La literatura es siempre magia

En la literatura todo se desvitúa y desrealiza para tomar un aspecto nuevo, para que lo que en ella aparezca nos invite a soñar. Es su principal propósito; si no se cumple, se convierte en un mensaje huero, en un insulso planteamiento. La vida en ella llega a su plenitud, pues lo que se sueña es lo que pervive, lo que se resiste a sucumbir.







jueves, 30 de junio de 2011

Poema 31

Dame tu mano,
subamos aquel puerto,
alcancemos aquella cumbre
que entre nubes descuella;
descendamos después,
si es preciso, por cañadas oscuras,
por pasajes angostos.

Dame tu mano,
que nada nos detenga,
que nada nos sujete
ni tampoco nos intimide.
Avancemos despacio,
con el ánimo bien resuelto,
unidos para siempre.

Dame tu mano,
tu mano
junto a la mía,
tranquila, abandonada
−pájaro o nube−,
dulce tacto de ángel,
tu mano
junto a la mía,
segura, inmarchitable,
transmitiéndome a mí
su pulso fervoroso.

Dame tu mano,
crucemos aquel río,
aquel caudal de agua interminable,
paseemos por su ribera
igual que dos amigos,
igual que dos enamorados
que quisiesen ver en sus ondas
reflejado el amor que los abrasa.

Dame tu mano
−lirio o promesa−,
lleguemos pronto a aquella plaza
en la que una multitud se congrega,
inquieta, bulliciosa,
mezclémonos con ella cuanto antes,
compartamos con ella
todo lo que nos mueve.
Sí, mírala, mira a toda esa gente
que allí en la plaza se reúne,
nota en sus ojos un fulgor relampagueante,
una luz que la asiste.

Ven, acerquémonos,
con el corazón palpitante,
estrechemos sus manos,
las manos
de todos esos hombres y mujeres
que hay agolpados en la plaza,
una muchedumbre exultante,
vibrante de gozo y de esperanza.
Seamos dos que se unen,
dos que se agregan a toda esa gente
y que se confunden con ella
y que con ella forman
un mismo corazón,
una misma alma,
eterna y multiforme,
por virtud de unas manos que se tocan,
de unas manos que se entrelazan
para no separarse nunca.

Ven, aligera el paso,
confía en mí,
sígueme hasta donde yo vaya,
llévame hasta donde tú quieras,
subamos aquel puerto,
alcancemos aquella cumbre
si eso es lo que deseas.
Es un sueño la vida,
la vida que Dios nos regala,
la vida que ahora palpamos
cuando nuestras manos se estrechan.
Cabe en ellas un cielo,
un cielo azul que se tiñe de rosa por las tardes,
un cielo azul
que nuestras almas surcan como dos nubes plácidas,
movidas por un viento dulce…
Como dos pájaros
que vuelan par a par
y se levantan sin esfuerzo,
y aletean cada vez con más ansia,
y se ciernen, y planean
sobre un paisaje humano,
y se alejan por el aire,
y atraviesan espacios ignorados,
y vibran con todas sus fuerzas,
y brillan con el sol
cuando en sus alas se refleja,
y vuelven, y se posan,
y cantan porque son felices,
porque se sienten
colmados de alegría,
ebrios de una ilusión sin límites…
Dos pájaros,
dos nubes plácidas,
dos manos que se juntan
y que se unen con otras manos.
Esta es nuestra fuerza,
el secreto que nos sostiene,
el amor que nos lleva
hacia el horizonte de luz
que a lo lejos nosotros vislumbramos.

lunes, 6 de junio de 2011

Nueva versión de "Cruce de caminos"

CRUCE DE CAMINOS



Pedro Ruiz-Cabello Fernández





















“Si el que comienza se esfuerza, con el favor de Dios, a llegar a la cumbre de la perfección, creo jamás va solo al Cielo, siempre lleva mucha gente tras sí; como a buen capitán , le da Dios quien vaya en su compañía”.

Santa Teresa de Jesús, Vida, capítulo 11.































Aunque pudiera parecer que este relato reproduce ciertas vivencias o recuerdos de mi infancia, no por ello se debe confundir con la realidad de los tiempos que en él se evocan, ni mucho menos tratar de reconocer o de identificar a algunos de sus personajes.













Primer capítulo






Algunas tardes la había visto pasar por la plaza, con una carpeta marrón y dos o tres libros bajo el brazo, con un gesto de cansancio o de paciencia consumida, quizá resonándole aún en los oídos la voz engolada del profesor que le impartiera la última clase, una lección que a él se le antojaría acaso muy complicada y de la que ella hubiera tenido que tomar afanosos apuntes; aunque nunca había cursado estudios superiores, la imaginaba en un aula del instituto, sentada en su pupitre junto a alguna amiga, frente a una pizarra llena de números o de nombres importantes, tratando de resolver una ecuación o de redactar en unas líneas sus ideas acerca de cualquier asunto; porque él aún desconocía por completo sus preferencias, el tipo de materias o de asignaturas que ella estudiaba y que habrían de ser decisivas en su formación académica. Pasaba casi siempre a la misma hora, a eso de las siete y media; cruzaba la plaza con cierta negligencia, como si no quisiera llegar tan pronto a su casa, reacia a someterse a una rutina de la que no pudiera liberarse. Había días, sin embargo, en que no la veía, quizá porque ella hubiese pasado un poco antes o después de las siete y media, o porque él en ese instante se hubiese descuidado, atendiendo a algún cliente de la taberna donde actualmente trabajaba. Era ésta un local bastante espacioso, con unas cuantas mesas y sillas distribuidas sin ningún orden; con varios toneles de vino alineados sobre un poyete, al lado de la cafetera. Las paredes estaban decoradas con carteles de toros y con diversas estampas en las que figuraban algunos de los parajes y rincones más representativos de la ciudad. Había un fuerte olor a tabaco que se mezclaba con el que se desprendía de las sartenes y planchas de la cocina, situada a continuación del mostrador, en un espacio reservado para ella, al otro lado de un tabique. Había también dos o tres vasares repletos de botellas con licores distintos, algunas muy antiguas y cubiertas de polvo. Junto a la puerta se hallaba una enorme vidriera, a través de la cual él divisaba una amplia panorámica de la plaza. Había entrado a trabajar allí con apenas catorce años, después de haber vivido experiencias muy difíciles y que en cierto modo habían conformado su carácter, en las que tampoco había faltado el amargo sabor del desencanto, pero de las que él había aprendido a sobreponerse y a no sucumbir a las penalidades con que de continuo se encontraba. Al principio se había dedicado a menesteres poco importantes: ayudaba en la cocina cuando era necesario, barría el suelo, fregaba, realizaba algún encargo... Cumplía sus tareas con tal diligencia que muy pronto el dueño de la taberna no tuvo más remedio que acordar con él un sueldo más honorable. Ahora era camarero: compartía su trabajo con Julio, un tipo muy amable que llevaba allí más de quince años y con el que había llegado a congeniar bastante.
Aún era demasiado pronto para que ella apareciera por una esquina de la plaza; a veces incluso se quedaba mirando un punto cualquiera de la taberna, para ver si se hallaba allí su padre, un famoso abogado con el que él solía hablar con frecuencia, casi siempre de aspectos relacionados con la vida cotidiana o de temas que apenas podían despertar en ellos un interés inmediato y que, sin embargo, servían para consolidar el aprecio y la confianza con que ya se trataban. Aquel día no había visto aún a don Antonio, como así se llamaba el abogado; era probable que estuviera ocupado en su despacho, examinando alguno de los innumerables casos que llevaba, como en una ocasión a él le comentara después de una larga y fatigosa jornada. Tenía, no obstante, don Antonio la admirable facultad de olvidarse de sus problemas en cuanto se ponía a hablar de otros asuntos, como si aquéllos apenas existieran o no pudieran enturbiar sus ratos de ocio, un tiempo que a menudo transcurría en la taberna y que sin duda aprovechaba para departir con sus amigos o para tomar unas copas de vino. Por eso ella a veces se quedaba mirando, porque sabía que era aquél uno de los sitios más frecuentados por su padre, al que éste solía acudir para desquitarse de su trabajo. De hecho, la primera vez que se había fijado en ella fue por este motivo: aunque hacía ya algunos meses de aquello, él no podía por menos de recordar ahora el instante en que se acercó al mostrador para preguntarle si había llegado el padre. Aquel encuentro no significó gran cosa, pero a él le cautivó desde entonces su figura, el natural encanto que se desprendía de su persona y de todos los atributos que la ennoblecían. Le impresionó de tal manera que no hallaba en ella nada que no acentuara su belleza; todo para él era perfecto: el color de sus ojos, de un azul muy claro, casi transparente; la forma de su boca, de labios muy finos y delicados, en los que se dibujaba de pronto una breve sonrisa; su pelo rubio, más bien corto y ondulado; la firmeza de la voz, fiel exponente de un ánimo que parecía bastante desenvuelto y que se manifestaba también en su modo de comportarse, en la seguridad con que había actuado aquel día, como si ya lo conociera y hubiese intercambiado con él palabras de mayor afecto. Pero esto ocurrió hacía ya algún tiempo, y casi no dejó en él otra huella que la que evoca una emoción pasajera, un sentimiento que se desvanece si no se afianza con la continuidad de unos actos. La segunda vez que habló con ella había de ser más determinante; fue la semana pasada, un poco después de que la viera regresar del instituto. Había entrado allí con la misma resolución de antes, sin que apenas hubiese variado su figura, con un jersey de lana echado sobre los hombros. Se acercó de nuevo a él para dejarle un recado a don Antonio, que volviera pronto a la casa si quería corresponder con una visita; pero en esta ocasión había mencionado su nombre, quizá porque el padre le hubiera revelado cómo se llamaba aquel mismo día en que ella le refiriera que la había atendido un camarero joven, de una edad parecida a la suya, un chico alto y delgado, de pelo castaño y aspecto más bien tranquilo. Aquel detalle lo desconcertó, y suscitó en él algo que hasta entonces nunca había experimentado, la turbadora y apremiante sospecha de que ella también lo reconociese y lo identificase en una conversación, o de que incluso pudiese pensar en él en algún momento, en algún momento en que ella necesitara abstraerse de los estudios, entregada a esa reconfortante tarea en que casi por azar acuden a la mente los más inopinados recuerdos o los hechos más fortuitos, igual que a él le ocurría ahora, acodado en un extremo del mostrador, desde el que podía divisarse la plaza, esperando que ella apareciera y la cruzara como siempre con esa aura de encantamiento que se concede a los seres que ocupan ya un lugar privilegiado en la memoria. Miraba una y otra vez el espacio por el que dentro de poco pasaría, cercado ya por los árboles del otoño, con el sol del atardecer envolviendo sus ramas amarillas, que se iban poblando de pájaros a aquella hora; le gustaba entonces asomarse a la puerta y escuchar sus trinos, el animoso afán con que se interpelaban y confundían, sin que en ellos hubiese el menor atisbo de desilusión antes de que la noche los sorprendiera, como si apenas hiciesen distinción entre la luz que despunta y la luz que termina; él aprovechaba también para espiar las idas y venidas de los transeúntes, con la esperanza de que en cualquier instante pudiese aparecer ella, caminando parsimoniosa entre la gente, como si dejara tras de sí una estela de pesadumbre o de enojosas obligaciones. Temía entonces que se produjese un encuentro, pues estaba seguro de que no sabría explicar el motivo por el que se había asomado a la puerta; temía que ella no lo comprendiera, o que creyera que había otra causa que justificaba su comportamiento y que no se había atrevido a revelarle todavía; y era posible incluso que reprobara su conducta, sintiéndose acaso molesta por el modo tan ridículo con que él disimulara sus intenciones.
A su edad, con diecisiete años cumplidos, a pesar de que reunía ya una vasta experiencia de contratiempos y adversidades, aún no había tenido él antes la ocasión de enamorarse, y ahora lo hacía con una fuerza que a veces creía desmesurada: quizá fuera ésta la última prueba que le faltaba, la prueba definitiva con la que hubiera de enfrentarse, a una edad en la que otros ya han resuelto esta clase de asuntos. También en esto se veía muy diferente del resto de la gente, y se sentía indefenso ante lo que el amor pudiera depararle, como si no se considerara capaz de amoldar en su ánimo una dicha tan grande como la que en sus sueños apuntaba. Aún no le había confesado tampoco a nadie aquel secreto que tanto lo embebecía, ni siquiera a Julio, el cocinero de la taberna, al que trataba con gran confianza; lo único que éste le había dicho es que ella estudiaba en un instituto, después de que la viera un día salir de allí; pero él no supo continuar la conversación, o no quiso que Julio indagase en su problema, temeroso de que descubriese las flaquezas de su espíritu acerca de un tema ante el que se mostraba tan inseguro. Quizá debía contárselo a alguien, se decía con cierta frecuencia: no era bueno que se reservara nada, por muy vergonzoso que fuese el producto de su mente, pues estaba harto de comprobar que las cosas que se guardaban con demasiado celo eran las que después daban peores resultados; y él nunca había sucumbido a la tentación de ocultar sus defectos o sus manías a nadie, consciente de que éste era un mal en el que muchos caían. Aunque en su infancia hubiese sido algo tímido, la vida le había enseñado a superarse y a saber valorar lo que realmente mereciera la pena; en tal caso, sin embargo, no podía evitar sentirse en contradicción consigo mismo, sobre todo después de reconocer que no lograba sobreponerse a lo que le ocurría y que no hallaba la manera de dominar sus emociones. Si de algo se enorgullecía, era precisamente de haber salido airoso de numeroso trances: siempre había buscado el camino recto que lo alejase de las mezquindades y de las turbias asechanzas de este mundo; sin embargo, el amor se le presentaba ahora como una oscura selva por la que sus pasos se perdían o retrocedían al mismo punto, sin que hubiera en ella ninguna senda abierta que lo condujese hasta un lugar más despejado, ningún atajo por el que al fin escapara de aquel intrincado laberinto que a cada instante se le ofrecía. Parecía como si al amor nunca se llegase por caminos rectos, sino por vericuetos estrechos y tortuosos: cuando más convencido estaba de que la suerte acabaría sonriéndole, surgía algún otro pensamiento o incertidumbre con los que no contara. Su principal temor consistía en que ella reparase en sus pretensiones y en que apenas las estimase; porque había algo que nunca se le ocultaba, aunque a veces discurriera con febril entusiasmo: él era un simple camarero y ella, una chica que aspiraba a una clase de vida muy diferente de la suya, cuyo padre gozaba además de un gran prestigio en la ciudad. Quizá lo más sensato era que la olvidase cuanto antes, pero él aún se aferraba a la idea de que no fuera verdad todo lo que pensaba; y no se imaginaba que un día no esperara con impaciencia que ella apareciese por la plaza, como entonces hacía, cuando ya faltaban pocos minutos para las siete y media, ese mágico momento en que había de verla pasar por allí camino de su casa. Le era grato permanecer en acecho, acodado en un extremo del mostrador, deseando quizá que ella regresara un poco más tarde de lo previsto, porque así aquella ansiosa espera se alargaba, y él tenía la oportunidad de pensar en los motivos por los que se hubiese retrasado, en una suma de casualidades que la obligasen a entrar otra vez en la taberna; sin mucho esfuerzo, imaginaba lo que entonces le diría, alguna anécdota divertida que la sorprendiera y la animara a prolongar su estancia, todo lo que ella después le referiría en tono de confidencia, un breve comentario acerca de los estudios o de las inquietudes más íntimas, dos o tres frases sueltas en que hablara de la afición a la lectura o a un determinado grupo de música, o a los atardeceres de otoño. Miraba distraído a través de la vidriera que había junto a la puerta. Miraba una fuente con dos tazas de mármol que se hallaba situada entre los árboles, los edificios de enfrente, sus fachadas decrépitas y llenas de desconchones, bajo una luz cada vez más imprecisa; una luz tan suave, que lo cubría todo de una cálida dulzura, en la que él creía percibir la huella de otro tiempo; tan irreal y magnífica como la que se advierte en la atmósfera de un sueño. Se dio cuenta de que se había vuelto más observador, un cambio que se había iniciado demasiado pronto, después de haber conocido el lado más oscuro y aciago de la vida; porque él había sido un mendigo, un niño pobre que había aprendido a prevenir los peligros y a examinar todas las situaciones, sin apartarse un punto de aquel camino recto por el que siempre trataba de allegar mejor suerte; y ocurrió que, de tanto ejercitarse en esto, adquirió el hábito de reflexionar y de fijarse en cualquier detalle, y ello derivó en nuevas cualidades que él cultivaba con agrado. No era, pues, extraño que se aficionase a la pintura, ni que en sus ratos libres visitase museos y galerías de arte; pero nunca había compartido con nadie estas cosas, sino que las valoraba en secreto, como un rasgo que fuera inherente a su carácter y que había de influir en su comportamiento, una sensibilidad que lo alejaría también de fruslerías y de estereotipos mundanos.
Pedro, un carajillo, como tú sabes le había pedido un cliente con la euforia de quien está a punto de satisfacer su mayor deseo.
Él ya conocía los gustos y debilidades de las personas que más frecuentaban la taberna: sabía incluso lo que iban a tomar antes de que se lo pidieran y, cuando se les antojaba algo distinto, también él lo barruntaba, quizá porque se había acostumbrado a escrutar en sus gestos las necesidades o fatigas que tenían. En este caso, se trataba de un señor gordo, con la cara entumecida, al que no era muy normal ver por allí a tales horas, un hombre afable y simpático, del que nunca cabía esperar ninguna impertinencia o ningún exabrupto desmedido. Le gustaban los carajillos de anís, como solía proclamar a menudo ante la atenta mirada de quienes entonces lo acompañasen; porque era un hombre que en seguida se ganaba el afecto y la amistad de todos los que lo rodeasen, un afecto y una amistad de los que no había que excluir a Pedro, que siempre estaba dispuesto a celebrar sus ocurrencias con una sonrisa o con un gesto de sincero asentimiento.
¡Qué buen camarero eres! subrayó con la misma euforia de antes, después de que Pedro le hubo servido el carajillo.
Aquella tarde lo acompañaba un viejecito bastante displicente que casi no hablaba con nadie y que, cuando lo hacía, no tenía otro modo de relacionarse con la gente que el que le inspiraba su genio malhumorado e impulsivo. Con este señor, sin embargo, siempre se mostraba menos desabrido, como si en él encontrase unas virtudes inusuales, o una forma de compensar su atrabiliaria conducta. No había más clientes en la taberna aquella tarde. Julio, mientras tanto, limpiaba y ordenaba los utensilios de la cocina; era tan meticuloso que no se perdonaba a sí mismo ningún descuido ni nada que pudiera reprochársele. Julio había sido para él todo un ejemplo desde el principio, un padre de familia, disciplinado y correcto, preocupado por la educación y la felicidad de sus hijos, un hombre que además sabía darle a cada uno el trato que le correspondía. A él, por lo visto, le correspondía una buena dosis de cariño.
Miró el reloj. Eran ya las ocho menos cuarto, y ella aún no había aparecido. Quizá se hubiera entretenido con alguna amiga, o quizá hubiera pasado mientras preparaba el carajillo, aunque cabía también la posibilidad de que estuviera enferma y no hubiera ido al instituto. Pero él no tardaba en renovar sus esperanzas, y pensó que tarde o temprano se cumpliría lo que soñaba. Poco después, sin embargo, había de atemperar sus ilusiones, consciente de que éstas no eran suficientes para que su proyecto madurase, para que a ella no le importara salir con un chico que no le proporcionaría otra satisfacción que la que podía otorgarle un carácter tan franco y bondadoso como el suyo; con un chico que nunca se excedía hablando, sino que procuraba intervenir en el momento oportuno y de forma comedida, diferenciándose así de otras personas que de continuo se enredaban en inútiles comentarios o en prolijas explicaciones. Estaba tan abstraído que ni siquiera se percató de que se disponía a entrar un nuevo cliente en la taberna. Era un señor que vestía un traje azul marino, un tipo alto y delgado que no dejaba de mirar a un lado y a otro con cierto desasosiego.
Un coñac, por favor le pidió cuando hubo llegado.
¿De qué marca? preguntó él, como hacía casi siempre con los clientes a quienes no conocía.
Me da igual: el que usted quiera, por favor.
Ahora mismo.
Pedro advirtió en seguida algo extraño en aquel hombre, una secreta pesadumbre que quizá se reflejaba en su mirada recelosa o en su modo de comportarse. Empleaba aquella fórmula, por favor, como si con ella quisiese rendir la voluntad de quien lo atendiera; aunque sólo fuera una rendición momentánea, porque a él lo que realmente parecía molestarle era que lo observaran. Apenas se hubo tomado el coñac de un solo trago, lo pagó y se marchó con la misma cautela con que había llegado.
A Pedro no debían de sorprenderle ya estas rarezas. En otra ocasión tuvo que lidiar con un tipo aún más extravagante, el cual no hacía más que decir que venía de la Luna. Estaba un poco bebido, y no cesaba de contar historias del servicio militar, mezcladas con otras en que refería lo que le había ocurrido en varios países extranjeros; a cada instante detenía su animado relato para insistir en su insólita procedencia. A Pedro no le cupo la menor duda de que aquello había de tomarlo en sentido metafórico, como delataba quizá su irónica sonrisa; por un momento sospechó que podía tratarse de una experiencia alucinante, en la que hubiera conocido a una mujer cuya belleza lo deslumbrara, pues a veces nombraba la Luna como si hablara de un ser al que se idealiza; al final incluso levantaba el dedo índice de la mano derecha, dando a entender que le reservaba un puesto preeminente entre todas las cosas. Tenía ya un nutrido grupo de personas escuchándole, todas dispuestas a aplaudir cada una de sus excentricidades; pero a él no debía de restarle fuerza aquello, sino que le servía de estímulo y de desenfreno, ya que no paraba de complicar sus historias con episodios que pertenecían a otras, y éstos a su vez los confundía con anécdotas o sucesos más recientes. Se había enredado tanto que aún había de necesitar dos horas más para concluir su relato.
Pero entonces era bien distinto: aquel hombre sólo pretendía acaso pasar inadvertido, temeroso de que alguien que no fuera el camarero pudiera percatarse de su adicción a una determinada clase de bebida, como si al reducir el número de testigos de su vicio se atenuase también el sentido de su culpa. Porque hay personas a las que les cuesta reconocer sus propios defectos, concluyó Pedro antes de las ocho, a esa hora en que la piel de la tarde había ya envejecido y en que la plaza empezaba a cubrirse de una luz difusa. Quizá es gente soberbia, continuó pensando: gente que siempre trata de salirse con la suya y que oculta a los demás sus intenciones o sus rarezas. A él, por el contrario, no le importaba que los demás supiesen cómo era; entre otras razones, porque no iba a cambiar mucho la imagen que de él tuvieran. Por eso ahora deseaba contarle a alguien su secreto, un amor que se le antojaba ya inalcanzable, como un sueño que se disipara entre los gruesos pilares de su conciencia. Pensó en contárselo a Julio, pero no estaba muy seguro de lo que le aconsejaría; y él no quería abandonar aún la causa de su empresa, aunque para ello hubiera de luchar contra tres poderosos enemigos: el miedo al fracaso, la falta de una estrategia clara y su propia inexperiencia en estas lides. Quizá necesitaba la presencia de un guía sólido que le aconsejase en todo momento, porque no hay héroe que en su formación o en sus primeras andanzas no lo haya tenido; y como un héroe él se aferraba con orgullo al mástil del que pendía la bandera de sus ideales, aunque su valor era insuficiente para contrarrestar todos los peligros y amenazas que sobre él se cernían. Sí, echaba de menos a alguien que lo animara a seguir adelante en su camino, y Julio quizá había de instruirle con excesiva prudencia; así que desestimó la idea, y se puso a meditar en otra no menos productiva: se acordó de fray Gabriel, un capuchino al que había conocido en la puerta de su convento y que siempre había confiado en él desde el principio. Quizá no necesitaba a nadie que lo instruyera en asuntos profanos, sino a un conductor de almas, alguien que estuviera dispuesto a escucharlo y que fuera capaz también de respaldar sus intereses. Imaginaba ya a fray Gabriel paseando con él por el claustro del convento, pero en ese instante irrumpió un grupo de universitarios en la taberna. Se había acostumbrado a reconocerlos por el aire de superioridad o de indolencia que mostraban, aunque quizá era él el que los veía de esta manera. Habían ocupado una mesa del fondo, y no parecía que estuviesen muy de acuerdo en lo que iban a tomar, como si todo en su vida hubiese de ser analizado y sometido a riguroso debate. Al final uno de ellos se acercó al mostrador y le pidió a Pedro unas cervezas y unos bocadillos de jamón untados con mantequilla.
No tuvo ya Pedro tiempo de emplearse en otra cosa que en atender a los clientes que iban llegando a la taberna: unos se marchaban en seguida; otros permanecían un buen rato, consumiendo varias veces el mismo tipo de bebida; a algunos debía de haberles gustado el sitio, pues se resistían a abandonarlo o no se daban cuenta de las horas que habían transcurrido desde que llegaron. Esto fue lo que le sucedió a aquel señor gordo del principio, quien después de haber tomado el carajillo no sólo cambió de bebida, sinto también de interlocutores; de modo que participó en casi todos los diálogos e hizo oír su opinión en más de una polémica.
Así pasó la noche, sin que Pedro volviera a abismarse en el hueco profundo de sus reflexiones. A eso de las diez miró de nuevo la plaza, como si obedeciera a una costumbre; la vio vacía, escasamente iluminada por unas farolas, con cuajarones de sombra en las esquinas. Vislumbró a lo lejos la silueta fugaz de unos transeúntes, pero era imposible reconocer sus figuras. Tenía todo un aspecto fantasmal al otro lado de la vidriera; parecía como si la vida estuviera recluida en aquel recinto cerrado, lleno de humo y de voces exasperantes. Una vida trepidante, en la que apenas había tregua y en la que a menudo debía involucrarse, aunque a veces creyera que nadaba contra una corriente turbulenta y que con mucha dificultad conseguía no naufragar en ella: son los tiempos actuales, como había oído decir a más de uno, un ritmo acelerado que se le imponía desde todos los sitios y desde todos los ángulos, un ritmo que era también fiebre monetaria, y ostentación de las riquezas, y afán propagandístico, y vicios desenfrenados. Por más que lo intentaba, no podía permanecer ajeno a estas cuestiones, quizá porque su actitud distaba mucho de la de aquellos que creían que su responsabilidad terminaba donde comenzaba la de otros. Iba pensando en todo esto mientras caminaba después por calles silenciosas y casi abandonadas. Se miraba de reojo en las lunas de los escaparates, y hallaba una imagen muy desfigurada de sí mismo, la imagen de un ser extraviado en la noche y que no era capaz de desandar el camino transitado, una trayectoria que sin duda le conduciría a un pasado tormentoso, del que él había escapado casi milagrosamente, y se veía de nuevo deambulando a solas por la ciudad, sin que nadie reparara en su presencia, un niño escuálido y mal vestido que estaba condenado a ser un desecho, una piltrafa maloliente de aquella sociedad que sólo sabía volverle la espalda. Pero ahora tenía un empleo más o menos respetable y un sueldo que le permitía, entre otras cosas, hospedarse en una pensión bastante decente. No comprendía, pues, el motivo de aquel decaimiento, aunque también podía deberse a una impresión pasajera, producida por una eventual saturación de sus sentidos. Había, no obstante, en su rostro un gesto de preocupación contenida, un sello de pesadumbre en sus ojos desvalidos. ¿Por qué no se mostraba ahora tan seguro? ¿A qué obedecía aquel cambio tan repentino? ¿Era quizá el amor la causa que lo justificaba todo, una fuerza que interrumpía y anulaba el control que él siempre había ejercido sobre su conciencia? Se hacía estas y otras preguntas mientras se dirigía a la pensión donde se hospedaba. Se sentía entonces vulnerable, como si su vida dependiera de un cúmulo de casualidades imprevistas, de un conjunto de hechos azarosos que condicionaran su futuro. De pronto tuvo la certeza de que su amor estaba sujeto a aquella cadena de imponderables, y consideró la posibilidad de que también le aguardara un final inesperado. Resignado con su suerte, se puso a analizar con más frialdad sus sentimientos, y sólo halló en ellos un vago desasosiego que lo obligaba a actuar a veces con excesiva impaciencia, cuyo origen quizá había de remontarse a la época en que se quedó solo, sin otra compañía que la de un pariente de su madre, que además estaba bastante chiflado; porque él era huérfano: su padre había desaparecido a poco de que él naciera, y su madre murió diez años más tarde, víctima de un fallo cardíaco, como certificó el médico que se apresuró a atenderla ese día. Así que no tenía otro modo de rellenar aquel vacío que amando a otra persona que lo quisiese, y esa persona ya no era un ente inconcreto o una nueva figuración de la fantasía: la veía algunas tardes cuando regresaba del instituto, y había hablado con ella en dos ocasiones, y ella había despertado en él un sentimiento arrebatado, y ya no pararía hasta averiguar si de veras lo querría. Sí, era un modo de compensar aquella falta que tanto lo había marcado, la ausencia de una madre que lo habría protegido y animado en los momentos más difíciles y a la que él habría correspondido con frecuentes manifestaciones de cariño. Como una bola de nieve que en su rodar va adquiriendo más volumen y peso, aquel vacío suyo había experimentado un aumento tan considerable que él temía que fuese algo ya casi enfermizo, una obsesión que lo arrastrara por una pendiente y que le hiciera rodar inevitablemente por ella, a punto de despeñarse y de caer a una sima oscura, un lugar siniestro donde jamás se repondría. Por eso procuraba reunir todas las fuerzas que le quedaban, a fin de luchar con ellas contra aquella tendencia que no remitía; y después de varios intentos, comprendió que sólo lo conseguiría desviándose de la ruta que llevaba y tomando otra por la que se dirigiese a un sitio más apartado, donde al fin pudiera descansar y ver las cosas de un modo más claro. Quizá todo ello se lograría si se lo contara a fray Gabriel, pensó de nuevo Pedro. Se cruzó entonces con una mujer vestida de negro, e intercambió con ella un breve saludo. Vivía cerca de la pensión donde él residía y tenía la extraña costumbre de pasear un rato por las noches, que era cuando más a gusto se sentía, según le había confesado una vez en que coincidieron en una calle; le refirió a continuación la manera en que ella se había ido quedando sola en el mundo, algo parecido a lo que a él le ocurría, se dijo ahora, aun cuando ella era una mujer mayor que habría renunciado ya a casi todo en esta vida. Pedro aspiraba, en cambio, a un estado más favorable, una ilusión que consistía más bien en una quimera de carácter amoroso; aspiraba a esta clase felicidad, una felicidad que para algunos resultaba insuficiente si no aparecía acompañada de satisfacciones de otra índole, pero que para él representaba la culminación de todos sus anhelos. Por eso aquella noche, después de haberse cruzado con su vecina, no pudo por menos de compadecerse de ella, igual que lo había hecho el día en que le contó cómo había visto morir uno tras otro a cada uno de los integrantes de la familia; pero ya era muy tarde para retroceder sobre sus propios pasos, y se abstuvo de ir en su busca. Regresó a la pensión con la certeza de que había también personas que necesitaban su ayuda.














Segundo capítulo






Como no tenía sueño, se puso a meditar acerca de los sucesos de aquel día, acerca de todo lo que le había pasado. En otras circunstancias no habría tardado en dormirse, pero estaba más excitado que de costumbre, y no dejaba de preguntarse si en su vida no se había producido un cambio definitivo, del que se derivaría ahora una inesperada mutación de su carácter, como había comprobado ya en aquella prolongada tendencia a ausentarse de las cosas cotidianas. Quizá fuera ésta también la causa de que aquella noche procurara evadirse de la realidad presente, y de que buscara en el pasado un motivo por el que comenzara a sentirse más seguro; porque era esto lo que necesitaba, un pasaje en el que rememorara una actuación menos comprometedora, como había sido más habitual en su infancia. Se acordó, así, de un momento de su niñez que creía olvidado, un instante que casi se repetía a diario y al que apenas concedía entonces importancia: se veía a sí mismo jugando con otros niños en una plaza de su pueblo, una plaza ancha, rodeada de viejos árboles; aquello tenía lugar en una tarde cualquiera, pues en su imaginación todo sucedía sin matices definidos, en un tiempo impreciso, un tiempo que podía ser de invierno o de verano o de primavera; se veía entonces detenido junto a los otros niños, dejando que pasara la gente que a aquella hora salía de la iglesia, casi siempre las mismas personas, a las que él sin duda conocía porque habían cruzado por allí en muchas ocasiones, cumpliendo así con un deber inexcusable, como si formaran parte de un ritual en el que estuviese incluida también su propia valoración de la vida. Pedro tenía ahora la impresión de que él actuaba entonces como un mero espectador de lo que aquellas personas representaban, y de que no se hallaba aún preparado para discernir el verdadero significado de tales hechos. Se daba cuenta de que precisamente por eso ahora quería vivir revestido de aquella misma indolencia con que había actuado en su infancia, igual que en aquella escena, un instante que se unía a otros en una confusa sucesión de recuerdos que se le antojaban muy antiguos, como si hubieran ocurrido en un tiempo del que sólo conservara vagas sensaciones.
Pedro había nacido en Elvira, un pueblo situado al pie de unas colinas de grises olivares, en un paraje dominado por abruptas peñas y calvos serrijones; diríase que preside la anchurosa vega que se extiende frente a él, una vega dividida en cuadros y parcelas de labor y que circundan lejanas alamedas. Un paisaje que, según la época del año en que se halle, va tomando un colorido muy variado, destacando los tonos verdes en los meses posteriores a la siembra, los grises y marrones cuando ya se han recogido los frutos. Desde él puede verse la silueta de una ciudad, con sus edificios agolpados al pie de una inmensa montaña, cuyas nevadas cumbres se recortan sobre la gasa azul del cielo.
Elvira no se hallaba a mucha distancia de aquella ciudad, por lo que siempre había existido un contacto muy directo entre sus gentes; lo cual no impedía que los elviranos hubiesen querido preservar siempre sus costumbres, de las se sentían a cada momento orgullosos, como así evocaba a menudo Pedro cuando pensaba en ellos, cuando se ponía a rememorar aquellos retazos inconexos de su infancia. Se decía que quizá hubiera influido en sus paisanos aquel paisaje, porque alguna huella debía de dejar éste en los individuos, aunque sólo fuera una tendencia que casi no se percibiera en su carácter, una vaga inclinación que no llegara nunca a concretarse pero que condicionaba oscuramente un determinado hábito, un modo quizá de mirar el mundo, una tendencia tal vez a sentirse de una peculiar manera… En su caso, Pedro no sabía muy bien cuál era la impronta que él hubiese recibido de aquel tiempo; quizá se tratase de un sencillo germen, arrojado en su conciencia o en su imaginación en una remota época, en un momento en que él hubiese abierto los ojos a un día claro, a un azul radiante, a una nube detenida en el horizonte…; aunque hubiera podido ocurrir al mirar un cielo oscuro, unas estrellas que parpadean en una noche plácida, una luna que asoma redonda tras los tejados…, o quizá al percibir un olor, una tenue fragancia que el aire arrastrara, un aroma bronco y duro que le llegara del campo cercano… Se acordaba especialmente del roce de unas manos, unas manos que lo acariciaban o que lo conducían por una calle ancha, de casas muy grandes y desiguales, mientras aprendía tal vez a caminar por la acera, en medio de una muchedumbre que también paseaba entonces y que acaso no dejaba de observarlo. Es una sensación muy dulce que se mezcla con el peso de aquellas miradas, con el aire de gravedad de quienes lo acechan mientras él intenta no perder el equilibrio, aferrándose con premura a aquellas manos que de nuevo lo sostienen y que lo sujetan para que no se caiga, para que no sucumba al vértigo que momentáneamente ha padecido… Es un contacto que infunde en su ánimo mucha confianza. Un contacto que sin duda él necesita ahora, mientras trata de recuperar una impresión perdida, la huella que hubiera podido dejar en su memoria el roce de una caricia, el roce de las manos de su madre ayudándole a caminar por la acera o alisándole después el pelo mientras se duerme, mientras procura conciliar el sueño después de una agotadora jornada.
Al llegar a este punto de su evocación, comprende que está solo y que no puede sustraerse a los recuerdos de aquel día ni a la emoción que lo embargaba, porque son muchas las ideas que acuden ahora a su mente, muchas las sensaciones que se acumulan en ella. Sin querer, se ve una vez más atendiendo a los clientes en la taberna, esperando inútilmente que aquella chica aparezca, con un murmullo de conversaciones que le resulta muy molesto… Sin embargo, su voluntad no se rinde, y vuelve a evadirse de la realidad cuando su razón está más desprevenida, en un intento por remontarse al punto donde se había detenido su recuerdo; y como no puede recrear la misma escena, salta a otra no menos deliciosa, a un lugar que fuera importante en su infancia, a un rincón de su casa en el que jugaba habitualmente, mientras su madre cosía o planchaba o trajinaba en la cocina, o mientras ella simplemente lo observaba sentada en un sofá del comedor. Recuerda perfectamente esos instantes, en los que se sentía acompañado por ella, amparado por su presencia. A él le hubiera gustado conocer a su padre, pero éste había desaparecido un día, pocos meses después de que él naciera; según se dijo, se había ido a trabajar a un país extranjero, aunque también se difundieron otras versiones más raras Lo cierto es que más tarde se corrió la voz de que su padre había muerto, en un accidente o algo por el estilo, y de que había sido imposible trasladar el cadáver al pueblo por falta de dinero. No es necesario añadir que su vida no estuvo exenta de dificultades ni de carencias, pues a la supuesta muerte de su padre se sumaba lo que la gente pudiera hablar del caso, y a todo esto, la ausencia de un sustento más o menos estable, por lo que su madre no tuvo más remedio que buscárselo con trabajos que no eran muy bien remunerados. Muchas veces él se quedaba con algún vecino, mientras ella se iba a limpiar suelos o a cuidar los niños de otras madres… La suerte, con todo, fue que ella era bastante ahorrativa, y conseguía salir adelante con lo poco que ganaba.
Vivían en una casa modesta, situada casi al final de una de las principales calles del pueblo, una casa de dos plantas, con una ventana y un balcón al exterior. Se la había alquilado aquel pariente con el que él se iría a vivir después, al cual había que corresponder todos los meses con una pequeña renta. Se accedía a ella a través de un estrecho zaguán, que tenía un zócalo pintado de verde y una puerta de dos hojas que nunca se cerraba y que lo comunicaba con el interior de la vivienda. Era allí, en aquel reducido espacio, donde él solía refugiarse, embebido en largos juegos que casi siempre acababan excitando su fantasía, con historias en las que intervenían numerosas figuritas de plástico y en las que recreaba pasajes de alguna película que hubiera visto en el cine o en la televisión, a los que añadía otros muchos episodios que él inventaba y que llevaban a un desenlace distinto… A veces se quedaba un rato extasiado, escuchando los ruidos de la calle, sobre todo por las noches, cuando los sonidos adquieren proporciones inusitadas y las cosas se recubren de misterio. Aunque no los viera, le gustaba imaginar cómo serían aquellos hombres y mujeres que se detenían tras la puerta o que pasaban por allí camino de alguna parte, a tan sólo unos metros de él, sin que ellos pudieran sospechar que alguien escuchaba lo que decían, aunque esto apenas fuera importante o no tuviera gravedad ninguna, pues a menudo sólo se trataba de un fragmento desgajado de una conversación rutinaria, un concierto de voces que en seguida se desvanecían y se perdían en la distancia. A él jamás se le hubiera ocurrido entreabrir la puerta y espiar a aquellas personas, ya que no era su pretensión observarlas ni escudriñar en sus vidas, como había visto hacer quizá a mucha gente, un gesto que él consideraba poco elegante y que incluso repudiaba en secreto. No era entonces la suya una curiosidad que se satisface con la contemplación o la posesión de un objeto, sino que más bien su deseo consistía en imaginarlo a su modo, atribuyéndole cualidades que infería de vagos indicios, de una voz que sonara con triste acento, o de un tono que le resultara algo desenfadado. Se figuraba cómo serían los rasgos y la estatura y la vestimenta de quienes así hablaban, y les asignaba incluso algún que otro episodio, igual que hacía en aquellas historias de indios y de héroes anónimos que con tanto ardor recreaba.
Le gustaba también escuchar desde el zaguán el rumor de la lluvia en la calle, sobre todo cuando caía con fuerza y repicaba con furia incontenible en la acera y casi penetraba por debajo de la puerta, dejando en las baldosas una leve salpicadura, como una carta de indómita y brillante fragancia, con un mensaje que sólo pudiera ser descifrado años más tarde… Así transcurrían las horas, sin que hubiera en su ánimo el menor asomo de aburrimiento o de temor incontrolado.
Desde allí, desde el zaguán, se pasaba al comedor, un cuarto de mayores dimensiones que ocupaba gran parte de la planta baja y que tenía una ventana muy grande que daba a la calle. Lo primero que uno se encontraba en él era un mueble de antecámara bastante aparatoso, con sendas perchas a sus dos lados y un espejo ovalado en el centro. Enfrente de la entrada, un poco a la derecha, se hallaba una puerta de cristales que comunicaba con el patio. La verdad es que era una sala muy bien iluminada, una sala amplia y muy acogedora. El resto de su mobiliario lo componían una mesa camilla, un sofá algo destripado, varias sillas de anea y algunos cuadros con escenas campestres. Aunque al principio no había allí televisor, su madre trabajó después con insistencia para conseguirlo, ya que estaba convencida de que era imprescindible y de que con él se enterarían de todo lo que pasaba en el mundo.
A través de una puerta se entraba en la cocina, que contaba a su vez con una despensa, un cuarto muy estrecho de cuyas paredes colgaban las ollas y demás utensilios necesarios. En un rincón había una orza llena de agua potable, pues algunos días faltaba ésta en las casas o no llegaba en las mejores condiciones. Pedro recuerda todo esto muy vagamente, como si lo hubiera soñado o como si no tuviera demasiada consistencia en su imaginación, y duda incluso de que hubiese ocurrido o de que las cosas hubieran cambiado tanto en unos años. Recuerda también que en un extremo de aquella pieza principal estaba la escalera, que conducía a las habitaciones de arriba. Su dormitorio se hallaba en la parte de atrás, en la que daba al patio; a él le gustaba aquel sitio, quizá porque por las mañanas, cuando abría los postigos de su ventana, podía divisar un vasto panorama del pueblo y de la vega. Son imágenes que retiene ahora con gran precisión: le basta un mínimo esfuerzo para verse otra vez allí, acodado en el alféizar, mirando distraídamente todo lo que a su vista se ofrecía, el brillo de la luz en el alero de un tejado, las cercas de adobe de una corraliza, el vuelo fugaz de una bandada de palomas, los cuadros diminutos de hortalizas y de sembrados...Quizá no era consciente entonces de la importancia que estos momentos habían de tener en su vida, porque nadie valora realmente sus experiencias hasta que después no las considera, o hasta que no las integra en un proceso culminante de su memoria, como le sucede a él en este preciso instante, recostado en la única butaca que hay en aquel cuarto donde se hospeda. Tiene la impresión de que todo está ya escrito en su destino y de que es inútil luchar contra ello, oponerse a una fuerza que obra contra toda resistencia, como si no le quedara ya otro remedio que aceptar lo que aquélla le impusiera, unas condiciones o una forma de ser que acaso ya estaban presentes en su infancia, o que latían en su interior sin que él apenas se diera cuenta, igual que en un boceto en el que se pueden descubrir ya las intenciones del artista. Va así analizando cada etapa de su niñez, como si asistiera a una revelación, o a un cuadro en el que poco a poco hubieran de aparecer colores y perfiles más definidos, la figura de su madre con unos rasgos más concretos, una mujer no muy alta, de delgado talle, con la cara redonda y los ojos algo entristecidos. Se acuerda también del timbre de su voz, un timbre agudo, no exento de ternura cuando él regresaba de la escuela y la encontraba sentada a la mesa del comedor, aguardando con cierta impaciencia su llegada, como hacía aquellas tardes en que no trabajaba. Después de un breve diálogo, ella acudía a la cocina y volvía al cabo de unos minutos con un tazón de leche y unas magdalenas para que él merendase. Pero esto no sucedía con la frecuencia con que Pedro hubiera deseado, porque lo más normal era que su madre no estuviese en la casa, y por eso quizá él se tuvo que acostumbrar muy pronto también a su ausencia, mientras se divertía con otros niños en la calle, o a menudo en la plaza de la iglesia, que era el escenario más habitual de sus juegos en aquellos años, en una época en la que había empezado a cobrar bastante independencia y a ser responsable de sus actos. Aquella experiencia le había permitido al menos conocer mejor a sus amigos, aunque con éstos ya hubiera compartido muchas horas en la escuela… Se da cuenta así de nuevo de que quizá su destino estaba ya presente en su vida, pues no había hecho otra cosa desde entonces que adaptarse a unas circunstancias desfavorables, actuando a veces en solitario o aprendiendo a convivir con diferentes personas por las calles. Lo comprende ahora, después de un largo camino recorrido, mientras evoca aquellos años con agrado, igual que puede hacerlo también con otras situaciones que pertenecían a un tiempo más lejano, cuando asistía a un colegio de párvulos que tenían unas monjas en las afueras del pueblo. Se hallaba situado en medio de una finca, rodeado de unas huertas muy hermosas, con un patio muy grande y un jardín en el que se alineaban macizos de arrayanes. Fue allí donde aprendió a escribir las primeras letras, en una cartilla donde había de agruparlas después en sílabas y en palabras sueltas, siguiendo un proceso que se le iba antojando cada vez más rápido, con una facilidad que él jamás hubiera imaginado al principio. Le gustaba percibir nuevas sensaciones, como el olor de los lápices, o el de la goma con que borraba, o el que se desprendía de la tiza en el encerado. Eran olores que quedaban grabados en su memoria, igual que el de la humedad en algunos rincones, o el de los guisos en el comedor del colegio. Olores que venían a confundirse con el sopor de los días otoñales, con la atmósfera gris que reinaba en el invierno, con el fulgor suave de la primavera, con la pureza estival de los cielos inmaculados…
Por las tardes, antes de que se reanudaran las clases, Pedro solía jugar con los demás niños en el patio, corriendo sin cesar de un lado para otro, internándose de vez en cuando en las huertas colindantes, como si toda su vida hubiera quedado reducida a una sola carrera, una carrera frenética de la que él no hubiera podido apartarse y que lo conduce ahora hacia un mundo inexplorado, con ese miedo incipiente que se experimenta ante un peligro que se desconoce, o ante una nueva aventura que se vislumbra.




























