atesora; es algo que crece mientras dura, que se ensalza si se pierde. Quizá sólo sea una imagen segregada del pasado, un reflejo de sensaciones anteriores. Sin embargo, en un punto todo se vuelve diferente, en un punto todo se destruye y desmorona.

El dolor quema, corroe, aniquila. El dolor alecciona a quien lo siente. No hay verdad tan grande como la de aquel que medita en su desgracia, como la de aquel que se da cuenta de que no hay en la vida nada que perdure, la de aquel que mira cómo en un punto todo se trastorna y se desvanece. Si hago estas reflexiones es porque mi existencia estuvo también marcada por una experiencia dolorosa. Es cierto que el tiempo y la distancia han atenuado bastante la intensidad de mis sentimientos: ya nada es como entonces, ya nada será como había sucedido.
Fue en el mes de marzo de 1851. Se había declarado en Elvira una epidemia de cólera. Aunque al principio la situación no era muy preocupante, había que extremar las precauciones: según el médico que atendía la zona, debía evitarse sobre todo el contacto con el agua de los pozos. Dolores, aterrorizada, recordaba los estragos que la enfermedad había causado en otras ocasiones; yo, para tranquilizarla, le decía que aquéllos eran otros tiempos, y que no todo habría de suceder de la misma manera: no quería que ella pensara que aquello pudiera afectarnos…, no sé, quizá tenía una idea muy equivocada de lo que entonces ocurría. Así, a los pocos días las noticias comenzaban ya a ser muy alarmantes: se decía que en tal calle había tales afectados, se contaba ya por decenas el número de fallecidos. La población se mostraba ahora amedrentada: los niños habían dejado de asistir a la escuela; mucha gente se congregaba por las noches en la iglesia; se hicieron novenas, se rezaron rosarios…, se le pedía a Dios que acabase cuanto antes aquella pesadilla. Pero el mal no es algo que dependa de la voluntad divina, pues campea por el mundo de manera incontrolada; tarde o temprano se presenta ante nosotros, irrumpe en nuestras vidas. Tarde o temprano nos asesta un golpe definitivo.
Un día Dolores se sintió de pronto indispuesta. Yo al principio creía que eran aprensiones suyas, una falsa alarma. Me hallaba en el comedor, sentado en la mecedora. Estaba leyendo el Año cristiano, aunque apenas podía concentrarme en la lectura, quizá porque no era el momento más adecuado para ello. De repente, Dolores se acercó a mí muy angustiada: “¡Es el cólera, es el cólera!”, repetía con desesperación, mirándome con ojos desencajados. Recostada sobre mis piernas, se puso a llorar después de forma inopinada. “Me duele el vientre”, se quejaba entre sollozos. Traté entonces de consolarla: le dije que era sólo un achaque, algo sin importancia; pero ella no parecía escucharme, y con gesto preocupado reclinó la cabeza sobre mi pecho, esperando acaso que yo la protegiera. Pasé con suavidad mi mano sobre su frente; le acaricié el pelo, las mejillas. “Me voy a morir”, balbuceó apenas. “No temas; no es nada”, contesté antes de besar sus labios. Pero yo ya empezaba a sospechar que aquello no era como había imaginado al principio: sus manos a veces se crispaban; su cuerpo se estremecía, sacudido por súbitas convulsiones. Hubo, sin embargo, un momento en que se mostró más sosegada: se quedó quieta, acurrucada entre mis brazos. Había cerrado los ojos, y su respiración era ahora menos fatigada. “Luis, será mejor que te marches –murmuró entonces−; no quiero que tú también te contagies”. “Yo no te abandonaré nunca”, respondí en seguida. Pero ella insistió sin demasiada fe en su propuesta. La verdad es que no entiendo por qué lo hacía; yo creo que sabía que era inútil que me lo pidiera. Tal vez había aceptado antes que yo el hecho de que se moría, o tal vez, antes que yo, había comprendido cuál era su destino. Así, superados ya aquellos instantes de zozobra, comenzó a comportarse con una enorme entereza. “Tienes que ser fuerte”, llegó a decirme en un tono más animado.
Hoy, en cambio, tal actitud no me sorprendería. Sé que está ya cerca la hora de mi muerte. Me voy quedando solo, como un árbol que se deshoja: ninguna ilusión me aguarda, ninguna esperanza me sostiene. Ya no celebro con regocijo la publicación de mis artículos; ya no hay nada que despierte mi entusiasmo… Permanezco, sin embargo, tranquilo, resignado con mi suerte. Muy distinto sería el caso de mi amigo Alberto, pues él a su edad todavía conserva algunas pretensiones, y le gusta incluso estar al corriente de casi todo lo que ocurre por el mundo. Bien mirado, él ha sido siempre un triunfador, un hombre de prestigio; por eso quizá ahora se muestra de un modo tan arrogante, porque nunca ha evolucionado o corregido su afán de protagonismo. Como solía decir Octavio, “genio y figura, hasta la sepultura”. Sí, hay comportamientos que no varían, por muy adversas que sean las circunstancias que concurran. A mí, en cambio, se me puede acusar a veces de haber actuado de una forma que no procedía: con mis alumnos, por ejemplo, fui demasiado condescendiente. El ejercicio de la docencia ha de sustentarse en unos métodos de disciplina y arbitraje, en unas normas elementales de convivencia o de conducta. Hoy, al cabo de los años, estoy convencido de que la educación debe apoyarse en un sistema basado en el respeto y la confianza; vendrán tiempos acaso en que se desdeñen estos principios, tiempos en los que la enseñanza sufrirá entonces un deterioro irreparable.
Pero yo he cometido otros muchos errores a lo largo de mi vida; de algunos de ellos he dejado ya constancia en el presente relato; casi siempre fueron motivados por mi espíritu estrafalario e inconformista. Quizá tenía razón Dolores cuando me decía que no me relacionara con determinado tipo de personas, pues a veces me veía mezclado en problemas que no eran de mi incumbencia. Fue después de varios descalabros cuando me di cuenta de la inutilidad de mis esfuerzos. Sin embargo, de lo que más me arrepiento es de haber traicionado las ideas por las que yo tanto había luchado en otro tiempo: había ya superado numerosas pruebas, había incluso perseverado con terquedad en mis proyectos, y al final, cuando más fácil lo tenía, me engañé a mí mismo creyendo que ya estaba todo cumplido. Quizá si hubiera recapacitado, si en el último instante no me hubiera mostrado tan seguro, es probable que ahora no me estuviera arrepintiendo de lo que hice.
Sin embargo, yo apenas vacilé cuando le sobrevino a Dolores aquella terrible desgracia: en ningún momento me separé de su lado. A aquellos primeros síntomas les sucedieron otros más alarmantes: calambres, vómitos, súbitas diarreas… Su rostro había adquirido una palidez extraña; su mirada era ahora oscura y huidiza. Escuchaba su respiración sofocada, su jadeo angustioso, interrumpido sólo por breves oraciones o por prolongados suspiros. Ella a menudo tendía hacia mí sus manos temblorosas: quería que se las acariciara, que se las oprimiera entre las mías. Yo entonces se las apretaba con cuidado: todavía recuerdo el modo con que sus dedos se curvaban, la facilidad con que cedían ante mi empuje. La situación era cada vez más desesperada, y yo no le encontraba ningún sentido a aquel sufrimiento. Tenía ganas de llorar: hubiera inundado con mi llanto aquel frío dormitorio donde por fin nos cobijamos, lo habría anegado todo con mis lágrimas. Pero no podía: mis ojos eran dos secas fuentes, dos agostadas estrellas. Alguna vez le había oído decir a Octavio que no hay nada en esta vida que no se aguante con paciencia: según él, el ser humano es capaz de sobreponerse a las circunstancias menos favorables. En mi caso, esto no se produjo hasta la mañana siguiente, cuando me percaté de que no tenía más remedio que asumir lo que me ocurría. Un hilo de luz penetraba por alguna rendija del balcón; aparecía todo disuelto en una vaga penumbra. El cuerpo de Dolores yacía aún tendido junto al mío, en la misma postura que en la noche anterior había adoptado; al principio pensé que se había quedado dormida, vencida por el cansancio; permanecí unos instantes indeciso, dominado por una extraña sensación de irrealidad, como si me hubiera tocado vivir una temible pesadilla. Quise después incorporarme en la cama, pero noté entonces que Dolores trataba de decirme algo. Por más que me esforzaba, no conseguía descifrar el contenido de su mensaje: era éste un ligero balbuceo, un delicado susurro; quizá se quejaba, o quizá se despedía de mí para siempre. Sin embargo, aquella voz ahogada tuvo después un efecto fulminante: era como si ella me hubiera obligado a no traicionarla, como si me hubiera dicho que no claudicase.

Dolores murió después de una larga y penosa agonía. Tal vez la muerte nunca sea como los hombres dicen; tal vez sólo sea una pregunta, o una inquietante respuesta. Tal vez, por ello, resulta aún más atractivo lo que se pierde: cuando decidí regresar a mi casa, después de haberme alojado durante algún tiempo en la de Octavio, a mí lo único que me importaba era recuperar todo lo que en ella hubiera experimentado. Así, cuando abrí la puerta y entré en el zaguán, apenas pude contener la emoción que me embargaba. Más tarde, ya en el comedor, me di cuenta de que había allí un olor muy desagradable. Era un olor a sudor retenido, a humor congelado: permanecía aún adherido a la madera de los muebles, infiltrado en las grietas de los muros; incluso después, cuando ya parecía que se había disipado, todavía a veces renacía de nuevo, agitado por alguna ráfaga de aire o por algún flujo incontrolado de la memoria. Aunque era un olor casi insoportable, a mí me gustaba entonces aspirarlo. No, yo no podía ahora alejarme de aquella casa donde había visto morir a Dolores a mi lado; de pronto, en el silencio de la noche, me sobresaltaba sin motivo, alertado por una voz que tan sólo resonaba en mi recuerdo. Vivir allí era como recobrar una parte de mi pasado; mis sentimientos tenían una ubicación precisa, un orden establecido. Muchas mañanas, después de levantarme, lo primero que hacía era abrir el armario donde todavía guardaba los vestidos que ella se ponía: muy suavemente los tocaba, los rozaba con mis labios; quedaba en ellos un resto de perfume, una fragancia casi olvidada. Actuaba con frecuencia de un modo inconsciente, como si ella no hubiese muerto, como si me acechara entre las sombras. Igual que el niño que en brazos de su madre se siente protegido, intentaba acogerme a lo que ella entonces me hubiera confiado. Se iniciaba para mí una nueva etapa, pero yo aún vivía sugestionado por todo lo que acababa de sucederme.

Les había escrito a mis padres informándoles de lo ocurrido. A finales de marzo se hicieron presentes en Elvira con la intención de sacarme de allí cuanto antes. Llegaron muy alarmados: querían saber cómo me encontraba, en qué circunstancias se había producido la muerte de Dolores, cuál había sido su actitud mientras se moría. Con lágrimas en los ojos, me pidieron después que los acompañara; pero la epidemia de cólera había ya remitido, y yo no podía irme de allí, después de todo lo que había pasado. No sé si me comprendieron. Les prometí, sin embargo, que más adelante les devolvería la visita. Quizá fui demasiado duro con ellos, quizá tenía que haber accedido a lo que me proponían; pero yo en aquel momento no supe reaccionar de otra manera.
Al cabo de varias semanas, aprovechando el buen tiempo que hacía, comencé a salir un rato por las tardes. Al principio me costó algún esfuerzo: la verdad es que llevaba ya muchos días encerrado en la casa, confinado entre aquellas oscuras paredes. Sin embargo, era algo que necesitaba, una experiencia con la que muy pronto habría de sentirme más animado. No, yo no podía tampoco alejarme de aquellas tierras: aquella vega tan clara, extendida como un mapa ante mi vista, un mapa presidido por la inmensa mole de la sierra. Contemplaba de nuevo los cuadros azules de las alamedas, dormidos en la distancia; miraba otra vez el pueblo recostado al pie de una colina, rodeado de grises olivares, de montes escarpados. Permanecía muchas horas sentado en algún ribazo: olía desde allí a tierra removida, a matojos arrancados; me quedaba un rato observando la vega, el vuelo de las aves; escuchaba también el murmullo del agua en las acequias, el rumor del viento entre las hojas. El sol, mientras tanto, se ocultaba en el horizonte… Sí, la luz de la tarde es ahora de un color rosado, casi difusa. Una vaga penumbra envuelve el paisaje: es una turbia claridad, un halo de misterio, una especie de neblina que se abriera paso entre los siglos. Hay momentos en que me acuerdo de Dolores: son imágenes que se agolpan y casi empañan mi memoria, como aquella mañana de domingo, cuando al salir de la iglesia sus ojos se encontraron de pronto con los míos, o cuando estábamos solos en el comedor y ella abandonaba entonces la costura para contemplar en silencio lo que hacía. A veces siento en mis manos la caricia de sus dedos: percibo un ligero roce, un roce muy suave. Oigo también un tañido de campanas, sí, es un sonido breve que endulza la tarde. Parece como si estuviera soñando: reconozco en mi boca la forma de otros labios; un súbito escalofrío recorre mi espalda, atenaza mis piernas, llega hasta el fondo de mis huesos. Escucho después algo muy lejano, una voz apenas sostenida, un balbuceo, un susurro que en seguida se disuelve en el aire. No es posible, me digo, no es posible que esto ocurra ahora, quizá estoy delirando. La verdad es que no sé lo que me pasa, pero yo sigo aquí, solo, sentado en este ribazo…, en este sillón de mi gabinete.

