La literatura es siempre magia

En la literatura todo se desvitúa y desrealiza para tomar un aspecto nuevo, para que lo que en ella aparezca nos invite a soñar. Es su principal propósito; si no se cumple, se convierte en un mensaje huero, en un insulso planteamiento. La vida en ella llega a su plenitud, pues lo que se sueña es lo que pervive, lo que se resiste a sucumbir.







viernes, 15 de abril de 2011

En la otra ladera

EN LA OTRA LADERA






















I



Cuando se dio cuenta de que la quería, Lucas comprendió que su vida ya no podría parecerse nunca a lo que hasta entonces había sido. Más que un destello, fue una certeza que vino a instalarse muy pronto en su mente, poco propicia desde hacía mucho tiempo a dejarse arrebatar por nada que no estuviera completamente claro. Lo supo, en efecto, cuando se percató de que algo nuevo comenzaba a agitarse en su interior, algo que quizá todavía no estaba muy definido pero que lo inducía sin duda a vivir de otra manera, más atento a las gracias y a los encantos que la propia naturaleza le deparaba. Fue ella, Aurelia, quien de algún modo se lo hizo saber, primero a través de insinuaciones que no tenían demasiado alcance y más tarde por medio de miradas y de gestos con los trataba de expresar el interés que ya hubiera empezado a sentir por él, acaso mucho antes de que Lucas llegara a comprenderlo.
Pasaba por ser Aurelia una mujer más bien normal, sin ningún atributo que la hiciera destacar realmente por encima de las demás. Era de estatura mediana, un poco sobrada quizá de peso para el gusto de otras épocas, con el pelo negro, distribuido por lo regular en forma de ondas, la tez blanca, de un tono sonrosado por las mejillas, la nariz un tanto respingona, en contraste con lo que debía de ser el espíritu que la animaba por dentro, poco dado a replicar con altivez o con sagacidad a lo que otros pensasen o hiciesen en contra de ella, como así delata por lo común aquel rasgo que apuntaba en su rostro.
Lucas la tenía por una persona de nobles principios, muy alejada del mundo en el que él a menudo se desenvolvía. Sin embargo, bastó con que descubriera un brillo distinto en sus ojos para que todo cambiara, para que la imagen que se hubiera fabricado de ella no coincidiera ya con la que ahora se le figuraba. Se trataba de una especie de candor no anunciado, de una voluntad muy firme de mirar y de perseguir sin ninguna vacilación el objeto en el que estuviesen centrados entonces todos sus pensamientos.
A él no podía menos de sorprenderle tal resolución, ya que nunca la hubiera esperado de una mujer tan recatada, tan poco proclive a manifestar sus sentimientos. Fue, ciertamente, una experiencia muy turbadora, una realidad que casi comprobaba a diario y que acabó por trastornarlo bastante y por despertar en él emociones que había dado ya por olvidadas. Durante algunas semanas, vivió perplejo, pendiente sólo de lo que le podían sugerir aquellas miradas. Se veía de pronto requerido, halagado injustificadamente por ellas: ya no era un ser vulgar, un ser anodino incorporado al curso rutinario de la existencia, sino que ahora era alguien que no pasaría desapercibido, un hombre concreto que podría llamar la atención, tal vez por cualidades o por actitudes de las que él todavía no fuera consciente.
Lucas era labrador: desde que tenía doce años, casi no se había dedicado a otra cosa. Era, por ello, un hombre muy curtido, muy acostumbrado a las rudas tareas que su digno oficio exigía. En aquel tiempo, labraba algo más de noventa marjales de tierra, la mayor parte de ellos heredados de las propiedades que hubiera regentado su padre. Como estaba soltero, no necesitaba de otros recursos con los que mantenerse. Disfrutaba, por el contrario, de una vida más o menos resuelta, en la que no faltaban tampoco momentos de ociosa tranquilidad.
Igual que Aurelia, era natural de Elvira, un pueblo de la vega de Granada que no pasaría entonces de los cinco mil habitantes, situado a una legua y media de la capital, al pie de un conjunto montañoso del que había tomado nombre precisamente la localidad. En la época en que dio comienzo aquella relación, el sector industrial estaba experimentando un cierto crecimiento, derivado en buena medida de las mismas producciones agrícolas, entre las que habían empezado a descollar desde principios de siglo las que se obtenían del cultivo de la remolacha. Los jornales, sin embargo, eran más bien limitados, por lo que la gente vivía con bastantes estrecheces, cuando no tenía que mendigar lo que a los más afortunados les sobraba.
Lucas, por tanto, pertenecía a una clase algo desahogada en comparación con las diversas situaciones que en Elvira se daban. La mayoría de sus vecinos lo consideraban como un tipo muy honesto, cuya máxima virtud no era otra que su gran capacidad de trabajo. Tal reputación no podía ser fruto de un día, sino que había sido el resultado de un laborioso proceso que duraba ya más de treinta y ocho años, que constituían la edad aproximada con la que Lucas entonces contaba.
Había nacido, pues, en Elvira, poco antes de que terminara el siglo XIX. Fue el menor de cinco hermanos, por lo que se acostumbró muy pronto a obedecer y a imitar lo que veía hacer a los demás, especialmente si se trataba de acciones para las que él todavía no se consideraba muy preparado. Esto contribuyó a que su carácter fuera desde sus inicios bastante precavido, pues se habituó a observarlo todo antes de tomar cualquier decisión; al contrario de otros, él era un niño prudente que casi nunca se aventuraba en juegos o en empresas que no conociese. En su casa, no lo valoraban demasiado, quizá por aquella misma condición que le había tocado desarrollar: lo creían cobarde, tímido, poco capacitado para enfrentarse a los peligros de los que estaba lleno el mundo, en el que siempre había que desenvolverse con astucia si no se quería sucumbir ante alguno de los muchos contratiempos que solían presentarse.
Era, sin embargo, un falso concepto el que sobre él se había creado. El único que realmente llegó a comprenderlo fue su padre, sobre todo a partir de que decidiera llevarlo consigo a la vega para que despabilase. Era Francisco, el padre, un hombre ya avanzado en años, de una estatura bastante respetable, de cuerpo recio y rostro muy moreno, surcado de innumerables arrugas. Aparentaba ser un sujeto muy paciente y tranquilo, ya que casi nunca se mostraba preocupado por nada. En el campo, donde a menudo se producían enfrentamientos o discusiones por asuntos relacionados con los riegos o con los linderos de las hazas, Francisco siempre mantenía una actitud serena y distante, aun cuando los supuestos adversarios no pararan a veces de provocarlo. A Lucas, como era natural, lo admiraba aquella imperturbabilidad del padre, para quien no debía de haber ninguna circunstancia o imponderable que verdaderamente pudieran amedrentarlo. Parecía como si no diera importancia a lo que sucedía, como si pretendiera pasar ante los demás con la gallardía que le otorgaba la inmensa confianza que tenía en sí mismo. “Tú nunca te amilanes”, solía decirle en las ocasiones en que se ponía a prueba su valentía o en que había de cobrar un mayor coraje.
Fue aquélla una lección que jamás olvidaría, una lección muy sencilla que sin embargo le permitió enfrentarse a todo lo que le sobrevendría sin perder la compostura, como le ocurrió precisamente el día en que un labrador de su mismo pago trató de reclamarle algo que él no debía. Tan obstinado y persistente se puso, que Lucas no tuvo otro remedio que contestarle de la manera que en aquellos instantes creyó más oportuna, aun cuando sabía que el asunto era ya harto complicado. Lo que no esperaba de ningún modo fue la reacción que su respuesta ocasionó en aquel vecino, ante la cual se vio obligado a actuar con una contundencia que en él no era muy frecuente.
El tal individuo, al que llamaban Mateo, era un tipo bastante corpulento, con las cejas muy pobladas y los ojos provistos de una indómita fijeza. Al ver que su contrincante no se arredraba, sino que incluso se atrevía a contradecirle, montó en cólera de la forma más despiadada, arremetiendo contra él con manifiesta intención de propinarle un fuerte puñetazo. En lugar de retroceder, como hubiera sido quizá lo más prudente, Lucas se lanzó también sobre el otro y consiguió al instante sujetarle el brazo. Se trabó entre los dos una fiera pugna, acompañada de desaforadas voces y de improperios de toda clase, hasta que finalmente él logró derribar a su oponente. Si no hubieran intervenido en aquel punto otros labradores, la pelea se habría prolongado de seguro con graves consecuencias para ambas partes. Fue la única vez que Lucas usó de su fuerza contra alguien, de lo cual no dejaría de arrepentirse nunca, ya que no era amigo de pendencias ni de enconos que pudieran perpetuarse: era, en el fondo, un ser pacífico que gustaba, por el contrario, de llevarse muy bien con todo el mundo, a pesar de que a veces había de rehuir las provocaciones a las que se le sometía. Ciertamente, aquél no fue más que un episodio aislado que quizá no pudo evitar, pues todo consistió en realidad en un acto de legítima defensa, al que él no estaba entonces en condiciones de sustraerse. De esta manera, Lucas conseguía acallar durante algún tiempo su conciencia; lo mejor, no obstante, de aquello sería que ninguno de los dos combatientes guardó verdadero rencor contra el otro, sino que se avinieron con un pacto tácito que intentaron cumplir siempre, posiblemente porque Mateo hubiese comprendido también que nada arreglaba tratando de intimidar a sus vecinos.


II


Si la relación que tuvo Lucas con su padre había sido más que provechosa, la que lo unió con la madre no había podido ser tan afortunada como él hubiera deseado, sobre todo porque a partir de cierta enfermedad a ella se le agrió bastante el carácter y se tornó huidiza y reconcentrada.
Durante sus primeros años de vida, que son tal vez los más determinantes, Lucas pudo disfrutar, sin embargo, de las atenciones y de los cuidados que con la mayor solicitud le prestaba su madre. Fue aquél, sin duda, un tiempo dichoso, en el que no faltó ninguno de los complementos que se requieren para ser feliz: vivió con la seguridad y la confianza que le confería en todo momento la protección materna, a cuyo auxilio y consuelo siempre se encomendaba, librándolo de los miedos y de los recelos que a esa edad comienzan a perturbar la mente infantil.
Sus recuerdos de aquel periodo eran, como suele ocurrir después, demasiado imprecisos. Se limitaban a un entorno familiar que sería para él bastante conocido, en el cual se desarrollaron a menudo sus primeros juegos, siempre al amparo de la madre o de otra persona en quien ella hubiera delegado su vigilancia.
La casa donde transcurrió su infancia era la misma en la que ahora vivía, pues al ser el último que debía abandonarla había acordado con sus hermanos que él residiría allí mientras permaneciera soltero. Como la mayoría de las del pueblo, se trataba de una sólida construcción decimonónica, sostenida por gruesos pilares de piedra, con habitaciones de techos muy altos en las que resultaba muy grato acogerse. Lucas solía jugar en un espacioso pasillo que comunicaba el zaguán con la puerta del patio, quizá porque era ésta la parte más iluminada y alegre de la vivienda. Según le habían referido, por aquel mismo lugar habían pasado en otra época las bestias del corral; sin embargo, después de que en él se abriera un portón, ya no hubo necesidad para tráfago tan enojoso.
El patio, al que daba el mencionado pasillo, era otro de los sitios más frecuentados por Lucas, especialmente en las tardes del verano, cuando el calor remitía un poco. El suelo estaba allí empedrado, con varios arriates en los que crecían matas de jazmines y de hierbabuena, que embalsamaban con su perfume la atmósfera en la que él entonces se desenvolvía. Un cielo turquesa, levemente rosado, se alzaba sobre los tejados de las casas colindantes, un cielo claro y delicioso de verano que se veía a la hora del crepúsculo poblado de golondrinas y de vencejos, en los que Lucas de vez en cuando reparaba atraído por sus incesantes y atolondrados vuelos.
El corral era un espacio bastante amplio de tierra, invadido en la mayor parte del año de hierbas y de abrojos; por él cruzaban una y otra vez las gallinas, que solían recogerse en un pequeño cobertizo, cercado por algunos de sus lados de tela metálica. Había también en el corral un tinado destinado a los bueyes y varias dependencias más en las que se guardaban numerosos aperos de labranza y diversos utensilios que habían caído ya en desuso, casi todos ellos cubiertos de mugre. Lucas se había acostumbrado desde pequeño a convivir con los animales, aun cuando se le tenía vedado el acceso a tales lugares si no estaba acompañado de alguna persona mayor que pudiera defenderlo. Se había acostumbrado también a soportar los olores que por su propia naturaleza de ellos se desprendían, muy desagradables seguramente para quien no hubiese nacido en aquel mundo. Con el tiempo, movido por la necesidad, él mismo daría cobijo a una mula, a la que tomaría por cierto un gran afecto, ya que habría de pasar con ella muchas horas del día, si bien éstas son cosas que hubiera que contar mejor después, cuando la misma evolución de los hechos las hagan sin duda más oportunas.
Su niñez más temprana se desarrolló, por tanto, en estos sitios, sin que apenas se produjera incidente o imprevisto que la conturbara. Todo, sin embargo, se torció o empezó a mostrar un cariz muy distinto a raíz de la enfermedad de la madre, como ya antes se ha apuntado. Una noche que estaba Lucas con varios amigos en la calle fueron a llamarlo para que acudiera con urgencia a su casa, donde había ocurrido algo muy lamentable. Aunque todavía no tenía edad suficiente para comprender ciertas situaciones, oscuramente entendía que aquélla podía ser de veras más grave que otras a las que se hubiera enfrentado antes. Hasta entonces había pensado que las cosas más desagradables sólo les sucedían a otros, como si él estuviera exento de ellas por una especie de encantamiento que lo hubiese de proteger siempre. Por primera vez se daba cuenta de que no debía ser así, de que lo que les acaecía a los demás también le podría acaecer a él: de golpe se sentía arrojado del paraíso en el que había creído vivir; de golpe se veía como la víctima de un suceso que quizá habría de marcar definitivamente su existencia, un suceso que lo desbordaba como la crecida de un río que no hubiese forma de controlar.
Cuando llegó a la casa, su hermano mayor le comunicó que la madre había sufrido un derrame cerebral y que estaba casi a punto de perecer. Como era muy pequeño, no le permitieron que la vieran. Lo llevaron a una habitación donde había unos familiares suyos con los rostros muy serios, como si para ellos aquel caso no hubiera de tener ya ningún remedio. En su mentalidad, sin embargo, no cabía la posibilidad de que no lo tuviera, por lo que se puso a rezar para sus adentros con ardorosa fe. Rezó lo que sabía, las pocas oraciones que su propia madre le había enseñado: una y otra vez las repetía con renovado fervor, convencido de que aquélla había de ser la misión que le correspondía en tan angustioso trance. Nadie se movía ni decía nada en la habitación; se guardaba un respetuoso silencio, un silencio que contrastaba bastante con el continuo rumor de pasos y de murmullos que se oían en el resto de la vivienda. A veces Lucas distinguía la voz de su padre, si bien no conseguía discernir con claridad lo que decía: por el modo con que se expresaba, infería que debía de estar muy preocupado, pues hablaba en un tono que él jamás le había oído.
Las horas pasaron con una morosa lentitud. Fue una noche muy tensa: cada vez que se abría la puerta de aquella estancia, se generaba en seguida una enorme expectación. Nada nuevo, sin embargo, ocurría, a pesar de que ya muchos parecían esperar un fatal desenlace. A eso de las doce se marcharon la mayoría de los presentes. Lucas se fue poco después a su cuarto, donde estuvo acompañado de su hermana hasta que por fin logró conciliar el sueño.
Por la mañana todo semejaba que hubiese vuelto a la normalidad, pues se percibían los mismos ruidos de siempre. Su madre no había muerto, aunque se quedó encallada en un estado de salud muy precario, aquejada de una hemiplejia de la que ya no acabaría de recuperarse nunca. Cuando recobró la conciencia, a él lo llevaron a su lado para que estuviera un rato con ella. La encontró muy rara, como si de pronto ya no fuese la misma. Tenía la cara torcida, los labios de un color muy desvaído, los ojos velados por una vaga expresión de tristeza. Lucas no supo qué decir; sospechaba que ella no lo había reconocido, pues lo miraba a veces con mucha extrañeza. Se esforzó por aparentar que estaba tranquilo, que nada de aquello podría impresionarlo. El padre insistía en recordarle que era su hijo pequeño y que había ido a visitarla para que se pusiera más contenta. Sin hablar, él le cogió la mano y se la apretó con delicadeza, temeroso de poderle causar algún daño. Ella apenas reaccionó: se mostraba insensible, sumida en un embarazoso letargo. La situación se prolongaría durante algunos minutos, sin que se produjera ningún cambio notable.
Como no podía ser de otro modo, Lucas hubo de rememorar aquellos instantes durante toda su vida. Progresivamente la madre fue recuperando un poco su movilidad, aunque permanecería para siempre muy distante de él, como si ya no fuese capaz de darle el cariño que antes le había dado con tanta naturalidad. Se volvió reservada y antojadiza, de un carácter que resultaba muy difícil de comprender. A Lucas le costó mucho tener que prescindir de sus cuidados, aunque con los años se acostumbró a quererla sin esperar de ella ninguna respuesta: aprendería así que el verdadero amor no es el que se recibe o el que se obtiene como premio por alguna acción meritoria, sino el que se otorga por pura generosidad, por el mero deseo de complacer a la persona a la que se ama.
Él asistía ya a la escuela cuando sobrevino aquella desgracia. La escuela se convertiría pronto en otro foco de experiencias muy importantes, especialmente por los contactos que mantendría con sus compañeros y por todos los conocimientos que a su vez le dispensarían las sabias enseñanzas del maestro, a quien él terminaría por respetar y por admirar casi con veneración.
Fue aquélla, en efecto, una etapa muy decisiva, en la cual Lucas trabó amistades que habrían de ser muy duraderas, amistades que le proporcionarían además esparcimientos y emociones muy diferentes de los que antes hubiese experimentado, ya que pasaría a ser un niño más expansivo y dispuesto a compartir con otros los deseos de jugar y de solazarse que entonces lo movían.
Uno de los primeros compañeros con los que no tardó en intimar fue un chico rubio que llamaba mucho la atención porque tenía la forma del cráneo muy alargada, con cierto abultamiento en su zona frontal. Aunque era un defecto que no pasaba inadvertido, no parecía concederle demasiada importancia: vivía casi como si no lo tuviera, como si no fuera algo que a él pudiera afectarle. A Lucas lo cautivó desde el primer momento la entereza con que afrontaba las bromas que algunos solían gastarle, la mayoría de ellas con el fin de escarnecerlo y de humillarlo ante los demás: en lugar de molestarse por lo que le decían, se lo tomaba como cosa muy natural, con un humor que a los otros dejaba bastante sorprendidos. Antonio, que tal era su nombre, lo hubo de animar desde entonces a participar en numerosas aventuras, de las que él se acordaría después con cierto orgullo por haberle brindado la oportunidad de hacerse cada vez más valiente y seguro.
De un carácter bien distinto se mostraba Miguel, a quien no acabó de conocer hasta mucho más tarde, cuando el azar que rige con frecuencia los destinos humanos los llevó a coincidir una y otra vez en los mismos sitios. Miguel, al contrario de Antonio, parecía más serio y más inclinado a calcular las consecuencias que podían derivarse de sus actos. Por su habitual circunspección, daba la impresión de que fuese mayor de lo que era, aun cuando en lo físico no resultara mejor constituido que sus congéneres. En la escuela, por todo ello, lo tenían por el alumno más aplicado: el maestro, don Genaro, no se cansaba de premiar sus virtudes otorgándole privilegios que al resto de alumnos rara vez concedía: le encargaba, por ejemplo, la vigilancia de los más pequeños o lo eximía incluso de los castigos con los que trataba de imponer su autoridad.
Lejos de lo que cabía sospechar, no era Miguel un individuo antipático que repeliese los intentos de la gente por granjearse su confianza. Cuando de veras se le conocía, asombraba la gran capacidad que tenía para comprender y ayudar a sus semejantes, sobre todo si atravesaban por algún apuro o necesidad que los agobiaran demasiado. Quizá fue ésta la razón que impulsó a Lucas a estimarlo y a tratarlo con verdadero cariño: poco a poco se iría convirtiendo en un amigo insustituible, en un ser muy próximo con el que se podía contar siempre que conviniera.
Solían jugar en los patios y corralizas de las casas, donde siempre hallaban rincones y escondrijos que excitaban su fantasía y que los inducían a inventar historias con las que se evadían fácilmente de la realidad, la mayoría de ellas protagonizadas por heroicos capitanes de guerras que hubiesen oído referir a sus abuelos.
A partir de cierta edad, comenzaron a internarse también por las calles y las plazas de Elvira, en las que descubrieron un mundo que para ellos resultaba completamente nuevo, un mundo que los fascinaba y que los incitaba de continuo a explorarlo a pesar de los peligros y de los misterios con que a veces los sorprendía. Movidos por un insaciable afán de aventura, se adentraban por parajes y territorios cada vez más alejados, en los que siempre los asaltaba la sospecha de que se encontraban al otro lado de una frontera que de ningún modo hubieran debido franquear. Les gustaba conocerlo todo, penetrar los secretos con que a menudo se les representaban las cosas, incluso las más cotidianas, aquellas con las que se topaban a diario al fondo de una calleja o a la vuelta de una cantonada; cualquier detalle les atraía, por insignificante o simple que fuera: para ellos no había prácticamente nada que no fuese interesante, nada que no pudiera encerrar alguna sorpresa. Había una vida oculta que tenían que desvelar, una vida sencilla y maravillosa que estaba latente de alguna manera en cada objeto y en cada detalle que a su alrededor observaban. Se sentían, además, sanos y fuertes, provistos de unas ganas incontenibles de correr y de saltar y de trepar a sitios que antes les parecieran muy arriesgados. Esto los llevaba a competir, a demostrar quién era el más rápido o el más hábil en la ejecución de cualquier ejercicio corporal. Aunque Lucas no estaba mal dotado para este tipo de pruebas, casi siempre era Antonio quien terminaba descollando, quizá porque disponía de una fortaleza o de una voluntad de las que los demás carecían. Todos lo admitían sin envidia, como un hecho que difícilmente se podía variar, como una ley impuesta por la naturaleza que no tenían más remedio que asumir.