Tercer capítulo





Era un día nublado de otoño, una mañana gris con lluvias intermitentes, con nieblas que se hacían cada vez más espesas y se cernían sobre el pueblo como oscuros e insidiosos garabatos. Pedro no dejaba de recordar lo que le había indicado su madre antes de salir de la casa. Caminaba ahora por una calle larga y estrecha, de fachadas enjalbegadas y destartalados portalones; caminaba despacio, embutido en un chubasquero azul, con una libreta y un estuche de lápices en una mano y un paraguas cerrado en la otra, avanzando con cierta indeterminación por una diminuta acera, como si no estuviera muy seguro de sus actos. Su madre le había dicho que al doblar aquella calle se encontraría con otra más ancha y que a unos cincuenta metros hallaría la escuela, una casa muy grande con el zócalo de mármol; sólo tenía que presentarse ante el maestro y decir el nombre , pues ella ya se había encargado de hablar con él y de realizar las diligencias oportunas. Pero aquélla no era una operación que le resultaba muy fácil a Pedro, porque aún habría de vencer el miedo que le causaba dirigirse a un señor a quien no conocía, a un señor a quien había de tratar a partir de entonces con mucho respeto, casi con veneración, como le había recalcado la madre en el momento en que salía de la casa. Tal era su desconcierto, que no calculó bien los metros que había andado y entró en un portal que no era el de la escuela, un portal oscuro que sólo conducía a un comedor modesto, envuelto a esa hora en una extraña penumbra. Como no había nadie allí dentro, pensó en retroceder con ánimo de marcharse; pero en ese instante apareció una mujer ya mayor, con aspecto algo embrutecido, ataviada con una toquilla que llevaba echada sobre los hombros. Al darse cuenta de que se había equivocado, Pedro masculló una excusa que no debió de ser entendida por ella; vio entonces cómo se acercaba, mirándolo con ojos inquisitivos.
Espera escuchó que le decía. Tú eres..., tú eres el hijo de Carmen, ¿verdad?
Sí repuso él muy serio.
Te pareces mucho a ella, ya lo creo que te pareces. Estarás orgulloso de tu madre, ¿verdad? Ella sola te está sacando adelante, pobre mujer, con lo buena que ha sido siempre... La vida, en fin, no le da a cada uno el trato que se merece, pero eso lo irás comprendiendo poco a poco, claro, ahora eres muy pequeño. Por cierto, ¿cuántos años tienes?
Seis.
¿Y qué haces por aquí? Ibas a la escuela, por lo que se ve; quizá es tu primer día de clase, y te has confundido.
Así es se alegró Pedro de que la mujer reparara en su error.
No te apures, chaval; todo es cuestión de principios trató de consolarlo, bajando ahora el tono de la voz, como si fuera a revelarle un secreto, o algo que pudiera ser muy importante para su futuro; pero no lo hizo: le dio una palmada en el hombro, y añadió: La escuela está dos puertas más arriba; no vuelvas a equivocarte.
No, señora comprendió él, al tiempo que se dirigía ya hacia la calle.
Sin saber por qué, salió de allí algo más animado, dispuesto a cumplir todo lo que su madre le había recomendado esa misma mañana. Aquel error, propiciado sin duda por su propio atolondramiento, había despertado en él un agudo sentido de la realidad que antes no tenía: no le quedaba más remedio que afrontar con decisión aquella nueva etapa de su vida; sería inútil que pretendiera soslayarla si era a él a quien le correspondía. No quería actuar como en otras ocasiones, cuando se escudaba en una voluntad ajena o se acobardaba sin motivo; aquello ya pasó, se dijo mientras entraba en la que había de ser su nueva escuela. Se hallaba en un portal muy parecido al de la otra casa, aunque esta vez no conducía a ninguna sala contigua, sino a un estrecho pasillo. Había allí, al pie de una escalera, un grupo de niños que lo miraron muy sorprendidos y que apenas habían respondido a su saludo. A uno de ellos quiso reconocerlo, pero no se atrevió a entablar con él ningún diálogo, y prefirió mantenerse un poco alejado de donde se encontraban, convencido de que tarde o temprano ellos aceptarían su presencia y dejarían de mirarlo como a un extraño. Quizá todo era, efectivamente, cuestión de principios, como aquella mujer había vaticinado; así que se armó de paciencia y aguardó la llegada del maestro, como tal vez ellos estaban haciendo. Faltaban aún unos minutos para las nueve, que era la hora en que las clases comenzaban. Éstas debían de tener lugar en el piso de arriba, según dedujo él del sitio en el que se hallaban los otros niños. Había dos puertas a lo largo del pasillo: una de ellas, a la derecha, permanecía cerrada y otra al fondo comunicaba con un patio que podía divisarse a través de las vidrieras. Sin haberse desprendido aún de su paraguas ni de su chubasquero, Pedro se había quedado a unos metros de la entrada, observándolo todo con mucha atención. De vez en cuando oía un carraspeo lejano, que quizá delataba la presencia de alguien más en la casa; hubo un momento en que le pareció que sonaban unos golpes, aunque no sabía de dónde procedían. Todo sucedió antes de que se llenara aquello de niños, pues a medida que se acercaba la hora del inicio de las clases fueron llegando otros muchos, algunos profiriendo grandes voces o saludando efusivamente a los que habían sido más puntuales que ellos. A las nueve en punto, o quizá un poco después, se escuchó en el piso de arriba el tintineo persistente de una campanilla, a cuyo reclamo todos acudieron en tropel, corriendo precipitadamente por la escalera. Pedro subió junto a los más rezagados, recibiendo algún que otro empujón de los que habían olvidado los libros y tenían que volver sobre sus pasos. Mientras cada uno se iba colocando en su sitio, él permaneció un rato parado junto a una columna, esperando que el maestro se apercibiera de su llegada y le ordenara algo. Estaba éste sentado a una mesa, en un extremo de aquella sala donde ahora se encontraba. Se le veía muy concentrado, ya que casi no apartaba la vista de un libro que sostenía entre las manos. A su derecha, colgada de la pared, se hallaba la pizarra, flanqueada por dos balcones que daban a la calle.
Era el maestro un hombre corpulento, con una cabeza muy grande y unas canas bastante acusadas en las sienes. Pedro no se había fijado aún muy bien en las facciones de su rostro, pues aparecían parcialmente tapadas por el libro. Estaba un poco inclinado hacia delante, con los codos apoyados sobre la mesa. Sus manos eran enormes, con unos dedos carnosos y apretados. Pedro imaginaba ya lo que podía hacer con ellas, el dolor que le causaría una bofetada suya, o un coscorrón ejecutado con aquellos nudillos rugosos; pero en ese momento él se levantó e hizo sonar de nuevo la campanilla que se había escuchado antes. Era la señal para que todos guardasen silencio, una señal convenida con la que se restablecía el orden y se reanudaban las tareas. Se trataba, en efecto, de un hombre muy recio, de grueso talle, mofletudo, con la frente arrugada y los ojos algo hundidos. Vestía una americana de un gris casi desvaído y unos pantalones de un color más oscuro. Como si ya lo hubiera visto, se dirigió después a él con mucho respeto:
Buenos días le dijo. Usted es el nuevo alumno, Pedro Cortés, si no me equivoco. Tiene seis años, según me informó su madre. Lo primero que debe hacer es quitarse su chubasquero y colgarlo de alguna percha; el paraguas lo puede dejar abajo, en un paragüero que hay en el hueco de la escalera, si es usted tan diligente.
Él obedeció al instante, y cumplió con gentil resolución lo que se le había mandado. Cuando regresó, encontró al maestro en el otro extremo de la sala, indicándole con un gesto de la mano el sitio que le había asignado. Para llegar allí, tuvo que atravesar un pasillo que formaban las dos hileras de pupitres en que se dividía la clase. Sintió entonces los alfilerazos de muchas miradas, algún murmullo entrecortado, alguna voz que débilmente pronunciaba su nombre.
Siéntese aquí le dijo el maestro apenas hubo llegado. Éste será su sitio por ahora; ya tendrá tiempo de acceder a mejores posiciones. Atienda, trabaje, estudie, y verá cómo alcanza los frutos deseados. Le voy a traer un cuaderno de caligrafía, para que usted se ejercite un rato.
Así empezó todo. Después hubo un dictado para los más pequeños y más tarde otro para los más grandes, y luego una lectura en voz alta, y unas operaciones matemáticas que se realizaron y corrigieron en la pizarra...Allí las clases seguían un orden determinado, unas pautas concretas de aprendizaje, unas normas de conducta que nadie osaba transgredir ni soslayar. A Pedro, sin embargo, no dejaban de causarle admiración ciertos comportamientos, aunque muy pronto hubo de acostumbrarse a ellos: ya desde el primer día asistió a una escena que se le antojó muy extraña, un hecho que en aquella escuela se repetía con frecuencia y que constituía acaso un rasgo de singular estampa: cuando el maestro formulaba alguna pregunta, los alumnos que creían que sabían responderle no sólo alzaban la mano al instante, sino que también emitían unos sonidos que no eran muy normales, una especie de jadeos apremiantes y prolongados. Intentaban así llamar la atención para que se tuvieran en cuenta o se valoraran sus aciertos, porque allí lo único importante era superar a los compañeros siempre que se podía; Pedro reprobaba en su interior aquellas actitudes, propiciadas por unos métodos de enseñanza que parecían al principio muy humillantes; pero tenía que adaptarse a ellos si no quería verse relegado a uno de los últimos lugares, pues allí todo funcionaba de una manera mecánica: si alguien decidía quedarse al margen, estaba expuesto a que los demás cobraran una ventaja de la que después no era fácil resarcirse. No le faltó, sin embargo, el alivio de algunas amistades verdaderas: Joaquín y Daniel eran dos chicos de su mismo curso, con los que él no tardaría en congeniar, un poco travieso y holgazán el primero y muy delicado y taciturno el segundo. Podría decirse que Pedro representaba un término medio respecto a ambos caracteres, un punto acaso de encuentro: su trato con la vida y con el ambiente en que se desenvolvía lo había hecho algo más mundano, pues se había acostumbrado a sortear peligros y a convivir con circunstancias que no eran de su agrado; por otra parte, en él se daban unas condiciones que quizá fuesen heredadas, un talante muy comprensivo y un equilibrio y mesura en sus propósitos que a veces lo obligaban a actuar con gran prudencia. Con Joaquín compartía a menudo las ganas de reír y de burlarse de falsos temores; con Daniel, la alegría de verse recompensados por la seriedad y el rigor con que realizaban sus tareas escolares. Si a aquél se le ocurría algún disparate o propiciaba alguna situación que a éste no le gustase, Pedro intervenía para que entre los dos no hubiese ningún tipo de desavenencia. Y si era a Joaquín a quien le molestaba lo que Daniel dijese u obrase, también lo hacía, apelando a una amistad que no debía quebrantarse por un motivo tan liviano. Alguna vez le tocaba también a él enojarse, aunque su enfado no duraba mucho tiempo. Con todo, lo más normal era que estas cosas no se produjesen y que entre ellos reinase casi siempre una buena armonía. Se les veía juntos en el recreo, hablando distraídamente de sus asuntos en el patio de la escuela, unidos por un mismo afán de desquitarse de las obligaciones y de los deberes cumplidos, soñando con volver a la plaza de la iglesia o a algún otro escenario donde se desarrollasen sus juegos, al corral de Daniel, en el que pasaban muchas tardes revolcándose entre las hierbas, unas hierbas tan grandes y espesas que casi se ocultaban tras ellas con que sólo se agachasen un poco; había allí también un enorme cajón de madera donde se prensaban y empaquetaban las matas de tabaco, y a ellos les gustaba meterse en él e imaginar que iban en un barco que surcaba un mar tempestuoso, con unas olas que los embestían con gran fuerza y que les hacían perder el equilibrio y torcer el rumbo para no zozobrar. Soñaban también con regresar a las eras un sábado por la tarde, para disputar con otros niños un partido de fútbol contra un equipo rival. Las eras se hallaban en la parte alta del pueblo, detrás de las últimas casas. Espacios sucesivos de esta clase, muchos de ellos empedrados y de irregulares formas y proporciones, componían allí un paisaje peculiar que casi se extendía hasta el borde mismo de la sierra. Como en aquel tiempo ya no se trillaba, servían tan sólo para que los niños jugaran o para que las familias fueran a merendar los domingos. A un lado podía divisarse el pueblo, con sus tejados amontonados en torno de la iglesia, de la que sobresalía su viejo campanario; a otro lado, la vega con los retazos verdes y marrones de sus hazas, circundada de gráciles alamedas. A lo lejos, se distinguía también la ciudad, un confuso panorama de edificios situado al pie de unas colinas, en la primeras estribaciones de unas montañas que cautivaban la vista y la embelesaban con el blanco marfil de sus nevadas cumbres, de una tersura y una belleza que casi no cupieran en imaginación humana.
Los sábados por la tarde, si hacía bueno, las eras se llenaban de niños que corrían detrás de una pelota y vociferaban; en casi todas ellas se disputaba algún partido de fútbol. Pedro, Joaquín y Daniel pertenecían a un equipo junto a otros cinco o seis integrantes más, todos ellos vecinos o compañeros de la escuela. Casi siempre se enfrentaban al equipo de otro barrio, con el que previamente hubiesen concertado la hora y las reglas por las que debía regirse el juego. Aquello, bien mirado, más se parecía a un combate o a un desafío, pues no se hablaba de otra cosa que de retar a los contrarios o de vengarse de ellos propinándoles una severa derrota. Más intrépido que ninguno, Joaquín era el encargado de resolver estas cuestiones previas. Aunque a menudo intercambiaban sus funciones, él era también el que solía ejercer de capitán en el campo. Bajo y regordete, un poco holgazán para la escuela, suplía sus naturales carencias con un extraordinario brío, sobre todo cuando iba perdiendo o cuando algún rival llegaba a provocarlo. Jugaba casi siempre de defensa, que era el puesto que mejor se adaptaba a sus condiciones y en el que podía desarrollar con más vigor todas sus energías.
Pedro, por el contrario, muchas veces actuaba de portero: se había especializado en aquella labor, después de que todos hubiesen renunciado a ella, pues era ésta la menos agradecida, la menos ensalzada después de una victoria o de un empate trabajosamente conseguido. Lo suyo no era meter goles, sino impedirlos, adivinar la intención del contrario, arrojarse al suelo cuando la ocasión lo requería, repeler una pelota con los puños fuertemente cerrados o atraparla cuando iba por el aire.
Daniel, delgado y larguirucho, poseía una técnica admirable: aunque no tenía mucha fuerza, era capaz de manejar o de dirigir el balón a su gusto, como muy pocos sabían hacerlo. Una técnica que sin embargo no resultaba muy rentable, ya que allí lo que triunfaba no era sino el arrojo y la velocidad con que se actuara, la codicia con que se acometiera cada lance, cada salto, cada intento por arrebatarle el balón a un rival o por impedir que éste avanzara.
Acababan extenuados, no tanto por las fuerzas desplegadas como por lo que duraba el partido, ya que solía prolongarse más tiempo del que se hubiese estipulado, después de varias interrupciones en que se discutía acaloradamente la resolución de una jugada, un gol que había sido precedido de un penalti, una falta que no se señalaba, un empujón mal intencionado, un disparo que no se sabía si había entrado dentro de las líneas imaginarias con que se trazaba una portería.
Los lunes por la mañana todo volvía a la normalidad en la escuela: bastaba con que el maestro hiciera sonar la campanilla para que las clases comenzaran a tener el mismo ritmo de siempre, un ritmo monótono y rutinario al que era muy difícil sustraerse. No obstante, en la calle y en los recreos se hacían prolijos comentarios o se referían las cosas que habían sucedido el fin de semana: allí cada cual opinaba, cada cual quería contar afanosamente lo suyo, las polémicas suscitadas en el partido del sábado, alguna película que se hubiera proyectado el domingo en el cine, la reacción del público ante una determinada escena de suspense o ante una hazaña protagonizada por un héroe o por todo un ejército de soldados, alguna anécdota ocurrida después en la plaza de la iglesia, que si se había saludado a tal compañero o se había hablado con tal otro, que si a las siete alguien jugaba al futbolín o se comía un pastel de merengue, que si aquello no daba para más y había que regresar pronto a la casa. Pero esto duraba poco: en seguida surgían otros temas relacionados con la escuela, y un conjunto de preocupaciones suplantaba a aquellos recuerdos que por la mente aún revoloteaban, ahuyentándolos como a pájaros nauseabundos que han de abandonar un paisaje ante el empuje de otros más audaces. Y ellos, con las alas de su ilusión ya resentidas, no tenían más remedio que acatar normas y directrices, tratando de cumplir sus tareas de la mejor manera posible. Al cabo de algún tiempo, Pedro ya se había adaptado a aquellos métodos, y no le resultaba extraño que alguien porfiara en ser el primero, ni que jadeara con agotador ímpetu para que el maestro le preguntara o para que se diera cuenta de que sabía responderle. Él mismo jadeó todas las veces que le hizo falta, y porfió y consiguió colocarse delante de sus compañeros, igual que si participara en una carrera en la que no quisiera que ellos lo aventajaran, en una de esas carreras que emprendían en torno de la iglesia para comprobar quién tenía más resistencia o daba una vuelta más rápido. Aunque él no era muy veloz ni muy resistente, se afanaba en competir con ellos con un ardor que casi siempre iba en aumento, con una entrega que se asemejaba bastante a la de la escuela, cuando él se veía obligado a actuar con una codicia que luego a veces consideraba improcedente.
Don Juan, que así se llamaba el maestro, premiaba siempre a los alumnos más aplicados o más inteligentes. A Pedro le hubiera gustado en más de una ocasión rebelarse contra aquella norma, pero no podía hacerlo por miedo a una reprimenda. Don Juan era un hombre recto, al que todo el mundo temía y respetaba. Su mirada severa y recriminatoria era a menudo más efectiva que cualquier castigo.
Un día ocurrió en la escuela un hecho imprevisto que lo sacó de quicio. Fue en una de esas tardes en que los alumnos se dedicaban a menesteres algo más divertidos: mientras unos modelaban figuras de plastilina, otros intentaban reproducir dibujos en sus libretas. Cuando esto sucedía, era normal que reinara un ambiente más distendido y que incluso hablaran de vez en cuando entre ellos, intercambiando opiniones acerca de lo que hacían. Sin embargo, aquel día se habían escuchado más voces que de costumbre, y don Juan no había dejado casi de tocar su campanilla, imponiendo un silencio que no tardaba mucho en ser interrumpido. A eso de las cuatro tuvo que salir para atender una visita, no sin antes advertir que regresaría de inmediato. Algunos alumnos aprovecharon entonces para moverse o para incordiar a los compañeros que tenían delante; a las quejas de éstos les respondían las provocaciones o las risotadas de los otros, de tal manera que el alboroto iba creciendo como una ola que a todos arrastrase. No había forma de acallar aquel tumulto si no era con la presencia de don Juan; más de uno miraba de reojo hacia la escalera antes de lanzar una tiza o de coger un objeto que se considerase prohibido, pues sabían que de un momento a otro él aparecería y podría arremeter contra ellos si los sorprendía en tal actitud; como si se hubiera encaramado en la cresta de aquella ola, Andrés, un chico bastante atrevido y malintencionado, no tuvo ningún reparo en esconderle la famosa campanilla en una gaveta de su mesa. A nadie extrañó aquella travesura, ya que era una más de las que a él se le ocurrían o achacaban a lo largo del año, y ninguno fue capaz de contradecirlo o de recordarle el riesgo que aquello conllevaba.
Cuando regresó don Juan, los encontró a todos algo más calmados. Al principio no se dio cuenta de que le faltaba la campanilla, y se puso a mirar con gran atención cómo iban los dibujos y los trabajos realizados con la plastilina. Después se acercó a la mesa y se sentó en su sillón como si nada hubiese visto de anormal allí; parecía incluso más sereno que antes, satisfecho con el comportamiento que ahora tenían sus alumnos. Pero no duró mucho la tregua: algunos comenzaron pronto a murmurar o a comentar algo sobre la situación, sorprendidos de que él no hubiese notado aún la falta o de que, advertido de ella, no le hubiese dado importancia. Como viera que aquel murmullo no cedía, fue a echar mano don Juan del susodicho artilugio y se encontró con que no estaba en su sitio. Hizo ademán de buscarlo entre los objetos de su mesa, miró con impaciencia a todos lados, se estiró los pantalones, se palpó en los bolsillos de la chaqueta, juntó los dedos de su mano derecha como si fuera a tocar la campanilla. Y como un relámpago se levantó, y clavó en ellos una mirada torva, con los ojos casi enrojecidos, sacando pecho, y apretó fuertemente los puños, y estalló su voz en la sala como un trueno tremendo:
¡De pie! gritó.
Todos obedecieron al instante, temerosos de la tormenta que se avecinaba. Después él se plantó en el pasillo y los fue examinando, tratando acaso de hallar al culpable; pero ninguno se atrevía a sostener su mirada, ninguno se arriesgaba a que don Juan conjeturase que él hubiese sido. Parecía como si quisiera acorralarlos, igual que el gladiador que se dispone a intimidar a su enemigo antes de abalanzarse sobre él y aniquilarlo de un solo golpe. Y sonó un nuevo trueno, esta vez un poco más largo:
¡Uno de ustedes me va a decir ahora mismo quién me ha escondido la campanilla!
Nadie habló. Él avanzó en silencio por el pasillo, sin dejar de observarlos. Todos esperaban que se desencadenase ya la tormenta, aunque no sabían en qué punto descargaría. Pedro consultó el reloj, y aquel gesto no pasó desapercibido:
¡Usted! ¿Es que cree que van a salir de aquí ni no se descubre al culpable! comprendió que era a él a quien se dirigía. ¡De aquí no sale nadie! ¡Nadie! ¿Lo entiende?
Pedro se percató de que ya estaba muy cerca de donde se encontraba, mirándolo con ojos desafiantes.
¡A ver, usted mismo! Dígame quién ha sido interpeló por fin el gladiador a un supuesto enemigo.
Como éste no respondía, buscó una nueva estrategia:
¡Siéntense! ¡Usted, no! le ordenó cuando él ya iba a hacer lo mismo que sus compañeros. Si no me lo dice, hablaré con su madre. Como lo oye. A un maestro hay que obedecerle, hay que tenerle un respeto. Lo primero son los modales: si no es capaz de hacer lo que yo le mando, le diré a su madre que no se comporta como es debido. Le diré que es usted cómplice de una acción deplorable, encubridor de un mal alumno, un mentecato. ¡Como lo ye: un mentecato!
Pedro estuvo a punto de mirar al culpable, pero se dio cuenta de que ese gesto lo delataría, y no lo hizo. Prefirió que fuera él mismo quien se acusara. Esperó también que algún amigo dijera algo, algo que responsabilizara a todos y lo sacara de aquel apuro. Pero nadie dijo nada, quizá porque el miedo los atenazase o porque no supiesen cómo reaccionar en aquel momento.
Será el último volvió a atronar la voz del maestro, el último de la clase, ¿no lo entiende? No le permitiré avanzar ningún puesto: sus aciertos no serán tenidos en cuenta; sólo valoraré sus fallos, sus incorrecciones, sus meteduras de pata. Será el último de todos, un cero a la izquierda. ¿O no sabe qué significa esto, un cero a la izquierda? No significa nada. Nada.
Arreciaba la tormenta. Como si se hubiese resguardado de la lluvia que caía, aquello a él no le importaba: prefería incluso que todos lo ignorasen, pasar inadvertido, como muchas veces le había sucedido a lo largo de la vida. Pero don Juan le espetó de nuevo:
¿A quién teme?
A nadie respondió él al fin.
A alguien teme si no es capaz de decírmelo. ¿Ha sido acaso Joaquín, su íntimo amigo?
No, señor se apresuró a contestar.
Pues no lo comprendo. Piense que es ahora usted el principal sospechoso. Desembuche si no quiere que lo castigue.
Don Juan, yo sé quién ha sido comenzó a desembuchar, en un tono tan bajo que casi no se le oía. Es un compañero mío, a quien yo no voy a culpar ahora. No se enfade.
Un encubridor de un mal alumno, eso es lo que es usted. Hablaré con su madre.
Le diré dónde está la campanilla.
¿Dónde?
En un cajón de su mesa.
En mis cojones no toca nadie se equivocó.
Alguno se echó a reír, pero una rápida mirada de don Juan evitó que aquella risa se contagiara.
Pues eso. Ya que lo he dicho, no voy a corregirme. No toca nadie. ¿Se enteran? Son mis cojones. Y usted, Pedro, algún día me dirá quién ha sido. Ya verá cómo me lo dice... Puede sentarse.
Eran ya más de las cinco. Poco después salían todos en silencio de la escuela: la habitual algarabía de otras veces se había trocado en gestos de grave recogimiento. Pedro esperaba que alguno de sus amigos le dijera algo, pero no recibió de ellos ninguna palabra de aliento o de furtiva complicidad; ni siquiera Andrés se acercó para agradecerle lo que había hecho. A aquellos momentos de estoica resistencia frente al maestro les sucedieron otros de inevitable abatimiento. Le hubiera gustado entonces sentirse respaldado por sus compañeros; le hubiera gustado que ellos comentaran con él lo ocurrido, burlándose de lo que don Juan le había dicho o de lo nervioso que se había puesto. Se veía solo, incapaz de enfrentarse a un destino que ahora se le antojaba extraño e insidioso. Como si antes no hubiera sido consciente de las amenazas que sobre él se cernían, temía que éstas pudieran regresar en cualquier instante a su vida, igual que perdura el recuerdo de una tormenta en gentes más vulnerables cuando ya su fragor se ha disipado. Al llegar a su casa, estaba tan abatido que prorrumpió en seguida en sollozos, y se echó en brazos de su madre antes de contarle lo que había pasado. Lejos de reprobar su actitud, ella no paró de consolarlo con enternecedoras palabras, al tiempo que le acariciaba el pelo y le enjugaba las lágrimas.
Le dijo que otros en su lugar no se habrían mostrado tan valientes, y lo animó incluso a seguir actuando de la misma manera, pues era ésta una postura de la que ella se sentía muy orgullosa. Peor hubiera sido, le dijo, que sus compañeros lo acusaran de chivato y que siempre lo tildaran de cobarde. “Les has dado un buen ejemplo; ya verás cómo te lo reconocen”, le aseguró mientras volvía a acariciarle el pelo.
Y así fue. Al día siguiente todos se mostraban con él muy agradecidos, quizá porque hubiesen recapacitado y comprendido el verdadero alcance de una acción tan heroica. Una acción que no sólo representaba un gesto de rebeldía, sino también la firmeza con que se había defendido a un amigo, la creencia de que nada en el mundo debía anteponerse a esto. Todo un ejemplo, como le había asegurado su madre, un ejemplo de lealtad que habría de recordar más de uno durante mucho tiempo.
A los nueve años, que era la edad que entonces tenía Pedro, las cosas no suceden del mismo modo que a los cinco, pues a veces cobran una importancia inusitada o dejan una huella que no se borra con el devenir de nuevas experiencias. Después de aquello, en efecto, ocurrieron otros hechos no menos relevantes, casi todos ellos integrados en una rutina presidida por tareas escolares y periodos de descanso. No en vano se trataba de una edad en la que uno comienza a tener cierta independencia, aunque en ocasiones no se valore o no se actúe de acuerdo con ella. La vida se ensancha, y adquiere entonces una dimensión desconocida: se sobrepasan los límites que antes la acotaban, y ya no hay pudor o preocupación que la condicionen. Todo tiene sus riesgos, sin embargo, como muy pronto comprobaron Pedro y los amigos en sus excursiones a la sierra. Les gustaba explorar ámbitos que no conocían, penetrar en alguna cueva, encaramarse a un lugar casi inaccesible. A veces seguían el curso de una vereda que culebreaba entre las peñas; imaginaban a las personas que hubiesen transitado antes que ellos por aquella ruta, pastores acaso de un rebaño de ovejas o intrépidos aventureros de épocas pasadas. Un paraje apartado los asombraba, un espacio tenebroso rodeado de riscos o poblado de una vegetación exuberante, un territorio virgen que ellos descubrían y en el que por un momento creían que reinaban. Había, sin embargo, instantes en que estaban a punto de resbalar por una pendiente o tenían que volver sobre sus pasos. A Daniel solía causarle verdadero espanto lo que sus compañeros hacían, y más de una vez se quedaba rezagado o esperaba a que los otros regresasen para animarlo. A Pedro, por el contrario, nada le impedía competir con Joaquín en travesuras y temeridades, aunque era éste casi siempre más osado, o quizá menos consciente de los peligros que acometía.
Era en verano, sobre todo, cuando ellos más se divertían, un tiempo propicio para deambular por el pueblo a su antojo y disfrutar de una libertad que no había de ser truncada por obligaciones de ningún tipo. Solían jugar por las tardes en la plaza de la iglesia, a esa hora en que la luz de un poniente lejano aún se deslizaba entre tejados y azoteas con arcadas, a esa hora en que las gentes regresaban de la misa de las ocho y ellos habían de detener sus juegos para que pasaran. Todo transcurría allí de otra manera, como si las cosas se hubiesen despojado del velo de lo cotidiano, inmersas en una realidad que les diera color y ritmo insospechados. Eran instantes que Pedro recordaría después con enorme ternura, recostado ya en la cama de la pensión donde se hospedaba, tratando de hallar en su pasado una situación o escena que le ayudara a olvidarse de los pormenores de un presente que consideraba cada vez más inquietante. Llegado a un punto en que apenas tenía consistencia lo que pensaba, se puso a evocar los días en que se celebraban las fiestas en el pueblo. A finales del verano, como todos los años, la calle donde él vivía se llenaba de luces y de colgaduras diversas. En una acera se alineaban las casetas del turrón y en la otra, las mesas y sillas de los bares, con frecuencia repletas de gente. En un extremo de la calle, en una explanada o paseo que había delante de una ermita, se concentraban los columpios y las atracciones para los más pequeños. Pedro recordaba perfectamente la emoción que sintiera la primera vez que se montó en un tiovivo, el miedo inicial a caminar solo por los tablones movedizos de la plataforma giratoria, el momento en que empezó a dar vueltas en un cochecito con el asiento muy incómodo y con la pintura ya descascarillada por su constante rodar por pueblos y comarcas, un cosquilleo en el estómago o en alguna otra región de su cuerpo, sustituido de pronto por una especie de felicidad compartida con los otros niños y con su madre, que no dejaba de saludarlo con efusivas muestras de satisfacción, como si fuera ella quien girara en el tiovivo, rodeada de gentes que también saludaban o sonreían, en una confusión de cabezas y voces y luces que parpadeaban, todo inmerso en una noche oscura y fresca de septiembre, un mundo que era fantasía y germen de otros posteriores, un mundo, un espacio en que había líneas y colores que se encontraban y volvían a separarse, mientras él iba montado en un cochecito con la pintura descascarillada, con las manos agarradas al volante, dispuesto a emprender un largo viaje por aquel espacio, un vuelo imaginario en el que los objetos de la realidad cobraran un contorno distinto, difuminados por una tenue neblina, como suele ocurrir con todo lo que se sueña.





























Cuarto capítulo





Cuando despertó, se sentía un poco apenado. Había soñado que su madre vivía con él en el cuarto de aquella pensión y que le guardaba la ropa en el armario mientras él permanecía aún recostado en la cama: no era la visita de un ser de ultratumba como en otras ocasiones, sino la imagen real de ella, como si viviera de nuevo, instalada en un haz de realidad que la hiciera aún más concreta y reconocible, con rasgos incluso más definidos que los que presentaba con frecuencia, cuando él apelaba a su recuerdo o la evocaba con ahínco; pero tal imagen se desvaneció pronto y vino a ser sustituida por la vaga sospecha de que aquello no fuera cierto, y por más que lo intentó, ya no pudo restaurarla, ni volver a reproducir la misma emoción que sintiera cuando la veía a su lado en el sueño precedente, su figura esbelta un poco inclinada hacia delante para ordenar y clasificar su ropa en el armario, el cabello suelto, los ojos ligeramente entristecidos. Le quedaba la certeza de que ya nada sería como antes y de que todo había cambiado después de su muerte, igual que cuando acababa de producirse ésta, en un lento anochecer de verano en que él se había ausentado de la casa para jugar con sus amigos. Cuando regresó, estaba ya muerta, rodeada de vecinos que velaban su cadáver. La vio tendida en su cama, con un rictus de paciencia o de ternura reflexiva en sus ojos apagados, como si durmiera. Alguien le había dicho que se acercara. Apenas podía contener el aliento, acelerado por sucesivas oleadas de impulsos nerviosos. Hubiera querido correr como loco, desatar aquella furia que dentro de él se iba almacenando; pero no tuvo más remedio que amoldarse a las circunstancias, y se sujetó con fuerza a los barrotes de la cama donde ella yacía, en un desesperado intento por tranquilizarse. Alguien le comentó también que había muerto de un fallo cardiaco, según certificó el médico; sin embargo, él no atendía a razones o no necesitaba que le explicaran cómo había sucedido. Fue entonces cuando comenzó a temblar de un modo incontrolado: sus manos se crispaban, aferradas todavía con firmeza a aquel duro asidero; su cuerpo, convulsionado, hubo de ser sostenido por algunas de las personas que allí se congregaban. Lo sentaron en una silla; le trajeron en seguida un vaso de agua, de la que él sólo bebió un trago, un trago con el que pretendían que se calmara un poco. Era inútil: Pedro no experimentaba ningún alivio; estuvo a punto de vomitar, pero tampoco fue capaz de hacerlo. Un grito sofocado lo atenazaba ahora: hubiera gritado, sí, les habría dicho a todos que se marcharan y que lo dejaran solo..., solo no, con su madre, porque aunque ella estuviera muerta, él quería velarla como si aún viviera, él, el dueño absoluto de aquel cadáver, un deseo que nadie podría arrebatarle y que sin embargo no se atrevía a pronunciar en ese momento.
Transcurrió algún tiempo antes de que Pedro se repusiera del efecto causado por aquella inopinada tragedia. A medianoche ya se sentía algo más tranquilo: ninguna lágrima había derramado, se decía a sí mismo y comentaba también la gente, aunque por dentro sí que lloraba, un llanto que aún no se hubiese manifestado y cuyas consecuencias tal vez se percibirían en el futuro, cuando él se percatara realmente de lo que había ocurrido y se diera cuenta de lo que significaba en verdad la ausencia de su madre. Pero entonces todas estas cosas no las valoraba, sino que se veía dominado por una honda congoja y por una resignación que muy pronto, a la mañana siguiente, empezaría a tener más consistencia; pues a aquella rabia inicial le sucedería ahora la secreta confianza de que su madre nunca lo abandonaría, ya que ella lo quería y siempre estaba dispuesta a caminar a su lado: perdería su cuerpo, fulminado por un fallo cardiaco, pero no así su espíritu, que no dejaría de animarlo y al que él siempre se encomendaría, tratando de hallar respuesta a todo lo que le ocurriera, ante las situaciones más ingratas y también ante las que algún beneficio le proporcionaran; estaba seguro de que advertiría su aliento, como una voz camuflada en la sangre, un impulso en sus médulas sostenido, una voz o un impulso que lo acompañaran.
Y así fue siempre: después del entierro, al que Pedro había asistido con una serenidad admirable, fue acogido por aquel pariente suyo al que pertenecía la casa donde él había residido con la madre. Para que ésta no fuera motivo de un constante quebranto para él, ya que era un lugar que podía suscitar interminables e insufribles recuerdos, se había decidido que se trasladara a la casa de su tío, situada en una calle menos céntrica pero también muy concurrida, en un barrio donde él acaso habría de trabar amistad con otros niños. A Pedro, no obstante, no le molestaron las nuevas circunstancias de su traslado, como tampoco había opuesto ninguna resistencia a que éste se efectuase: lo acataba todo con absoluta resignación, como si su vida no dependiera ya de estas nimiedades, sino de aspectos de mayor trascendencia. Su madre, pocos días antes de morir, le había aconsejado que fuera siempre honrado. Él ahora calibraba el sentido de ese mensaje: conociéndola a ella, intuía que se refería solapadamente a su padre, que tal vez los había abandonado y no había sido muy regular ni virtuoso en sus trabajos; quizá ella quería que fuera diferente, un hombre serio y responsable, incapaz de engañar a nadie, siempre dispuesto a cumplir sus tareas con abnegado rigor, que formara también una familia y que se sacrificara por su mujer y sus hijos en todo momento, un hombre de provecho y con la conciencia muy tranquila, educado, amable, desprendido...