Era un hombre sencillo, un hombre bondadoso. Al principio podía parecer algo distante y reservado, propenso quizá a la melancolía y al ensimismamiento; sin embargo, su trato en ningún momento se apartaba un punto del decoro o de la cortesía a la que la sociedad le obligaba. A poco que se conversara con él, uno se percataba en seguida de la buena disponibilidad que en su ánimo había, de la enorme atención con que escuchaba. De sus ojos azules descendía casi siempre una apacible mirada, una expresión de ternura con la que al final se ganaba el afecto y la cordialidad de todo el que con él dialogara.
−¡Don Luis. Qué agradable sorpresa! –me dijo un día al verme pasar junto a su puerta.
−Sí, es una casualidad que hoy nos hayamos encontrado; como usted comprenderá, he estado mucho tiempo encerrado en mi casa –traté entonces de excusarme−. Ahora, sin embargo, me ha dado por pasear un rato por las tardes es algo que quizá necesitaba; no sabe, don Enrique, lo que me reconforta…
−Por lo que se deduce de sus palabras, infiero que se encuentra más animado –aventuró él.
−No sé, hay cosas que no se superan –le confesé con cierto desencanto.
−Sí, es verdad, pero no se preocupe: hay heridas que sólo se curan con el paso del tiempo. La vida no es más que una larga cadena de desengaños, una sucesión interminable de sentimientos enfrentados: el placer nos induce a añorar un bien que acaso nunca poseeremos; el sufrimiento, en cambio, nos enseña a sobrevivir, atempera nuestras ilusiones, moldea nuestro ánimo. A mí también me han ocurrido innumerables desgracias. No sé, quizá debería hablarle primero de mi hija, que murió a consecuencia de una de las enfermedades más terribles que pueden afectar al ser humano… No, no creo que haya en este mundo nada tan amargo como asistir a la muerte de una hija: aunque a Leonor la habíamos adoptado, mi mujer y yo la queríamos como si realmente lo fuera; su madre había muerto poco después de que naciera ella, y su padre se volvió loco y un día desapareció sin ningún aviso; hay personas que nunca se sobreponen a lo que les pasa, quizá porque no están preparadas para ello, como le ocurrió también a Leonor, que no tuvo la valentía de afrontar lo que a ella le sobrevino… Mi mujer, por otra parte, lleva ya algunos años postrada en la cama, aquejada de múltiples dolencias. Son experiencias que me han marcado mucho, aunque son casos que usted conoce, porque ha oído hablar de ellos y porque de alguna manera los ha compartido. Pero hay más: hay secretos que nunca se confiesan, penas que nunca se descubren. Me refiero a todo aquello que queda grabado en nuestra conciencia, a la forma con que se van configurando nuestras percepciones. No sé, quizá tenga razón cuando dice que hay cosas que nunca se superan. Podría hablarle también de Gregorio: su llegada ocasionó graves trastornos en mi casa; su repentina muerte provocó daños irreparables; pero no quisiera ahora explayarme en este asunto, sería algo muy complicado, aunque es posible que más adelante se lo cuente. Como le dije al principio, a mí tampoco me han faltado las desgracias. Sin embargo, yo siempre he actuado con resignación, y nunca me he quejado de mi suerte; nunca me he rebelado contra lo que el destino en cada momento me deparaba. Siempre he creído que es Dios en última instancia quien me sostiene.
Su mirada era, en efecto, azul, clara, afectuosa; de sus labios brotaba ahora una tímida sonrisa. Había en su voz un acento distinto, quizá un cálido impulso, un germen de esperanza. Alentado por sus palabras, le pedí que me diera algún consejo para superar todo lo que a mí me había pasado.
−Yo no le recomendaría nada –me dijo casi sin dudarlo−. Piense que lo que a uno le sucede es algo que acaso nunca se repite. Por eso, tampoco sería bueno que usted me imitara. Aunque no sé…, ya que me lo pide, me gustaría ahora decirle una cosa muy importante: lo peor que puede pasarle a uno en esta vida es sentirse derrotado de antemano; no pierda nunca la fe en sus posibilidades, no deje que el miedo lo domine. Transmita este mensaje a sus alumnos, y verá cómo entonces actúa de un modo más decidido.
Estaba claro que a don Enrique le gustaba hablar conmigo. Antes de que yo interviniera, se puso a contarme algunas historias que él conocía, como lo que le ocurrió a Antonio el Arrugao. Era éste, sin duda, un tipo singular. Su apodo no podía ser más ajustado a su carácter de hombre timorato y acobardado: se asustaba sin ningún motivo, todo le resultaba peligroso y arriesgado; tenía, además, una especial habilidad para escabullirse de las situaciones más comprometidas, aduciendo a veces pretextos inverosímiles. Tampoco era muy amigo el Arrugao de soportar las fatigas y los rigores del trabajo, y mostrábase por ello más bien propenso al descanso y a los ociosos entretenimientos. Sin embargo, bastábanle unos vasos de vino para vencer todos sus escrúpulos: entonces cobraba un inopinado arrojo, y sus encogidas fuerzas se desplegaban con un vigor inusitado; parecía como si su cuerpo se estirara, transformado por los turbulentos vapores. A pesar de que a él tampoco se le ocultaban sus defectos, a don Enrique no le importaba que de vez en cuando formara parte de sus cuadrillas. Así, un día se le encomendó a Antonio una ingrata tarea: tenía que limpiar de matorrales una acequia a fin de que el agua discurriese por ella sin ningún obstáculo. Él, por supuesto, no podía imaginar que aquel sitio estuviera infestado de ratas; ni siquiera lo había sospechado cuando se lo dijeron. Cuando llegó y vio a los temibles roedores, se negó a cumplir lo que se le había mandado, y se dirigió en seguida a casa de don Enrique para contarle lo que le había sucedido. Dio la casualidad de que aquel día se hallaba allí reunido con un nutrido grupo de elviranos. Sin que nadie lo esperara, irrumpió en medio de ellos con gesto contrariado, y una vez que hubo explicado la causa de su disgusto, comenzó a dibujarse en la cara de todos una burlona sonrisa. Se le veía ofuscado, contó don Enrique: durante varios segundos apenas apartó Antonio la vista de la puerta por donde había entrado; se llegó a pensar que estaría tramando algún tipo de respuesta, algún modo de ocultar su cobardía. Fue entonces cuando se le ocurrió una feliz idea: “Si me sirvieran el cargamento que me deben, estoy seguro de que limpiaría la acequia”, se animó a decir el Arrugao ante la sorpresa de los presentes. Ninguno comprendió al momento a qué podía referirse; hubo incluso quien, tomándolo a broma, se prestó a proporcionarle una escopeta. Él callaba, sin poner atención a lo que se le decía; se mostraba firme, decidido, tal vez dispuesto a acabar con todas las ratas de la vega, aunque para ello hubiese de vencer sus naturales escrúpulos. Se hicieron después jocosos comentarios, ingeniosas réplicas. La verdad es que nadie había entendido el sentido último de sus palabras, porque era imposible que Antonio realizara lo que se le había encomendado. En vista de que no se le creía, echó mano de la damajuana que por allí había y, enseñándosela a todos, pidió que se la llenaran, y no de agua, sino de la preciada bebida a la que él había sido siempre tan aficionado. Éste era sin duda el cargamento al que él antes se refería. Así, de este original modo, pudo cumplir después su postergada tarea.

A finales del pasado siglo, vivía en Elvira un herrero al que todo el mundo trataba con un especial cariño. Honesto y disciplinado en su trabajo, era conocido sobre todo por su carácter afable y por su predisposición para la aventura. Entre los hechos que a él se atribuían, destacaba un episodio en el que con memorable esfuerzo había rescatado a un vecino de las llamas de un incendio. A los niños se les presentaba desde entonces como un auténtico héroe, y cada vez que lo veían por la calle, se le acercaban entusiasmados, como si realmente se hallaran ante uno de esos personajes de que están llenos los cuentos y las leyendas populares. Sin embargo, como nunca falta algo que se cuestione, algún detalle que oscurezca la fama contraída, a la gente comenzaba a extrañarle que un sujeto como él no hubiera encontrado todavía una mujer que lo quisiese. Paco, que así se llamaba, debía de andar ya por los cuarenta, y no era muy normal que un hombre a su edad permaneciera aún soltero. Pero él apenas hacía caso de estas habladurías; más cuando estalló la guerra, no dudó en alistarse en el ejército. A nadie pudo sorprenderle entonces que lo hiciera, pues quizá buscaba una nueva ocasión de refrendar su valentía. Durante mucho tiempo no se habló de otra cosa en Elvira: todos allí estaban seguros de que muy pronto serían informados de sus maravillosas proezas, y algunos incluso ya lo veían cubierto de medallas, ocupando un puesto de renombrada memoria. Sin embargo, los años pasaban y nada se sabía acerca de lo que le había podido suceder a Paco. Por supuesto, a nadie se le ocurría pensar que hubiese perdido la vida en el campo de batalla; se apuntó la posibilidad de que estuviera en un país extranjero, cumpliendo alguna misión secreta. Pero como suele producirse en muchos casos, después de que se alcanzó un punto culminante, la expectación decreció de la misma manera con que se había suscitado. Así, poco a poco, aquella historia se fue olvidando: unos hechos suplantaron a otros, y lo que en un tiempo parecía atractivo se convertiría al final en algo casi insignificante. Por eso, el día en que Paco regresó a Elvira, no hubo allí al principio ningún vecino que lo reconociera. Se le veía muy envejecido, acaso á silencioso; sin embargo, eta vez no venía solo. No, Paco, el herrero, no era como habían imaginado la mayoría de sus paisanos: por mucho que ellos se empeñasen, él no sería nunca ningún personaje de leyenda; su mayor conquista en este mundo no había sido otra que el amor de una mujer. Creo que fue aquella misma tarde cuando don Enrique me refirió también esta peregrina historia.

Tenía previsto reanudar el curso el día 15 de mayo. Había pensado dedicarle ahora a la enseñanza una atención prioritaria, olvidándome de otros asuntos que no eran de mi incumbencia. Estaba incluso dispuesto a renunciar al cargo de escribano, quizá porque había comprendido al fin lo difícil que era reconciliar a determinadas personas, obcecadas por la obstinación y la mentira, incapaces de superar rencillas familiares, odios que se perpetuaban. Comencé así a preparar mis clases: tomé algunas notas, desarrollé unas cuantas ideas que se me habían ido ocurriendo, aquello que me había dicho don Enrique, lo peor que puede pasarle a uno en esta vida es sentirse derrotado de antemano, nunca se ha de perder la fe en nuestras posibilidades, no hay que dejar que el miedo nos domine; programé también diversas actividades, ejercicios que reforzaran los contenidos anteriores, algo que tuviera que ver con el sufrimiento. Poco a poco recobraba la ilusión por la docencia, aquella pasión por el trabajo diario. Pero a mí lo que más me preocupaba era lo que pudiera decir a mis alumnos al principio, con qué frase o de qué manera los saludaría, cómo me referiría a los sucesos acaecidos o de qué modo trataría de soslayarlos: me pondría posiblemente muy nervioso; era incluso muy probable que mi discurso de pronto se interrumpiera y que no tuviera fuerzas para continuarlo. Sin embargo, cuando los vi sentados ante mi mesa, deseché en seguida todas mis prevenciones. Yo, de pie, los observaba a todos: Antoñín, Felipe, Andrés, Isidoro, Carlos, Miguel, Juan, Marcos, Jaime, Alfonso, Pedro, Cecilio…, no faltaba ninguno a la cita. Permanecían callados; alguno a veces me miraba con ojos asombrados, como si no supiera muy bien lo que allí hacía. Una oleada de luz invadía la estancia; la mañana era azul, clara, espléndida.
−Ha ocurrido una terrible desgracia –les dije entonces sin ningún tipo de preámbulo−: muchos vecinos han perdido la vida; mi mujer, Dolores, como bien sabéis, ha sido una de las víctimas. Por ello, tal vez yo no tena nunca hijos; no es necesario que os confiese que me gustaría tenerlos. No sé, quizá os resulte extraño que os hable en estos términos, pero es para mí una situación muy confusa. Quisiera dirigirme a vosotros como si fuerais mis propios hijos: lo que os diga ahora probablemente se asemeje bastante a lo que les hubiera dicho a ellos. Cuando ocurren desgracias como ésta, el ser humano se siente más solo y desamparado que nunca. Por lo tanto, en estos momentos deberíamos permanecer muy unidos: lo único que os pido es que entre vosotros no haya diferencias; olvidad, pues, esos pequeños intereses que a veces os dividen y os preocupan. Durante algunos días no os encomendaré más tarea que ésta, una tarea que ojalá no dejéis de cumplirla a lo largo de vuestra vida. La envidia y el odio trastornan a las personas, las obligan a retroceder sobre sus pasos. ¡Cuántos hombres se enzarzan en inútiles e interminables querellas! No sé, es posible que conozcáis algún ejemplo. La amistad, en cambio, engendra nuevos valores, otros sentimientos: si en verdad os tratarais como amigos, os volveríais sin duda más generosos con los que os rodean, acudiríais a ayudar a los que más os necesitan, disculparíais incluso a los que os persiguen o a los que os insultan. Pero dejemos por ahora este asunto; quisiera hablaros de lo que ha ocurrido. Muchas veces os he enseñado a analizar la historia en su conjunto: no hay en ella nada que se produzca de forma espontánea, porque todo tiene sus causas y también sus consecuencias; a una época difícil le sucede otra menos complicada, después de una guerra surge un período más tranquilo, los países se recuperan, se levantan sobre sus propias cenizas o se reconstruyen con las pocas piezas que les quedan. Pues bien: yo os propongo un ejercicio, os propongo que analicéis también vuestra propia historia: pensad en lo que ha ocurrido; se trata de una experiencia muy dolorosa, pero es algo que sin duda pertenece ya a vuestro pasado; tomadlo como ejemplo para el futuro. Habréis de afrontar todavía muchas dificultades, pero no dejéis que el miedo os domine: David no se amilanó ante Goliat, sino que se las ingenió para vencerle. Tal vez no seáis conscientes de los peligros que os acechan… Pero qué digo, la imaginación de un niño no conoce límites: estáis convencidos de que vuestros esfuerzos tendrán una justa recompensa, estáis convencidos de que uno a uno se irán cumpliendo todos vuestros sueños. Ojalá no perdáis nunca la fe en vuestras posibilidades, ojalá conservéis siempre la ilusión con que ahora os veo. Dentro de poco el mundo os seducirá con engañosas realidades, con vanos espejismos. Estad prevenidos. Luchad, luchad por que no os arrebaten nunca vuestras ideas; defendedlas sin descanso. Avanzad seguros, imperturbables… No sé, quizá estoy empleando el mismo tono con que un general se dirigiría a sus soldados; pero es así, la vida a veces parece una ardua batalla, una batalla que hay que acometer sin ningún tipo de desencanto. Luchad, os decía antes; luchad como yo he luchado. Como yo, que he perdido a mi mujer. Sin embargo, en nombre suyo acudo a mis obligaciones, en nombre suyo os sigo hablando en este momento, en nombre suyo os pido que nunca me defraudéis. Vosotros sois ya quizá la única razón que justifica mi existencia, y os quiero como si fuerais mis propios hijos. Éste es el motivo por el que ahora os confieso todos mis secretos: al hombres e le conoce por sus actos, pero también por lo que en su corazón atesora. No cabe duda de que el dolor ha transformado mi carácter: me he vuelto más sensible, acaso más melancólico. No os extrañéis, pues, si algunas lágrimas de pronto empiezan a rodar por mis mejillas. Serían lágrimas que expresarían de algún modo todo lo que por vosotros siento: “No hay amor más grande que el de aquel que entrega la vida por sus amigos”, estoy seguro de que recordáis esta frase; grabadla para siempre en vuestra memoria. Amad, amad incluso a vuestros enemigos. He aquí lo más importante. He aquí mi última voluntad. Sí, esto es lo que yo les habría dicho a mis hijos.
La verdad es que me salió un discurso bastante emotivo. No sé, quizá no era eso lo que había pretendido decirles a mis alumnos. Yo creo que se quedaron un poco sorprendidos porque tal vez habían esperado una alocución más sencilla. Continuaban callados, un tanto impasibles, como si no hubieran acabado de entender mi mensaje, o como si no les hubiera gustado. Pero entonces noté algo en sus rostros, un gesto contenido, una expresión que delataba la emoción que por dentro los sacudía. Los vi en seguida nerviosos; apenas se atrevían a mirarme. Yo intenté hacer lo mismo, desviar mi atención hacia otro punto. Todo ocurrió en unos segundos, en unos instantes de tensa espera. Sin que yo lo esperara, estalló en la sala de pronto un aplauso unánime. Parecía como si se hubieran puesto de acuerdo mientras yo les había hablado: estaban todos conformes con premiar de aquella manera lo que les había dicho, con reconocer de un modo tan entusiasta los valores que yo les había transmitido. Cuando ya se hubieron calmado, sin terminar de enjugar las lágrimas que apuntaban en mis ojos, les di las gracias.