III


Fue precisamente con él, con Antonio, con quien Lucas tuvo una de las primeras experiencias que más lo hubieron de marcar. Contaban ya con once años cuando ello sucedió: su campo de actuaciones ya no se limitaba por esta época al reducido núcleo de Elvira, sino que se había extendido también a sus afueras e incluso a puntos que para ellos debían de ser todavía muy distantes. Por lo común, se trataba de improvisadas excursiones, alentadas por alguien que en esos momentos se sintiera más osado, sin otro fin que el de alejarse un poco más de donde hubiesen estado antes. Esto en verdad les enardecía, pues les servía luego para contárselo a los compañeros que no hubieran estado presentes en la nueva aventura.
En aquella ocasión, el carácter arrojado e intrépido de Antonio obligó a Lucas a seguirlo hasta un lugar que escapaba a sus previsiones. Habían ido, como era costumbre, con otros amigos a la sierra. Se habían asentado al principio al pie de unos riscos muy escarpados, a los que de vez en cuando se encaramaban con grandes esfuerzos. Aburrido ya de subir y bajar por aquellos peñascales, Antonio le propuso a Lucas continuar por una senda que habría de conducirles hasta una zona más elevada, desde la que debía de contemplarse un panorama espléndido. Incapaz de oponerse a sus designios, él acató sin rechistar la propuesta. Serían las siete de la tarde cuando decidieron alejarse de sus amigos. Como se hallaban ya a finales de mayo, faltaba aún bastante tiempo para que anocheciera. El día, por lo demás, era muy soleado, si bien a esa hora había empezado a correr un poco de viento.
Después de algunos minutos, la ascensión comenzó a volverse bastante tortuosa, pues tuvieron que atravesar por pasajes muy angostos, llenos de piedras y matorrales que a cada instante dificultaban y entorpecían más su paso. “Ya llegamos”, solía decirle Antonio para animarlo. “No lo dudo”, replicaba Lucas entonces con la voz casi ahogada por el resuello.
Llegaron así a un terreno muy empinado, por el que tuvieron que subir agarrándose a los salientes de las rocas y a las matas de tomillo y de retama que crecían entre ellas. A escasos metros de sus cabezas, revoloteaba una pequeña bandada de aves que emitían unos graznidos espeluznantes. A sus espaldas, habían dejado de oírse las voces de los compañeros, sepultadas ya en el mágico cofre de las distancias.
Hubo un momento en que era casi imposible retroceder, ya que a esas alturas el descenso hubiese sido mucho más complicado. Lucas se limitaba a seguir a Antonio, al que no le faltaban fuerzas ni ánimo para continuar adelante. “Ya llegamos”, volvía a proclamar cuando lo veía más desalentado.
Escalaron casi por una pared, sin otra ayuda que sus manos, que se aferraban como podían a las grietas y a los saledizos que encontraban. Fue éste un ascenso que hicieron con mucho cuidado, pues corrían el riesgo de despeñarse. Lucas no quería mirar hacia abajo; el miedo lo obligaba a concentrarse en cada uno de los movimientos que había de realizar a continuación.
Cuando estuvieron ya en lo alto, les parecía casi increíble lo que habían hecho. Para reponerse de la fatiga, se sentaron sobre unas piedras y, entretenidos con lo que a sus pies se les ofrecía, apenas intercambiaron palabra. Tal como Antonio hubiera presumido, todo lo que desde allí divisaban era verdaderamente asombroso: se diría que la realidad hubiese cobrado por arte de magia una nueva apariencia o que las cosas, al verse más pequeñas, se reducían a su imagen más encantadora, desprovista de esta manera de los gruesos contornos que de ordinario la rodeaban; más allá de los límites de la sierra, se descubría una vista muy hermosa de la vega de Elvira, compuesta de diminutas parcelas de labor, todas de proporciones y de bordes muy precisos, a modo de fragmentos o de partes integrantes de un tapiz, en el cual dominaban los tonos verdes de los maizales y de los demás sembrados, de intensidades y de matices muy diferentes, inmersos en un heterogéneo conjunto en el que nada resultaba discordante o ajeno a la sustancia esencial que lo conformara. En un segundo término, sobre un fondo grisáceo de secanos y de baldíos, se alzaban las alamedas como un tupido seto, como un oscuro oleaje que amenazara con avanzar por el imaginario mar de la vega, en el que parecía que reinara una calma imperturbable.
Permanecieron allí un largo rato, hasta que de nuevo decidieron continuar su azarosa andadura, otra vez a instancias de Antonio, para quien aquello habría de suponer una ocasión propicia que alentaba en todo momento su osadía. Caminaron ahora por una sinuosa vereda que los condujo hasta una pequeña colina, poblada de acebuches y de chaparros que apenas dejaban un hueco entre sus ramas. El sol había comenzado a declinar entonces, arrojando sobre los montes más próximos un manto de luz rojiza. El viento, por aquellos sitios, empezaba también a adquirir un mayor empuje, favorecido sin duda por el espacio que por allí se le abría.
Cerca de ellos, pasó un pastor con su rebaño de cabras, al cual debió de extrañar bastante su presencia. “Yo no sé qué se os ha perdido por aquí”, casi les regañó al verlos, mirándolos de una forma muy esquiva.
En lugar de seguirlo, como hubiera sido lo más aconsejable, continuaron andando en el mismo sentido, buscando un atajo que los llevara nuevamente al punto en el que se habían separado de los amigos. Cruzaron así por un paraje muy escabroso, erizado de pedruscos y de matorrales que volvían a hacer muy dificultosa su marcha. Sin ceder al desánimo, Antonio aseguraba que dentro de poco encontrarían una cañada que los llevaría directamente al pueblo. Por más que se lo repetía, Lucas apenas veía el modo de que tal posibilidad llegara a concretarse; a medida que transcurría el tiempo, crecía además su angustia por lo que pudiesen pensar sus padres si a ellos llegaba la noticia de que habían desaparecido en la sierra, como así habría de ocurrir seguramente si no lograban dar pronto con la dirección acertada. El pesimismo cundía ahora fatalmente en él, predispuesto a figurársele todo contrario a lo que a ellos más deseasen: como en una pesadilla, se sentía acosado por una realidad que cada vez le resultaba más extraña e impenetrable. Las cosas, a su paso, presentaban un hosco aspecto, quizá porque su propia mente las deformaba, suponiéndolas dotadas de un poder enemigo que no tardaría en manifestarse de un modo mucho más claro. Sin saber muy bien por qué, tenía la impresión de que los minutos se sucedían a un ritmo muy acelerado, como si no obedecieran a las medidas a las que normalmente estaban sometidos. Le hubiera gustado que se detuvieran o que retomaran al menos el pulso que habitualmente los regía, pero se dio cuenta de que todo había de seguir aquel día un orden caprichoso, impuesto por una voluntad contra la que él no podía rebelarse.
El sol casi se ocultaba ya. Por las rocas resbalaba un chorro de luz anaranjada que se confundía con las sombras que habían empezado a aflorar por todos lados. Como un eco, se volvía a oír el graznido de aquellas siniestras aves, que debían de cernerse todavía en el aire antes de regresar a sus nidos. En el cielo, ahora algo más pálido que antes, él quiso columbrar ya el brillo de alguna lejana estrella.
Después de remontar un corto repecho, hallaron un rústico refugio de mampostería, construido quizá por algún caminante o vagabundo que en otro tiempo hubiera transitado también por aquellos mismos contornos, posiblemente por algún personaje indómito que hubiese renunciado a vivir como los demás… Casi sin poderlo evitar, se les despertó la curiosidad por lo que les podía deparar tan inesperado escondrijo: en su interior sólo encontraron unas botellas vacías y unos restos de comida que alguien hubiera abandonado allí, alguien que por supuesto no había de ser necesariamente la misma persona que habitara por primera vez en aquel lugar.
Tras este fantástico descubrimiento, descendieron al fin por un abrupto barranco, convencidos de que si bajaban estarían cada vez más cerca del pueblo. Lo hicieron con suma atención para no tropezar con las piedras que de forma escalonada se sucedían por aquella profunda garganta. El corazón les palpitaba con fuerza, como si estuvieran culminando una larga carrera. Se veían ya al final de un trayecto, a punto de concluir una heroica jornada. Aunque no lo hubieran podido explicar, intuían que ahora no andaban descaminados, que habían acertado en su decisión. Había trechos invadidos de hirsutos breñales, entre los que no les resultaba fácil pasar. Todo, en esos instantes, empezaba a poblarse de bultos y de raras siluetas, convertidas en seguida por su imaginación en monstruosas figuras. La luz era ya muy difusa por aquella quebrada, un reguero tan sólo teñido de bronce. Se oían rumores lejanos, ruidos de ramas que algún pájaro nocturno tal vez removía, fragmentos de voces que alguna ráfaga de viento de pronto arrastrara… Aunque ya no les faltaba mucho para terminar aquel accidentado descenso, a veces tenían la sospecha de que no fuese a acabar nunca y de que podrían verse para siempre allí encerrados, entre aquellos grises murallones de piedra que por todas partes los rodeaban.
Tras una serie de revueltas, llegaron a un terreno mucho más despejado, desde el que se observaba de nuevo un amplio panorama de la vega, envuelta ahora en una vaga penumbra que la hacía algo más distante y extraña. El pueblo, agazapado al pie de unas lomas bordadas de olivares, aparecía coronado de un resplandor cobrizo, con su torre de la iglesia descollando por encima del negruzco caparazón de los tejados. Esta visión los confortó bastante, sobre todo a Lucas, que casi no soportaba ya la desazón que le causaba la posibilidad de que volvieran a perderse por aquel laberinto; lo único que no había dejado de inquietarle era el tremendo disgusto que su tardanza le habría podido ocasionar a esa hora al padre, del que ya solamente debía esperar que se enfadase mucho con él y que incluso le infligiera una justificada paliza por no haber sabido comportarse con prudencia.
Con las pocas energías que les restaban, se pusieron a caminar más de prisa, sorteando con resolución todo obstáculo con que se encontraban a su paso. La pendiente, a poco que avanzaron, se fue haciendo menor. A la zona rocosa le sucedió en seguida otra de terrones y de balates no muy pronunciados. Se descolgaron al final por un ribazo que los condujo hasta un camino que serpenteaba entre los olivares. Elvira, al fondo, se ofrecía ya a sus ojos de un modo más nítido, arracimada en torno a su campanario. El cielo, tachonado de algunas estrellas, conservaba todavía un resto de claridad mortecina. Apenas se hablaban Lucas y Antonio; caminaban con aire distraído, absortos en cada uno de los accidentes de aquel paisaje. Muy pronto comenzaron a oír el ladrido de unos perros, lo cual era ya un indicio inequívoco de que no se hallaban muy lejos de las primeras casas de la localidad. Los dos pensaban que sus familiares estarían buscándolos, avisados seguramente por los mismos amigos con los que habían subido a la sierra. Sin embargo, nada parecía indicarles que así fuera, ya que por ningún lado veían signos o rastros de gente. Estaba todo desierto, sin ninguna señal que los alertase. El pueblo, a su regreso, permanecía tranquilo, sumido en la paz de un anochecer apacible. Las calles, escasamente alumbradas por la luz de los faroles, apenas eran transitadas por algunas personas, que pasaban como sombras de un lugar a otro del vecindario. Al llegar a un cruce, cada uno se encaminó hacia su casa. Con el ánimo encogido, Lucas entró en la suya sin decir palabra. En contra de lo que él hubiera presumido, nadie acudió a recibirlo con gestos destemplados. El padre estaba en la cocina, acabando de digerir la cena. Una de sus hermanas se cruzó con él en el pasillo, casi sin mirarlo. Daba la impresión, en efecto, de que allí no hubiera producido ninguna alarma su ausencia. Lucas lo comprobó más tarde cuando se presentó en la cocina. Con timidez, preguntó si molestaba. Lo dijo con voz compungida, temeroso de lo que de inmediato pudiera sucederle. En otras condiciones no habría dicho nada: se hubiera limitado a entrar con naturalidad, como había hecho siempre. Le pareció por eso ridícula su actuación, propiciada por la enorme turbación que todavía en su conciencia predominaba. El padre estaba sentado a la mesa, con un brazo abandonado en el respaldo de la silla; al verlo, sonrió brevemente, sin que ningún asomo de acritud se esbozara en su semblante. De esa manera, él comprendió que no había tenido noticia de lo ocurrido y que fácilmente habría supuesto que su tardanza se debía a algún eventual descuido.
Por raro que pareciera, nadie en su familia se hubo de enterar de aquello. Fue una experiencia que casi pasó desapercibida en Elvira. Lucas, sin embargo, aprendió a partir de ella a ser aún más precavido y a no dejarse embaucar por promesas que no fuesen muy seguras.