Mientras desayunaba en el comedor de la pensión, un café con leche y una tostada de mantequilla, Pedro volvía a reparar en estas cuestiones como si no hubiese pasado el tiempo sobre ellas, pues apenas habían variado, y constituían aún la meta de su vida, un objetivo que tenía a su alcance pero que todavía se le resistía, quizá porque no había madurado lo suficiente o porque le faltaba una condición muy importante para conseguirlo, que era precisamente lo que ahora más le preocupaba, no tanto por la dificultad que entrañaba como por el significado que podía otorgársele: se había enamorado de una chica que acaso no le correspondiera, y él aún se afanaba por conquistarla y por que ella lo quisiese. Necesitaba un último esfuerzo, o penúltimo, un renovado intento por acercarse a ella y entablar la conversación que tanto había imaginado y pergeñado en sus ratos de ocio y a la que no había dejado de añadir episodios o detalles aún más sorprendentes. La idea de contárselo todo a fray Gabriel no era mala, porque tal vez él lo comprendiera y animara, aquel capuchino tan simpático que lo acogiera durante algún tiempo; pero en esta ocasión quería actuar solo, estaba decidido a hacerlo cuando salió de aquel cuarto oscuro donde acababa de desayunar. Se despidió de la dueña de la pensión, una señora ya mayor, viuda, vestida con esmero a pesar de la edad, que frisaría en los sesenta o sesenta y cinco, un poco remilgada, alta, morena, con los ojos muy pintados. “Adiós, señora”, le dijo con un gesto de la mano, y se echó a la calle con precipitación y con fe en sus posibilidades.
Anduvo después por la ciudad, aquel día descansaba y podía hacer lo que le viniera en gana, aunque sabía que a eso de las siete y media o quizá antes se encaminaría hacia la taberna, saludaría luego a sus compañeros y a la gente que allí hubiera, esta vez como un cliente más, sentado a una mesa o acodado en el mostrador, tomando un café o cualquier otra bebida y aguardando el instante en que ella pasara por la plaza y él se decidiera a seguirla y a abordarla en una esquina, antes de que regresara a la casa. El bullicio de las calles infundía en su ánimo una mayor confianza: era una mañana soleada de otoño, con mucho tráfico, con mucho trasiego de personas por todas partes. Se acordaba de otros tiempos, cuando él deambulaba solo por aquellos mismos sitios, recién llegado a la ciudad, y se sorprendía de aquella multitud, numerosa, abigarrada, compuesta por individuos muy dispares y con una personalidad bastante acusada, hombres serios y trajeados, mujeres elegantes o de aspecto estrafalario, estudiantes con libros y carpetas de apuntes, turistas y hippies de diversa procedencia, mendigos o pedigüeños como él... Una multitud que caminaba por las aceras de las calles y se concentraba en las plazas, anónima, bulliciosa, ajetreada, sin que nadie conociera a nadie o se detuviera para hablar con un amigo o con un vecino con el que se encontrara. Y ahora era casi igual que antes, él solo, perdido entre el gentío, sin una orientación clara, un individuo más, con aire quizá ensimismado. A veces se para ante un escaparate, mira sin mucho interés lo que allí se ofrece. Parece que lo conduce el azar, un azar ciego y caprichoso que acaso forma ya parte de su suerte: camina despacio, sin prisa, con las manos metidas en los bolsillos del pantalón, pensando en lo que aquél le deparará por la tarde, quizá algo imprevisto que le impida hablar con la chica, una situación con la que él no haya contado, algún hecho que lo obligue a cambiar de estrategia y a postergar su decisión, o puede que sea lo contrario, un encuentro fortuito o propiciado por alguien, un entendimiento mutuo, un apretón de manos... Al final, repitiendo un gesto que en muchos ha observado, se acerca a un quiosco y compra un periódico. Lo abre, lo hojea, lee titulares que apenas le dicen nada, cuestiones de política o de economía, se demora en las páginas culturales... Avanza luego un poco por la acera, con el periódico doblado bajo el brazo, como ha visto también hacer a algunos; se sienta en un banco, continúa leyendo lo que más le interesa, noticias de arte o literatura, exposiciones de cuadros, críticas de cine... Transcurre una hora; a ratos ha observado con disimulo a la gente. Se siente al fin orgulloso de su afición por la lectura, a pesar de que hubo un tiempo en el que vivía completamente ajeno a ella y en el que su única obsesión , si así podía llamarla entonces, era la de atender a necesidades más apremiantes, que hacían que se olvidara a la fuerza de otras. Fue a partir de una cierta edad cuando comprendió que, aunque no tenía estudios, debía al menos procurarse una cultura, y se puso a leer todo lo que caía en sus manos, algún periódico como aquél o cualquier libro que alguien le prestara o que él hubiese comprado, convirtiéndose así en un autodidacta, una palabra esta que a él le gustaba mucho y que, como tantas otras, había tenido que consultar en el diccionario para saber lo que significaba, y se identificaba con ella y la esgrimía incluso en conversaciones para demostrar que se había hecho acreedor a un título tan meritorio. Parecería imposible, pero era cierto: él, un niño pobre, huérfano, que tuvo que pedir por las calles como un mendigo, sin nadie que lo socorriera muchas veces, un niño desatendido, un adolescente después, camarero de una taberna..., él, a pesar de todo, no era ningún inculto, ni mucho menos un analfabeto: con una buena dosis de esfuerzo, había sabido recuperar y cultivar lo que en la escuela aprendiera. Pero no sólo se había conformado con esto, sino que también llegó a interesarse por la pintura y por otras manifestaciones artísticas, y aunque no entendía gran cosa de técnicas ni de estilos, disfrutaba con ellas y se quedaba un buen rato contemplándolas con verdadero embeleso. Y completó así su formación, ensanchó su espíritu, miró el mundo desde una perspectiva nueva, aunque quizá aquella sensibilidad estuviera ya presente en él y sólo había que descubrirla y desarrollarla con cuidado, como suele ocurrir a menudo en la vida, uno no se da cuenta de ciertas cualidades que atesora hasta que no se enfrenta a situaciones en que de pronto despiertan, o hasta que no madura y comprende que las tenía: el hallazgo de una sensibilidad innata o de un ser proclive a ella, la entereza con que él aceptó la muerte de su madre, el arrojo con que después se sobrepuso a las adversidades y a las fatigas...
Mientras caminaba de regreso hacia la pensión, aún no había perdido Pedro el hilo de estos asuntos y, como lo que veía a su alrededor apenas le importaba, tiró más de aquél, y no pudo por menos de acordarse entonces de su tío, una figura peculiar y extraña con la que hubo de toparse durante dos años de la infancia. Acababa de cumplir los diez cuando se trasladó a su casa. Era el único pariente que le quedaba en el pueblo, un hombre raro, de una edad ya madura, inquieto, vivaracho, con el ceño siempre fruncido, los ojos saltones y amenazantes, las orejas grandes y picudas. Estaba soltero y se llamaba Torcuato, aunque la gente lo nombraba más bien por sus apodos, pues tenía varios. Los niños, por ejemplo, le decían “Torcuato, cara de sapo”, lo cual no iba mal con su físico, ni tampoco con su carácter. Era tan imprevisible que unas veces se molestaba con estos motes y otras, por el contrario, los echaba en olvido, como si no fueran con él o no le afectasen. De esta manera, Pedro también hubo de acostumbrarse a sus rarezas y a sus cambios de humor inopinados. Como tenían necesidades diferentes, no era fácil que sus horarios coincidieran o que no se interrumpieran en un momento del día o de la noche: cuando él se acostaba temprano para ir después más descansado a la escuela, Torcuato trasnochaba, llenando de ruidos y de agitación la casa; los viernes y los sábados, en cambio, se iba a la cama antes y no le dejaba conciliar el sueño con los ronquidos tan tremendos que daba; si él decía una cosa, en seguida era contestado con la contraria, y así no había forma de ponerse de acuerdo, ni de que entre los dos reinara la concordia, o el pacto de una tregua consentida. Menos mal que el tiempo fue acercando voluntades e intereses, y Pedro halló el modo de adaptarse a los de su tío lo mejor que pudo; comprendió que era inevitable que roncara por las noches o que se tirara unos pedos enormes por las mañanas, mientras se lavaba en el cuarto de baño o se vestía en el dormitorio, unas ventosidades tan grandes y tan inesperadas que a él a menudo lo asustaban. Pero a todo esto se acostumbró, y también a sus eructos, emitidos con fuerza y sin ningún reparo, quizá provocados por los gases de la cerveza que bebía casi de forma compulsiva. Retrepado en su sillón, despatarrado como solía, viendo una película o un partido de fútbol en el televisor, cuando más desprevenido estaba Pedro, cataplum, soltaba un eructo, cataplum, soltaba otro, interrumpidos sólo por largos tragos de cerveza. Eran sanos, le decía: se refería, claro está, a aquellas emisiones de gases explosivos. No era bueno que el cuerpo los acumulara o contuviera, le explicaba después a su modo. Lo mismo podía decir de los pedos o de los ronquidos; sin embargo, casi nunca aludía a ellos, quizá porque éstos se le escapasen o no dependieran de su voluntad como los eructos.
Algunos días se iba a la vega a labrar unas pequeñas hazas que tenía. “Me voy para distraerme un rato”, solía comentar antes de salir por la puerta, como si no le diera importancia al trabajo o no quisiera valorarlo en ese instante. Él lo veía después con la azada al hombro, caminando muy erguido por la calle abajo. La casa se quedaba en silencio tras su marcha; Pedro aprovechaba entonces para hacer en ella todo lo que se le antojase, sin el temor de ser descubierto y reprendido por su tío, una libertad que él apreciaba mucho cuando jugaba o se divertía. A su vuelta, traía consigo un olor a tierra y a hierbajos muy característico, un olor a campo, adherido a la piel y a las botas de labriego, llenas de polvo y de briznas de matojos arrancados.
Otros días se iba de caza, y no regresaba hasta que no se hacía casi de noche. Era cazador, o al menos de eso presumía. Tenía una perdiz enjaulada, a la que cuidaba y trataba con un esmero exquisito. Pedro recordaría siempre su canto a una hora muy temprana, cuando apenas se vislumbraba la primera luz del día, un canto que parecía entrecortado al principio pero que después crecía y tomaba un ritmo cada vez más vibrante y sostenido, canto febril y acordado, sonando oscuro en habitaciones cerradas, como un repiqueteo insomne en conciencias que no acaban de despabilarse, en oídos que aún no se han desprendido del peso ancho y tenaz de la noche que los taponaba.
Otra de sus aficiones, tal vez la principal (si se excluye la cerveza), era el fútbol. Hablaba de él a todas horas: era, sin lugar a dudas, su tema predilecto, o del que más creía saber: vertía sus opiniones con manifiesto entusiasmo, con las orejas tiesas, como se le ponían casi siempre que discurría con sano juicio, los ojos llameantes y fijos en las pupilas de su interlocutor, al que se dirigía a veces con una palmada en sus rodillas o en su pecho, tratando de que no se despistara o de que no olvidara observaciones tan agudas, acuñadas y mantenidas después de una larga experiencia en el caso del fútbol, pues él había sido defensa de un equipo local cuando era joven, se lo recordaba a menudo a Pedro, para que reconociera su autoridad sobre el tema, como una forma de convencerlo de que no le faltaba razón en nada de lo que le decía. Pero esto no era todo: tenía su propia filosofía sobre el fútbol, que extrapolaba a la vida, o viceversa, un modo de entender ésta que trasladaba a su deporte favorito, porque eran parecidos o presentaban aspectos y circunstancias conmutables. Así, según le confesara un día, él era partidario de un equipo que había ganado el campeonato de Liga hacía ya muchos años, un equipo humilde que había estado después en divisiones inferiores y que había defendido su orgullo a pesar de la derrota, porque en la vida, le dijo, casi todo se pierde y muy pocos sueños se realizan.
Por eso, yo soy de ese equipo continuó diciéndole. Todos pretenden ganar cuando juegan; no sé si te has dado cuenta, puede que sí, porque los niños no pensáis en otra cosa. Yo no concibo a un futbolista que juegue un partido sin la ilusión de ganarlo, aunque quizá deba ser así, no voy a discutirlo ahora... O te pongo otro ejemplo: un equipo cualquiera llega a una final, y nadie de él piensa en las posibilidades reales del contrario; pero uno de los dos ha de salir victorioso después, y el otro será el derrotado, quizá el primero, el que te decía antes... ¿Comprendes? Uno de los dos, es la ley de este juego y de cualquier deporte, una ley que sólo se acata a regañadientes porque todos quieren ganar y disfrutar con las victorias. Lo mismo ocurre en la vida... no paraba, los ojos enfebrecidos, tenaz la mirada, las orejas tiesas, como las de un galgo. Estaban sentados a una mesa, en el comedor de la casa, una habitación de reducidas dimensiones, frente al televisor encendido, que proyectaba en ese momento imágenes de guerra: Pedro, en una silla, con las manos cruzadas sobre el regazo, escuchándolo con cierto interés; él, retrepado en el sillón, sin abandonar un instante la botella de cerveza, de la que bebía a veces con no disimulada fruición. Había hecho una pequeña pausa al referirse a la vida, había tomado un trago, seguido de un eructo antes de añadir: Todos quieren ser los primeros, ocupar los mejores puestos, tener riqueza, una casa formidable, un coche, un apartamento en la playa... Nadie renuncia a nada, nadie se conforma con lo que tiene ni con lo que prospera, sobre todo si el vecino es más afortunado o si la suerte le ha sonreído. Envidia cochina, envidia y dinero, ambición de dinero, dinero en los bancos y debajo de las losetas de las casas, dinero en monedas y dinero en billetes, dinero hasta en la sopa... Sí, niño, este mundo es así, gooo... un eructo, piénsalo bien, nadie quiere perder, ni que los demás se alegren con su desgracia, y por eso yo soy de ese equipo, ¿lo comprendes ahora?, un equipo así, que pierde y se sobrepone a la derrota.
Iba a beber un trago más de cerveza, pero se dio cuenta de que estaba ya vacía la botella y fue por otra a la cocina. Volvió en seguida, mascullando algo ininteligible o hablando sólo para sí.
¿Y por qué jugabas de defensa? intervino ahora Pedro.
¿De defensa? ¡Ah, sí! contestó desde el otro lado de su vida, sentándose en el sillón. Mira: uno tiene que estudiar a las personas antes de que ellas te estudien a ti; tú debes estar prevenido y saber de qué pie cojean, si es que cojean de alguno; si no, ellas te controlan y acaban dominándote, lo cual es muy peligroso y negativo para tu futuro, porque al final te sentirás anulado, y te podrán llover los palos por todas partes, una zancadilla aquí, una traición allá, alguien que te engaña, otro que te desafía cuando menos lo esperas...
¿Y qué tiene que ver todo eso con jugar de defensa? inquirió Pedro.
Un defensa debe anticiparse al delantero: ha de ser más rápido que él, más vivo, más atento a cada lance del juego hizo una nueva pausa, se bebió media botella, la colocó después sobre la mesa; esta vez iba a eructar con más fuerza que antes, pensó Pedro, pero quizá se contuvo en un último momento, o lo dejó para más adelante. Lo miró de reojo, como si adivinara lo que estaba pensando; le dio una palmada en las rodillas, y añadió: Más atento, sí, un defensa, siempre dispuesto a anticiparse y a hacerse él con el balón. No hace falta que actúe con dureza si antes ha estudiado los movimientos del contrario, si sabe ya cuál es su pierna buena o hacia qué lado regatea. Es más efectivo que una carrera o que un empujón o que una sucia patada en las espinillas. A un delantero habilidoso, por ejemplo, que además tiene el balón controlado, uno no puede arrebatárselo con facilidad: es mejor esperar, esperar a que él se mueva o a que inicie una acción cualquiera; entonces, zas, uno se lo quita, se vuelve, lo protege entre las piernas, se lo envía a un compañero... Así es la vida, un balón que tienes, que es tuyo y se te escapa de pronto, un azar que rueda por el mundo, una oportunidad perdida, un deseo.
Sigo sin entenderte, tío se quejó Pedro.
¿Sin entenderme? ¿Y qué esperas? ¿Qué todo sea como tú quieras? A ver si aprendes: las cosas son así, un azar que rueda por el mundo; recuérdalo bien, grábalo en tu cabeza.
Acabó de beberse la cerveza, contuvo tal vez un nuevo eructo y le hizo un guiño a su sobrino. De esta manera concluía su discurso, con un gesto que en él no era muy habitual pero que entonces tenía la elocuencia de un acertado remate, como si le hubiera marcado un gol al equipo contrario.
Poco a poco lo iba conociendo. Al cabo de un año, Pedro era ya capaz de prever sus reacciones o de contrarrestar sus impulsos, quizá porque hubiese puesto en práctica la teórica que él mismo le explicara, estudiándolo con disimulo y a veces con detenimiento durante todo aquel tiempo. Sin embargo, faltaba un detalle o había algo que él le ocultaba siempre o de lo que nunca hablaba nada, un aspecto o circunstancia de su propia vida que acaso fuera determinante o que incluso condicionara su carácter. Nunca le había revelado, en efecto, a Pedro las razones o motivos por los que permanecía soltero, ni tampoco su opinión acerca del matrimonio o de las mujeres. Lo haría una noche, después de haber estado charlando los dos sobre distintos temas. Y ocurrió de repente, cuando ya se disponían a apagar el televisor antes de acostarse.
¿Y por qué no te has casado, tío? le espetó Pedro con cierta inseguridad en la voz.
Se quedó callado, como si no supiera qué responderle; pero aquel día había bebido más de lo acostumbrado, y la lengua se le iba antes de que la corrigiese el pensamiento.
Un niño no debe indagar en estas cuestiones, pero ya que me lo has preguntado, no quiero defraudarte hoy con una evasiva o mandándote simplemente que te calles. Si has sido observador, habrás visto que yo nunca me preocupo por este tema: ni siquiera comento nada de las mujeres, no como otros hombres que se pasan todo el día y parte de la noche opinando de ellas y diciendo que si ésta no le había correspondido o que si aquella otra no era de su agrado... Mira, para que lo sepas de una vez: a mí las mujeres nunca me quisieron. Soy un lobo estepario, y los lobos esteparios asustan a la gente: andan solos, viven solos, comen solos, lo hacen todo solos, y por eso nadie los comprende, y a mí me ocurrió lo mismo. ¿Lo entiendes? Pero yo tengo mi propia manera de ver el mundo, y no voy a cambiarla para que una mujer me quiera. Allá ella, allá ella con su suerte. Porque es verdad que intenté acercarme a algunas, en mis años mozos, cuando a uno le gustan y no desagrada la idea de formar una familia y tener hijos y actuar como la gente piensa; sin embargo, todas me rechazaron a poco de conocerme... Ya es tarde para explicártelo consultó el reloj, miró la botella vacía sobre la mesa, quizá deseando que estuviese llena, y casi al instante se removió en el sillón hasta que encontró una posición más cómoda. Después de un breve silencio en que pareció más abstraído que nunca, prosiguió: Ninguna aguantó más de dos días conmigo, ninguna me aceptó como era, ninguna se atrevió a salir con un lobo estepario. Fueron varios intentos, y todos tuvieron el mismo resultado: “Lo vamos a dejar; es mejor para los dos...” Qué hipocresía: hubiera sido más sensato haber dicho “No me convienes” o “Mira, no eres mi tipo”. Así de sencillo, o así de claro. Porque a mí me gustan las cosas claras, y el chocolate espeso, como se dice, y aquello era turbio y a mí me desconcertaba bastante. Menos mal que yo no era tan blando como otros, y comencé a no hacerles demasiado caso a las mujeres. Ellas desaparecieron de mi vida desde entonces, y puedo decir incluso que vivo más tranquilo y más despreocupado. Habría sido para mí un enorme fastidio andar siempre detrás de alguna rogándole que me quisiera o que fuera mi esposa; habría sido como pedirle una limosna, y yo tengo mi propio orgullo.
Sí, pero la soledad es muy dura le interrumpió Pedro.
Eso dice la gente. Yo estoy acostumbrado a ella, y me va bien, o por lo menos no me va tan mal como algunos piensan. Además, estar solo no es ninguna desdicha: uno puede hacer lo que quiera y dispone de todo el tiempo del mundo; se levanta a cualquier hora del día, se acuesta también cuando quiere, se dirige a un sitio y a otro sin la obligación de rendirle cuentas a nadie, que es lo que más fastidia...
Yo, a lo que veo, pienso que llevas también una vida muy desordenada se atrevió a opinar Pedro.
No lo esperaba. Apoyó con fuerza las dos manos en los brazos del sillón, miró de nuevo la botella, las orejas parecían ahora más hinchadas, los ojos se le salían... Pedro, como siempre, estaba sentado cerca de él, al alcance de un manotazo. Creyó que iba a dárselo, pues no hablaba y el cuello se le estiraba e iniciaba un movimiento hacia aquel lado.
¡Tú qué vas a decir, monigote, si no sabes de la vida! gritó colérico.
Y no hablaron más aquella noche. Torcuato, cara de sapo, orejudo, solterón, se levantó de pronto y se fue derecho a la cama, mientras él reflexionaba sobre lo ocurrido y pensaba en su propio futuro, que tal vez no habría de estar ligado a su tío, a aquel hombre tan extraño y algo chiflado que no sabía vivir en compañía de nadie.



Tal vez fuera un misántropo, se decía ahora Pedro al llegar a la pensión. Subió a su cuarto, continuó leyendo el periódico y bajó después a comer a aquel oscuro habitáculo que había junto a la entrada. Eran ya las dos y media; no se encontró con muchos huéspedes, tan sólo un señor mayor que lo saludaba siempre con afecto y un matrimonio forastero que quizá pasaba allí unos días. Comió deprisa y regresó a su cuarto para descansar y entretenerse un rato. Se echó en la cama con intención de ordenar sus pensamientos. Por un ventanuco entraba una luz muy suave de otoño, una luz tranquila que llenaba la estancia y se reflejaba en el espejo del armario, que permanecía abierto.
De una idea saltaba a otra, y de un recuerdo a otro, sin que pudiera hallar un respiro su mente. A las cinco se cambió de ropa, y poco después se ponía de nuevo en la calle, esta vez más inquieto y más preocupado por su suerte, temeroso de que nada de lo que hubiese proyectado se cumpliera. Las cosas, pensaba, no suceden siempre como uno desea, se lo había escuchado algún día a su tío: un azar que rueda por el mundo, un balón que no se retiene, una oportunidad perdida... Él debería dirigirse a la chica con decisión si no quería que se malograra todo, con paso firme, sin titubeos, sin vacilar un momento: que ella no llegara a adivinar sus intenciones, viéndolo caminar detrás sin decirle una palabra, podía convertirse sin duda en el mayor de los descalabros, un verdadero contratiempo, amargo y ridículo. Sin embargo, era también posible que no le gustara sentirse vigilada y perseguida de esa manera, como ya había considerado alguna vez; porque él aún no la conocía y, aunque la hubiese observado y hubiese hablado con ella en dos ocasiones, no estaba muy seguro todavía de cómo se comportaría ante una situación como la que entonces imaginaba.
Se encaminó hacia la taberna antes de lo previsto, pues no tenía pensado llegar allí tan pronto. Sin embargo, quiso el destino que se detuviera un rato a charlar con aquella vecina de la pensión con la que se encontraba a menudo, aquella mujer vestida de negro y que se paseaba sola por las noches, un azar que rueda por el mundo, un hecho inesperado. Ello propició que se retardara un poco y que no se presentara en la taberna hasta la seis y media, que era más o menos cuando había calculado antes que se presentaría. Estaba allí don Antonio, el padre de la chica, hablando con otro señor en una esquina de la barra. Siempre le había causado respeto su figura: un hombre de pelo gris, alto, elegante, de mirada cordial y afectuosa. No se había apercibido de su llegada o estaba tan interesado en la conversación, que no atendía a ninguna circunstancia de las que lo rodeasen. Él se había acercado al otro extremo, donde se hallaba Federico, el camarero que lo sustituía aquel día, un tipo muy alegre, gentil y desenvuelto. Aunque era más bien feo o de apariencia no muy agradable, Federico daba continuas muestras de su talante, dotado de una vitalidad prodigiosa, o de un nerviosismo excesivo, casi contagioso.
¿Cómo tú por aquí? le había preguntado al verlo.
He venido a dar una vuelta le había respondido a su vez Pedro.
Aunque no había nada más que aquellos dos clientes en la taberna, no paraba, ya cogía una cosa, ya la soltaba para agarrar otra, y así casi ininterrumpidamente. Mientras conversaba con Pedro, iba colocando unos vasos que había fregado antes y que ya estaban secos.
Sí, pero los días de descanso son para ir al cine o a cualquier otro sitio había vuelto a decirle.
Se me ha ocurrido hoy pasarme por aquí...
Lo que tienes que hacer es echarte novia.
Pedro se sonrojó al escuchar aquello. Federico, un poco mayor que él, sí se la había echado desde hacía algunos años.
Sí, ya va siendo hora contestó aquél con cierta timidez, que no fue desapercibida por su amigo.
¿Te gusta alguien? le preguntó en seguida, alzando la vista hacia él un instante.
Es difícil saberlo.
Difícil, ¿por qué?
Porque te pueden gustar muchas chicas, pero nunca sabes si realmente quieres a alguna. A ti te habrá pasado lo mismo.
Pero siempre hay una especial repuso Federico mientras concluía su trabajo, al tiempo que Pedro no hacía más que observar con disimulo a don Antonio, quien todavía no se había percatado de su presencia o no tenía intención de saludarlo aquella tarde; siempre hay una que te atrae más que las demás. ¿O no? Las cosas son así, y funcionan para todos de la misma manera. No vayas a engañarme, no vayas a hacerme creer lo contrario; tiene que haber a la fuerza alguna que te haga tilín.
Pues no lo engañó.
Apareció en esto Julio, que venía de la cocina, y, al ver a Pedro, le pidió que fuera a comprar unos bollos de pan que necesitaba, en una tienda que no se hallaba muy lejos de allí. Un nuevo contratiempo, se dijo, un hecho inesperado. No tardó mucho en volver, poco más de cinco minutos ; sin embargo, se había ido ya don Antonio, lo cual era un motivo de tranquilidad para él porque no habría sabido quizá comportarse cuando llegara tan ansiado momento. De nuevo se veía solo ante su propio destino, en compañía de un camarero demasiado inquisitivo y de un cocinero al que no se había atrevido todavía a decirle lo que le pasaba. Le entregó a éste la bolsa con los bollos de pan y se puso a charlar con aquél de un tema que no estuviese relacionado con el anterior, sobre el que se había mostrado tan reticente y negativo.
Os habéis quedado solos le dijo.
La gente llega de pronto, cuando menos se espera le replicó el otro, fregando aún los vasos que habían dejado don Antonio y aquel señor que lo acompañaba.
Son ya casi las siete.
Buena hora, ¿no? Aquí no hay horas malas.
Pues no sé... respondió abstraído, casi como antes.
¿Qué te pasa, chaval? ¿Ese no sé qué significa? ¿Acaso no estás a gusto con tu trabajo?
No, hombre; me refería a otra cosa.
¿A qué te referías?
A nada en concreto, la verdad. Muchas veces contestamos así, como si no supiéramos lo que decir y quisiéramos añadir algo.
Bueno, ¿qué vas a tomar? le preguntó sonriente, luego que hubo acabado de fregar los vasos.
Un café con leche.
Ahora mismo.
Éste es el segundo del día, y ya no creo que tome más.
Dos cafés no son nada. Lo peor de todo es el alcohol: yo a veces me excedo con el cubalibre, pero hay otras personas que no tienen ningún control... Bueno, qué te voy a contar a ti al respecto, si lo habrás comprobado por tu cuenta le decía todo esto mientras le calentaba la leche. Es lamentable, ¿o no? ¿De qué les sirve? Yo no sé en qué piensan...
No le faltaba razón a Federico cuando dijo aquello de la gente, pues en ese instante comenzó a ir entrando, primero en escaso número y luego en mayor medida; de modo que ellos no pudieron continuar la conversación que habían mantenido, aunque tampoco habría sido muy importante lo que hablaran: Pedro, muy pensativo, se quedó en aquel extremo de la barra, tomándose el café con leche que le había servido su compañero, en tanto que éste no dejaba de atender a los clientes que iban llegando.
El tiempo transcurría muy lentamente: en un minuto cabía toda una idea, un instante de duda, una escena recordada... Faltaba ya poco para las siete y media cuando consultó el reloj. Ahora no pensaba en la frase de su tío, sino en lo que le dijera fray Gabriel: “Confía siempre en ti mismo; tú debes estar por encima de las circunstancias, tú solo”. Un mensaje vibrante, transmitido con fuerza en más de una ocasión, con una energía interior que saltaba a la vista desde sus ojos pequeños y escrutadores. Yo solo, se repetía de nuevo, mirando con indiferencia a su alrededor, todo lleno de figuras conocidas y de personas que acaso se habían acercado por primera vez. Abriéndose paso entre ellas, se dirigió hacia la puerta. Se sentía algo aturdido cuando salió al exterior. Una luz cenicienta de crepúsculo otoñal cubría la plaza: era la luz bajo la que ella aparecería de pronto, envuelta en un aura de belleza, como tantas veces la había imaginado. Una sensación de irrealidad lo dominaba, como si no fuera creíble lo que hacía. Atónito, asistió al deambular de la gente por la plaza; escuchaba el canto de los pájaros, una melodía lejana que lo acompañara, una música de fondo que subrayara en una película el devenir de una escena culminante. Una escena de la que él sería el protagonista: un muchacho apostado a la puerta de una taberna, que persigue a una chica que acaba de surgir de una calleja y que la llama con un bisbiseo o con un silbido, porque aún no sabe su nombre, y que le habla después a solas antes de que ella acelere la marcha y malogre así sus intenciones, que no son otras que caminar cogidos de la mano y sellar la despedida con un beso en la mejilla o con cualquier otro gesto de cariño. Soñó luego, en la pensión, que todo eso se producía y que era incluso ella quien tomaba la iniciativa, una visión que se interrumpía acaso por la certeza de que no se había producido.






























Quinto capítulo





Fue el sábado de aquella misma semana cuando las cosas sucedieron de otra manera. Un cambio repentino, como un balón que llega rebotado a los pies de un jugador, una ocasión que no se espera, un azar que rueda por el mundo. Estaba Pedro en la taberna a eso del mediodía, a una hora en que solía acudir mucha gente. Trabajaba codo con codo con Federico, que esta vez no lo sustituía, sino que compartía la jornada con él, ya que era ésta la más concurrida de toda la semana. Estaba también allí don Antonio, rodeado de otros parroquianos conocidos, y de pronto apareció ella mirando a todos lados para localizar al padre. Cuando ya lo hubo hecho, se acercó a él con la misma seguridad y desenvoltura con que había actuado siempre. Llevaba el pelo suelto y un jersey de lana azul echado sobre los hombros. Traía además una gentil sonrisa dibujada en el rostro y que debió desconcertar a Pedro, por la forma en que se movía y se comportaba tras la barra. Aunque trataba de disimular, la mirada se le iba una y otra vez al grupo en el que ya se encontraba ella hablando algo con el padre. Hubo un momento en que tuvo que atender a un cliente que se hallaba justo detrás de ellos, y en esto se oyó la voz de don Antonio, que se había vuelto hacia él para aludir claramente a su trabajo:
Siempre hay jóvenes que no se divierten los sábados. Mientras algunos os vais por ahí con vuestros amigos se dirigía ahora a su hija, otros, como Pedro, se ganan un jornal trabajando.
Al sentirse aludido de aquel modo, no pudo por menos de mirar y sonreír agradecido. Todos los del grupo se fijaban en él entonces. En medio de su turbación, buscó también los ojos de ella para ver qué expresión tenían, aquellos ojos azules que tanto efecto le habían causado. Fue tan sólo un instante, un destello fugaz, un relámpago de fe que de ellos irradiara y que se clavara en los suyos...
¿Tú qué piensas? le preguntó a continuación don Antonio, cuando ya se disponía él a abrir la botella de cerveza que le había pedido el cliente.
Yo, nada contestó sin alzar la vista, haciendo por fin lo que había dejado suspenso.
Esta gente les decía aquél ahora a los que lo escuchaban, en una nueva referencia a los camareros, esta gente está aquí porque no ha tenido las oportunidades con las que otros sí han contado. A mí me gustaría que todos valoráramos este hecho. La vida es a veces muy injusta, y no coloca siempre a cada uno donde se merece.
Hablaba con seriedad y con aplomo, mirando a su hija con cierta intención de molestarla y de que se sintiera involucrada en el tema. Pedro se había quedado escuchándole, aunque ya debía atender a otras personas.
Bueno, Marta, antes de que te marches con tus amigas, me vas a hacer el favor de comprarme el periódico oyó que le decía a ella, al tiempo que depositaba en su mano unas monedas que había extraído de un bolsillo del pantalón.
La vio encaminarse hacia la puerta con la misma alegría con que había llegado. Ahora ya sabía cómo se llamaba, Marta, un nombre que le resultaba muy agradable pero que quizá no concordaba con los rasgos de la cara ni con la impresión que de éstos se derivaba. Pedro la habría llamado de otro modo, quizá Elena o Carmen o Susana; pero era algo a lo que debía acostumbrarse, y podía ocurrir incluso que se familiarizase con aquel nombre y que lo considerara el más apropiado y el que más la identificara entre todas las mujeres del mundo. Dentro de poco ella regresaría, y él la vería de nuevo acercarse a su padre para darle el periódico, y entonces tal vez ya la distinguiría por su nombre, no sólo por su figura esbelta o por su cabello rubio o sus ojos soñadores.
A estos niños de hoy no los entiende nadie había dicho uno de aquellos parroquianos.
Son rebeldes opinó otro.
Son hijos de su tiempo terció don Antonio.
¿Me pone una tapa, por favor? se dejó oír también el mismo cliente de antes.
Tardó en reaccionar Pedro, ya que apenas prestaba atención a lo que a su alrededor se hablaba. “Un momento”, contestó vacilante, y fue de inmediato a pedirle la tapa a Julio. Callado, algo nervioso, continuó así realizando sus tareas, sin dejar de pensar en lo que más le obsesionaba. Se sentía algo tímido en tales circunstancias, aunque tenía que confiar en sí mismo y sobreponerse a ellas, igual que lo había ido haciendo con todas las que en su vida se presentaban. Hasta una cierta edad había vivido como cualquier niño de condición humilde en aquellos años de su infancia, un poco marcados quizá por la desaparición o por la repentina muerte de su padre, del que nunca supo casi nada; pero llegó un momento en que se vio también huérfano de madre y muy desasistido en el mundo, acompañado tan sólo por un pariente bastante chiflado y testarudo, un tipo tan raro que de él no cabía esperar nada bueno, sino que un día acabara de perder el juicio y le rompiera la cabeza. Y antes de que esto sucediera, Pedro decidió abandonarlo. Le había escrito una carta en la que le explicaba los motivos por los que lo hacía: de una forma muy suave, le decía que no lo soportaba y que había sido ésta la razón principal de su partida, una carta firmada para que nadie pudiera dudar de que era él mismo quien había decidido marcharse. Pensaba que así le proporcionaba a su tío una prueba o un documento de defensa, en el caso de que alguien sospechara de él o quisiera indagar sobre el paradero del sobrino. La verdad es que nunca llegaría a informarse de las consecuencias de aquello, quizá porque a las gentes del pueblo no les habría sorprendido su huida, o simplemente porque no les interesara la suerte de unos seres a los que poco estimaban.



Muchas veces, en el cuarto de la pensión o sentado en el banco de una plaza, recordaba aquella noche de verano en que salió de la casa para irse a la ciudad. Una noche oscura en la que él caminaba solo por la vega, cargado de una maleta llena de ropa y de utensilios necesarios. Se había escapado a tales horas para que su tío no se lo impidiera o para que nadie, al verlo, lo obligara a retroceder sobre sus pasos. Había salido, en efecto, cuando aquél roncaba, atravesado calles desiertas y silenciosas, sin que ninguna persona asomara. Solo, en medio de un campo inmenso, iba reparando en la grandeza y hermosura del cielo, un cielo sin luna, cuajado de estrellas por todas partes. A ratos se volvía y detenía la vista en las luces del pueblo, cada vez más lejanas. A menudo se acordaba también de su madre, de lo que ella le aconsejara no mucho antes de que falleciera: que fuera siempre honrado, un hombre bueno y responsable; y ésta era ya su meta, aunque ahora más bien se concretase en el final de un camino estrecho y tortuoso, un sendero gris que proseguía delante de él y se curvaba entre acequias y negros ribazos, internándose en una lejanía de la que sólo vislumbraba las manchas tupidas de los sembrados y de los bancales, una extensión que se hacía más misteriosa y siniestra a medida que avanzaba, un espacio sin fondo sobre el que a veces destacaba la figura fantasmal de algún chopo, un trazo sombrío desperdigado en aquel campo sin luna que tanto le impresionaba. Parecía como si él también hubiese de ser engullido por la noche, como un elemento más de aquella naturaleza tan extraña que descubría a cada paso. Había andado ya un buen trecho cuando se sentó a descansar en unas piedras, unas piedras que quizá marcaban o constituían un hito en el camino. Su primera meta se hallaba ya más cerca, pues podía ahora distinguir las luces de la ciudad a lo lejos, engarzadas unas con otras como las perlas de un collar muy vistoso, ocupando ya un lugar determinado en el horizonte. La segunda, sin embargo, quedaba aún bastante difuminada, borrada por una oscura presunción de los diversos contratiempos con los que habría de encontrarse, amenazada por un futuro incierto que tal vez acabaría también por engullirlo y anonadarlo. Llevaba unos dinerillos ahorrados a fuerza de sacrificios y de constantes refriegas verbales con su tío, unos dinerillos que sólo le permitirían subsistir durante unos días, alojado en alguna pensión mientras buscara algún empleo más o menos decoroso; pero él sabía que era difícil, sobre todo para un niño de doce años que no estaba acostumbrado a realizar ningún trabajo y que además parecía algo tímido y poco dado a exhibiciones ni a elocuencias de ninguna clase. Tenía, eso sí, ganas de superarse, un afán desmedido por ingresar en esa vida en la que él había de cumplir la promesa que tácitamente hubiese convenido con su madre, llegar a ser como ella había deseado que fuera, alguien de provecho, luchador, virtuoso, cortés (haciendo honor a su apellido). Le faltaba un último peldaño, pensaba ahora Pedro en medio del tumulto de la taberna, un postrer esfuerzo por acercarse y por conquistar el amor de una joven, la cual estaba a punto de aparecer de nuevo y plantarse frente a él como hacía unos minutos. Un objetivo que tenía ya al alcance de una frase bien dicha o de un pensamiento mejor expresado; pero él, torpe, no lograba producirlos, ni mucho menos pronunciarlos. Quizá tal frustración se debía a que nunca lo hubiese intentado, ya que todo se reducía a una ansiosa espera o a unas respuestas demasiado banales cuando ella se había aproximado para preguntarle por el padre o para dejarle un recado. En este caso la situación era bien distinta, o al menos eso creía entonces: existía entre los dos algo más que una rutinaria relación, aunque él no supiera aún en qué consistía, tal vez la intuición de un motivo que los uniera y que los obligara a hablar y a intercambiar pareceres y puntos de vista, el hecho de que ella se divirtiera mientras él permanecía recluido en la taberna, lo injusta que era la vida para algunos, el modo en que Pedro la soportaba, la opinión de ella al respecto... Sumido en tales pensamientos, no se dio cuenta de que había entrado y estaba ya charlando con el padre. Coincidió además con un gesto de éste, que con la mano levantada trataba de llamarlo para que se acercase:
Dos tintos, uno dulce... le dijo a continuación, con un dedo índice hacia abajo y para mi hija, lo que a ella le apetezca.
Tengo que irme, papá; me están esperando. Yo sólo quiero un vaso de agua se dirigió al final a él, a modo de súplica.
Ocurrió todo muy rápido: fue tal el efecto que aquella situación tan inesperada produjo en Pedro, que casi se le olvidó por completo lo que don Antonio le había pedido; y así, tuvo que volver a preguntárselo después de que le hubo llevado a ella el agua.
Perdón, ¿dos dulces...?
No, dos tintos y uno dulce lo corrigió aquél.
Qué despistado estoy le confesó después a Marta, que se había apartado un poco del grupo.
Son muchas las cosas que has de retener en la cabeza opinó ella antes de probar el agua.
Se había vuelto ya para llenar tres copas del vino de los toneles que estaban alineados sobre un poyete, y no pudo continuar la conversación como hubiera deseado. Sabía, no obstante, que ésta no iba a durar mucho, debido al interés que Marta demostraba por no llegar tarde al sitio en el que se hubiera citado con las amigas. Buscaba la manera de que se quedara un instante más allí, prendida de algo que él dijese o de una pregunta repentina: ahora que se había decidido a hablarle, no debía desaprovechar la ocasión que el azar le brindaba, aunque sólo fuera con una mirada o con un gesto amistoso en la despedida; porque estaba convencido de que no se marcharía sin decirle nada, sin dedicarle al menos una frase de cortesía o una sonrisa solidaria. Seguía ella allí cuando regresó con las dos copas de tinto en una mano y con la del vino dulce en la otra.
Esta vez no te has confundido rió al verlo pasar tan concentrado.
No siempre me confundo se atrevió a ironizar Pedro.
A los políticos se les debe exigir más que al resto de los ciudadanos decía en ese momento don Antonio.
¿Cuántas horas trabajas al día? preguntó Marta cuando ya hubo dejado él las copas sobre el mostrador.
Más de la cuenta replicó Pedro con más tranquilidad, colocándose casi en frente de ella.
Dependerá de la gente que venga, eso está claro.
En principio son unas ocho horas, pero pueden ser más. Hoy sábado, por ejemplo, he llegado aquí a las once, y se supone que a las tres abandonaré el trabajo para reanudarlo después desde las seis hasta las diez de la noche; pero esto casi nunca se cumple: uno tiene que estar aquí hasta que no haya clientes, y a veces las cosas se complican porque éstos aparecen poco antes de cerrar la taberna.
¿Y qué haces cuando descansas? inquirió ella después de haberse bebido el agua que quedaba en el vaso.
Me gusta leer.
¿Lees? Para mí es un fastidio, un auténtico suplicio. Quizá sea una costumbre, un hábito que sólo se adquiere con el tiempo; pero por ahora no es lo mío, por qué voy a mentirte. Y no creas que no lo he intentado, casi desde que era pequeña... Nada, no le sacaba partido a la lectura o simplemente me aburría. No todos tenemos las mismas actitudes.
Perdona, se me ha olvidado poner las tapas.
Bueno, no quiero interrumpirte más. Hasta luego.
Hasta luego repitió él cuando ya se encaminaba hacia la cocina.
Se había entretenido quizá demasiado en hablar con Marta, pues varias personas lo llamaban a la vez con insistencia, como si hubiesen estado esperando a que concluyese aquel diálogo. Un diálogo que había sido muy breve pero que a Pedro le permitía soñar con la posibilidad de que algún día propiciase una relación más fluida, amparada por la confianza con que ya ambos se trataban.