Apenas había cambiado. Tenía quizá la frente un poco más arrugada; sus labios seguían siendo grandes y abultados, la nariz un tanto respingona. Sus ojos se clavaban a menudo en los míos como una derrota; una amplia sonrisa solía desplegarse entonces por todas las facciones de su rostro. Yo notaba ahora en su voz un áspero acento, un acento que hubiese adquirido a lo largo de interminables y tediosas conversaciones. A veces cambiaba de postura, cruzaba las piernas, adoptaba un gesto más reflexivo. Había algo afectado en su figura, quizá su estudiada cortesía, quizá la forma de sentarse o el modo de atender a quien le hablaba. Era algo que también se detectaba en la pulcritud y en el cuidado con que vestía, en su innegable prestancia. Había venido a verme a casa de mis padres para disculparse por no haberme dado antes el pésame por la muerte de Dolores. Estaba yo pasando allí una temporada para reponerme un poco de todo lo que me había sucedido. Fue en el mes de agosto, unos días antes de que se iniciara el nuevo curso. Lo cierto es que me sentía cada vez más reconfortado: el contacto con la ciudad, el animado bullicio de sus calles, la envolvente belleza de sus torres, el color apagado y triste de sus atardeceres, eran motivos más que suficientes para que yo hubiera decidido quedarme más tiempo del que había imaginado. Él, Alberto, parecía dispuesto a adivinarlo antes de que yo se lo revelase. Estábamos los dos en el despacho de mi padre. Era éste sin duda el lugar más fresco y apartado de la casa, al que se accedía a través de una estrecha y oscura galería. Había en el centro una mesa antigua de escritorio, sobre la que se amontonaban diversos libros y papeles que ya no consultaba nadie. En una vitrina se mostraban algunos de los objetos que habían pertenecido a uno de mis bisabuelos, un militar ilustre que se había ganado la consideración y el respeto de sus contemporáneos. Una luz tamizada de mediodía penetraba por una ventana que daba a la calle; a veces llegaba a nuestros oídos el borboteo lejano de una fuente, un rumor sordo que iba llenando los huecos y las pausas que hacíamos en nuestro diálogo. Nos habíamos acomodado en el único asiento disponible que había en el cuarto, un diván ya desvencijado que apenas sostenía el peso o la inclinación de nuestros cuerpos.
−Todo el mundo reconoce tus méritos –me recordaba ahora Alberto−; habrías sido un renombrado jurista, uno de los más importantes de este reino. Quizá no te guste mucho que hable de estas cosas, pero escogiste un camino muy distinto del mío, un camino que no era precisamente el que la sociedad te reclamaba… No sé, puede que algún día te arrepientas.
−Yo no me arrepiento de nada –repuse en seguida−. Quería demostrarme a mí mismo que la vida no es como la mayoría de la gente piensa.
−Quizá no me comprendas –prosiguió él−; yo tan sólo apuntaba una posibilidad, una posibilidad que quizá a ti no se te ha ocurrido. Ahora te dedicas a la enseñanza: realizas sin duda una labor muy encomiable. Pero es probable que en el futuro te ocupes de otros menesteres, porque hay muchas maneras de servir a los demás. Ojalá recapacites, ojalá algún día decidas acometer otras empresas. Todos cambiamos, Luis: podría hablarte de personas a las que la vida les da un vuelco inesperado y que de pronto se encuentran en una situación que no habían previsto. Sí, a veces se producen circunstancias con las que no contábamos, circunstancias que nos obligan a actuar de un modo que jamás hubiéramos sospechado; pero otras veces es un hecho insignificante, un detalle al que después concedemos una importancia excesiva. Tú mismo has debido de pasar por una experiencia muy dolorosa, que acaso te condicione más de lo que piensas. Yo podría hablarte de alguien a quien le ha ocurrido algo parecido; podría hablarte de Inés González, a quien tú conocías: ella se casó con un aristócrata, vivía rodeada de toda suerte de comodidades, era una de las mujeres más admiradas y distinguidas de esta sociedad, la fortuna le sonreía; pero su marido murió de repente, fue una muerte que nadie esperaba, y ella se quedó entonces muy deprimida, porque la vida le había dado un vuelco quizá definitivo; tanto ha cambiado, que las riquezas que heredó ni siquiera le sirven ahora de consuelo… Es, de verdad, muy lamentable: ver a una mujer como ella tan hundida es muy lamentable. Seguro que te acuerdas de Inés, yo creo incluso que te gustaba, no lo podrás negar.
Quizá lo que intentaba Alberto era que yo le descubriese mi punto más flaco, el punto al que después dirigiría sus envenenados ataques. Por un momento pensé responderle como Jesús lo hizo con uno de sus discípulos: “Apártate de mí, Satanás”, le hubiera dicho mirándole a la cara, en un tono quizá desafiante. Pero yo no quería tampoco que él se molestara, que él a su vez me contestase de un modo que ninguno de los dos habría deseado.
−No lo dudes: todos cambiamos –le dije tras una breve pausa−. Yo tuve ya ocasión de comprobarlo: lo dejé todo, la familia, los amigos, la carrera de jurista, la mujer que quizá me gustaba.
Casi sin proponérmelo, había empleado la misma frase con que él antes había tratado de acosarme. Todos cambiamos, le había recordado ahora: justificaba de alguna manera una decisión que yo ya había tomado y que parecía, por tanto, irrevocable. Había enmudecido, un poco sorprendido tal vez por mi respuesta. Como si me infligieran una derrota, sus ojos apenas se apartaban de los míos por un instante, me acusaban de algo que yo no había llegado a sospechar siquiera, alguna cuestión relacionada con mi pasado, quizá con el punto flaco de mi carácter. Igual que hiciera Pilato con el Mesías, no dudó después en atacar de nuevo:
−Te gustaba –proclamó sonriente.
−Sí, tú lo has dicho –contesté como Jesús−. Pero yo amé después a otra mujer. Tú lo sabes. A Inés la olvidé pronto.
Le había confesado lo que sentía. Quizá si no me hubiera mostrado tan sincero, él no se habría rendido nunca con la rapidez con que lo hizo. Parecía como si le hubiera asestado un golpe definitivo: se mostraba nervioso, desconcertado.
−Perdona, no quería enojarte –repuso desviando la mirada.
−Estás perdonado –le dije en un tono distendido.
No sé si en aquella ocasión traté a Alberto como él se merecía. Él ha enjugado mis penas, me ha acompañado en los momentos más difíciles, hemos compartido numerosos proyectos, nos hemos embarcado juntos en muchas aventuras. Somos los últimos representantes de una generación de la que ya nadie se acuerda: parecemos los únicos tripulantes de una nave que permaneciera detenida entre los espigones de un puerto abandonado, un lugar sombrío en el que sólo se escuchara el zumbido azul de las olas sobre nuestros recuerdos. Pienso, no obstante, que entre los dos casi siempre han existido ciertas diferencias, algún motivo por el que no nos aveníamos con facilidad: su vida ha discurrido por caminos muy calculados; la mía, por el contrario, lo ha hecho por vericuetos angostos, por parajes casi intransitables. Con todo, debo reconocer que Alberto no es de esos tipos orgullosos que se empeñan en complicar la existencia a los que los rodean. Así, aquel día apenas le dio importancia a lo que habíamos hablado, y en un tono muy nostálgico se puso a recordar algunas anécdotas de nuestra infancia, episodios que habían ocurrido en aquel mismo despacho: a veces éramos dos intrépidos capitanes que arengaban a sus soldados antes de la batalla, planeábamos estrategias o tendíamos emboscadas a un ejército imaginario, disparando contra él escondidos tras las rocas; otras veces cabalgábamos por los montes, deseosos de refrendar nuestra valentía ante un nuevo peligro…, éramos entonces dos bandoleros avezados que se dedicaban a socorrer a la gente más necesitada. Por las noches, sin embargo, apenas nos atrevíamos a entrar en aquel cuarto tan apartado: temblorosos, pusilánimes, permanecíamos unos segundos apostados ante la puerta, como si fuera aquél un espacio que para nosotros resultara infranqueable, una zona gobernada por algún espíritu desventurado; bastaba el más mínimo ruido para que nos alejáramos de allí despavoridos, retrocediendo precipitadamente sobre nuestros pasos. Contaba Alberto todas estas cosas con evidente entusiasmo. Sin embargo, debió de notar en mí algún gesto que no le gustase, pues no tardó en referirse a otras cuestiones que a él ahora le preocupaban, negocios en los que se había visto involucrado, tareas de obligado cumplimiento… En sus ojos había esta vez el brillo de una ilusión desenfrenada, una ilusión que él en cierto modo trataba de contagiarme; pero a mí aquellos temas apenas me inquietaban, eran asuntos que en otro tiempo o en otras circunstancias quizá me hubieran interesado. Lo que no sabía era que todo aquello habría de tener después un efecto culminante que Alberto hubiese ido planeando antes de su despedida: había hecho una pequeña pausa antes de levantarse, dio luego unos cuantos pasos por la habitación mientras reflexionaba, se quedó un rato mirando los objetos que se exponían en la vitrina; entonces, con las manos metidas en los bolsillos, se volvió hacia mí y me hizo una última propuesta:
−Luis, perdona mi insistencia. Me duele mucho que hombres como tú desaprovechen su talento, me duele mucho que hombres como tú no ocupen el puesto que la sociedad les reclama. Podrás quedarte aquí sin duda, vivirías durante algún tiempo en casa de tus padres, y yo mismo me prestaría a colaborar contigo en lo que te hiciera falta… Piensa que las cosas a veces no suceden como uno quisiera, sino como la vida nos demanda; estoy seguro de que la vida muy pronto te colocaría en el lugar que tú te mereces: podrías presidir un centro literario, encabezar un bando político…, podrías incluso acceder a un puesto más relevante. Recapacita, Luis: no tomes decisiones precipitadas. Contéstame mañana si quieres.
−Mañana te lo diré –tuve al fin que prometerle.













VI



Cuando divisé el pueblo, tendido sobre la colina, circundado de cerros y de montes lejanos, envuelto en la abrasadora calina de aquel mediodía de agosto, me sentí de veras reconfortado, capaz de acometer actos importantes. Parecía como si hubiese rechazado una última tentación, como si hubiera superado una prueba definitiva: me reconciliaba así tal vez con mi destino o con mi propia conciencia. Alberto había comprendido mi postura, y apenas había objetado nada cuando se lo dije: “No puedo quedarme; tengo que estar allí donde me necesitan”, le había dicho poco antes de despedirme.
Esta vez no vino a recibirme Octavio, sino un desnutrido galgo que se acercó a olisquear mis pantalones. Atravesé calles desiertas, plazas sombrías. Hallaba en todo un silencio extraño, cargado de presagios o de señales indescifrables. Apenas había logrado avanzar unos pasos cuando ya había de detenerme de nuevo: me preguntaba entonces dónde estaría la gente, tal vez durmiendo la siesta en sus mecedoras de mimbre, en la fresca penumbra de una cámara oculta. Había subido por una empinada y tortuosa callejuela, una callejuela de paredones destartalados, de bardales casi derruidos. Era raro que no pasara por allí nadie a aquella hora, ningún pastor que condujera su rebaño a los ribazos, ningún grupo de niños que fuesen a bañarse en las aguas de las albercas. A menudo pensaba en Dolores: sin ninguna dificultad recomponía su figura, sus ojos marrones, la lenta inclinación de su mirada, la forma en que se curvaban sus labios al sonreírme, la dulzura con que se juntaba su boca al besarme. De pronto creía escuchar su voz, una voz aterciopelada que casi no se diferenciaba del silencio del que nacía, una voz que al mismo tiempo contuviera el hueco dejado por su ausencia: no había en ella ninguna nota disonante, ningún ritmo desorbitado: era una caricia en mis oídos, un susurro que quedamente se disolviera en el aire. Comencé a evocar después los instantes en que Dolores agonizaba sin que yo pudiera hacer nada por evitarlo: su cuerpo temblaba junto al mío, sacudido por súbitos escalofríos; en algún momento también cerraba sus ojos, como si tratara de consolarse… Se habían vivido en Elvira episodios horribles, acontecimientos que sin duda ya condicionan su carácter, conformado ahora por una memoria caprichosa, por temores acaso infundados, por ese miedo que se siente a que todo suceda de la misma manera. Mi vida también había sufrido un cambio apreciable: me había vuelto más realista, más equilibrado. A primeros de septiembre, como había anunciado, emprendería un nuevo curso, una nueva andadura. Me correspondía el deber de completar la educación de mis alumnos, y no podía defraudarles: ellos sabían que volvería; confiaban ciegamente en lo que les dijera, en lo que les anunciara a modo de promesa. Absorto en estos pensamientos, divisé la silueta de un hombre que comenzaba a subir la calleja. Al principio apenas se movía del sitio donde lo había localizado; hubo después un instante en que me pareció que se ocultaba, quizá buscando una sombra donde se repusiera. Debía de ser algún gañán, deduje sin mucho entusiasmo, tal vez algún despistado que por allí deambulase, ajeno por completo a mi llegada. Poco a poco, a medida que se acercaba, aquella figura iba cobrando un contorno más preciso, unas proporciones más definidas. Andaba ahora con cierta desenvoltura, como si las asperezas del terreno o el calor casi no le afectasen. Llevaba un sombrero de paja calado hasta las cejas; era más bien de pequeña estatura, de grueso talle. Miraba hacia arriba, hacia donde yo me encontraba; con la mano me indicaba algo, quizá una señal para que no siguiera avanzando. Sin duda, aquel hombre me conocía, pues se dirigía hacia mí con manifiesta voluntad de saludarme. Era él, Octavio, mi inestimable amigo: “Eh, soy yo”, me decía con voz casi ahogada, cansado por el esfuerzo.