IV



Ocupaba la escuela la planta baja de una destartalada vivienda. Don Jenaro, el maestro, la había acondicionado desde hacía muchos años para albergar allí a los alumnos que tuviese a su cargo. Él vivía en la parte de arriba con su familia, a la que escasamente se la veía si no era para ceremonias o para recados de gran importancia.
La estancia donde se impartían las clases era muy espaciosa, pues en ella estaban agrupados niños de diferentes edades y aptitudes, distribuidos según riguroso orden frente al encerado en el que aprendían sus lecciones. Los pupitres eran alargados, con varios huecos en los que se colocaban los tinteros; en medio, quedaba un ancho pasillo por el que con frecuencia don Jenaro se movía vigilando con escrupulosidad las tareas. La habitación, por lo demás, estaba muy bien iluminada, pues contaba con grandes ventanas por las que entraba a raudales la luz del día, especialmente por las mañanas, cuando el sol salía y lo dejaba todo invadido de un dulce sobresalto de cielo.
Lucas, al principio, ocupó uno de los últimos lugares, que eran los que les correspondían por norma general a los más pequeños. Permaneció en la escuela más de seis años, durante los cuales tuvo oportunidad de mejorar con creces su rendimiento y de avanzar en el puesto en el que se había de sentar de acuerdo con los resultados que iba obteniendo.
Don Jenaro era un hombre alto, de recia compostura, con la tez casi siempre sonrosada por efecto quizá de los humores que su naturaleza acaso destilase, las manos gordas y desangeladas, de un grosor que se antojaba a simple vista demasiado espeso. Tenía la frente lisa, sin ninguna arruga, los ojos saltones, a punto de escapársele de las órbitas. Su voz, en contraste con lo que pudiera parecer su figura, poseía siempre un timbre muy suave, por más que a veces se esforzara en otorgarle una mayor gravedad.
No necesitaba don Jenaro recurrir a la fuerza para que los alumnos lo respetasen. Bastaba con su presencia, con su natural reciedumbre, con su manera de reprender o de corregir los malos comportamientos. Casi podía decirse que su autoridad emanaba de él como una virtud que todos acataban y asumían sin ninguna dificultad, como un hecho que se les impusiera porque ya de antemano estuviese establecido. Era, ciertamente, muy raro verlo enfadado: su semblante apenas se alteraba si en la clase se producía alguna situación que no hubiese previsto, algún gesto o acción que transgrediera las normas o los principios que él pacientemente hubiera inculcado. Sus castigos solían ser ejemplares, al contrario de otros maestros de aquella época, a quienes se les tenía por demasiado crueles. A él se le respetaba no por el temor que inspirase, sino por el propio concepto que pudiese tener acerca del sujeto que hubiese motivado su reprobación. A ratos se le veía caminar por el pasillo con las manos a la espalda o con el puntero colgando de una de ellas como un instrumento del que no se terminase nunca de desprender, un instrumento con el cual subrayaba a menudo sus explicaciones o mostraba con rigor las cosas que no se habían hecho bien.
Utilizaba para sus enseñanzas métodos muy sencillos, cuya eficacia residía sobre todo en la reiteración y en la meticulosidad con las que los llevaba a cabo, en el extremado celo con que se afanaba por lo común en el ejercicio de sus funciones. Las clases seguían a diario un orden muy estricto, un ritmo que parecía ya acordado desde antiguo, quizá desde los tiempos en los que el propio maestro había sido a su vez aleccionado por la persona que lo hubiera precedido en el oficio que él ahora desempeñaba. Tras las labores de caligrafía, a las que había que aplicarse con el mayor esmero, se procedía invariablemente a la realización de un largo dictado, por lo general tomado de un viejo ejemplar del Quijote que don Jenaro guardaba en uno de los cajones de su mesa, corregido luego de una forma tan rigurosa que apenas había falta o desliz que pasaran desapercibidos por él. Era éste un trabajo muy concienzudo y laborioso, en el que nadie podía casi permitirse ninguna equivocación, por lo que muy pronto se echaban de ver los progresos que en tal menester se hubieran ido produciendo. Un trabajo que concluía también invariablemente con la hora del recreo, anhelado paréntesis tras el que se sucedían lecciones de diversas materias, acerca de las cuales a don Jenaro le gustaba mucho explayarse para instruir y aconsejar sobre los conceptos y valores que a la sazón estuviesen relacionados con ellas.
Un día, por la razón que fuese, Lucas estaba más distraído que de costumbre: se hallaba desganado, sin ánimos para acometer sus obligaciones con la solicitud que en él era tan habitual. Esta negligencia propició que incurriera en más de un error a lo largo de la mañana: el trazado, por ejemplo, de su letra no era tan firme como otras veces, sino que tendía a desviarse o a describir sutiles vacilaciones; incluso llegó a hacer algún borrón por no haber manejado con destreza la pluma, lo cual podía ser objeto de una dura amonestación. Para impedirlo, trataba de ocultar con el brazo el cuaderno en el que escribía cada vez que don Jenaro se acercaba a su pupitre; en ocasiones, éste se quedaba parado ante él, como si no las tuviese todas consigo; apenas se despegaba de su lado: daba dos o tres pasos hacia atrás o hacia adelante para volver en seguida al mismo sitio, igual que un centinela que hubiese advertido algún movimiento sospechoso a su alrededor. Esto intranquilizaba aún más a Lucas, ya que no sabía cómo disimular por más tiempo aquella injustificable falta: se veía acorralado por su instructor, sin ninguna posibilidad de eludir la estrecha vigilancia a la que lo tenía sometido. A veces pensaba que fingía que no había reparado en nada, quizá porque prefería que la situación se prolongase para ponerlo más nervioso. Era improbable que no lo hubiese visto, que no se hubiera fijado en su actitud. Temía que de un momento a otro cayeran sobre él unas palabras de censura o de velada condena con las que se castigase su incuria, su evidente pereza. El corazón le latía de forma acelerada, el rostro se le incendiaba de intenso rubor. Cuando don Jenaro se paraba y se quedaba mirándolo, no lograba contener su desazón: la mano le temblaba al escribir sobre el papel, por lo que su caligrafía era aún más defectuosa. No entendía por qué no le había dicho todavía nada, por qué no le había pedido al menos que le mostrase su labor. Al cabo de unos minutos, el maestro pareció desistir de aquel minucioso control: el resto de la jornada discurrió con aparente normalidad, sin que se produjera ninguna novedad que alterara el orden en el que habitualmente se desarrollaban las clases. Al final, cuando ya todo se daba por concluido, aprovechando que él era uno de los más rezagados, con mucha discreción don Jenaro le indicó que se acercase a su mesa. Por el gesto con que lo recibió, Lucas infirió que no debía de ser ningún mal propósito el que lo impulsaba entonces, sino que más bien se diría que fuese a premiarlo una vez más por la diligencia con que cumplía de ordinario todos sus encargos. Una paternal sonrisa comenzaba a insinuarse en sus labios, igual que cuando se disponía a encomendarle una nueva misión. Como si no supiese todavía qué decir, dejó que transcurrieran unos segundos, que a él se le hicieron interminables. Luego, señalando vagamente con el puntero hacia el lugar que antes había ocupado, con melifluo acento, como si se dirigiera a su propio hijo, le aconsejó que no volviese a ocultar más sus errores, pues de ellos siempre se extraía alguna provechosa lección.













V



El día que su padre lo llevó a trabajar por primera vez al campo fue para Lucas todo un acontecimiento. Como suele ocurrir en las horas que preceden a los hechos que se aguardan con creciente ansiedad, apenas había logrado conciliar el sueño durante la noche anterior. Se levantó, como no podía ser de otro modo, muy temprano, mucho antes de que amaneciera. Lo primero que hizo fue salir al patio para lavarse la cara a manotazos en un lebrillo que había junto al brocal del pozo. El agua fría lo despabilaba en seguida y le arrancaba de golpe todos los restos de sopor o de molicie que aún permanecieran adheridos a su cabeza. El cielo, de un añil algo desvaído, aparecía en esos instantes claveteado de numerosos puntos brillantes; incapaz de sustraerse a su influjo, Lucas se quedó un momento contemplándolo, tratando de penetrar en su insondable misterio: se le figuró que albergaba un mundo maravilloso, en el cual se desarrollaban muchas formas de vida, ocultas a los ojos de quienes no tuvieran la suficiente sensibilidad para apreciarlas.
A la luz de un candil, se vistió luego en su cuarto. El padre, en contra de lo que presumía, se hallaba ya en la calle, aparejando el carro de bueyes que habían de llevar al campo para transportar después en él los haces de trigo hasta la era.
El pueblo, cuando ellos partieron, presentaba un aspecto fantasmal. Tras las bardas de los corrales se adivinaba algún movimiento, algún rumor incierto de bestias que se agitaban de pronto en sus cuadras. En el silencio de la hora percutía con ronca trepidación el rodar del carro, el paso tardo de los bueyes que lo tiraban. Subido al pescante, Lucas lo iba mirando todo con febril atención, la faz envejecida de las casas, el contorno difuso de los tejados, los sombríos callejones, el oscuro redondel de las plazas…
Las tierras a las que se dirigían se encontraban a un cuarto de legua de Elvira, en una zona en la que confluían varios ramales de riego. Avanzaron por un camino bordeado de balates, entre hazas y parcelas de labor delimitadas por muros y linderos de irregular trazado, de las que sólo se alcanzaban a ver breves retales que surgían entre los velos desperdigados de la noche. A lo lejos, tras un mar confuso de sombras y de manchas borrosas, se alzaban las cumbres de la sierra sobre un cielo que se volvía cada vez más claro.
De manera casi imperceptible, iban apareciendo en el paisaje colores y matices que antes hubieran pasado inadvertidos, volúmenes y formas que poco a poco adquirían dibujos y perfiles más precisos. Cuando llegaron al punto acordado, había ya bultos de hombres que se desplazaban en medio de las vagas claridades del crepúsculo, como figuras insomnes de un cuadro en el que se representara una escena que muy pronto hubiera de revelarse. Eran los segadores, que habían llegado como cada año de diferentes lugares de la comarca. Lucas había visto ya a algunos por el pueblo, apostados en las esquinas o alojados en algún granero en el que pasaban las noches. Eran tipos enjutos, con la piel muy morena, los ojos de un fulgor de cobre. Tenían trazas de mendigos o de gente estrafalaria a la que se condena a vivir en los arrabales de las poblaciones. Llevaban todos calzones de lienzo y camisas blancas que se remangaban por encima de los codos, con los sombreros de paja calados hasta las cejas. Uno de ellos, el que parecía mayoral o capataz de la cuadrilla, se adelantó para concertar con el padre el modo en que habían de realizar su trabajo. Se trataba de un hombre rudo, de enérgicos ademanes, acostumbrado tal vez a resolver sus asuntos de una forma brusca, sin ninguna clase de trámite o de contrato que pudiera dilatarlos.
Al poco se inició la siega. Con una diligencia asombrosa, aquellos pobres jornaleros se pusieron en seguida a cortar espigas. A una señal de su progenitor, Lucas comenzó a hacer lo mismo. Nunca había manejado una hoz, así que al principio le costó bastante manejarla con soltura. Era una labor para la que se requería cierta destreza, pues casi al mismo tiempo había que juntar las espigas en gavillas antes de ser amontonadas en haces. El cielo había empezado ya a teñirse de rosa y de naranja tras los picos de la sierra; como si se hubiera descorrido un telón, el decorado de la vega se ofrecía ahora a los ojos de los que lo contemplaran sin que le faltara ningún detalle, con su cerco verdoso de alamedas que cierran el horizonte.
Como era natural, a Lucas le costaba bastante seguir el ritmo al que allí se trabajaba. Muy pronto se quedó rezagado, con la cintura dolorida de tanto inclinarse para segar la mies. Le quemaban las palmas de las manos, laceradas en algunos puntos con llagas y escoceduras que cada vez le resultaban más molestas. A ratos tenía que pararse para descansar y para enjugarse los hilos de sudor que corrían por sus sienes. Los compañeros, en cambio, continuaban impertérritos, inasequibles a la fatiga y a las ingratas asperezas de su oficio. Sólo divisaba ya sus sombreros de paja en medio de aquel oleaje de espigas, sobre un fondo de paisaje que casi se difuminaba bajo la lumbrarada azul del día. Por momentos oía sus voces, los golpes acompasados de sus cuchillas. Tenía la impresión de que había transcurrido mucho tiempo, de que dentro de poco sería la hora del almuerzo. Le daban ganas de detenerse, de tumbarse en un ribazo a la sombra de algún árbol; echaba de menos su casa, los rincones en los que entonces estaría jugando plácidamente con los amigos. Hacía ya mucho calor, un calor casi sofocante que lo asfixiaba y que le causaba un intenso picor en la cara y en los brazos. Aguantó como pudo unos minutos más, hasta que su padre por fin le indicó con un gesto que parara. Aunque él no se había dado cuenta, lo había estado observando disimuladamente desde el comienzo. Se sentó al pie de un membrillo, a la espera de una nueva orden para reanudar el trabajo. Por su mente cruzaron varios pensamientos, con los cuales se evadió de la dura experiencia por la que estaba pasando.
La jornada discurrió después de una forma muy lenta. A eso de la una, la vega era una extensa lámina de bronce, palpitante de brillos y de reflejos múltiples, una lámina de trazos pajizos y verdes, envueltos en un aura de fuego. El aire, apelmazado, parecía henchido de algodones calientes, de una pasta incandescente de roces y de broncos olores.
Después del almuerzo, principió el traslado de los haces de trigo en la carreta de bueyes. Lucas, mientras tanto, permaneció en la finca, llevando de un lugar a otro la damajuana de agua para mitigar la sed de aquellos hombres, que acudían a él sudorosos, emborronados de polvo y de relumbres de azogue, con los músculos todavía tensos por la continuidad del esfuerzo. Los veía beber con las dos manos agarradas a las asas de la damajuana, recibiendo con efímera fruición el chorro de agua que dejaban caer por sus gargantas y que se derramaba en seguida por las comisuras de sus bocas y calaba el cuello de sus camisas.
Todo, en fin, se le presentaba ahora nuevo, muy distinto de como él antes lo hubiera imaginado, un mundo que para nada se asemejaba al que hasta entonces había conocido. La realidad, contemplada de aquel modo, no era adecuada para espíritus apocados, sino para seres fornidos y provistos de audacia, capaces de afrontar todo tipo de pruebas y de adversidades. Aunque era todavía un niño, sentía de pronto deseos de abandonar ya su infancia como quien se despoja de un fardo pesado e ignominioso, dispuesto a ingresar de inmediato en aquel mundo que ahora tenía delante, aun cuando hubiera de renunciar a concesiones y a privilegios de los que antes hubiese gozado.
A las cinco de la tarde, regresaba al pueblo a lomos de un burro que le había prestado un vecino. La siega de aquel día, sin embargo, aún no había terminado: faltaba todavía bastante para que concluyera. Un sol abrasador caía sobre los campos, inmersos en una vasta atmósfera de oro. Atrás quedaban los segadores, figuras insomnes de un cuadro que se esfumaba en la lejanía, a punto de ser sepultados ya en aquel mar amarillo.



VI


Lucas aprendió, así, a valorar la vida de otra manera. Con apenas doce años, comprendió que no tenía más remedio que hacerse más duro, que ya no podría distraerse con juegos o con aficiones que sólo le proporcionaban un fugaz entretenimiento. Había de buscar ocupaciones más provechosas, tareas con las que pudiera ejercitar sus fuerzas. Las faenas del campo lo pusieron en contacto con nuevas personas, casi todas mucho mayores que él, dotadas de una gran experiencia y de una inmensa sabiduría acerca de las cuestiones que ahora necesitaba conocer. Una de ellas fue, desde el principio, Manuel, a quien el padre tenía encargada la labor de la trilla. Frisaba ya en los cincuenta cuando empezó a tratarlo, si bien podía aparentar acaso un poco de más edad, pues surcaban su rostro numerosas arrugas. Lo que más le llamó la atención de él fue, sin duda, su mansedumbre, la completa conformidad con que acataba y cumplía todo lo que se le encomendara, como si en lugar de un deber fuese una importante misión la que se le confiase. Poseía, por lo demás, una voz clara y musical, rica en matices y en resonancias, una voz en la que parecía latir el pulso gris de la tierra, con su hondo rumor de gritos y de misterios. Nunca se mostraba preocupado o de mal talante: siempre hallaba un motivo que le restara gravedad a lo que estuviese haciendo, a lo que otros estimaran como muy valioso; todo lo tomaba, en efecto, como cosa pasajera, como cosa que no hubiese de dejar ninguna huella en su carácter. Vivía contento, resignado con lo que le hubiera reservado la suerte, por muy duro o muy aciago que a veces se insinuara su destino.
Pasó muchos ratos a su lado, así que por fuerza Lucas hubo de verse muy influido por él. Le enseñó a predecir el tiempo por la forma de las nubes o por la posición que ocupaba el arco iris en el cielo, a espantar las aves para que no hicieran daño en los sembrados, a calcular el momento más adecuado de los riegos o de los abonos que convenía verter en las hazas, a prevenir los males y a encontrar el modo más seguro de evitarlos. Se dirigía a él con cariño, en un tono a menudo confiado y obsequioso, en el que nunca se detectaba ningún dejo de reproche o de reparo. “Niño, procura seguir siempre una línea recta, que los caminos torcidos no dan nada más que disgustos”, le advertía en muchas ocasiones para que lo tuviera en cuenta en el futuro, como un consejo del que no se hubiera de olvidar cuando más desorientado se hallase.
Era su manera de hablar, elíptica y caprichosa, en la cual incluía no pocas veces ejemplos y representaciones de su entorno más próximo, situaciones e imágenes con las que pretendía hacer referencia a algún elemento de la realidad, a algún aspecto o circunstancia a los que necesariamente hubiese de aludir.
Como era natural, nunca se quejaba. Trabajaba con ahínco, como si a cada paso cobrase nuevos ímpetus, nuevas energías para combatir el cansancio y las asperezas de su oficio. A Lucas siempre lo admiraba el denuedo con que trillaba, la bizarría con que iba subido en el trillo, pasando una y otra vez sobre la parva tendida en la era, sobre aquel terreno alfombrado de espigas.
Era una tarea que requería, ciertamente, mucha paciencia. Después había que apilar y aventar con los bieldos, medir y ajustar la cosecha en fanegas, transportar y almacenar en graneros y trojes. Lucas había pasado muchas horas de su infancia en aquellos espacios abarrotados de trigo, en el que le gustaba con frecuencia sumergirse casi hasta quedar oculto, espacios en los que aleteaba una luz macilenta, manchada de telarañas y de polvo, en medio de un silencio que parecía que se hubiera allí detenido, como el resto tangible de un pasado que se remontase a través de los siglos a un origen misterioso.
Fue aquél para Lucas, en fin, un periodo muy decisivo, en el cual acabó por discurrir de un modo más realista.
Un día se encontraba él descansando al borde de un balate, con la vista fija en el horizonte. Todavía no había terminado, por cierto, el verano. Era una tarde plácida de mediados de septiembre; el sol declinaba ya entre las alamedas, colgado del cielo como un viejo medallón de bronce, con destellos semejantes a los que irradian de un vetusto retablo. Embebido como estaba en la contemplación de aquel mágico instante, no se percató al principio de la presencia de Manuel, que se había acercado a él para hablarle. Como siempre, su expresión era risueña y amistosa, de una franqueza que no daba lugar a ninguna duda, por más que la ocasión pudiese suscitar algún recelo.
−Cansarse es muy bueno, niño, porque así nos damos cuenta de nuestros límites –le dijo mirándolo a los ojos−. La fuerza, por mucho que nos empeñemos, no está en los brazos ni en ningún otro miembro del cuerpo, sino en el interior de uno. Porque el cuerpo al final se rinde, pero la mente nunca lo hace si no es débil. El árbol, niño, sólo se dobla cuando está seco por dentro, cuando ninguna gota de savia lo recorre.
Le confió muchos más pensamientos, pero Lucas sólo consiguió retener aquéllos, quizá porque fueron los que más hondo efecto hicieron en su alma, muy proclive entonces a recibir grandes impresiones. La vida, tal vez de forma prematura, se le revelaba ya con su mayor dureza, por lo que se hubo de acordar bastante de aquella reflexión, surgida posiblemente después de una larga y fructífera experiencia. Como un fiel discípulo que se atiene con rigor a las enseñanzas de su maestro, procuró en adelante fortalecer su ánimo contra todos los contratiempos que le sobrevinieran, dispuesto a no sucumbir ante ninguno y a seguir cultivándose por dentro si no que quería derrumbarse como un árbol seco.