Una situación insospechada, una oportunidad que no se desaprovecha, el encuentro con un ser al que se ama o al que no se veía desde hacía mucho tiempo, un ser al que acaso no se le reconoce o al que se le negaba la existencia, un camino que conduce a una carretera por la que no transita ningún vehículo, una noche oscura de verano en la que brillan numerosas estrellas, el afán por huir y por seguir avanzando a pesar de la fatiga y del dolor que empieza a sentirse en los costados y en las piernas, una meta que parece que se aleja o que no estaba tan cerca como se pensaba al comienzo, la incertidumbre de llegar a ella y de saber cómo desenvolverse por nuevos derroteros y encrucijadas, el temor a ser descubierto o a que alguien malogre unas intenciones al doblar una esquina o al atravesar la calle de una ciudad que permanece casi desierta a una hora temprana del día..., así había sido la vida para Pedro, una sucesión de circunstancias y de avatares diversos que lo había llevado de un sitio para otro, sin que en ninguno hubiese dejado de aprender algo que le resultara a la postre positivo y que le ayudara a ir madurando y progresando como individuo.
La suerte, sin embargo, no le acompañó a Pedro en sus primeros días en la ciudad. Buscó alojamiento en varias pensiones, pero en todas fue rechazado casi por idénticos motivos: en una le dijeron que no admitían a niños, como si el hecho de serlo constituyese un problema o no estuviese muy bien visto entonces; en otra, que no tenían ninguna habitación disponible o que había de esperar a que algún huésped se marchara; en las demás lo miraron también con recelo, temiendo acaso que fuera un presunto delincuente o que se hubiera escapado de su casa sin conocimiento de los padres o de las personas encargadas de tutelarlo. Como era verano, podría dormir sin ningún inconveniente en cualquier banco o portal de alguna casa, pensaba él a veces para resignarse. No, no debía de ser aquél un motivo de preocupación por el momento, como tampoco lo fue el de desprenderse de la maleta, que ya a duras penas arrastraba mientras seguía buscando un lugar donde alojarse. En una de estas idas y venidas continuas, encontró una especie de solar abandonado, en el que sólo se mantenían en pie los restos de una edificación antigua, unos cuantos pilares y lienzos de muros casi sepultados entre escombros y matorrales secos. Con cuidado de que nadie lo viera, se internó en aquel derribo y, después de rastrear e inspeccionar el terreno, se puso a esconder la maleta al pie de uno de aquellos pilares, echándole encima piedras y ladrillos que cogía de los que por allí cerca abundaban.
Luego que hubo concluido tan necesaria tarea, comprendió que le faltaba algo de alimento y de bebida si no quería desfallecer aquel día. No sólo el cansancio lo abrumaba, sino también las flaquezas del estómago y la enorme sed que ya sentía, causada por el sofocante calor del verano y por los sudores transpirados en el afanoso trasiego por calles y plazas; y antes de que las debilidades del cuerpo restaran fuerza a su ánimo, hasta entonces bastante resistente, decidió con buen criterio reponer aquél en el primer bar o restaurante que encontrara. Tenía la intención de no alejarse demasiado, por miedo a desorientarse y a no localizar después el solar donde escondiera la maleta con todas sus pertenencias. Y no le fueron mal en este punto los planes, pues no había andado unos veinte pasos cuando halló un bar abierto, un bar pequeño con un par de clientes arrimados a una barra muy alta, ante la que él casi tuvo que empinarse para pedir lo que quería. Pidió un bocadillo de jamón y un refresco, con los cuales esperaba recobrar las energías que ya empezaban a faltarle. Si al principio había pasado casi desapercibido, después no ocurrió así por la voracidad y rapidez con que comía, porque no debió de bastarle lo que le pusieron para quedar satisfecho, y solicitó que le sirvieran lo mismo, no una, sino hasta dos veces más, ante el estupor de los presentes.
Serían las tres de la tarde cuando salió de allí. En poco espacio de tiempo el aspecto de la ciudad había variado de forma bastante considerable, ya que al ajetreo de antes lo sustituía ahora un inopinado silencio, interrumpido de pronto por el motor de algún coche o por el murmullo amortiguado de conversaciones que a él llegaba como un vaho de sonidos exhalado de algún otro bar de aquel vecindario.
Como no podía hacer nada a tal hora, pensó que le venía bien descansar un rato, y se acercó a una plaza que había descubierto en anteriores exploraciones, una plaza con árboles tan frondosos que apenas quedaba un hueco en ella que no recibiese la sombra que de sus ramas se proyectaba. Había también varios bancos alrededor de una fuente. Se sentó en uno de ellos, no sin darse cuenta de que en el de al lado dormía un hombre con trazas de mendigo; estaba tumbado, con el cuerpo encogido y la cabeza apoyada sobre un brazo. Al verlo en aquella postura, Pedro no dudó en imitarlo y en combatir así el sueño que tenía; además, de esa manera evitaba llamar la atención de algún transeúnte, ya que no era difícil imaginar que el que dormía a su lado podía ser su padre, con quien el hijo compartiera aquellos momentos de necesario y placentero reposo. Y apenas se hubo acomodado en el banco, se quedó dormido casi sin notarlo.
Cuando despertó, al cabo de tres horas y cuarto de siesta, el mendigo continuaba todavía allí, abismado en un profundo sueño. La idea de que fuese su padre le pareció ahora descabellada, pues a nadie se le ocurriría relacionarlo con aquel hombre tan estrafalario y tan mal vestido, que incluso despedía olores no muy agradables. Estuvo a punto de asociar aquella figura con la del tío, quizá porque hubiese algo común entre ambas, el mismo aire de indolencia o de beatitud mientras dormían, tal vez un aspecto desgarbado y calamitoso que las uniera. Se preguntó también si su propio destino no habría de ser ése, el de un tipo raro y peculiar al que el mundo arrumbase como a un trasto viejo e inservible, y se esforzó por descartar de su mente una imagen tan sombría y abyecta del futuro, recreándose con otras que ante su vista tuviera. Por la plaza había comenzado a transitar alguna gente, escuchaba él sus voces, todavía aisladas y bastante imprecisas, que se mezclaban con lejanos rumores que acaso anunciaban la continuación de una actividad febril y agitada. A pesar de que a estas alturas ya no se le antojaba tan extraño aquel ambiente, consideró que aún no era bueno actuar en él sin cautela, algo así como le había aconsejado su tío, aunque de éste no quisiera saber nada: en el fútbol, recordó por un instante, la primera misión de un defensa consistía en estudiar y prever los movimientos del delantero contrario. Quizá tenía razón en esto, de lo cual infirió que no había persona de la que no se extrajese nada provechoso, aunque sólo fuera un mal ejemplo que hubiera que evitar en adelante. No era, pues, muy descabellado aquello de ponerse a examinar todo cuanto viera, cualquier detalle o circunstancia de aquel ambiente, una cotidiana costumbre, una forma de ser o de comportarse, un gesto que se repitiera a menudo...
Con este propósito se levantó del banco y emprendió de nuevo su marcha, dispuesto a observarlo todo con más detenimiento. Se dirigió primero al solar para cerciorarse de que no se había producido ningún cambio que pudiese alterar sus proyectos. Deambuló por calles que ya había recorrido y se aventuró después por otras que aún desconocía. Llegado a un punto más concurrido, dedujo que no se hallaría lejos del centro; además, creía haber pasado por allí con su madre en alguna de las tres ocasiones en que había viajado con ella desde el pueblo: como era muy pequeño, le quedaban sólo vagos recuerdos de ciertos lugares por los que ahora discurría.
Hubiera avanzado un poco más, pero la soledad y el miedo a perderse lo obligaron a desandar el camino anterior. Regresaba despacio, mirando a todos lados para fijar en su memoria las cosas en las que su vista se detenía. Se cruzó con él un niño que transportaba en un carrillo unas botellas de leche, un niño de una edad parecida a la suya y que tal vez trabajara como aprendiz en alguna tienda. Aquello animó bastante a Pedro, pues a él también podían contratarlo de igual manera. Tanto se animó, que se veía ya colocado al día siguiente: él solo se abriría paso en la vida, se decía orgulloso mientras caminaba entre la gente, a la que miraba ahora con la satisfacción de sentirse plenamente identificado con ella, compartiendo cada uno de sus intereses o de sus sueños no realizados. Era uno más, un individuo integrado en aquella multitud tan ajetreada que ya llenaba las calles y que salía de las tiendas o acudía a ellas con afanoso revuelo de bolsas y de paquetes diferentes. Una multitud con la que él se codeaba y con la que tropezaba a veces en una esquina o delante de un escaparate. Aunque no lo hubieran admitido por la mañana en ninguna pensión, estaba seguro de que al final no se sentiría defraudado: no sólo conseguiría un empleo, sino que también acabaría encontrando un alojamiento más o menos confortable. Esperanzado con esta idea, se fue alejando de aquella zona más céntrica, al tiempo que se adentraba en otra de destartalados y decrépitos caserones, con un olor a humedad y a abandono silencioso en sus portales oscuros y en sus ventanales de rejas mugrientas. Le era muy grato pasear por allí entonces, cuando ya el calor había remitido y sólo se descubrían en los tejados las manchas de luz de un sol que declinaba. Pero aquella felicidad se desvaneció pronto, en el instante en que vio a dos guardias urbanos que iban por la acera de enfrente, en dirección opuesta a la suya. Creyó que era a él a quien buscaban, y, aturdido, pensó en volverse y en andar en sentido contrario, de modo que ellos no pudieran verle la cara; pero no se atrevió a hacerlo, ante la posibilidad de que barruntasen algo extraño en tal comportamiento. Así que decidió encomendarse a la suerte, y trató de continuar la marcha con aparente normalidad. Aunque él disimulaba, tuvo la impresión de que no pasaba inadvertido y de que quizá lo consideraban sospechoso. El corazón le latía con fuerza; el semblante se le enrojecía, con una aguda punzada en las sienes. Le pareció incluso que lo perseguían y que demoraban su paso para ponerlo nervioso antes de abalanzarse sobre él. Así, al llegar a una esquina, no lo dudó dos veces y echó a correr como pudo, sin volver la vista atrás en ningún momento. Desembocó luego en la plaza donde había dormido la siesta; la atravesó de prisa, sorteando algunos bancos, sin detenerse a mirar si seguía allí el mendigo. Casi chocó con un señor mayor que ocupaba una acera muy estrecha. La desocupó al embestir a otro que no había sabido apartarse de la trayectoria que él tomaba. Ahuyentó a un grupo de mujeres, que tal vez creían que se disponía a asaltarlas. Y cuando por fin comprobó que nadie lo perseguía, volvió ya más tranquilo al solar, que se había convertido no sólo en escondite sino también en el centro neurálgico de sus operaciones clandestinas. Aplastó con el pie unos hierbajos que había detrás de unos escombros, a unos pasos de distancia de donde había escondido la maleta, y se sentó allí con la intención de aguardar unos minutos, a la espera de que todo transcurriese otra vez a su favor. La aparición de los guardias no lo había desalentado hasta el punto de que estimara vanas sus pretensiones: al verse ya a salvo, y después de que se hubo repuesto de aquel contratiempo, pues así lo juzgó Pedro, un obstáculo en su camino, un peligro que amenazaba con cenirse sobre él y abrumarlo quizá para el resto de sus días, se prometió a sí mismo que jamás cejaría en su empeño por defender su libertad, ahora que comenzaba a saborearla y que se aferraba a ella con más reciedumbre que antes, tal vez porque nunca se valora ninguna cosa hasta que no se lucha por conseguirla, como a él le había ocurrido aquella tarde, aunque en su caso no se hubiera empleado en ardorosa pugna, sino en una inevitable y atropellada carrera, que le había llevado de nuevo a aquel escondite, a aquel espacio ruinoso donde había determinado refugiarse antes de regresar a sus andanzas. El cielo era ya de un azul más oscuro; dentro de poco la noche lo cubriría con el raso negro de sus horas de magia. Casi sin darse cuenta, había pasado de aquel estado de preocupación a otro más sereno y contemplativo, sin que apenas hubiera habido una pausa entre ellos. Necesitaba, sin duda, distraerse, poniendo su atención en aspectos de la realidad que no le resultaran tan apremiantes y decisivos, aspectos quizá inocuos y desprovistos de una utilidad inmediata, como el color de un atardecer de verano o el silencio y la soledad que en aquellas ruinas y en aquel suelo reinaban. Fueron instantes en los que se acordó de su madre y de lo que ella se había sacrificado para sacarlo adelante. La evocó con tal fuerza y rememoró tantas escenas de aquella época que casi se distrajo pensando que ella estaba allí a su lado y que podía escucharlo si le hablaba; y llevado de este deseo que nacía de lo más profundo de su conciencia, se puso a contarle todo lo que le había sucedido desde que salió del pueblo, sin que se le escapara ningún detalle, y no habría tenido término su relato si el cansancio no hubiera hecho otra vez mella en él, cuando ya el cielo se cubría con el raso negro de la noche, adornado aquí y allá con el brillo pertinaz de alguna estrella.















Sexto capítulo




Por las mañanas desenterraba la maleta y se cambiaba de ropa para no descuidar su aspecto delante de tenderos y comerciantes, a los que solicitaba con mucha educación que lo contratasen de dependiente o de mandadero o de lo que ellos considerasen oportuno para sus negocios; pero no quiso la fortuna tampoco sonreírle en estas tentativas, y todas las noches regresaba cabizbajo y algo entristecido al lugar elegido para su descanso. Se había apropiado ya de unos cartones que, colocados sobre las hierbas, proporcionaban ahora a su cuerpo un mejor acomodo. Pasaba muchas horas cavilando y discurriendo sobre su suerte y sobre las cosas que le habían sucedido, desechando unas y tratando de corregir otras que se le antojaban inconclusas, y de esta manera le sorprendía a menudo la madrugada, sin que apenas hubiera hallado un modo más seguro de encauzar la vida. Cuando se sentía muy pesimista, acudía de nuevo a su madre, a quien invocaba cada vez con más frecuencia, y, convencido de que ella no le fallaría nunca, le hablaba de los problemas y de las necesidades que tenía: “Tú siempre estarás a mi lado aunque yo no te vea”, solía decirle de entrada, como si fuera un rezo o una oración aprendida en la infancia. “Sí, madre, aunque yo no te vea continuó en cierta ocasión, tú eres mi única compañía, contigo me desahogo, confieso mis penas; pero no te pongas triste, que yo sabré salir de esta situación como he salido de otras. Yo ya no soy un niño que llora por cualquier motivo; la verdad, nunca lo he sido, ni siquiera cuando tú te fuiste de este mundo”.
Así se consolaba y experimentaba un inopinado impulso en medio de su desgracia, hablándole con sinceridad a su madre y comprometiéndose ante ella a no sucumbir al desaliento. Y como no podía ser de otra manera, a la mañana siguiente, no bien había esparcido el sol sus rayos primeros, él volvía con resolución a la brega diaria, trazando algún nuevo plan sobre su futuro.
Una vez, cansado de su ineficacia, se dijo que quizá era mejor no hacer nada y dejar que la suerte actuase por sí sola, y se pasó toda una jornada vagando por las calles, esperando que se cumpliese su pronóstico cuando más descuidado estuviese. Pero en vista de que aquello no daba resultado, decidió cambiar de estrategia y adoptar una actitud más firme, y así, con tal seguridad, dedicó otro día a presentarse en distintos establecimientos, rogando encarecidamente en todos ellos que lo admitieran como empleado. Rogó e insistió más de lo que en él cabía esperar, pero fueron esfuerzos inútiles, ya que en ningún sitio consiguió convencer a nadie para que lo colocase o para que le prometiera hacerlo en un plazo no muy largo de tiempo. Así que no tuvo más remedio que resignarse con el poco dinero que le quedaba, administrándolo de tal modo que no le faltase el alimento en los días que durase su desgracia. Y al final ocurrió lo que era inevitable que ocurriera: que Pedro se viera en la necesidad de pedir no sólo un empleo, que ya casi descartaba, sino también una limosna o algo de comida que lo mantuviera.
Fue muy dura la experiencia, porque él nunca se había imaginado que alguna vez había de llegar tan aciago momento, una situación muy amarga con la que no hubiera deseado enfrentarse, pero que estaba ahí aguardándole en un punto determinado de su destino, como una emboscada tendida por un oculto enemigo que tratara de anularlo, un paso estrecho y lleno de peligros en el sinuoso y dificultoso camino de su vida. Reconocer que no tenía nada y que era un indigente como aquel pobre mendigo de la plaza, aceptar esta cruel realidad como una enfermedad que se aviene con uno y ya no lo abandona, arrostrando además innumerables humillaciones o miradas de condena, fue sin duda su mayor preocupación antes de decidirse a poner un pie y, sobre todo, una mano en ese mundo de la mendicidad al que estaba abocado. Pero la necesidad, que hace milagros cuando se presenta, lo obligó a él también a superar sus fatigas y desconciertos primeros, y una mañana salió dispuesto a recorrer las calles con renovado talante, aunque para ello tuviera que vencer algún escrúpulo o no supiera aún la forma ni el gesto con que apelaría a la caridad de la gente. Se dirigió esta vez hacia el centro de la ciudad, hacia una zona en la que contaría quizá con más posibilidades de ser socorrido. Y tras una serie de dudas y vacilaciones, comprobó que lo más duro ya lo había superado, pues ahora sólo le bastaba con atreverse a dar un primer paso hacia alguien, un simple movimiento de iniciación, una mano que se tiende y una voz que brota de la garganta para pronunciar la fórmula deseada:
¿Una limosna? así, con esta pregunta, rompió por fin el cerco de su timidez.
El transeúnte al que se lo decía se paró un instante, lo miró con desgana y puso en su mano una peseta. No había sido fácil, en efecto, el comienzo, las horas de intensa y dolorosa meditación en que asumió este papel que le reservaba el destino; pero una vez que hubo empezado a ejercerlo, su trabajo ya se redujo al aprendizaje de un hábito que muy pronto habría de consolidarse, una costumbre iniciada con una escueta pregunta y que se iría ampliando después con frases de súplica y con manifestaciones de desengaño o de cualquier otro sentimiento que a la sazón padeciera, según el carácter de éste o el tipo de persona a la que hubiese abordado. Era tal la naturalidad con la que se expresaba, que no tenía que emplear más recursos que los que de su ingenio en cada ocasión naciesen.
Sin embargo, había momentos en que el hambre lo acuciaba, causando en él unos estragos que no sólo afectaban a su estado físico, sino también a las actitudes con que afrontaba la vida, el miedo a un desfallecimiento repentino o a una muerte insospechada, la impresión de que nada a partir de entonces volvería a ser como antes, el inmenso dolor de sentirse desamparado en medio de una sociedad insolidaria... Menos mal que tales momentos no duraban demasiado tiempo o no dejaban en su espíritu una secuela tan profunda que no pudiera restañarse después con el bálsamo de una ilusión también pasajera, propiciada por días más venturosos, días en que la gente se mostraba menos esquiva e ingrata y que a él le permitían resarcirse de las faltas anteriores.
Tales experiencias le hicieron comprender que, puesto que todo lo mundano estaba sujeto a mudanza (como así confirmaba, además, el parecido entre los dos vocablos), a él no le quedaba otro remedio que acatar las consecuencias que se derivaban de este hecho. Y la más importante de ellas se manifestaba en un cambio de orientación en su vida, que ya no se proyectaría hacia un futuro más o menos lejano, sino que giraba en torno al eje de una realidad inmediata, del cual dependía ahora su propio sustento, y con esta idea o conciencia sobre su pobreza logró subsistir durante aquel largo verano.
“Todas estas cosas no se aprenden en los libros”, se decía a menudo con el orgullo de haberlas asimilado. Parecía como si hubiera alcanzado un grado de madurez que a otros niños de su edad aún les faltase, y, como no podía presumir de lo que a ellos envanecía, se conformaba pensando en lo mucho que los separaba del aprendizaje que él casualmente había adquirido. Muchas veces se asombraba al comprobar que discurría como un mendigo, con una mentalidad que, por paradójico que fuese, apenas difería de la que tuviera antes de emprender tan azaroso derrotero. Sí, un mendigo era un ser humano como otro cualquiera, con los mismos sentimientos o inclinaciones que rigen las voluntades y las aficiones más comunes. Por eso, no había mayor afrenta para Pedro que la gente no entendiera estas razones, o que tratara de marginarlo con un comportamiento que no obedecía a ninguna causa justificable. Se había acostumbrado a examinar sus gestos y a adivinar en ellos sus posibles intenciones. Miraba con mucha atención sus rostros: rostros impasibles, incapaces de expresar ningún deseo; rostros adustos, dotados de una severidad que acaso estuviera motivada por un lejano desencanto o por la deserción de una fe largamente defendida; semblantes desdeñosos, configurados con cejas y labios de prominente enfado; caras sombrías, surcadas de arrugas y de huellas o indicios de cavilaciones; gestos que se tuercen ante la menor contrariedad y que se vuelven ariscos y amenazantes, y otros que apenas se turban y ofrecen una inquebrantable sonrisa; miradas llenas de recelo o de envidia, que son dos sentimientos que casi no se diferencian a simple vista; ojos que se nublan, ojos que brillan inquietos y apasionados, ojos irónicos, ojos que denotan acaso muchas horas de vigilia, ojos de un dolor contenido o de una timidez absorta y contemplativa, ojos de ensueño, ojos que mienten o que ocultan una verdad inconfesable, ojos que no ven lo que miran y que apenas se desvían de un punto del espacio... Cansado de escrutarlos a todos, Pedro buscaba los rostros más claros, rostros de personas que se conmovieran ante una realidad ajena y que se mostraran capaces de atenderla y de procurarle algún alivio o consuelo. Sin embargo, a veces se llevaba alguna que otra sorpresa: hombres quizá de aspecto melancólico se paraban a dialogar con él y se interesaban por su vida y por los pasos que lo habían conducido hasta un estado tan deplorable; mujeres muy afanadas con cestos de la compra hacían también un alto en el camino y le preparaban un bocadillo con un trozo de pan y unas rodajas de salchichón o de otro embutido que extrajeran de alguna bolsa; una señora que discutía con el marido interrumpió de pronto el hilo de su acalorada conversación para dirigirle a él unas palabras de cariño, con las que sin duda pretendía olvidarse momentáneamente de su propio arrebato; un apuesto joven, muy remilgado y bien vestido, al que Pedro no osaba molestar en la terraza de una cafetería, se levantó de la mesa que ocupaba y, advertido tal vez de sus intenciones, le dijo que con mucho gusto lo invitaba a tomar lo que quisiera, pero él entonces no supo aceptar tan grande ofrecimiento o no se atrevió a declarar que se moría por hacerlo.
Todo esto le ocurrió a Pedro a lo largo de aquel verano. A mediados de septiembre el tiempo comenzó a cambiar de pronto: por las noches refrescaba bastante, y él se veía obligado a taparse con una manta que llevaba en la maleta. Los días eran más cortos, y las calles se quedaban casi vacías poco después de que cerraran los comercios, a una hora en que todavía estaban repletas de gente en las últimas semanas de agosto. Las vacaciones habían terminado ya para muchos, y con ellas concluía también un ciclo de ociosos devaneos y costumbres más relajadas. La ciudad cobraba un pulso antiguo de tareas y escenas rutinarias, con grupos de niños que se dirigían a sus colegios o que regresaban de ellos con lentitud exasperante o enorme alborozo; con hombres y mujeres de diferentes edades y oficios, que desayunaban en los bares y leían el periódico antes de reanudar el trabajo; con ancianos que tomaban el sol en las esquinas o que desentumecían un poco las piernas dando breves paseos por una plaza muy concurrida. Era un ritmo de quehaceres cotidianos y de horarios rigurosos, un ritmo que iba decreciendo por las tardes y que se desvanecía luego en una atmósfera de nocturna cadencia y de rumores apagados. Un ritmo también de hojas amarillas y crepúsculos otoñales, de colores desvaídos y sombras que se alargan y ocultan las distancias, un ritmo convertido en espera y en silencio y en inusitada filosofía, en pensamiento que se nutre de preguntas y de sospechas, de nombres agotados y de indefinidas nostalgias. Un tiempo más lento, más vago, detenido quizá, alterado de repente con las primeras lluvias de octubre, en los días en que Pedro había de abandonar el derribo para refugiarse por las noches en los hospitales. Siempre encontraba la manera de burlar la poca vigilancia que había en ellos: aprovechaba algún descuido para entrar y esconderse en un lugar apartado, en un rincón donde no apareciera nadie. Al principio se ocultaba en los lavabos o en alguno de los muchos recovecos que a su paso hallaba, pero después su espíritu de aventura lo animó a adentrarse también en salas y en dependencias que quedaban desiertas y olvidadas, destinadas tan sólo para almacenar cajas de medicamentos o para arrumbar las camas y los muebles que ya se hubiesen desechado. Tuvo que explorar estos sitios a una hora temprana de la tarde, pues luego la oscuridad que allí reinaba no se lo permitiría, y él no podía encender ninguna luz que quizá lo delatase; pero una vez que había inspeccionado el terreno en varias ocasiones, ya no encontraba inconveniente en orientarse y en conducirse por él a sus anchas. Y después de haberse instalado y dormido en distintos puntos, seleccionó uno que respondía más a su gusto o que se adaptaba mejor a sus necesidades, y fue precisamente en uno de estos recintos medio abandonados de un viejo hospital, el cual no distaba mucho del solar en el que todavía guardaba la maleta y al que había de volver de continuo para estar más tranquilo. Acostumbrado a dormir sobre los cartones, no le parecía ahora peor hacerlo en la colchoneta de una de aquellas camas que ya no se usaban, aunque los muelles estuviesen bastante flojos y cediesen demasiado al peso o al movimiento de su cuerpo, de tal modo que él a veces tenía la impresión de que se hundía, y soñaba incluso que nadaba en las aguas de una corriente que lo arrastraba hasta el borde de una catarata por la que nunca llegaba a precipitarse.
Al cabo de un mes, todo marchaba más o menos como antes: Pedro salía muy temprano de su nuevo escondite y, escabulléndose con gran astucia entre los primeros pacientes que acudían a las consultas de los médicos de aquel hospital, se ponía otra vez en la calle como si tal cosa, sin que nadie hasta entonces hubiera reparado en la repetición y puntualidad de sus salidas. Pero sucedió algo que él ya había considerado y temido desde que se estableció en la ciudad, un hecho que vendría a frenar todos sus buenos propósitos, desviándolos hacia otros derroteros quizá más inseguros e imprevisibles. Una mañana, cuando se acercó al derribo para cambiarse de ropa, se dio cuenta en seguida de que se la habían robado: no vio el montoncito de piedras y ladrillos con que la ocultaba, sino que todos ellos aparecían desperdigados por el suelo. Confundido, desolado, avanzó unos pasos hasta el lugar donde debería haber estado su maleta, y al no hallarla maldijo su suerte, y la cara se le descompuso al pensar que alguien, quizá un malhechor, lo había venido espiando y tal vez persiguiendo durante todo aquel tiempo, sin que él supiera nada ni pudiera sospechar que su vida merecía un trato tan desfavorable. Era injusto que se hubieran ensañado con él de aquella forma, con un niño pobre e indefenso, cuyo mayor consuelo era el haber tenido un sitio donde recogerse, un sitio en el que se veía apartado del mundo y en el que guardaba como un tesoro sus pertenencias más íntimas; pero ahora alguien había violado su secreto, y él tenía que alejarse de allí si no quería llevarse un nuevo sobresalto. Seguía sin comprender por qué no habían desvalijado a otra persona de mejor fortuna, a cualquiera de las que hicieran notoria ostentación de sus alhajas o de sus lujosas vestiduras. Por más que lo intentaba, no le encontraba ninguna explicación a aquel robo. ¿Qué clase de maldad o de locura movería a quien lo hubiera cometido? ¿Se trataba acaso de una broma, concebida por una mente perversa y ejecutada sin ningún tipo de escrúpulo? A partir de entonces ya no tendría otra ropa que la que llevaba puesta; había de cuidarla con esmero y limpiarla cuando estuviera sucia y, en el caso de que se estropeara demasiado, la cubriría de remiendos o la luciría con orgullo a falta de mejores prendas. En cuanto a los zapatos, no creía que le iban a durar mucho tiempo, pues no paraba de andar con ellos en todo el día: calculó que dentro de dos meses se les desgastaría la suela o les aparecerían agujeros por todos lados; pero a él apenas le inquietaban estas cuestiones, que ya iría resolviendo cuando se presentaran, sino que se preocupaba más bien por el daño psicológico que aquel hecho le había causado, e intentaba sobreponerse pensando en las decisiones que había de tomar y en las cosas que haría aquella misma mañana.
No, ahora no podían robarle nada; desposeída de todo, su vida ya no despertaría la curiosidad ni el interés de nadie. Pasaría inadvertido entre la gente, como si viviera al margen de ella o estuviera dotado de una gracia incorpórea, un ser acaso difuso o invisible, al que de vez en cuando hubiera que socorrer y ayudar para que adquiriera un aspecto más humano.
Pero el mundo no era tan ingrato como Pedro se imaginaba. No bien se hubo marchado de allí, desorientado y bastante abatido, vio a un señor que cruzaba la calle y que forzosamente coincidiría con él en un punto de la acera. Con la osadía que a veces concede la desesperación, le tendió una mano al pasar y, sin que mediara ninguna palabra, aquél se paró, buscó en un bolsillo de sus pantalones, sacó una cartera y, como no tenía suelto, le entregó nada menos que un billete de mil pesetas.
Gracias musitó Pedro.
No hay de qué repuso el señor con un breve aspaviento de los brazos.
Pero no acabó aquí aquel golpe de buena suerte para él, sino que a las tres o cuatro semanas de aquello conoció a un celador del hospital que le proporcionaría un gran apoyo y consuelo siempre que lo necesitara. Una puerta se cierra y otra más lejana se abre, así de claro lo tenía él: después de un día malo viene otro menos difícil; no hay nada que perdure ni nada que no ofrezca su propia contrapartida. El mundo estaba lleno de personas desaprensivas, egoístas, caprichosas, arrogantes...; pero también había excepciones, personas como Manuel, que así se llamaba el celador, un hombre bueno y desinteresado, provisto de un especial talento para comprender y tratar los sufrimientos ajenos. Lo había conocido una noche cuando intentaba colarse en el hospital. Había entrado por la puerta de urgencias, que siempre permanecía abierta, y él acertó a pasar por allí en ese momento y quiso interesarse en el motivo de su inusual visita.
He venido para quedarme con mi padre, que está aquí ingresado trató de excusarse Pedro.
¿Qué le ocurre? le preguntó el celador.
Le dolía mucho la cabeza, y todavía no saben los médicos lo que tiene.
Serán neuralgias.
¿Neu...qué? nunca había escuchado la palabra.
Pues eso, dolores de tipo nervioso.
Puede ser, porque a mi padre no había quien lo parara, de inquieto que era.
No te creo le reconvino el celador con cierta ironía. Si no quieres decirme la verdad, no me la digas; pero yo te veo inseguro, como si huyeras de alguien o como si me estuvieras mintiendo.
Era alto, delgado, de unos cuarenta años, con los ojos algo rasgados y de un tono más bien verdoso. Tenía el cuello muy largo, con una nuez bastante pronunciada; los hombros, caídos; las manos, finas y delicadas.
¿Cómo te llamas? le preguntó a continuación, en vista de que él no hablaba.
Pedro, Pedro Cortés. Soy huérfano se atrevió a confesarle.
Tendrás abuelos.
No, señor, vivo solo siguió aventurándose. Estuve dos años viviendo con el único familiar que me quedaba, pero me fui de su casa antes de que él decidiera echarme.
Ya, y ahora te dedicas a pedir limosna y a pernoctar en los hospitales, siempre a la espera de que alguien se apiade de ti y te pueda ayudar un poco.
No me quedó otro remedio.
No vayas a pensar que yo soy de los que reprenden por eso. Al contrario: creo que eres todo un campeón, amigo Pedro, un tipo muy valiente, te lo aseguro, porque lo que a ti te ha sucedido no le sucede a cualquiera, y, sin embargo, no te has muerto de hambre, ni has sucumbido ante ningún otro contratiempo... Bueno, yo me llamo Manuel; como ves, trabajo de celador en este hospital. Desde ahora podrás contar conmigo; así que cuando tengas algún problema, no dudes en acudir a mí, que yo sabré resolvértelo si es preciso.
Me hacen falta unos zapatos le dijo Pedro, mirándose los que llevaba, con manifiesta intención de que el otro también se fijase; no creo que éstos me duren más de dos semanas.
¿Qué número calzas?
El cuarenta y uno ya me está chico.
Mañana mismo, si no surge ningún inconveniente, saldré a comprarte unos zapatos nuevos; pero será mejor que me digas dónde te escondes, para que yo pueda saber cómo encontrarte, y así evitamos que se produzcan malas sospechas o interrogatorios innecesarios..., en fin, no quiero que nadie nos moleste, ni mucho menos que a ti te desalojen de aquí por mi culpa.
Me escondo en el pabellón donde están las consultas externas, en un almacén que hay al final de un pasillo que conduce a su vez a otro que comunica con el patio.
¿En cuál de ellos? En ese pasillo se hallan dos almacenes, si no te has dado cuenta: uno, a la izquierda, según se entra de la calle; el de la derecha es un poco más grande y está más lleno de chismes.
En éste, en el de la derecha; duermo en una cama que hay allí abandonada, justo detrás de unas estanterías.
No es mal sitio, sin duda: la verdad es que por las noches no suele ser muy visitado y, si alguien entra, no creo que se ponga a buscarte, entre otras cosas, porque todos andamos siempre muy atareados... Bueno, amigo Pedro, con esto ya me despido, ahora trata de disimular, como si realmente entrases aquí para ver a tu padre...
A Pedro le hubiera gustado agradecerle sus buenas intenciones, pero él se alejó presuroso de su lado. Por suerte, no había en el vestíbulo ningún otro celador o facultativo de aquel hospital, ni nadie que pudiera ser testigo de lo que habían hablado.




























Séptimo capítulo




¿Te compró los zapatos? preguntó Julio.
Él nunca faltó a sus promesas recordó Pedro: al día siguiente, a eso de las once de la noche, cuando yo ya creía que no iba a cumplir con su palabra, lo oí entrar en el almacén con mucha cautela; traía, en efecto, unos zapatos nuevos que, según me dijo después, había adquirido en una tienda en la que le solían hacer a él grandes descuentos.
Pedro se calló un instante, tratando de evocar con más exactitud aquella escena antes de trasladarla definitivamente a su relato. Como ya no había ningún cliente en la taberna, estaban los dos descansando de sus trabajos, sentados a una mesa. Los primeros fríos del otoño habían ido dejando la plaza desierta a medida que caía la noche; no era muy habitual verla así, despoblada de gente, como si no viviera nadie en ella, olvidada, silenciosa. Pedro se había quedado mirándola a través de la vidriera, examinándola con vaga atención: sólo divisaba desde allí algunos retazos de ella, cortinajes de penumbra flanqueados por luces remotas, ramas de árboles sacudidas por un viento intempestivo y huracanado.
Decías que nunca faltaba a sus promesas le recordó ahora Julio.
No sólo eso, sino que a veces se adelantaba a mis propuestas. Era, sin duda, un tipo muy servicial. Un día, por ejemplo, se presentó con varias mudas de ropa interior. Yo, por supuesto, le agradecí aquel detalle; pero le dije que no se preocupara tanto por mí, porque yo ya me había acostumbrado a carecer de todo aquello que no fuera realmente indispensable. Pues nada, otro día me llevó una bolsa con abundante comida, con la cual pude alimentarme durante algunas semanas, sin la necesidad de pedir otra cosa que un bollo de pan o un vaso de leche en los bares. Pero quizá lo que a mí más me agradaba de él era el cariño con que me trataba, el tiempo que dedicaba a hablar conmigo cuando no tenía nada que hacer; sí, poco a poco fue naciendo entre los dos una gran amistad: él me contaba algunos pasajes de su vida y yo le refería los míos, algo así como estamos haciendo nosotros ahora. Sin embargo, yo veía que se reservaba siempre algún secreto relativo al periodo de su adolescencia, que fue bastante tormentosa debido a un desengaño amoroso, según llegó a confesarme una noche en que trató de explicarme por qué se había quedado soltero; pero no me dio más razones de aquello, ni yo me atreví tampoco a averiguarlas, aunque a menudo me preguntaba cómo sería la persona de la que se había enamorado o cuáles eran los motivos o las circunstancias que propiciaron aquel desengaño. Lo cierto es que vivía entonces con su madre, a la que aludía con frecuencia en sus conversaciones. Salía poco; era un hombre muy hogareño. Su vida quedaba casi reducida al desempeño de un oficio que, a falta de otro mejor, le proporcionaba grandes satisfacciones; porque a él lo que más le gustaba era ayudar al prójimo, y no cabe duda de que allí en el hospital tenía ocasión para ello. Su verdadera vocación había sido la medicina, pero no servía para los estudios o no había sabido aprovechar el tiempo en la escuela, como muchas veces se apresuraba a contarme. Era otra de sus frustraciones, la medicina, aunque ésta la soportaba con mayor paciencia, y por eso le gustaba tanto estar al lado de los enfermos o al lado de los que sufren, como era mi caso en aquella época. Un hombre curioso donde los haya, atento, desprendido... Tanto me quería ayudar, que me buscó incluso un internado para niños huérfanos donde yo pudiera alojarme, pero entonces no estaba dispuesto a que mi vida fuera controlada por nadie; así que deseché pronto la idea, y ya no regresé más a aquel hospital, porque sabía que si regresaba no iba a ser capaz de rechazar su propuesta, de lo cual me arrepiento bastante ahora, después de haber recapacitado sobre la forma de actuar de aquel hombre, que no se merecía que yo lo dejara plantado del modo como lo hice.
¿No volviste a verlo? preguntó Julio, mirándolo a los ojos con profundo afecto.
Sí , una vez: nos cruzamos por la calle y él se paró a saludarme como si tal cosa; quiso saber incluso cómo me iba, y yo le conté en pocas palabras lo que había hecho desde que no nos veíamos.
¿Y cómo te iba entonces? lo interrumpió de nuevo Julio.
Bien, eran los tiempos en que yo residía en una celda del convento con fray Gabriel, aquel capuchino del que tanto te he hablado; pero antes de esto, yo había tenido que arreglármelas otra vez solo. Conseguí un rollo de espuma que siempre llevaba conmigo, atado con una cuerda, y lo desenrollaba en cualquier portal que encontraba abierto y así, echado sobre él, dormía algo más cómodo. Y como era un poco mayor y tenía más fuerzas, me ofrecía en algunas tiendas para realizar diversos trabajos, con los cuales me ganaba unos dinerillos que ya me permitían vivir más desahogado. Pero aun así, no dejaba de pedir por las calles, ni tampoco en las puertas de las iglesias, y fue en una de ellas donde conocí por fin a fray Gabriel, que me abrió de par en par las de su convento y que me hospedó en él sin ningún reparo.
Pedro hizo una pausa, a la espera de que Julio dijera algo o expresara al menos su opinión acerca de lo que le había referido. No tenían ninguna prisa; al día siguiente no se abriría la taberna por descanso y disfrute del personal.
Como decía Manuel, eres todo un campeón, amigo Pedro subrayó con entusiasmo el cocinero; con tu vida se podría escribir una novela, igual que con la de muchas personas con las que nos encontramos a diario, personas sin suerte, marcadas por algún tipo de desgracia.
Sería una novela social, como alguna que he leído de este género apuntó Pedro.
Yo, como no entiendo de literatura, no sabría decir a qué clase o modelo pertenecería; pero lo cierto es que una historia como la tuya resultaría muy interesante y bastante aleccionadora para más de uno.
Todas las novelas deben tener una trama pero también unos principios en que sustentarse , un mensaje que aleccione, como tú bien dices. Es tan sólo una opinión, porque a mí no me gusta que me cuenten infinidad de peripecias o de aventuras si éstas no me enseñan nada, si detrás de ellas no hay un pensamientos o unas ideas que yo pueda deducir de su lectura.
Julio se quedó ahora un tanto meditativo, quizá porque no sabía qué añadir a lo que había argumentado Pedro. Tenía la cabeza grande, con las sienes ya plateadas. Sus ojos azules se hundían también en el espacio negro de la plaza, que se descubría al otro lado de la vidriera, un espacio en el que flotaban tres o cuatro luces mortecinas. Sin duda, aquel joven de diecisiete años no dejaba de sorprenderlo; más de una vez le había expresado su admiración por la cultura que poseía, por todo lo que había aprendido sin necesidad de ir a ninguna escuela donde completase los estudios.
A tu novela le faltaría algo le dijo: una mujer, una muchacha de la que estuvieras enamorado; porque en la literatura, como en la vida, el amor ocupa siempre un lugar muy importante. Es un sentimiento del que ningún ser humano prescindiría, un sentimiento que nos mueve y que justifica nuestros actos, una fuerza interior que nos eleva por encima de nuestras propias miserias, una luz con la que miramos el mundo de forma diferente...
El semblante de Pedro enrojeció por un momento; no esperaba que Julio le propusiera hablar de aquel tema que tanto le obsesionaba. Pensó que tenía un compromiso inaplazable con su propio destino y que había llegado la hora de empezar a cumplirlo. Aquella noche, además, andaba más preocupado que de costumbre, pues habían pasado ya tres días desde habló con Marta en la taberna, y aún no se había decidido a actuar de una manera más firme, sino que todo seguía igual que siempre, ella cruzaba la plaza y él se quedaba observándola con la misma indeterminación de antes, como si aquella amistad que entre ellos se había iniciado sólo fuera ya un espejismo, un encuentro fortuito entre dos desconocidos que apenas retuvieran el calor de sus nombres o un rasgo que los distinguiera.
Tienes razón comentó después de un breve silencio.
Por cierto, el otro día me dijo Federico que estuviste hablando con Marta, la hija de don Antonio insinuó Julio con aparente desenfado.
Sí , ella se acercó a la barra y yo la atendí, y después intercambiamos unas pocas palabras.
Bueno, tú ya la conocías.
Sí, pero no lo suficiente. Me pareció una buena chica, sincera, agradable...
Yo la conozco desde que era pequeña pasó a informarle Julio; aún no tenía dos años cuando ya la traían aquí sus padres, figúrate. Venían sólo los domingos o algún que otro día de fiesta. Yo entonces no trabajaba de cocinero, sino que estaba al frente de la barra o servía también las mesas, igual que haces tú ahora, y la verdad es que llegué a tratarlos bastante. Sin embargo, doña María, su madre, dejó pronto de venir, más o menos desde que se quedó embarazada de su segunda hija, Mercedes, creo que se llama, aunque ésta apenas asoma por aquí; Marta, en cambio, está más apegada al padre, ya lo habrás observado, hasta tal punto que casi no puede pasar sin él.
Se llevan pocos años, digo, las dos hermanas.
Tres años. A la chica no la conozco mucho, como te decía. Por lo visto, no le gusta tanto la calle como a la hermana. Sin embargo, eso no significa que a Marta le vayan mal los estudios, que para todo hay lugar en este mundo. A mí me parece que es muy inteligente y que sólo le basta una simple ojeada a los libros para enterarse de las cosas: se le nota en seguida, lo lista y avispada que es.
¿Qué estudia?
Yo creía que lo sabías; después de haber hablado con ella, pensaba que te lo habría dicho. Estudia COU y, según tengo entendido, por la rama de Ciencias.
¿En qué instituto? siguió preguntando Pedro, en vista de que Julio estaba dispuesto a contárselo todo.
En el Calderón de la Barca, el mejor instituto de esta ciudad, o por lo menos eso dice la gente.
Pues no lo sabía.
Pues ahora ya lo sabes. Puedes ir allí a verla si quieres, pero no te hagas muchas ilusiones, tu vida es muy diferente de la suya, compréndelo. Yo no te voy a decir que no intentes salir con ella si verdaderamente te gusta, pero sé precavido antes de tomar decisiones, y si ves que ella no te hace demasiado caso, inténtalo después con otras, que tiempo no te ha de faltar para encontrar una mujer que te quiera.
Pedro volvió a enrojecer un poco, aunque Julio no debió de percatarse de la reacción que causaba, pues en seguida comenzó a relatar lo que a él mismo solía ocurrirle cuando estaba soltero, que se ponía nervioso delante de cualquier mujer, hasta que conoció casi sin esperarlo a la que luego sería su esposa, y con ella desaparecieron sus miedos anteriores, como si hubiera cambiado de pronto de carácter o como si éste hubiese adquirido una madurez que antes no tuviera, porque a él lo que le faltaba era precisamente eso, seguridad, confianza para tratar a las mujeres, una forma de actuar que no se posee mientras no se toma conciencia de que lo de uno no es ningún drama. Pedro no prestaba mucha atención a lo que le decía; pensaba más bien en lo que iba a hacer en la jornada de descanso: puesto que sabía en qué instituto estudiaba Marta, no era mala idea presentarse allí por sorpresa, justo en el momento en que ella terminara las clases, propiciando así un encuentro que podría tener imprevisibles consecuencias.
Y eso mismo fue lo que hizo. Sin atender a más razones que a las que su esperanza le dictaba, con una terquedad ciega que sólo el amor inculca en las personas, deseoso de saber si hallaría en Marta indicios alentadores, Pedro se encaminó hacia el instituto como había previsto. Eran aún las seis de la tarde, una hora antes de que ella saliera. Había dedicado la mañana a diversos menesteres para combatir la impaciencia que lo embargaba. Estuvo charlando un buen rato con la dueña de la pensión. Ésta lo había llamado para preguntarle si tenía ropa sucia, y él se entretuvo en contarle todas las carencias y fatigas que había padecido cuando era pobre. Ella lo escuchaba con una mezcla de curiosidad y de pena contenida, sorprendida quizá de la naturalidad con la que aquel muchacho se expresaba. Conversaban en el pasillo de la entrada, ajenos por completo a las idas y venidas de los otros clientes de la pensión. Ella quiso comentar algo que fuera divertido, y le dijo que lo encontraba muy guapo y que más de una chica estaría deseando que él le hablase. Pedro no pudo por menos de continuar la broma, y le aseguró que eran tantas que la elección había de resultar muy complicada. Animada con tales confidencias, aquella mujer acabó por pedirle que fuera al mercado a comprar dos kilos de carne picada que se le habían olvidado. Le indicó el puesto y el nombre del tendero al que debía dirigirse, al tiempo que extraía del bolso las monedas que podían hacerle falta. Con ellas en la mano, salía Pedro en seguida de allí, convencido de que así se le ofrecía una buena oportunidad para distraerse, que era lo único en lo que pensaba.
El mercado estaba situado en un edificio antiguo, con gruesos muros y sucios ventanales que apenas dejaban pasar la luz. Era un lugar, sin embargo, muy animado, al que solía acudir mucha gente desde las primeras horas de la mañana. Un espacio amplio, dividido en varias calles en las que se alineaban los puestos de la carne, el pescado, la fruta, la verdura y toda clase de condimentos para la comida. Se respiraba allí un ambiente casi festivo, lleno de olores diversos y de voces que se atropellaban; al pregón de uno de aquellos vendedores le respondía pronto el de otro, y al de éste, el de alguno más lejano, todo ello mezclado con las risas y los donaires de cualquier grupo de señoras, o con la respuesta ingeniosa de alguien que pasara. Pedro no tardó en comprar lo que se le había mandado, y se distrajo después deambulando a su antojo por aquel sitio tan abigarrado. De vuelta a la pensión, justificó su tardanza contando que, como no se le había dicho que se diera prisa, él se demoró en el mercado observando todo lo que de interés allí había.
Por la tarde, después de una pequeña siesta, estuvo en una galería de arte en la que se exponía una colección de cuadros costumbristas, un tipo de pintura que él apreciaba mucho y que le devolvía a un mundo perdido, evocado a través de unas cuantas imágenes sueltas, escenas rescatadas de la vida cotidiana por unos ojos que las contemplan y por un pincel que las reproduce. Le gustaba imaginar cómo se vivía en otra época, cuáles eran los oficios, ocupaciones, costumbres y fiestas que se llevaban entonces. Le gustaba imaginar todo esto y también lo que se vislumbraba o se infería de aquellos cuadros, una forma de ser o de comportarse que se dedujera de las figuras que en ellos aparecían, el regocijo o el tedio mal disimulado que se advertían en una mirada o en un gesto del rostro o de las manos. Su prurito de observador lo obligaba a fijarse en muchos detalles, en el momento del día escogido para cada caso, en la consecución de una luz peculiar, en la tonalidad de los colores empleados, en un paisaje de paredes encaladas y contornos suaves...
A las seis salía de aquella galería de arte. Compró pipas en un quiosco y se las fue comiendo mientras se dirigía al instituto. Como aún era muy pronto, escogió el trayecto más largo, pasando dos o tres veces seguidas por las mismas calles, de modo que cuando llegó sólo faltaban cinco minutos para las siete. Se colocó de espaldas a la verja del instituto, a escasos metros de la puerta principal del edificio. Estaba seguro de que desde allí vería a Marta cuando saliera; entonces, ante el menor descuido de ella, se plantaría a su lado y le diría que la había visto por casualidad y que deseaba acompañarla en su regreso a casa. Así, de este modo, era como tenía que actuar con las mujeres, según había creído escucharle a Julio la noche anterior en la taberna. Pero no pudo o no supo poner en práctica aquel consejo cuando se le presentó la ocasión de hacerlo, ya que ni él se atrevió ni la situación reunía las mejores condiciones para intentarlo siquiera. La reconoció de inmediato, después de asistir a la tumultuosa salida de oleadas de alumnos y alumnas que no tardaban en dispersarse; iba con dos amigas, dos compañeras acaso del mismo curso. Pedro no contaba con esto, pues él siempre había imaginado que se dirigiría a ella sola, y se quedó unos instantes indeciso mientras se alejaban por la acera. En vista de que nada más práctico resolvía, comenzó a seguirlas con cierta cautela, esperanzado con la idea de que no había de faltarle oportunidad ni tiempo para llevar a cabo lo que se proponía.
Caminaban ellas muy despacio, como si no tuvieran ninguna prisa. Se desviaron primero a la izquierda y enfilaron luego una de las avenidas principales de la ciudad, por la que circulaban muchos vehículos, una calle amplia, con vetustos edificios de fachadas señoriales. Hacía bastante frío aquella tarde, y no transitaba por allí tanta gente como en días anteriores.
Pedro no dejaba de observarlas ni de espiar cada uno de sus movimientos. Presentaban rasgos parecidos: eran las tres muy altas, de delgado talle, con el mismo aire de pasión contendida al hablar o al expresar lo que sentían. Marta era la más desenvuelta, o al menos eso era lo que se colegía de sus gestos o de las veces que tomaba la palabra en la conversación que mantenían; caminaba entre las otras dos, distribuyendo parabienes o consejos a diestro y siniestro con una autoridad incontestable; las otras dos la escuchaban muy atentas, y nunca se atrevían a replicarle o a dudar de lo que les decía. Hubo un momento en que se pararon ante un escaparate, y Pedro tuvo que hacer lo mismo a no mucha distancia de ellas, aunque él no se puso a mirar nada que le interesara, sino que dio la casualidad de que se detuviera delante de un grupo de señores, que se llevaron las manos al bolsillo ante el temor de que les robara la cartera. Como no podía avanzar, Pedro retrocedió unos pasos y se colocó en el bordillo de la acera. Aquello alarmó aún más a los señores, pues debieron de creer que tendría algún compinche, al que aguardara de aquella manera tan sospechosa. Sin embargo, ellas reanudaron pronto la marcha y él volvió a seguirlas como antes, deshaciendo un entuerto que había comenzado a parecerle demasiado enojoso. Para que no sucediera nada similar, trató de ser después más prevenido, aminorando el paso con la intención de que ellas se distanciaran un poco. No habían andado un gran trecho cuando las vio entrar en unos almacenes de ropa, situados en el otro extremo de aquella misma calle, en la desembocadura con una plaza que presidía una famosa estatua rodeada de una fuente con numerosos surtidores de agua. Como era natural, Pedro pensó que irían a comprar alguna prenda o que se entretendrían quizá mirando las que allí se exponían a la venta. A él no le gustaba perder el tiempo de un modo tan frívolo e innecesario, ojeando y repasando ropa que todo el mundo manoseaba antes de probársela y de devolverla al estante o al perchero de donde se cogiera; pero no le quedó más opción que aceptar aquella invitación del destino, y entró también en los almacenes con la decisión de quien está interesado en comprar alguna cosa. Había pocos clientes allí a aquella hora. Era un local espacioso, con grandes escaparates a la calle; se componía de dos plantas, que se comunicaban a través de una pequeña escalera; la primera planta, que era donde Marta y sus amigas se encontraban, estaba toda repleta de ropa femenina. Se hallaban lejos de la puerta, delante de un mostrador en el que se apilaban unos atractivos jerséis de temporada. Pedro tuvo la impresión de que la presencia de un hombre en aquella sala debía de parecer muy ridícula, pero después le dio por pensar que cada uno podía hacer lo que quisiera; así que se armó de valor, y se dirigió a otro mostrador sobre el que se amontonaban unas blusas, como si realmente se hubiera decidido a regalarle alguna a la novia con la que saliera.
Puesto que no sabía aún lo que había de decirle a Marta, procuró pasar inadvertido detrás de una columna, aunque de vez en cuando la observara con disimulo. Estaba tan absorta en el color y la talla de los jerséis, que apenas cabía la posibilidad de que reparara en otro asunto ajeno a ellos. Una de las señoritas que allí trabajaban se fijó de pronto en él y tosió después de forma exagerada, quizá para llamar la atención de sus propias compañeras acerca del inesperado hallazgo. Sintió Pedro en ese momento ganas de marcharse, pero un nuevo suceso vendría a alertarlo, ya que Marta se había apartado de las dos amigas y examinaba ahora unos abrigos que colgaban de un perchero que estaba situado casi en frente de donde él seguía apostado. Cuando ya se disponía a volverse para ocultarse otra vez detrás de la columna, se dio cuenta de que a Marta se le había caído un abrigo al suelo y estuvo a punto de ir a recogérselo; inició un leve movimiento de aproximación, que no fue desapercibido por ella cuando se agachó para colocar de nuevo la prenda en su sitio. Tanto la desconcertó aquel percance, que no llegó a reconocerlo en el instante en que pareció que alzaba la vista hacia él para darle las gracias. Había sido una mirada fugaz, una mirada dirigida más bien a sus hombros o al contorno de su pelo. Pedro aguardó unos segundos a que terminara de colgar el abrigo. Apenas lo hubo colgado, ella se giró para retornar quizá con las amigas. Fue entonces cuando sus ojos se encontraron.
Ah, ¿eres tú? le dijo un poco azorada, esbozando acaso una tímida sonrisa.
Sí, estaba aquí...
Pedro no pudo completar la frase porque Marta ya se dirigía a otro sector de la planta en que se alineaban diversos estantes con una nutrida selección de pantalones vaqueros. Descorazonado por la actitud de ella, cogió al azar una blusa como si tuviera intención de comprarla; pero en seguida comprendió que no sabía por qué la había cogido y la dejó caer sobre las otras con cierta rabia. Sin hacer caso de las miradas de recelo que le tendía aquella señorita que había tosido antes al verlo y que por allí cerca todavía merodeaba, salió de los almacenes con paso descompuesto, convencido de que no volvería a pisarlos en el resto de sus días.
Fue para él un desengaño. Aquella misma noche pensaría que nada había cambiado; se veía igual que antes, cuando se enfrentaba de continuo a situaciones de extrema pobreza. Se sentía también solo y desvalido: si antes le había faltado el sustento diario, ahora tampoco corría mejor suerte después de que sus ilusiones se esfumaran. Le hubiera gustado aferrarse a la idea de que todo había sido un mal sueño, de la misma manera que entonces buscaba desesperadamente una luz entre las tinieblas de su abatimiento, una luz que a veces se presentaba bajo la figura de su madre cuando la invocaba con ahínco o que otras veces tomaba la forma de unas monedas que alguien por compasión o por caridad le entregaba. Sin duda, existía también un desvalimiento espiritual que se asemejaba bastante al que surgía de las carencias alimentarias, un desvalimiento que era causado por la constatación de un hecho que venía a truncar un proyecto que se consideraba realizable. Comprendió que su amor, como así había que definir aquella fuerza irreprimible que sentía, podía convertirse quizá en una pasión inútil, cuyo objeto se situaba más lejos de lo que le habían augurado sus previsiones más optimistas. Como le había insinuado Julio, era muy razonable que Marta no estuviera dispuesta a salir con un chico de inferior categoría, un chico sin estudios y sin otros recursos económicos que los que le proporcionaba un humilde empleo en una vulgar taberna. Sin embargo, él se resistía a olvidarla o no quería mudar de propósito mientras no se diluyera el último atisbo de esperanza, que siempre renacía después de cada infortunio, propiciada por algún oscuro mecanismo que dentro de su conciencia operase; y así pensó que tal vez aquella indiferencia de ella había sido motivada tan sólo por un descuido o por una torpe actuación de la que más tarde hubiera de arrepentirse, igual que él se arrepentía del hondo pesimismo que antes lo afligiera y que casi lo había obligado a desistir de su empeño. Se acordó también de lo que le decía fray Gabriel cuando más desanimado lo veía: que nunca se sintiera derrotado después de un fracaso, ya que éste no existía si uno había hecho antes todo lo posible por evitarlo. Nada de lo que se intenta puede fracasar, le decía, pues hay cosas que no tienen remedio en esta vida, por mucho que nos empeñemos en cambiarlas o en conducirlas de otra manera. Por eso, lo importante no era que éstas concurriesen, sino la valoración que de ellas hacemos y la confirmación de que no habíamos acertado en nuestras decisiones iniciales; pero de un error no debía inferirse nada negativo, porque forma parte de la condición humana, una posibilidad que no ha de influir en nuestro comportamiento mientras aún nos afanamos por cumplir lo que deseábamos. Tal era lo que pensaba fray Gabriel, y tal era lo que discurría Pedro unos instantes después de haberse asomado al pozo de su incertidumbre; con la tranquilidad de quien se ha alejado por fin de una insidiosa amenaza, se puso a contemplar lo que se adivinaba dibujado en el cielo de su fantasía, y lo primero que encontró fue la figura de Marta, noblemente vestida con uno de aquellos abrigos que tanto interés le habían despertado en los almacenes, saliendo sola esta vez del instituto, envuelta en un halo nebuloso de tarde macilenta de noviembre, una tarde en la que él también la habría espiado y seguido por las calles.






