Algunos habían atravesado ya el umbral de la adolescencia, o quizá estaban a punto de hacerlo. Lo noté en sus rostros, cuyas facciones habían adquirido una dureza que antes no tenían; lo noté también en sus voces, en las que apuntaba de pronto un matiz distinto, un áspero acento. A estas edades los cambios se suceden de modo vertiginoso: dentro de poco, la mayoría de ellos habría de abandonar incluso la escuela; alguno quizá con más suerte continuaría sus estudios, tal vez en un colegio de la capital, alojado en alguna pensión que sus padres con gran sacrificio le costearan. Yo los quería a todos; trataba de sacar de cada uno sus mejores cualidades, aunque al principio ellos no fueran conscientes de que las tuvieran. Mi concepto de la enseñanza difería mucho del que entonces se practicaba: como ya he comentado quizá en otra ocasión, un maestro que sólo fomentase la competencia entre sus alumnos incurriría en un error muy grave, del que difícilmente alguien después se recupera. Por eso yo no usaba ningún tipo de calificaciones, ningún tipo de notas que pudieran resultar humillantes.
−Un hombre, antes de emprender un viaje, repartió entre sus siervos todos sus bienes. Quería sin duda ponerlos a prueba. A uno entregó cinco talentos; a otro, dos; al tercero, le dio sólo uno. El que había recibido cinco se las ingenió para conseguir otros cinco. Lo mismo hizo el segundo. En cambio, el tercero escondió bajo tierra lo que le había correspondido. Cuando al cabo de algún tiempo regresó aquel hombre, sus tres siervos se presentaron ante él para rendirle cuentas. Llegó el primero y le dijo: “Señor, me entregaste cinco talentos y ahora te devuelvo diez”. Había actuado como su amo quería, y fue por ello muy bien recompensado. Llegó después el segundo y expuso de la misma manera: “Señor, dos talentos me diste y ahora te devuelvo cuatro”. Éste también sería premiado. Por último, se presentó el que sólo había recibido uno; muy nervioso, intentó justificar lo que había hecho. Pero él no había obrado igual que sus compañeros, y fue castigado como se merecía.
Así, con esta parábola, comenzaba yo el nuevo curso. Podía haber comenzado de otro modo, contando quizá una divertida anécdota, algún ejemplo menos edificante; pero no era esto lo que yo entonces pretendía:
−Por eso, no guardéis nunca vuestros talentos –les dije a continuación a mis alumnos−; tenéis más bien la obligación de multiplicarlos, igual que hicieron los primeros siervos: de nada sirve que alguien sea más inteligente que otros si luego no sabe aprovechar lo que tiene, si no es capaz tampoco de compartirlo después con sus compañeros.

Todas las mañanas, después de levantarme, solía asomarme al balcón de mi dormitorio; era una costumbre que repetía casi de manera instintiva, una forma de empezar una nueva jornada. Me gustaba entonces contemplar el paisaje, un paisaje de una belleza y una frescura casi paradisiacas. Una luz anaranjada se deslizaba a aquella hora por los montes y por los collados, cubriéndolos de un manto de pureza infinita; refulgía por unos instantes en las aristas de las peñas, en los huecos azules de los barrancos. Grises tejados, toscos tapiales de corralizas, huertos sombríos, ejidos polvorientos, aparecían a mi izquierda envueltos en una dulce neblina, agolpados de un modo desproporcionado. La mañana se poblaba de pájaros; se llenaba de campanas, de esquilas tintineantes. Se escuchaba también el rodar de las carretas por las calles empedradas, tumulto de voces, ruidos que sonaban en el aire macilento de un otoño que entonces comenzaba. Llevaba ya más de seis años en Elvira, y aún había aspectos o detalles que desconocía, matices en los que todavía no hubiese reparado, impresiones que no hubiera recibido.
A veces, asomado al balcón, repasaba una a una todas mis tareas, los proyectos que aún no se hubieran cumplido. Además de la instrucción pública, uno de mis principales objetivos era estar al lado de los más necesitados, al lado de todos esos desarrapados con los que a menudo me encontraba; me acordaba de Moisés, aquel viejo gitano que había convencido a su nieto para que asistiera a la escuela; me acordaba también de una familia a la que Octavio y yo tuvimos que socorrer durante algún tiempo, gente humilde, sumida en el desamparo más ignominioso. Fue don Enrique quien nos encargó que le suministráramos los víveres y provisiones que él mismo había recaudado. Era tal la desdicha de aquella familia que casi todo el mundo en Elvira estaba dispuesto a ayudarla y a sacarla adelante. Daniel, el Chorrojumo, el patriarca de aquella tribu de indigentes, acababa de acoger en su casa a unos sobrinos suyos que habían perdido a sus padres en extrañas circunstancias; él, con su pequeña industria de canastos de mimbre, no podía alimentar ya a tantas criaturas. Vivían todos hacinados en una especie de cobertizo, en un habitáculo de reducidas dimensiones; dormían además en el suelo, sobre unos jergones de paja que alguien antes les había proporcionado. Su trato, no obstante, distaba mucho de ser el que de ellos cabía esperar en un medio tan desafortunado, rodeados de unas condiciones tan precarias. A Octavio y a mí siempre nos recibían con efusivas muestras de agradecimiento: a él le decían el Bartolo, debido sin duda a su voluminosa barriga; a mí, el Adelantado, quizá por la ligereza con que me movía: ellos identificaban a las personas por sus rasgos más destacados, o por lo que les pareciera más significativo. Yo, sin embargo, estaba convencido de que cuando se acabaran las provisiones nos tratarían de un modo menos afectuoso: nos increparían sin motivo, aduciendo quizá que no queríamos ayudarles. Yo transmití a Octavio mis prevenciones y él a su vez se las refirió a don Enrique. Éste entonces no dudó en actuar de nuevo, aportando grandes cantidades de dinero. Pero a mí aquello no dejaba de preocuparme: todo dependía ahora de la buena voluntad de un solo hombre, pues ya nadie en el pueblo se acordaba de aquellos desdichados. La situación, al final, se resolvió de la manera más inesperada: la pequeña industria de Daniel, el Chorrojumo, prosperaría después de forma casi milagrosa, y ya no habría que recurrir a ningún tipo de ayuda.

Hay poca gente en este mundo que comprenda a los pobres, que piense como ellos. Son, sin duda, los seres más desafortunados, los que reciben más castigos y humillaciones. Quizá por eso los Evangelios los llaman bienaventurados: se dice que habrán de ser los primeros en el Reino de los Cielos. He escuchado a más de uno opinar que están así porque quieren: tal vez sea éste un modo de lavar la conciencia, un modo más sutil de agrandar la distancia que de ellos nos separa. Pero lo que en realidad ocurre es que ellos se acostumbran muy pronto a su pobreza, y soportan con resignación lo que a los demás pudiera parecernos cruel o ignominioso. Éste es su destino, y lo asumen desde que eran pequeños, al contacto con las dificultades y carencias con las que casi a diario se enfrentan. Yo mismo me he visto a veces en esta situación, pues en la escuela se ganaba poco y vivía a expensas de la caridad ajena. Resultaba muy duro al principio superar un estado tan desfavorable; aunque no echara nada de menos, en más de una ocasión me acordaba de los lujos y comodidades que en otro tiempo yo tuviera, de los ricos manjares que en mi casa me servían, de mi forma de vestir tan elegante y remilgada, de las fiestas y celebraciones a las que solía acudir con mis amigos. Pero uno al final se conforma con su suerte, y redobla sus esfuerzos para que el desánimo no lo corrompa. Me di cuenta entonces de que todo lo anterior había sido vano y presuntuoso; me di cuenta también de que no hay en la vida nada comparable con la desgracia con la que a menudo un pobre se encuentra, con el sufrimiento o sinrazón que de ella se derivan. Comenzaba, pues, a pensar o a sentir de otra manera: quizá si mis circunstancias hubieran sido distintas, yo habría seguido discurriendo como la mayoría, de un modo más plácido y seguro. Como ya he apuntado antes, aprendí sobre todo a sobreponerme, a no sucumbir a la tristeza, que es el peor de los estados, un sentimiento que anula cualquier posibilidad de esperanza, y la esperanza es lo único que mueve o sostiene a las personas, su principal impulso. Algo parecido, pensaba, debía de sucederles a los pobres. Hay un pasaje en los Evangelios que a mí me reconforta cuando lo leo, aquel en que Jesús aconseja a sus discípulos que no se desanimen nunca, y les habla de los lirios del campo, que no hilan ni trabajan, y de los pájaros del cielo, que tampoco siembran, ni siegan, ni acumulan en trojes. Después de algunos titubeos e indecisiones, si de veras se resiste, por muy enojosas que sean las circunstancias a las que me refería, al final se experimenta un hondo consuelo, quizá una llamada o una certeza que se vislumbra, algo que induce luego a confiar plenamente en la Providencia.
Habrá, no obstante, situaciones de extrema pobreza en las que será muy difícil sobrevivir a la desgracia: en tales casos, la vida se reducirá a un oscuro resentimiento, a una zozobra casi continua. Quizá sea un tanto desproporcionado lo que digo, pues a mí nada de esto me ha sucedido; pero en el mundo todo es posible, y yo no descarto la idea de que haya otros seres más desventurados, otros seres que sólo se olvidarán de sus desdichas cuando la muerte les llegue.

La historia, los hechos más destacados, las leyendas que se forjan a partir de determinados acontecimientos, forman parte del acervo cultural de un pueblo, configuran su memoria. Elvira, de alguna manera, estaba también representada en su pasado; de él pervivían aún antiguas tradiciones: aquella vieja ciudad iberorromana sepultada quizá bajo la tierra, la fundación de la villa actual en tiempos más modernos, las sucesivas oleadas de colonizadores que fueron llegando con el paso de los siglos, los frecuentes terremotos y epidemias a que han estado siempre expuestos sus habitantes, el caso de aquel herrero que regresó de la guerra con un inesperado botín a su lado, los desgraciados amores de una joven con un forastero que había sido objeto de admiración en el pueblo, la aparición de un voluntarioso maestro que quería redimir a los niños de la incultura y la miseria en que vivían… Por eso a mí me gustaba tanto escucharles, a Octavio, a don Enrique, a Dolores, a tía Amelia… A través de su memoria, por medio de sus voces, me llegaba a mí todo el legado oral que habían recibido de sus mayores, lo que ellos mismos habían experimentado, lo que quizá habían aprendido a lo largo de su corta o dilatada existencia, todo ese tesoro de sabiduría que se encierra a veces en un relato, en un refrán, en una frase cualquiera. Me gustaba, como digo, escuchar sus historias, los sucesos que con tanto entusiasmo referían, hechos inauditos, episodios deslumbrantes. Los zaguanes, los patios de las casas, la plaza de la iglesia, los lavaderos comunales, solían ser los escenarios donde tenían lugar estas revelaciones. Don Enrique me contó una tarde algo que yo desconocía, algo que él me había prometido en otro tiempo: era acerca de Gregorio, aquel joven del que había estado enamorada su hija:
−Sabía que era él. Lo supe desde el primer momento, por ese aire de familia que uno descubre al principio, casi sin pretenderlo: se trata de una señal, una señal que todos llevamos impresa en el semblante, un sello inconfundible que nos delatara, una impronta dejada por nuestros ancestros. Mi hermana Isabel se había casado con un rico aristócrata, un hombre serio y autoritario, chapado a la antigua. Sebastián, que así se llamaba mi cuñado, controló la educación de sus hijos con una férrea disciplina, con normas muy severas: todos cumplían con docilidad lo que él les ordenase, todos menos uno, Juan, el más pequeño; como no había modo de doblegar su voluntad, a veces era castigado con dureza, sin ningún tipo de paliativos. Me enteré de estas cosas por las cartas que mi hermana me escribía, pues yo llevaba ya más de doce años en Elvira; me había venido aquí con mi mujer y mi hija, huyendo de un mundo que se encontraba cada vez más saturado, un mundo que entonces a mí me agobiaba. Disponía aquí de unas posesiones, de unas fincas heredadas de mis abuelos. Como le venía contando, había transcurrido ya algún tiempo. Una noche, sin previo aviso, se presentó en la casa mi sobrino. Se hacía llamar Gregorio, pero yo lo reconocí casi en seguida. Salió a abrirle mi hija, y estuvo charlando con él un rato en la puerta. Ella entró después muy excitada y me dijo que se trataba de un forastero que quería hablar conmigo; llegó a pedirme encarecidamente que lo recibiera. Yo entonces no tuve más remedio que acceder a lo que ella me pedía, y fui a ver quién era. Se había quedado en el zaguán, esperando quizá con impaciencia mi llegada. Al principio apenas pude distinguir su figura, pues llovía mucho aquella noche y estaba todo en penumbra: era alto, delgado; vestía un gabán antiguo con esclavina. Me dijo que se encontraba muy cansado y que buscaba un sitio donde alojarse; no hablaba con el acento de estas tierras, pronunciaba con sumo cuidado, con una finura exquisita. Mi mujer y mi hija se miraron después asombradas cuando me vieron aparecer con él en el salón. Fue entonces, a la luz de los candelabros, cuando logré adivinar de quién se trataba. Tenía el pelo empapado; era rubio, con los ojos azules… Sí, había algo en él que lo delataba, un sello inconfundible, quizá la forma con que a veces sonreía… Sin embargo, él aquella noche actuó de un modo bastante reservado: quizá no quería que yo supiera todavía que era mi sobrino; quizá temía que yo también reprobara su conducta, obligándolo entonces a volver sobre sus pasos. Fue a las dos o tres semanas cuando me lo contó todo: aunque al comienzo titubeó un poco, al final me dijo quién era, de dónde procedía, por qué se había escapado de su casa sin que nadie se enterase; como yo ya sospechaba, lo había hecho porque no soportaba las normas que su padre le imponía. Lo que él no esperaba era que yo reaccionara de una manera tan efusiva: cogiéndolo del brazo, le dije que podía quedarse todo el tiempo que quisiera; le pedí, no obstante, que reflexionara un poco sobre lo ocurrido, porque a veces uno no toma las decisiones que debiera. Él era poeta, aunque todavía no hubiese publicado ningún libro, un poeta desconocido pero de una gran fuerza, según comprobé más tarde cuando me dejó que leyera unos poemas que había escrito precisamente en Elvira. Su padre, sin embargo, había tratado de conducirlo por otros derroteros, porque consideraba que aquél no era un oficio que a su hijo le conviniera. Por eso había huido, por fidelidad a una vocación que casi desde pequeño había cultivado, porque amaba la poesía. Yo ya sabía todo esto, pero tuve que escucharlo de sus labios para que realmente comprendiera a mi sobrino. Es muy extraño, pero yo nunca le revelé a nadie aquel secreto, quizá porque creía que a él a quien correspondía hacerlo. El tiempo pasó muy de prisa, y Leonor, mi hija, se enamoró de Juan sin saber que era su primo, y yo entonces tampoco me atreví a decirle nada a ella. Poco antes de morir, él me pidió incluso que nunca se lo dijera; en circunstancias tan extremas, no pude menos de acatar lo que él me proponía.
Había en aquella historia algunos datos o detalles que a mí no dejaban de conmoverme, aspectos o matices a los que don Enrique no había aludido siquiera, comportamientos que nadie jamás entendería. Nunca será la muerte como los hombres dicen, recordé en aquel momento.

