La literatura es siempre magia

En la literatura todo se desvitúa y desrealiza para tomar un aspecto nuevo, para que lo que en ella aparezca nos invite a soñar. Es su principal propósito; si no se cumple, se convierte en un mensaje huero, en un insulso planteamiento. La vida en ella llega a su plenitud, pues lo que se sueña es lo que pervive, lo que se resiste a sucumbir.







lunes, 12 de agosto de 2013


Los pobres

1

Repasaba una vez y otra la figura de barro que acababa de formar, trataba de corregir determinados puntos, de encajar bien la cabeza en el tronco; con sus manos, sucias de polvo, reducía pequeñas protuberancias, daba mayor amplitud a los brazos, demasiado pegados al cuerpo; con un palito de madera, había conseguido modular las facciones de la cara, los agujeritos de los ojos, el perfil de la nariz, la raya diminuta que representaba la boca. Tanto era el parecido con el natural que se sentía muy satisfecho de su obra; nunca había logrado nada tan completo. Para que se secara, dejó la figura sobre una piedra. Mientras la miraba, volvía a amasar en sus manos un puñado de barro; el barro era ahora algo más duro que el anterior, de una textura distinta. A veces se sorprendía de sus hallazgos; a Juanito, con siete años, le gustaba mucho moldear aquellas figuras; se imaginaba que cobraban vida y que actuaban como él quería, aunque su ilusión duraba poco, pues el barro enseguida se endurecía y lo que él había creado con tanto esmero se iba deshaciendo. El lugar en el que Juanito se entretenía con estos juegos era un balate que había a un lado del cortijo donde él vivía con tu tío. Para un niño de su edad, era aquel un sitio ideal para dar rienda suelta a su fantasía. El balate era de tierra, por lo que solía haber en él mucho barro después de las lluvias.
Juanito pasaba muchas horas solo. Su tío salía todas las mañanas en busca de comida y no regresaba hasta muy tarde, a veces bastante aturdido por el vino. Se había quedado a vivir con él después de que su madre muriera de unas fiebres turbulentas. El padre, por desgracia, también había fenecido en los comienzos de la guerra: según algunos testimonios, había sido fulminado por un obús en uno de los primeros combates en que había intervenido. Tenía solo tres años cuando el tío, compadecido de su orfandad, se encargó de él. De su padre, como era natural, Juanito no recordaba nada; de su madre, en cambio, a veces evocaba algo, alguna imagen imprecisa. Él se había acostumbrado ya a estar bajo la tutela del tío, aun cuando este no le prestara las atenciones que él necesitaba. Lo quería porque era su única compañía, porque por las noches compartía su misma estancia mientras dormía, porque en algunas ocasiones llegaba incluso a ser comprensivo con lo que él estuviese haciendo.
El cortijo en el que los dos vivían estaba medio derruido. La parte de atrás era ya una porción de escombros, entre los que crecían jaramagos y abrojos. Únicamente estaban en pie tres habitaciones: dos en la planta baja, con la mayoría de las baldosas levantadas, y una en la planta alta, que les servía de dormitorio, con muchos resquicios en la techumbre, por los que en los días del invierno penetraban unos agudos alfileres de frío.
La mañana en que Juanito había realizado su obra perfecta era una mañana soleada y tibia del mes de marzo, con azules de cielo muy limpios. Desde allí, desde donde él se encontraba, se observaba un hermoso panorama. El cortijo se hallaba en medio de una sierra, en un paraje que estaba poblado mayoritariamente de olivos y de almendros. Se veían las elevaciones de la sierra, de una piedra grisácea y rugosa, con algunas zonas cubiertas de espesos pinares. A lo lejos, en la dirección contraria, se adivinaba el verde paraíso de la vega, dividido en cuadros diminutos de tierra de labranza, con manchas verdinosas de choperas que se recortaban sobre el azul de las distancias. El pueblo más cercano, al que pertenecían aquellos términos, estaba como a una media legua de allí: desde el cortijo no podía verse, pues se hallaba al otro lado de la sierra, al pie de una colina.
Juanito, ese día, estaba algo preocupado por un suceso que podría cambiar nuevamente su vida. El juego, en el que había estado embebecido durante un buen rato, le había hecho olvidar lo que le sucedía. En cuanto dejó de jugar, regresó a él la inquietud que tanto pesaba en su alma. Un señor, al que no conocía, se había presentado cierta mañana en el cortijo, a una hora en que su tío no estaba. Habló con él de lo que hacía y de las circunstancias que concurrían en su vida. Era un hombre alto y rubio, muy bien vestido, con empaque de abogado o de algo por el estilo. Al enterarse de que el tío se iba del cortijo a una hora muy temprana en busca de comida, apareció otro día antes de que amaneciera. Su propósito no era otro que llevarse a Juanito a un internado, donde a buen seguro vivíría mejor y podría relacionarse con otros niños; era tanta la soledad de aquellos sitios que no le convenía permanecer más tiempo en ellos, pues estaba irremisiblemente condenado a la miseria. El tío, llevado por un inusitado impulso, accedió curiosamente a su propuesta, y acordó con aquel señor la fecha en que Juanito habría de ingresar en el internado. La fecha estaba ya tan próxima que al interesado no podía ya írsele de la cabeza.
Su tío regresó antes de lo acostumbrado, quizá porque se esforzaba por mostrarse más atento con el sobrino en la víspera de su partida. Regresó con una cesta de huevos y un par de lechugas que un amigo generosamente le había donado. Su tío era, al contrario de aquel hombre, un tipo bajo, con la cabeza muy grande, los ojos negros, de un mirar contrito. Tenía, en consonancia con su figura, un bigote ancho, con las guías hacia arriba.
Comieron tío y sobrino de aquellas provisiones. Por la tarde, este volvió a enfrescarse en sus juegos, quizá movido por un deseo inconsciente de huir de la amenaza que sobre él ya se cernía. En este caso, su entrenimiento consistió en formar un riachuelo que se deslizaba por la pendiente del balate: con sus manos trazó un pequeño cauce en la tierra y con el agua de una fuente cercana, transportada en un botijo, consiguió crear una corriente, en la que dejó caer unos palos y unas hojas para que navegaran por ella. La operación la repitió varias veces, hasta que se cansó de dar viajes a la fuente. Después jugó con unos gatitos, que se refugiaban tras la empalizada de una cerca.
Cuando la tarde encendía de naranja el cielo, volvió al cortijo, donde el tío dormitaba, recostado en una vieja hamaca. Como sabía que no le gustaba que lo despertasen, permaneció en silencio a su lado, hasta que vio que despabilaba sus ojos. Entonces emprendió con él un breve diálogo, en el que quiso recordar los detalles de su partida.
-Don Antonio vendrá por ti a las ocho de la mañana; te llevará en su coche a la capital, donde está el internado; allí tendrás que quedarte hasta el verano, te pondrán ropa nueva, irás a la escuela, donde aprenderás todo lo que aquí será imposible que aprendas -le recordó el tío.
-Allí tendré muchos amigos -añadió Juanito, a quien no se le olvidaba ningún dato.
-Comerás todos los días pan blanco y un plato caliente -continuó el tío, para quien la comida era un asunto muy importante.
-Allí no podré jugar como aquí -se quejó tímidamente el sobrino.
Por la noche, Juanito no podía conciliar el sueño. En su mente, aparecían varias imágenes confusas que acrecentaban su inquietud. Con gran sigilo, se dirigió al balcón y entreabrió los postigos para mirar los alrededores del cortijo, deseoso de encontrar en ellos alguna novedad que trastornara los planes previstos. Como le había ocurrido otras veces, creyó ver entre los olivos una sombra furtiva, quizá la sombra de alguien que trataba de transmitirle un mensaje. En su imaginación, él se figuraba que era su madre, que regresaba del mundo de los muertos para hacerle una visita; aunque no recordaba nada concreto de ella, se la representaba como una mujer valiente, capaz de realizar los mayores sacrificios por su hijo. Un amor repentino se removía entonces en sus entrañas.
Por la mañana, antes de las ocho, tío y sobrino estaban ya a la puerta del cortijo, a la espera de que llegase don Antonio: aquel, muy estirado, retorciéndose de vez en cuando las puntas de su mostacho; este, vestido con ropa limpia, bien sujeta la camisa con un cinturón de cuero. Don Antonio no se hizo esperar; era un hombre correcto y ceremonioso, de modales exquisitos. Su labor de secretario en el ayuntamiento había contribuido a modelar su espíritu, a hacerlo más servicial de lo que hubiese sido. Llegaba en un coche que conducía un chofer del ayuntamiento, con el que tenía al parecer bastante familiaridad. Después de un respetuoso saludo, don Antonio se dirigió al nuevo pupilo del internado, que continuaba muy serio, con un hatillo de ropa de repuesto colgado de un hombro.
-Debemos irnos -dijo con voz afable el secretario del ayuntamiento.
Juanito no contestó; en aquel momento no podía hacerlo: se le habían agolpado en el pecho tantos sentimientos de rebeldía y de rabia que no era capaz de hablar. Miró a don Antonio con gesto contrariado, como si viera en él a un horrible verdugo. El chofer, al observar que no se movía, fue hasta él y le dio un breve empujón para que se dirigiera hacia el coche. El tío también lo intentó, conminándolo a andar con una mirada de reprobación. Él se resistía: en aquel instante se negaba a dar el paso que se le pedía; no podía abandonar aquel sitio, aquel cortijo en el que tan feliz había sido jugando con sus figuras de barro y sus simulaciones de río, con sus gatitos y sus visitaciones nocturnas. Los dos, el chofer y el tío, trataron de obligarlo de nuevo, esta vez de una forma más terminante, agarrándolo de los brazos para llevarlo a la fuerza hasta el coche. Al verse impelido, él comenzó a patalear y a exhalar estremecedores gemidos. Don Antonio, a cierta distancia, contemplaba la escena con gran asombro, muy impresionado por la actitud del niño: él, que era de ánimo sereno, veía cómo este se alteraba ante lo que estaba presenciando, cosa que no le había ocurrido más que en determinados momentos; él nunca hubiera imaginado que el niño se resistiera a abandonar un lugar que no reunía las condiciones para que fuera feliz; era probable que por hacer un bien estuviera cometiendo un mal a aquel ser inocente que no quería irse de allí. Lo tuvo entonces muy claro; con el mismo gesto de aplomo que lo caracterizaba siempre, dijo:
-Juanito no se marchará de aquí: se quedará con su tío en este cortijo, donde tendrán los dos todo lo que les haga falta para vivir; yo mismo me comprometo a traérselo. A cambio, Juanito habrá de ir todos los días, acompañado de su tío, a la escuela del pueblo, donde será muy bien atendido por don Anselmo, el maestro.
Juanito expresó su asentimiento con repetidos movimientos de la cabeza, al tiempo que se enjugaba las lágrimas con los puños. El tío, íntimamente conformado con aquello, manifestó su acuerdo dándole un cariñoso tirón de orejas al niño.