Octavo capítulo






Conoció a fray Gabriel en la puerta de su convento. Pedro iba allí todas las mañanas a pedir limosna. Como se trataba de un lugar muy céntrico, eran muchas las personas que a él acudían a orar o a oír la misa de las once, que se celebraba en una pequeña iglesia que pertenecía al convento. La gente solía ser más generosa en esta clase de sitios, y a veces Pedro tenía la suerte de acumular una buena cantidad de dinero. Algunas personas incluso ya lo conocían, y se mostraban muy espléndidas con él siempre que lo veían. Por aquel tiempo había hecho amistad con una pobre mendiga que se colocaba también en aquella misma puerta, una mujer que siempre iba ataviada con una negra toquilla y que nunca rehusaba charlar con él para que no se aburriera. Según le había contado, tenía un marido que apenas salía de una borrachera cuando ya entraba en otra, de modo que los empleos no le duraban más de cinco o seis semanas, que era lo que tardaban los jefes o los responsables de la empresa en darse cuenta de que jamás abandonaría la bebida; y de esta manera llegó el día en que ella no tuvo más remedio que echarse a pedir para evitar que sus hijos se murieran de hambre. “Fue muy duro le confesó una mañana, un mal trago que había que pasar. La verdad es que no le sentó nada bien que su mujer hiciera lo que él no era capaz de hacer, y muchas veces me decía que estaba loca y que por qué no guardaba un poco las formas y, como yo no le obedecía, se encaraba conmigo e incluso me pegaba para que no saliera; pero yo le buscaba las vueltas, a las que él era tan propenso cuando le sobraba alguna copa, y entonces me iba a la calle y volvía después con cualquier excusa, aunque no hacía mucha falta. Porque cuando esto ocurría a mi marido no se le veía el pelo por la casa hasta la mañana siguiente por lo menos, y así, una tras otra, se fue acostumbrando a estas cosas, y ya no se preocupa por nada, sino que lo único que le interesa es que lo deje tranquilo. Con lo poco que gano aquí y con lo mucho que me ayudan algunos vecinos allá, saco a mis tres hijos adelante. La vida del pobre se resuelve pronto, aunque a la gente le parezca lo contrario”.
Después de esta confesión, vinieron otras no menos relevantes, en las que aquella mujer le iba desgranando todo lo que pensaba acerca de lo que le hubiese ocurrido. A Pedro le llamaba la atención su valentía, la enorme entereza con que se había enfrentado no sólo a su desgracia, sino también a la ingratitud y a la incomprensión del marido.
Era la época en la que habían sucedido en el país hechos de trascendental importancia para su política. Había muerto el general (para muchos era el caudillo, el hombre escogido por el destino para llevar las riendas de la patria; otros, en cambio, lo consideraban un dictador, al que había que olvidar cuanto antes). Pedro permanecía ajeno a estas cuestiones, y casi no quería intervenir en las conversaciones en las que se hablaba o se discutía sobre ellas. Fue en uno de estos días de mucha tensión cuando conoció a fray Gabriel. Se había ido ya aquella mujer cuando él se asomó a la puerta. Salía a despedir a un señor, al que daba después amistosas palmaditas en la espalda. El otro le decía que a partir de entonces las cosas tomarían un rumbo diferente, y se despedía a su vez estrechando la mano que él le tendía. A continuación, fray Gabriel se quedó unos instantes en la puerta, hasta que aquel señor se perdía ya entre el gentío multiforme que llenaba la calle. Como los demás frailes y hermanos de la orden, llevaba un hábito marrón que a Pedro no dejaba de causarle cierto respeto, como si aquel modo de ir vestido lo elevase por encima de cualquier categoría humana. Era de mediana estatura, corto de pelo, enjuto de rostro, con el mentón algo salido. Tenía los ojos muy claros, unos ojos dotados de una extraordinaria viveza, como Pedro pudo comprobar cuando se volvió para mirarlo, sorprendido quizá por su presencia.
¿Qué haces tú aquí? le preguntó en un tono que seguía siendo bastante amistoso.
Pedía limosna contestó el interpelado.
Eres aún muy pequeño para estos menesteres, ¿no?
Tengo ya trece años.
Cuando yo tenía trece años, no estaba en la puerta de un convento pidiendo limosna a todo el que pasara.
No, claro que no.
Bueno, yo me llamo fray Gabriel, ¿y tú?
Yo, Pedro.
Bonito nombre. A mí me hubiera gustado también llamarme así, pero mis padres me pusieron Mauricio y después, cuando yo entré en la orden, decidí ponerme fray Gabriel, que tampoco quedaba muy mal.
Sin duda, trataba de infundir en él confianza, quizá para que le contara todos los pormenores y circunstancias que lo habían conducido al estado tan lamentable en que lo veía, lo cual fue aprovechado por Pedro para desahogarse un poco con una persona que desde el principio mostraba señales de comprenderlo y de considerarlo como a un amigo.
Soy huérfano había empezado a contarle, como solía decir cuando intentaba revelar a alguien el motivo principal por el que ahora mendigaba.
Eso no es verdad replicó de inmediato fray Gabriel.
¿No es verdad? ¿Y quién puede saberlo mejor que yo? Es cierto que a mi padre nunca lo conocí, o no me acuerdo de él porque era yo muy pequeño cuando murió; y a mi madre la vi muerta y amortajada con mis propios ojos, hace tan sólo unos años; así que soy huérfano de los dos; tenía un pariente que me acogió durante un tiempo en su casa, pero me escapé de allí porque no aguantaba más sus impertinencias.
Yo no voy a dudar de lo que me cuentas, pero te vuelvo a decir que no es verdad.
No sé concedió Pedro muy confundido.
Lo que pasa es que no te has puesto a pensar en lo que yo ahora estoy procurando insinuarte.
Sigo sin comprenderlo.
Es muy sencillo le dijo sonriente, como quien se dispone a dar una grata noticia: Tú, como todos, tienes un Padre que está en los Cielos, un Padre que es Dios y que te quiere con un amor que nunca se agota.
A pesar de que él había escuchado muchas veces ese mensaje, las palabras de fray Gabriel se grababan en su ánimo con especial fuerza: contenían acaso un suave aliento que nacía desde lo más profundo de su ser y que el oyente percibía envuelto en una voz persuasiva y melodiosa, capaz de conmover también a los espíritus más rebeldes e iconoclastas. Como no sabía qué contestar, Pedro permaneció callado un momento antes de que aquel fraile tan simpático continuase explicando el concepto de un Dios que poco tenía que ver con la imagen justiciera con que a menudo se representaba.
Cuando los hombres te fallen, como te habrán fallado añadió después, rézale a Él para que te ayude, porque Él siempre estará dispuesto a escucharte.
Hace tiempo que no rezo se animó por fin a confesarle. Mi madre me enseñó algunas oraciones que yo repetía de pequeño, pero después la vida me ha dado muchos golpes que han hecho que me olvide de casi todo lo que aprendí entonces.
Sus ojos se le humedecieron al decir esto. Fray Gabriel, que se apercibió de ello, lo cogió del brazo con cariño y trató de consolarlo de otra manera.
Bueno, ahora también puedes contar conmigo le dijo. Ven a mí siempre que quieras desahogar tus penas, y anímate, amigo Pedro, que lo peor que hay en el mundo es estar solos, y ahora has tenido la suerte de toparte con una persona en la que podrás confiar cuando más apenado te encuentres. Yo tampoco te fallaré, amigo Pedro, y rezaré a Dios para que así sea.
Sintiéndose un poco más animado con tales promesas, se despidió de él y emprendió de nuevo su marcha por las calles de una ciudad en la que no dejaba de notarse la tremenda impresión causada por los últimos acontecimientos políticos. Pasó el resto del día pensando en lo que le había dicho fray Gabriel, y a éste debió de sucederle algo parecido, pues a la mañana siguiente ya estaba en la puerta del convento cuando Pedro llegó. Lo saludó con efusivas muestras de cariño y le dijo después que lo acompañara hasta su celda porque tenía que hablar con él de muchas cosas. Entraron en una especie de patio, al fondo del cual estaba la iglesia. A la derecha se abría otra puerta, por la que pasaron a un vestíbulo, un recinto muy oscuro en el que se encontraba la portería y que a su vez conducía al claustro del convento, un espacio empedrado en el crecían innumerables hierbas y a cuyo alrededor se situaban las celdas y dependencias de los frailes que allí residían. Fray Gabriel se detuvo delante de una de ellas y penetró después en su interior con mucho sigilo, no sin antes advertir a Pedro que hiciera lo mismo. No era una habitación muy grande, pero en ella cabían dos catres colocados uno a continuación del otro y una mesa con sus respectivas sillas.
Aquí podrás dormir más seguro le dijo con los brazos en jarras fray Gabriel.
¿Eso quiere decir que podré quedarme aquí por las noches? preguntó Pedro.
Sí, ayer estuve hablando con el padre prior pasó a explicarle su anfitrión: le conté tu caso, que tenías trece años, que eras huérfano y que vivías en la calle, y tanto le insistí en lo penoso de tu situación, que me dio permiso para que te alojes aquí durante algún tiempo. Deberás, no obstante, someterte a unas condiciones que regulen tu estancia en el convento, unas normas o pautas de conducta que tú has de cumplir y respetar siempre; ya sabes que la vida religiosa es muy metódica: existen unas reglas o costumbres que imprimen carácter a una orden, y por eso no es bueno que nadie de fuera las altere o interfiera en su normal desarrollo. Así que deberás mantenerte al margen de ellas: podrás salir de aquí cuando quieras, seguirás pidiendo limosna si ése es tu capricho, llevarás más o menos la misma vida que has llevado; pero antes de las siete de la tarde tendrás que estar en el convento, porque tampoco es muy aconsejable que un niño de tu edad ande por ahí perdido tantas horas. Regresarás, como te decía, antes de las siete, y cenarás aquí con nosotros. Te acostarás muy pronto, no sin antes haber rezado conmigo unas oraciones, y así te levantarás también temprano, que las mentes más madrugadoras son las que tienen el juicio más libre y despejado, y después puedes hacer lo que se te ocurra, aunque ya veremos el modo de frenar tus veleidades.
Pedro dejó sobre la mesa el rollo de espuma que todavía llevaba consigo, como si con aquel gesto se desprendiera también de una parte de su pasado que quisiera olvidar y, contento con lo que le había deparado la fortuna en el presente, se dispuso a agradecerle a fray Gabriel su gran hospitalidad.
Ojalá viviera mi madre para contarle esto le dijo. La verdad es que yo no merezco tantas atenciones; pero ya que usted ha sido tan generoso conmigo, puedo desde ahora prometerle que nunca lo defraudaré en ningún momento.
Yo sólo he tratado de actuar como debía: socorrer a huérfanos y a viudas es una de las principales obligaciones que ha de tener un buen cristiano.
Sí, pero eso poca gente lo cumple insistió Pedro: una cosa es lo que se dice y otra muy distinta es lo que se hace, y usted acaba de predicar con el ejemplo, que es la mejor lección que puede darse.
Ya veo que eres un tipo agradecido repuso fray Gabriel; pero ahora no nos vamos a detener en elogios y parabienes, de los que yo soy bastante enemigo. Lo primero que tienes que hacer es acomodarte en este aposento, que, aunque no es muy confortable, reunirá mejores condiciones que otros donde te habrás alojado.
Acostumbrado a residir en un derribo, en el almacén de un hospital y en los portales de algunas casas, a Pedro no pudo por menos de parecerle aquél un sitio ideal para su descanso; pero no llegó a expresar su opinión porque ya fray Gabriel se refería a otros asuntos de ropa y de aseo ordinario que también debían de preocuparle. Mientras él hablaba, Pedro pensaba en el cambio tan brusco que había de experimentar su propia vida a partir de entonces, un cambio que jamás hubiera sospechado antes, pero así eran las cosas o así se presentaban: en el mundo se daban casualidades, encuentros que venían a deshacer el orden previsto, caminos que se borraban en la lejanía de un pasado tormentoso y caminos que se abrían entre la espesura de un futuro que prometía ser bastante halagüeño. Sin embargo, aquello no fue sino el inicio de una larga serie de diálogos: tanta alegría sentía Pedro en las primeras noches, que se pasaba gran parte de ellas hablando con fray Gabriel sin que éste pudiese contener aquel aluvión de confesiones. Dormían poco y se levantaban a la misma hora en que solían hacerlo los demás miembros de la orden; como aún no había amanecido, Pedro se entretenía barriendo y fregando el suelo de estancias y corredores del convento. Tan buena predisposición para el servicio había de ser advertida tarde o temprano por el padre prior, un capuchino de aspecto grave y meditabundo, al que unas gafas oscuras le conferían una mirada soñolienta y esquiva. Una mañana se acercó a él para decirle que estaba muy orgulloso de su comportamiento y que podía quedarse allí más tiempo del que hasta entonces se le permitía, licencia que él aprovechó después para leer los libros que fray Gabriel le iba dejando, casi todos relativos a vidas de santos y a historias bíblicas. Al principio le costaba bastante entender lo que leía, pero con ayuda de un diccionario y con el interés que tenía fue resolviendo todas sus dudas, y al cabo de algunos meses ya comenzaba a constatar un progreso significativo en el dominio de la lengua y en la comprensión de la lectura. Escribía también resúmenes de los capítulos o anécdotas que más le gustaban, resúmenes que luego fray Gabriel corregía, cuando los dos volvían otra vez a reunirse por las noches en la celda. Casi siempre le decía que había de mejorar la expresión escrita; le aconsejaba que lo hiciera con orden y pulcritud, colocando en su lugar correspondiente los signos de puntuación, lo cual no era bien comprendido por Pedro, quizá porque no estuviese aún preparado para ello o porque no pusiese un especial empeño en expresarse como él le indicaba; prestaba, en cambio, más atención al trazado de la letra y a la corrección de los errores ortográficos más graves.
Pero más importante que lo que aprendía en los libros era lo que fray Gabriel le enseñaba, los comentarios y observaciones que vertía acerca del mundo y la vanidad de los pretextos humanos, las ideas que se le ocurrían al hablar de los fundamentos de la fe cristiana y de otras cuestiones semejantes. “Esto que te digo no es fruto de la casualidad, sino que ha sido objeto de una larga meditación”, le aclaró una noche en que había reflexionado sobre uno de estos temas. A Pedro lo cautivaba más el cálido acento de su voz que los conceptos y opiniones que esgrimía, un acento que era enérgico y vibrante cuando trataba de influir poderosamente en su ánimo. “Dios te ama”, le decía a menudo. “Si de veras estuvieras convencido de ello, moverías montañas, vivirías sin duda de otra manera. Confía siempre en tus posibilidades, que son muchas si te detienes a pensar en el amor que te ampara”.
Pedro llegó a aficionarse a la vida del convento. Cada vez regresaba antes de la calle, se acostumbró incluso a permanecer allí recluido desde una hora temprana de la tarde, y con cierta frecuencia visitaba también la iglesia, en cuyo interior hallaba una paz que en el mundo no hubiera podido encontrar nunca. Sentado en uno de los últimos bancos, repasaba los sucesos de cada jornada como si de un examen de conciencia se tratase; los analizaba con la secreta confianza de quien está seguro de que sus defectos o sus equivocaciones formaban parte de una trama de actos que habían de culminar un proceso inevitable. Se daba cuenta de que su destino no era algo abstracto, un punto o una situación que hubiese de descubrir en su futuro, sino que estaba ya contenido y tal ver perfilado en las ideas y en los pensamientos que su mente albergaba: él siempre había deseado ser un hombre de provecho y en esa dirección aún se encaminaba, aunque a veces hubiese parecido que se desviaba de su rumbo o que sus pasos se perdían entre la maleza de incertidumbres y dificultades.
Se sentía atraído por el silencio que allí dentro reinaba, un silencio que era tan intenso que casi se percibía a modo de susurro o de tímido abrazo. Le gustaba también oler a cera derretida y a maderas desportilladas. Entre todas las figuras e imágenes que en la iglesia podían contemplarse, había una que a Pedro siempre sobrecogía. Era la de un Cristo exangüe y fallecido ya en la cruz, una talla que debía de ser muy antigua y que impresionaba por el patético realismo con que fuera esculpida. Un día en que él reflexionaba sobre su pasado, le dio por fijarse en ella más de lo que solía, y comenzó a figurarse lo que aquel hombre habría sufrido antes de morir, las humillaciones y los dolores que habría soportado antes de expirar como un malhechor, aquel hombre que era la encarnación de Dios y la culminación de una trascendental historia. Bien mirado, no tenía ningún sentido que hubiese muerto de aquella forma tan horrorosa, expuesto al sarcasmo y a las injurias de los que lo perseguían, como un despojo del mundo o un resto de humanidad del que hubiera sido forzoso desprenderse cuanto antes, y Pedro se veía a sí mismo representado en aquel Cristo vencido y derrotado ya por la muerte, cuyo rostro aún conservaba un sello inigualable de nobleza que de modo increíble resistiera los últimos aguijonazos de la agonía, y aunque en la situación actual él no hallaba razones para lamentarse, a poco que hiciera un rápido recuento de todo lo que le había sucedido, llegaba a la conclusión de que su caso había de ser tenido también entre los peores y, movido por un fatal sentimiento de solidaridad con lo ajeno, no podía por menos de acordarse entonces de la cantidad ingente de criaturas que seguirían pasándolo mal sobre la Tierra, criaturas que continuarían paseando sus miserias por las calles o que estarían agonizando en la cama de algún hospital o muriendo de hambre en cualquier país de África o de América, criaturas marcadas por un destino que no era sino una prolongación del dolor de Cristo, y de esta manera volvió a reparar en la figura que tenía delante, y pensó que nada estaba acabado mientras el mundo fuera mundo y que en él unos eran los afortunados y otros, los perdedores, pero que al final todos concluían en lo mismo, aunque se empeñaran los primeros en demostrar lo contrario; así que lo único que le restaba al ser humano era creer en la resurrección, como Cristo ya vino a dejarlo claro, resucitando al tercer día de entre los muertos, a pesar de que muchos después no se lo tomarían en serio, porque a la mayoría de la gente lo que más le importaba era lo que podía ver y palpar al momento, y por eso sólo se atendía a las cosas que ofrecen mejores beneficios, o tal vez a aquellas cuya apariencia no engaña, y lo que la muerte de Cristo ofrecía o aparentaba sólo podía ser entendido en su tiempo como un fracaso, aunque quizá si volviese a ocurrir tampoco se acabaría de comprender su significado. Un fracaso era para la gente la situación de otros: un fracaso, la incultura; un fracaso, el sufrimiento o la pobreza en que vivieran inmersos.
Tales eran los razonamientos en los que Pedro se abismó entonces. Al salir de la iglesia, todavía se hallaba sugestionado por la idea de un Cristo pobre, crucificado en un madero, un Cristo solo, desprestigiado por los hombres, y buscó a fray Gabriel para referirle todo lo que se le había revelado en aquellos instantes.
No lo encontró en su celda, ni tampoco en el refectorio del convento. Preguntó por él en la portería, pero le dijeron que había salido. Cuando regresó, ya no sabía Pedro por dónde empezar su relato, y sólo le contó algo de lo que había sentido. Como si tuviese preparada la respuesta, fray Gabriel le dijo que los designios de Dios eran inescrutables y que a veces éstos se manifestaban en cosas que a los ojos de los hombres resultaban insignificantes. “Dios prefiere siempre a los humildes y desprecia a los soberbios”, acabó por declararle. “Por eso no es raro que en ti se haya fijado o que te haya hecho depositario de unas verdades que a otros no hubiera revelado”.
Pedro se sintió más tranquilo después de haber hablado con él. A las pocas semanas de aquello, tuvo ocasión de comprobar que el sufrimiento seguía fustigando a muchas personas inocentes. Una mañana en que se disponía a salir del convento para dar un recado, se encontró de pronto con María, aquella mujer con la que había coincidido tantas veces en la puerta antes de que fray Gabriel lo acogiera. Como hacía mucho tiempo que no la veía, le preguntó por los motivos por los que se había ausentado, y ella, echándose a llorar, lo cogió del brazo como si se apoyara en él para no caerse.
Mi marido ha muerto de cirrosis trató de explicarle después de que se hubo calmado. Todos sabíamos que más tarde o más temprano tenía que enfermar de algo: en el pecado llevaba la penitencia, como suele decirse. Porque era imposible que no acabara tocado después de tantas borracheras. Tuvimos que ingresarlo primero en un hospital y, cuando ya los médicos estudiaron su caso y vieron que no podían hacer nada por curarlo, le pusieron un tratamiento y lo mandaron para casa, y en ella ha permanecido acostado hasta que se ha despedido de esta asquerosa vida, con perdón, y así yo me he librado de sus amenazas y de sus continuas broncas; y aunque ahora he escapado de aquella terrible pesadilla, me encuentro con otra no menos horrorosa, que es la de verme sola con mis hijos durante el resto de mis días, y por eso estoy aquí pidiendo como antes, esperando que la gente se compadezca de una pobre viuda.
Ella ya había retirado la mano de su brazo poco antes de que terminara de hablar. Con gesto nervioso, se enjugaba ahora algunas lágrimas con la punta de la toquilla con la que siempre iba ataviada. A Pedro no le cabía la menor duda de que había de decirle algo para consolarla. Se acordó de que una de las principales obligaciones del cristiano era la de atender a huérfanos y a viudas y, como él se había visto en una situación muy semejante, se creyó autorizado para levantar el ánimo de María.
Dios la ama le dijo. Aunque ahora no comprenda lo que le pasa o aunque piense que nada tiene remedio, si realmente confía en Dios, verá cómo se encarga Él de darle las fuerzas que necesita para solucionar todos sus problemas, porque Dios está siempre del lado de los que sufren, o del lado de los que viven en las peores condiciones.
Eso se lo he oído decir a algunos curas replicó ella, pero ninguno de ellos se ha puesto a pensar en lo difícil que es creer en sus predicaciones.
Yo, que no soy ningún cura, también se lo digo; porque a mí me han ocurrido muchas desgracias y, sin embargo, siempre he hallado el modo de escapar de ellas, aunque sólo fuera mediante un mínimo consuelo o un último esfuerzo por no perder la poca fe que aún me quedaba.
Tú eres muy joven , pero yo...
Dios es justo, señora, y no se olvida de los que lloran, ni de los que pasan hambre, ni de los que padecen persecuciones por defender su nombre... Algo así les he escuchado yo decir también a algunos curas.
Sin duda, has aprendido mucho durante todo este tiempo en que no nos hemos visto. Yo me alegro, hijo mío, de la suerte que has tenido con entrar en este convento. Como puedes comprobar, no soy envidiosa, no suelo codiciar los bienes ajenos, que es quizá el peor de los pecados en el que caen algunas personas que conozco, porque es el origen de muchos males que cometen. Como yo nada tengo, nada envidio. Sí, quizá sea una virtud mía, o una costumbre adquirida a fuerza de sacrificios; me conformo con lo poco que la vida me otorga o con que ésta no sea más dura conmigo. Como ves, yo misma me animo, o a lo mejor es Dios quien influye en mí sin que me dé cuenta.
Siempre que hablo con usted, me acuerdo de mi madre. Ella era una mujer muy valiente, aunque a simple vista no lo pareciera. Yo creo que las circunstancias en que le tocó vivir cambiaron su carácter: ella lo aceptaba todo con mucha resignación; acabó por hacerse fuerte ante la desgracia, como si la desgracia tuviese ya un lugar reservado entre sus sentimientos. “A mal tiempo, buena cara”, hubiera dicho alguno..., sí, quizá eso explique un poco la actitud de mi madre, o por lo menos el modo con que a mí me atendía, porque siempre había en su rostro una expresión amable, una sonrisa muy tierna...
Conmovida por estos recuerdos, María ensayó también una breve sonrisa, con la que procuraba acaso sobreponerse a todo lo que a ella ahora le sucedía. Con gesto maternal, volvió a apoyarse en el brazo de Pedro y tendió sobre él una mirada de agradecimiento y de cariño. “Que la suerte te acompañe”, le dijo antes de despedirse.
Aunque se produjeron nuevos encuentros, Pedro tardaría mucho en olvidar la forma en que ella lo miró aquel día, con unos ojos velados por la pena, en los podía vislumbrarse el rastro de una ilusión pasajera. Era María, sin duda, la viva imagen de la mujer necesitada, un fiel ejemplo del dolor y la pobreza que aparecían representados en la Pasión de Cristo.
Tal experiencia vino a ser continuada por otras de semejante naturaleza, con las cuales se iba modelando aún más el espíritu de Pedro, que ya empezaba a manifestarse con un hervor de rebeldía propio de la adolescencia. Fray Gabriel, que lo conocía bien, conversaba bastante con él a fin de atemperar sus naturales inclinaciones. Así, una tarde de primavera en que el sol manchaba ya de oro tejados y torreones, mientras paseaban tranquilamente por el claustro del convento, fray Gabriel no tuvo ningún reparo en revelarle cómo se despertó en él la vocación religiosa, y para ello hubo de remontarse a la época en que vivía con los padres en un pueblecito de las montañas, donde la gente solía ser mucho más sana que en otros lugares contaminados por las ideas de progreso y de bienestar asegurado.
Yo tenía entonces once años cuando llegó al pueblo una misión de padres capuchinos prosiguió su relato. Habían ido a colaborar con el párroco en la difusión de la fe católica, con la intención de llevar a todos los hogares la buena noticia de la Redención de Cristo. Como suele ocurrir en muchos casos, yo estaba ya acostumbrado a escuchar este mensaje; sin embargo, hizo falta que ellos me lo repitieran para que me sintiese transformado e impelido por el inmenso amor que Dios nos tiene, un amor que todo lo comprende y que satisface y anula todas nuestras necesidades. Me dije que no debía dejar de corresponderle, y antes de que se marcharan aquellos capuchinos, les referí a mis padres lo que había sentido, y les pedí permiso para marcharme yo también porque quería ser como uno de ellos. Mi madre opuso alguna resistencia, pues era muy duro para ella perder a su único hijo; sin embargo, a mi padre, en materia de fe, no había quien lo apartase de los buenos principios inspirados por la Providencia. Al final acordaron los dos que yo me fuera, no sin antes haberles prometido que regresaría para verlos siempre que pudiera, lo cual no he dejado de cumplir hasta el día de hoy, aunque quizá esto no se realice con la frecuencia que ellos desean, ya que sólo los visito una vez al año o cuando me entero de que la salud de alguno de ellos ha empeorado. Como te decía, me fui del pueblo a los once años, más o menos a la misma edad con la que tú te escapaste de la casa de tu tío, aunque para ti las cosas habían de rodar de forma diferente... En fin, ya hemos hablado mucho de esto: yo seguí el curso de una vocación que dentro de mí se había despertado con gran fuerza; tú, en cambio, escogiste un sendero muy pedregoso con la esperanza de que se fuera allanando a medida que avanzaras por él hacia tu meta, que no era sino la de alcanzar una cierta reputación entre los hombres.
Yo no pretendo conquistar ningún prestigio intervino Pedro; yo sólo quiero tener un oficio respetable, un oficio con el que pueda ganar abundante dinero para compartirlo después con los pobres.
Tu decisión es justa sentenció fray Gabriel, mientras se detenía para obligar a Pedro a que lo imitase. Cuando éste lo hubo hecho, levantó el dedo índice de la mano derecha y, señalando con él varias veces hacia un lugar indeterminado, añadió a modo de advertencia: Aún tienes tiempo de meditar bien tus razones antes de ponerte de actuar como dices. Es verdad que has cosechado una vasta experiencia, de la que has ido sacando numerosas conclusiones; pero nunca es tarde para seguir aprendiendo o para modificar lo que ya sabíamos. Con la soberbia, podrás acumular muchos tesoros, pero ninguno te servirá para el cuidado de tu persona o para la profundización en el conocimiento de ti mismo; con la humildad, por el contrario, nunca dejarás de multiplicar los talentos que Dios te ha dado y que son muy diferentes de los que se otorgan a trueque de dinero o por efecto de un golpe de fortuna.
¿De qué talentos habla? inquirió Pedro, volviendo a retomar la marcha que había interrumpido.
Tu honradez, por ejemplo aclaró de inmediato fray Gabriel antes de ponerse a andar él también: alguna vez me has contado que tu madre quería que fueras un tipo honrado y que desde que ella murió ése pasó a ser tu gran objetivo. Ciertamente, es una virtud que muy pocos aprecian en nuestros días, quizá porque nos obliga a olvidarnos de asuntos a los que se concede una importancia excesiva.
Fray Gabriel empleaba casi siempre la primera persona del plural, como si de esa manera no quisiera desentenderse de los defectos ajenos, ante la posibilidad de que él mismo incurriese en ellos. Se trataba acaso de un ejercicio de humildad que él practicase a menudo para corregir o controlar su soberbia, para no creerse superior a nadie o para que nadie se sintiera condenado por lo que dijera. Y lo que le dijo después a Pedro no era sino una invitación a perseverar en aquella virtud a la que antes se refería.
Si eres honrado, nunca te van a faltar amigos, ya que éstos empezarán a confiar en ti y jamás dudarán de tus buenas intenciones. Si eres honrado, tampoco te faltará un trabajo más o menos estable. Pero antes, como te advertía, debes ser consciente de los valores que atesoras.
Yo he escuchado por ahí que con la honradez no se llega a ninguna parte comentó Pedro mientras seguía paseando al lado de fray Gabriel.
Es la opinión de los que no creen en sus posibilidades, cuya única fórmula de éxito es la de vivir a costa de otros replicó ahora su intrépido acompañante; pero tú no te has de guiar por lo que piensa el vulgo, sino por lo que te dicta tu conciencia. Lo que te digo es muy importante; grábalo bien en tu memoria. Pero hay algo más que me gustaría que supieras, algo que quizá es muy sencillo y que, sin embargo, apenas se valora o se considera mientras vivimos. Me refiero a tu propio concepto sobre ti mismo; no se trata de la imagen que los demás proyectan sobre tu persona, ni de la que tú intentas proyectar sobre ellos... He hablado de concepto aunque tal vez no sea ésta la palabra más adecuada para definirlo. Es lo que a ti te diferencia del resto de los humanos, es lo que configura y determina tu ser. A eso, que no sabía cómo llamarlo, es a lo que me refiero, a tu propia esencia, a tu espíritu, que quizá sólo se manifieste en tu forma de sentir y concebir la vida, una forma que ya es irrepetible y que no puede compararse con ninguna otra. Yo quisiera que recapacitaras sobre ello y que reflexionaras acerca de la importancia de ser un individuo a quien Dios ha concedido una oportunidad única en el mundo, porque es a Dios a quien hay que responsabilizar de ese nuevo modelo de humanidad que tú representas. Te estoy diciendo esto aunque no sé si lo entiendes; me conformaría tan sólo con que alguna vez profundizaras en estas cuestiones como yo profundizo. La verdad es que, si se ahonda demasiado, se viven experiencias que no están al alcance de cualquiera y que después no pueden ser referidas con una expresión rutinaria, sino que hay que buscar términos más raros, y aun así, casi nunca se consigue lo que se pretendía, como les pasó a nuestros escritores místicos. Uno de ellos, por cierto, decía que para hablar con Dios no es necesario pensar mucho, sino más bien amarle, que es lo que yo muchas veces te he dicho. Uno no debe permanecer impasible ante el amor que Dios nos tiene; sería una inmensa ingratitud de nuestra parte actuar como si no lo conociéramos, como si no existiera..., aunque Él siempre está dispuesto a comprendernos y a perdonarnos. Comprende nuestras miserias, perdona nuestros pecados y, como un buen pastor, se siente más satisfecho por el rescate de una oveja descarriada que por el recuento de todas las que guardaba en el redil. Nos ama tanto que se hizo hombre y entregó su vida por nosotros. ¿Qué más prueba queremos, qué otra señal buscamos en el mundo, si la prueba y la señal están ya presentes en nuestros corazones, en ese espíritu que tenemos y que nos hace distintos y que también nos acerca y nos une y nos hermana como miembros de un mismo cuerpo?
Era tal el entusiasmo con que hablaba, que a Pedro no le costó ningún esfuerzo dejarse arrebatar por él. Pasearon un rato en silencio, conversaron luego sobre temas diferentes, mientras la tarde emprendía ya su vuelo de alondra perseguida por un cielo de carmines apagados.
Fray Gabriel no sólo se preocupaba por su formación, sino que también atendía otras necesidades de orden material. Así, poco después de que cumpliera él los catorce años, le había hablado ya de su caso a un conocido, y éste a su vez intercedió para que el dueño de la taberna le procurara un empleo, el cual no parecía muy apropiado para un niño, aunque después se consideró que no había otro y que podía probar en él para ver cómo le iba. Se encargó primero de tareas muy modestas, como eran las de fregar o barrer el suelo, con las cuales se ganaba un pequeño sueldo que, a falta de una razón más clara en que invertirlo, se lo pasaba a fray Gabriel para que él lo distribuyera o administrara de la forma que creyese más conveniente. Era para Pedro un enorme orgullo pensar que ya no dependería de nadie para su sustento. Todas las mañanas acudía a la taberna, trabajaba dos o tres horas seguidas, allí mismo comía, más tarde barría y limpiaba las mesas, cumplía con algún mandado, departía con sus compañeros y, antes de que anocheciera, regresaba puntual al convento.
Era la época en que se seguían sucediendo cambios decisivos en la política del país, y todo el mundo andaba muy excitado comentándolos. Contagiado por este ambiente, Pedro empezó de veras a interesarse por lo que ocurría y de vez en cuando leía los periódicos para no estar desinformado.





