Hay historias que no se cuentan, secretos que siempre permanecerán ocultos. La vida misma es un misterio: está llena de continuas sorpresas, de oportunidades que se repiten, oportunidades malogradas por un azar imprevisto o por una situación inesperada. Hay caminos que no conducen a ninguna parte, senderos que se pierden entre la maleza. Hay caídas, retrocesos, obstáculos insalvables. No, la vida no será tampoco como los hombres dicen. La segunda vez que vino a verme Alberto tuve una extraña premonición, un súbito presentimiento: comprendí de golpe que había llegado al final de un trayecto, en el que había acometido retos importantes, empresas quizá desorbitadas, y yo sabía que en esta ocasión no iba a defraudarle, sabía que sería incapaz de rechazar lo que él me propusiera. Sin embargo, Alberto había venido ahora con una intención bien distinta: lo había hecho simplemente porque era mi amigo; eso fue, en efecto, lo que me dijo mientras aún nos saludábamos. En ningún momento empleó un lenguaje lisonjero, cargado de retórica o de vanos virtuosismos. Mientras hablaba con él, me di cuenta de que mi misión en Elvira estaba ya cumplida: se cerraba así una etapa crucial de mi existencia, un período del que yo nunca habría de arrepentirme. Además, la nueva ley de Educación, recién promulgada, garantizaba que en todos los pueblos hubiese ya una instrucción pública y gratuita; era, pues, muy probable que cuando yo me fuera otro maestro se encargara de sustituirme. Como decía antes, la vida está llena de continuas sorpresas: hay historias que nunca se cuentan, casos inauditos, episodios a veces deslumbrantes; hay también miedos que nunca se revelan, temores encubiertos, ilusiones que se desvanecen, voluntades enfrentadas; ocurren hechos decisivos, muertes inesperadas, epidemias de cólera, dolores insoportables… No, la vida no será tampoco como los hombres dicen. Yo jamás hubiera sospechado lo importante que habría de ser para mí aquella entrevista. Sin embargo, antes habían acaecido otros sucesos a los que ahora no podría dejar de referirme.
Elvira era entonces un lugar de paso, por el que transitaban a menudo gentes muy diversas: mercaderes, traficantes de ganado, comediantes, viajeros solitarios… Casi todos pernoctaban o hacían escala allí antes de proseguir su camino y había incluso quienes prolongaban su estancia, alojados en cualquier cobertizo o granero que se les proporcionara. Éste fue el caso de Mariano, un insólito personaje que llegaría a ser muy conocido y apreciado en el pueblo. Al principio había causado cierta desconfianza su presencia, porque no era muy normal ver entonces por allí a un tipo tan extraño, un ser que parecía más bien venido de otro mundo, un mundo en el que imperasen unas costumbres y unos modos poco habituales en el nuestro. Tenía Mariano aspecto de ermitaño, la tez muy morena, los ojos azules, las barbas granates. Casi siempre iba embutido en una túnica muy amplia, desteñida quizá por el uso y por el polvo acumulado de los caminos. Cuando hablaba, no había manera de poner freno a lo que decía; solía embelesar a sus oyentes con ingeniosas ocurrencias, fraguadas de pronto por su extraordinario talento: se divertía inventando historias fabulosas, basadas casi todas en prodigios o en hechos muy sorprendentes: podía contar, por ejemplo, que había recibido la visita de algún famoso bandolero o que había sido amenazado por algún grupo de contrabandistas; narraba estas anécdotas con tal abundancia de detalles que la gente no dudaba de que hubiesen ocurrido. Era, pues, de carácter alegre, propenso a la burla y a la socarronería más espontánea: consideraba la vida como un juego, en el que no hubiera leyes ni fundamentos, ni prejuicios de ninguna clase. Vivía en una cueva de las montañas, situada como a un cuarto de legua de Elvira; fiel a su destino, convencido de que nada habría de faltarle, debía su sustento a la caridad ajena y a los frutos con que la naturaleza solía prodigarse.
Octavio y yo fuimos un día objeto de una de sus bromas más comentadas. Habíamos salido aquella vez a dar un paseo por la sierra. Recuerdo que era una tarde fría y desapacible de febrero; principiábamos a subir por un terreno más escabroso, llenos de riscos y de matorrales diversos. De pronto oímos a lo lejos una voz que sonaba con melancólico acento.
−Debe de ser algún pastor que cuida de sus ovejas –opiné yo entonces.
−No es éste un sitio frecuentado por pastores –objetó Octavio.
−Si tú lo dices…
−Es extraño.
−Muy raro.
−No lo entiendo.
Mientras esto hablábamos, aquella voz había dejado ya de oírse; sobrevino un profundo silencio. La tarde parecía cada vez más tenebrosa: hoscos nubarrones avanzaban por el cielo del ocaso; una difusa claridad se cernía sobre los montes, alargaba las sombras, difuminaba los contornos. Comenzábamos a trepar por una escarpada peña; nuestra marcha se hacía ahora más lenta y dificultosa. Había momentos en que casi estábamos a punto de resbalar y caer por la pendiente; en más de una ocasión tuve que tirar de Octavio, agarrándome con fuerza a la maleza que nacía entre las rocas; pero como era mayor el peso de su cuerpo que el mío, yo me veía ya rodando con él hasta lo hondo, confundidos en una misma bola de polvo. A duras penas conseguimos llegar a lo alto; era nuestra intención descender por la otra ladera, a través de una angosta cañada que nos conduciría después directamente hasta el pueblo. Sin embargo, volvimos a percibir algo que haría detener nuestros pasos, una especie de lamento, un quejido muy prolongado.
−¡Auxilio, auxilio! –oímos que gritaba alguien muy cerca de donde nosotros nos hallábamos.
Indecisos, nos dirigimos al lugar donde sonaban aquellas voces, aunque ahora más bien parecían alaridos, por la forma tan descomunal con que eran proferidas. Poco a poco se había ido cubriendo todo de una espesa niebla, y no alcanzábamos a distinguir nada que no estuviese a menos de diez o doce palmos de distancia. Casi sin darnos cuenta, nos habíamos alejado ya de la ruta que debíamos haber tomado. Llegamos a un sitio poblado de zarzales y de otras plantas silvestres, un paraje inhóspito e intransitable. Se oyó entonces un ruido espantoso, un ruido que después no dejaba de repetirse con cierta insistencia: aquello semejaba un rodar de subterráneas corrientes de agua, la gestación de un terrible cataclismo. Octavio temblaba como un azogado; a mí se me erizaban los cabellos. Propuso él que retrocediéramos; yo, que continuáramos; adujo él que no merecía la pena aquel esfuerzo; yo, que la vida de alguien corría un serio peligro. Mientras tanto, aquellos sonidos habían cesado de nuevo, sustituidos casi de inmediato por un sobrecogedor silencio. No sé quién de los dos inició antes la carrera; lo que sí puedo decir es que nos faltaba el aliento y que sólo nos repusimos del susto cuando divisamos por fin las primeras casas del pueblo. No tardamos, sin embargo, mucho tiempo en enterarnos del origen de todo lo que habíamos presenciado en la sierra, porque a la mañana siguiente, sin que nosotros se lo hubiéramos contado todavía a nadie, nos llegaron noticias de que Mariano se había ya encargado de pregonarlo.

También de la escuela podría contar algún suceso divertido. Un día, no sé cómo, se estaban refiriendo mis alumnos a los animales que en sus casas había. Cada uno ponderaba las virtudes o habilidades que en los suyos observara: perros, gatos, canarios, gallinas, conejos, ovejas, cabras, vacas, caballos, burros…, componían la fauna doméstica que más se prodigaba en Elvira. Era tal el entusiasmo con que hablaban, que a veces lo hacían a destiempo y de forma algo atolondrada. Nada tuvo de extraño que más de uno se confundiera, ocasionando algún que otro equívoco o dislate entretenido. No está de más que en la escuela se produzca este tipo de situaciones tan descontroladas: es bueno en ocasiones que los alumnos se diviertan, intercambiando opiniones sobre cosas o hechos cotidianos; sería incluso muy rentable compaginar esta actividad con otras destinadas a un riguroso aprendizaje. Pero como iba diciendo, en medio de aquel desconcierto, más de uno acabó por confundirse y enredarse. Le ocurrió, por ejemplo, a Andrés, que se había olvidado de aclarar a qué clase de animal se refería. Todos pensábamos que aludía sin duda a sus perros, pues era ésta la especie de la que se había venido hablando hasta ese momento. “Todas las mañanas me despiertan con sus cantos”, había comenzado a decir con enfático acento, sin darse cuenta del error que cometía. Los demás nos miramos al principio asombrados, sorprendidos por aquel insólito disparate.
−Los cazó mi padre cuando eran pequeños –continuaba él su relato−; les compró una jaula con dos trapecios, una jaula preciosa, con los barrotes dorados. Ahora soy yo el encargado de cuidarlos. Comen alpiste, aunque lo que más les gusta es la lechuga… Yo creo que ellos me conocen: cuando llego de la calle, se ponen a cantar locos de contentos… Sí, no os riáis: preguntadle a mi padre si pensáis que os estoy mintiendo. Después me acerco y les digo algo, y ellos entonces empiezan a saltar de un lado para otro, se columpian en sus trapecios…
Todos, a estas alturas, atribuíamos aquellas acciones a los perros, lo cual era ya motivo de una continua y sonora carcajada; él, sin embargo, se mostraba cada vez más animado, convencido quizá de que aquella algarabía no se debía sino a la gracia que os hacían sus canarios. No era fácil, en tales circunstancias, contener la risa, pues los perros volaban, gorjeaban por las tardes, afilaban el pico en los barrotes, se sostenían de una sola pata… Ah, y por si no nos habíamos enterado, a sus perros les gustaba mucho la lechuga, y los huevos cocidos, y el pan mojado, como a las gallinas; porque él a sus perros los trataba con mucho cariño, pues los había cazado su padre cuando eran pequeños, y tenían una jaula con dos trapecios, y se columpiaban en ellos cuando él llegaba de la calle.