2


Todos los amores imposibles tienen un final esperado, que puede ser más o menos dramático. En el caso del mío, concurrieron circunstancias o condiciones que lo determinaron desde el principio, aun cuando a veces no se creyera que pudieran ser tan decisivas. Para que se comprenda, es necesario que lo cuente desde el inicio, aunque para conseguirlo será mejor que lo haga desde la posición del otro, de quien fue en realidad el sujeto que propició esta historia.
Debo decir ante todo que yo soy hija de un rico hacendado, con propiedades en una villa del sur de España. Era la mayor de cinco hermanas, por lo que ocupaba un lugar privilegiado en la sucesión de aquellas posesiones. Tenía, cuando principiaba la historia, dieciocho años; era, además de rica, bastante agraciada en lo físico, según los halagos y piropos que había recibido desde pequeña. Aunque había tenido algunos pretendientes, ninguno me había atraído hasta entonces lo suficiente, sin duda porque no había llegado aún la hora de enamorarme. Lo hice de repente, de un modo brusco y desproporcionado, con una fuerza que para mí era desconocida. Quizá tenga un espíritu demasiado soñador, aunque no lo parezca.
Decía antes que iba a intentar contar este caso desde el punto de vista del otro. El otro era un joven de la villa, apuesto, de elegantes maneras y disposiciones. Lo único que para mí lo hacía diferente era su pobreza. Sí, Manuel era pobre, vivía a duras penas; si no hubiera sido por los trabajos que de vez en cuando realizaba en el campo, algunos de ellos en las mismas fincas que regentaba mi padre, posiblemente no habría podido escapar a la miseria.
Manuel era alto, de tez morena, con los ojos verdes y rasgados, con una sombra de bozo siempre pintada en sus mejillas. En cuanto lo vi, un día que había procesión en el pueblo, puedo decir que me prendé en él. Fue una mirada suya la que provocó mi desconcierto, la que despertó en mí una pasión ciega que no podía contener. Yo no sé lo que noté en ella, tal vez un nuevo modo de mirar, una manera distinta de fijarse en mí, de penetrar en mi interior. Durante el tiempo que estuvo mirándome, yo tuve la sensación de que volaba hacia él y de que me atrapaba como a un ave que cayera en su poder.
Las cosas sucedieron después de una forma que parecía inevitable, como si obedeciesen a un destino al que no pudiesen sustraerse. Él, que no había pasado de ser un humilde jornalero, se conviertió pronto en mi elegido, en la persona con la que yo creía que podía unirme algún día. Aunque salía muy poco, él hacía todo lo posible para verme: con el instinto que la propia naturaleza le había proporcionado, consiguió ingeniárselas para encontrarme en la calle, con algún pretexto que no era fácil de creer.
Todos estos encuentros se fueron convirtiendo en algo habitual: hablábamos a veces en privado, en el secreto de alguna rinconada o de algún recoveco del pueblo, donde nadie podía aparecer; otras veces, afectando cierta naturalidad, lo hacíamos en público, a la vista de todos, como si se tratara de algo casual. Manuel, poco a poco, me fue enamorando cada vez más: aunque no me regalaba nada por falta de dinero, resultaba un tipo bastante obsequioso, como así se manifestaba en las ganas que siempre tenía de agradarme, de hacerme feliz a pesar de las limitaciones con las que él se encontraba.
Sería difícil expresar lo que sentí cuando me besó por primera vez. Aprovechó que yo había salido con mis amigas para seguirme sin que nadie lo notara, a una distancia que nunca podía parecer sospechosa. Como hacía buen tiempo, cruzamos los límites del pueblo para pasear por la vega. Era una tarde muy plácida de mayo, con cierto airecillo suave que atenuaba el calor que había hecho antes. Sobre los campos se derramaba un sol de oro, con regueros de luz resplandeciente que discurrían por las hazas, casi todas revestidas de verde, de un verde que se volvía azulado en las choperas, recortadas sobre un coro de colinas apelotonadas. La sierra, al fondo, se elevaba como una inmensa balconada, de la que colgaban los blancos pendones de las nieves. Manuel, que conocía muy bien la vega, tomó un atajo para presentarse ante mí en un momento en que yo me había desligado de mis compañeras. Lo había hecho con soltura, con la misma disposición con que él lo ejecutaba todo. Tuve la impresión de que aquella situación ya la había vivido, quizá porque la había deseado tanto que en algún sueño se me había aparecido. "No puedo pasar ya más tiempo sin ti -me dijo-; te he seguido solo para verte". Yo no supe qué responder, balbuceé algo, tal vez palabras incongruentes. Él sonrió, como si le agradara que yo me pusiera tan nerviosa. Estaba muy guapo aquel día, aunque es posible que esta opinión mía fuera también efecto de la enorme sorpresa que su aparición me había causado. De pronto, sin que yo lo esperara, con la misma osadía con que me había abordado, me dio un beso en los labios. Fue un contacto dulce, muy tierno, que produjo en mí una emoción muy intensa, cuya huella nunca se podrá borrar. Es difícil, como decía, traducir con palabras lo que se siente. Desde aquel día todo cambió para mí: una ilusión loca me asaltó, un deseo constante de estar junto a él, de penetrar en sus pensamientos, de confundirme con ellos como si yo fuera solo una imagen ideal que se instalara en su cabeza. Me había enamorado de él: era una pasión íntima que solo deseaba compartir con quien la había ocasionado. A Manuel debió de pasarle lo mismo: se le notaba que me quería en la forma que tenía de mirarme, como si no hubiese nadie más en el mundo que yo. El amor nos hizo creer a los dos que habríamos de vivir siempre juntos y que nada se podría oponer a nuestra felicidad. Fue un tiempo venturoso, un tiempo de citas nocturnas y de conversaciones secretas, con besos que dejaban en nuestros corazones un prolongado deleite, un ardoroso desasosiego que no nos permitía estar ya el uno sin el otro, con abrazos que refrendaban nuestra necesidad común de estrechar aún más nuestras voluntades. "He aprendido a ser feliz contigo", me decía a menudo él. Había aprendido a olvidarse de su mundo para vivir solamente en el mío: su felicidad, como la de cualquier amante, consistía en una entrega sin condiciones, en un abandono completo en el ser del otro, en el ser por el que únicamante merece la pena ya vivir. Manuel no le hacía ya caso a su pobreza, ni a cualquier otra circunstancia que limitase su vida: el amor le ayudaba a superarla, le ayudaba a trasladarse a un estado beatífico en el que no existía el mal. No sé lo que duró aquel tiempo, tal vez solo unos días, aunque por la intensidad con que lo vivimos hoy creo que tuvo el atributo de lo eterno. Concluyó cuando mi padre, por vía de unos vecinos, se enteró de nuestras andanzas. Con el recato que requería el asunto, me habló en privado de lo que él pensaba acerca de nuestra relación. La tildó de disparatada y de desproporcionada para los dos: en una sociedad como la de comienzos del siglo XIX, no se veía bien que se juntasen dos individuos de clases tan diferentes, de medios tan radicalmente distintos; Manuel, según mi padre, pertenecía a la clase más deprimida, en la que siempre prevalecían los instintos del más bajo jaez; yo, en cambio, era de una posición infinitamente superior, de una familia que estaba incluso emparentada con la nobleza. Tales diferencias hacían imposible que nos entendiéramos; era, según mi padre, una monstruosidad todo lo que hasta ese momento habíamos intentado, todos los encuentros que habíamos tenido en secreto. Debíamos cortar nuestra relación si no queríamos provocar un escándalo; si continuábamos con ella, podría convertirse en un auténtico oprobio para la familia, en una afrenta que nunca podría repararse. De alguna manera, ya lo era, me aseguró con severidad mi padre: era un rumor que corría entre las gentes; para que ese rumor no creciera, estaba yo a tiempo de cortarlo, así que me conminó a hacerlo, a romper de inmediato con Manuel, con el hombre a quien yo más amaba en el mundo.
Fue terrible la decisión: yo era muy joven, y no era capaz de calibrar en su justa medida lo que me ocurría. Tenía que someterme a un dictado social, doblegarme a una voluntad que estaba por encima de la mía. Se me obligaba a hacer un enorme sacrificio: yo no podía renunciar a mis sentimientos, a los sentimientos nunca se renuncia, aparecen o desaparecen movidos por un misterioso designio, son independientes de la razón o de las condiciones a las que se apela para inducirlos. Con la voz ahogada por la intensa congoja que me afligía, se lo hice saber a Manuel, le conté todo lo que me había dicho mi padre. Él me escuchó con atención, luego permaneció en silencio un rato antes de responderme. Casi sin mirame, me dijo que debíamos acatar el criterio de mi padre. "A los pobres también se nos niega el amor", añadió con la voz apagada, como si hiciera un gran esfuerzo para hablar.
Durante algún tiempo, dejamos de vernos. La ausencia despertó en mí una pasión desmedida: comprendí que nunca el amor es más grande que cuando se enfrenta a circunstancias que lo limitan. Era una herida que no paraba de sangrar, una llaga que no podía restañarse sino con la presencia del ser al que más seguía quieriendo. La nostalgia me consumía, una nostalgia sin límites, un deseo impetuoso que naufragaba una y otra vez en el incomensurable mar de las dudas.
Manuel apareció una noche. Una criada, confidente mía, me dijo que me esperaba en el corral, cuyo portón ella misma le había franqueado. Era verano. El cielo estrellado y los cálidos aromas que circulaban a aquella hora, procedentes de los jardines más próximos, arropaban el encuentro. Lo noté más serio que antes, como si la ausencia lo hubiera distanciado inevitablemente de mí. Fue una impresión tan solo, fruto de aquel inopinado momento. Llevaba la camisa desabotonada, por cuya abertura se derramaba su pelo abundoso.  Después de un tímido abrazo, nos pusimos a hablar de lo nuestro. Me confesó que me quería más que antes y que no se hacía a la idea de que no pudiéramos vernos. Yo le confesé lo mismo, y le di un beso; era la primera vez que tomaba la iniciativa, se lo di de repente, por puro impulso, por pura necesidad de manifestar con aquel beso lo que sentía.
Nos vimos más veces, siempre a escondidas, amparados en la complicidad que nos brindaba la criada. Había algo que no podíamos aplazar, la profunda pasión que nos unía. Duró aquel otro periodo varias semanas, hasta que mi padre, con el celo que ya lo corroía, volvió a percatarse de nuestra relación. La consideró como un intolerable desacato, del que habíamos de dar tarde o temprano cuenta, como así me lo dijo la noche que estuvo conmigo reunido. Casi me amenazó para que no volviera a verme con Manuel: me aseguró que nos espiaría y que si incurríamos en el mismo pecado tomaría muy duras medidas. Aquello me arredró bastante. Se lo comuniqué a Manuel. Manuel, desde entonces, se tornó taciturno y reservado. Sus besos ya no tenían el sabor de antes; ahora había una distancia entre él y yo que los hacía distintos. Nuestros encuentros fueron haciéndose más esporádicos; Manuel me dijo que se sentía vigilado y que en ocasiones creía que lo perseguían. Yo, cuando pensaba en él, me lo figuraba en la casucha donde vivía con sus padres, en las afueras de la villa. Me lo representaba en un cuarto angosto, sentado en el borde de su catre, apesadumbrado por presagios oscuros, por pensamientos que no hallaban ningún alivio. Toda su esperanza se había desvanecido: como él me había dicho, para los pobres tampoco estaba hecho el amor. Se sentiría desgraciado, condicionado por un destino que lo obligaba a renunciar a sus sueños, a aceptar una realidad en la que siempre había de estar confinado.
El día de nuestra última cita, había llegado algo más resuelto que en encuentros anteriores. Yo, que tanto lo había observado por entonces, me apercibí enseguida de ello, aunque no pude adivinar lo que motivaba aquel cambio. Lo supe en el curso de nuestra conversación, cuando él se atrevió a hablarme de una forma más decidida. "He pensado mucho en todo esto", me dijo con cierta calma, como si hubiese estudiado muy bien lo que me tenía que decir. Yo le acaricié la mejilla, le atusé el pelo en señal de atención. Manuel sonrió levemente, como un gesto que él tuviese reservado para mí. Después habló con voz que no parecía ya la misma: "Nuestro amor nunca morirá, pero para que tú puedas vivir en paz yo me tengo que separar de ti", me dijo.
Tras aquella resolución, ya nada podría ser igual. Como he dicho al princpio, los amores imposibles tienen siempre un final esperado, un final que puede ser más o menos dramático. En nuestro caso, tuvo sin duda carácter de tragedia. Manuel, quizá desesperado, se alistó en el ejército que se preparaba en el sur de España para combatir contra el invasor. La guerra, como un mal también inevitable, comenzaba a extenderse por el país. Manuel, llevado por el despecho que sentía, quiso participar en ella. Su destino de pobre y de amante contrariado no podía tener otro fin: en uno de los primeras escaramuzas en las que intervino, una bala lo derribó.
La noticia de su muerte no fue para mí ninguna sorpresa: era una fatalidad casi anunciada, un desenlace que yo oscuramente había temido. La punzada de dolor que experimenté fue, no obstante, tremenda: a pesar de la distancia que ya nos separaba, yo me seguía sintiendo unida a él. Como él había afirmado el día de nuestra última cita, nuestro amor nunca moriría. Las riquezas del mundo a mí ya no me interesan. Cuando yo también abandone esta vida, me volveré a unir con Manuel. Es lo único que a mí me importa. En la otra vida, no habrá diferencias ni estados que impidan que nuestro amor por fin se cumpla.