Noveno capítulo








Tenía la corazonada de que aquella tarde de noviembre iba a ser muy importante para él. Había pensado de nuevo aprovechar la jornada de descanso para planear un encuentro con Marta en la puerta del instituto. Durante todo el día estuvo previendo el modo en que se produciría, la forma en que habría de actuar para que ella no se sintiera vigilada o perseguida. Como no tenía nada que perder, había decidido repetir la misma experiencia de la semana pasada, aunque esta vez no permitiría que ninguna circunstancia se interpusiera en su camino.
A media mañana, su mente se distrajo con el recuerdo de vivencias que poco podían añadir a la situación presente, como fue el día en que resolvió dejar el convento para trasladarse a una pensión. Sucedió de pronto, sin que él lo hubiese dispuesto de antemano. Todo comenzó a las cuatro de la tarde, cuando irrumpió en la taberna un hombre de aspecto estrafalario y que debía de estar bastante bebido. Él se hallaba sentado a una mesa, leyendo tranquilamente el periódico después de haber comido. Sin prestarle demasiada atención, lo había visto encaminarse hacia el mostrador con alguna dificultad. Hubo un momento en que consiguió concentrarse en la lectura, aunque después le fue imposible desentenderse del extraño discurso que aquel hombre mantenía. “La hemos cagado”, decía a menudo. “La hemos cagado, ¿me oyes?”, se dirigía luego a Federico, que era el camarero que se había encargado de atenderlo y de servirle la copa de anís que había pedido. Como no le hacía caso, palmoteaba con gran fuerza contra la barra, como si estuviera subido en alguna tribuna y golpease el atril para captar el interés de un nutrido y selecto auditorio. A Pedro se le representó la figura de un político enfrascado en un mitin ridículo, ya que se trataba aquélla de una imagen que había aparecido con frecuencia en la televisión por aquel tiempo, con motivo de la celebración de las primeras elecciones generales después de la instauración de la democracia. Tal era la seriedad con la que dicho individuo proclamaba su discurso. “La hemos cagado”, repetía con mayor énfasis. “Una tortura, amigos, esto es una tortura”, continuaba profiriendo ante la perplejidad de los presentes, que no eran sino él y Federico, ya que no quedaba ningún otro cliente a aquella hora en la taberna.
Tenía alborotado el cabello, la cara muy ancha y encendida. Miraba con ojos desorbitados, como si no fuera capaz de reconocer nada de lo que a su vista se ofreciera. Iba vestido con una chaqueta de dril muy antigua, con los botones semicaídos. De vez en cuando se acordaba de que estaba bebiendo y se llevaba la copa de anís a los labios para tomarse un pequeño trago, no sin antes haber mascullado algunas palabras, un nuevo retazo de aquel imprevisible monólogo que a cada instante se interrumpía por falta de fuerza expositiva o por cualquier otra causa.
Los borrachos dicen la verdad declaró después de haber reflexionado un rato, y mi verdad no tiene vuelta de hoja: esta vida es una mierda, perdonad la indecencia, y yo soy un caballero que se resiste a pisarla, porque a mí no me engaña nadie con historias que parecen otra cosa. No, amigos, yo soy un caballero como don Quijote, y por eso estoy aquí para descubrir a los hipócritas, para pelearme si es preciso con todos aquellos que no creen en Sancho Panza, mi fiel escudero.
Al oír tales disparates, Pedro recordó a su tío, que también acostumbraba a soltar por su boca una buena retahíla de ellos cuando la cerveza trastornaba su juicio. Como ya hacía algún tiempo que no lo recordaba, le dio por imaginar lo que debía de estar haciendo. Se alegró por él, porque el equipo de fútbol al que era tan aficionado había conseguido un meritorio triunfo en una prestigiosa competición copera; se lo había oído decir a mucha gente y lo había leído también en los periódicos. Sin duda, era una opinión gratuita la de comparar el deporte con la vida, como su tío defendía, pues en el primero las victorias o las derrotas no tenían la misma importancia que en la segunda, en la que éstas podían hacer que aquéllas se olvidaran, sobre todo en casos de inapelable infortunio.
Aquel hombre, por su parte, se refería a una especie de calamidad que trataba de definir de una manera demasiado antojadiza. “La hemos cagado”, volvía a decir a modo de muletilla, y como si ésa fuera la fuente de inspiración de su malhadado ingenio, continuaba después hablando de lo que a él le parecía más oportuno. Con tanta pausa y tanto burdo razonamiento, se había bebido ya todo el anís que había en la copa, cuando aparecieron por la puerta dos clientes habituales de la taberna, dos comerciantes que regentaban sendos negocios en una calle muy próxima. Como hombres avezados al trato con la gente, se situaron a una buena distancia de él para que no los molestase. Pedro se puso entonces a barrer el suelo, mientras ellos intercambiaban con Federico los consabidos saludos de todos los días, sin que hiciera falta que éste les preguntara lo que iban a tomar porque casi nunca mudaban de propósito. Al borracho no le gustó quizá que lo dejaran olvidado, y rugió con agria voz desde la imaginaria tribuna contra toda la concurrencia.
¿Queréis que lo repita? preguntó.
Pedro y Federico debieron de pensar que saldría con su fórmula favorita, y los dos comerciantes, que a buen seguro ellos se convertirían en el blanco de sus iras; pero ni mentó nada relacionado con los excrementos, ni su tono fue de excesiva dureza.
Amigos, esto es una tortura dijo, una tortura que sólo comprenden los que utilizan la cabeza para algo, porque hay también..., hay también quienes emplean los pies para huir y quienes usan las manos para sisar lo que está a su alcance; pero como yo soy..., como yo soy un caballero, ni huyo ni meto las manos donde no debo, a ver si os vais enterando. Otra copa de anís, por favor.
No bien se la hubo servido Federico, se lo bebió todo de un solo trago y, como si sus ideas estuviesen agotadas, permaneció unos minutos en silencio, mientras los otros dos clientes aprovechaban para tomarse con tranquilidad lo que no hubiera hecho falta que pidieran, sendos cafés bien cargados. Entre tanto, Pedro limpiaba ya las mesas antes de marcharse. Federico, detrás de la barra, con los brazos cruzados atendía a lo que aquéllos hablaban.
Aquí, en este país, uno no puede hacer lo que le venga en gana dijo uno de ellos.
Aún no estamos preparados para ser libres opinó el otro.
Cada vez hay más delincuencia volvió a intervenir el primero. Antes, cuando éramos jóvenes, nosotros podíamos dejar nuestras casas abiertas, que nadie se atrevía a poner un pie en ellas, como no fuera para darnos un recado o para cumplir con alguna visita; pero hoy las cosas han cambiado de tal modo que mucha gente se vale de cualquier resquicio para despojarnos de lo que era nuestro.
La causa de todo eso es la que yo señalaba antes, una libertad mal entendida quiso subrayar el segundo.
Cada vez hay más robos, más atracos...
Muchos, en este país, confunden la democracia con el libertinaje.
Lo peor no es que haya delincuentes, sino el clima que se crea, la desconfianza y el miedo con que uno sale a la calle.
Amigos, compañeros... acertó a decir el borracho con voz temblorosa.
El libertinaje sólo se corrige con mano dura.
No se debe permitir que ciertos individuos anden por ahí sueltos.
Compañeros, camaradas se oyó de nuevo, esta vez con más fuerza, la hemos cagado.
Pedro era el único que prestaba un poco de atención a tan extraño personaje; lo vio entonces dirigirse hacia la puerta después de haber dejado sobre la barra unas monedas con las que pagaría las dos copas de anís que había consumido. Salió tambaleándose, haciendo un gran esfuerzo por no perder el equilibrio.
Cuando una hora después Pedro partía en dirección al convento, volvió a encontrárselo por casualidad en una calle, con la espalda apoyada en una pared y agitando con desesperación los brazos como si se dispusiera a emprender un afanoso vuelo. Pasaron por allí algunos jóvenes que apenas repararon en su presencia; él intentó hacer lo mismo que ellos, pero al darse la vuelta para mirarlo con más detenimiento, vio que se caía y que se quedaba tendido en medio de la acera. Sin pensárselo dos veces, acudió en seguida al sitio donde se hallaba para levantarlo. Se había hecho en la frente una pequeña herida, de la que brotaba un hilillo de sangre que había comenzado a bordear su ceja izquierda. Tenía los ojos entornados, sumidos en un profundo letargo; aunque procuró de muchas maneras convencerlo para que los abriera, aquel hombre parecía empeñado en no dar ninguna señal de vida. Le dijo también que lo conocía y que él era el muchacho que barría y limpiaba las mesas en la taberna; pero el otro seguía ensimismado, mirándolo con vaga extrañeza. Si él no hubiera sabido que estaba borracho, habría creído quizá que se moría.
Al cabo de algunos minutos, como nadie se acercaba para ayudarle, trató de valerse de sus propias fuerzas para incorporarlo, y tirando de uno de sus brazos consiguió a duras penas que se moviera un poco y que se mantuviera sentado. Colocando luego los suyos por debajo de sus axilas, lo obligó a levantarse. “Tranquilo”, le dijo, y le ofreció uno de los hombros para que se apoyara en él y le sirviera de improvisado báculo. Anduvieron así un buen trecho, aunque a veces Pedro tenía que sujetarlo para que no volviera a caerse. Cuando vio que abría ya los ojos y que lo miraba de una manera más consciente, le preguntó dónde vivía y si quería que lo acompañara hasta su casa. Carraspeó un poco antes de responder a la pregunta, caminó algo más enhiesto o más decidido que antes y con gran dificultad logró indicarle el nombre de una calle y el número del portal al que debía dirigirse. A un paso normal no habrían tardado más de diez minutos en llegar hasta allí, pero su marcha sufría continuas interrupciones, algunas de ellas de una duración excesiva; de tal modo que hacia la mitad del trayecto, cuando ya había transcurrido casi una hora desde que lo iniciaran, a Pedro no sólo le afectaba el cansancio acumulado, sino que también comenzaba a perder la paciencia, preocupado por el tiempo que emplearían en la otra mitad del recorrido. A pesar de que él gozaba de cierta autonomía, nunca había regresado al convento después de las ocho, y ya faltaba menos de media hora para que ello se produjera, con lo cual era inevitable pensar que aquel día llegaría más tarde de lo previsto; pero tampoco podía abandonar a aquel hombre, cuyo cuerpo se balanceaba cada vez con más frecuencia. Si él hubiera actuado como las demás personas que con ellos se cruzaban, seguramente habría pasado toda la noche tirado en cualquier esquina, desmadejado como un ser inerte al que todo el mundo tendría derecho a mirar con desprecio o con indiferencia. Al llegar a una plazoleta, se sentaron en uno de los bancos que en ella había. Si a Pedro le vino bien el descanso, a su compañero no parecía desagradarle tampoco, pues se negaba después a dejarlo sin haberlo disfrutado un buen rato, un rato que se prolongaba a su capricho y que se resistía a ser delimitado con palabras o con hechos. Inclinado hacia adelante, con los codos hincados en los muslos, la cabeza entre las manos, permanecía imperturbable ante cualquier intento de Pedro por ayudar a que se levantase. No sólo no se movía, sino que incluso apenas hablaba; de cuando en cuando balbuceaba algo que resultaba casi ininteligible, alguna frase de desconsuelo o de queja mal formulada. Ésa fue la causa de que él acabara por desesperarse, y cada dos o tres minutos consultaba el reloj que el borracho llevaba en la muñeca izquierda para comprobar que el retraso podía llegar a ser muy alarmante. A partir de las nueve empezaría a preguntarse qué estaría pensando fray Gabriel o de qué modo disfrazaría su tardanza ante el padre prior o ante cualquier miembro de la orden que lo hubiera echado en falta. Cuando vio que la noche de julio iba ya cayendo sobre la ciudad, su angustia creció de tal manera que le dieron ganas de expresar a gritos lo que sentía o lo que deseaba en aquel momento. Después de unos instantes de zozobra, comprendió que debía conformarse con su suerte y que ésta ya parecía encauzada desde que decidió interesarse por un hombre al que apenas conocía. Así, con esta forma de pensar, experimentó un gran consuelo, y recobró la confianza y la seguridad con que a fray Gabriel tanto le había gustado que actuase. Convencido de esta nueva postura, trató de influir en aquél empleando un tono más amable. “Tranquilo, camarada”, solía decirle, recordando las palabras que él mismo había pronunciado en la taberna. “Ya nos vamos, compañero; la casita nos espera”, volvía a insistirle. Pero el otro no se inmutaba o no sabía qué responderle. “Tenemos que irnos antes de que nos cubra la mierda”, porfió Pedro. “Lombrices”, musitó con asco el interpelado y, como si las tuviese dentro del cuerpo, consiguió ponerse en pie en un primer intento. Eran ya las diez y media cuando esto se producía. A las once menos cuarto, después de varias paradas y de varios conatos de huida, hacían su entrada por fin en el portal al que se dirigían. Todo permanecía allí en silencio. El borracho se sentó en el segundo peldaño de la escalera y se agarró con fuerza a la baranda para que nadie se atreviera a molestarlo mientras durara el nuevo periodo de descanso. Él se sentó a su lado y aguardó la llegada de algún vecino que pudiera ayudarle a subirlo hasta su domicilio. “Tranquilo, camarada”, le decía para animarlo, dándole incluso una breve palmadita en el hombro. Insensible, ensimismado, el borracho no hablaba; a veces cerraba los ojos por el peso de los párpados o sacaba la lengua para jadear con insistencia. Cinco minutos más tarde, Pedro acertó a pronunciar la palabra mágica: “Lombrices”, dijo, y aquel cuerpo desangelado sufrió un sobresalto, un movimiento que irradió de la cabeza y se fue extendiendo luego por brazos y piernas, hasta el punto de que en un solo instante logró desasirse de la baranda de la que estaba agarrado. Aunque ahora no pudo incorporarse, Pedro se apresuró a colaborar con él para que no se arrepintiera de hacerlo, y ocurrió entonces que apareció en el portal el vecino anhelado, un hombre de unos cincuenta años, barrigón y orejudo, que no tardó en reconocerlo y que se ofreció de inmediato para llevárselo. “Apártate, chaval, que yo lo dejo en su casa”, le dijo a él al tiempo que cogía de un brazo al borracho.
Faltaría muy poco para las once cuando Pedro salió de allí. Tenía la conciencia muy tranquila. De hecho, no emprendió el camino de vuelta con la rapidez ni con la precipitación que hubieran exigido sus temores anteriores. A lo largo de su azarosa vida, se habían producido eventuales encuentros y sorpresas de todo tipo, y ahora no parecía sino que regresara a ellos; quizá si le hubiera sucedido a otro, se habría deprimido ante tales circunstancias, pero él ya sabía lo que era retroceder sobre sus pasos y lo que podía sentir al rememorar aciagas desventuras. Tenía la impresión de que todo eso estuviera ya grabado en su ánimo desde hacía mucho tiempo, como una marca o un sello que lo señalaran mientras viviera. Consideraba las posibles situaciones que habría de afrontar en su regreso al convento: lo más seguro era que recibiera una fuerte reprimenda del padre prior, quien lo acusaría de no haber cumplido una de las normas que él mismo le impusiera, o quizá fuera fray Gabriel quien se viera en la necesidad de reñirle, tal vez a instancias de aquél, al sentirse responsable de todo lo que Pedro hiciera; en el peor de los casos, podía ocurrir que a esa hora no quedase ningún fraile despierto y que él tuviese que dormir en la calle; pero esta posibilidad tampoco le inquietaba sobremanera, pues no se trataba de una experiencia nueva y hacía una noche estupenda de julio, una noche de luna llena y de temperatura muy agradable, en la que no le faltaría ocasión para deambular a su antojo o para descansar donde hubiese mejores condiciones para ello.
Todo se desarrolló después de una forma más sencilla: salió a abrirle fray Gabriel, con un gesto en el que no era difícil vislumbrar el inmenso alivio que suponía entonces su regreso; sólo le dijo que se fuera con él a la celda y que no intentara explicar nada, que lo dejara para un momento más propicio. Y ese momento llegó a la mañana siguiente, cuando fray Gabriel se puso a contarle cuánto había sufrido aquella noche al ver que las horas pasaban y que él no volvía de la taberna; le refirió también que el padre prior estaba muy nervioso y que no dejaba de preguntar a unos y a otros si por fin lo habían visto, y como era ya muy tarde, se acordó que fuera él quien se quedara esperándolo y que no dudara en avisar a los demás si no aparecía antes de la doce o de la una. A Pedro le dolió tanto lo que por su retraso se había padecido, que después de contar con todo lujo de detalles lo que le había acaecido con el borracho, decidió confesarle a fray Gabriel la necesidad que sentía de actuar como quisiera sin tener que molestar a nadie. Con quince años, le dijo, podía ya defenderse él solo; además, dentro de poco iba a trabajar de camarero en la taberna y, por tanto, vería incrementado su salario, con lo cual dispondría de un dinero suficiente para costearse un modesto hospedaje en alguna de las muchas pensiones que había en la ciudad. “Eres ya un hombre”, acabó por admitir fray Gabriel antes de salir de la celda para comenzar la nueva jornada.



Apostado delante de la verja del instituto, Pedro evocaba aún los hechos que se derivaron de aquel episodio. El caso es que por la tarde buscó alojamiento en distintas pensiones y lo halló en una que no era aquella en la que entonces se hospedaba, en la cual llevaba tan sólo unos meses residiendo. Siempre que podía, visitaba a fray Gabriel y le relataba punto por punto cualquier novedad que le acontecía, sin olvidar tampoco las ideas ni los sentimientos que en él se iban suscitando. El fraile seguía con mucha atención su relato y después comentaba algún aspecto o subrayaba cualquier detalle que considerara interesante; parecía como si hubiese sustituido el antiguo prurito de orador por el de confesor paciente y abnegado. “A veces es inútil dirigir con la palabra”, llegó a decirle en una ocasión, quizá tratando de justificar su nuevo comportamiento. Pedro nunca entendió el sentido de aquella frase, ni osó preguntárselo. Quizá se refería al escaso poder de la palabra cuando lo que se dice no está respaldado por lo que se hace, aunque en su caso esto no era muy aplicable, pues él se comportaba cada vez con más dulzura, igual que un padre que recibe con agrado y con orgullo a su único hijo, en quien ha depositado ya toda su confianza.
Ahora, en cambio, tales visitas se habían hecho menos frecuentes. Sólo acudía a él cuando necesitaba desahogarse por algo, como podía sucederle si fracasaba en su intento por acercarse a Marta o si ella no le correspondía. Con esta incertidumbre encaró el decisivo momento: los alumnos empezaron a salir por la puerta del instituto y a disgregarse después por las calles más próximas. Pedro los miraba a todos con la esperanza de ver pronto a Marta entre ellos; algunos se percataban de este hecho y se quedaban mirándolo también unos segundos. A nadie debía de extrañar que alguien se hubiera citado con otra persona en aquel sitio, pensaba él para tranquilizarse. Había otros que salían tan ofuscados o tan exultantes que pasaban a su lado sin apercibirse de que los estaba observando. Las chicas solían ir agrupadas por parejas o por tríos, constituidos acaso por afinidad de caracteres o de gustos personales. Pedro se fijó en un muchacho de aspecto bastante raro y taciturno, con la melena muy larga, un abrigo de paño azul marino y botas altas de cuero, que caminaba con aire desgarbado y como si no le interesara nada de lo que a su alrededor se produjese. Al cabo de unos minutos, era ya menor la afluencia de alumnos: ahora salían más desperdigados, quizá los más rezagados a la hora de ordenar y de recoger sus cosas.
Menos mal que no hacía tanto frío como en jornadas precedentes. A una luz dorada de otoño le había sucedido otra de tonos rosados, y a ésta, una más apagada y misteriosa, gris preámbulo del concierto de sombras y tenues visiones que se avecinaba. Pedro aguardó un rato más, convencido de que Marta al final aparecería. Antes de ver su figura, creyó escuchar su voz en el vestíbulo del instituto, justo en el instante en que se acercara hacia la puerta. Una voz clara, vibrante, dominadora. Apareció embutida en un abrigo rojo, con el pelo suelto, sonriendo con dulzura; pero en esta ocasión no iba acompañada por las amigas, sino por un apuesto joven que más o menos tendría su edad y que portaba como ella una carpeta y varios libros bajo el brazo. Pedro se apartó unos metros de la verja para que Marta no lo viera y se colocó de espaldas a la puerta hasta que ellos cruzaran el espacio que los separaba de ésta y, cuando ya lo hubieron hecho, esperó a que se alejaran un poco y decidió seguirlos a una distancia que le permitiera espiar y conocer mejor el tipo de relación que entre los dos pudiese existir. Al principio no le dio excesiva importancia a aquello: quizá él fuera un simple compañero de clase, o incluso un amigo con quien ella compartiera una determinada afición o un trabajo de alguna asignatura que hubiesen de realizar juntos. Era algo más alto que Marta, moreno, de complexión atlética; vestía una cazadora marrón de ante, una prenda que sin duda le confería cierta distinción. Pedro no los perdía de vista; lo primero que le había llamado la atención fue que casi no hablaban entre ellos, una señal inequívoca de que algo los distanciaba o de que no debían de tener un trato demasiado íntimo. Sin embargo, no habían andado doscientos pasos cuando Pedro sufrió un enorme desengaño: iba, en efecto, tan contento con todo lo que veía e imaginaba, que se llevó una desagradable sorpresa cuando ella lo miró a él de improviso y él la complació echándole el brazo por encima de los hombros. Desilusionado, estuvo a punto de volverse o de cambiar el rumbo de la marcha; pero en un último instante se abstuvo de hacerlo y continuó avanzando por la acera, sin que ninguna persona de las que transitaban por ella reparase en el doloroso trance por el que pasaba. Era increíble que nadie se fijara en un rostro como el suyo, en la inmensa desolación que se expresaría en su mirada, se iba diciendo Pedro a medida que avanzaba. Había mucha gente en las calles aquel día, aunque a él casi no le importaba este hecho. Prefería más bien que se quedasen desiertas y que no hubiese ningún testigo de su pena. Mientras caminaba, se preguntaba también cuál sería la reacción de Marta si, en lugar de ir tras ellos, se dirigiera ahora en sentido contrario y la sorprendiera con su presunto novio. Tal vez ella se mostraría confundida al verlo solo y desamparado, en una situación menos ventajosa que la que ellos disfrutaban. Le gustaba imaginar que Marta se compadecía de su suerte y que lo consideraba muy desafortunado; se la figuraba tan sensible y de una condición tan bondadosa, que no podría por menos de acudir a consolarlo, como si tuviera la obligación o el deber de compensar de algún modo su desgracia, y por esa misma razón sería capaz de renunciar al otro, que era más fuerte y menos sentimental que él. Pero nada de esto resultaba probable, y al llegar a un cruce, ellos se desviaron a la derecha y Pedro tomó la dirección contraria, que no era la que le conduciría a la pensión, sino a una zona de bares y discotecas muy frecuentada por jóvenes y estudiantes.
Iba por una calle ancha, con árboles en las aceras, muy concurrida de peatones y de tráfico. Se había hecho de noche en seguida; en el cielo ya no quedaba ningún resto de luz, ningún pálido reflejo de aquel crepúsculo otoñal. A él sólo le apetecía andar, andar sin descanso y sin demora, andar hasta que ya no tuviera más fuerzas; quería agotar todas sus energías, quería sentirse extenuado, rendido, roto, en una fiel demostración de lo que por dentro experimentaba. Quizá fuera una forma de huida, un arrebato inconsciente, una manera de expresar su derrota. Se acordaba de su época de mendigo, en la que no paraba de andar de un sitio para otro. Tratando de distraerse, se puso a calcular todo lo que andaba en una sola jornada de entonces: por las mañanas, desde que se despertaba hasta que se tomaba un vaso de leche en cualquier bar, podía haber recorrido unos tres kilómetros, si descontaba el tiempo en que permanecía apostado en algún lugar; desde que salía del bar hasta que entraba en otro para comerse algún bocadillo, solían transcurrir unas cinco horas que, reducidas a tres en virtud de los periodos de descanso que hacía, significaban unos quince kilómetros; por las tardes, en cambio, su actividad decrecía, pero aun así debía de recorrer algunos más; de tal modo que, sumados todos, alcanzaba una media aproximada de veinte kilómetros diarios. Le resultaba, no obstante, una cifra exagerada, y volvió a hacer un recuento más realista, teniendo en cuenta las semanas en que le daba por moverse por una sola zona o los días en que ya disponía de una cantidad suficiente de monedas para comer. Al final llegó a la conclusión de que andaba muchísimo más que ahora y de que a nadie debía extrañar que esto fuera así, pues no en vano los zapatos sólo le duraban unos meses y, si no los remendaba pronto, había de sustituirlos por otros más nuevos que alguien le regalara, como hizo Manuel, aquel celador del hospital.
A Pedro le gustaba recordar esta época porque así se olvidaba un poco de lo que le había sucedido, aunque de vez en cuando era inevitable que volviera a pensar en ello. Se notaba ahora más relajado: se daba cuenta de que sus sentimientos podían ser analizados con tranquilidad, sin el temor con que antes los había soportado. Era muy curioso, pues en aquel momento no experimentaba ningún tipo de aversión o de rechazo al joven que salía con Marta, sino que más bien le guardaba cierta simpatía, como si el hecho de que se sintiera atraído por la misma chica fuera un motivo que los uniera ya para siempre, un punto en que confluyeran sus destinos después de haber seguido trayectorias dispares.
Discurría ahora por una calle más estrecha y peor iluminada, que desembocaba en otra muy espaciosa. Divisó a lo lejos una pareja y creyó entonces que eran ellos. Como había poca luz, no era difícil que se confundiera, sobre todo si su mente proyectaba de pronto la imagen que llevaba dentro. Cuando ya tuvo cerca a la pareja, llegó a sonrojarse del error anterior, quizá causado por la ofuscación tan grande en que seguía sumido. En este caso, ella era bastante más baja que él y él, algo más gordo que el compañero o el presunto novio de Marta, y vestían además una ropa distinta, menos lujosa y elegante. Tan atolondrado iba Pedro, que su actitud no pasó desapercibida por ella, que lo miró un instante con recelo. Pensó de nuevo en la expresión que había de tener su rostro. Antes, cuando era niño, apenas se preocupaba por esto; pero ahora no dejaba de interesarse por lo que los demás pudieran opinar sobre él al respecto. Quizá se trataba de un resabio de la adolescencia, en la que tanto se cuidan estas cuestiones. Al llegar a la confluencia con la otra calle, tomó al azar la dirección de la izquierda. Eran ya las ocho y estaban a punto de cerrar los comercios. Había allí muchos bares y en torno a ellos se concentraba un gran número de jóvenes, casi todos estudiantes que habían salido a beber unas copas. Pedro pasaba entre ellos sin ánimo de mirarlos. A menudo se abstraía de donde estaba, al recordar con furtiva melancolía las veces en que, acodado en el mostrador de la taberna, había visto a Marta cruzar por la plaza, su figura esbelta, el donaire con que andaba y se desenvolvía entre la gente, su particular belleza, propiciada por la conjunción de los rasgos de su rostro y la expresión de su mirada, siempre diáfana e inteligente. Se acordaba de su sonrisa, una flor en sus labios tan delicados. Se acordaba de la alegría con que hablaba y se comportaba con frecuencia. Era imposible olvidarse de ella; imposible, hacerse a la idea de que la hubiese perdido o de que fuese a otro a quien ella perteneciera. Sí, quizá sentía celos, unos celos que nacían precisamente de la codicia desorbitada de tenerla. Para ahuyentarla, decidió entrar en uno de aquellos bares. No era, por cierto, un local muy concurrido. Se sentó en un taburete, a escasos metros de la puerta. Lo atendió un camarero joven, un muchacho alto y delgado, con la nariz muy larga. Pidió una cerveza. En la radio sonaba una canción de moda, cuya letra casi se sabía de memoria. Reconoció que no entendía mucho de música o no tenía un gusto definido sobre ella. Cuando ya le hubieron servido la cerveza, la pagó de inmediato y se bebió la mitad del primer trago, copiando el ejemplo de algunos borrachos compulsivos. Aguardó unos minutos antes de marcharse. La gente que había allí parecía muy contenta, por un momento envidió la felicidad que se reflejaba en sus caras y en sus gestos. Era un grupo de jóvenes que celebraban algo, a juzgar por lo que decían acerca de una fiesta a la que asistirían. Pedro apuró la cerveza que le quedaba en la botella y regresó a la calle sin despedirse del camarero. Quiso alejarse entonces de aquella zona y dirigió sus pasos hacia otro lugar de la ciudad que no estuviera tan animado. Se encontraba más deprimido que antes, como si poco a poco hubiese ido tomando conciencia de lo que le sucedía; caminaba de prisa, en busca de un rincón solitario donde no hubiera ruidos ni nada que lo molestara. Y lo halló en una especie de descampado, detrás de unos edificios. El cielo aparecía desde allí poblado de estrellas. Hacia el oeste, surgía un resplandor rojizo, que procedía acaso del alumbrado de alguna fábrica. Como estaba bastante cansado, se sentó en lo alto de un montículo que había en aquel terreno. Se vio de nuevo escondido en el derribo, recién llegado a la ciudad, y tal imagen despertó en él la ilusión con que en aquel tiempo intuía la presencia de su madre, a la que no tardó en aferrarse en cuanto consideró esta posibilidad, y así tuvo a quien hablar en medio de su tribulación. “He pecado, madre; he cedido a la tentación de creer en algo inalcanzable”, le dijo con la voz entrecortada. “Si no consigo escapar de este atolladero, no será fácil que cumpla la promesa que un día a mí mismo me hice”, añadió después. Éste fue el inicio de un intenso monólogo en el que realizó un pormenorizado análisis de todo aquello que más le inquietaba. Y cuando concluyó, se quedó un rato contemplando el cielo estrellado, y se sintió más sereno y más capacitado para continuar su largo peregrinaje, que no tenía otro fin ni meta que desahogar su pena, o al menos mitigarla, y la única medida que se le ocurría era la de aplacar su desengaño con un castigo físico, andando de un lado para otro, y a eso de las diez regresaba a la zona de bares por la que había transitado antes, y la notó más despoblada, quizá porque la mayor parte de los estudiantes se habían vuelto a sus casas. Hacía tres horas que había visto a Marta acompañada de otro, y aún continuaba sugestionado por aquella escena; probablemente ella estaría ya encerrada en su cuarto, repasando los apuntes que hubiera tomado en el instituto y, aunque él no quería imaginarla de otro modo, era también posible que no lograra apartar la mente de lo que hubiese vivido aquella tarde. Y llevado de un nuevo impulso, resolvió emborracharse; nunca lo había hecho, pero esta vez contaba con un buen motivo para justificar tal determinación. Se comparó entonces con su tío, a quien ninguna mujer quiso: se preguntó si no correría la misma suerte, después de haberlo abandonado por lo raro e intransigente que era. Así que entró en un bar y se tomó otra cerveza y antes de pedir la segunda, que sería más bien la tercera, se arrepintió de lo que iba a hacer y se fue presto a la calle, no sin haber pagado antes lo que debía. La razón de tal actitud sólo obedecía a un último esfuerzo por redimirse y por no caer en una costumbre en la que muchos caían, y ésa fue la causa de que se sintiera más seguro y de que recuperara el vigor de su conciencia, hasta entonces un poco dormida. Se encaminó hacia la pensión de inmediato y, antes de llegar, se encontró con aquella mujer vestida de negro que merodeaba por el vecindario “Hace un tiempo estupendo”, le dijo ella al verlo. A pesar de que siempre aparecía en el momento más inoportuno, a Pedro no le desagradó aquella noche su compañía, y entabló con ella una conversación más larga que otras veces.
Por lo menos no hace mucho frío contestó él a su saludo.
Da gusto pasear a estas horas manifestó la mujer: no hay nadie por las calles, ningún gamberro que pueda meterse con una... En fin, tú ya conoces mis aficiones, como conoces también mi vida, con la que podría escribir un libro. Qué historia la mía, pero no pienses que voy a contártela otra vez, porque no quiero resultar demasiado pesada, aunque hay cosas que se le olvidan a una, como lo que le pasó a una hermana mía que tenía un novio muy rico que se fue a la guerra...
La mujer observó a Pedro con curiosidad para ver si estaba interesado en lo que le decía, y él aprovechó la pausa para mirar su pelo cano, su tez morena y arrugada, sus ojos hundidos y llenos de inusitada viveza.
Ella lo esperó con paciencia prosiguió su relato; rezaba todos los días para que no le pasara nada, le escribía numerosas cartas, algunas de ellas sin respuesta, y cuando al cabo de tres años él regresó, se puso como loca a preparar la boda, y una semana antes de que se casaran, a él lo atropelló un camión y se quedó soltera para el resto de su vida, igual que yo, aunque en mi caso fue por diferentes motivos.
¿Y nunca más se enamoró? preguntó Pedro.
¿Quién, mi hermana?
Sí, claro, su hermana.
Nunca, hijo. No quiso traicionar el recuerdo de su primer novio, a quien amaba con pasión. En cuanto a mí, yo era de un carácter más voluble... Se dice así, ¿no? Bueno, que me enamoré varias veces, pero siempre de hombres muy orgullosos o que no estaban a mi alcance. ¿Qué se le iba a hacer? Yo era como era, y me tuve que conformar, y cuando una es vieja ya no los echa de menos. Por eso tú no te preocupes.
¿Por qué lo dice? inquirió Pedro, sorprendido de que la mujer hubiese sido capaz de comprender lo que le ocurría.
¿A qué te refieres?
A lo de que no me preocupara.
Ah, ya, lo decía por ti, para que estés tranquilo.
¿Y cómo sabe que no lo estoy?
Lo habré adivinado entonces, pero no creas que intentaba sonsacarte nada.
Sus ojos no dejaban de examinarlo, esta vez con una mezcla de ironía y suspicacia. En vista de que él no hablaba, ella le comunicó lo que pensaba acerca de su desconcierto:
Estar enamorado no es ningún delito. Puede ser a veces un contratiempo, que no nos permite vivir a gusto. Te lo digo yo, que tengo ya algunos años encima y que no te miento.
Yo no dudo de usted, pero todavía no me ha dicho por qué sabe que estoy enamorado.
Es muy sencillo, hijo: porque todos los jóvenes andáis con el corazón un poco alborotado. Es una consecuencia de la edad que tenéis, en la que los sentimientos bullen dentro del pecho y se desbordan al no encontrar diques que los contengan. Son sentimientos en estado puro, por decirlo de otra forma.
Se expresa usted muy bien comentó Pedro.
Yo soy muy leída, hijo explicó la mujer, casi en tono de excusa; en mis ratos libres, cuando no tenía que cuidar de mis padres o de alguna hermana enferma, en lugar de ver la televisión o de hacer ganchillo, que es a lo que se dedican muchas mujeres, yo me iba a mi cuarto y me ponía a leer, y leía casi todo lo que caía en mis manos, aunque en su mayor parte eran libros devotos o novelas románticas que un tío mío me proporcionaba, y por eso yo me expreso así, y podría expresarme incluso mejor si hubiera tenido un mínimo de formación, porque yo abandoné la escuela muy pronto, y la verdad es que a mí me hubiera gustado completar mis estudios, pero en aquel tiempo no era como en éste, en el que cualquiera puede acceder a lo que se proponga con un poco de constancia y de paciencia... En fin, no quiero resultar pesada, como te decía antes, y volviendo al tema del que hablábamos, tú no te preocupes, porque todos los amores pasan, hijo.
Menos el mío se apresuró a objetar Pedro.
El tuyo también pasará, ya lo verás; y si no quieres que pase, lucha por que se quede contigo, pero eso será si hay posibilidades para ello, claro.
No creo que las haya.
La mujer lo miró con lástima, como si hubiera reparado por fin en la situación por la que él atravesaba o como si se hiciera cargo de sus sentimientos. Si hasta entonces había hablado sin ningún esfuerzo, recurriendo a ideas y a razonamientos que ya hubiese madurado y repetido a lo largo de su vida, ahora parecía meditar la respuesta.
Siempre hay un resquicio de esperanza le dijo, un hilo de luz con el que vemos aún lo que nos interesa; y mientras esa esperanza se mantiene o ese hilo de luz no se extingue, el tiempo va atenuando nuestros sentimientos. El tiempo todo lo cura, hijo; no lo olvides.
Como Pedro era todavía muy joven, no sabía si había de esperar meses o años para que se cumpliera aquel pronóstico, y solicitó una aclaración al respecto.
Si los amores pasan, como usted decía, ¿el mío qué duración puede tener? preguntó con la voz algo compungida.
Yo no soy ninguna bruja, hijo, aunque, como ves, también tengo mis rarezas; pero aun así no quisiera dejar de responder a tu pregunta: lo que dure o no dure tu amor dependerá de las circunstancias en las que vivas o de las personas con las que te relaciones, qué sé yo, a lo mejor conoces a otra chica y te enamoras también de ella, o a lo mejor es esa otra chica quien sale a tu encuentro cuando menos te lo imaginas, porque tú a ella le gustas. Pueden ocurrir infinitas cosas, cada una distinta, y algunas harán que tu conducta se modifique o que cambie incluso tu carácter; pero yo no voy a anticiparte nada, porque no soy ninguna bruja, ni procuro tampoco parecerlo.
Pedro estaba ya harto de discurrir en este sentido, aunque en materia de amor no lo había experimentado; al escuchar aquellos consejos o advertencias, recordó los que fray Gabriel le daba, todos ellos destinados a prevenirlo contra posibles asechanzas y peligros mundanos.
Yo ya he vivido mucho le confesó él por último, y he aprendido a sobreponerme a bastantes desgracias; así que espero no sucumbir tampoco ante ésta, ni ante ninguna otra.
El diálogo no pudo terminar mejor para Pedro, con la confirmación de que aquélla no era la primera vez que se enfrentaba a una situación aciaga; y cuando llegó a la pensión , no se entretuvo en repasar lo que había hablado, ni se puso a evocar la figura de Marta cruzando la plaza, ni mucho menos el instante en que la había visto aparecer por la puerta del instituto en compañía de otro, sino que se acostó en seguida, y no tardó en dormirse porque estaba muy cansado, porque se encontraba rendido después de haber andado tanto aquella noche, en la que ya sólo aspiraba a que el sueño lo venciera y lo trasladase a un paisaje nuevo, a un territorio sin luna pero con el cielo cuajado de estrellas, el mismo cielo quizá que había estado contemplando desde el descampado.