VII


Poco después moriría su madre, a la que él no había dejado de querer a pesar del enajenamiento en que había caído. Fue, por tanto, un doloroso golpe ante el que ya de algún modo estaba prevenido. En lugar de llorar su irreparable pérdida, como hubiera sido lo más natural, se dio a lamentar todos los padecimientos que durante aquellos años había sufrido, el penoso estado en que había quedado desde aquel aciago día en que cayó enferma.
Lucas se acostumbró, desde entonces, a vivir con su padre, al que ya tenía como su principal modelo. Empezó así para él un periodo nuevo que vino a coincidir además con el inicio de la adolescencia, mitigada en su caso por los trabajos y los esfuerzos a los que ya estaba sometido.
De lo que no se salvó, sin embargo, fue de su primer enamoramiento, al que cedió por ley insoslayable como una forma de evadir su fantasía. La muchacha que fue objeto especial de sus atenciones se llamaba Carmen. Se trataba de una vecina en la que él apenas había reparado antes pero que con el inicio de su pubertad había adquirido un singular donaire.
Aunque no lograba explicárselo, había algo en ella que lo atraía, quizá la nobleza de su rostro o la gracia con que se movía por la calle, con un ligero contoneo que él no podía por menos de admirar.
Poco a poco entendió que le gustaba, si bien no sabía determinar a partir de qué momento aquel afecto se había convertido en una obsesión casi irrevocable. Por si no era aquello suficiente, Carmen se encargó también de estimular aún más aquella incipiente pasión con miradas y sonrisas que se clavaban como deleitosos puñales en su enardecido corazón.
La veía al comienzo en contadas ocasiones, cuando la casualidad hacía que coincidieran a la salida de la iglesia o en otro punto cualquiera del pueblo. Sin embargo, a medida que pasaban los días, aquellos encuentros pasaron a ser más frecuentes, quizá porque Carmen hubiera hallado ya la manera de propiciarlos, sobre todo a la hora en que él regresaba de la vega, casi siempre acompañado de otros labriegos con los que a menudo comentaba los quehaceres de la jornada.
Ella entonces aparecía en el lugar más imprevisto, fingiendo que atendía a alguna amiga o que iba a casa de un familiar para cumplir con algún recado. Aunque tratase de disimularlo, se le notaba también que había empezado a gustarle, acaso atraída por la inusitada rapidez con que él en aquel tiempo hubiera madurado.
A Lucas se le despertó entonces una ansiosa impaciencia por volver a verla, aunque sólo fuera unos segundos, unos breves instantes en que sin saber por qué sus ojos se encontraban, convocados por una suerte de inevitable fatalismo. En el campo, mientras estaba con el padre, apenas conseguía apartar su mente de lo que en el futuro había de aguardarle, casi convencido de que Carmen tornaría a presentarse una vez más en su camino, posiblemente en un punto que no se hallaría muy lejos de los anteriores.
Por las noches, antes de dormirse, se conformaba con repasar la imagen que de ella hubiese conservado, la fugaz aparición con que una tarde más lo hubiera sorprendido. De alguna manera, se sentía feliz en ese estado, estremecido por una especie de súbito regocijo siempre que se acordaba de algo que había visto, de algún detalle en el que casualmente se había fijado. Le gustaba entonces soñar, dejar que su imaginación fabricase escenas que todavía no se habían producido, en las que él abordaba con decisión el lance supremo en el que por fin le declaraba su amor a Carmen; como era de esperar, salía siempre airoso de la prueba, satisfecho de la resolución que entre ambos hubiesen acordado.
Este ensimismamiento lo obligó a volverse más retraído, más alejado del mundo en el que los demás vivían. Apenas se interesaba ahora por lo que a su alrededor acontecía: todo le llegaba a parecer extraño, como si hubiera perdido el significado que antes tuviera. Aunque le costaba mucho reconocerlo, la vida se había reducido para él a un solo objetivo, sin el cual nada de lo que existiera podía ser importante.
Fue una pasión solitaria que no osó comunicar a nadie, quizá por miedo a que desapareciera el encanto en el que hasta entonces estaba sumido, quizá porque no tenía completa seguridad de lo que los otros hubieran de pensar sobre lo suyo. Prefirió mantenerlo en secreto, guardarlo como un tesoro que sólo él conocería, como un tesoro del que algún día habría de disfrutar cuando las circunstancias le fuesen más favorables. Tal reserva condujo sus sentimientos hasta un extremo casi inadmisible, por lo que sufrió incluso bastante al ver que sus sueños no se cumplían, a pesar de que a veces creyera que ya estaban muy próximos a realizarse.
El tiempo, en fin, pasó sin que nada de lo que él hubiera esperado se concretara. Las apariciones de Carmen comenzaron a volverse más esporádicas, como si ahora careciera de la razón que antes la había inducido a quererlo. Aunque le extrañó mucho, acabó por aceptarlo como un hecho incontestable, como un hecho que tarde o temprano habría de suceder, porque la felicidad era algo que tal vez todavía no estuviese a su alcance. Durante algunos meses se halló muy afligido, sin ganas de acometer los trabajos que se le hubieran encomendado; todo lo hacía a la fuerza, por la mera inercia a la que lo obligaba ya la costumbre, la repetición de unos actos que tenía ya asumidos. Como el náufrago que se aferra al madero que lo habrá de salvar de la tempestad, él también se aferraba a cualquier resto de esperanza que en su interior se insinuara, recuperado casi por milagro del naufragio de amor que había padecido: iluminado de repente por alguna inusitada idea, se daba a pensar que el motivo que habría obligado a Carmen a comportarse de aquel modo no había de ser muy consistente, posiblemente alguna contrariedad que no tardaría en verse resuelta en cuanto ella discurriera de una forma más expedita.
La realidad, sin embargo, le vino a demostrar que aquello no había sido más que una quimera, alimentada con vislumbres y conjeturas que no se habían fundamentado en nada seguro. Poco a poco, su interés por Carmen iría cediendo, suplantado por otras inquietudes propias de la edad y de los hábitos a los que ya estaba sujeto. Por costoso que fuese, se resignaría a vivir sin la necesidad de mantener una ilusión que lo exonerase de sus rutinarias tareas: se haría más fuerte, más reacio a conmoverse por sentimientos que él no hubiera despertado. El amor, como una ciega inclinación disipada, se ocultaría desde entonces en algún remoto escondrijo, en el cual habría de permanecer confinado hasta que de nuevo encontrase una ocasión más propicia, quizá cuando los muros que lo cercaran se resquebrajasen inopinadamente por algún cataclismo.



VIII



La ausencia de la madre le influyó más de lo que se hubiese creído, sobre todo porque a partir de ella se sintió más ligado que nunca con el padre, al que miraba ahora con un sentido de la responsabilidad que antes no había conocido. Parecía como si hubiera comprendido de pronto que tenía la obligación de ayudarle y de atenderlo siempre que fuese preciso: con trece años, empezó casi a razonar como lo haría una persona adulta, sin los devaneos y futilidades a los que se suelen entregar los muchachos que no han pasado por experiencias tan importantes.
De alguna manera, el padre se convirtió para él en una figura insustituible, ya que sin ella nada de lo que se propusiese cobraría ningún significado. Llegó a ser así su principal referencia, casi la única medida con la que calibraba el mundo, el único molde en el que tomaban volumen y forma los pensamientos. Su presencia era ya estimulante, un motivo suficiente para hallar en lo que hacía una recompensa satisfactoria. Con él compartió muchos momentos, en los cuales su mente siguió madurando con el ejemplo de quien delante de sí tenía, un ejemplo austero y sencillo, sin las fementidas promesas con que otros embaucan a los que en torno de ellos se mueven, un hombre justo, inmune a las asechanzas o a los peligros que sobre él se tendían. Lucas aprendió a su lado a resistir con firmeza todos los inconvenientes, a arrostrar con serenidad todas las inclemencias que en el campo a menudo se sucedían. Entendió a su lado que las cosas no eran nunca tan malas como al principio se anunciaban, pues siempre se había de descubrir en ellas algo que las hiciera menos dañinas, quizá un aspecto que aún no se hubiera revelado, un punto más débil que le permitiera a uno afrontarlas sin miedo.
Fue aquél, sin duda, un aprendizaje lento, recibido a través de palabras que destilaban una particular concepción de la vida, un modo muy concreto de asumir los pasos que conducían al término de ella. Un aprendizaje que incluía también acciones y gestos muy determinados, obras y ademanes cuyo sentido sólo a él se le alcanzaba, acostumbrado a adivinar lo que una mirada tal vez escondía, lo que una sonrisa o un fruncimiento de labios quizá expresaban, lo que una señal de las manos o de la cara estuviese insinuando. Sabía, con todo, que su padre nunca se conmovía, aun cuando en ocasiones la situación pareciera muy comprometida, provocada acaso por la casual irrupción de unos enemigos o de unas personas que lo quisiesen enredar en alguna trampa; confiaba en él de una forma desmedida, seguro de que al fin hallaría la solución más acertada, como ya había comprobado con anterioridad en casos que aparentemente se presentaban también muy difíciles. “Tú nunca te amilanes”, le oía decir con frecuencia: era su máxima, el precepto con el que pretendía aleccionarle, el tipo de conducta que deseaba que siguiese en el futuro, cuando él ya no estuviese. Se lo inculcaba de diversas maneras, aunque casi siempre venía a terminar en aquélla, que era con la que posiblemente se sintiese más identificado. “Cuando uno emprende un camino, por nada del mundo debe abandonarlo; si lo hace, resultará que es un cobarde, que no sabe lo que quiere”, le dijo en cierta ocasión en que se dirigían a la vega para reanudar una labor en la que estaban enfrascados.
Bajo su atenta mirada, Lucas fue progresando día tras día en sus trabajos, en las duras faenas que él le encargaba. Con sus indicaciones y advertencias, conoció todos los cuidados que requerían las tierras en las diferentes épocas del año, todo lo que les había de hacer falta para que dieran mejores frutos. Había que escardar mucho para que las malas hierbas no invadieran los sembrados, limpiar a menudo las acequias para que el agua circulase sin demasiados estorbos, regar las hazas de modo conveniente en los periodos en que no lloviese.
Con él, empezó también Lucas a tratar a la gente del campo. Manuel, al que ya conocía, era casi una excepción, pues la mayoría de los labriegos eran rudos, de una terquedad que difícilmente se doblegaba ante ninguna circunstancia, hombres que parecían hechos del mismo material con el que trabajaban, de la misma tierra que golpeaban y removían con sus azadas y sus almocafres. Había que entenderlos para comprender sus reacciones, para prever las consecuencias que se podían derivar de un asunto, para evitar los daños o las molestias que causaban sus empecinadas disquisiciones.
Andrés, con el que Lucas hubo de coincidir numerosas veces, pertenecía sin duda a esta especie de individuos. Por mucho que se le insistiera o que se le razonara, casi nunca cedía en sus propósitos: era, como los demás, testarudo, inasequible a argumentos o a palabras con las que se intentase persuadirlo; desconfiaba, por principio, de todo el mundo, como si no hubiese nadie honrado en ningún sitio. Con él, por consiguiente, había que actuar de otro modo, con una astucia que pasase desapercibida, tratando de que no sospechase las intenciones con las que él se actuara. A veces semejaba un niño de pocos años al que hubiese que explicar algo muy complicado, un problema que estuviese muy lejos de su corto alcance.
En lugar de hablar, farfullaba Andrés, no por merma de instrucción sino por escasa disposición para el lenguaje. Tenía, además, los labios carnosos y prominentes, por lo que el efecto de lo que decía era aún era mayor; y como debía de costarle tanto expresarse, se acompañaba siempre de gestos muy elocuentes de las manos, con los que procuraba aclarar lo que en su boca no acababa de articularse.
No era malo, sin embargo, Andrés, ya que llevaba bien las risas que a algunos ocasionaban sus intervenciones. Había en él un natural bondadoso y condescendiente, aunque era como una suerte de corriente interior que discurriera por debajo de una superficie de aguas turbulentas, llenas de fango y de inmundicias de toda índole.
Lucas, guiado por su intuición, supo casi desde el comienzo con qué clase de persona trataba. La amistad que con él trabó no fue fruto por eso de un día, sino de un largo periodo en el que se prodigaron los encuentros y las demostraciones de afecto con las que intentaba ganarse poco a poco su voluntad. Fue una empresa en la que empleó mucha paciencia y en la que también hubo de tener sumo cuidado para no estropear por un mal paso todo lo que ya hubiese conseguido, ya que no era raro que Andrés no entendiese bien lo que se le dijera o que barruntara en las palabras del otro una actitud contraria a sus intereses.
Una tarde de mediados de febrero, en la que un viento furibundo del norte barría los sembrados, tuvo Lucas ocasión de conocer su verdadero carácter. Estaba a la sazón conversando con él a la vera de un camino cuando se oyeron unos plañideros aullidos. Aunque al principio no les prestaron demasiada atención, al ver que no cesaban no pudieron por menos de comprobar a qué se debían. A no mucha distancia de donde ellos se encontraban, agazapado entre unos mechones de hierba que crecían a la orilla de una acequia, localizaron al emisor de tan lamentables gemidos, un perro de deslustrado pelaje que se quejaba al parecer de una pata lastimada. Cualquiera, en su lugar, se hubiera desentendido al poco de lo que veía, pues era corriente en el campo este tipo de escenas desagradables. Sin embargo, Andrés no fue capaz de comportarse como muchos harían y, a una señal de él, el perro no vaciló en acercarse de forma renqueante hasta sus pies. Tenía, en efecto, una profunda herida en una de sus extremidades, producida acaso por alguna dentellada o por algún accidente imprevisto. Conmovido por su desagracia, se puso Andrés a acariciarlo en la cabeza. El animal lo miraba de hito en hito, dócil, suplicante, un poco asombrado quizá por el hecho de que alguien lo tratase con cariño. Lucas, por su parte, apenas podía dar crédito a lo que estaba presenciando, ya que nunca lo hubiera esperado de un hombre tan tosco como él. Era, ciertamente, insólito, un gesto que resultaba muy difícil de explicar. Su sorpresa, sin embargo, había de ser todavía más grande cuando vio que lo cogía en brazos y que se lo llevaba a su casa para curarlo. “Estará sufriendo mucho el pobre”, lamentó finalmente cuando se marchaba.
No era, no, Andrés tan malo como quizá a simple vista aparentase. Había en sus entrañas un fondo de bondad que todavía no se hubiera disipado, un fondo húmedo y blando que apenas se apercibiese entre las arideces y las asperezas de las que estuviera rodeado.