3


Siempre lo había visto al pasar en distintos puntos de la calle, unas veces sentado en el tranco de una puerta, otras caminando con mucha prisa por la acera, a menudo parado en una esquina, a la espera de abordar a alguien que le pudiera dar unas monedas. De vez en cuando era acometido también por convulsiones nerviosas, por violentas sacudidas que lo obligaban a hacer rápidos aspavientos con los brazos y a torcer de un modo muy grotesco la boca. Tal histrionismo causaba una gran hilaridad en la gente, que no se sentía compadecida de él, sino que más bien lo veía como un sujeto que no tenía ninguna dignidad, del cual podía reírse sin ningún escrúpulo. Yo lo veía al pasar y, como todo el mundo, trataba de rehuirlo, pues no quería que me molestara con sus enojosas acometidas. Era muy delgado, con el cuello algo ladeado, quizá por efecto de aquellas mismas convulsiones de las que era víctima. Tenía los ojos grandes, de un color quizá violáceo, la nariz muy larga y fina, la boca estrecha, de un tamaño desproporcionado cuando la estiraba a causa de los tics que la movían. Era joven, aunque había en su mirada un poso de vejez acumulada. Hablaba con una voz pastosa, con una lentitud exasperante, quizá porque el uso del lenguaje también se hubiese visto alterado por las lesiones cerebrales que seguramente tuviese. A juzgar por su aspecto y por la torpeza con que discurría, pasaba por ser un tipo atrasado, con algo de anormal. Vestía con descuido, con frecuencia con ropas remendadas y mugrientas, con los zapatos muy desgastados. Al parecer, sus padres eran pobres y no podían vestirlo ni atenderlo como hubiera sido menester. Vivía en la calle: permanecía en ella la mayor parte del día y de la noche, como un objeto más del mobiliario mundano. Era un ser desvalido, un desecho, un marginado que continuamente era vejado y castigado con humillantes desdenes. Se llamaba Macario, aunque era conocido en el pueblo como Pujas por uno de esos apodos con que los vecinos acaban designando a los tipos más característicos.
Un día, llevado por un impulso que no sabría explicar, me acerqué a él. Era una mañana de domingo, en la plaza de la iglesia, donde se congregaba un gran número de feligreses después de la misa. Él estaba sentado en un banco, contemplando a la multitud con indiferencia, como si la misma actitud con que lo miraban los demás se le hubiese contagiado a él. No sé por qué razón yo acerté a pasar por allí, posiblemente me dirigía a un sitio que ahora no podría determinar, quizá a la misma iglesia, en la que me aguardaba alguien conocido. Lo cierto es que me detuve y que inicié con Macario una conversación casual. Le pregunté qué hacía, a lo que él respondió que estaba aburrido de tanto esperar. Lo dijo en un tono de queja, como si de veras estuviese molesto por la incomparecencia de alguna persona con la que hubiese quedado. Yo colegí, no obstante, que se quejaba de toda la sociedad, con la que él estaba largamente enemistado. Lo miré entonces con interés, movido tal vez por el compadecimiento que me inspiraba inopinadamente su figura, por una suerte de extraña identificación con su caso, porque yo en aquel momento me veía representado por él; yo también era un ser deforme y apartado, con el que nadie quería relacionarse. Fue un sentimiento repentino que quizá estaba alojado en mí aunque no lo supiese, oculto en algún pliegue de mi alma, en algún recoveco de mi corazón. Durante unos segundos permanecimos los dos callados, él abrumado por su pena, yo condolido de su desgracia. Ninguno sabía qué decir, hasta que al final Macario alargó la mano para pedirme una limosna; era lo que hacía siempre, cuando se encontraba con alguien por la calle; quería la limosna para comer, me dijo. Yo, por supuesto, no se la negué esta vez: estaba obligado a dársela, casi me sentía comprometido con él.
Después de aquello, Macario se convirtió para mí en un personaje habitual de mi vida: ya no era un individuo insólito, al que había de evitar para que no me interrumpiese; ahora, cada vez que pasaba por su lado, me tenía que parar, no porque él me lo pidiese, sino porque yo no me quedaba tranquilo si no lo hacía, si no intecambiaba con él algún saludo. Yo lo volvía a socorrer a veces con una limosna, aunque no era exactamente ese el motivo por el que me acercaba a él, ya que lo que yo intentaba darle era ante todo un poco de cariño. El Pujas debía de notarlo, pues en muchas ocasiones se mostraba complacido, abundando en gestos de sincero agradecimiento.
Una tarde, debido a la emoción que sentía por la deferencia con que yo lo atendía, se vio de pronto acometido por una convulsión muy brusca: con súbitas distorsiones de la cara, dio en moverse de un modo incontrolado, con enérgico aleteo de los brazos. Por la expresión de los ojos parecía que se estuviese axfixiando o que le faltase muy poco para ello. Yo no supe qué hacer, pues la verdad es que nunca me había encontrado en una situación parecida. Esperé a que se le pasara aquel arrebato, simulé que estaba tranquilo y que nada grave ocurría. Él pareció calmarse después: sus movimientos comenzaron a hacerse mas lentos, hasta que por fin dejó de accionar los brazos. Sus ojos me miraron con sorpresa, como si viesen en mí a la persona que lo hubiese salvado del espantoso sueño en que había estado hundido. Yo le cogí las manos para acabara de tranquilizarse, él a vez apretó las mías con desusada fuerza, casi llegó a hacerme daño.
Tras aquel incidente, el Pujas no dejó de perseguirme: siempre que me veía por la calle corría tras de mí, como si yo fuese un sujeto escogido por el destino para que lo librara de su triste situación. Me seguía en ocasiones a escasa distancia, a unos metros tan solo, como un espía que se hubiera despojado definitivamente de su condición: aunque yo no le hacía caso, él persistía en su persecución, con una constancia que solo podía entenderse por el empuje de una voluntad muy fuerte. Cuando yo por algún motivo me detenía, él lo hacía también, dejando que el espacio entre los dos no fuera demasiado grande. En los casos en que yo tenía que departir con la gente, me sentía acechado por él, vigilado por sus ojos ausentes. Su figura lánguida y lastimosa casi llegó a convertirse en mi sombra, en una sombra tenaz que me acompañaba a todos los sitios, por más que yo a veces me volviera hacia él con gesto de reprobación.
Tanto fue su empeño en ir tras mis pasos que acabó por saber dónde vivía. Desde entonces me aguardaba muchas mañanas a la puerta de mi vivienda, como un centinela infatigable que no quisiera abandonar su misión. Yo le daba de vez en cuando una limosna, tras la cual él continuaba siguiéndome, con una fe que no conocía seguramente parangón. Como él era en el pueblo más conocido que yo, terminé por ser para la mayoría de las personas el amigo de Macario, un hombre sin duda generoso que siempre lo trataba de socorrer.
Todo sucedió después de un modo imprevisto. Una mañana eché en falta a Macario y ya no volví a verlo en todo el día. Pensé que estaría enfermo o que alguna circunstancia le había impedido salir. Lo que yo no podía imaginar, sin embargo, era que continuara faltando también en los días siguientes, hasta que al cabo de una semana me pareció ya preocupante que no apareciera. Me había acostumbrado tanto a tenerlo a mi lado que me resultaba poco menos que increíble su ausencia: aunque el Pujas era un desecho para la sociedad, para mí era ya alguien conocido, un individuo con el que me unía lazos de verdadera confraternidad. Cuando salía de mi casa o cuando iba por la calle, miraba a un lado y a otro con la esperanza de volverlo a encontrar. El único que en el pueblo lo extrañaba era yo: para la gente se había esfumado un personaje con el que no contaba, un tipo que solo era motivo de risa para los demás cuando las convulsiones nerviosas lo sacudían una y otra vez.
Pasó un mes. Yo ya casi lo daba por desaparecido, aunque por momentos me olvidaba de él. Debía de haberle ocurrido algo grave: quizá esas mismas convulsiones habían provocado un accidente, del que todavía no se hubiese repuesto. Era posible, por qué no, que estuviese en un hospital, acaso en una residencia en la que un pariente lo hubiera recluido, con un personal especializado para atender a enfermos con algún grado de discapacidad. Pensaba, en fin, en muchas cosas, algunas incluso desabelladas o faltas de razón.
Una tarde, cuando regresaba del trabajo, noté pasos detras de mí. Eran pasos precipitados, de alguien a quien le costase seguir el ritmo que yo llevaba. Percibí casi su aliento cuando me di la vuelta para ver de quién se trataba. Me encontré de pronto con su figura desangelada, con su mirar ansioso e imprudente. Era él, Macario, el Pujas, con quien no dudé entonces en abrazarme como si fuese un hermano al que no hubiera dejado de querer.