Décimo capítulo






Habían pasado ya algunos meses desde que sucedió aquello, y el tiempo no había restañado por completo la herida que recibió Pedro cuando vio su amor truncado en una tarde macilenta de otoño, y a veces sangraba aún por donde más cerrada parecía que estuviese.
La primavera se había iniciado con lluvia, una lluvia fina y constante que lo empapaba todo, la ropa que uno descuidaba al salir o la misma con la que uno regresaba sin paraguas, las fachadas llenas de desconchones y suciedad de las casas antiguas, el color gris de sus tejados, el verde que empezaba a despuntar en las arboledas lejanas, el ocre intacto de recintos amurallados, el ajetreo de la gente en una mañana cualquiera, el canto de los pájaros, el pulso de la noche en una habitación oscura, la urgencia con que se precipitaba un recuerdo en la memoria...
Un día había llegado Pedro a la taberna quizá un poco más tarde que de costumbre, y le comunicaron que se había presentado allí un hombre preguntando por él y que, como no estaba, había dicho que se iba y que dentro de una hora o así volvería. Era un hombre de unos sesenta años, alto, con bigote, con la voz muy ronca, según le informó después Julio; pero él no conocía a nadie que respondiese a esos rasgos, o quizá había conocido a demasiadas personas de esas características y no pensaba en ninguna con la que hubiese podido mantener una relación más estrecha; así que de nada sirvió que se lo dijeran, y se tuvo que conformar con esperar a que volviera para saber de quién se trataba. “Ni siquiera ha dicho su nombre”, añadió Julio al comprobar el misterio que aquel caso encerraba. “Es curioso”, apostilló Pedro antes de emprender su trabajo; y mientras comenzaba a servir a los clientes, no dejaba de preguntarse quién podía ser aquel desconocido que por él se interesaba, tal vez alguien con quien hubiese hablado algún día en la calle o allí mismo, en la taberna; pero era extraño que ahora quisiera verlo al cabo del tiempo y, por más vueltas que le daba, no conseguía poner nada en claro.
¿Nunca lo habías visto por aquí antes? se había acercado a preguntarle a Julio por si podía facilitarle algún nuevo dato.
No me suena su cara replicó éste, pero ya sabes que por aquí pasa mucha gente, y es posible que alguna vez haya venido y que yo no me haya dado cuenta.
Pedro continuó su trabajo, mientras fuera seguía lloviendo ininterrumpidamente. De vez en cuando sus ojos se detenían en la puerta o miraban con inquietud la plaza, por la que no transitaban muchas personas entonces; buscaba una que reuniese los rasgos de aquel hombre, una que avanzara con aire abstraído y que, al entrar allí, se dirigiera hacia él con resolución.
Quizá la vida le depararía una nueva sorpresa, como le había deparado ya otras muchas. Recordó lo que había pensado una noche de invierno en el cuarto de la pensión antes de conciliar el sueño. Meditaba acerca de su estado y de las diversas experiencias que había tenido, y llegó a la conclusión de que la vida era un cruce de caminos, en el que coincidían al azar diferentes historias, algunas de ellas relacionadas entre sí, de tal modo que podían contar con los mismos protagonistas o incluso con argumentos que se fueran complicando con la adición de nuevos episodios que aportaran a su vez insospechadas posibilidades de ser continuados. Sin ir más lejos, él había conocido a fray Gabriel porque en aquel tiempo él era un mendigo y pedía limosna en la puerta de su convento: fue un encuentro casual, como otros que le habían ocurrido antes, pero éste fue también el origen de todo lo que le aconteciera después, ya que debido a la intervención de fray Gabriel halló un empleo unos meses más tarde en la taberna , y tal empleo propició que conociera a muchos clientes y, entre ellos, a don Antonio, y, como a éste lo había tratado a menudo, tuvo ocasión de hablar con su hija, con Marta, y se enamoró pronto de ella. Todas esas personas, y muchas más que no recordaba en aquel momento, habían confluido en su vida, cada una con su propia historia o con un camino distinto, pero que ahora coincidían en un punto, o en un cruce en que se pone en común lo que era antes privado y en el que, por tanto, lo ajeno deja ya de serlo, igual que él formaba parte también de un entramado de hechos por el que esas mismas personas habían llegado a conocerlo.
De esta manera, aquel sitio, la taberna, era un lugar de encuentro, por el que seguía pasando una gran cantidad de gente, como acababa de recordarle Julio, y él miraba ahora los rostros de la que allí había, y de sus gestos y de la expresión de sus ojos infería la clase de existencia que cada uno de ellos encerrara. Por eso, aquella noche de invierno, antes de conciliar el sueño en la cama, iba madurando en el curso de sus reflexiones esta idea y, para que no se le olvidara, la anotó al día siguiente en un papel y, al volver de nuevo sobre ella, se dio cuenta de que tenía relación con otra más antigua, que era aquella que versaba sobre la Cruz de Cristo, quizá el punto de encuentro por excelencia, en el que convergían todos los caminos, todas las historias.
No, a él ya no debía sorprenderle nada. Le habían sobrevenido muchos acontecimientos, algunos imprevisibles, y ante todos había reaccionado. Así, en la tarde posterior a la de su desgracia, aquella en que se produjo su primer desengaño amoroso, Pedro persistió en su costumbre de esperar a que Marta cruzara una vez más por la plaza. Como hacía casi siempre, había llegado puntual a su trabajo, y nadie había advertido en él ningún cambio. Quizá hablaba un poco menos que otros días, pero su actividad no había disminuido; es más, parecía como si quisiera acumular más tareas de las que le pertenecían, procurando que su mente no estuviera ocupada en otra cosa que en el cumplimiento de sus obligaciones. Por la mañana, para tratar de relajarse, había salido a pasear por las calles y se había sentado a descansar en un banco, en medio de unos cuidados y hermosos jardines, rodeados de pinos y de cipreses. Pedro se quedó allí observando a la gente que pasaba. El sol de otoño, que se filtraba entre las ramas de los árboles y que brillaba un instante en los macizos de arrayanes, dejaba en su ánimo una grata sensación de armonía, un goce apenas duradero que se mezclaba con el flujo de tristeza o de melancolía que aún circulaba por sus sentimientos, y tal impresión sirvió para que éstos se manifestaran con menos intensidad y para que retomara por momentos el pulso normal de la existencia, que casi lo había perdido desde la noche pasada.
Sin embargo, a medida que transcurría la jornada, su espíritu a veces padecía repentinos desfallecimientos, sobre todo cuando volvía a hurgar en la herida, negándose a aceptar la fatalidad de su desengaño, y así se figuraba que a Marta era él quien le gustaba y que algún día había de corresponderle, aunque después comprendía que aquello era prácticamente irrealizable y que no tendría más remedio que conformarse con lo que le hubiese sobrevenido.
Luego, ya en la taberna, empezó a sentirse más optimista, o al menos eso creía después de dos horas de afanoso trabajo. Se acordó de lo que le había dicho la dueña de la pensión mientras le servía el desayuno: “Eres muy bueno, hijo, y alguna vez alcanzarás el premio que mereces”. Sin duda, aquella mujer tenía un carácter muy alegre, y siempre se mostraba dispuesta a animarlo. Él necesitaba entonces la presencia de alguien que supiera comprenderlo, y volvió a pensar en fray Gabriel y se prometió que dentro de poco lo visitaría.
Por la tarde, a partir de las cinco, el local se había ido quedando vacío. Julio, además, había salido y no regresaría hasta las seis. Como no quería estar desocupado, se puso a barrer el suelo de papeles y de colillas y, antes de que terminara, entró el hombre que siempre le pedía un carajillo calentito, con quien estuvo charlando unos minutos. Después llegó don Antonio, acompañado de un señor mayor a quien Pedro no conocía; se tomaron sendos cafés, y se fueron en seguida. Creyendo acaso que se aburría, el hombre anterior le dirigió otra vez la palabra y, como era muy gracioso, le contó diversos chascarrillos, que hicieron incluso que sonriera. Cuando él se marchó, llegaron más clientes, y ya no pararía de trabajar hasta las siete y media, más o menos cuando Marta solía pasar por la plaza, realizó un breve descanso en sus quehaceres y, desentendiéndose de lo que había a su alrededor, se acodó en la barra esperanzado en que la vería. No la vio aquella tarde, probablemente porque ella hubiese cambiado ya de costumbres; pero aquel hábito suyo de aguardarla despertó en él la ilusión de que nada en su vida hubiese variado.
Por la noche, de vuelta a la pensión, reparó en lo que le había dicho la dueña, que él era muy bueno y que alguna vez alcanzaría el premio que se merecía, y así le vino también a la memoria un recuerdo que confirmaba su condición tan generosa, como fue todo lo que hizo por ayudar a un joven vagabundo con quien a menudo se encontraba.
Tendría Pedro dieciséis años cuando empezó a verlo por las calles; se había fijado en él porque no era un tipo que pasara desapercibido. Era muy delgado, con la frente ancha, los ojos nerviosos y desencajados. Solía llevar abundante barba, un andar trastabillado. Vestía siempre con desaliño, con una chaqueta marrón muy usada y unos pantalones de pana llenos de manchas por todas partes. Pedro, por aquel tiempo, se hallaba ya muy crecido, y había desarrollado incluso una buena musculatura. Mas si había cambiado en lo físico, apenas lo había hecho en las ideas, y fiel a ellas, quería compartir lo suyo con los más desgraciados; él había conocido de primera mano lo que era la indigencia, y hubiera sido muy injusto que se olvidara de su pasado o que no quisiera saber nada de los que aún la padecían, y aquel joven podía ser uno de ellos, quizá porque no había contado con las oportunidades que él había tenido; de lo cual deducía Pedro que si a él le hubieran faltado, posiblemente estaría en la misma situación, pidiendo un poco de dinero o de alimento como aquél hacía y pernoctando en cualquier sitio donde estuviese más protegido. Su misión en este mundo, por tanto, no sólo pasaba por tener un empleo o un futuro más o menos garantizado, sino también por auxiliar a huérfanos y a viudas, a borrachos pertinaces y a mendigos y vagabundos. Ellos eran los pobres, los marginados, los que cargaban con sus cruces diarias, acostumbrados ya a su peso y al rigor de soportarlas, aunque de vez en cuando desearan desprenderse de ellas y olvidarse acaso de que las llevaban; pero ellos eran también los que más se parecían a Cristo o los que más cerca estaban de alcanzar sus promesas. Así, el día que aquel joven le tendió la mano para que le diera una limosna, se puso muy contento de poder ayudarle y dejó el bolsillo vacío de monedas para cumplir con su deseo. Y no satisfecho con esto, cuando a las pocas semanas se lo encontró en otra calle, fue él quien se acercó con intención de socorrerlo, dispuesto también a emprender un diálogo si no recibía de la otra parte una acogida que juzgara desfavorable.
¿No te acuerdas de mí? le preguntó Pedro después de haberle dado unas cuantas monedas.
No caigo en este momento contestó el otro con cierto titubeo, haciendo además repetidos ejercicios con las piernas; como a lo largo del día me muevo tanto, es muy difícil que retenga después todas las caras que he visto.
Hablaba muy despacio, con una voz entrecortada, como si hubiera de esforzarse en pronunciar cada sílaba. Aparentaba quizá unos años más de los que tuviese. No fijaba la vista en ningún punto concreto; miraba con desasosiego, con vergüenza de ser observado.
No importa intervino él; bueno, yo me llamo Pedro; espero que a partir de ahora podamos tratarnos más a menudo.
Yo me llamo José, Pepe para los amigos dijo el vagabundo, esbozando una torpe sonrisa.
Pedro estrechó su mano en señal de despedida, y lo vio alejarse con su andar inseguro, cargando con su pesada cruz diaria. Tuvo incluso la impresión de que ésta no se reducía a su condición de pedigüeño, sino que debía de estar complicada con algo más, con algún tipo de dolencia más profunda o con una especie de desequilibrio psíquico que quizá requiriera un estudio y un tratamiento médico. La mayoría de la gente, sin embargo, no parecía percatarse de esto, o simplemente no le interesaba, como Pedro comprobó en más de una ocasión en que se paraba a mirar el comportamiento que con él tenían o si escuchaba lo que comentaban cuando ya se iba. “Es un caso perdido”, decían algunos. “Lo primero que debería hacer es lavarse”, opinaban otros. Se indignaba mucho de que se hablase en estos términos, y a veces lo defendía o justificaba su situación ante los que así lo criticaban.
Durante mucho tiempo lo siguió viendo, y siempre procuraba ayudarle, con lo que logró que aquel joven le tuviera un gran aprecio y que lo considerara como su mejor amigo. De hecho, un día le dijo a Pedro que lo acompañara para que supiera dónde vivía. Subieron por un callejón muy estrecho, por una cuesta tortuosa y mal empedrada. Como era de noche, al llegar a lo alto, se divisaba un hermoso panorama de la ciudad iluminada. Vivía en un barrio muy antiguo, de casas viejas y medio derruidas, y en una de ellas había hallado alojamiento. Según le informó, se la había dejado su anterior propietario, un hombre ya mayor al que él cuidaba y que había muerto de neumonía. Era una casa pequeña, con los techos muy bajos, constituida tan sólo por dos reducidos habitáculos y una cocina, donde también estaba el lavabo. A Pedro le impresionó la sordidez que allí reinaba; se sentaron en un sofá que había en uno de aquellos cuartos y, a la luz de una vela, conversaron durante una hora acerca de las cosas que a los dos les interesaban. Así, Pepe le contó que tenía veinte años y que no era de aquella ciudad, sino de un lugar muy alejado; Pedro quiso entender que pertenecía a una familia numerosa y que sus padres, como eran pobres, no disponían de recursos para mantenerla, y que por eso él se había ido de allí, para huir de la miseria en que vivía. A menudo ensartaba las frases con mucha coherencia, pero otras veces farfullaba palabras que no tenían sentido. Pedro le contó que trabajaba de camarero, pero que antes se había visto en una situación muy parecida a la suya, y le refirió algo de lo que había hecho durante su etapa de mendigo. Pepe lo escuchaba con atención, aunque de pronto lo interrumpía para añadir algún nuevo episodio que no hubiese recordado antes. “Estoy muy solo”, le dijo casi al final. “Cuando voy por la calle, me miran con desprecio, como si fuera un bicho raro”, agregó después, con lágrimas en los ojos.
A él no se le olvidaría nunca aquella conversación, y de vez en cuando iba a su casa a visitarlo o a darle algo de dinero. Era tanta la compasión que sentía por Pepe, que otra noche en que había cobrado el sueldo de toda una semana no dudó en llevárselo en cuanto acabó el trabajo. Pero su desgracia no se solucionaba sólo satisfaciendo sus necesidades más perentorias, y al cabo de algún tiempo empezó a echarlo en falta por las calles y, preocupado por su ausencia, fue de nuevo a su casa y se dio cuenta de que en ella tampoco estaba; entonces un vecino le dijo que no lo buscara porque lo habían internado en un hospital psiquiátrico. Preguntó luego por él en el único centro de esta clase que en la ciudad había, pero le informaron que allí no habían ingresado a ningún enfermo que se llamara Pepe ni que se ajustara a las señas que proporcionaba.
Para conformarse, pensó que había hecho todo lo posible por ayudarle y que acaso Pepe sabría valorarlo desde el lugar donde estuviese. Por eso, ahora, al recapacitar sobre lo que había dicho aquella mujer, comprendió que pocos habrían actuado como él y que su mayor recompensa consistía en constatar que sus promesas de servir a los más necesitados no habían dejado de cumplirse. Comprendió también que había otro tipo de pobreza, que no era la que a éstos condicionaba, sino la de aquellos que carecían de nobles sentimientos y de ideas que los sustentasen, aquellos que eran incapaces de amar al prójimo en la misma medida en que ellos se amaban, gentes insolidarias que no compartían el dolor de los demás o que pasaban ante él con absoluta indiferencia, gentes que miraban con recelo o con desdén a los más desafortunados y que no se sentían culpables de nada, gentes obcecadas por el egoísmo o por el orgullo de considerarse superiores. Sí, ese tipo de pobreza era muy habitual en el mundo y, por tal motivo, debía de ser tan digna de lástima como la primera, porque con aquella forma de actuar sólo se alcanzaba una felicidad momentánea o una ilusión pasajera, que en seguida se esfumaban ante cualquier contratiempo o ante cualquier proyecto malogrado. Pedro había escuchado con harta frecuencia exaltadas alabanzas del dinero y de los beneficios que éste conllevaba, y había escuchado también aquello de que los duelos con pan son menos; pero él se resistía a aceptar tales opiniones, y buscaba argumentos que pudieran rebatirlas, aunque nunca los expresara. Aquella noche, en cambio, ardía en deseos de discutir con alguien acerca de esto, convencido de que con el dinero no se conquistaba la felicidad verdadera, y lo hubiera hecho con facilidad, aduciendo su propio caso, refiriendo cómo le había ayudado a aquel vagabundo. Sería una ruindad defender lo contrario, pues la riqueza sólo se satisface consigo misma, o quizá era mejor definirlo como un engaño, porque él no estaba dispuesto tampoco a descalificar a nadie ni a discurrir como otros discurrían, observando y difundiendo los defectos ajenos sin reparar antes en los propios. No, él no trataría de enjuiciar a ninguna persona, ni mucho menos de condenarla, ya que esto sólo a Dios se reservaba. Lo había leído, además, en los Evangelios: le será más difícil a un rico entrar en el Reino de los Cielos que a un camello pasar por el ojo de una aguja. Por tanto, qué más podía añadir él: esta cita bastaba para refutar cualquier razonamiento a favor del dinero y de sus beneficios; señalaba la gran dificultad que había de tener un rico para salvarse, pero no la imposibilidad de que Dios lo acogiera en su seno si se arrepentía de sus errores o de sus pecados. Él se veía en la obligación de transmitir este mensaje y de extender su radio de acción, no ya a huérfanos o viudas o borrachos o indigentes, sino también a otro género de personas, en las que hasta ahora no había pensado, en todas aquellas que eran pobres porque no sabían desprenderse de sus riquezas. A Pedro no se le ocultaba que esta nueva misión era más complicada que la anterior y que había de reflexionar aún más sobre ella antes de ponerse a actuar; pero estaba seguro de que llegaría un tiempo en que lo hiciera, quizá cuando las circunstancias de su vida hubiesen cambiado, cuando él ya fuera un hombre maduro al que todo el mundo estimara por su enorme experiencia y por la gran confianza que inspirara. Ahora se conformaba con haber caído en la cuenta de estas cosas, y volvía a decirse que era un engaño creer en lo contrario de lo que él pensaba y que su intención no había sido la de condenar a nadie, ya que la indiferencia, el recelo, el desdén o el orgullo eran sólo maneras de comportarse, a las que no había asignado en principio ninguna atribución concreta.












Undécimo capítulo





Cada cliente de los que allí había representaba para Pedro un camino, una historia con acontecimientos más o menos relevantes o con secretos que a nadie hubiesen confesado todavía, y observaba otra vez sus rostros y sus gestos tratando de adivinar en ellos un indicio o una señal de la que pudiera inferir cómo era el carácter de cada uno o cuáles debían de ser las causas que lo originaran. Había dos hombres sentados a una mesa: a uno de ellos lo conocía; al otro, no. El primero regentaba una tienda de antigüedades en aquella misma plaza; el segundo quizá estuviera allí para negociar la compra o la venta de algún objeto. En el extremo opuesto de la taberna, un poco separado de la barra, se hallaba un tercer hombre, de aspecto más bien reservado. Cerca de él, otros dos más discutían acaloradamente. Más tarde, llegó un grupo de parroquianos, que se pusieron a hablar con Pedro de inmediato y que tardaron unos minutos incluso en pedirle la bebida que iban a tomar, como si el hecho de retrasarla aumentara en ellos el deseo de consumirla. Eran tres señores de más de sesenta años, seguramente jubilados, que casi todos los días se reunían para distraerse un rato y que se mostraban siempre muy cordiales y generosos. Distinto era el caso de los que a su lado no cesaban de discutir, sin que ninguno de los dos fuera capaz siquiera de prestar atención a lo que argumentaba el otro; el motivo de la polémica, según había escuchado Pedro, era un tema relacionado con los partidos políticos o con la responsabilidad que a éstos les concernía. El tercer hombre era, sin duda, el que a simple vista ofrecía menos posibilidades de ser analizado, quizá porque fuera algo tímido y poco proclive a manifestar en público sus preferencias o su estado de ánimo. No parecía que se encontrara allí muy a gusto; sin embargo, después de un momento de indecisión, debió de optar por quedarse, ya que encendió un cigarrillo y compuso un gesto más distendido. Se acercó luego a la vidriera y estuvo mirando cómo caía la lluvia por un instante. Al volverse, Pedro advirtió en él cierto aire de desconsuelo; su historia acaso encerraba algún misterio, un episodio que no hubiera terminado como él deseaba o que no hubiera concluido todavía, un hecho que lo cambiara todo y lo obligara a empezar de nuevo o a detenerse antes de proseguir su camino. Mientras tanto, los dos que discutían habían cedido de pronto en su disputa; con la misma rapidez con que se encrespaban, retrocedían después hasta un punto más razonable. “Pues eso”, decía uno. “Pues eso”, repetía el otro. “Que la cosa está muy clara”, concluía aquél. “Muy clara”, concluía éste. Tan clara que no habrían sabido explicar cómo se inició la discordia, porque los dos pensaban ahora lo mismo o habían dejado de pensar lo contrario. Pedro se reía con todo aquello, aunque de vez en cuando escuchaba también lo que decían los tres jubilados, a quienes ya había servido unas copas de vino tinto. “Mi mujer ha hecho hoy migas”, refería uno de ellos. “A mí me gustan mucho”, confesó el de su izquierda. “Como unas migas con melón no hay nada”, comentó el de la derecha. “O con boquerones fritos”, propuso el que se las iba a comer aquel día. En esto, los hombres que estaban sentados a la mesa se habían levantado con intención de marcharse y se daban torpes manotazos y casi se empujaban por pagar antes lo que debían; al final, fue el anticuario el que opuso menos resistencia y aceptó la invitación del que con él negociaba. “Yo me comería una buena morcilla”, dijo el jubilado de la izquierda cuando Pedro entregaba la vuelta. “Como sigamos así, esto reventará por algún lado”, decía a su vez uno de los contendientes. Por su parte, el tercer hombre había encendido un segundo cigarrillo y, con un codo apoyado en la barra, fumaba con manifiesto deleite, al tiempo que se abismaba en el recuerdo de aquel episodio de su historia que no hubiera quedado resuelto.
Pedro observaba con disimulo todo esto, a pesar de que aún no había conseguido aplacar la inquietud que le causaba la idea de que dentro de poco iba a recibir la visita de un señor al que no conocía, o de quien sólo le habían dado unos datos insuficientes para que lo conociera, un señor de sesenta años, tal vez jubilado como los que allí había, alto y con bigote, dos rasgos muy comunes y que no ayudaban a identificar a ninguna persona, con la voz ronca, quizá porque así lo fuese o porque fumara tanto como el tercer hombre. Tal señor tendría también su propia historia, que ahora estaba a punto de coincidir con la suya, a punto de cruzarse con ella en aquel lugar de encuentro, en el que a buen seguro se aclararía todo, la identidad y la procedencia de aquel protagonista anónimo, el camino que había recorrido para llegar hasta allí, los peligros y dificultades que había debido de superar en él, el motivo de la inesperada visita.
Como no andaba muy ocupado, Pedro podía con facilidad discurrir sobre estas cuestiones. Se había acostumbrado, además, a trabajar con gran soltura y nada le impedía poner atención a varios asuntos simultáneos, a no ser que hubiera muchos clientes y se le multiplicaran las tareas. Aquel día, sin duda, era muy tranquilo, un día lluvioso del mes de marzo, en el que la vida parecía que se hubiese hecho mucho más vieja o en el que el tiempo tuviese un ritmo antiguo de instantes olvidados. Los árboles de la plaza se estaban ya cubriendo de hojas, y ahora se veían envueltos en el halo gris de la lluvia, con un color de pintura dotada de una extraña lejanía, o de un sentimiento de poética tristeza. Pedro no paraba de mirar hacia fuera por si llegaba aquel señor anunciado, y buscaba en algún ángulo de la plaza una figura con los rasgos que le habían indicado, aun cuando era difícil que desde allí los reconociera, una figura que se iría transformando en un personaje concreto, en el protagonista de la historia que a él después le referiría.
Faltaban ya pocos minutos para que ello se produjera. Pedro consultaba el reloj y se acordaba en esos momentos de aquellos en que aguardaba con impaciencia la hora en que Marta regresaba del instituto. También ella debía de tener su historia, de la que él acaso formaba ya parte, una parte mínima en la que le correspondía un papel secundario, ya que su intervención apenas había sido decisiva y se limitaba a unos cuantos encuentros; ninguno de ellos había significado nada o no había dado ningún fruto, o al menos eso era lo que pensaba después de haber comprendido que no podía hacerse demasiadas ilusiones. En cualquier caso, su intervención representaría tan sólo un capítulo, junto a otros muchos que él desconocía, como el que se iniciaba precisamente con la aparición de aquel joven con quien ella probablemente todavía continuaría saliendo. La verdad era que Pedro no tenía completa seguridad de que así fuera, ni hacía nada por averiguarlo; prefería más bien que el tiempo corriera y que se sucedieran los acontecimientos. No quería vivir sin la esperanza de que algún día él protagonizara un papel más importante, aunque tampoco descartaba la posibilidad de que todo hubiese ya concluido y de que aquél estuviese reservado a otros, quizá al chico con quien ella saldría. La vida, en efecto, era un cruce de caminos, no sólo por las coincidencias que se daban en ella, sino también por las divergencias y desencuentros que se producían. En un cruce de caminos, la gente se reúne, pensaba Pedro: se comparte un momento, se habla del pasado y de intenciones futuras; pero quizá éstas no son las mismas para todos, y por ello se escogen luego diferentes direcciones, que es lo que a veces ocurre con personas que desaparecen y que ya no regresan nunca.



Él había visto después a Marta en varias ocasiones, y en una de ellas había charlado incluso con ella. Fue en un día de diciembre, en vísperas de la Navidad. Él iba por la plaza una mañana y la vio salir de una tienda con una bolsa en la que llevaba acaso algún regalo. Como hacía bastante frío, pues la noche anterior había nevado, ella lucía su abrigo rojo, el mismo que vestía en aquella tarde macilenta de otoño, con un pañuelo azul bien anudado al cuello. Al encontrarse en un lugar de la plaza, Marta se detuvo con intención de saludarlo.
Feliz Navidad le dijo.
Feliz Navidad respondió él.
En estos días estarás un poco agobiado de trabajo imaginó ella.
Son gajes del oficio acertó a decir él.
Se quedó Marta un instante en silencio antes de hablar, como si no supiera muy bien el tono que había de emplear en aquella conversación. Se la veía menos risueña, menos expresiva. Se había colgado la bolsa de un brazo, y, entrecruzando una y otra vez los dedos de las manos, se ajustaba mejor unos guantes azules que también llevaba puestos, algo más oscuros que el pañuelo.
A mí me gustan estas fechas dijo por fin, no sólo porque esté de vacaciones, sino sobre todo por el ambiente tan entrañable que hay en ellas, por la ilusión de recordar lo que hacíamos de pequeños. Una se vuelve un poco niña cuando llegan estas fechas, y supongo que a ti te pasará lo mismo. Son días para estar en casa con la familia, viendo la televisión o ayudando en la cocina a preparar las comidas.
Había empezado a sonreír cuando mencionaba estas cosas, y miraba ahora a Pedro con moderada expectación, interesada en conocer su opinión acerca de lo que ella había hablado.
Yo no celebro estas fiestas como la mayoría de la gente manifestó él, preocupado por el hecho de tener que contradecirla. Para mí, la Navidad no termina nunca, sino que continúa durante todo el año; así que es inútil que la celebre ahora, pues debería hacerlo siempre, y eso resultaría muy difícil y muy costoso para el bolsillo, porque casi no tendría dinero para cubrir todos los gastos que ello generaría.
A Marta le hizo mucha gracia la ironía con que Pedro había formulado esta conclusión, y se echó a reír de manera espontánea, y habría seguido riendo si él no hubiera intervenido de nuevo para añadir algo más referente a la Navidad.
Por otro lado, en este tiempo hay personas que, por diferentes motivos, no pueden celebrar nada dijo, personas a las que se les ha muerto algún familiar o que están gravemente enfermas, o que son pobres y no disponen de recursos de ningún tipo. Sería una tremenda injusticia olvidarse de ellas y actuar como si no existieran.
Sin duda, Marta no esperaba que hablara de ese modo, y trató de reaccionar al momento, mostrando un semblante cada vez más serio.
No sé qué decirte admitió ella después de una breve pausa. Yo creo que tienes razón, pero también creo que todo eso es un tanto exagerado. Es cierto que hay muchas desigualdades; basta con mirar las imágenes que aparecen con frecuencia en la televisión, de niños que se mueren de hambre en el Tercer Mundo, y que son muy desagradables y que hacen que se nos revuelva la conciencia o que dejemos de verlas, porque yo me siento impotente ante ellas; pero también me doy cuenta de que es irremediable esa situación, igual que otras, y comprendo que tengo que vivir lo mejor que pueda, y le doy gracias a Dios porque a mí no me sucede nada de eso. Un poco de distracción no viene mal tampoco; yo, por lo menos, lo necesito, y procuro salir y divertirme con mis amigas, sobre todo en estos días, que son bastante propicios para ello.
A Pedro le llamó la atención que sólo se hubiera referido a las amigas y que no hubiera hecho mención a ningún novio, y así se animó a seguir hablando:
Cuando yo era pequeño, allá en mi pueblo, salíamos los niños por las calles a pedir el aguilando; íbamos por las casas cantando villancicos al son de zambombas y panderetas, y en algunas nos invitaban a comer mantecados y otros dulces navideños, y muchas mañanas, con los zapatos llenos de escarcha, subíamos a la sierra a recoger musgo para los belenes... Me parece que lo estoy viendo.
Tuviste una buena infancia dedujo ella.
Qué va. Eso fue antes de que muriera mi madre, que era viuda. Me quedé huérfano.
No lo sabía. Perdona.
Son cosas que pasan; no hay de qué perdonarte.
Marta se mostró sorprendida por lo último que le había revelado Pedro, y lo miró casi como a un héroe o como a un ser dotado de una gracia especial. Al ver que no decía nada, él no dudó en referirle nuevos sucesos:
Después me fui a vivir con un pariente mío que estaba algo chiflado y que no acababa de congeniar conmigo, y por esta misma razón escapé de él al cabo de dos años y con doce recién cumplidos me trasladé a esta ciudad, donde ejercí de mendigo después de que no me quisieran dar cobijo ni trabajo en ningún sitio, y ya no me he movido de aquí hasta el día de hoy, en el que puedo considerarme afortunado con el oficio que tengo y con el sueldo que gano en la taberna.
Marta debió de creer que escuchaba el relato de una película, pues no salía de su asombro, y con gesto distraído volvía a ajustarse los guantes de ambas manos.
Mi vida, comparada con la tuya, resulta muy aburrida reconoció.
Pues yo pienso que no, bueno, no sé dijo él; supongo que tú también tendrás algo que contar.
Tu caso es distinto.
Los habrá peores.
Yo no quería decir que fuera malo.
Ahora le tocó a Pedro reír, al advertir que Marta trataba de excusarse porque creía que él no había entendido lo que había dicho con respecto a su caso. Ella no tardó en reparar en el error, y se puso a reír también.
Como ves, tu vida ya no es tan aburrida bromeó Pedro.
No, con ratos como éste se vuelve más divertida continuó bromeando ella.
¿Es que no lo era? insistió él.
 Hombre, alguna cosilla de interés tendrá.
Todavía no la has contado.
Como es natural, en este momento sólo se me ocurre pensar en lo que me ha sucedido en este último año, porque antes era una niña, o por lo menos así lo veo ahora, cuando me considero ya más madura, a punto de ser una universitaria; pero, en fin, lo que te pueda contar de este último año, además de aspectos relacionados con mis estudios, es un asunto muy personal que todavía requiere un poco de tiempo para que se aclare y que por eso mismo prefiero reservarme, porque para qué voy a pregonarlo si luego no queda en nada. Bueno, lo sabe mucha gente, pero lo que yo siento o deje de sentir sólo se lo cuento a mis amigas más íntimas. Así que por esto que te he dicho y porque me da apuro que tú lo sepas también, prefiero reservarme este asunto por ahora.
Aunque esta vez tampoco se había referido a ningún novio, a Pedro no se le ocultaba que Marta pudiera tenerlo y que quizá era esto lo que callaba; sin embargo, lejos de retraerse, se mantuvo en la misma línea atrevida y desenfadada.
Me gusta mucho tu abrigo le dijo.
Me lo regaló mi padre el día de mi cumpleaños informó Marta, algo ruborizada.
Pues te sienta muy bien el color rojo porfió Pedro en su intento por ponerla un poco nerviosa.
Es mi color preferido.
El mío es el azul.
Tampoco me desagrada.
Tu bufanda y tus guantes son azules.
Eso dijo ella, mirándoselos.
Claro, todo depende de la persona que los lleve.
Enrojeció la cara de Marta, casi compitiendo con el color del abrigo.
¿Es un piropo? preguntó azorada.
Lo es.
Muchas gracias.
Se me ha ocurrido de pronto.
No lo esperaba.
Por eso, lo que no se espera resulta más efectivo.
Bueno, se me hace muy tarde; perdona, pero me tengo que ir. Le dije a mi madre que volvería en seguida. Adiós, pues.
Hasta luego, Marta.
Aquel encuentro sirvió para que Pedro confiara aún más en sus posibilidades y para que se diera cuenta de que el amor ya no era fuente de indecisiones ni de temores infundados; pero como no quería causar tampoco ninguna herida a nadie, se conformaba no sólo con que la suya no le doliera demasiado, sino también con la idea de que el asunto que se reservaba Marta madurase, a pesar de que algunos días concebía la esperanza de que ella y su presunto novio acordaran que su relación no conducía a nada y que lo más conveniente para los dos era que la acabasen.
En los últimos meses había visto a Marta en dos ocasiones y en ninguna de ellas se paró ni hizo nada por acercarse, consciente de que no debía inmiscuirse tanto en su vida ni forzar ninguna situación, y prefería que fuera ella quien tomase la iniciativa y quien, llegado el caso, le facilitase la noticia de que aquel asunto no funcionaba bien y de que había decidido olvidarse de él.


Pero todo esto sucedió después de lo que había hablado con fray Gabriel en el convento. Un domingo de finales de noviembre se levantó muy temprano y se dijo que no podía pasar aquel día sin visitarlo. Como no empezaba a trabajar hasta las doce, tenía tiempo más que suficiente para hablar con él y contarle todo lo que quisiese.
Era una mañana muy despejada. Caminó por calles sombrías, con escarcha en los tejados. El sol refulgía en unos altos torreones, rodeados de una extensa arboleda, en la que podía divisarse la maraña oscura o grisácea de sus troncos y ramas ya casi sin hojas. Mirando en otra dirección, se descubría un paisaje de colinas sobre un cielo con azules de lejanía.
Llegó al convento poco después de las nueve. A las ocho había misa, pero la gente que habría asistido a ella ya se había dispersado. Entró al patio que precedía a la iglesia y al edificio donde se hallaban las celdas y demás dependencias de los frailes. Antes de hablar con fray Gabriel, quiso hacerlo con Dios, y se internó en la iglesia y fue a sentarse al pie de aquel Cristo que tanto impacto le causara. Fue una oración breve, de agradecimiento. Cuando ya hubo acabado de orar, en lugar de salir otra vez al patio, se dirigió hacia la sacristía y, como no había nadie en ella, empujó una puerta que conducía a otra sala, donde a menudo celebraban determinadas reuniones los frailes. La halló también vacía, y se quedó un instante mirando los cuadros que colgaban de una de las paredes, cuadros muy grandes y cubiertos de una pátina antigua, con motivos religiosos. Antes de que terminara de mirarlos, oyó unas voces que procedían del claustro; entre ellas, reconoció la de fray Gabriel, una voz clara, rotunda, decidida, la misma que había escuchado tantas veces en otro tiempo, voz sabia de amigo o de consejero, a la que no le hacía falta ningún cambio de tono para conseguir el efecto que se pretendía. Embargado de emoción, Pedro se adentró en el claustro a través de otra puerta. Había dos frailes paseando por allí cerca; iban tan enfrascados en la conversación que mantenían, que al principio no pudieron percatarse de su presencia. Uno de ellos era, como él había pensado, fray Gabriel. Paseaban muy despacio, sin apartar apenas la vista del suelo. Pedro se había quedado junto a una columna, observándolos. Cuando ellos se disponían a girarse para retroceder sobre sus pasos, fray Gabriel alzó la cabeza y miró hacia donde él se encontraba, y así como lo hubo visto, se apresuró corriendo a saludarlo.
Hace ya mucho tiempo que no nos vemos le dijo antes de estrechar su mano.
Desde este verano recordó él.
Bueno, hombre, ¿y qué te cuentas?
A eso venía precisamente, a contarle a usted algo que me ha pasado.
Te veo un poco triste se atrevió entonces a conjeturar fray Gabriel.
Tal vez.
¿Es algún problema relacionado con el trabajo? inquirió a continuación, indicándole al otro fraile con la mano que más tarde seguirían hablando.
No, es algo más grave, bueno, no sé, tampoco será para tanto respondió él.
Ven conmigo le dijo, y cogiéndolo cariñosamente de un brazo, como otras veces había hecho, lo condujo hasta su celda, que estaba muy cerca de donde se hallaban; y apenas hubieron entrado en ella, añadió: Ya sabes que las cosas, cuanto más se dejan, se vuelven más complicadas.
Para eso he venido, para tratar de desenredarlas confesó Pedro después de haber tomado asiento en una de las sillas que allí había.
Fray Gabriel se acomodó en otra y lo miró a los ojos con intención de examinarlo. Como no hablaba, Pedro se vio en la necesidad de comenzar a deshacer aquel enredo:
Yo creía que había resuelto ya todos los problemas, pero me encuentro por sorpresa con uno, y no sé qué actitud adoptar. Tampoco es como los anteriores o como los que después a usted he confesado; me tiene preocupado desde hace unos meses, o quizá unas semanas. Ya sabe que por la taberna pasa mucha gente, y un día pasó por allí una chica, hija de uno de los clientes más habituales...
Y te enamoraste de ella lo interrumpió fray Gabriel.
Me enamoré de ella asintió Pedro, y después me informé de qué hacía y de dónde estudiaba; así que otro día fui a su instituto dispuesto a decirle algo, y no me atreví porque iba con dos amigas; y a la semana siguiente volví a hacer lo mismo, pero esta vez me llevé un desengaño, que dura hasta hoy.
¿En qué consiste ese desengaño?
Salía con un chico.
Bueno, hombre, no te preocupes; eso es muy normal que ocurra.
Yo venía para que usted me aconsejara lo interrumpió ahora él: qué debo hacer, si me tengo que olvidar de la chica, si es mejor que persista, porque me veo muy desorientado.
Fray Gabriel meditó la respuesta que había de darle, mientras Pedro desviaba la mirada hacia un espacio concreto de la celda, que ahora se encontraba vacío pero que antes estaba ocupado por la cama en que él dormía.
Vamos a ver principió a decir el fraile. Por un lado, me cuentas que te has enamorado de una chica, cosa muy natural a tu edad; por otro, que has sufrido un desengaño porque ella sale con un amigo, o con un novio, si nos ponemos en el peor de los casos.
Con un novio aventuró Pedro.
No importa replicó el fraile. En primer lugar, me gustaría que supieras que el amor nace de una inclinación que tenemos los seres humanos, igual que cualquier otra: a ti te atrae un objeto o te gusta un determinado color, y no sabes razonar por qué, y con el amor pasa lo mismo, te sientes inclinado a amar a alguien, y tampoco puedes explicar a qué se debe. Por tanto, tú no tienes ninguna culpa de querer a esa chica. Y en segundo lugar, está el asunto de tu desengaño, propiciado por tu mala suerte, porque ella se ha fijado en otro antes que en ti; pero eso forma parte del destino, y hay que aceptarlo como un simple contratiempo y no como un fracaso o una calamidad. Me preguntarás que qué puedes hacer ante ello, y yo te respondería que depende de ti, porque tú eres un ser con una gran capacidad para amar, y te resultará muy difícil olvidarte de lo que has sentido o desentenderte de esa inclinación de la que te hablaba antes. Ama si quieres, pero ya conoces también las virtudes del cristiano: respeta al prójimo como a ti mismo. No te digo más; tú sabrás lo que haces.
Yo creo que seguiré enamorado de Marta, que así se llama ella; pero también creo que respetaré a su novio mientras viva respondió Pedro con cierto énfasis.
Fíjate continuó diciendo fray Gabriel, al tiempo que sonreía: las circunstancias cambian en la vida, y ahora te ves obligado por ellas a venir aquí. Hay caminos circulares que nos conducen al mismo punto, que es quizá nuestro propio destino, como si siempre debiéramos ajustar cuentas con él de lo que somos o de lo que hubiéramos hecho. Mira: podrán cambiar las circunstancias, como te decía, o los años, porque nos hacemos más viejos; pero la conciencia de uno no varía, es la misma, y a ella siempre acudimos para consultarle, y al final ella va a ser nuestra principal consejera cuando nos enfrentemos a la muerte, aunque yo creo que a la muerte nos enfrentamos a diario, a veces de forma inconsciente, porque está ahí, como una sombra que planea sobre nosotros; y por eso regresamos al mismo punto, que es también la razón de nuestra existencia y que es, si quieres que lo exprese con otros términos, el enigma de nuestra salvación. En el fondo, has venido aquí por un problema de conciencia, porque no sabías cómo actuar.
Si le digo la verdad, yo creo que ese desengaño me afectaba ya menos que cuando lo sufrí, porque el primer día fue terrible, pero después lo fui asumiendo, e incluso comprendí que yo poseía muchos valores y que no debía venirme abajo por aquello. Es más, caí en la cuenta de que había grandes necesidades entre la gente rica y, como esto parece una paradoja, se lo voy a explicar: no está en mi ánimo criticar a nadie, pero veo ciertos comportamientos que sólo responden a una falta de principios o de escrúpulos de conciencia, ya que usted la mencionaba antes; por muchas riquezas que se tengan, así no se alcanza la felicidad auténtica, sino todo lo contrario, se vive muy mal, yo diría que con una preocupación constante por no perder lo que se tiene o por rivalizar con otros que también presumen de riquezas. En fin, a toda esa gente tampoco hay que dejar de ayudarla, se me ha ocurrido por estos días, porque siendo rica es pobre, tal y como suena, de nuevo una paradoja. Y es extraño: si antes sólo pensaba en socorrer a los indigentes, a los que no disponen de medios para comer o para vestirse o para no dormir a la intemperie, ahora comprendo que hay carencias de otra índole, carencias espirituales, si quiere usted así llamarlas, y no descarto la posibilidad de que en el futuro yo también me dedique a ayudar a quienes las tuvieren.
Ya te dije una vez que has de prepararte advirtió fray Gabriel, que no todo se consigue actuando, que antes se debe meditar muy bien lo que se quiere hacer. Aunque hablas de una acción futura, no está de más que te lo recuerde, para que así reflexiones de camino acerca de tus propias limitaciones, pues hay proyectos tan ambiciosos que luego no se cumplen; pero si ése es tu pensamiento, hay una manera de encauzarlo que quizá no se te ha ocurrido y que requerirá, si al final la escoges, un duro aprendizaje; pero como eres joven, y no te falta talento, tienes aún tiempo para conseguirlo, y me refiero, no sé si lo habrás adivinado, a la política, por qué no, poco a poco te vas instruyendo y poco a poco también vas actuando, hasta que llegue un día en que te veas con un puesto o un cargo de más alcance, desde el que podrás influir en mucha más gente. Si ésa es tu ilusión, lucha por ella: estudia, lee, escribe, abandona el trabajo si quieres, que yo estaré dispuesto a ayudarte, igual que lo hice antes.
No, no se me había ocurrido reflexionó Pedro, con un dedo en los labios.
Ahora puede comenzar para ti una tercera etapa, o la cuarta, que ya no sé por la que andas dijo antes de ponerse a reír fray Gabriel.
La cuarta..., no, la tercera, bueno, da igual, porque me quedan todavía otras muchas observó él.
Reía tanto fray Gabriel que tuvo necesidad de moverse para sofocar su risa, y al echarse hacia atrás en su asiento, éste se movió también y dio con él en el suelo. Pedro se asustó en un primer momento y estuvo a punto de ir a levantarlo, y después aguantó la risa que le causaba aquel hecho; pero al ver que el fraile seguía desternillado de ella, no quiso tampoco perder ocasión de solazarse, y prorrumpió en sonoras carcajadas, que, escuchadas por el otro, debieron de renovar en él las ganas de reír, de modo que no paró de hacerlo hasta que Pedro no agotó las suyas.
La culpa la ha tenido la política bromeó fray Gabriel cuando ya se hubo calmado y levantado del suelo.
Pues eso, que siempre culpamos a los políticos de todo comentó él.
En la política, pasará como en cualquier otra actividad de la vida, que dependerá de quien la realice.
Pues yo, si algún día me dedico a ella, pienso ser muy honrado.
Si eres honrado, sufrirás bastante, porque luego surgirán problemas que no podrás resolver.
Yo intentaré resolverlos y si después no lo consiguiera, me conformaría con haberlo intentado.
Hablas ya como un político, muchacho.
Porque expreso lo que siento.
Yo creo que eso no lo hacen muchos políticos.
Pues yo, si soy uno de ellos, no cambiaré mi forma de expresarme.
Me parece muy bien: un político debe tener ilusión y proclamar sus ideas a los cuatro vientos.
Lo malo es que no entiendo mucho o no me he interesado hasta ahora demasiado en estos temas, y necesitaré instruirme, como usted decía; sé más bien poco de partidos y no conozco las ideologías en que se basan.
Ése es un problema pensó fray Gabriel, porque será difícil encontrar un partido que se adapte a tus pretensiones; ha de ser un partido con ciertas inclinaciones sociales, me refiero a que incluya en su programa propuestas de esta índole o que dé prioridad en él a las clases menos favorecidas de la sociedad, y a la vez que esté dirigido también a las otras, sobre todo a aquellas que cuentan con más recursos económicos, para que no se olviden de las primeras e inviertan su dinero en algo productivo y que sea promotor de empleo y de beneficios para todos. Esto es una utopía, pues no hay ningún partido que reúna tales condiciones; pero bueno, yo no te voy a quitar la idea de intentarlo, porque siempre habrá alguna posibilidad de que a través de la política se hagan efectivos algunos de tus sueños; con un poco de imaginación, podrás lograrlo.
Usted también habla como un político dijo Pedro.
Expreso lo que siento.
Pues eso no lo hacen muchos políticos.
Volvieron a reír, aunque esta vez no hubo ninguna caída, sino que sirvió para que terminaran de conversar y para que cada uno retornara luego a sus asuntos. Pedro emprendió aquel día su trabajo con más ánimo, y dejó para más adelante su resolución de si había de intervenir o no en política.
































Duodécimo capítulo





Pedro, mientras tanto, seguía ayudando a toda persona necesitada que se cruzaba en su camino y, a pesar de que su labor no alcanzaba mucha difusión entre la gente, a él lo que más le importaba era poder hacerlo, con lo cual se acordaba a veces de algo que había oído decir en cierta ocasión, que lo que haga tu mano derecha no lo sepa tu izquierda; aunque él, bien mirado, no se hubiera vanagloriado nunca de ello, sino que obraba por un motivo muy distinto, porque se lo dictaba su conciencia, propensa siempre a satisfacer necesidades ajenas. Algunas de ellas se satisfacían atendiendo con verdadero interés a quienes las tuviesen, en los casos en que se echaba de ver en seguida que había falta de comunicación o que se daban carencias afectivas. Así, una tarde de febrero se hallaba allí en la taberna un hombre de adusto semblante y que no hacía más que beber y mirar de malas maneras a los demás clientes, con los que casi rehusaba tratarse. Se había bebido ya varios cubalibres de ron cuando Pedro empezó a hablar con él, aprovechando que le servía el siguiente. El diálogo versó al principio sobre diversas banalidades, interrumpido de pronto por las obligaciones y los quehaceres de Pedro; sin embargo, cuando al cabo de un rato el hombre estaba algo más proclive a decir lo que sentía, llegó a confesar que era el alcohol el culpable de que se comportara con mal genio y que todo comenzó en un local como aquél, en un bar donde él trabajaba de camarero también, un oficio muy traicionero, dijo, del que se aprendían demasiados vicios, pues era inevitable pasar largas horas con otra gente que ya los tenía, y de esta manera uno se contagiaba de ellos y, por mucho que después se intentase, no había forma de dejarlos, un oficio muy traicionero, repetía para que Pedro no lo olvidara nunca; y le contó también que lo había ejercido luego en otros bares, algunos de mucha solera en la ciudad, y que había conocido a personas de gran prestigio, pero que aun así no se había restablecido de sus vicios, sino que más bien iban en aumento, sobre todo el alcohol, al que cada día se veía más inclinado, y enumeró algunos de los efectos que de él se derivaban y dijo que el más grave era el que afeaba su carácter, porque había hecho que se llevara mal con su propia familia o que se peleara con más de uno.
Cuando acabó de hablar y pagó los cubalibres, eran ya las ocho. Poco después salía de la taberna. Al verlo, a Pedro no le cupo la menor duda de que lo que necesitaba aquel hombre era que alguien lo escuchase para dar a conocer por qué se comportaba de tal modo y que él estaba exento de culpa, y pensó que quizá se sentiría a partir de entonces más aliviado después de haber referido lo que le ocurría. Cuando él salía, Marta ya habría pasado por la plaza, a la que la luz del ocaso confería una apariencia de decorado de comedia vieja.