IX




Antón era un gañán un poco mayor que él con el que también hubo de relacionarse casi a diario. Era alto y robusto, con las piernas algo arqueadas, la mirada siempre acechante. Su rasgo más peculiar, por el que todo el mundo lo distinguía, en especial los de carácter más pusilánime, procedía del volumen de su voz, de la vehemencia con que de continuo se expresaba. Parecía como si estuviese siempre discutiendo con su interlocutor, como si porfiase siempre por imponer a éste lo que pensara. Hablaba en un tono muy elevado, con un timbre recio, nacido de su profunda garganta, mirando a un lado y a otro con recelo para comprobar si lo atendían.
Nadie, por supuesto, se atrevía a contradecirlo, a no ser que se arriesgara a llevarse un serio disgusto. Su figura, además, amedrentaba a cualquiera, pues mantenía en todo momento un aire adusto, un semblante muy severo. En él era muy raro que se insinuara un atisbo de sonrisa o de gesto conmiserativo; todo lo tomaba como un reto personal, como un desafío que tuviese que resolver en seguida.
Había empezado a trabajar cuando era todavía casi un niño, con un brío y un rigor que no habían conocido apenas tregua. Don José, el hacendado a quien servía, lo estimaba por ello mucho, ya que él no apreciaba otra cosa que el denuedo con que los operarios se afanaban en sus tareas.
Con Lucas siempre había tenido encuentros casuales, hasta que un día las circunstancias hicieron que trabaran una conversación más profusa acerca de un conflicto que a los dos interesaba. Por lo que pudo colegir, no era un tipo que inspirase demasiada confianza, sino que con él había que estar muy prevenido, ya que su genio no admitía muchos equívocos.
Lo que peor llevaba Antón era que no se le creyese o que se dudara de lo que dijera: se consideraba entonces poco menos que ofendido o que atacado en sus convicciones más íntimas, por lo que era muy normal que en tal caso montase en cólera casi de repente, sin que hubiese apenas ninguna transición que anunciase su furibundo arrebato.
La mayoría de la gente lo rehuía, temerosa de que en cualquier momento estallase aquel espíritu tan susceptible. Si por fuerza alguien había de verse con él, procuraba que lo que se hablara no fuese muy prolijo, puesto que cuanto más se alargaba el diálogo más probabilidades existían de que Antón se alterara por cualquier motivo.
Por alguna extraña razón, Lucas intuía que no debía de ser tan atrabiliario como por lo general se creía. En lugar de rehuirlo, él tendía a escucharlo, aun cuando le resultaran con frecuencia muy pesadas y farragosas sus intervenciones. Al cabo de un tiempo, había llegado a sospechar que su comportamiento no obedecía a maldad, sino a una forma de actuar tal vez heredada, de la que él no fuera plenamente responsable. “El día que los bueyes embistan, más de uno se va a enterar de lo que valen las cosas”, solía decir en los momentos más tremebundos, cuando su furia parecía alcanzar un mayor grado. Nadie, en realidad, sabía con seguridad a qué se refería o cuál era la causa concreta por la que anunciaba aquella terrible amenaza. Hablaba así, con mensajes que encerraban un doble sentido, con una voz desgarrada, honda, de rotundas inflexiones.
Una vez, en presencia de Lucas, un labrador conocido de ambos tuvo la valentía de oponerse a lo que decía. Se trataba de Rafael, un hombre tosco que no le iba a la zaga en brusquedades y exabruptos a Antón. En el curso de una charla, fue capaz de asegurar que él labraba mejor las tierras y que sus cosechas eran por eso más abundantes. A Antón se le endurecieron al punto los músculos del cuello, las venas se le hincharon, la cara se le enrojeció, desbordante de ira o de deseos de replicar de inmediato a su inesperado contrincante.
−Pero ¿qué dices? –bramó con los ojos encendidos, apretando fuertemente los puños como si se dispusiese a derribarlo.
−Digo lo que digo –entonó el otro sin arredrarse.
−Pues lo siento por ti, porque ahora mismo te voy a demostrar que eso no es verdad –declaró ahora el ofendido en un tono cada vez más elevado.
−Hay testigos –adujo Rafael sin perder todavía la calma.
−Yo a los testigos los mando a la mierda, porque los testigos muchas veces mienten si les interesa o si se les compra; a mí lo que me valen son los hechos, las obras que tú o yo realicemos, y está más que comprobado que en las faenas de la labor no hay quien me aventaje, por mucho que tú ahora presumas de tus fuerzas, cuando sabes muy bien que no es así –las palabras ya se le enredaban de tan recio y tan precipitado como argumentaba, mientras Rafael permanecía casi inmutable, atento sólo a cuál sería la mejor manera de responderle.
−Yo no presumo en balde –le respondió.
−Pues si no presumes, lo parece, porque lo que has dicho es una vil mentira, de la que muy pronto tendrás que arrepentirte –le espetó Antón, los ojos clavados en su oponente, los brazos tensos, crispados por el furor que empezaba a dominarlo por dentro.
Sin embargo, el oponente continuaba imperturbable, reacio a admitir lo que aquél denunciaba. Lucas temió que de un momento a otro la pendencia se encrespara, ante lo cual no le cabría otra solución que intermediar en la ardorosa polémica.
−Yo no hablo por hablar, lo que digo lo repito todas las veces que haga falta: soy mejor trabajador que tú, porque tú eres muy vehemente y no calculas bien lo que debes hacer, y yo, en cambio, pienso mucho las cosas antes de actuar, antes de tomar una decisión equivocada –intentó razonar Rafael.
−Pues ahora te estás equivocando.
−Eso es lo que tú crees.
−Lo creo, sí.
−Lo crees, ya lo sé.
−Lo sabes, eso está por ver.
−No lo sé, lo afirmo.
−La verdad es que no comprendo por qué discuto contigo.
−La verdad es que no tenemos por qué discutir.
−¿Cómo que no? –volvió a rugir Antón.
−Porque no hay motivo.
−Me acabas de decir que yo no trabajo bien.
−Eso no es cierto. Yo sólo he empleado una comparación: he dicho que trabajas peor que yo y, que si te empeñas, te lo podría demostrar con muchos ejemplos. No entiendo por qué te ofendes.
−Yo no me ofendo: simplemente te quiero hacer ver que no es así.
−Pues vaya una forma de explicarte.
−No tengo otra.
−A gritos.
−Yo no grito: hablo.
Rafael terminó por reír. Antón lo miraba todavía con desconfianza, como si pensara que con aquella risa se burlaba abiertamente de él. Lucas, por su parte, permanecía callado, conteniendo a duras penas las ganas de regocijarse que la ocasión le suscitaba.
La discusión empezó a perder intensidad a partir de aquel instante, y los dos contendientes acabaron por dialogar en un tono más mesurado, olvidada ya casi la causa que los había enfrentado.
La fiereza de Antón no era, pues, nada más que producto del énfasis con que se expresaba, del vigor con que de continuo emitía cada una de las frases, a pesar de que a más de uno pudieran ocasionarle pavor sus arrebatos.



X



Tenía Lucas dieciocho años cuando se enamoró de nuevo. Era ya un joven completamente formado, un hombre en ciernes, con bríos y capacidad para afrontar cualquier empresa. Su vida transcurría sin otros quebrantos que los que se derivaban de sus obligaciones en el campo, por lo que aquella experiencia vino a trastornarlo bastante, infundiendo en él sentimientos que creía ya abandonados.
Una tía suya, hermana de la madre, se había empeñado en que conociera a Virginia, una muchacha de su edad muy bien considerada a quien todavía no se le había adjudicado novio. A Lucas no le desagradó al principio, pues reunía muchos atributos que hacían atractiva y airosa su figura. Era rubia, un poco ancha de talle, con los ojos verdes, las mejillas siempre enrojecidas. Aunque no hablaba demasiado, se mostraba a menudo muy alegre y expresiva, supliendo su parquedad de palabras con sonrisas y con gestos que resultaban muy elocuentes.
Entre unos y otros se había acordado que los dos se vieran, y, como para tal circunstancia no había mejor coyuntura que las fiestas del pueblo, se dispuso todo para que con ocasión de ese evento, ya próximo, tuvieran la oportunidad de conocerse y de empezar a trabar una relación más afectuosa.
Eran días grandes para Elvira, esperados con creciente ansiedad por todos sus habitantes, especialmente por los más pequeños y por los que todavía se hallaban a tiempo de pasear su juventud y de recrearla con infinidad de diversiones y entretenimientos. La calle mayor de la localidad aparecía empavesada con toda clase de colchas y de colgaduras, cruzada de cuerdas y de alambres de los que pendían innumerables farolillos y candilejas. En las aceras se alineaban las casetas de tiro al blanco y los puestos de turrón y de barretas. Se respiraba un aire festivo y alegre, propenso a la expansión y a la confraternización de los lugareños.
Por mediación de la tía, se había establecido que la cita fuese la noche del segundo día por ser sin duda aquélla la que se celebraba con más solemnidad y a la que más gente por ello acudía. El encuentro se produjo a las once, después de la procesión de la patrona, Santa Ana, a la que concurrió un gran número de feligreses. Lucas iba ataviado con una capa, pues era ésta prenda que no podía faltar en los momentos más señalados; ella, Virginia, llevaba un mantón sobre un vestido azul de muselina, ribeteado de primorosos encajes. Acompañaba a los dos jóvenes la ineludible señora, acicalada todavía con todas las galas y adornos que había lucido en la ceremonia religiosa.
Tras un cortés y escueto saludo, pasearon los tres por la calle mayor, en medio de una muchedumbre bullanguera y variopinta. A Lucas la situación le resultaba algo embarazosa, por lo que le costaba mucho opinar acerca de lo que las mujeres hablaban, casi todo relativo al espectáculo que ante sus ojos se desenvolvía.
Las cosas, sin embargo, empezaron a cambiar más adelante, cuando ya le pareció más natural lo que le ocurría. Con gran astucia, la gentil dama procuraba a esas alturas apartarse para que los interesados pudiesen mantener una conversación más íntima, en la cual fueron surgiendo temas cada vez más comprometidos. Sin esperarlo, Lucas se vio mucho más resuelto que de costumbre, animado por la confianza que la rozagante figura de Virginia le inspiraba. Tenía la impresión de que congeniaba bastante con ella y de que ella a buen seguro creía lo mismo: era una corazonada muy firme que sentía siempre que sus ojos se encontraban por casualidad o que sus voces se enredaban en el curso de la charla cuando los dos se ponían a hablar al unísono. Como ya había observado con antelación, Virginia sonreía con mucha facilidad, deseosa de complacer en todo instante a la persona con la que a la sazón dialogase. Era aquél un gesto que le confería un mayor encanto, una forma de expresión que a Lucas iba subyugando a medida que pasaba la noche.
Cuando no tenían nada que decirse, se conformaban con mirar el ambiente que a su alrededor se ofrecía, rebosante de colores y de matices diversos, de voces y de sonidos que se entremezclaban y confundían en un grato desconcierto, en un murmullo amplio que no paraba de crecer y multiplicarse. Se cruzaron con grupos de vecinos vestidos de una forma muy vistosa, tocados ellos con sombreros de todos los tamaños, ellas con pañuelos o con mantillas que ayudaban a exaltar aún más su estampa. Todos hablaban o reían, intercambiaban bromas o se contaban chismes con gran agitación, como si estuvieran representando en esos precisos momentos una comedia o una farsa muy divertida, una obra en la que fuesen los protagonistas de una historia que transgrediera con su disparatado humor las normas consabidas.
A instancias de la tía, se comieron unos buñuelos antes de dar por finalizada la marcha. Para Lucas, fue aquél un paseo muy agradable, el prometedor comienzo de una amistad que seguramente le había de deparar emociones muy grandes.
A los dos o tres días, la cita se volvió a producir, aunque esta vez en un sitio muy diferente, lejos de la bulla en la que antes se habían visto inmersos. Tuvo lugar a la entrada de la iglesia, bajo la disimulada vigilancia de la madre de Virginia, a quien ya no se le debía tampoco de ocultar el interés que a él lo movía. Fue una entrevista breve, condicionada por aquella insoslayable presencia. Una entrevista de la que Lucas hubo de extraer la conclusión de que no debía ser aquello un antojo pasajero, sino algo muy hondo que tomaba con el tiempo más consistencia.
Acabó así por enamorarse, por sentirse dominado y aturdido por una pasión arrebatadora que lo inducía constantemente a no desear otra cosa que estar siempre al lado de Virginia, al lado de la persona con la que más a gusto y más feliz se encontraba en el mundo.
Sin embargo, Virginia no tardó en decantarse finalmente por otro, por otro más rico y quizá más apuesto que él, al cual no dudó en preferir en cuanto empezó a cortejarla también, posiblemente apremiado a intervenir al ver que Lucas se le adelantaba en sus pretensiones.
El desengaño que éste sufrió fue casi tan devastador como el que padeció unos años antes, cuando era apenas un adolescente que se enfrentaba por primera vez al amor. Todo se le hizo ingrato e insulso: vivía casi sin conciencia de donde estaba, como un sonámbulo que deambulase por parajes desconocidos, entre objetos que se resistiesen a ser identificados a su paso. La relación con los demás se le volvió también infructuosa, carente de los atractivos que antes la habían impulsado. Al cabo de unas semanas, cansado de lo que había sufrido, resolvió que nunca más se interesaría por ninguna mujer, pues no se consideraba ya capacitado para aguantar otra decepción. Los sentimientos, según había comprobado, sólo acarreaban problemas y disgustos que originaban mucho daño: lo mejor era, por tanto, prescindir de ellos, como de alguna manera había hecho cuando no estaba enamorado.



XI


La muerte del padre lo sorprendió unos meses después. Fue víctima de un mal cuya causa nadie consiguió determinar: de repente había sido acometido por unas fiebres muy altas contra las que nada se pudo hacer. Murió una mañana de octubre de nubes aborrascadas que cubrieron el cielo de tristes presagios, una mañana lúgubre y oscura que Lucas nunca habría de olvidar. Se encontró de pronto solo, perdido en un mundo árido y hostil, para el que no disponía de más recursos que los que su memoria hubiera atesorado. A medida que pasaban los días, acusaba más la ausencia del padre: lo echaba de menos con una frecuencia que le resultaba casi insoportable; le parecía imposible que hubiese muerto, que no estuviese con él en el campo, aconsejándole sobre lo que hubiera de realizar a cada instante; estaba tan sugestionado por su recuerdo, que casi lo veía delante de sí, a unos pasos de él, como una sombra que no hubiera logrado disipar la luz, una sombra tenaz que lo persiguiese y lo acompañase sin descanso.
Durante una larga temporada apenas tuvo trato con nadie, si no era con sus familiares más allegados. Sólo conservaba ánimos para dedicarse a sus asuntos más cotidianos, de los que no podía desentenderse por una especie de compromiso moral y afectivo que lo obligaba a atenderlos: si faltaba a ellos, era como si estuviese traicionando los lazos que todavía lo unían con el padre, cuya figura siempre se le aparecía en su conciencia como un sabio instructor que le hubiera de dictar lo que era más conveniente y beneficioso en cada caso.
En el reparto de la herencia, le había correspondido poco más de setenta marjales de tierra, además de otros privilegios y de diversos objetos personales de menor cuantía. Desde el principio se puso a cultivar aquel terreno con el mayor esmero, con la satisfacción de que lo hacía por la expresa voluntad de quien había sido su anterior propietario. Su vida se limitó a ser una secuencia de actos que ya tenía aprendidos, una serie ininterrumpida de hechos que casi no admitía otra variación que la que ocasionaban los imprevisibles avatares del tiempo.
A partir de marzo del año siguiente, la realidad empezó para él a tomar otro cariz. Era aquélla una época de nuevas siembras, que suscitaron en Lucas inesperadas ilusiones. La vega empezaba a presentar un aspecto más alegre, más conforme con la venturosa estación que se avecinaba: como un espejo, se reflejaban en su superficie cuadros de un colorido muy brillante, espacios de verde esmalte en los que refulgía por unos momentos la tornasolada luz del día. Por primera vez Lucas se sentía esperanzado con lo que entonces había de hacer, con las labores que ahora le tocaba ejecutar, con las cosechas que de ellas dentro de unos meses habrían de sobrevenir. Por raro que le pareciera, estaba más seguro que nunca de los deberes que le concernían, de las responsabilidades que a causa de ellos tenía que asumir. Cuando iba a la vega, por las mañanas, se apercibía con claridad de los cambios que en él se habían operado: al llegar a las hazas que ahora por su propia cuenta trabajaba, se veía como un hombre nuevo, como un labrador que a la fuerza debía seguir almacenando experiencia para enfrentarse a los retos que el futuro le reservase. Miraba los campos con orgullo, las parcelas que en la herencia le habían tocado, todas ellas de tierra muy fértil, abastecidas con ramales de acequias a las que nunca solía faltarle el agua, pues eran todos caudales que procedían del deshielo de la sierra. Le gustaba detenerse y mirar una vez más aquellos terrones, aquellas glebas en las que al cabo de una breve espera comenzaba a germinar la semilla y a despuntar los primeros tallos de los frutos, aquellas senaras de mies apretada y dúctil en las que el viento trazaba sinuosos caminos… El campo, siempre agradecido, le otorgaba la recompensa que sus desvelos y sacrificios habían merecido, el premio que sus horas de afanosa entrega habían alcanzado, un premio o una recompensa que no se medían por fanegas o por celemines cosechados, sino más bien por el valor sentimental que esos celemines o esas fanegas para él representaban. Él, de algún modo, era continuador de lo que los otros habían hecho en aquellos mismos lugares, en aquellos mismos rodales de vega que ahora con tanto tesón cultivaba, continuador de la obra que todos sus predecesores allí habían desarrollado, del esfuerzo y la perseverancia con que unos a otros se la habían ido legando. Ningún sufrimiento o fatiga los consideraba en vano si obtenía tan justo galardón, si al final se sentía tan reconfortado con los pensamientos que entonces cruzaban por su mente, si era el dueño actual de unos predios que él a su vez hubiera de cuidar antes de que pasaran a sus futuros sucesores. Era, por tanto, responsable de lo que en ellos hiciese, del rendimiento que de ellos consiguiera, de los cambios o las mejoras que a lo largo del tiempo acometiese. Porque ellos eran sobre todo fuente de vida, fuente de alimentos y de recursos con los que mucha gente se mantenía, fuente inestimable de subsistencia con los que se sobrellevaban a veces los años difíciles. Aunque no tuviera unos herederos concretos, había de conservarlos de la mejor manera posible, con el amor con que en tales momentos los veía, retazos verdes o marrones de labranza por los que con tanta delectación sus ojos se recreaban, trigales que una brisa de aire de pronto abanicaba y removía, besanas de tierra mollar que dentro de poco hubiese de ser sembrada…