4

Laura era la menor de siete hermanos: por el hecho de ser la última, la más pequeña, tenía una condición muy distinta a la del resto; era, sin duda, más sensible, más propensa a sufrir por causas que a otros apenas afectaban. Tenía solo nueve años cuando hubo de enfrentarse al traslado a la nueva residencia, con el que por supuesto no contaba. A su edad no comprendía la cadena de circunstancias que había precipitado aquel cambio: como era la menor, casi no se le habían dado explicaciones sobre ello; había oído decir que era debido a un inesperado derrumbe de la economía familiar: por un motivo que ella quizá no podía entender, los negocios del padre habían experimentado un brusco deterioro, las deudas en poco tiempo se habían acumulado hasta un punto que resultaba ya insostenible, dando lugar a que una empresa que había sido muy solvente se viniera abajo de una forma estrepitosa. Las consecuencias de esta nueva situación no se habían hecho esperar: de la noche a la mañana todo cambiaba, lo que parecía muy boyante y seguro se convertía en algo muy vulnerable, condicionado por factores que no se podían ya controlar. Ella fue testigo del nerviosismo que se vivía en la familia, de la tensión con que el padre hablaba de todo lo que estaba sucediendo. Se había decidido, de un modo también perentorio, vender la casa solariega en la que hasta entonces habían vivido para poder liquidar con el dinero resultante muchas de las deudas que finalmente se habían contraído. Para una niña de nueve años, todo esto era poco comprensible, obedecía a razones que solo quizá los mayores podían justificar. Todos los lujos que la familia había ostentado eran sustituidos ahora por detalles que parecían humillantes, por una resignación que tomaba a veces proporciones casi dramáticas: con una rapidez inaudita, se pasaba a un estado de absoluta privación, en el que había que renunciar a la fuerza a lo que no era estrictamente necesario para  poder vivir.
El traslado, como todo, se efectuó en pocos días. Laura, se vio de pronto encerrada en un cuarto pequeño, con dos camas que ocupaban la mayor parte de él; compartía el cuarto con tres hermanas por la falta de espacio que había en la nueva casa. Desde una ventana, con el cristal lleno de polvo y de diminutos excrementos de moscas, Laura se asomaba al exterior, en el cual se hallaba una calle muy estrecha, con las fachadas de los edificios llenas de desconchones y de manchas de humedad. Se habían mudado a un barrio obrero, donde el alquiler de las viviendas era bastante menor que en el centro o que en otras zonas de la ciudad. El padre se dedicaba ahora a tareas que poco tenían que ver con su oficio anterior, todas ellas eventuales, con las que se ganaba un dinero para seguir ajustando cuentas con sus acreedores. Se mantenían, realmente, con las ayudas que recibían de los abuelos, sin los cuales habría sido prácticamente imposible que sobrevivieran a la desgracia en que habían caído.
A Laura no le afectaron mucho las privaciones, pues ella ya estaba acostumbrada desde pequeña a prescindir de cosas que para otros eran muy importantes. Desde pequeña se había mostrado como una niña muy modesta en gustos e intereses, al contrario de sus hermanas, que por ser mayores ya tenían inclinaciones que no eran capaces de abandonar. Lo que más disgusto causó a Laura fue la marcha del lugar donde hasta entonces se había criado, de la mansión tan espléndida en la que había discurrido su vida hasta que las cosas empezaron a cambiar. Se acordaba con una nostalgia insoportable de todas las habitaciones que conformaban la vivienda: eran estancias muy espaciosas, con los techos altos, atiborradas de unos muebles muy antiguos, todos de maderas oscuras; ella tenía predilección por un piano de cola que se hallaba en uno de los salones principales, junto a un ventanal por el que penetraba una luz lechosa; a veces se sentaba en el pequeño taburete que había junto a él y tocaba con mucho cuidado algunas teclas, de las que brotaban unas notas diminutas, cuajadas de música, de una música misteriosa que parecía haber estado dormida en ellas, a la espera de una mano que se atreviera a tocarlas, a pasar sus dedos con mucha suavidad sobre ellas, como si se tratara de una caricia pasajera y extemporánea. Sentía una emoción sin límites cuando esto ocurría, cuando ella era la causante de aquel prodigio, de aquella emisión maravillosa. A veces se quedaba soñando, imaginaba un paisaje para aquellas notas volanderas: se lo representaba de otoño, un bosque en el que predominaban los rojos y los ocres de las hojas marchitas, invadido por un sol de almíbar, por una luz que parecía desleída en una mermelada de albaricoque. Se acordaba también de los pasillos y de las galerías que conectaban las diversas partes de la casa, algunas de ellas clausuradas desde hacía muchos años, inaccesibles para ella. Había una cámara, sin embargo, en la que sí entraba: se hallaba en la planta de arriba, al término de una crujía. La puerta, de un tejido grueso que ella nunca había visto en ningún sitio, cedía fácilmente a su empuje. De las paredes colgaban los retratos de algunos antepasados, todos muy serios, vestidos con trajes oscuros, con los bigotes largos, la mirada envejecida por la melancolía y por el tedio. Había allí algunos baúles, llenos de daguerrotipos antiguos y de ropas ajadas, crujientes de polvo y de olores caducados. Le gustaba a Laura también imaginar que iba a una fiesta con aquellos atavíos y que en ella deslumbraba por su elegante porte, por los bellos bucles que se deslizaban de su cabello. Era una princesa, vestida con esmero, en medio de un mundo rutilante de príncipes y de caballeros; tenía dieciocho años, era alta, con el talle esbelto, de brazos muy finos; su mirar honesto, con cierto vislumbre de frivolidad, causaba un efecto inmediato en los hombres, que no podían sustraerse a su influjo.
En el caserón había también un patio, al que bajaba a jugar en los días en que hacía bueno. Era un lugar amplio, empedrado de guijos, con una fuente en medio que elevaba su cuello de cisne de agua cantarina. En el patio había, además, un laurel, bajo cuyas ramas solía guarecerse Laura en verano, cuando un sol de fuego caía a plomo sobre el patio.
Completaban la casa un corral y algunas dependencias más, todas ellas ya en desuso. A ella le hubiera gustado asistir al tiempo en que aquellos sitios eran visitados por gente, a menudo perteneciente a la servidumbre del campo, en el que su abuelo paterno disponía de varias heredades muy productivas. Laura solo jugaba allí en compañía de sus hermanas o de otras amigas, con las cuales compartía momentos de intensa actividad.
La verdad es que lo recordaba todo con enorme precisión. Cualquier detalle que ella guardaba en su memoria era importante, como si el hecho de reternerlo pudiera contribuir a seguir registrándolo todo. Tanta era la añoranza que sentía por el mundo que había perdido, que muchas noches soñaba con él. En sus sueños reaparecía, a veces velado por una capa de irrealidad, por un halo de sutil extrañamiento que lo alejaba de los recuerdos que sobre él mantenía, como si en el subconsciente perviviera de una forma diferente, más parecido a lo que debía de ser que a lo que hubiese sido. Cada vez que despertaba, Laura lo hacía con cierto enfado, pues ello significaba un nuevo traslado al mundo de la realidad, a aquella estrecha vivienda donde ahora residía. Era terrible para ella tener que regresar, tener que dejar atrás nuevamente el espacio donde hubiera querido permanecer para siempre recluida, junto a aquel piano de cola en el que con tanto mimo tocaba para sí misma.
Un día, sin embargo, Laura no despertó en la nueva residencia, sino que lo hizo en la antigua, en el cuarto donde había dormido desde que era pequeña, con un armario ancho de caoba en el que guardaba, además de su ropa, todos sus juguetes, todas las muñecas a las que ella daba vida durante varias horas de febril imaginación, muchas veces tendida en el suelo de aquella misma habitación. Veía, al despertar, el vuelo de la cortina de cretona que colgaba del riel del balcón. Al otro lado adivinaba un hermoso amanecer: una luz de nácar penetraba por el balcón y, tras ser tamizada por la cortina, se derramaba como un licor por la estancia, dejando en ella una sensación muy placentera, la sensación de haber entrado en el aposento un pedazo delicado de cielo. Laura no se lo creía: no podía entender que se hubiese fraguado aquel milagro. Cuanto más miraba a su alrededor, más se cercioraba de que era cierto, de que estaba allí otra vez, en el cuarto que había sido suyo desde que había tenido edad para dormir sola. Era algo inaudito, algo que no tenía tampoco explicación. Pensó que todo lo anterior había sido una horrorosa pesadilla y que ella no se había mudado realmente de allí. Confundida, vio cómo era al revés: el mismo sueño le había hecho creer que despertaba en la realidad y que lo hacía en su viejo dormitorio, frente al balcón de siempre, por el que penetraba una luz muy distinta de la que se insinuaba tras el sucio ventanal de la nueva residencia.