Les había contado una tarde a mis alumnos algo referente a mi pasado; lo había hecho un poco para distraerme, para que vieran cómo se había desarrollado mi vida hasta ese instante: a mí me gustaba de vez en cuando divagar sobre mis cosas, desvelar algunos de mi personalidad que de otro modo quedarían ocultos: estaba interesado en que mis alumnos supieran cómo había sido yo antes, antes de que ellos me conocieran, todos los pasos que había andado de pequeño, los disgustos que les causaba a mis padres, las travesuras que hacía en compañía de mis amigos, los juegos en que nos entreteníamos al salir del colegio, nuestros primeros desengaños… Les iba contando todo esto cuando me percaté de pronto de que en mi pasado había un asunto del que se podía hablar aquella tarde, un tema sobre el que yo nunca había con ellos reflexionado. Les dije que no era ya el mismo, que se había producido en mi vida un cambio decisivo, porque había vivido en una sociedad en la que estaba destinado a ser un hombre de prestigio; les conté que llegó un momento en que me harté de aquel mundo tan falso que me rodeaba, de los honores y lisonjas con que a menudo era recibido: fue el momento en que decidí cambiar de rumbo, escoger un camino que me condujera a un lugar donde yo pudiera ser aceptado de otra manera, donde no me sintiera obligado a realizar lo que los demás deseaban que hiciera, algo así como le había sucedido a Esteban, aquel pastor del cuento que un día salió de su aldea en busca de la persona con quien él soñaba. Les pregunté después a mis alumnos si en su vida había ocurrido alguna vez un hecho importante que ellos entonces recordaran. Uno dijo que la muerte de su abuela; otro, que la de su perro. Cuando le llegó el turno a Cecilio, al principio no contestó nada; se mostraba más bien indeciso. Pero cuando ya todos creíamos que aquel tema no debía de interesarle demasiado, levantó la mano para decir que a él sólo le importaba el futuro.
−Hay algo, sin embargo, que no olvidaré nunca −añadió−: el día que llegué por primera vez a esta escuela, porque de ella va a depender ahora mi futuro, de todo lo que aquí aprenda.
Les dije que era muy bueno que tuvieran algún tipo de ilusión, pues estaban en una edad en la que no dejan de concebirse grandes esperanzas, en la que uno sueña siempre con alcanzar aquello que se propone. Aproveché entonces la ocasión para preguntarles qué es lo que querían ser en el futuro, a qué profesión u oficio pensaban dedicarse.
−Yo, herrero, como mi padre –saltó Andrés.
−Yo, maestro –intervino Jaime, un niño bastante tímido.
−Pues yo…, no sé, aún no lo he pensado –dudó después alguno.
−¿Y tú, Cecilio? –traté de sonsacarle.
−Yo, escritor –respondió esta vez casi al instante.
−¿Por qué? –volví a interrogarle.
−Porque me gusta crear mi propio mundo, no el que ahora tengo o el que mis padres me entregaron, sino otro muy diferente, aquel que yo imagino y que quizá no está en ninguna parte.
−Me parece muy bien –proseguí yo, intentando disimular mi sorpresa−: es un oficio muy digno.
−Un oficio que me gusta mucho –porfió él.
−Como quizá ha insinuado Cecilio –expuse a continuación−, el escritor construye su obra con los materiales que la vida le proporciona, con todo lo que él observa o vislumbra en ella, a veces con recuerdos o sucesos que rescata de su memoria: son aspectos de la realidad en los que los demás no reparamos, con los que él sin embargo va configurando una historia, con unos hechos que se alejan de las cosas que nos pasan a diario y que al mismo tiempo las reflejan, porque lo que nos devuelve esa historia es una imagen muy aproximada de lo que hacemos, como si con ella recuperáramos una buena parte de lo que somos, quizá el lado más oscuro de nuestra conciencia, todas esas inquietudes o anhelos que condicionan nuestro modo de comportarnos… No sé si me entendéis. Trataré de explicarlo de otra forma, con un ejemplo que os resulte más sencillo: en más de una ocasión os he contado las aventuras de un personaje, de don Quijote de la Mancha. Su autor, Cervantes, lo ideó como un ente de ficción, engendrado por su extraordinario talento: por mucho que se diga, él no se había fijado nunca en ningún modelo humano de su tiempo; quiso más bien que fuera sólo eso, un personaje literario capaz de despertar el interés y la imaginación de sus lectores; sin embargo, a medida que leemos la obra, vamos comprendiendo que a lo que don Quijote acontece no está muy alejado de nuestros afanes diarios, quizá porque su autor, Cervantes, había proyectado en él su propia visión del mundo, aunque al principio no lo hiciera de una manera consciente. No sé si ahora me habéis entendido. Os podría poner algún otro ejemplo: esta tarde os he referido algunas anécdotas de mi infancia, con ellas he tratado de que conocierais un poco mi vida, las cosas que a mí me sucedían; por un momento he creído que era yo un personaje de mi relato, que no era a mí a quien me refería, quizá porque lo que hacía no era sino recordar cómo había sido yo en aquella época, una imagen que sin duda aparece distorsionada por la memoria. Es, como veis, algo fascinante; la escritura es un oficio que a todos puede interesarnos, un oficio muy digno, como le comentaba a Cecilio.
−Ojalá yo alguna vez pueda recoger todo esto en un libro –apostilló él al final de la clase.

Apenas hablaba; me escuchaba con mucha atención, como si no quisiera perderse ningún detalle de lo que yo le contaba. Había venido sólo a saludarme, me había confiado al principio. Mantenía siempre una actitud serena y reflexiva; de vez en cuando incluso sonreía, componiendo así algún gesto más distendido. Yo pensé que quizá hubiese cambiado de estrategia, pues en ningún momento me sentía acosado o interpelado por sus respuestas, como me había sucedido en el despacho de mi padre, cuando me vi obligado a contestarle en un tono que yo jamás hubiera deseado. Podía, en efecto, decir lo que se me ocurriera, exponer con libertad mis pensamientos. Habíamos salido a dar un paseo. La tarde era azul, eterna; el sol lucía en lo alto, inundando de claridad la vega. Abundaban en ella los verdes sembrados, los cuadros de hortalizas, las sombrías alamedas. Como en otras ocasiones, había norias que volteaban el agua con infinita melancolía, caminos que se alejaban y casi se perdían de nuestra vista. Se divisaba también desde allí el pueblo, cercado de bardales, recostado en la colina. En frente, sobre un accidentado terreno, se elevaba la sierra, espléndida, imponente, como una coronada muralla, como una repentina figuración de la tarde. Nos habíamos sentado a conversar en un ribazo, a la sombra de unos árboles. Por allí cerca discurría el agua de una acequia: el reflejo de la luz en sus ondas era un alfanje de plata, un alfanje abandonado entre los matorrales que crecían a sus márgenes… No sé, quizá él prefería dejar las cosas como estaban; le expliqué con qué intenciones había llegado a Elvira, hasta qué punto se habían cumplido mis deseos. Me di cuenta de ello mientras le refería algunas anécdotas: ahora todo tenía sentido, todo ocupaba un sitio determinado en mi memoria; tal impresión no era sino el resultado de un conjunto de experiencias, la culminación de un largo proceso del que yo me sintiera responsable; mi corazón latía henchido de gozo, como si hubiera alcanzado un estado del que jamás hubiera de distanciarme, en el que mi vida al final se viera justamente recompensada, igual que ocurría en la parábola de los talentos, aquella en que se premia a los siervos que han sabido multiplicarlos antes de que su señor les pida cuentas. Yo procuraba ceñirme a la realidad de los hechos, algo que para mí entonces resultaba muy complicado, pues no era raro que a mi relato añadiera con frecuencia una buena dosis de fantasía, como solía hacer a menudo cuando a mis alumnos les contaba cualquier historia que los divirtiera. Para mí Elvira se había convertido ya en un lugar para la ensoñación y el recuerdo, un lugar en el que yo había logrado multiplicar mis talentos antes de que alguien me pidiera cuentas, alguien como Alberto, que era a quien aquella tarde le refería estas cosas, aunque no sé si él las comprendía; a veces me miraba, en efecto, como si no entendiera el alcance de lo que le decía, la intención última con que le hablaba. A él le llamó la atención, sobre todo, el caso de Gregorio: le pareció un personaje peculiar, un héroe de nuestro romanticismo: aunque Alberto profesara ya otras ideas o creyera en un sistema de valores muy distinto, no cabe duda de que aún le atraían estos tipos legendarios, una costumbre que seguramente procedía de sus pasadas aficiones. Él, en efecto, no había venido a convencerme para que me fuera; ni siquiera lo intentó cuando le insinué la posibilidad de que todo hubiese cambiado, cuando le dije que mi vida ya no sería como antes. Permanecía mucho tiempo callado, con la mirada perdida en algún punto lejano del horizonte. El paisaje iba tomando a aquella hora una coloración violeta; las alamedas parecían manchas negruzcas entre los tonos apagados del ocaso; sólo se oía el rumor del agua en la acequia, un rumor que acentuaba el misterio y la magia de la tarde. Alberto tenía a menudo los ojos fijos en la luz que declinaba, sumido quizá en hondas cavilaciones. Yo esperaba que él en cualquier momento retomara la conversación mantenida en el despacho de mi padre; habría sido en esta ocasión un diálogo breve, exento de tensión y de sobresaltos. Hubo un instante al final en que creí que él lo intentaría, cuando comentó que nunca se sentiría a gusto en un pueblo; me dijo que no soportaría la soledad y el tedio de sus noches, que viviría deprimido en medio de la pobreza e incultura de sus gentes. Yo no sabía si aquello era un mero comentario un modo de que conversáramos sobre un tema que a mí podría involucrarme. Lo cierto es que aquel día no me atreví a declararle lo que sentía, porque consideré que era aún demasiado pronto para dar a conocer una resolución tan importante. Fue a las dos o tres semanas cuando le comuniqué lo que había decidido: regresaba a la ciudad para iniciar una nueva andadura, porque Elvira se había convertido ya en un lugar para la ensoñación y el recuerdo.
