Aquel día, sin embargo, todo se había tornado gris bajo la lluvia. Pedro no dejaba de preguntarse cuándo llegaría por fin el señor que había anunciado que dentro de una hora o así volvería. Cuando se fueron los tres jubilados, ya sólo quedaron allí los dos contendientes y el tercer hombre, al que él de vez en cuando miraba con disimulo. Ensimismado, permanecía éste apoyado en la barra, fumándose un cigarrillo tras otro. Como hacía tiempo que no bebía nada, Pedro no tardó mucho en preguntarle si deseaba tomar algo. Pidió otra botella de cerveza, que era lo que antes había bebido. Todo esto permitió que hablaran un poco, mientras se la servía. Había en sus ojos un resto de melancolía cuando a él se le ocurrió decir que no le gustaba que lloviera tanto.
No ha parado de llover desde la semana pasada confirmó aquel hombre.
Ya vendrán días mejores dijo después Pedro.
La primavera no ha hecho nada más que empezar recordó el otro.
En ese momento llegó un grupo de jóvenes de unos veinte años, todos ellos varones y con aspecto de estudiantes, y él no tuvo más remedio que ir a atenderlos. Cuando ya los hubo atendido, regresó a donde estaba y reanudó en seguida la conversación que se había interrumpido.
La verdad es que la lluvia a mí no me desagrada declaró. Yo he oído decir a muchas personas que no la soportan porque se ponen muy tristes, o muy deprimidas, que es la expresión que se emplea hoy; a mí, en cambio, me gusta que llueva en ciertas ocasiones, cuando estoy solo en mi cuarto y no tengo que ir a ningún sitio..., me ayuda incluso a reflexionar o a recordar determinados momentos del pasado, que ya no volverán pero que forman parte de una historia, que es la mía y que está relacionada con muchas otras, como es ahora mismo la suya, la que usted pueda contarme acerca de los hechos más importantes que le hayan sucedido... En fin, que a mí no me desagrada la lluvia; lo único que me molesta es eso, que dure muchos días.
Pedro tuvo que disculparse al ver que uno de los estudiantes le hacía señales con la mano para que fuera. Le pidió cuatro bocadillos de alcachofas con mayonesa, petición que de inmediato él comunicó a Julio para que se encargara de ella.
Yo no soy tan romántico como tú oyó que le decía aquel hombre cuando lo vio ya desocupado.
Cada uno es como es opinó Pedro.
Tienes razón continuó. Yo soy un modesto oficinista, pero podría estar ejerciendo ahora de abogado si no hubiera abandonado la carrera cuando me faltaban dos años para terminarla; la abandoné porque empecé a suspender algunas asignaturas y creí que nunca las aprobaría, y luego me puse a trabajar y le di otra orientación a mi vida.
Llegó entonces un representante de vinos y se colocó en el otro extremo de la barra, hacia el que Pedro se dirigió después para informar del número de botellas que hacían falta. El representante tomó nota de lo que le dijo y se despidió de él de manera efusiva. Mientras esto sucedía, habían llegado varios hombres, todos clientes conocidos, y más tarde, dos amigas de aquellos estudiantes, quizá compañeras de clase con las que habían quedado en verse allí precisamente. Pedro los fue atendiendo conforme lo llamaban. En último lugar, sirvió a las chicas, que habían estado un rato saludando a sus amigos y departiendo alegremente con ellos. No bien lo hubo hecho, fue a la cocina a recoger los bocadillos de alcachofas con mayonesa, que ya estaban preparados, según le había dicho Julio repetidas veces asomando la cabeza por detrás de la pared medianera que separaba el local de la cocina. De camino, Julio le advirtió también que tenía a su disposición las tapas que le había solicitado antes, una para cada nuevo cliente. Después de haber cumplido con ello, se acercó a hablar con el hombre al que casi había dejado con la palabra en la boca, pero se apercibió entonces de que era requerido por los dos que discutían de política y que luego se avinieron tan fácilmente. Le pidieron sendas cervezas y continuaron hablando entre ellos. Pedro se las puso con gran diligencia y, mientras esperaba las tapas correspondientes, con una mano apoyada en la pared medianera, prestó atención a lo que seguía diciendo aquel hombre desde el otro lado de la barra.
Luego me casé decía, pero a los tres años mi mujer se separó de mí y ya no pude volver con ella, por lo que me vi otra vez solo, con un empleo que no me dejaba muy satisfecho, porque lo que hubiera deseado yo entonces era haber concluido mi carrera y haber tenido al menos una ilusión con la que acallar mis penas. Al cabo del tiempo, casi me resigné con lo que hacía; procuré incluso no quedarme estancado, y me puse a leer con más frecuencia y a interesarme por la cultura y, aunque a veces añoro lo otro, me siento ahora mucho más realizado que antes.
Estaba Pedro tan atento que no se dio cuenta de que Julio se había acercado a él con una tapa en cada mano. Se las llevó a los susodichos y volvió a aquel rincón de la taberna con intención de decirle al hombre lo que pensaba. En ese instante, éste le indicó que quería otra cerveza, al tiempo que se ponía a encender un nuevo cigarrillo.
Lo que usted hace está muy bien le dijo por fin, después de haberle servido la cerveza, porque lo peor que hay en esta vida es el aburrimiento: si usted no hubiera tenido nada en que pensar, nada que estuviera al margen de su oficio, yo creo que se habría amargado y hundido para siempre.
De aquellos años de estudiante me quedó cierto afán por mejorar mi suerte reflexionó él, y por eso busqué algo que a mí me compensara de los duros desengaños que me había llevado; aquéllos eran sin duda otros tiempos, muy diferentes de los actuales, en los que la gente está mucho menos preparada y en los que las carreras o los títulos universitarios apenas significan nada; basta con observar la deficiente formación y el escaso interés cultural que tienen los jóvenes de hoy, entre los que sin embargo habrá honrosas excepciones, que serán las que después se constituyan en las personalidades de mayor relieve en la sociedad futura.
Apareció entonces por allí el señor que regentaba la tienda de antigüedades, esta vez sin nadie que lo acompañara. Se situó cerca de donde estaba el grupo de estudiantes y, con algo de gracia, justificó su vuelta ante Pedro diciendo que, como no lo habían dejado pagar, venía ahora con ánimo de no tenerse que ir sin hacerlo, y Pedro completó la broma añadiendo que, si ésa era su intención, podía cumplirla con el resto de la clientela. “Si quiere, invite a todos los presentes”, fue lo que le dijo. Uno de los jóvenes, que lo había escuchado, alzó la mano para expresar su deseo de que él estaba dispuesto a que lo invitase primero. El anticuario, lejos de cortarse, le preguntó si quería tomar algo más, y el joven, mirando a sus compañeros, le respondió que todos iban a pedirle después lo mismo y que, como eran muchos, le saldría muy cara la broma. “Pues ponme a mí un vino del barril que tú prefieras”, terminó diciéndole el anticuario a Pedro. Él se apresuró a hacer lo que se le mandaba, y se fue luego a hablar con el otro hombre que tan poca confianza tenía en la juventud de ahora.
Una tapa, por favor dijo en voz alta para que Julio lo escuchara.
Tu trabajo es muy sacrificado comentó aquél.
Hay momentos en que uno no descansa admitió Pedro antes de consultar el reloj para calcular cuánto tiempo faltaba para que apareciera aquel señor al que esperaba.
Yo no serviría para trabajar aquí confesaba, mientras tanto, el otro.
Había transcurrido ya más de una hora desde que él llegó a la taberna, y se puso un poco nervioso al constatar este hecho. Por un instante se desentendió de lo que se le decía y también de la tapa que Julio le ofrecía desde la cocina. Pensó que acaso el señor aparecería más tarde de lo anunciado porque hubiera tenido que resolver antes algún asunto, y temió que éste fuera más urgente o más importante que el suyo y que, por consiguiente, lo hubiera obligado a restarle interés a todo lo demás y, lo que era aun peor, a cambiar de ideas y de propósitos; porque él conocía algunos casos de personas de condición extraña y olvidadiza, las cuales solían acumular tanto desorden que dejaban de hacer lo que hubiesen pensado al principio o escogían simplemente lo que les resultaba más atractivo. Pero el señor debía de estar ya allí, pues cuando fue a llevarle la tapa al anticuario se lo encontró de pronto a su lado. Le pareció que era menos alto de lo que él imaginaba, más bien delgado, de escaso bigote, una línea tan sólo, recortada con esmero.
¿Tú eres Pedro? le preguntó.
Sí respondió el interpelado, al tiempo que entregaba la tapa.
Los ojos de aquel hombre se posaron en los suyos por un momento; fue una mirada escrutadora, no exenta de ternura o de vago reconocimiento. Al verse observado de esa manera, Pedro se esforzó en recordar en qué lugar podía haber coincidido con él, aunque entonces creyera que no lo había visto nunca.
No sé si te habrán dicho que había venido antes alguien preguntando por ti informó después el señor. Soy yo; me llamo igual que tú.
Su voz era, en efecto, algo ronca, emitida con moderado brío o con una grandilocuencia que no llegara a exhibirse.
¿Cuál es el motivo de su visita? inquirió Pedro.
Tú no me conoces o no te acuerdas de mí, eso está claro contestó. He venido porque quiero hablar contigo, pero como es tan delicado lo que voy a decirte prefiero hacerlo más adelante, cuando ya estés más tranquilo y puedas conversar un rato a solas conmigo.
Vestía un terno azul marino, muy elegante, con cierto aire refinado o antiguo. Tenía escaso pelo, los ojos velados por una ligera somnolencia. Pedro no pensaba que tuviese sesenta años, como le habían dicho, sino quizá algunos menos.
¿Qué desea tomar entonces? reaccionó él con indudable profesionalidad.
Algún vino de la tierra, si puede ser.
Ahora mismo.
Mientras él le procuraba el vino, el señor empezó a charlar con el anticuario, que había sido testigo casual de lo que antes se había hablado. Realmente, aquélla no era una situación que se pareciera a otras con las que se hubiera enfrentado Pedro en el pasado, ya que era muy extraño que un hombre del que no recordaba nada se presentara inopinadamente en su vida para informarle de algo que no debía de carecer de importancia, un hombre que se cruzaba de pronto en su camino o que quizá se hubiera cruzado antes sin que él lo supiera. Podía tratarse también de alguien que hubiese sido enviado por otra persona, acertó a pensar cuando ya le hubo escanciado el vino que quería. Otra persona a la que tal vez sí conocía porque hubiera convivido con ella durante algún tiempo, continuó diciéndose después, mientras atendía a nuevos clientes. Otra persona con la que hubiera coincidido en cualquier lugar, en un encuentro inesperado, propiciado por una serie de circunstancias o de hechos fortuitos, y con la que ahora volvería a coincidir al cabo de los años, después de haber seguido trayectorias distintas, quizá porque él hubiese dejado alguna pista o señal por la que pudiera saberse adónde iba o qué intenciones albergaba. Se preguntaba por qué habría mandado a otro o con qué fin retrasaba un nuevo encuentro que sería inevitable que se produjera. Sin embargo, había en los rasgos de aquel hombre algo que le resultaba familiar a medida que lo iba observando, y que no lograba determinar en qué consistía o cuál era la causa de que tal impresión cobrara cada vez más fijeza. Se daba cuenta, además, de que el hombre no hacía más que mirarlo: aunque seguía hablando con el anticuario, su mente parecía ocupada en otra cosa, quizá en lo que dentro de poco había de decirle, cuando él ya no tuviese tanto trabajo o cuando éste se limitase a recoger los vasos y las botellas que los últimos clientes hubiesen dejado sobre el mostrador antes de marcharse, posiblemente unos minutos después de las tres de la tarde, que era la hora en que casi siempre esto ocurría.
Tuvo que servir todavía una buena cantidad de cervezas y de copas de vino, solicitar y distribuir tapas y raciones de comida. Habló también con unos y con otros, con el oficinista que hubiera querido ser abogado pero que le había dado un nuevo enfoque a su vida, con los dos contendientes que habían dejado de tratarse como tales y que ahora se mostraban muy bien avenidos, con los jóvenes con aspecto de estudiantes que se habían citado allí con unas amigas y que se preocupaban a cada momento de que no estuviesen aburridas, con otros tipos que fueron llegando y pidiendo lo que les apetecía y que no tardaban en ponerse a conversar entre ellos, con el anticuario y el señor interesado en dialogar con él en cuanto el local se despejase de gente. Después de media hora, Pedro concluyó para sí que la cara de éste no le era completamente ajena, sino que la había visto en alguna parte o en alguna otra época muy remota, quizá cuando él mendigaba por las calles o en las puertas de las iglesias y de los conventos.
¿Desde cuándo trabajas en esta taberna? le preguntó aquel señor que casualmente tenía su mismo nombre.
No había reparado Pedro en esto hasta ahora y, aprovechando que el anticuario ya se había ido, se dispuso a responder a cuantas preguntas quisiera formular su tocayo.
Desde los catorce años respondió a la primera.
¿Abandonaste los estudios?
No pude evitarlo contestó a la segunda: me sucedieron muchas cosas que me obligaron a olvidarme de ellos; fueron todas experiencias muy duras hasta que conocí a un fraile que me ayudó bastante y que intercedió para que me dieran un empleo aquí.
Un empleo que tampoco es nada del otro mundo y que debe de ser muy ingrato para la edad que tienes objetó el señor.
Si usted supiera todo lo que yo he pasado, seguramente cambiaría de opinión y le parecería, como a mí me parece, que éste es un oficio muy deseable, comparado con otros que pudiera estar ejerciendo replicó él, y habría seguido aduciendo razones más concluyentes si no hubiera tenido que acudir al extremo opuesto de la barra para cobrar y despedir al oficinista, que ya se iba.
Espero que vuelva por aquí más veces le dijo a éste cuando ya le hubo pagado y se encaminaba hacia la puerta.
Muchas gracias por todo respondió el oficinista antes de salir.
Después fueron los dos contendientes los que se marcharon, o los dos amigos, que ya no se sabía qué relación asignarles, si pendenciera o amistosa, pues podía inclinarse hacia éste o hacia aquel lado según las ganas que tuviesen de reñir o de confabularse ante algo. Les siguieron otros clientes que habían llegado más tarde, de modo que ya sólo quedaban allí los estudiantes con las chicas cuando Pedro volvió a hablar con el señor que tanto interés mostraba por el oficio que él ejercía.
¿Cuántas horas trabajas? continuó el interrogatorio.
Unas ocho o nueve horas, pero depende de la gente que haya. Descanso un día a la semana.
¿A qué te dedicas ese día?
Leo, paseo por la ciudad, visito museos o galerías de arte.
Es raro que hagas todo eso si abandonaste los estudios.
Como le decía antes, aquel fraile se interesó mucho por mí y me enseñó bastantes cosas, y una de ellas fue que tenía que aprovechar el tiempo realizando las mismas tareas que podía estar haciendo en el colegio, y a partir de entonces ya no paré de instruirme con nuevos conocimientos, y me aficioné a leer, que es una de mis grandes pasiones.
Me sorprende mucho, hijo: yo no esperaba que un camarero como tú fuera tan culto.
Es mi válvula de escape, o una ilusión, por llamarlo de otra forma, una ilusión con la que miro el mundo y afronto mi trabajo con una mentalidad más abierta o más desenfadada, que no sé cómo calificarla. Se acaba de ir un cliente que decía lo mismo, aunque en su caso concurrieron otras circunstancias, un cliente para quien la cultura, como para mí, es siempre un consuelo, una ayuda que se tiene para escapar de esta anodina existencia.
Supongo que no te conformarás con esto, que intentarás salir de aquí y buscar algo que tenga que ver con todo lo que me estás diciendo.
Sería muy aventurado ahora abandonar este empleo, pero es posible que algún día me lo plantee. Para eso, debo madurar un poco más y reflexionar mucho sobre lo que he de hacer, y sólo me pondré a actuar cuando vea muy claro lo que quiero.
Me sigues sorprendiendo, hijo: hablas de madurar un poco y razonas y te expresas como si tuvieras ya treinta o cuarenta años.
Es la vida la que me ha enseñado a pensar de esta manera: hay personas que necesitan treinta o cuarenta años para ello, y a mí sólo me han bastado seis o siete, los más intensos que he vivido, porque a partir de los diez me quedé huérfano de padre y madre, y me las tuve que imaginar para ir saliendo adelante yo solo.
Esta vez el hombre hizo una pausa en el interrogatorio, impresionado quizá por la inmensa valía de aquel muchacho, el cual no sólo se conformaba por ahora con ser camarero, sino que había sido capaz de sobrevivir a una fatalidad tan grande como la que le contaba; y así se notó en su rostro un gesto de condolencia, o un mohín de duda en sus labios contraídos, que luego no supieron soltar palabra hasta que no se atenuó el sentimiento que los paralizaba.
Sufrirías mucho dijo.
Todos los dolores pasan comentó él para restarle importancia a aquello; si no fuera así, este mundo no merecería la pena, ya que no superaríamos el primer dolor que nos diera, y eso no tendría demasiado sentido.
Claro que no.
A pesar de lo que le diga, yo no creo que sea inútil el sufrimiento humano: estamos obligados a padecerlo desde que nacemos, es un misterio; hay mucha gente, sin embargo, que intenta rehuirlo o eliminarlo y, cuando más desprevenida está, se lo encuentra de nuevo, a veces de manera definitiva.
Pareces un filósofo.
La filosofía es la savia que alimenta la raíz de nuestro ser improvisó Pedro.
Savia con uve, claro.
O con be, por qué no.
¿Qué debemos nosotros? interrumpió la conversación uno de los estudiantes, que estaban también dispuestos a marcharse.
Cinco mil duros bromeó él, dirigiéndose hacia ellos para cobrarles.
No puede ser replicó el mismo de antes, que no había captado la intención de Pedro.
Veinticinco mil pesetas porfió él.
Muy caro dijo sonriendo ahora el estudiante.
Si lo hubiéramos sabido, habríamos dejado que pagara aquel señor que quería invitarnos intervino otro.
Pedro ajustó la cuenta en una libretilla que a mano tenía y se la enseñó para que la repasaran. Ellos a su vez la dividieron entre los cuatro varones que estaban y cada uno fue sacando de su monedero o de su bolsillo el dinero que le correspondía. No bien hubieron realizado esta operación, pagaron y se despidieron de él con nuevas bromas sobre lo que les había costado aquello.
Me decías que te habías quedado huérfano con tan sólo diez años le recordó aquel señor mientras él se disponía a retirar todos los vasos, platos y botellas que había sobre el mostrador.
Fue un trago muy amargo informó Pedro cuando ya los retiraba.
Una experiencia que te habrá marcado bastante.
Aprendí a tener coraje para sobrellevarla.
Pero aun así echarías en falta a tus padres.
Sobre todo, a mi madre, que fue a la que realmente conocí. La seguí recordando durante mucho tiempo, y todavía la recuerdo ahora; si le digo la verdad, de vez en cuando me dirijo a ella como si la tuviera delante, le confieso lo que siento o las cosas que me han pasado, y experimento un gran alivio al hablarle. Puede ser una tontería, ya lo sé, pero yo me hago la ilusión de que permanece viva dentro de mí, dentro de mi conciencia, que es la que guía mi pensamiento y la que establece las pautas de cómo debo comportarme.
No había acabado su faena cuando se asomó Julio para preguntarle qué le apetecía comer aquel día y, como ya había visto antes al señor que estaba hablando con él, no pudo por menos de convidarlo también a lo que le pidiese. Él tuvo la deferencia de permitir que su acompañante eligiera primero. “Una ración de jamón y otra de boquerones fritos para los dos”, dijo éste, y Pedro asintió a su propuesta. Julio regresó a la cocina para cumplir con su cometido, él comenzó a limpiar el mostrador con un trapo húmedo y el señor permaneció en su sitio sin hablar, esperando acaso una mejor oportunidad para ello. La lluvia continuaba cayendo en la plaza, que aparecía entonces como más lejana bajo el cerco de agua y de sombras que la oscurecía.
No habían transcurrido dos minutos cuando el señor se dirigió otra vez a Pedro.
¿Qué le pasó a tu padre? preguntó.
Se fue a trabajar al extranjero como muchos paisanos de su época y, según se supo después, murió en un accidente o por alguna otra causa que no llegaría a aclararse refirió él. Yo tenía tan sólo unos meses cuando se marchó; así que es natural que no lo recuerde.
Pedro había acabado de limpiar la barra y cogía ahora una copa para llenarla del mismo vino que le había servido antes a su interlocutor.
¿Nunca te has planteado que eso no fuera cierto? sugirió éste.
¿Qué?
Que si nunca te has planteado que eso no fuera cierto.
No sé por qué lo dice.
Por todo..., por lo de ir al extranjero, tal vez no, porque era muy habitual que la gente de entonces buscara trabajo en otras tierras o en otros países; pero lo demás no es muy convincente, o al menos yo no lo veo nada claro: tú mismo has dicho que fue algo así como un rumor que se difundió después, o como una noticia sin fundamento; de hecho, has hablado de una causa que no fue la del accidente y que no llegaría a esclarecerse nunca. Siempre que se produce una muerte, hay un certificado médico que la reconoce o algún documento oficial en que aparezca, y en este caso no debió de haber certificado ni documento, según se puede deducir de tus palabras.
Pedro había llenado ya la copa del vino deseado y salía del otro lado de la barra con ella en la mano para ocupar una de las mesas.
Siéntese, por favor dijo, al tiempo que él lo hacía.
El hombre se quitó la chaqueta y la colocó con mucho cuidado sobre el respaldo de una silla. Se sentó después en otra que había en frente de la de Pedro y se puso a escuchar con atención lo que éste ya le decía acerca de lo que le había formulado.
Yo comprendo que esto pueda parecer muy raro y que haya personas, como usted, a las que les cueste entenderlo; pero sucedió así, con pruebas que lo certificaran o sin ellas, qué más da, porque allí en Elvira, en mi pueblo, a nadie se le ocurría planteárselo de otra manera, sino que todo el mundo decía lo mismo, que mi padre había muerto y que era una enorme desgracia para su familia.
¿Y qué pensarías tú si no fuera cierto, si alguien te demostrara lo contrario de lo que se difundió entonces por tu pueblo? insistió aquel señor antes de beberse un trago de vino.
Pedro no supo qué contestarle y empezó a dudar de si era ése el asunto tan delicado que se le había anunciado antes. Intuía ya algo que no se atrevía a manifestar todavía cuando el señor carraspeó un poco para afirmar la voz con la que había de decirle lo que finalmente le dijo:
Tu padre está vivo: soy yo.
Le enseñó luego un pasaporte que él examinó en seguida. Miró la fotografía que allí figuraba y que apenas difería de la imagen que presentaba ahora aquel hombre. Pedro Cortés García, leyó más abajo. Era, en efecto, su padre. Intentó disimular la emoción que sentía en ese momento, pero los ojos se le llenaron de lágrimas y las manos le temblaban cuando quiso devolver el documento y comprobó que las de él se aproximaban a las suyas y que luego las acariciaban y apretaban con cariño. Permanecieron así unos instantes, sin que ninguno fuera capaz de decirle nada al otro, hasta que Julio apareció con la ración de jamón solicitada y los sorprendió en esa postura, embargados aún por la emoción que tal encuentro les deparaba. Julio, que algo había oído desde la cocina, no dudó en adelantarse a ellos para dar a entender que no se le ocultaba lo que podía pasarles.
Vaya sorpresa que se ha llevado mi amigo Pedro dijo.
Este señor es mi padre balbuceó él.
Tú creías que no existía o que había muerto, como alguna vez me has contado recapituló el cocinero, que acababa de dejar sobre la mesa el plato con las lonchas de jamón y una pequeña cesta con el pan y los tenedores.
Esto es increíble reconoció Pedro.
La verdad es que estas cosas no suelen ocurrir todos los días terció el padre.
Yo me alegro mucho de que ocurran y de que esté ahora aquí usted con su hijo intervino Julio de nuevo, cuando ya se encaminaba hacia la cocina.
No sólo era increíble aquello para Pedro, sino que también sentía curiosidad por saber por qué se produjo aquel engaño o por qué tardaría tanto su padre en desmentirlo, pues lo más normal era que hubiera vuelto al cabo de algún tiempo o que hubiera mantenido el contacto con la familia para que ésta no se desalentara o no cayera en el error de pensar que la olvidaba o que simplemente había muerto, que fue lo que en verdad sucedió, un modo de justificar una ausencia tan prolongada o de evitar otras razones que habrían de parecer más extrañas. Estaba interesado, sobre todo, en saber por qué había permitido que su propia mujer lo pasara tan mal cuando se viera sola y sin recursos con los que pudieran sustentarse ella y su hijo; y no comprendía tampoco por qué se había desentendido de él, que era todavía muy pequeño pero que, a medida que crecería, iría echando de menos a su padre, a quien sin duda le habría gustado conocer. Pedro discurría sobre tales cuestiones mientras comían en silencio. Se acordó entonces de que había visto muchas veces unas fotografías que su madre conservaba y que se perdieron luego con la maleta con la que él había llegado a la ciudad. El recuerdo que tenía de ellas, en las que su padre figuraba con veinte años menos, se correspondía bien poco con el hombre que se hallaba ahora en frente y que apenas levantaba la vista para mirarlo.
Te extrañarás de que te haya encontrado principió a decirle: como era lógico, yo regresé al pueblo creyendo que estarías allí con tu madre; me dijeron que ella había muerto, una noticia que ciertamente yo no esperaba y que me afectó bastante; pregunté después por ti y me informaron que te habías ido, que habías estado viviendo con el tío Torcuato pero que decidiste marcharte; fui a verlo a él, al tío Torcuato, y me contó a su manera lo que hiciste y el modo que tuviste de fugarte, y al final no supo darme ninguna pista acerca de tu paradero, por lo que me puse a preguntar a otros vecinos por si alguno acaso sabía algo. Habían pasado ya unos cuantos años desde que tú te fuiste, y la verdad es que nadie allí se había preocupado por averiguar nada sobre tu caso; sin embargo, después de mucho indagar, me encontré con un vecino que me remitió a otro, y éste a su vez me contó lo que deseaba oír, que se había pasado un día por esta taberna y que te había visto; según él, no te había dicho nada porque tú no lo habías conocido y porque no quería remover viejos recuerdos.
Aún no se habían comido el jamón cuando Julio volvió con la ración de boquerones fritos.
Perdone mi falta de cortesía si antes no me he presentado le dijo al padre. Me llamo Julio; trabajo, como ve, de cocinero, y soy muy amigo de su hijo, que es un magnífico compañero y una excelente persona.
Pues yo me llamo igual que él contestó el padre señalando hacia el hijo y sin terminar de levantarse después de que le hubiera pedido el otro que se quedara sentado. Discúlpeme usted también si no le he dicho desde un principio quién era, pero no quería que nadie lo supiera antes que mi hijo.
Bueno, yo los dejo; si desean algo más, avísenme, que estaré en la cocina dijo Julio cuando ya se iba.
Muchas gracias dijeron ellos al unísono.
Sonrió el padre, a quien debió de agradar esta coincidencia, quizá porque esperaba también que fuera el preámbulo o el inicio de otras muchas. Probó un boquerón, hizo después un gesto como señal de que le gustaba, apuró el vino de la copa y asintió al final con la cabeza para que Pedro se diera cuenta de que se disponía a hablar.
Durante algunos días he estado ensayando lo que te iba a decir y he llegado a la conclusión de que es inútil que intente justificar mi ausencia si antes no has escuchado todo lo que a continuación pienso relatarte explicó con voz algo emocionada. Empezaré, claro está, por el motivo o la razón de mi partida: en aquel tiempo éramos muy pobres, y yo creí que podía remediar la situación de nuestra pobreza haciendo como mucha gente hacía entonces, yéndome a trabajar al extranjero; me fui con un amigo que tenía alguna experiencia en esto y que me llevó con él a un país en el que ya había estado trabajando otros años y en el que, por supuesto, conocía los sitios a los que debíamos dirigirnos para conseguir el empleo y el alojamiento que necesitábamos. Mi intención, claro está, era la de mandar una parte del dinero que ganara a tu madre, que se había quedado en el pueblo con un niño de pocos meses y que sólo contaba con la escasa ayuda que recibía del tío Torcuato y con lo que algunas vecinas tenían a bien prestarle. Aquel país estaba muy falto de mano de obra porque era un país muy industrializado, con unas fábricas que ocupaban un espacio enorme, como no te puedes hacer una idea, y por eso no tardamos en hallar trabajo en una de ellas, en la que además coincidimos con un numeroso grupo de emigrantes. Al principio, todo transcurrió como yo había previsto: le escribí dos o tres cartas a tu madre contándole cómo iba y asegurándole que dentro de poco recibiría el dinero que le había prometido y que con tanta ansiedad ella estaría esperando; se lo mandé, en efecto, en seguida, apenas hube cobrado mi primer sueldo; ella también me escribió, casi a vuelta de correo, contándome a su vez las dificultades por las que pasaba y, sobre todo, muchas cosas que se referían a ti, lo guapo y gracioso que te veía, lo contento que te ponías cuando ella te hacía alguna carantoña o cuando te acunaba en los brazos para que te durmieras.
Ella no hizo nunca alusión a esas cartas interrumpió Pedro el relato.
Quizá por algún motivo que no conocemos, no quiso que tú lo supieras pretendió justificar el padre; tal vez ella dudara de lo que yo le había contado en mis cartas y, en vista de que no regresaba ni daba señales de vida, es posible que decidiera desprenderse y olvidarse de ellas.
Creería que la habías engañado volvió a intervenir Pedro.
Eso es continuó el padre: yo dejé de escribirle y de mandarle dinero por distintas circunstancias que ahora intentaré explicarte. Yo sufría mucho porque estaba muy lejos de vosotros y porque no podía veros, y al mismo tiempo quería permanecer en aquel país para seguir trabajando y escapar así de la pobreza en que vivíamos; pero aquel país, que era muy frío y muy diferente del nuestro, acabó matándome, en sentido figurado, claro, pues a mí me costaba mucho adaptarme a él y llegué a verlo casi como una cárcel; de manera que todo influía en mí para que me sintiera cada vez más deprimido y para que incluso padeciera algún trastorno de cabeza que hacía que confundiera la realidad con otra cosa. Fue un proceso que no supe cortar a tiempo porque yo estaba empeñado, como te decía, en no abandonar el trabajo, y en un intervalo de lucidez, que a veces lo tenía, comprendí que no podía soportar más aquella situación y acepté que me internaran en una clínica para enfermos mentales. Me vi tan mal que le pedí a mi amigo que escribiera él por su cuenta y que hiciera creer que había muerto, porque yo no quería que nadie supiera que me había vuelto loco y que mi caso no tenía arreglo, como así pensaba en aquel momento. Permanecí en la clínica unas semanas y, cuando salí de ella, emprendí un nuevo trabajo. A medida que iba pasando el tiempo, me avergonzaba más de mí mismo, y me sentía por ello incapaz de volver al pueblo o de enmendar lo que había hecho. Mi amigo se casó y se fue a vivir a otro sitio, por lo que perdí todo contacto con él. Yo conocí después a una mujer de aquel país y me enamoré de ella. Será difícil que lo entiendas, pero a mí me faltaba algo, algo de cariño, estaba muy solo, a muchos hombres les ocurre lo mismo. Aquello me reanimó bastante; fue, sin embargo, una relación muy corta porque ella se dio cuenta de que yo no era un tipo demasiado normal y decidió abandonarme cuando menos lo esperaba. Este desengaño, unido a la gran dosis de alcohol que consumía diariamente para combatirlo, fue el detonante de una crisis aún más profunda que la anterior. Tardé dos años esta vez en recuperarme y otros tantos en alcanzar una cierta estabilidad en mi vida, que discurrió a partir de entonces de un modo más sereno, y han tenido que pasar algunos más para que me arrepintiera de mis errores y para que comprendiera que éstos formaban parte de un periodo que no quería que se reprodujera. Un periodo en el que me había visto hundido, te vuelvo a decir, un ser infame y vergonzoso que siempre estaba expuesto a caer en otra depresión y a no salir nunca de ella. Pero ahora es distinto: llevo trabajando unos cuantos años con absoluta normalidad; he ahorrado algún dinero, que era la obsesión con la que me fui; soy, por tanto, un hombre rehabilitado, seguro de sí mismo. Y he vuelto para que me perdonéis..., tu madre ya no, aunque ella puede que lo haga desde donde esté; pero tú sí has escuchado mi relato, y lo juzgarás como te parezca mejor. Si no me perdonas, ése es tu problema, no el mío, pues yo no he venido sino para dar a conocer mi arrepentimiento, que era algo que no podía dejar de hacer mientras viviera, o un deber que tenía, otra obsesión más con la que ahora regreso. En fin, la palabra es tuya.
Pedro miró los boquerones que había en el plato, que eran muchos; él se había comido unos cuantos durante la intervención de su padre, pero éste no se había llevado a la boca ninguno, salvo el que probó antes.
Quedan todavía muchos; está feo que se los dejemos a Julio en el plato observó Pedro, poniéndose a comer con pocas ganas y obligando a su padre a que lo imitase.
No sólo de pan vive el hombre comentó éste después de haber ingerido tres o cuatro boquerones.
Es cierto concedió él antes de ingerir el octavo o el noveno.
Allí, en aquel país, no se comía tanto pescado como en el nuestro refirió el padre cuando iba ya por el sexto.
A ese ritmo, comiendo mucho y hablando menos, dieron cuenta de la ración en poco tiempo. Como si lo hubiera calculado con gran precisión, en ese momento llegó Julio para retirar los platos.
¿Quieren algo más? preguntó.
No, gracias volvieron a coincidir padre e hijo.
No abusen del cocinero dijo en tono gracioso éste: si lo agobian demasiado, no les servirá a su gusto. Si me permiten que les diga, ya hablando en serio, no les vendría mal darse un paseo, tomar un café en otro bar..., que yo me quedo al cargo de atender a los clientes en la barra, pues para eso están los amigos, sobre todo en estos casos, para ayudar en lo que puedan, que otra vez le tocará a Pedro echarme una mano a mí. ¿Qué les parece?
Muy bien respondió el padre.
Pues venga, ¿a qué esperas? se dirigió ahora Julio al hijo, indicándole que se levantara para que se diera prisa en hacer lo que había dicho y, con objeto de que no dudara de la buena predisposición que él tenía, se apresuró a retirar los platos de la mesa y a llevárselos a la cocina.
Pedro se levantó de inmediato y fue a recoger un paraguas que había dejado detrás de la barra. El padre, mientras tanto, se ponía la chaqueta, que había colocado antes sobre el respaldo de una silla; y al ver que Pedro se había preparado ya para salir, recogió también su paraguas, que estaba en un rincón junto a unas cajas con botellas de cerveza. Antes de marcharse, se despidieron de Julio, que se había asomado para desearles que pasaran una buena tarde.
Cuando salieron a la plaza, había empezado a remitir algo la lluvia. El ambiente, no obstante, era muy húmedo. Como él no tenía muy claro adónde ir, condujo a su padre hacia el centro de la ciudad, con intención de pasear un rato. Caminaron bajo los paraguas por calles que se habían quedado casi desiertas, calles que parecían configurarse de nuevo bajo la atmósfera gris de la lluvia, con grandes goterones que caían de pronto desde las canales de los tejados. Pedro no había expresado aún su opinión acerca de lo que le había contado su padre, sino que se había limitado a referirle aspectos relacionados con el quehacer diario o con los gustos e inclinaciones que entonces tenía; y así, entre otras cosas, le dijo que se alojaba en una modesta pensión, en la cual lo habían tratado siempre muy bien, hasta el punto de que en ella ya no era un extraño sino un huésped de confianza, con plena libertad para entrar y salir cuando quisiera. Al llegar a una plaza muy amplia, por la que él transitaba a menudo, camino de la pensión o de cualquier otro sitio, una plaza con árboles muy altos en torno de una fuente centenaria, divisó un bar al que podían ir y, como si éste fuera la señal convenida para que abordase la segunda parte de aquel diálogo, comentó que tenía la impresión de que estaba soñando y que acababa de iniciarse una nueva etapa en su vida. “Podemos tomar café en ese bar”, indicó después. “Yo he venido con tu madre algunas veces a esta plaza”, recordó el padre. Se hallaba aquél situado en una esquina, al lado de una tienda de juguetes. Había pocos clientes cuando ellos entraron. Ocuparon una de las mesas más apartadas y esperaron a que el camarero se acercara a atenderlos. Pidió cada uno un café con leche. “Es como si llegara al final de una novela y descubriera una clave secreta que me obligara a volver al principio y a leerla de nuevo”, continuó explicando él. El padre parecía escucharlo con atención, sorprendido quizá por el modo de expresarse del hijo. “Un camino circular que conduce al mismo punto”, añadió Pedro. “Un punto que es el comienzo de una historia, una historia que coincide con la tuya en este episodio, en este cruce en que nos encontramos después de haber pasado por experiencias diferentes: tú, por el dolor que te causaba la separación y por las distintas depresiones en que caíste; yo, por la pobreza en que viví inmerso y por la necesidad que tuve de mendigar por las calles. Sí, yo era un niño cuando me escapé de la casa del tío Torcuato y me vine andando de noche a esta ciudad. Pensaba que aquí podía conseguir algún trabajo, es la misma obsesión con la que tú te fuiste, si bien te fijas; pero no sólo no me dieron trabajo, sino que tampoco consintieron que me hospedara en ningún sitio. Menos mal que era verano y pude pasar las noches a la intemperie; lo cierto es que no tuve otro remedio que pedir limosna, y de esta manera fui sobreviviendo durante más de un año a mi desgracia, yendo de un lado para otro, apelando a la caridad ajena, refugiándome en hospitales, temiendo que algún día pudieran cogerme y encerrarme en cualquier orfanato... En fin, ya tendré tiempo de contártelo con más detalles”.
El padre lo miró con ojos apenados, quizá porque se sentía sugestionado por aquel relato o porque había imaginado con tal fuerza las cosas que se enumeraban en él, que por un momento había creído que aún continuaban. Con manifiesta pesadumbre, procuró sobreponerse a su desconcierto y afirmó que en el país donde él había estado trabajando la mendicidad casi no existía, pero que sí había allí otros defectos e inconvenientes que él observaba, y fue diciendo algunos de los que consideraba más destacados, hasta que llegó el camarero y le sirvió a cada uno el café con leche que había pedido. Permanecieron después un instante callados, mientras echaban los terrones de azúcar en las tazas y los deshacían removiéndolos con las cucharillas.
Todavía no me has dicho si me has perdonado murmuró el padre cuando ya se disponía a coger la taza para llevársela a los labios.
Si no te hubiera perdonado, me habrías visto de otro talante razonó Pedro.
Ya te dije que a mí lo único que me importaba era que tú supieras que estaba arrepentido y que todo fue causado por las desgraciadas circunstancias en que me vi envuelto insistió aquél con un resto de café en los labios.
Pedro lo miró a los ojos y se bebió la mitad del contenido de la taza antes de seguir hablando.
Si uno está arrepentido dijo, como tú confiesas que lo estás, la conciencia, que es lo que más duele, se queda al fin tranquila y libre de toda culpa. Perdonar es una forma de amar, y yo te amo, padre, aunque parezca esto una cursilada.
Esta vez fue el padre quien no pudo reprimir las lágrimas ni el temblor de las manos cuando él se las acarició.
Estoy muy orgulloso de ti declaró más tarde: yo no esperaba que a tu edad fueras tan maduro, ni que respondieras con la sensatez y el acierto con que respondes; yo te imaginaba de otra manera, pensaba que serías un muchacho algo mimado, inteligente pero un poco tímido, más alto quizá de lo que en realidad eres, con una melena incluso a veces te imaginaba; y ahora me encuentro con un joven que no ha cursado ningún tipo de estudios superiores pero que posee su propia cultura como cualquier otro, un joven que ha sido mendigo antes que camarero y que no se avergüenza de confesarlo...
Eso no vale, tú has jugado con ventaja fingió él que protestaba, porque yo no sabía que existías y nunca pude hacerme una idea de cómo eras, y ahora me encuentro con un hombre que dice que es mi padre y yo debo creer que no es ningún fantasma ni que estoy soñando.
Antes había sido un fantasma volvió a puntualizar el padre.
Pues podías haberte aparecido en alguna ocasión se le ocurrió decir a Pedro.
Hablaba en sentido figurado.
Muchas veces hablamos en sentido figurado.
Era un fantasma porque no tenía los pies en el suelo.
Ya lo estás viendo rió Pedro.
Había perdido la noción de donde estaba y apenas era consciente de lo que hacía. No servía para nada: era un ser inútil, un ser fracasado, sin ninguna perspectiva de futuro, si es que lograba concentrarme en algo.
No tenías los pies en el suelo repitió Pedro para que comprendiera de qué se reía.
Sí, vivía en otro mundo.
Vaya.
¿De qué te ríes?
De lo bien que hablas en sentido figurado.
Sí, decía que era un fantasma.
Un fantasma que no tenía los pies en el suelo y que vivía en otro mundo.
¿Todo eso he dicho? sonrió el padre.
Después de aquello, acabó de tomarse cada uno el café con leche que le quedaba en la taza y, antes de que decidieran salir, Pedro contó que se había enamorado de una chica y que había sufrido mucho cuando supo que ella tenía novio, novio o amigo con pretensiones de serlo, aclaró; y al comprobar que su padre estaba interesado en conocer más detalles de aquel asunto, le refirió también que había hablado con ella en varias ocasiones y que le había gustado tanto que aún seguía queriéndola, pues podía suceder que el día menos pensado las circunstancias por sí solas cambiasen y que él tuviese la oportunidad que nunca tuvo. “Yo no le deseo nada malo a nadie concluyó, ni está en mi ánimo actuar para que ella corte con su novio; me conformaré con esperar mientras mi amor perdure..., otra cursilada”. El padre preguntó qué pasaría si todo continuara como hasta ahora o si ella, después de haber terminado su anterior relación, no quisiera emprender ninguna nueva. “Puede ser incluso que yo no le guste”, admitió él. “Pero no creo que vaya a hundirme por esto si he superado ya tanta adversidad”, añadió con gran entereza.
Al salir del bar, el padre se confundió de paraguas y cogió el de su hijo, cuya empuñadura era bien diferente. Aquel error se convirtió en otro motivo de risa, como lo había sido también el uso de expresiones figuradas antes, un error que ninguno de los dos quiso enmendar y que permitió que por primera vez compartieran algo en su vida, disponiendo cada uno del paraguas del otro.
Volvieron a pasear bajo la lluvia, por unas calles en las que seguían cayendo grandes goterones de los tejados, con una luz de postal antigua, de tiempo detenido en un paisaje sin dueño. A veces se acercaban para expresar en voz alta lo que pensaban o lo que hubiesen proyectado para el futuro. “Mamá estaba empeñada en convencerme de que a la mayor virtud a la que debía aspirar siempre era a la honradez”, había evocado Pedro al cabo de un rato. “Quizá te lo decía porque en el fondo dudara de mí”, observó el padre después de haber meditado acerca de lo que podía indicar un mensaje como aquél. “Ella era una mujer muy buena”, trató de ensalzarla él sin ninguna otra intención. “Yo supongo que poco a poco me irás contando todo lo que recuerdes de aquellos años en que viviste con ella”, se animó el padre a decir antes de ceder el paso a su hijo al llegar a un tramo de acera muy estrecho. Era una tarde lluviosa de primavera, de apariencia casi otoñal. Avanzaron sin hablar durante unos minutos, justo lo que tardaron en atravesar la calle por la que iban y en adentrarse en otra de similares características. “Yo nunca ya me marcharé de tu lado”, prometió el padre entonces. Pedro se volvió para mirarlo y con una breve sonrisa le dio a entender que confiaba en lo que decía. Se iniciaba para los dos una nueva andadura, un camino que habían de recorrer siempre juntos.