5

Se había levantado muy temprano, antes de que amaneciera. Como hacía todos los días, había ido al pilar de la calle para echarse a manotadas agua fría en la cara. Así se despabilaba, era una costumbre que había mantenido durante años, casi desde que era niño. Luego, con la cara todavía goteante, había vuelto al oscuro habitáculo donde residía con los suyos, todos hacinados en un espacio muy reducido, con colchones extendidos en el suelo, sobre los que todos se acostaban al no disponer de un medio mejor donde hacerlo. Se puso luego la camisa, que solo cerraba con los tres botones de abajo. Antes de salir, miró a los hijos, tumbados en el mismo colchón, con los cuerpos sudorosos, respirando con la regularidad que otorga un sueño ininterrumpido; uno de ellos tenía las piernas en el borde, y él se las empujó suavemente para que quedaran dentro del colchón. La mujer dormía en otro, en el mismo que había ocupado también él hasta que se levantó. Salió del habitáculo con paso animado, dispuesto a iniciar una jornada que no debía de diferenciarse demasiado de las demás. El habitáculo pertenecía a la casa de un cuñado, el cual se lo había cedido para que se alojaran en él cuando se vieron obligados a abandonar la choza donde habían vivido antes.
Tenía Joseíllo, como se le conocía en el barrio, treinta años. Se había casado con dieciocho y había tenido ya cinco hijos, tres hembras y dos varones, de los que estaba muy orgulloso. En su vida había pasado muchas penurias, agravadas por las obligaciones que se derivaban de su condición de padre de familia, de una familia que no contaba con otros medios de mantenerse que los que él le procuraba, muchos de ellos precarios e insuficientes. La necesidad lo había llevado a luchar cada día para sobrevivir a su suerte, para sobreponerse con muchos trabajos al infortunio que los perseguía. En su cara atezada se marcaban ya las huellas de los esfuerzos realizados, de las fatigas padecidas: en su entrecejo se abría un profundo surco como señal de las graves cavilaciones que con frecuencia lo consumían; en sus ojos verdosos aleteba a veces una sombra de inquietud, un resto de angustia o de temor que aún no se hubiese disuelto. Era moreno, enjuto de rostro y de cuerpo, con los brazos muy largos, el andar muy ligero.
El barrio, cuando él salió, estaba desierto; solo pululaban en torno suyo algunos perros, escuálidos e infestados de pulgas. El barrio estaba constituido por dos o tres calles de casas de una sola planta, algunas con los tejados hundidos; se hallaba en las afueras del pueblo, al pie de un cerro. Tenía el vehículo amarrado a un poste de la luz; el vehículo, con el que realizaba sus trabajos, consistía en una bicicleta antigua, a la que él había enganchado un carro en el que transportaba los hierros o los cartones que encontraba en su trayecto. Era, en efecto, un biciclo viejo, con el manillar torcido y algunos radios de las ruedas sueltos. Con él se desplazaba casi todos los días; el recorrido inicial era más suave, pues el barrio estaba situado en la parte alta del pueblo, desde la que solo le bastaba dejarse llevar por el impulso de los primeros pedaleos para llegar con facilidad al punto al que pretendía dirigirse. Aquel día, su primer destino era un derribo reciente, donde a buen seguro había de hallar restos de hierros y de otros materiales que podían serle útiles. El sol había comenzado ya a asomar tras los montes cuando él se detuvo en el derribo; sobre los filos de las cumbres el cielo se coloreaba ya de rojo y de granate. Con una energía formidable, fruto de las ganas con que acometía su trabajo al principio, Joseíllo se puso a remover grandes piedras, entre las que no tardaron en aparecer los fragmentos de una reja, con algunas puntas retorcidas. Como si extrajera los raigones de una planta que estuviera firmemente afincada en la tierra, consiguió sacarlos de donde se encontraban, atrapados entre varios escombros de considerable grosor. Cuando los montó en el carro, se miró las manos: las tenía algo doloridas de los tirones que había tenido que dar. La verdad es que no había mañana en que no acabase con los brazos arañados o con algún desollón en las manos: estaba ya acostumbrado a sufrir aquellos percances, casi los consideraba como accidentes inevitables de su oficio, como un precio más que había de pagar por las escasas ganancias que después obtenía de él.
Antes de continuar su recorrido, Joseíllo solía detenerse en algún bar del pueblo, donde pedía un vaso de agua con el que mitigar la sed que ya sentía. A veces algún parroquiano que lo conocía, movido por una súbita generosidad, lo invitaba a un café. Joseíllo agradecía enormemente la invitación: el café lo revitalizaba, levantaba su ánimo, despejaba su mente hasta un extremo inesperado. Aquel día, como no podía ser menos, también encontró un alma caritativa que lo convidara: se trataba de un señor grueso, con el que había coincidido en muchas ocasiones en la localidad, un señor que se dedicaba mayormente a pasar los días en los bares, donde era muy conocido por sus dotes extremas de verbosidad, no exenta sin embargo de cierta conmiseración hacia el desvalido, con quien solía llevarse muy bien.
Después de tomar el café, se dirigió Joseíllo, en una segunda etapa de su recorrido, a una zona del pueblo en la que la gente solía arrojar bastantes desperdicios. Encontró allí, después de rebuscar un rato, una nevera antigua, con la portezuela casi arrancada. Sin pensárselo dos veces, la subió al carro, en el que todavía había espacio para algunos objetos más. Siguió rebuscando, pero no halló nada que le pudiera valer. Pensó en regresar, pero prefirió continuar su recorrido, esta vez por un sector diferente del pueblo, en el que se habían construido nuevas edificaciones. Por el camino, encontró al lado de un contenedor de basura un tendedero: aunque no tenía mucho peso, decidió que no podía prescindir de él, así que lo cargó también con lo que ya llevaba. Ese fue su último hallazgo: después de apurar el recorrido, emprendió su regreso. La última etapa era la más dura: cansado de lo que ya había trajinado, tenía que vérselas con las cuestas que lo habían de llevar al lugar donde lo estaban aguardando los suyos. Si el carro iba muy cargado, el esfuerzo resultaba casi extenuante; aunque las cuestas no eran en realidad muy pronunciadas, a él no se lo parecían: se tenía que retorcer casi sobre la bicicleta para acompañar cada pedalada con el ímpetu que ganaba al inclinar el cuerpo alternativamente hacia los dos lados de la marcha.
Aquel día no había sido muy distinto de los que lo habían precedido. Joseíllo regresó al barrio con una carga de hierros muy parecida a la que otras veces había conseguido. Su mujer, Teresa, estaba sentada a la puerta del habitáculo cuando él llegó; en su regazo, dormitaba el hijo más pequeño. "¿Ya has vuelto?", preguntó ella con cierta resignación, como si no hubiera de dar excesiva importancia a aquel hecho. Joseíllo, en vez de responder, se acercó para acariciar la cabeza del niño. Los otros estaban en aquel momento jugando, según se apresuró a informarle Teresa. Él aparcó la bicicleta con aquel entramado de hierros y entró en el tabuco. La comida, aunque frugal, estaya ya servida sobre un pequeño poyete. Joseíllo dio cuenta de ella en poco tiempo: tenía tanta hambre que apenas se sintió satisfecho. Después de comer, le llevó la carga a un vecino para que la transportara en su furgoneta al sitio donde había de ser reciclada. Era muy poco lo que ganaba con ello: muchas veces se decía que no merecía la pena tanto sacrificio para el escaso dinero que le pagaban por todo el material que recogía. Con las pocas pesetas que le daban era verdaderamente muy complicado sustentar a su familia: se sentía angustiado ante esta situación, la vida lo obligaba a caminar siempre por el mismo sendero, por un sendero estrecho y escabroso que no le deparaba más que grandes sufrimientos. "El camino de los pobres es siempre el mismo", solía decirle a la esposa, con quien tenía instantes de gran desahogo.
Por la tarde, estuvo departiendo Joseíllo con los amigos. Era un tiempo en el que experimentaba algún tipo de alivio, en el que se olvidaba por unos momentos de las estrecheces en que vivía. Con los amigos jugaba a las cartas en una especie de cobertizo que había en el barrio: era aquel su particular casino, un lugar de reunión que tenía quizá el privilegio de hallarse al aire libre, sin los agobios de un local cerrado, en el que se condensa el humo de los cigarrillos. Aquella tarde, como tantas otras, terminaron allí, jugando a unas partidas que se hacían casi interminables; como era verano, pudieron prolongarlas hasta muy tarde.
Cuando regresó al hogar, si por hogar había que tener aquel cuartucho, Joseíllo encontró ya los colchones esparcidos en el suelo. Comió de nuevo frugalmente, de lo poco que había. El niño pequeño lloraba, al parecer porque tenía hambre. Joseíllo sintió que el hambre del niño se trasladaba a su propio cuerpo: la notaba en forma de pellizco, un pellizco tenso y continuado que casi hacía crujir sus entrañas. Salió a la puerta, se sentó en el tranco, desde donde contempló el anochecer. En el cielo todavía se distinguía una banda sonrosada, envuelta en un negror azulado. Lo miraba todo con indiferencia; solo le importaba la suerte de su familia, la desgracia que la oprimía, Como hacía en otras ocasiones, volvió a acordarse de Dios, a quien pidió que le concediera más fuerzas para soportar la triste realidad que vivía. Él tenía fe, una fe sencilla que había conservado desde la infancia como un legado que no había de perder, por muy aciagas que fuesen las circunstancias que lo rodeasen. Dios, para él, era como un padre, como un padre justo del que no había que esperar nunca ningún mal. Las cosas del mundo no podían ser de él: habían sido creadas por los hombres, por sus deseos de acumular riquezas y bienestar. Los culpaba de todo, aunque a veces entre ellos hacía también claras distinciones: los clasifica, generalmente, en buenos y malos, si bien el número de los segundos era muy superior al de los primeros. Por mor de esta clasificación, incluía entre los buenos a gran parte de los habitantes de su barrio, con quienes él habitualmente convivía. "Vas a perder la cabeza de tanto pensar", le dijo Teresa al verlo tan absorto, tan embebido en sus cavilaciones. "La cabeza no sirve para otra cosa", replicó él sin salir todavía de su abstracción. En el cielo lucían ya abundantes estrellas, desparramadas por una buena porción de él. Joseíllo las miró creyendo ver en ellas un signo de su Dios, una señal quizá que demostraba que había un mundo lejano en el que no existía el mal. Se daba cuenta de que si no albergaba aquella esperanza su vida había de ser mucho peor. Se consoló con aquel pensamiento, que le llegó como una luz furtiva que se desprendiera de alguna de aquellas estrellas.