XII



Decidido a agilizar sus tareas, más adelante cambió los bueyes por un par de mulas, mucho más ligeras y eficaces para el trabajo. Las adquirió en una feria de ganado que todos los años tenía lugar en Elvira. Muy pronto advirtió que el trueque había sido acertado, pues con las mulas se desplazaba más rápido y podía realizar más cargas que las que antes hacía con aquellas pesadas bestias. Un aperador del pueblo restauró una vieja carreta para ellas, con un yugo que se amoldaba perfectamente a sus cuellos.
Las dos eran tordas, de notable alzada y de rasgos muy semejantes. Tenían tanta prestancia que casi parecían caballos, caballos que se hubieran avenido a cumplir funciones más humildes. A su grácil estampa, se sumaba la fuerza que demostraban a cada momento, la diligencia con que atendían cada una de sus órdenes.
Al final, por una instintiva tendencia, Lucas acabó tomándole más cariño a una, a la que daba señales de ser más noble. En ella iba a menudo montado a cualquier sitio, por lo que terminó convirtiéndose en su medio de transporte preferido, en el mejor acompañante de que disponía para todos sus desplazamientos. A fuerza de obedecerle, Leocadia, como así la llamaba, no tardó en adaptarse con facilidad a sus costumbres.
Cuando no la tenía que uncir con la otra a la carreta, le aparejaba las albardas y salía muy bizarro con ella camino de la vega. La llevaba con cierto mimo, dejándola que cabalgase al ritmo que ella quisiese, seguro de que nunca le fallaría, de que siempre habría de hacer lo que a él más le complaciera. Más que un animal, daba la impresión de que fuera una persona por la compenetración que había alcanzado a tener con su dueño, a quien nunca le faltaban palabras de admiración o de aliento hacia ella, sobre todo en las ocasiones más críticas, cuando los dos se veían a la sazón muy apurados ante algún grave contratiempo.
Un día de septiembre, por razón de una repentina tormenta, se hubieron de enfrentar a una de las situaciones más difíciles por las que atravesaron en su vida. Habían salido del pueblo a una hora muy temprana de la tarde, con el cielo casi completamente despejado; nada hacía presagiar lo que sobrevendría después, si no eran unas nubecillas grises que emborronaban a lo lejos el horizonte. Tenía Lucas que visitar una de sus hazas, donde permaneció un largo rato limpiando una acequia, mientras la mula deambulaba a su antojo por aquellos contornos. La encontró más nerviosa que de costumbre, aunque no hubiera sabido explicar por qué. A eso de las cuatro se puso a hablar con un vecino que casualmente pasaba por allí. Era un hombre bastante curioso, al que siempre le gustaba estar informado de todo. Duraría más de veinte minutos la conversación, durante la cual ambos interlocutores expusieron de forma desenfadada sus opiniones acerca de los asuntos que entonces resultaban más acuciantes. Antes de marcharse, el vecino le advirtió que no le hacían mucha gracia las nubes que se habían ido formando, cada vez más densas y compactas. “Parecen torreones que casi se tocan con esos picos tan largos”, le comentó. Lucas apenas quiso conceder importancia a aquello, y continuó su trabajo como si nada pasara, convencido en el fondo de que todo no habría de ser sino una falsa alarma, un mal barrunto que pronto tenía que desvanecerse.
Cuando terminó y se dispuso a montar otra vez en la mula, comprobó que quizá no hubiese acertado, pues el cielo había empezado a adquirir a esas alturas un aspecto muy extraño. Montó en Leocadia en seguida, sin terminar de recoger los aperos con los que había estado trabajando antes. A su alrededor comenzaba a correr un viento muy frío, poco habitual en aquella época del año. Parecía como si la naturaleza hubiera experimentado de pronto una transformación inaudita, un cambio que hubiese sacudido sus entrañas y que hiciera ahora temer las consecuencias que de él tal vez se derivaban.
No había llegado todavía al camino al que daba el carril que conducía a su parcela cuando un inopinado relámpago iluminó toda la extensión de la vega. Como no podía ser de otro modo, se sobresaltó bastante, aunque aún fue mayor su sorpresa cuando poco después aturdió sus oídos un trueno tremendo, una feroz detonación que amenazaba con causar un horroroso derrumbe de materiales y elementos diversos. Leocadia erizó al momento su pelaje, sobrecogida también por tan inesperado fenómeno. Sin dejar de acariciarla y de animarla con tiernas palabras, salió al fin a aquel camino, desde el que había de dirigirse con la mayor rapidez hasta el pueblo.
Las nubes, ya muy oscuras, principiaron a despedir entonces gordos goterones que casi agujereaban el suelo y que percutían en la fronda con ronco acento. Lucas trató de acelerar el paso, pues aunque el sombrero de paja algo lo resguardaba, no quería mojarse demasiado. Calculó que en un espacio de diez o quince minutos estaría ya a salvo en su casa, por lo que no creyó que en tan breve tiempo pudiera empeorar mucho más la situación.
El caso fue que sus previsiones volvieron a fallar una vez más, ya que a los pocos segundos un rayo se precipitó a no mucha distancia de donde él se hallaba. El pavor lo dominó por un instante, por más que procuró al punto recobrar la serenidad que su padre siempre le había aconsejado. “Tú nunca te amilanes”, se decía una vez y otra para conjurar los peligros que en torno de él se cernían. “No te detengas, sigue, sigue adelante”, parecía que alguien le gritaba entonces en su interior.
Leocadia no daba ya más de sí. Una lluvia muy intensa se desató casi a continuación. Rompió a llover a cántaros, como si en verdad arrojasen barreños de agua desde lo alto, turbiones de agua que caían con una fuerza insospechada. El camino se llenó pronto de charcos y de lodo, por lo que era muy difícil ya avanzar. El viento, además, frenaba la marcha de la cabalgadura, haciéndola casi tambalear. Estaba todo cubierto por una cortina gris, una cortina que se volvía más pesada y fosca a medida que transcurría la tarde.
Alertada por algo, la acémila dio un súbito brinco, y Lucas, que no debía de estar muy bien sujeto, fue a caer de costado en un recodo del camino. Al principio no se podía mover; le dolía mucho toda aquella parte del cuerpo con la que se había golpeado, por lo que lo primero que pensó fue que quizá se había fracturado más de un hueso. Después, con ímprobo esfuerzo, logró incorporarse muy lentamente, agarrándose con las pocas fuerzas que le quedaban al ronzal de la montura. Creía que no se podría mantener en pie, pero luego comprobó que no estaba tan mal como presumía. Anduvo unos pasos sin soltar a la mula, con el brazo echado sobre su cuello. El campo semejaba un mar en el que se hubiese desencadenado una descomunal tormenta; relámpagos y truenos se sucedían sin interrupción, en medio de una atmósfera turbia y medrosa.
Iba empapado, mojado casi hasta los tuétanos, sugestionado con la idea de que no conseguiría escapar de aquel aciago trance, de que en cualquier momento volvería a caerse y ya nunca más se levantaría. Temió que fuera aquélla su última hora, contra la que ya era inútil rebelarse. Continuó andando como pudo, arrastrando los pies por el fango. Se sentía perdido, como un náufrago que buscase con desesperación la orilla de su salvación. Un náufrago derrengado, aferrado a un animal sumiso que lo guiaba de memoria por aquel paraje siniestro.
Al final, por increíble que le pareciera, llegó a un punto más tranquilo, desde el que ya se atisbaba Elvira. La lluvia seguía azotando su cara, aunque ahora no nublaba del todo su vista como antes. Tardó, no obstante, unos minutos más en alcanzar la costa deseada, pues las piernas apenas le respondían. Fue todavía un trayecto muy duro, hasta que por fin se vio de nuevo ante las primeras casas del pueblo. Una indescriptible alegría inundó entonces su pecho, en el que su corazón volvía a latir con recobrado ímpetu.
A pesar de lo mal que lo había pasado, a Lucas le hubo de servir aquella experiencia para no fiarse más de su suerte, expuesta siempre a mil avatares e imponderables que él jamás controlaría.



XIII



Desde pequeño, le habían inculcado la fe católica. Tanto en la familia como después en la escuela, lo habían educado en los principios y en las creencias que el cristianismo propugnaba. En sus primeros años, había sido la madre sobre todo su principal mentor, la fuente de la que él incesantemente había bebido.
Sin embargo, por motivos que no resultaban fáciles de analizar, se había ido apartando negligentemente de aquellos comienzos, avalado quizá por el ejemplo del padre, a quien le costaba mucho creer en lo que sus propios ojos no constataban, como él a veces admitía.
Entre otras cosas, Lucas dejó de ir a misa porque consideraba que era asunto de mujeres, algo casi exclusivo de ellas, como si el sentimiento religioso requiriese de una sensibilidad muy especial, de la que los hombres por su propia condición estuviesen exentos. Estimaba como muy natural que sólo ellas acudiesen a los oficios religiosos o que fueran las encargadas de rezar y de elevar plegarias al Cielo.
Lo que más lo atraía, con todo, de la fe cristiana era la llamada que desde ella constantemente se hacía a los pecadores, a los que andaban descarriados del camino recto. Aunque llevaba ya mucho tiempo sin confesarse, se reconocía en el fondo como uno de ellos, como un sujeto que se resistía mucho a doblegarse a las pautas por las que otros, más obedientes, se regían. Su espíritu era algo rebelde e insumiso, incapaz de someterse a unos criterios fijos, a unas normas concretas de conducta. Su mayor pecado radicaba, por tanto, en esto, en su falta de mansedumbre para integrarse en la comunidad que los demás constituían; se trataba quizá de una especie de soberbia que lo aislaba y que sólo lo centraba en lo que a él más le apetecía. Por eso, de alguna forma valoraba mucho la conversión que desde el seno de la Iglesia no dejaba de ofrecérsele, la posibilidad de renunciar al hombre viejo que todos llevamos dentro para renacer a una nueva vida.
Ejercía por entonces de párroco en Elvira don Manuel, un cura con fama de santo por el que Lucas sentía también un considerable fervor. Era bajo y enjuto, con la tez cobriza, salpicada de manchas, los ojos de un fulgor siempre encendido. Había una extraña cualidad en él que irradiaba confianza en las bondades que los Evangelios pregonaban, quizá su talante humilde y sencillo, el sentido del humor con que todo lo enjuiciaba, sin que hubiera nada digno de ser reprobado. No tenía, por lo demás, preferencias don Manuel por ninguna clase de gente: atendía a todos, especialmente a los más necesitados, a los pobres, a los enfermos, a los que arrastraban cualquier tipo de dolencia o de inquietud espiritual.
Una vez se encontró con él en la calle, al coincidir los dos a la puerta de una casa, de la que Lucas salía después de rendir una breve visita. Don Manuel lo abordó como hacía casi siempre, con la naturalidad con que solía tratar a la mayoría de la gente.
Por el interés que después mostraría en conversar con Lucas, se echaba de ver que no debía de estar muy ocupado aquel día, cosa que no era demasiado común en él, que no paraba de ir de un lado a otro cuando no tenía ninguna obligación mayor que cumplir.
Le preguntó, como ya había hecho otras veces, por las tareas del campo, por las que siempre manifestaba un vivo interés.
−Dentro de poco se recogerán las remolachas –le reveló Lucas en aquella ocasión.
−Las lluvias complicarán mucho el trabajo –conjeturó don Manuel, a quien no parecía que se le ocultara ningún detalle.
−No lo sabe usted bien, padre, lo duro que se nos hace tener que recogerlas en medio del barro –explicó él, complacido de confirmar aquel dato.
−Hay que reconocer, Lucas, que tenéis un gran mérito los hombres del campo. A la dureza de vuestra labor, que no es poca, se deben sumar todas las fatigas que pasáis en vuestra lucha diaria contra las inclemencias atmosféricas, de las que nadie puede librarse: la lluvia, el sol, el viento, la nieve, las heladas…, son elementos naturales que a menudo acarrean grandes daños –reconoció al hilo de aquello tan gentil presbítero, interesado en resaltar todos los valores que debían de reunir los sufridos campesinos−. Las cosechas a veces se malogran por alguna de estas inconveniencias, por circunstancias que no dependen de la voluntad de uno, porque la naturaleza es así de caprichosa. Sin embargo, vosotros apenas os quejáis: lo tomáis como un contratiempo, ante el que no os queda otra opción que continuar con el mejor ánimo vuestras faenas…
−No tenemos más remedio –lo interrumpió Lucas, tratando de restar importancia a lo que hacía−. La vida nos ha enseñado a sufrir y a ser valientes: de nada sirve lamentarse de algo que no se puede evitar.
Don Manuel lo miró con admiración, satisfecho de lo que oía. Por un momento se quitó el sombrero y mostró su cráneo casi tonsurado, del que brotaban ralos mechones de cabello. Lucas hizo ademán de marcharse de allí, pero el cura lo detuvo con un gesto imperioso de las manos, deseoso de que permaneciera todavía un rato más con él:
−Sois muy duros –continuó diciendo, sin dejar de mover las manos, como si fuera un actor de una farsa en la que se hubiera de exagerar mucho cualquier intervención−. Estáis acostumbrados a hacer continuos sacrificios, de los que sin embargo nunca rendís cuentas a nadie. Porque así os quiere Dios, de una pasta especial, de la que los demás mortales no estamos hechos. Es una forma de vivir, una forma que no se aprende hasta que uno no lo ha experimentado alguna vez. Te lo digo de verdad; no creas que intento adularte con algún tipo de interés, porque no hay razón para que lo haga, cuando yo no pretendo conseguir nada de ti. Es porque os admiro, porque me parecéis unos seres estupendos, gente sencilla por la que Dios siempre ha sentido preferencia, de eso no te quepa ninguna duda. Vuestra riqueza, si es que la tenéis, no está en las tierras que acaso poseáis, sino en la capacidad de trabajo que continuamente manifestáis.
Lucas ya no sabía qué decir. Se quedó parado frente al sacerdote, mirando a un lado y a otro con indecisión, sin hallar las palabras con las que podría responder de una manera adecuada a aquella sarta de inopinados elogios.
−Los campesinos, como los pescadores, son personas a las que Dios ha escogido para que sean sus más fieles seguidores –proclamó don Manuel en vista de que no hablaba−. Porque Él, que todo lo sabe, no se fija en los propósitos o en las buenas disposiciones que en los labios afloran, sino en el tamaño que realmente tienen nuestros corazones, en el vacío que en ellos se percibe cuando faltan nuestras fuerzas, en el sentimiento de pobreza que nos invade cuando afrontamos a solas nuestro propio destino. Tú, no lo dudes, debes ser uno de los elegidos, aunque hasta ahora no hayas caído en el verdadero papel que te corresponde. Sí, tú, que eres un campesino, estás más cerca que otros muchos de lo que Dios quiere, a pesar de todos los pecados en los que tal vez incurras.
−Yo no creo que sea tan bueno como dice –masculló Lucas, sin salir todavía de su asombro.
−Pues si no eres bueno, lo pareces –bromeó don Manuel.
−Lo que tengo es alma de bruto –replicó con seriedad el campesino−. Soy como las bestias, acostumbradas siempre a cargar con lo que a su amo se le antoja. Mi vida, bien mirado, es muy reducida: casi se puede decir que ha quedado encerrada entre cuatro porciones de tierra; es sucia, a menudo está llena de polvo y de inmundicias.
−En tiempos de Jesús, los pastores también eran muy brutos y, sin embargo, llegaron a ser los primeros que fueron a adorarle –recordó don Manuel sonriente, ufano, exultante, como si en ese momento se estuviera dirigiendo a todos sus feligreses desde el púlpito de la iglesia, con los brazos abiertos, haciendo así mayor hincapié en lo que proclamaba.
Lucas no supo otra vez qué decir, pero el presbítero ya se marchaba: en lugar de estrechar su mano, le dio una afectuosa palmada en el hombro en señal de despedida, ante la que él no pudo por menos de corresponder con un gesto de tímido agradecimiento por todos los halagos que había recibido.