VII



Sí, Elvira es ya un lugar para la ensoñación y el recuerdo, un pueblo claro donde los haya, tendido en el ala gris de una colina. Un pueblo antiguo, de hondas tradiciones, de atávicas costumbres. Sus inviernos, sin embargo, son más bien tristes: una lenta penumbra desciende sobre sus tejados, cubre de sombra y de silencio sus calles y sus plazas. En primavera, en cambio, todo adquiere allí una pureza insospechada, un vigor inusitado. No sé por qué recuerdo ahora aquellos años, acaso porque viví experiencias diferentes, experiencias que indudablemente escapan al curso normal de una existencia; acaso porque fue precisamente allí donde mi amor se realizó por vez primera. No hay día en que no rememore alguna anécdota, algún episodio de aquel tiempo: a menudo transito de nuevo por las calles de Elvira, recorro los caminos de la vega; ésta aparece ante mí tersa y limpia como entonces, como si emulara al mar y al cielo en esplendor y en belleza; me paro a descansar a la sombra de unos árboles, escucho el rumor del agua en las acequias, el canto indemne de los pájaros; a veces detengo mi mirada en un punto cualquiera, en el trazo azul de las alamedas, en el vuelo fugaz de una bandada de palomas. Otras veces asciendo por una tortuosa y empinada vereda, entre grises y soñolientos olivares. Desde lo alto de un collado, mi espíritu se reconforta con la contemplación de un panorama nuevo: se divisan a lo lejos las nevadas cumbres de la sierra, recortadas sobre el cielo sonrosado del crepúsculo; más abajo, al pie de unas colinas, alcanzo a distinguir la silueta de algunos edificios, de un contorno casi granate… Son experiencias que ahora ocupan un lugar destacado en mi memoria, y un flujo de ternura y de melancolía estremece mi ánimo: siento dentro de mí el latigazo de la nostalgia, sus bruscas pulsaciones. Y me he puesto también a reflexionar sobre los acontecimientos políticos de este verano, tal vez los últimos eslabones de una larga cadena de despropósitos y temeridades. Como si unas cosas se concatenaran con otras, he vuelto a oír el tremendo alboroto de los niños al salir de la escuela: como todas las tardes, disfrutando quizá de un merecido descanso, me he quedado un rato en la puerta mirando cómo se alejan. Poco después, en la esquina de una placeta, hablo con Octavio de un asunto que a los dos nos preocupa, del que él no deja de advertirme y aleccionarme. Escucho la voz dulce y tranquila de don Enrique, que me revela algo que yo desconocía. Noto cómo se enciende mi corazón en un frío atardecer de invierno: converso a solas con una muchacha en la penumbra de una calleja, una muchacha que luego sería mi esposa. De pronto, tengo la impresión de que alguien me vigila; parece como si una pesada sombra cayera sobre mí y me oprimiera, igual que suele ocurrir en algunos sueños de persecuciones y fugas presurosas; es una figura extraña que se oculta en los portales y que tiembla cuando paso; más tarde descubro que quien así me acechaba no era sino Leonor, que clava por un momento en mí sus ojos asombrados, antes de recitar unos versos que ella entonces recuerda. En el silencio de la noche pienso cómo sería aquel arrebatado poeta, el hombre que a ella la había enamorado; imagino que pasea otra vez por las calles solitarias, embutido en un largo gabán, con su rubia melena casi resplandeciente. Retrocedo aún más en la historia y asisto con perplejidad al regreso de Paco el Herrero, que aparece de pronto acompañado de una hermosa mujer: todo el mundo había confiado en él en otro tiempo; se esperaba que volviera coronado de gloria, avalado por sus triunfos; pero él ahora vuelve humilde y silencioso, como si regresara de un duro destierro. Otro día, un poco alarmado, me acerco al cancel de la iglesia para saber lo que allí ocurre: son las gentes del norte que vienen a repoblar estas tierras. Tengo ante mí a un labrador morisco que me instruye sobre los cultivos que más prosperan por estos pagos; me habla también de los trabajos de la siembra, de los sistemas de regadío. Escondido entre la maleza, observo cómo dos ejércitos enemigos se enzarzan en un encarnizado combate; mientras tanto, las luces de la vieja ciudadela árabe llamean a lo lejos encendidas. Embargado de emoción, paseo de nuevo por la vega: es una tarde soleada y tranquila del mes de marzo; predominan los verdes sembrados, las gráciles alamedas; los caminos están desiertos; al cabo de un rato, me encuentro por casualidad con un aldeano que me informa acerca de los últimos episodios acaecidos en Ilíberis; percibo entonces un ruido lejano que procede de las mismas entrañas de la tierra, es un ruido que en seguida se transforma en una sacudida espantosa; oigo un clamor de gentes que corren despavoridas, que gritan descompuestas. Llegan hasta mí unas voces que discuten en un lugar apartado de la vega: son las voces del tío Lucas y de Juan el Cabezón, que intentan dilucidar un problema que sólo a ellos les concierne. Un fuerte alarido restalla de repente en medio de la noche: es el alarido de Nicolás el Francés, que está a punto de arremeter contra unos intrusos a los que acusa de haberle robado el agua. Un grupo de hombres acampa en estos instantes en la plaza de la iglesia: dicen que vienen de los montes orientales de la provincia; se les ve fuertes, morenos, con el ceño un poco fruncido: son los segadores.
No sé porqué me fui, quizá porque estaba escrito en mi destino que me fuera, que emprendiera otras aventuras. No alcanzo a comprender por qué lo hice, por qué tomé aquella decisión tan precipitada. Quizá intuí que se había cerrado un período, vivido con intensidad y con apasionada entrega. Un nuevo día despunta: una oleada de luz penetra por el balcón e invade la estancia en donde me hallo. Cada mañana supone para mí un emotivo encuentro. Antes, cuando yo era joven, prefería sin duda los atardeceres, lánguidos y morosos, detenidos en una curva del tiempo. Ahora, en cambio, cada amanecer tiene para mí un valor simbólico: parece como si toda la Creación estuviera contenida en esos mágicos momentos, y siento entonces un hondo regocijo, una alegría muy saludable. Desde mi balcón diviso un panorama de sucios y decrépitos tejados, sobre los que una columna de pájaros se cierne a esta hora. Se escuchan ya los primeros ruidos: el traqueteo persistente de unos carruajes, la voz desangelada de unos transeúntes, las puertas y postigos que rechinan al abrirse o al cerrarse, el sonido del agua en las jofainas, la melancólica canción que alguien entona asomado a alguna ventana… Todo tiene un ritmo aprendido, un ritmo que se ha ido conformando a los largo de los años y que quizá permanecerá aún ligado a este sitio por mucho tiempo. A este panorama de sucios y decrépitos tejados, a esta habitación donde lentamente se consumen mis días… Sí, aquí a veces me distraigo escribiendo algún artículo o releyendo algunos libros que tenía olvidados. Ahora, en verano, me gusta deambular un rato por las calles, aunque hay momentos en que me agobia el ajetreo de la gente, ese animado bullicio que encuentro a cada paso. La civilización actual presenta un aspecto que a mí no deja de inquietarme: yo diría que se vive un poco de prisa, sin una conciencia clara de lo que se pretende; la verdad es que no sé en qué se fundamentan esas ideas de progreso que ahora tanto se difunden. Pero será mejor que abandone estas consideraciones y que retome el hilo de lo que estaba diciendo. Hay una plaza en la ciudad a la que yo tengo un especial cariño. Una abigarrada multitud se da cita allí por las mañanas: comerciantes que van y vienen, ensimismados en sus negocios; chumberas que invitan al cliente a probar sus productos; aguadores que portan sobre sus hombros las consabidas garrafas, anunciando su presencia con largos y sostenidos pregones; charlatanes y prestidigitadores que encandilan a su auditorio con toda suerte de discursos y parabienes. A todos ellos hay que sumar un buen número de ociosos y desocupados que caminan o pasean a su antojo. La plaza es grande y espaciosa. Sus edificios son altos y señoriales, de irregulares proporciones; en sus fachadas se muestra la impronta de este siglo, un siglo que todo lo iguala y que sólo aspira a la superación de los errores pretéritos. En un extremo se halla el viejo palacio arzobispal, una sólida construcción de estilo renacentista. A su lado se alinean unas pequeñas tiendas en las que se venden objetos diferentes, casi todos relacionados con el uso doméstico. Entre ellas se abre un estrecho y lóbrego pasadizo, a través del cual se accede a un antiguo mercado, una lonja que aún conserva el embrujo y el secreto con que fuera construida por los árabes. Hay en el centro de la plaza una fuente de piedra de un solo caño, y el agua al caer produce un murmullo incesante. Rodean la fuente unos tilos centenarios, unos tilos que endulzan el aire con el aroma que se desprende de sus ramas. Tiene la escena a menudo un singular encanto: parece una de esas pintorescas estampas en las que queda grabado el espíritu de una época. Fue precisamente aquí donde transcurrió gran parte de mi infancia. No es raro que a estas alturas evoque algunos momentos de mi niñez que creía perdidos, absorbidos por esa larga serie de acontecimientos que jalonan cualquier existencia. Es como si el tiempo se descorriese de pronto, compuesto de una sustancia maleable e inconsistente, aunque tal vez todo esto no sea sino una impresión pasajera, producida por un desajuste eventual de mis emociones. A veces pienso, no obstante, que se trata de una huida: ante la proximidad de la muerte, tiendo a refugiarme con frecuencia en mi propia memoria. Mi vida discurría entonces como un plácido sueño sin orillas: una vaga indolencia presidía mis actos. Muchas tardes venía a esta plaza a jugar con mis amigos, y todo era para nosotros nuevo y excitante en ella. Poco a poco fuimos acotando un territorio a nuestra medida. Llegamos incluso a establecer unas normas que regularan nuestros juegos, y al que osaba transgredirlas se le repudiaba sin demora, aunque muy pronto se le levantar la condena. La verdad es que aún no estábamos preparados para discernir lo que nos pertenecía: vivíamos inmersos en un mundo fascinante; buscábamos los ámbitos reducidos, los lugares más apartados. Solíamos reunirnos también una sombría plazoleta, a espaldas del viejo palacio arzobispal. Allí permanecíamos recogidos, escondidos tras las ramas de un alto magnolio; allí planeábamos nuevas aventuras, conspirábamos contra nuestros supuestos enemigos… Era un modo de entretenernos. Otras tardes íbamos también a una tahona que había muy cerca de donde nos encontrábamos, a la vuelta de una estrecha callejuela; comprábamos entonces tortas de hojaldre y azúcar, que era nuestra merienda preferida. El dueño, un tipo sin duda simpático y bondadoso, se mostraba siempre dispuesto a acceder a lo que le pidiéramos: permitía, por ejemplo, que entráramos en el obrador y que jugáramos entre los sacos de harina; a veces nos montaba a todos en una carretilla y con un fuerte impulso la dejaba rodar por un angosto pasillo. Pero a mí lo que más me agradaba de aquel sitio era el olor a pan recién cocido, un olor cálido, ancho, entrañable. Un olor que siempre ha despertado en mí alguna emoción especial, más intensa si cabe con el paso de los años. Sí, me veo ahora allí, en aquella vieja tahona, embadurnado de harina, escrutándolo todo con una curiosidad insaciable, escuchando a mi lado las risas desenfrenadas de mis compañeros. Sí, me veo otra vez charlando con Alberto de nuestras cosas, en un frío atardecer de noviembre. Caminábamos despacio entre las hojas secas, serios, parsimoniosos, con las manos metidas en los bolsillos, como si emuláramos a los mayores en sus ademanes y comportamientos. Los tilos aparecían envueltos en un halo de tristeza, con un temblor incierto en sus ramas desnudas. La luz, en esos instantes, agonizaba en los cristales de las ventanas, dejando en ellos reflejos de oro y de cobre. Una azulada penumbra descendía después sobre la plaza, mientras un rojizo resplandor continuaba aún prendido de alguna nube. A veces me quedaba solo, rezagado, seducido por el misterio y por la belleza del crepúsculo. Mi madre entonces venía en seguida a buscarme: ella apenas reprobaba mi tardanza; lo hacía quizá con un gesto un poco contrariado. Algunos días se me antoja que voy de nuevo abrazado a ella, regresando a casa por calles desiertas, casi abandonadas. A su lado me sentía más seguro, como si antes no hubiera sido consciente de las amenazas o peligros que me rodeaban. El recuerdo de mi madre me ha acompañado siempre; no sé si es normal que ahora la eche tanto de menos, que añore tanto su presencia, su poderoso influjo; quisiera volver a su regazo, percibir otra vez su aliento, la cadencia de su voz en mis oídos, la caricia de sus manos sobre mi pelo. Quisiera transitar con ella por la plaza, bajo la luz mortecina de un atardecer de noviembre. Quisiera regresar a aquella época lejana de mi infancia, pasear sigiloso entre los tilos centenarios, escuchar el murmullo de la fuente, contemplar los reflejos de oro y de cobre que se dibujaban en todas las ventanas. Quisiera ocultarme tras las gruesas ramas de aquel magnolio, quedarme allí para siempre, arrullado por el rumor del viento entre las hojas. Me gustaría también espiar las idas y venidas de algún anónimo transeúnte, pues era algo que Alberto y yo hacíamos con frecuencia, quizá porque nos atraían los tipos misteriosos, sobre todo si los veíamos descender de un oscuro carruaje o de una diligencia; les atribuíamos historias imposibles, peripecias interminables; eran hombres curtidos en la adversidad y en la desgracia, dotados de un espíritu indomable. Un día pudimos conocer de cerca a uno de ellos: llegamos incluso a intercambiar con él algunas palabras. Estaba ya anocheciendo; caía una lluvia menuda y continua. Había cruzado la plaza con cierta precipitación, con aire pensativo. Era joven, aunque a nosotros no nos lo pareciera, con aspecto de extranjero, los ojos azules, el pelo rubio y en forma de melena; vestía un gabán negro, de anchas solapas, algo anticuado quizá para aquel tiempo. Había pasado delante de nosotros con gesto preocupado; lo vimos desaparecer después entre la poca gente que en la plaza había. Atolondrados, ávidos de emoción, decidimos de pronto seguirlo. Sin reparar siquiera en lo que hacíamos, nos pusimos a caminar en la dirección que él había tomado. Según Alberto, debía de ser aquél un tipo extraordinario, un hombre que se dispusiera a cumplir una misión determinada, relacionada con algún secreto largamente mantenido. Poco después nos adentrábamos en una callejuela estrecha y solitaria, casi difuminada por la penumbra; en una esquina alumbraba un farolillo, cuya luz quedaba reducida a un halo tembloroso. Sólo se oía el repiqueteo constante de la lluvia en los tejados. Había portales oscuros, recodos poblados de humedad y de misterio. Cuando ya casi desistíamos de nuestra búsqueda, distinguimos a lo lejos la silueta de alguien que avanzaba hacia nosotros. Alberto y yo detuvimos entonces nuestro paso; permanecimos quietos, expectantes. Mi corazón latía con fuerza, a punto de estallar. A medida que se acercaba, aquella figura iba cobrando un contorno más definido, unas proporciones que antes no tenía; podía divisarse incluso su semblante, de facciones todavía un tanto confusas; se oían también sus pisadas, claras, persistentes. Era él, el mismo hombre al que nosotros andábamos buscando: reconocimos su gabán, su rubia melena. Sin embargo, esta vez retrocedimos: no reaccionamos como en otras ocasiones, cuando de pronto nos asustábamos y no nos atrevíamos a culminar nuestra aventura. Nos atraía el miedo, la posibilidad de vernos abordados por un sujeto tan extraño y que ya casi estaba a nuestro lado… Ahora, al recordar aquellos instantes, me he dado cuenta del parecido que tenía con Gregorio, con la descripción que de éste me proporcionara don Enrique: tal vez fueran la misma persona, algo que a mí no me sorprendería, después de todo lo que he presenciado a lo largo de mi vida; sin embargo, lo más probable era que se tratara de una mera coincidencia, pues la llegada de Gregorio a Elvira fue un poco anterior a los hechos que estoy refiriendo… “No os asustéis –nos dijo con la voz apurada de quien ha realizado un gran esfuerzo−. Yo no soy de aquí; estoy buscando a un señor que tampoco es de estas tierras, un señor muy importante; me han dicho que vive por alguna de estas calles. Quizá vosotros sepáis algo”. Parecía tímido: se había dirigido a nosotros con mucho respeto, desviando la mirada para que no nos sintiéramos cohibidos. Yo vislumbré en su rostro un gesto de tensión contenida, como si esperara ansioso nuestra respuesta. “No sabemos”, balbuceó Alberto. “Nosotros no conocemos a ningún señor tan importante”, intervine yo. “Perdonad que os haya molestado”, repuso él casi de inmediato, a modo de despedida. Lo vimos alejarse después por la calle en penumbra, como un espectro que regresara al mundo de las sombras. Al día siguiente les contamos a nuestros amigos lo que nos había sucedido. Alberto no dejaba de añadir nuevos episodios a su relato, que si aquel hombre nos había revelado un secreto inconfesable, que si nos había amenazado, que si buscaba un lugar seguro donde esconderse… A mí entonces no me quedaba más remedio que corroborar sus afirmaciones: a veces asentía, aportaba algún comentario, mencionaba cualquier detalle al que él no se hubiera referido antes… En la infancia, en fin, se miente demasiado: la realidad es sólo un pretexto, una imagen que luego se moldea y se transforma a nuestro antojo. Quizá también la vida no sea sino un engaño: todos cumplimos en ella un determinado papel, el papel que nos corresponde en este gran teatro del mundo… Pienso, no obstante, que este escepticismo es sólo fruto del cansancio, algo transitorio. Es posible que dentro de poco mi mente se despeje de nuevo, cuando salga otra vez a pasear por la calle: imaginaré que soy un niño y que camino con Alberto como antes… Recordar no es sino recrear el personaje que fuimos, la historia que un día protagonizamos, quizá porque lo que se vive resulta a menudo insuficiente, y por eso quizá también aparece después transfigurado en nuestra memoria, arrastrado por una emoción pasajera. Acaso el hombre no hace en su vida otra cosa: así, el niño en sus juegos reproduce sus experiencias. La muerte, por tanto, sería un punto sin retorno, a partir del cual ya nada se recuerda… La verdad es que me cuesta mucho ordenar mis ideas: estas que acabo de exponer han surgido un poco al azar, al hilo de mi discurso; constituyen un paréntesis en mi relato, una digresión tal vez incoherente… A cierta edad uno se vuelve más reflexivo. En mi caso, este cambio se produjo después de que regresara de Elvira, cuando me puse a meditar sobre el sentido de la vida, como si ya todo se hubiera acabado. Me sucedía igual que al capitán que después de una derrota decide abandonar las ramas: resignado con su suerte, comprende entonces que la existencia misma es una batalla perdida. Aunque no creo que sea ésta una comparación muy afortunada, contribuye al menos a sugerir el estado en que me veía: se había cerrado para mí un período importante, un período que habría de dar paso a otro distinto, y era normal que me sintiera desorientado y que incluso tuviera la impresión de que había dejado atrás algo que me pertenecía, algo que de pronto se me antojaba irrecuperable. De hecho, lo primero que hice, apenas hube llegado, fue saldar una deuda que de alguna manera había contraído con Elvira: solicité a las autoridades competentes la inclusión del pueblo en un plan nacional para el fomento de la instrucción pública, hasta entonces bastante desatendida; tras una serie de demoras y aplazamientos, al final me fue concedido lo que pretendía; después tramité un escrito para que mi casa no sólo se empleara como escuela, sino también como residencia del maestro que a mí me reemplazase. De vez en cuando volvía para charlar con mis amigos, y me informaba de todo lo que había ocurrido durante mi ausencia; era allí donde realmente descansaba de mis cotidianas tareas, donde mi espíritu vibraba de nuevo, reconfortado con la evocación de un pasado inolvidable. Al principio iba con frecuencia, casi siempre los domingos, que era cuando yo andaba un poco más desocupado. Creo que fue a partir de la muerte de Octavio cuando comenzaron a remitir mis visitas. Lo que me sucedió después entraría dentro de otro orden de cosas, porque se trata más bien de hechos de corte político; y si no hay circunstancias que me lo impiden, quizá algún día pueda recogerlos en una segunda parte de estas memorias. Discúlpeseme la falta de modestia si a continuación dejo constancia de algo de lo que hice: llegué a ser secretario de un juzgado, colaborador de periódicos, censor de libros, cronista oficial de la ciudad…, además de otros cargos y títulos honoríficos. Fui testigo de numerosos incidentes, me vi envuelto en episodios tumultuosos: a poco que lo intentara, reuniría sin duda un amplio anecdotario. Sin embargo, fue en Elvira donde yo realicé mi labor más meritoria. Quizá es ahora, en la vejez, cuando uno valora con otros criterios la vida: lo importante no es lo que de ella recibe, sino lo que a ella se le devuelve, y yo en aquel tiempo actuaba como si nada me perteneciera; es posible que lo hiciera de forma inconsciente, porque nadie es dueño de sus actos hasta que no los considera. Había decidido marcharme a Elvira porque estaba desengañado de la sociedad en que vivía; quizá contribuyó a ello mi espíritu rebelde y apasionado, imbuido de las doctrinas románticas que entonces se difundían. Me acuerdo ahora de una tarde de junio en que yo asistía con Alberto a una fiesta. Los dos habíamos finalizado ya nuestros estudios y de alguna manera celebrábamos también nuestra flamante licenciatura. El lugar era de una incomparable belleza, todo repleto de jardines y de una vegetación exuberante. Con mucho disimulo había logrado apartarme del grupo de invitados. Atravesé un sendero de tierra, flanqueado de arrayanes. Llegué después a una especie de explanada; indeciso, me acerqué a una balaustrada de piedra que había en uno de sus extremos, a la sombra de unos arbustos. Llamaba la atención desde allí la vieja alcazaba, envuelta a aquella hora en una luz extraña, de un tono quizá anaranjado; enclavada en lo alto de una colina, parecía como si de pronto surgiera de una ensoñación lejana, preservada del tiempo y de los límites razonables del espacio; completaba este panorama una sucesión interminable de collados y montañas, coronados por el cielo claro de la tarde. Enfrente de aquella colina, había otra de similar altura, en cuya cima me hallaba yo situado; las separaba un valle estrecho y sinuoso, por el que discurría un arroyuelo que casi se perdía entre las fragosidades y asperezas del terreno, entre las higueras y los espesos matorrales que nacían en sus orillas. Tenía ante mí un conjunto de tejados que casi se mezclaban y confundían. Divisaba desde allí los campanarios de las iglesias, las azoteas de las casas, los hondos callejones. A veces alcanzaba a distinguir también los aljibes de los huertos, algún patio encalado, alguna figura solitaria. Por todas partes asomaban oscuros cipresales, cargados de misterio y de medrosos presagios. A lo lejos, rodeadas de multitud de edificios, aparecían las torres de la catedral, enhiestas y majestuosas. Mientras miraba el paisaje, casi sin proponérmelo, me había puesto también a reflexionar acerca de mi vida. Pertenecía a una sociedad en la que sólo se valoraba a los individuos por su posición social o por sus capacidades de triunfo; licenciado en Leyes, yo era ya en ella un hombre de prestigio, recibido con toda suerte de honores y agasajos. Quería, además, intervenir en la política, una aspiración que no era muy común entre los jóvenes de mi tiempo, quizá por las dificultades y peligros que aquélla de continuo acarreaba. Estaba pensando en todo esto cuando sentí la mano de alguien sobre mi hombro. Era Alberto, que venía a decirme que me echaban de menos en la fiesta.
Fue después del verano cuando yo decidí marcharme: deseaba emprender algo diferente, algo que no tuviera como premio la gloria ni el reconocimiento de nadie.






