6

Huía de la pobreza. Su padre siempre le había dicho que la vida en aquel pueblo tan pequeño y aislado era muy dura. Ahora que él estaba ya muerto y que no le quedaba allí más que una prima soltera, había decidido huir. Ya no tenía sentido permanecer más tiempo en aquel sitio, en aquella aldea perdida de la comarca alpujarreña. Con veinte años, había de buscar otros horizontes, un mundo con más posiblidades donde establecerse. Era, además, necesario que lo hiciese: si no lo hacía, su vida estaba condenada a empobrecerse, a quedarse reducida de un modo irrevocable y fatal. Él ya no se sentía vinculado con su pueblo: era libre para elegir su futuro, para labrarse un porvenir lejos de aquellos montes, cubiertos de nieve en invierno, con sus faldas escalonadas de bancales, en los que los lugareños cultivaban sus productos, todo pequeño, con parcelas de labranza muy estrechas, rodeadas por una vegetación muy espesa, de la que descollaban aquí y allá chopos de exaltado follaje.
Los días que habían precedido a su partida se había provisto de todo lo que le podía hacer falta en el viaje. Él mismo había aparejado la mula en la que se había de ir: era una acémila vieja a la que profesaba mucho cariño, ya que con ella había trabajado mucho en las tierras de un tío suyo. En unas alforjas que colgaban de las albardas de la cabalgadura guardaba los víveres y la ropa que había de necesitar; llevaba también una manta, atada a la parte trasera del aparejo. A veces realizaba cálculos sobre lo que había de hacer: se hallaba en una coyuntura nueva en su vida, sobre la que apenas reunía experiencia. Alguien le había dicho que en las grandes ciudades se gastaba más dinero del que uno podía imaginar. Él pensaba dirigirse ahora a la capital de la provincia, donde no había estado nunca. Llevaba consigo unos ahorros, quizá una cantidad insuficiente para lo que habría de gastar en cuanto se estableciera allí.
Partió una mañana de verano cuando el sol todavía no había comenzado a teñir de bronce y de naranja las laderas de los montes, de un verde todavía muy pálido. Era una mañana clara y fresca, con un airecillo húmedo que resbalaba entre la fronda. Olía profusamente a hierbas y a flores de la tierra, mezclado con el de los limos de las acequias y de los regatos que culebreaban desperdigados entre la maleza. Para un hombre hastiado de la ciudad, todo aquello debía de ser algo paradisíaco, un lugar soñado en el que la vida discurriría plácidamente al arrimo de una de aquellas corrientes de agua. Para él, en cambio, solo representaba ya su pasado, un rincón que quedaría grabado al final en su memoria por su especial significación. Tenía ahora ante sí un ancho mundo que debía conquistar con sus ansias de colonizador primerizo; la fuerza de la juventud lo animaba, sin duda, a ello.
Todo resultó muy fácil al comienzo. En cuanto cruzó el puerto que daba paso a aquella comarca alpujarreña, fue consciente de que principiaba para él una etapa nueva: diríase que aquel puerto simbolizaba la frontera que separaba un mundo de otro, la línea imaginaria con la que ya quedaba para siempre fragmentada su vida; había sido además durante aquellos veinte años el límite en el que concluía su territorio, el punto a partir del cual empeza algo desconocido. Lo que oteaba desde allí no era al principio más que un paisaje de montaña, muy parecido al que había dejado atrás. El puerto estaba situado entre dos colinas de pinos, tras las que despuntaban varias cumbres aceradas sobre el azul ceniciento del cielo. Antes de seguir su viaje, prefirió descansar un rato a la sombra de los pinos. Eligió para ello un sitio apropiado, en el que consiguió tumbarse sobre un colchón de humus.
Martín, que tal era el nombre del osado aventurero, logró dormir una hora, tras la que despertó algo más despejado. En su ruta, se encontró después con varios arrieros, con quienes intercambió saludos de sincero afecto. Montado en la mula, proseguía el descenso, lleno de curvas y de recovecos. Por momentos, entre los árboles, conseguía distinguir una extensión azul, una mancha de paisaje que se iba haciendo cada vez más nítida. El día, mientras tanto, avanzaba, con un calor que parecía atenuarse con las ráfagas de aire que de pronto soplaban desde las alturas.
El camino lo acabó llevando hasta el pie de la sierra: frente a él podía ya apreciar perfectamente la inmensa llanura que a continuación se extendía, dividida en terrenos muy desiguales, con campos rutilantes de trigo, muy raro en los dominios en los que Martín se había criado. A la luz del sol parecía todo ofrecer su mejor aspecto, un aspecto que a él, acostumbrado a otro tipo de panoramas, no podía dejar de impresionarle.
Aunque no era muy tarde, decidió dar por finalizada aquella primera jornada, pues no quería cansar demasiado a la acémila, con quien casi le unían lazos de confraternidad. Buscó posada para ello en un pueblo que por allí cerca se hallaba y, como era aquel un lugar de frecuente tránsito, no tardó en encontrarla.
A la mañana siguiente, después de reponer energías jinete y cabalgadura, se dispuso aquel a proseguir la aventura. El camino, ahora más ancho, serpenteaba por el borde de la sierra, con tramos a veces muy sinuosos. Martín, lejos de arrepentirse por el paso que había dado, se confirmaba aún más en él: parecía como si la propia marcha promoviera en su ánimo las ganas de alcanzar el punto final de su viaje. Al filo del mediodía, llegó a un pueblo más grande, con ínfulas de ciudad. Permaneció en él durante unas horas, mezclado con sus habitantes, a los que miraba con cierta indiferencia. Por un momento pensó que podía quedarse allí, pero luego estimó que no era eso lo que había programado. Fiel a sus planes, continuó viajando por la tarde, ahora por un terreno más escabroso, entre collados de considerable altura, todos de perfiles agudos. Aunque se protegía del sol con un sombrero de paja, llevaba todo el pelo mojado de sudor. Cada vez que hallaba un manantial, se detenía para beber o para refrescarse la cara. Quiso así apurar al máximo aquella jornada, pues tenía intención de avistar en la siguiente la capital. La sierra lo deslumbraba: refulgía la luz en las piedras, en los árboles que flanqueaban el sendero. Un afán desmesurado por cumplir sus objetivos lo sostenía, lo impelía a seguir avanzando. Él era, además, fuerte: estaba acostumbrado desde chico a trabajar y a vencer la fatiga. La mula, con la cabeza agachada, quizá porque le molestaba también la reverberación de la luz, no parecía tampoco demasiado afectada por el cansancio: avanzaba al ritmo que él de algún modo le imponía, un ritmo continuado que solo se alteraba un poco en los recuestos. Cuando ya el sol se ocultaba, fueron apareciendo en los montes de enfrente reflejos sonrosados: Martín, al contemplarlos, los comparaba con pañuelos o con manteletas que el rutilante astro en su despedida hubiera ido dejando en ellos. Eran los retazos últimos de una tarde que concluía, los restos de un ocaso que aún no había acabado de extinguirse. El crepúsculo, con sus sombras, comenzaba a emborronarlo todo, a mezclarlo en una mancha difusa y alargada; por occidente aún restaban cintas, felpas y bandas de color violeta, prendidas de la faz azulada del cielo. Martín tenía la impresión de que se adentraba en un paraje fabuloso, en un escenario que más parecía propio de un sueño que de una realidad definida. Solo veía a su alrededor siluetas confusas, contornos que enseguida eran anulados por una vaga penumbra. Él quería seguir a pesar de todo, lo guiaba un espíritu aventurero, un deseo inconsciente por prolongar la acción de aquel día. Sabía que nada habría de hallar: el único objeto de seguir viajando era llegar a un punto más lejano, desde el cual sería  más llevadera la jornada del siguiente día. Era ya de noche. El sendero por el que iba se había reducido  a una escueta franja, a un débil trazo de tierra que se perdía entre las sombras. El cielo, antes de un tono más claro, había comenzado a oscurecerse y a poblarse de estrellas. Una densa oscuridad borraba ya casi el perfil de los montes; todo empezaba a ser tenebroso, impenetrable. Era un sueño impreciso por el que sin embargo Martín prefería continuar viajando. A veces llegaban a sus oídos aullidos de perros, que despertaban ecos siniestros. El terreno era ahora arenoso, casi resbaladizo. Martín dudó; ya apenas veía nada. Movido por un último impulso, por un último arrebato de aventurero, decidió seguir. El sendero había iniciado un suave descenso; en sus orillas, había grandes piedras. Pronto Martín se dio cuenta de que las piedras aumentaban y de que el sendero en consecuencia se estrechaba. Pensó que podía ser aquel un mal indicio, aunque luego consideró que se debería a una especial configuración de la zona y que no tardaría en encontrar en ella un lugar donde pasar la noche. Estaba tranquilo; el corazón le latía con calma. A veces miraba las estrellas: eran innumerables, de una belleza inusitada. Otras veces se quedaba observando la mula por si notaba en ella algún síntoma de cansancio o de malestar por lo que estaba haciendo. Hubo un momento en que quizá notó algo, un paso acaso más lento con el que expresaba ya su desaliento. Él, no obstante, la indujo a seguir: se inclinó hacia adelante para que lo hiciera. Era, en verdad, muy raro: el animal había sido muy dócil hasta entonces, nunca había presentado resistencia a lo que él le indicaba. Tal vez estaba muy cansada, pensó. Lo intentó de nuevo, repitió el mismo movimiento para que ella se apercibiera claramente de lo que quería. Pero la mula, en lugar de aligerar el paso, se detuvo en seco, sin ánimo ya para continuar. Martín persistió en su intento, le dio una breve palmada en los lomos, la instó con fuerte voz a que lo obedeciera; mas ella ya no se movió, se había quedado quieta, clavada en el suelo como una estatua.
Llevado por un oscuro presentimiento, Martín acabó por desistir de su empresa y, buscando acomodo entre unas peñas, se dio a descansar lo que quedaba de noche. Al día siguiente, muy temprano, cuando todavía los rayos del sol no habían irrumpido tras los picos de las montañas, se puso a inspeccionar con mayor tranquilidad el sitio. Después de reconocer el punto exacto en que la mula se había negado a dar un paso más, avanzó en el sentido de la marcha. El sendero era, en efecto, por allí muy estrecho; estaba bordeado de piedras, algunas de gran tamaño. A no mucha distancia, a diez metros escasos, descubrió un corte en el suelo, un corte que no era sino el borde de un despeñadero que terminaba siendo muy pronunciado. Comprendió al momento que el animal, con su extraordinario instinto, había barruntado el peligro; si hubiera cedido a su empuje, seguramente ninguno de los dos estaría vivo.
La jornada discurrió, después de aquello, bastante tranquila. Sin ninguna prisa, Martín se fue acercando al final de su trayecto. Tras varias horas de camino, tuvo ya casi a la vista la capital. Después de un bravo descenso, la atisbó en lo hondo entre los velos de la calina. Antes de llegar a ella, descansó un rato en una pequeña aldea, en la que dio asimismo de comer y de beber a la mula, que bien se lo había merecido por todo lo que por él había hecho.
A la hora del crepúsculo, un poco después de lo que había previsto, alcanzaba ya las primeras casas de la capital. Se dio cuenta de que era una ciudad grande, como le habían dicho. Le llamó la atención su enclave, casi en las faldas de una colina: daba la impresión de que hubiera ido creciendo a partir de varios puntos de asentamiento, sin ningún orden preciso. Cuando él llegó, semejaba una ciudad de ensueño, perdida en la nebulosa de los siglos: una violácea penumbra la cubría, otorgándole aquel aspecto; tenía algo de oriental y de legendaria, quizá por el recuerdo que de las pasadas épocas se conservaba. Algunas farolas, ya encendidas, abrían círculos de luz macilenta en medio de la penumbra. Había mucha gente en las calles. De vez en cuando pasaban algunos coches de caballos, de diferentes formas y medidas. También había carros, estacionados junto a las aceras. Martín, a su paso, lo observaba todo con disimulo, como si quisiera pasar desapercibido. Oía las voces de los viandantes, el ruido trepidante que hacían los vehículos al rodar por el empedrado. Le parecía que llegaba a un mundo muy distinto del suyo, del que él había conocido hasta entonces: se le figuraba que allí la vida tenía un escenario diferente, en el que los pedruscos y los terrones y las hierbas habían de ser sustituidos por las caras y los cuerpos de la gente. Al llegar a una plaza y fijarse con más detenimiento en las personas que en ella se congregaban, descubrió que en los rostros de muchas se dibujaban los rasgos inconfundibles de la pobreza. Eran, en efecto, rostros cetrinos, de mejillas descarnadas, de ojos asolados por el azote cruel de la tristeza. Algunos estaban salpicados de hoyuelos, de pequeñas señales dejadas en su piel por el despiadado ensañamiento de una epidemia. Vestían aquellos desfavorecidos con ropas mugrientas, llenas de remiendos; muchos hombres, como era verano, aparecían desprovistos de las camisas, con los torsos escuálidos, plegados de costillas. Era algo que suspendía y que de alguna manera preocupaba a Martín, ya que nadie lo había prevenido sobre aquello: él creía que la pobreza solo existía en su aldea, en aquel lugar alejado al que nunca llegaban los adelantos del progreso. Ahora constataba que no era así y que la pobreza se extendía como una plaga por todos los sitios: por la misma ignorancia en que había estado sumido, no entendía que era precisamente en las grandes poblaciones donde se concentraba en tiempos de crisis mayor número de indigentes. El triste panorama que vio lo hundió en un mar de inquietudes: por primera vez tomaba conciencia de que tenía que luchar para no caer en la desgracia en que había caído aquella turba de infelices; no bastaba quizá con estar allí y esperar a que un golpe de fortuna le mejorara la suerte: por lo que ahora observaba, había de ingeniárselas para encontrar un medio con que hacerlo, tal vez un empleo con el que salir a flote en su vida.