XIV


Por aquel tiempo, la realidad en Elvira era cada vez más dura. La gente no vivía tan bien como en años anteriores: a la falta general de recursos, se unían unos salarios muy bajos que apenas eran suficientes para subsistir en unas condiciones ínfimas; los alimentos con frecuencia escaseaban y se hacía necesario realizar grandes sacrificios para valerse de los que se tenían. A todo ello, por si no fuera poco, se venía a sumar la situación de muchas personas que a duras penas sobrevivían, sustentadas con lo que las almas más generosas a veces las socorrían.
A Lucas, como a cualquiera, no se le podía ocultar lo que a su alrededor existía; por más que a menudo tratase de soslayarlo, las cosas saltaban a su vista al menor descuido, pues pasase por donde pasase encontraba algún cuadro deplorable, ante el que era difícil no reparar en el angustioso trance por el que estaban atravesando muchos en Elvira.
Los casos más llamativos eran, sobre todo, los que presentaban numerosos niños, pertenecientes en su gran mayoría a familias gitanas que se habían ido asentando en sórdidos arrabales, a las afueras del pueblo. Cubiertos con sucios harapos, no habían de pasar inadvertidos a los ojos de los demás. Eran seres tristes, con las caras ennegrecidas, las piernas muy flacas, llenas de magulladuras y de mugre. Por cualquier lado por donde se caminase, se los topaba uno, como si estuviesen proveídos del don de la ubicuidad para despertar con su presencia las conciencias adormecidas.
Aunque los conocía a casi todos, Lucas evitaba con frecuencia mezclarse con ellos, no por un exceso de escrúpulos, sino más bien porque no quería complicar su vida más de lo que entonces estaba. Si accedía a escucharlos, se veía en el compromiso de hacer algo por paliar la pobreza en que se hallaban, aunque sólo fuera con una limosna con la que mitigar la inquietud que en esos momentos sentía.
Lo más cómodo, por tanto, era rehuirlos, impedir que se le acercaran o que corrieran tras él para solicitar su ayuda. De esa manera, siendo un tanto esquivo, conseguía que no concibieran demasiadas esperanzas de su auxilio. En el pueblo, de hecho, había otros vecinos más caritativos, de los que era mucho más fácil obtener lo que ellos se propusieran. Estaba seguro, además, de que su reputación apenas se resentía de ello, pues había para él otras obligaciones mucho más serias: con su trabajo, solía decirse, contribuía con creces a que las cosas no fuesen menos graves. Era esto, casi ninguna duda, lo que realmente tenía importancia, el cumplimiento de un deber que redundaba en beneficio de todos.
Silvestre era un muchacho que pertenecía a aquella desventurada especie. Por su estatura y por el escaso desarrollo de sus miembros, podía hacer creer que no era más que un niño que apenas superaba la edad de ocho o de nueve años; sin embargo, cuando confesaba que tenía ya los quince, no había quien no se asombrara de lo desmedrado y de lo endeble que entonces había quedado. Vestía con trazas de mendigo, con andrajos mal remendados y zurcidos que en alguna de sus muchas andanzas alguien le hubiera proporcionado. Despedía por ello un desagradable olor, producido por la cantidad de grasas y de sudores que en el cuerpo y en las ropas tenía ya acumuladas, pues era ya para él una costumbre consolidada que no se lavase ni que se limpiase nada de lo que llevara puesto. Vivía como un salvaje, haciendo así honor a su nombre, de lo cual no se arrepentía, ya que no era consciente nunca de ello. Mostraba, además, un aire taciturno y macilento, en consonancia con lo que presentaba su andrajosa figura. Cuando hablaba, lo hacía en una jerga extraña, en la que resultaba casi imposible descifrar lo que decía; la gente opinaba por esto que no debía de estar muy bien de entendederas, quizá a causa de la misma desnutrición que desde pequeño hubiera sufrido. Lucas, sin embargo, no lo tomaba por tal, pues él veía que a su modo expresaba más o menos lo que quería, la mayoría de las veces de forma muy embarullada y confusa, posiblemente debido a que su asimilación del lenguaje no hubiera sido la más adecuada. Él, con algún esfuerzo, entendía ciertas palabras, con las que con frecuencia podía deducir lo que en cada caso se le antojaba, casi siempre cosas relativas a su propia familia o a circunstancias que se daban en Elvira.
Aunque lo rehuía, como a todos, Lucas sentía por Silvestre mayor compasión que por otros, quizá porque lo viese más desvalido que ninguno o porque encontrase en él algo con lo que de algún modo se identificase, a lo mejor de una manera inconsciente.
Un día, antes de que se diera cuenta, lo abordó por la calle. Como era natural, lo primero que experimentó fue un cierto rechazo, pues no se hallaba entonces con ánimo de atenderlo. Lo notó, sin embargo, más nervioso que en ocasiones anteriores, por lo que no tuvo más remedio que interesarse por lo que trataba de decirle.
Al principio no lo entendía, por más esfuerzos que hacía en conseguirlo. Todo lo que decía le resultaba inconexo, desprovisto de sentido. Emitía sonidos sin cesar, de una forma muy extraña, como si tuviera algún defecto o limitación que le impidiese pronunciarlos bien. Parecían ronquidos, gritos mal articulados que no comunicasen nada concreto.
Después de hablar, Silvestre se quedó parado a unos pasos de él, mirándolo con ojos expectantes. De vez en cuando lo acometían repentinos estremecimientos, fuertes sacudidas que no lograba contener. Le castañeteaban los dientes; se diría que tuviese frío, pues hacía un tiempo muy crudo y no disponía de las ropas adecuadas para combatirlo.
−¿Qué te pasa, hombre? –acertó a preguntarle él.
Lucas percibió entonces como un gemido que salía de sus labios gruesos, cuarteados por la intemperie. Un gemido hondo, provocado por el miedo o por la desazón. Estuvo esperando que hablara de nuevo, aunque tampoco pudiera comprender lo que pretendía transmitirle.
−¿Tiene usted cabras? –oyó con sorpresa que le preguntaba, impulsado por algún oculto resorte.
−Sólo tengo dos mulas –replicó él.
−A mí me gustan las cabras –explicó a continuación Silvestre, víctima otra vez de un súbito temblor, algo más intenso quizá que los anteriores.
Lucas no sabía a qué se debía aquella confesión, cuál era el verdadero motivo de que le revelara aquello.
El otro, sin embargo, no se daba por satisfecho. Aprovechando que él se callaba, volvió a manifestarle lo que sentía, aunque ahora su pronunciación se hizo nuevamente oscura.
−Me gustaría tener cabras; las cabras dan leche, con la leche vivimos –tornó a expresarse mejor, cuando ya Lucas pensaba que nunca más lo entendería.
−Es una buena idea –comentó él con cierto estupor.
Silvestre ya no dejó de hablar durante un buen rato. A su modo le debía de contar los beneficios que podría obtener de aquellos animales. Daba la impresión de que disfrutaba refiriéndolo, imaginando lo que él haría con ellos en el monte, adonde seguramente los llevaría a pastar. No habría que aclarar que Silvestre conocía muy bien el monte, todas las sierras y collados que circundaban a Elvira; en sus paseos por aquellos lugares, no había dejado casi rincón por donde pasar.
−Ya veo que te gusta la leche de cabra –apuntó Lucas cuando hubo acabado su relato, sin saber a aquellas alturas lo que decir.
Silvestre asintió esta vez con la cabeza, mirándolo con cierta perplejidad, como si fuera ahora él quien no terminara de comprender a su interlocutor.
Parecía que la conversación estaba ya a punto de concluir entre ellos cuando Silvestre quiso añadir algo que quizá considerase muy importante, pues dio en temblar y en balbucear palabras que se le enredaban en la boca.
Lucas creyó oír que tenía un hermano enfermo y que le hacía falta en aquellos momentos un pedazo de pan para que comiera. Sin dudarlo un instante, regresó con él a su casa para dárselo, pues en el fondo le había conmovido mucho su figura, en la que muy pocos en el pueblo reparaban si no era para lamentar su desgracia.



XIV


A uno no le bastaba con parecer bueno, sino que había que demostrarlo de muchas maneras, en las ocasiones en que se presentaba la oportunidad de efectuar alguna obra generosa. En el caso de Lucas, ocurría por lo común algo de esto, pues a pesar de las apariencias nunca daba más de lo que hubiera supuesto para él algún tipo de esfuerzo. Don Manuel, el cura, valoraba su espíritu de trabajo y sacrificio, sin el cual no era fácil realizar con solvencia las labores que le correspondían; sin embargo, por mucho que se tuviese en cuenta lo que hacía, eso no era suficiente para que fuese de verdad bueno: él, de alguna forma, lo sabía; sabía que era muy poco lo que a los demás se ofrecía y que vivía quizá por eso de un modo muy cómodo, sin que los problemas de los otros apenas le afectasen. Para justificar su postura, a veces se decía que no está bien sacar de un apuro a quien podía conseguirlo por sí mismo; bastante tenía él con cumplir con las obligaciones que por su propio oficio asumía.
No sólo los tipos como Silvestre cuestionaban de vez en cuando su conciencia. También había otras personas en Elvira que no lo podían dejar tranquilo, por más que con frecuencia él desviase su atención hacia otra parte. Una de ellas, sin duda, era Bartolomé, a quien él de pequeño había tratado a menudo, pues era casi de su misma edad. Durante algunos años, lo perdió por completo de vista, hasta que un día le dijeron que por una rara enfermedad se había quedado paralítico. Como era natural, lo sintió entonces por él, y por un tiempo lo tuvo muy presente en sus pensamientos: lo consideraba como un ejemplo más de la vulnerabilidad del ser humano, siempre expuesto a que lo acometiera algún mal. Lo compadecía, sí, como hubiera compadecido quizá a cualquier otro, a cualquier otro vecino de Elvira con el que la suerte tampoco hubiese sido muy favorable.
Le habían dicho que, avergonzado del estado en que se encontraba, Bartolomé apenas salía ya a la calle. Lo sacaban a veces en una especie de carrito al portal de su vivienda, desde donde observaba casi a escondidas a toda la gente que pasaba a la sazón por su puerta.
Para que no se molestase, Lucas nunca había querido visitarlo. Se limitaba a preguntar por él a algún familiar y a hacerle llegar por su mediación el gran pesar que le causaba lo que le había sucedido.
Una tarde, sin embargo, las circunstancias propiciaron tal vez el encuentro. Por un inusual designio del tullido, se hallaba éste apostado en compañía de un cuñado en un sitio muy transitado del pueblo, por el que fue poco menos que inevitable que apareciera él. Al verlo, como no podía ser de otro modo, Lucas no tuvo más remedio que acercarse. Lo notó al principio muy cambiado, bastante más grueso y ensombrecido que antes, casi como si hubiera tomado la forma de otro, el aspecto de un hermano al que se pareciese mucho.
Ante la duda, fue Bartolomé precisamente quien se apresuró a hablar:
−¡Qué sorpresa, Lucas! –exclamó con afectada cordialidad, alzando con dificultad una mano para reclamar aún más su atención.
−¡Cuánto tiempo! –replicó él por su parte, sin saber cómo había de actuar en aquella situación.
−Estás como un roble –observó Bartolomé después de haberlo examinado con cierto detenimiento.
−Y tú como un olivo.
−Como un olivo añoso, ya con muy poco jugo.
Lucas se calló, azorado, dudando de si no había incurrido sin querer en alguna indiscreción.
−He salido, como ves, para tomar el sol un poco. La sombra agosta las plantas; el sol las hace crecer, aunque en mi caso no sé qué es lo que pueda crecer ya, como no sea el corazón, que lo tengo bastante encogido de estar siempre en el mismo rodal –expuso sin inhibición el tullido, sonriendo con esfuerzo ante el desconcierto del viejo amigo.
−Eso es bueno –musitó éste.
−Mi cuñado, como ves, me ha sacado para que disfrute del buen tiempo que ahora nos hace. Si te digo la verdad, he encontrado el pueblo igual que antes: parece como si el pueblo estuviera tan inmovilizado como yo, como si no pasaran los años por él. Hoy, al salir, sin saber por qué, me he acordado de cuando era niño y correteaba por estas mismas calles con los otros zagales. Me gusta recordar: es lo único que tengo, Lucas; ya no puedo mirar hacia adelante, porque no veo nada agradable en mi futuro. En cambio, si miro hacia atrás, encuentro un poco de consuelo: los recuerdos me sirven de animación; por lo menos me ayudan a olvidar durante unos instantes la vida que me ha tocado vivir.
−A mí, por el contrario, lo que más me preocupa es el presente –declaró Lucas, casi interrumpiéndolo.
−Porque tú sigues teniendo obligaciones que cumplir. Ojalá las tuviera yo, porque eso significaría que estoy bien y que me puedo mover. Pero en fin, es mejor que no me queje, pues por ese camino al final acabo compadeciéndome de mí mismo, y le doy muchas vueltas a la cabeza y me pongo muy triste, y me entran ganas de morirme, y eso no está bien, porque todo el mundo tiene un destino, y a mí me ha correspondido éste. Un destino muy malo, como ves, pero qué le voy a hacer: es algo que no tiene remedio, y contra las cosas que no tienen remedio no es bueno rebelarse, aunque a veces a uno le vengan deseos de mandarlo todo a la puñeta. Qué te voy a decir, mira cómo me he quedado. Eso salta a la vista… Lucas, no sabes bien lo que es esto, esto de no poderse mover, de no poder hacer lo que uno quiere.
−Es muy duro, sí.
−No lo sabes bien: sólo es capaz de comprenderlo quien lo ha padecido. Ya sé que hay suertes peores que la mía y desgracias que no hay quien las sufra, pero ésta es la mía y la padezco yo, qué te voy a decir: me ha tocado a mí, mírame, qué piernas se me han quedado, parecen de trapo. Pero no voy a seguir compadeciéndome, porque, como te decía, esto no tiene arreglo… Mi vida es, en fin, un desastre; no sé qué ha sido de la tuya, te veo bien, supongo que continuarás trabajando en el campo, en las tierras que heredaste de tu padre, que en paz descanse. Según me han dicho, todavía no te has casado, aunque eso es una cosa que llega sola, cuando se presenta la mujer que estaba destinada para uno, la mujer que lo va a querer siempre, en las alegrías y en las penas, como hace ahora la mía, que sólo tiene atenciones para mí… La pobre no para, qué te voy a decir; la verdad es que le estoy muy agradecido, porque eso no hay quien lo haga. El sacrificio es una virtud, es la mejor virtud, porque con él se soportan todos los dolores…
−A mí me gustaría casarme, como a todo el mundo, pero todavía no he encontrado ocasión para ello.
−Ya lo harás, tú no te preocupes. Mujeres no faltan; siempre habrá alguna que se fije en ti.
−Para eso, hay que buscarlas –comentó el cuñado de Bartolomé, que todavía no había hablado−: si no se buscan, será difícil que aparezca la que a uno lo quiera. Es como el juego de la lotería: si uno no compra ningún boleto, es imposible que toque. Y tú, Lucas, perdona que te lo recuerde, buscas muy poco: estás siempre metido en faena, alejado de la gente, y así cómo quieres que te salga nada; te saldrá un bicho, una de esas serpientes que se mueven por la vega. Hay que salir más, hombre, ir a donde van ellas, a los lavaderos, a las fuentes, a los sitios por donde ellas, las mujeres, pasean.
−Me aplicaré el cuento –admitió Lucas, cabeceando levemente.
−Eso –murmuró Bartolomé.
−La vida es corta, aunque no queramos a veces reconocerlo –continuó arguyendo el cuñado−, y a uno se le escapan las oportunidades que va teniendo, y cuando nos damos cuenta, ya somos viejos y ya no hay quien nos soporte. No se puede dejar pasar el tiempo así como así, diciendo: “Ya vendrá lo que sea para mí”. Eso es un error, un error que luego se paga caro, porque lo que estaba para uno hay que buscarlo, como decía antes. O a lo mejor, qué sé yo, sólo hay que descubrirlo entre lo está a nuestro alrededor, porque muchas veces se encuentra a nuestro lado y no somos capaces de verlo.
−No somos capaces de verlo –repitió, reflexivo, Bartolomé, con los ojos clavados en el cielo.
Lucas volvió a callarse, pues de alguna manera estaba de acuerdo con aquello, aunque en la realidad no pudiese cumplirlo. Sonrió luego tímidamente antes de intervenir:
−Al árbol viejo ya no se arriman pájaros, es cierto. Tendré que hacer lo que me decís, aunque para eso haya de cambiar un poco, porque, si os confieso la verdad, ahora mismo no echo de menos a nadie. Vivo muy bien, con mis cuatro pedazos de tierra me apaño, y no paso ninguna necesidad. El hombre se acostumbra a todo, incluso a la soledad, a pesar de que también se dice que no es bueno que esté solo. Yo no me aburro, siempre tengo algo que hacer: es el trabajo lo que a mí me da la vida, el trabajo, la tarea de todos los días; eso es lo que me sostiene, lo que siempre me anima para seguir adelante.
−Dios le da habas a quien no las puede roer –continuó reflexionando Bartolomé, sin bajar los ojos del cielo.
−Descansar también es muy aconsejable –repuso el cuñado.
−Mis descansos consisten en cambiar de faena –replicó de inmediato Lucas.
−No habléis de descansos, que yo bien descansado vivo –protestó con cierta ironía Bartolomé, mirando ahora alternativamente a sus dos contertulios.
−Haré caso, no obstante, de lo que me decís –bromeó al final Lucas−. La semana que viene, si nos volvemos a encontrar aquí, ya os contaré.
Se despidió así de ellos, de aquella manera tan jocosa.
Su promesa, sin embargo, no llegó a cumplirse, pues ni él hizo nada por mudar de costumbres ni tal vez ellos tornaron a salir.