FINAL



“He de irme”, me repetía con insistencia. Asomado al balcón de mi dormitorio, miraba quizá por última vez aquel paisaje: collados azules, cerros plomizos, grises olivares… Me quedaba un rato observando los ejidos, las bardas de las huertas, los tejados de las casas, los sombríos callejones… Todo aparecía ahora cubierto de un fulgor amarillo, de un hervor suave. Bajo un cielo claro, casi transparente, cruzaba de vez en cuando una bandada de palomas; crujía el aire, henchido de rumores. “He de irme”, me decía de nuevo, como si aún no estuviera muy seguro de que lo hiciera. Faltaría a la verdad se declarara que en aquel momento no me arrepentía: me sentía de pronto acongojado, amenazado por un sutil remordimiento. Acudían a mi mente numerosos episodios, imágenes incompletas. Me acordaba de Dolores: era como si todo hubiera quedado impregnado de su memoria, traspasado por su aliento. Estaba tan emocionado que apenas lograba concentrarme en lo que quería: me había levantado aquella mañana con la intención de despedirme de mis alumnos, y aún no había hallado la fórmula más adecuada para hacerlo. Yo no sabía cómo explicarles las razones por las que me iba; era muy probable que ellos no las comprendieran; podía ocurrir incluso que reprobaran mi conducta, que consideraran injustificado todo lo que les dijera, que pensaran que los estaba engañando o que trataba de comprobar una vez más su entereza, la confianza que en mí tenían depositada. A don Enrique, sin embargo, no le había parecido descabellado lo que yo me proponía, porque era algo que él ya venía sospechando desde hacía mucho tiempo, a raíz de una conversación que mantuvimos después de la muerte de Dolores. “Lo llevabas escrito en los ojos, quizá en algún gesto extraño que componías”, se había atrevido a confesarme sin que yo se lo pidiera. Octavio, por el contrario, había reaccionado de una manera muy distinta. Le había dicho que en la vida a veces se abren muchos caminos y que uno siempre escoge el que mejor se adapta a sus condiciones; en mi caso, le expliqué, había escogido uno que se desviaría de aquel por el que hasta entonces había transitado; estaba convencido de que así retornaría al punto de partida, quizá porque todos alguna vez procuramos regresar a nuestros orígenes. Yo no quería comunicarle aún a Octavio lo que había decidido; se lo había insinuado quizá para que él poco a poco lo fuera entendiendo: era un modo de atenuar el efecto que mis palabras habían de causarle, una forma de mitigar la tristeza o el desengaño que probablemente sentiría. Sin embargo, él ya lo había adivinado: tapándose la cara con las manos, se puso a llorar desconsoladamente. “Haz lo que creas más oportuno”, consiguió decirme después entre continuos sollozos. Yo no podía por menos de recordar ahora el día en que llegué a Elvira: apenas me hube apeado de la diligencia, lo vi acercarse hacia mí humilde y sonriente, dispuesto a conducirme hasta la casa donde yo había de hospedarme. Recordaba también el instante en que tomé posesión de mi nuevo alojamiento, el inusitado interés con que escrutaba todas sus dependencias, la enorme ilusión con que me entregaba después a mis primeras tareas, aquellas tardes de lluvia que pasaba embebido en largas meditaciones… Todo aparecía ahora disuelto en una vaga lejanía, inmerso en un espacio misterioso. En cambio, aquel paisaje se presentaba a mi vista con una claridad precisa, y volvía a mirar los sombríos callejones, las bardas de las huertas, los grises olivares… la luz era una fina lámina de oro; se derretía la miel de la mañana sobre el fondo azulado de las colinas, sobre el sueño sin luna de las distancias. Tenía que ser breve, me decía: esta vez no emplearía un discurso brillante; evitaría los excesos, cualquier tipo de alarde expresivo: no, yo no podía actuar como esas personas que avasallan a quien las escucha, creyendo que es verdad todo lo que piensan: son personas a las que les sobran las palabras; les faltan las justificaciones. No, yo no debía ocultar a mis alumnos los motivos por los que me iba; estaba obligado a decirles lo que sentía, todo lo que de ellos esperaba. Y eso fue exactamente lo que hice. Había dedicado la jornada a analizar los errores y deficiencias que cada uno habría de ir corrigiendo y solventando en el futuro. Se habían producido aquel día ciertas irregularidades y distracciones que yo en otras circunstancias quizá no hubiera permitido: continuas interrupciones, jocosos comentarios, digresiones innecesarias… Cuando ya algunos se disponían a salir, pensando que ya todo se había acabado, con un gesto de la mano traté de indicarles que aún no había concluido la clase. Cecilio, que era a la sazón el único que atendía, les pidió encarecidamente a sus compañeros que guardasen silencio.
−Os quiero, os quiero como si fuerais mis propios hijos –había comenzado yo a hablar en ese momento−. Ya os dije esto en otra ocasión: fue después del cólera; es posible que no lo recordéis, aunque yo sé que tenéis buena memoria. Pues sí, os quiero… Os lo digo también ahora porque quizá sea ésta la última vez que esté con vosotros. Pero no os alarméis: yo me iré, y otro maestro vendrá a sustituirme, porque nadie es imprescindible en este mundo. Tal vez os preguntéis por qué lo hago. Es muy sencillo: he de atender otras obligaciones, emprender nuevos trabajos; ya os dije que yo vivía en una sociedad en la que estaba destinado a ser un hombre de prestigio; he decidido volver a ella, regresar al mismo punto del que había partido, quizá porque mi labor aquí ya está cumplida. A vosotros os ocurrirá lo mismo: algún día dejaréis el puesto que ahora ocupáis, abandonaréis la escuela, os casaréis, formaréis una familia… Es probable incluso que alguno continúe sus estudios, de lo cual yo me alegraría. Así es la vida: una sucesión interminable de acontecimientos, una serie ininterrumpida de actos que a veces condicionan nuestro futuro. Espero, en fin, que me comprendáis. Yo siempre me acordaré de vosotros, pues ésta ha sido para mí una experiencia inolvidable. Os prometo, sin embargo, que volveré a Elvira: puede que alguna vez me necesitéis… La labor de un maestro nunca termina: queda su mensaje, todo lo que él transmitiera a sus alumnos. Por eso, antes de despedirme, os voy a dar un último consejo: lo que el destino os tiene reservado no se halla en ninguna parte; está dentro de vosotros mismos; buscadlo.
No dijeron nada; acataron mi decisión con cierta naturalidad, como si fuera una orden que hubieran de obedecer y cumplir con resignación. En sus ojos, no obstante, vi brillar quizá algunas lágrimas.

No, nunca será la muerte como los hombres dicen, nunca será como ellos piensan. Quizá se trata de una pregunta que no tenga respuesta, como ya apunté en otro lugar de este relato. Tal vez el hombre es un ser que sólo afronta su destino cuando sufre, cuando las circunstancias en que vive lo desconciertan. La verdad es que no sé a qué se refería exactamente Gregorio cuando escribió aquel verso. A veces creo percibir en sus palabras un tono de reproche, una especie de queja que no se hubiera atrevido a formular siquiera, un modo de rebeldía contra una sociedad que posiblemente él repudiara. Otras veces es una frase extraña, inducida por algún oscuro arrebato. Con la muerte acaba la vida, es un hecho evidente, un hecho al que cualquiera en este mundo habrá de doblegarse; pero quizá no era a esto a lo que se refería Gregorio, sino a otra clase muerte, a aquella que se intuye casi a diario, como un presentimiento que nunca nos deja, una sombra que nos acecha detrás de cada sueño, un sueño que nos aproxima a un final ingrato. Tal vez por eso nos refugiamos a menudo en el pasado, tratando inútilmente de alejarnos de una dura realidad que no nos satisface. Tal vez por eso he recordado hoy una escena que se repetía bastante en mi infancia y que yo casi daba ya por perdida.
Todas las tardes, en otoño, podía verse en una esquina de la plaza. No sé qué es lo que a mí y a otros niños más nos atraía, si su figura o la música tan extraña que tocaba. Es probable que fuera también el sitio, el encanto que para nosotros tenía el lugar aquel de la plaza, bajo un sol que poco a poco agonizaba entre las ramas casi desnudas de los tilos centenarios. O quizá todo, un cúmulo de sensaciones que despertaban en nosotros una emoción entonces insospechada. Lo cierto es que todas las tardes, en otoño, acudíamos solícitos a escucharle. Nos llamaba la atención su bigote, un bigote tan largo y espeso que casi le ocultaba toda su boca. Tenía también unas cejas muy pobladas, los ojos hundidos, la nariz grande y algo respingona. Vestía en aquel tiempo una levita estrecha y raída, con un sombrero casi siempre ladeado en la cabeza. Antes de tocar su flauta, nos miraba un rato con gesto distraído, como si no nos viera. Después, cuando sonaba su música, éramos nosotros quienes nos quedábamos maravillados. Se escuchaban unas notas lentas, unas notas melancólicas que endulzaban la tarde, el rincón aquel de la plaza, el vuelo fugaz de las hojas que una ráfaga de aire arrancara de los árboles. Mientras esto ocurría, la luz, antes amarilla, se volvía de un color más apagado, dejando algún pálido reflejo en los tejados o en los balcones de las casas. Como ya he dicho, había en aquel músico callejero algo que nos atraía, quizá un mundo lejano que en él intuíamos, el sueño de otra vida que oscuramente anheláramos. Me acuerdo ahora de aquella escena como si la estuviera viendo; me acuerdo de aquellas notas lentas, una melodía que suena ya para siempre en un otoño que parece detenido en un ángulo de la memoria, mientras las hojas caen de los tilos bajo una luz que se ha tornado casi violeta. Son retazos de un tiempo antiguo que en mi alma nunca termina, instantes que ahora se confunden con las imágenes que me depara este mes de septiembre que apenas ha comenzado: asomado al balcón de mi gabinete, observo el ajetreo de la gente que pasa por mi calle, algún corro de mujeres que volvían del mercado, el febril entusiasmo con que un grupo de jóvenes celebra la llegada de un lujoso carruaje; diviso a lo lejos las torres de la catedral, cubiertas a esta hora de un resplandor muy suave. Todo sigue igual; noto quizá en los árboles un brillo más atenuado. Septiembre fue también el mes en que yo llegué a Elvira, hace ya muchos años… Un pueblo claro donde los haya, tendido en el ala gris de una colina, un pueblo de atávicas costumbres, un lugar que permanecerá para siempre ligado a mi recuerdo, quizá porque fue allí donde encontré el único amor de mi vida, el único imperecedero… Es a ella, a Dolores, a quien debo este consuelo que al final me queda. Es a ella a quien quisiera dedicar este largo relato que ya concluye. Sí, aunque hace ya muchos años de aquello, a veces imagino que continúa a mi lado, escrutando cada uno de mis actos, tratando de adivinar lo que pienso. Sí, es a ella, sin duda, a quien recordaré cuando la hora de mi muerte se aproxime, cuando al fin comprenda que todo aquí ya se ha acabado.