A medida que se adentraba en la capital, se veía más impresionado: lo deslumbraba la belleza de sus edificios, la forma en que estaban dispuestos en las calles, el aire de trasnochado esplendor con que se le presentaba todo. Cuando tuvo ante sus ojos algunos de los viejos monumentos de la ciudad, Martín no pudo menos que quedar admirado: se creía transportado de pronto a un país extraño, fabricado por la fantasía de algún genio; más que la realidad, le parecía aquello una visión, una visión maravillosa a la que él por un inesperado privilegio asistía. Todas las historias que le habían contado revivían en su imaginación, cobraban sentido en aquel sitio.
Después de mucho deambular, halló alojamiento en una fonda, donde también consiguió que se diera acomodo a la mula. Pasó allí la noche, a la que sucedió un día espléndido de verano, con azules de cielo muy limpios que se recortaban entre los edificios. Martín, desde muy temprano, comenzó a hacer sus primeras diligencias: dejó la mula en una cuadra, junto a otras bestias; luego se echó a andar por las calles animado con la idea de que iba a encontrar muy pronto un lugar donde realizar sus primeros servicios. La ciudad era enorme. La suerte de aquellos desarrapados que había visto el día anterior no tenía por qué ser la suya: él era un tipo afortunado, al que no le debían de ir mal las cosas si porfiaba en sus intentos, si persistía en sus deseos de hallar un empleo, aunque solo fuera al principio una humilde colocación con la que pudiera cubrir sus gastos. La ciudad hervía de gente, de personas que transitaban en todas las direcciones, con carros y ómnibus que pasaban de vez en cuando con gran estrépito. Se oía a cada instante el repiqueteo de muchas campanas: era como una música que dejase en el aire un aleteo impetuoso de notas celestiales. Martín, muy ufano, preguntó en varios comercios: se presentaba como un recién llegado, como un joven dispuesto a cumplir todo lo que se le demandase. En ningún sitio, a pesar de sus buenas intenciones, le concedieron lo que tanto ansiaba; tenía, pues, que seguir buscando, no debía quedarse quieto, confiaba en que al final vería recompensados sus esfuerzos.
Por la tarde, después de comer, continuó la búsqueda, ahora por lugares más alejados de la fonda donde se hospedaba. Inasequible al desaliento, en todos preguntaba, solicitaba un trabajo, algo en lo que desarrollar todas las energías que como joven atesoraba. Sabía que era ya muy difícil: casi esperaba ya la respuesta que habían de darle, le decían que lo sentían mucho pero que no necesitaban a nadie, habían quienes se lo expresaban incluso con verdadero pesar, con gesto de conmiseración. Las calles, después de unas horas de intenso calor, volvieron a llenarse, quizá con menos bullicio que por la mañana, con una población tal vez menos vocinglera, más dada a las tertulias o a las confidencias íntimas. Entre las personas con las que se cruzaba, volvía a encontrarse con algunas marcadas por el hambre, por la desolación que causa una situación que se hace ya insostenible. Martín trataba de huir de aquellos rostros famélicos, de aquellas caras con surcos apretados, con una fatiga honda dibujada en unos ojos entristecidos. Él no quería ser como aquellos indigentes, no quería pertenecer a aquella región de desnutridos, de aquella caterva de indeseables, a los que los demás veían como desechos de una sociedad que habían de quedar al margen. Todos los pasos que daba ahora eran para separarse de ellos, para no verse contaminado por el mal del que ellos no habían podido desprenderse. Huía con todas sus fuerzas, casi era una pesadilla para él encontrárselo de nuevo en una esquina, en un punto cualquiera de la calle, a veces mezclados con una multitud muy distinta, con señores y señoras de remilgadas formas, en cuyos semblantes apenas se advertía algún rastro de preocupación.
Por la noche, otra vez en la fonda, Martín recapacitó sobre todo lo que había vivido aquel día. A pesar de su buen talante, se sentía al final bastante afectado por las últimas experiencias, por todas las sensaciones que en su deambular por las calles había tenido. Se veía ya condenado a la pobreza, absorbido por aquel mundo de desafortunados, en el cual había de caer también por su falta de suerte, por su condición de miserable. A pesar del cansancio que tenía, apenas podía conciliar el sueño: las imágenes de aquellos rostros macerados volvían a su mente, se sucedían en ella de un modo ininterrumpido, con una insistencia que le resultaba atormentadora. En algunos momentos, cuando más agobiante era su estado, echaba de menos su pueblo, cosa que nunca había creído que ocurriría cuando salió de él. La evocación de los lugares donde se había desarrollado entonces su vida proporcionó a su espíritu un poco de consuelo: de ese modo consiguió contrarrestar la inquietud que le ocasionaban los recuerdos más recientes, los que estaban ligados a aquella ciudad a la que acababa de arribar. Gracias a ello, se fue quedando dormido. Soñó que transitaba de nuevo por las calles y que lo perseguía un grupo de menesterosos, hasta que él se internaba por una especie de pasadizo y salía a un campo que le parecía muy conocido, con chopos que creían en sus bordes, con una sierra blanca que se erigía en la distancia como recién salida de una tormenta, de un espacio borrascoso; en el sueño se veía otra vez en su pueblo, haciendo las mismas cosas que siempre había hecho, como si no hubiera salido nunca de él.
A la mañana siguiente, en contra de lo que cabía esperar, todo comenzaría a cambiar para Martín. Una serie de circunstancias y de casualidades propiciaría la enorme sorpresa que al final él habría de llevarse. Jamás hubiera podido sospechar que su vida tomaría un giro tan sorprendente, un giro que la habría de conducir a una felicidad que nunca había creído que pudiera alcanzar para sí.
Acababa de salir de misa Martín, pues era domingo, cuando se acercó a un grupo de curiosos que se había congregado frente a un portal. El motivo de la reunión no era otro que la discusión que entre un joven y una señora mayor se había producido. Estaba ya concluyendo cuando él apareció en escena. La señora mayor se iba ya, dando muestras de su enfurecimiento. El joven, mientras tanto, permanecía junto a los curiosos, aguantando con entereza las últimas diatribas de la mujer, casi todas dirigidas a su falta de educación. Martín, callado, aguardó a que aquel episodio terminase. Los testigos de la disputa, al ver que la ofendida ya caminaba lejos, dieron en atender al supuesto agresor, al que preguntaron si realmente se sentía culpable de aquello. El interpelado, en lugar de dar respuesta, se fue alejando con cierta arrogancia del sitio, dejando a su vez también enfadados a los que se habían interesados por él.
Tras este incidente, todos los ojos de los presentes se clavaron en Martín, como si viesen en él a un sucesor del que se había ido. Quisieron saber de dónde venía y qué le había llevado por allí. Él contestó, con naturalidad, que había salido de misa y que el azar lo había conducido, sin saber cómo, hasta donde ellos casualmente se hallaban, quizá alarmado por las voces que había oído. Un señor, de corte muy parecido al de los otros, vestido con chaqueta clara y ataviado con sombrero de fieltro, le preguntó de qué país era, pues por las trazas que presentaba colegía que no era de allí. Él, sin ningún reparo, aclaró de qué pueblo y de qué comarca procedía y cuál era el motivo verdadero que lo había llevado a la capital. Aunque no era verdad, declaró que se sentía muy a gusto y que esperaba en lo sucesivo sentirse mucho más. El señor, al comprobar que no le faltaba la gracia y que parecía bien agradecido, quiso continuar la charla con él. Se enteró así de que era huérfano y de que dentro de poco habría de abandonar la fonda donde se alojaba por falta de dinero. Al hombre le dio lástima y, como premio a su buena disposición, se vio de pronto obligado a hacer algo por él: le dijo, sin pensárselo mucho, que le ofrecía un empleo en la tienda que regentaba, un empleo que al principio ejercería en calidad de aprendiz pero que con el tiempo sería muy bien remunerado. De esta forma, Martín vio cómo su vida variaba y daba un imprevisto vuelco, en un momento en que prácticamente había dejado de confiar en su suerte.
La tienda disponía de un surtido muy completo de muebles y de utensilios domésticos, fabricados todos ellos en talleres de la misma ciudad. Don Feliciano, el dueño, contaba con una numerosa clientela, procedente no solo de la capital sino también de todos los pueblos que constituían el cinturón aledaño. Martín pronto se dio cuenta de que estaba dotado don Feliciano de muchas artes para ejercer su oficio, entre las que por supuesto destacaba su vocación de servir al prójimo. Era amable con todo el mundo, condición con la que se habían granjeado innumerables amistades. Con él mismo se había esmerado desde el principio en atenderlo y en enseñarle todo lo que había de saber para llevar a cabo el trabajo que le había encomendado. El trabajo consistía básicamente en llevar recados y en realizar menudos arreglos a los objetos que estaban defectuosos.
Al cabo de un mes, Martín ya había progresado considerablemente. Por consejo de don Feliciano, donó la mula a unos arrieros que él conocía, pues era difícil que a partir de entonces le pudiera prestar los cuidados que ella requería. Con gran dolor, se hubo de despedir del animal, que lo había salvado de caer a un hondo precipicio: comprendía que era una de las condiciones que de algún modo había de cumplir para que la nueva vida que había emprendido pudiera seguir desarrollándose.
Un día que estaba en la tienda, apareció por ella una de las familias con las que don Feliciano tenía más largo trato. El padre era un señor muy delgado que iba vestido con cierto atildamiento. Tenía el rostro enjuto, los ojos hundidos, el bigote muy fino y recortado. Con cierta frecuencia, viajaba desde el pueblo en que vivía a la capital para comprar algunos productos. Aquel día llegaba acompañado de su mujer y de sus tres hijos. Martín se hallaba entretenido en uno de sus múltiples trabajos cuando ellos llegaron. Oía la voz de don Mateo, que así se llamaba el pueblerino, una voz grave, de un acento bronco y profundo. Don Feliciano estuvo hablando con él hasta que los demás miembros de la familia también intervinieron en el diálogo. Entre ellos, destacaba por su especial donaire la hija mayor, de una edad parecida a la de Martín. Era alta, airosa de cuerpo y de ademanes, con el cabello castaño, la cara más bien rolliza, los ojos de un azul cristalino. Martín, en cuanto salió de su rincón y se topó con su figura, se quedó prendado de ella, atrapado por el aura de beatitud que irradiaba de su persona.
Al final de la visita, cuando ya se iban los clientes con su mercancía, don Feliciano quiso presentarles al nuevo aprendiz. Fue, en realidad, algo muy breve, un intercambio de saludos y de parabienes. Sirvió para que los ojos de él volvieran a encontrarse con los de la primogénita, un momento tan solo en el que él se sintió  invadido por la oleada de ternura que la mirada de ella propiciaba.
La siguiente visita fue aún más prometedora. Se produjo un mes después de la anterior, cuando ya el otoño se había enseñoreado de la ciudad, sepultándola en un tiempo gris de brumas melancólicas y de tristezas seculares. En tal ocasión, los padres llegaron solo acompañados de la primogénita, a quien consultaban mucho para tomar determinadas decisiones. Este segundo encuentro tuvo como resultado una inesperada entrevista de los jóvenes, una conversación mantenida casi en secreto, en forma de susurros, de murmullos atenuados: mientras los mayores continuaban hablando, ellos pudieron intercambiar información sobre su vida privada, sobre los aspectos que acerca de ella más pudieran interesarles.
Después de esta experiencia, a Martín le quedó la certeza de que un cambio muy profundo se había operado en él: se veía, en virtud de esa transformación, como un  ser nuevo, como un ser que ya no pensaba en sí mismo para alcanzar la felicidad que en su día se prometiera; ahora estaba libre de egoísmos y de proyectos antojadizos, se había encontrado por suerte con alguien con quien compartir todo lo suyo.
Fue una premonición, un adelanto de lo que después de un modo inexorable habría de cumplirse: por mediación de los padres, Martín pudo entenderse con Amelia, que tal era el nombre de ella. Tuvieron, en efecto, nuevos encuentros, hasta que por una decisión afortunada de don Mateo él se fue a vivir con ellos al pueblo, donde le buscaron pronto cómodo alojamiento. Fue el comienzo de una relación muy venturosa: a los pocos meses de estar allí, don Mateo abrió para Martín un comercio, muy semejante al que don Feliciano tenía; era una concesión que hacía a su futuro yerno, con quien ya su hija se había prometido. La boda fue para todos motivo de gran regocijo: para Amelia porque se casaba con el hombre a quien más había querido nunca y para Martín porque ahuyentaba para siempre el fantasma de la pobreza que lo había perseguido desde que salió de su aldea.

7

Angustias tenía el niño en los brazos. Estaba a punto de salir; antes de hacerlo, se asomó por pura rutina al ventanuco de la habitación donde dormía con el marido y con el niño, un cuarto lóbrego, sin otro mueble que el camastro en el que se acostaban los tres. Llovía mucho aquel día; apenas se veía nada desde el ventanuco, aparecía todo borroso, difuminado por la lluvía. Dentro de poco Angustias tendría que salir para ir a casa de una señora que le había prometido una importante ayuda. Solo pensaba en ello: desde que se despertó no había hecho otra cosa. Conocía a la señora desde hacía mucho tiempo: era una de las más respetadas en el pueblo, con fama de rica, capaz de realizar regalos espléndidos; a ella la había socorrido siempre que a su casa había ido, a veces de un modo bastante generoso, aunque también decía que no podía atender de igual manera a todos los que se acercaban a pedir a su puerta. Por el tono en que ahora le había hecho aquella promesa, Angustias presumía que esta debía de ser para ella muy venturosa. Casi sin querer, soñaba con que así fuera. Ella se había acostumbrado a vivir con muchos sufrimientos y fatigas. Se había casado con dieciséis años, todavía una niña, el marido no tenía empleo ni casa donde pudieran alojarse, había sido todo muy precipitado, como era propio en los jóvenes de su entorno: se casaban al poco tiempo de haber entablado relaciones, por mera necesidad de estar juntos y de separarse de los padres con los que hasta entonces habían vivido. Lo tomaban como una aventura, casi como un reto, a impulsos de una voluntad que no se contenía ante ningún obstáculo. Para ellos, solo existía el deseo, el deseo de vivir un amor para el que habían sido destinados. Los animaba el instinto, un ardor incontrolado en la sangre que los exaltaba y los atraía con una fuerza desproporcionada. Era eso lo que los obligaba a acelerar el proceso de su noviazgo y a tomar la rápida decisión de casarse. A Juan, su marido, y a ella les pasó lo mismo: de la noche a la mañana se convirtieron en dos jóvenes maduros, cuando se dieron cuenta de que la vida no era tan sencilla como habían creído. Para empezar, tuvieron que hospedarse en una habitación que el padre de Juan les había cedido por un tiempo. Juan, al principio, trabajaba en el campo, en las tareas para las que lo llamaban, casi siempre de tipo eventual, para recoger un determinado producto. Con lo que ganaba en esos trabajos, pudieron ahorrar para comprar la casucha donde entonces residían, una vivienda en realidad muy humilde a la que hubo que hacer muchos arreglos. Después de aquel primer periodo, tuvieron un hijo, que era el que Angustias en sus brazos mantenía; sin embargo, cuando mejor parecían ir las cosas, Juan tuvo un accidente y se quedó muy lastimado de la pierna derecha, sin posibilidad para ejercer ya ningún oficio. Todo esto hizo que Angustias no tuviera más remedio que pedir ayuda a las gentes que en el pueblo pudieran dársela. Al principio sentía un poco de vergüenza, pero después se acostumbró a hacerlo. Con mucha suerte, conseguía recaudar una cantidad suficiente de dinero para costear los alimentos de cada día, aunque había veces también en que no disponía de nada y había de recurrir a la caridad de los vecinos, que le proporcionaban pan y  huevos para salir del apuro. Era muy triste la vida del pobre, se decía Angustias en tales momentos, desconsolada por lo que le ocurría. El marido, Juan, nada podía hacer: se limitaba a alentarla y a decirle que al final la fortuna les sonreiría. Él era, a pesar de lo que le había pasado, un ser bastante optimista: soñaba incluso con recuperarse de la pierna y con trabajar en todo lo que se le ofreciera. Era, según él, un gitanto legítimo, un representante genuino de la raza a la que pertenecía, acostumbrada siempre a superar dificultades y a recorrer largos trayectos para alcanzar sus objetivos, para asentarse en un mundo mejor. Con el fin de estar aún más seguro de lo que decía, Juan solía recordar todo lo que sabía acerca de su pueblo, acerca de la historia que sobre él le habían contado.
Angustias, después de rememorar todo aquello, se acercaba de nuevo al ventanuco, por el cual se asomaba con cierto temor. Hacía un tiempo fosco, de brumas húmedas, de jirones de nubes muy oscuras, con lluvias que a veces caían con inopinada fuerza, con un ritmo de notas que parecía constante, compuesto de sonidos que tenían una cadencia muy monótona. Angustias miraba la cortina de agua que al otro lado del ventanuco colgaba, un velo grisáceo en el que apenas se vislumbraban desgarrones, espacios por los que pudiera deslizarse una luz distinta, una luz acuosa pero teñida quizá de esperanza. El niño, en sus brazos, permanecía tranquilo, incapaz de comprender todavía lo que a ella la acuciaba, los deseos que de forma impetuosa pujaban por abrirse paso en su mente. A aquella hora, después de haber tomado su primer alimento, el niño estaba casi dormido: tenía los ojos entornados, a punto de cerrarse por el sueño que comenzaba a invadir su cuerpo. Dentro de poco, habría de salir Angustias nuevamente con él a la calle, como había hecho a diario desde que se habían quedado en la inopia, aunque esta vez lo tendría que hacer bajo la lluvia, bajo una lluvia que por momentos se volvía muy intensa. La consolaba, sin embargo, la esperanza de que el donativo anunciado por aquella señora pudiera encerrar una gran sorpresa: soñaba con que a doña Virtudes, como así se llamaba, se le hubiera ido un poco la cabeza y le hubiese dado por mostrarse extraordinariamente generosa; a lo mejor se había encontrado con una parte de la herencia con la que no contaba o había tenido suerte en una operación financiera en la que se hubiera metido, y había querido compartir con los pobres la fortuna que en sus manos inesperadamente había caído. Ella, que la conocía bien, sabía que doña Virtudes estaba dotada de unas cualidades que eran muy raras en otras personas de su misma condición: era, ante todo, muy sensible; atendía por igual a todos los desgraciados que llamasen a su puerta, se preocupaba de verdad por ellos, los socorría siempre con lo que creía adecuado, aun cuando a veces se quejaba de que eran ya demasiados los que habían acudido a ella. Tenía ese don de trasnmitir una confianza ilimitada a todos los que con ella tratasen, especialmente a los más humildes, a los que solo eran objeto de desafecciones y desdenes, a los que vivían de las sobras o de las migajas que a otros más afortunados se les cayesen, seres anónimos para la mayor parte de la sociedad, poco menos que invisibles, sin un rostro que los pudiera definir, sin una voz con la que lamentarse del cruel mundo que los rodeada, de las graves injusticias de las que eran víctimas, seres que iban y venían por las calles, muchas veces con un bolso, con un carrito deteriorado de la compra, con un niño echado sobre el hombro o encajado en la cintura, como ella con frecuencia llevaba al suyo. Era ya casi la hora de salir. Llovía aún más recio que antes, caía la lluvia de un modo oblicuo, como si la arrojasen de esa forma para que cobrara más violencia, se oía su breve zarpazo sobre los cristales del ventanuco, en los que quedaban marcadas por unos instantes las huellas de una mano deforme, de unas uñas que no tardaban en deshacerse. Angustias lo miraba todo con resignación, con un pesar contenido, sobre todo porque esperaba que al final surgiese algo que la ilusionase, algo con lo que no quería soñar demasiado, ya que de esa manera no se decepcionaría después si la realidad no se correspondía con lo que había proyectado. Cogió el paraguas para irse, se lo colgó de un brazo, cerró la puerta de la casa, abrió el paraguas y se acomodó mejor al niño sobre su hombro para ir a casa de doña Virtudes, como el día anterior había acordado. El agua le golpeaba a veces la cara, pues tendía a proteger al niño y dejaba parte de ella al descubierto, expuesta al azote de una lluvia que se mostraba inclemente. Fue un camino muy largo y embarazoso, en el que sufrió no poco. Llevaba la falda empapada, los zapatos parecidos a barquichuelos que estuviesen a punto de naufragar por la cantidad de agua que los había calado. Tenía frío, experimentaba pequeños calambres en las piernas. El brazo con el que sujetaba al niño apenas lo sentía. Cuando llegó a casa de doña Virtudes, esta enseguida se apiadó de su estado y la hizo pasar a un cuarto que había al lado del vestíbulo. Le acercó también una estufa para que se secara y entrara en calor y, en un nuevo gesto de generosidad, le llevó un vestido suyo que ya no usaba para que se mudara. Mientras Angustias hacía esto último, tomó ella misma al niño en brazos y lo arropó con una mantilla, al tiempo que paseaba con él por otras habitaciones de la casa para distraerlo. En esos momentos, se acordaba doña Virtudes de la parábola del buen samaritano, en la que Jesús con su acostumbrada clarividencia mostraba quién era el prójimo al que había que amar y atender como a uno mismo. En aquel caso, el prójimo era para ella aquella mujer joven, falta de dineros y de alimentos, de etnia gitana, a la que la mala suerte había colocado en una situación de extrema pobreza. Tenía, pues, que ayudarla si quería ser consecuente con la parábola evangélica, si quería imitar a Jesús. Era lo que precisamente estaba haciendo en aquellos instantes, lo que había hecho desde que la conoció. Para que no le faltara nada durante una semana, había preparado para ella una bolsa grande de comida: era el donativo que le había prometido, con el cual pretendía asimismo estar bien con su conciencia.
Cuando poco después reveló doña Virtudes en qué consistía el regalo, Angustías trató de disimular la pequeña decepción que sufría. Se conformó con pensar que de ese modo dejaría de pedir por las calles durante una semana y que gracias a él recibía las atenciones con que era agasajada aquel día. Como continuaba lloviendo y no era propio de un buen samaritano dejarlos marchar así, Doña Virtudes consideró que debía invitar también a comer a la madre y al hijo. Era lo que su corazón le exigía entonces. "Después, cuando escampie, os podréis marchar con la bolsa de comida", añadió.