XV


Aunque no eran buenos tiempos para los productos del campo, Lucas sacaba el mayor provecho de lo que hacía, fruto en gran parte de su esfuerzo y del esmero con que efectuaba cada una de sus tareas. Vivía de forma más que desahogada, pues entre cosas no disponía de gastos extraordinarios que pudieran menguar su patrimonio. En un rincón de la casa, guardaba con mucha meticulosidad sus ahorros, que iban poco a poco aumentando a medida que crecían las ganancias que obtenía de sus operaciones. El dinero para él era algo muy valioso que no se debía derrochar o invertir en empresas que no fueran muy seguras; por eso, lo ahorraba, porque no quería que se desperdiciase o que se utilizase sin ningún sentido, por un prurito de conservar y de mantener lo que se había cosechado con imponderable denuedo. Si algún día se le presentaba la ocasión de emplearlo, sólo habría de ser para adquirir con él nuevas posesiones con las que ampliar su hacienda. Lo tenía, sobre ello, muy claro: él era un modesto labrador que únicamente podía aspirar a cultivar un terreno cada vez más extenso, siempre que sus fuerzas y sus escasos medios se lo permitieran. De ahí que cuando le dijeron que un vecino estaba dispuesto a vender una finca, no dudó en tratar de aprovechar la oportunidad que se le brindaba.
Don Adrián, que así se llamaba dicho sujeto, acababa de quedarse viudo y, a instancias de una de sus hijas, había decidido marcharse a vivir con ella a un lugar muy alejado de Elvira, por lo que le convenía desprenderse de lo que allí poseía para no tener que dejarlo en manos de un arrendatario o de alguna persona con la que acordarse labrar a medias la tierra. Prefería venderla a un precio razonable y evitar así complicaciones para las que ya no se sentía demasiado preparado.
Don Adrián era un hombre grueso, de talla considerable, calvo, con los ojos verdes, el cuello ancho, las manos muy espesas, de un grosor tan grande que casi las hacía inertes, incapaces ya de moverse o de realizar la operación que se les ordenase. Su voz sonaba grave y estentórea, como salida de una profunda caverna por la que hubiese ido tomando consistencia. Su figura oronda inspiraba, por lo general, tranquilidad y cordura, como así luego delataban las palabras con las que con frecuencia se expresaba ante sus oyentes, los hechos con los que a veces después las corroboraba. Era tenido, por esto, don Adrián por un tipo muy noble, con el que era fácil congeniar y llegar a rápidos acuerdos.
A Lucas, por tanto, no le resultó difícil tratar con él. Con un breve planteamiento de pretensiones, consiguió rebajar la cantidad de pesetas que el gentil señor le había propuesto al principio. Realmente, se aprovechaba de la necesidad casi imperiosa que tenía de vender su parcela, de la buena disposición con que siempre atendía sus asuntos.
El contrato se hizo ante un notario y unos parientes de don Adrián que firmaron como testigos. Una vez formalizado, Lucas se vio casi como el colonizador que acaba de ocupar y de poblar a su gusto un nuevo territorio, una zona virgen y fértil de la que a partir de entonces hubiera de sacar pingües beneficios.
El haza, ya de su propiedad, estaba situada a no mucha distancia de donde se hallaban las suyas, casi en el mismo pago, por lo que no alteraría en exceso su labor.
Aunque había gastado todos sus ahorros, se consideraba feliz. De esa manera se acentuaba su sentido de la posesión, su conciencia de agricultor preocupado por el buen rendimiento de sus tierras.
Fue ésta una época bastante agraciada para él, una época de bonanza en la que todo terminaba saliendo como había planeado; de modo que nada estorbaba o se oponía al cumplimiento de sus deseos.
Aunque vivía casi encerrado en su propio mundo, de vez en cuando no podía evitar enterarse de lo que ocurría también en los ajenos. Fue por entonces cuando se informó de que un amigo suyo, Antonio, con quien había compartido aquella arriesgada aventura por la sierra, había caído últimamente en desgracia. Se le había muerto un hijo a causa de una de las diversas epidemias que por aquellos años se expandían con gran virulencia por los pueblos, sin que hubiera ningún antídoto o remedio eficaz con que poder combatirlas. Al fallecimiento del hijo, se había sumado luego la pérdida del empleo: por razones que se desconocían, la fábrica en la que trabajaba había decidido prescindir de algunos de sus operarios, entre los que desafortunadamente se había de hallar él. Para paliar su situación, Antonio se había dedicado a hacer determinadas faenas de albañilería por su cuenta, con las que a duras penas lograba costear todos los gastos que en su casa se generaban.
Desde que se lo contaron, Lucas había pensado en más de una ocasión en contratarlo como jornalero eventual en sus fincas; pero después consideraba que podía suponer una humillación para el amigo verse ayudado por él, y desistía en seguida de su iniciativa, dejándola para un momento quizá más adecuado en el que fuese casi ineludible decírselo.
Durante algunos días, vivió muy ansioso por si se encontraba por casualidad con Antonio, pues en el fondo reconocía que estaba obligado a interesarse por su caso y a prestarle cuando menos algún tipo de apoyo. Como no sabía cómo hacerlo, rehuía una y otra vez su encuentro, desviándose por lugares por donde no era usual su presencia o por donde él creía que era muy poco probable que lo hallara.
La suerte, en este sentido, estuvo ahora de su parte, ya que no quiso durante un largo periodo que lo viera, quizá porque el otro no tenía ya ánimos de tratarse demasiado con la gente. Era una pena en realidad, una pena que a Lucas no dejaba de dolerle, pues en su conciencia se mezclaba con el remordimiento que le causaba el hecho de que todavía no hubiese resuelto nada sobre aquello.
Cuando al cabo del tiempo lo vio, no hizo falta que le presentase ninguna propuesta, ya que Antonio había hallado por sus propios medios el modo de ganarse la vida. Igual que en la infancia, demostraba que su espíritu seguía estando imbuido de coraje y de arrojo y que era capaz de superar con estas cualidades todos los inconvenientes con los que se topase en su camino. Igual que en la infancia, Lucas se sintió de alguna manera fascinado por él, por la enorme decisión con que siempre acometía sus empresas. Parecía, en efecto, como si los años no hubieran pasado por ellos, al menos en cuanto al carácter y a la relación que entre los dos existía. Algo más cambiado que él en el físico, quizá por efecto de aquellas desagradables experiencias, Antonio seguía siendo más o menos el mismo.



XVI


Elvira, por las noches, sobre todo en invierno, cambiaba por entero de aspecto. De ser un pueblo claro y soleado, ensombrecido en ocasiones por las nubes de una borrasca o de una tormenta intempestiva, pasaba a convertirse en un lugar oscuro y tenebroso, alumbrado débilmente por los faroles que colgaban de los cantones de sus calles. Si durante el día predominaba lo azul y lo meridiano, por las noches lo invadían las tinieblas y las inquietantes creencias que con ellas se van forjando en las mentes más sugestionables, muchas de ellas basadas acaso en sucesos acaecidos en tiempos muy lejanos, sobre los que los historiadores no logran nunca ponerse de acuerdo. Sucesos que tal vez no ocurrieron pero que han quedado en la memoria colectiva como vagas leyendas que se ciernen sobre el pasado, sobre los sitios por los que ahora discurre la vida de las generaciones actuales.
Es en la oscuridad donde se gestan todas las historias, todos los relatos que no pueden ser explicados a la luz de la lógica, episodios que quizá son concebidos en el subconsciente de las personas, en el miedo atávico y supersticioso ante un determinado acontecimiento que sobrepasa la capacidad de comprensión de los seres humanos. Es en la oscuridad donde se cuenta lo que en otro momento no impresiona ni se tiene siquiera por insólito, lo que parece sólo engendrado por la sugestión que provocan las sombras y los misterios que ellas de forma inevitable concitan.
Elvira, como cualquier otro lugar, se cubría a partir del crepúsculo de sombras y de misterios, de secretos que despertaban la curiosidad de sus habitantes o que sembraban en ellos dudas y recelos acerca de lo que podrían significar ciertas señales.
Era aquél un ambiente medroso, por el que muy pocos vecinos se atrevían a moverse, si no eran los parroquianos de alguna taberna o bar que a esas horas permanecieran abiertos. Feliciano, un hombre estrafalario donde los haya, era sin dudarlo uno de ellos, un tipo singular que no pasaba desapercibido por dondequiera que anduviese. Lo consideraban por ello los demás como un individuo extravagante y de costumbres muy raras que no se atenían a normas o a acuerdos de ninguna clase. Alguno incluso había que lo daba por loco, por persona que no estuviese por lo general en su sano juicio.
Su estampa acompañaba también a su carácter: era alto, escueto de talle, con la barba siempre muy crecida, la mirada turbia, perdida en un lejano horizonte. Vestía ropa muy remendada, de un color ya muy desvaído por el tiempo; en sus desplazamientos y salidas usaba por lo común sombrero de ala grande, bajo el que su rostro adquiría un cariz siniestro.
Por las mañanas, no era frecuente encontrarlo, pues debía de estar recluido en su casa, entretenido en alguna de las muchas labores que se le asignaban. Entre ellas, la que resultaba a los ojos de todos más sorprendente era la de traductor de lenguas modernas, por la que una editorial lo remuneraría con un sueldo periódico.
Era, como no podía ser de otro modo, soltero, aunque no faltaban tampoco opiniones que le otorgaban relaciones muy tormentosas. Cualquiera que lo viese comprendía que convivir con él no había de ser demasiado llevadero, pues tenía manías a las que era bastante difícil acostumbrarse. La principal de todas, por lo menos la más llamativa, consistía en deambular por las calles cuando la mayoría de sus vecinos estaban encerrados en sus hogares; como un ave nocturna, le gustaba recorrer el pueblo cuando menos luz había, muchas veces arrebujado en una capa, con la que parecía que volase y que se quedase suspendido incluso en medio de lóbregas penumbras. Lo peor, con todo, de él era su empedernida afición al vino, por cuyo influjo su genio se tornaba algunas noches desenfrenado y antojadizo, cayendo entonces en disparates y en ocurrencias tan extremas que no podían sino despertar la hilaridad o la sorpresa de quienes con él a la sazón conversasen. Muy pocos, en realidad, lo soportaban más de diez minutos cuando se ponía de tal guisa, pues no querían verse obligados a acompañarlo si él insistía en que lo hiciesen, como ya había ocurrido en algún caso.
Lucas, por la razón que fuese, no lo rehuía, sino que incluso llegaba a estimarlo bastante, porque lo cierto era que Feliciano poseía una vasta cultura, como así venía a demostrar cuando su cabeza estaba algo más despejada. Continuamente citaba a autores que Lucas nunca había oído nombrar o se daba por capricho a recordar capítulos célebres de libros que hubiera leído más de un vez; así que para una persona tan poco versada en letras como Lucas, aquello había de ser a la fuerza digno de la mayor admiración, un hecho prodigioso que no estaba quizá al alcance del resto de los mortales.
Serían ya las dos de la madrugada de uno de los últimos días del mes de julio cuando tuvo una memorable entrevista con Feliciano. Regresaba a esa hora de regar un maizal, cansado ya de trajinar de un lado a otro para que no quedara sin agua ningún rodal de aquel terreno. Lo vio detenido en una esquina, bajo la luz de un farol que hacía aún más extraña su figura. Lucas fingió que no lo había visto, pues no tenía entonces demasiadas ganas de entretenerse con él. Cruzó a su lado con paso vacilante, como un ladrón que no consigue vencer el aturdimiento que le ocasiona su fechoría. Cuando ya se alejaba, contento de no haber sido apercibido, oyó de pronto que lo llamaba. Lo hacía primero con voz trémula, como si no las tuviese todas consigo sobre si era él aquella sombra huidiza. Lucas se paró al verse reconocido entonces, incapaz de tomar una determinación que lo pudiera sacar de aquel apuro. Lo llamó a continuación de una forma más clara, con un tono casi imperativo, pronunciando una vez y otra su nombre para que no le cupiera duda de que era a él a quien se dirigía. Ante tal insistencia, no tuvo más remedio que retroceder y que llegarse a su altura. Aunque era aquélla una temporada muy calurosa, Feliciano no se había desprendido aún de su capa, sino que la continuaba vistiendo a modo de atuendo identificativo, con el cual se destacaría aún más su personalidad, ya de por sí bastante acusada. Parecía con aquellas trazas un cómico escapado de algún escenario, un actor que no supiese muy bien lo que representara. Tenía la cara y el cuello de un color muy encendido, los ojos anegados por una dulce melancolía. Daba la impresión de que se hallaba en un trance místico, en un estado de laxitud contemplativa que embargase su alma de inefable felicidad: permanecía quieto, como una estatua que hubiese quedado envarada en un determinado lugar para que todo el mundo pudiese observarla.
−No hay que tener miedo, vecino –se decidió a hablar la estatua, con la mirada clavada en un punto del cielo−; el miedo es lo que paraliza a los hombres, lo que nos impide cumplir lo que deseamos.
Por la forma de expresarse, no hacía pensar que estuviese borracho: lo que acababa de decir era algo más bien profundo, acuñado después de largas y concienzudas meditaciones.
−Tenemos miedo a dar un paso equivocado −prosiguió−, miedo a encontrarnos ante una situación comprometida, a no saber qué hacer si un problema nos abruma. Tenemos miedo a lo desconocido, a lo que no dominamos, a las voces que nunca hemos oído, a las señales de una tormenta que se barrunta en el horizonte, a los síntomas de una enfermedad que se anuncia en algún miembro de nuestro cuerpo… Tenemos miedo, vecino, a todo lo que ignoramos acerca del futuro, a todo lo que nuestros ojos no alcanzan a ver, a los presentimientos que en nuestras propias almas se insinúan, a los fantasmas que en nuestra mente a veces habitan, a los misterios que sobre la existencia a menudo se ciernen. Tenemos miedo a nosotros mismos, miedo a no poder responder a las expectativas que en nuestros sueños hemos forjado. Somos unos cobardes, unos timoratos, unos pusilánimes que jamás llegaremos a descubrir el secreto que nos haría para siempre felices. No nos damos cuenta de que así nunca avanzamos: si bien te fijas, parece como si viviéramos todavía en los tiempos primitivos, cuando el hombre no era más que un animal que apenas se atrevía a aventurarse por caminos que no conocía, atenazado por el temor de ser asaltado por fieras de su misma especie, por brutos de los que apenas hubiera llegado aún a diferenciarse.
Si no estaba borracho, poco debía de faltarle a Feliciano, pues no era normal tanta locuacidad. Se le notaba animado, como si en realidad hubiera bebido la cantidad necesaria de vino para hablar de un modo tan expeditivo.
−En esto, como en todo, habrá grados, don Feliciano –acertó a opinar por fin el humilde labriego cuando ya se hubo repuesto de la sorpresa que aquel discurso le había causado−. Porque yo, aunque no esté bien decirlo, no tengo ya casi miedo a nada, si no es a la muerte, en la que es mejor no pensar para no sentirse agobiados, pues la muerte es algo que habrá de llegarnos cuando menos lo esperemos, cuando se cumpla nuestra hora…, y eso, la verdad, es una cosa que a nosotros se nos escapa, pues sólo Dios la sabe.
−Tenemos miedo a saber –replicó de inmediato la estatua humana, al tiempo que comenzaba ya a moverse y a estirar un poco sus extremidades−: nos vemos tan débiles, que no soportamos enfrentarnos a una situación superior; preferimos vivir como siempre hemos vivido, no nos interesa mejorar porque eso nos puede cargar de responsabilidades que quizá no podríamos aguantar. Somos muy pobres, vecino, muy limitados, unos seres minúsculos que se sienten indefensos ante su propio destino. El mundo nos aterra, la vida nos aterra, todo nos provoca un pavor infinito. Somos esclavos de nuestros sentimientos, esclavos de nuestras debilidades. Si fuéramos más decididos, otro gallo nos cantaría, otro gallo nos saludaría todas las mañanas: se solucionarían muchos problemas que ahora nos aturden; se vería todo mucho más claro…
−¿Y usted, don Feliciano, es valiente o cobarde? –inquirió con cierto titubeo Lucas, temeroso de molestar con aquella pregunta a su extravagante paisano.
−Soy un náufrago, vecino, un náufrago que se aferra con todas las fuerzas que le restan a su tabla de salvación: no me queda, en realidad, otra opción que ser valiente, pues de lo contrario acabaría por ahogarme, por dejarme arrastrar por las aguas infames de este mundo aterrador.
Lucas era ahora quien se ahogaba en aquel mar de elocuencia que ante sí se le figuraba, a cada instante alterado por algún nuevo vocablo con que tan preclaro varón pretendía animar su exposición. Llegado a aquel punto, no sabía ya qué añadir o qué objetar a lo que de una manera tan juiciosa se le declaraba; prefirió, pues, seguir callado, aunque para ello hubiese de permanecer más tiempo detenido en aquel mismo lugar, aguantando con paciencia y con fingido interés la perorata que el otro con el mayor entusiasmo pronunciaba.
−Este mundo es horrible –continuó el intrépido orador, adoptando ahora pose de tal, gesticulando mucho con las manos−: si bien te fijas, vecino, no hay en él más que crueldades y vicisitudes contra las que es forzoso luchar. El ser humano, aunque no lo creamos, está dotado de muchas facultades para arrostrar todo lo que le sobrevenga; lo único que nos hace falta es descubrirlas, pensar que las tenemos y que las podemos desarrollar. Aunque parezca una contradicción, nuestra mayor fuerza estriba en nuestra propia debilidad, porque sólo el que se reconoce débil es consciente de que tiene que sobreponerse a la adversidad. El que se considera fuerte es que el más pronto cae, ya que no está acostumbrado a reaccionar ante la derrota. Porque el mundo, o la vida, que es lo mismo, es una continua derrota, una derrota ante la que sin embargo no han de sucumbir nuestras creencias más profundas, que son las que más no definen como seres humanos. No sé si me sigues, vecino, o si ya te resulta muy pesado lo que digo –Lucas se encogió de hombros y con una forzada sonrisa quiso indicar que lo seguía−. Porque todo esto es algo que hay que meditar con calma, para que sepamos cómo hemos de actuar cuando se nos presente la contrariedad. Nunca lo olvides: es en la tribulación cuando maduran los espíritus, cuando por obligación nos hacemos más fuertes. La vida, o el mundo, que es lo mismo, es nuestro principal enemigo, contra el que habremos de batallar siempre… La muerte, bien mirado, no nos quita nada: es, simplemente, el final de esa batalla que desde que nacemos hemos emprendido…
Habría continuado hablando Feliciano si no hubiera sido por la inesperada aparición de Bruno, el escribano, que en ese preciso momento se llegaba a ellos con ánimo de pegar también la hebra.
−Mis queridos amigos –profirió cuando ya los tuvo delante, interrumpiendo sin reparos lo que aquél estaba diciendo.
La conversación, lejos de alargarse como este nuevo contertulio hubiese querido, se redujo a un intercambio de saludos y de parabienes que no escaparon de la consabida rutina.
Los tres acabaron despidiéndose al poco rato, sin que ninguno hubiera sabido explicar muy bien por qué no habían congeniado. Envuelto en su capa, Feliciano se marchó de allí con aire de pájaro dislocado que hubiera perdido el sentido de la orientación que lo hubiese guiado otra vez hacia su nido.



XVII


Aunque era ya un labrador muy curtido, a Lucas le costaba bastante acostumbrarse a los reveses que en ocasiones causaban las inclemencias del tiempo, los fenómenos que por caprichos de la naturaleza a él estaban sujetos. A veces era una tormenta la que provocaba grandes destrozos; otras veces era una pertinaz la que no dejaba crecer los frutos. Eran circunstancias contra las que nadie podía hacer nada, imponderables contra los que resultaba muy difícil estar prevenidos. Por lo general, casi todo terminaba siguiendo el curso que se hubiera previsto, a pesar de los daños o de las menguas con que en tales casos se presentaban las cosechas.
Un año, sin embargo, las cosas torcieron su rumbo de manera insospechada y, por más que se esperaba que regresasen a su estado natural, no hubo modo de conseguirlo. Fue la causa de todo ello un temporal que no hacía más que arreciar y tomar dimensiones inauditas a medida que pasaban los días. Las lluvias casi no dejaron claro para que se efectuasen las siembras que para entonces habían de realizarse: todas las tierras permanecían anegadas de agua y de fango, por lo que así era prácticamente imposible que se pudiese llevar a cabo ninguna faena. Fue un invierno muy crudo, de cielos aborrascados y grises que se cernían sobre los campos como una turbia amenaza, como un hosco castigo que hubiera tenido su origen en el incumplimiento de alguna antigua promesa. Todo se mostraba oscuro y tenebroso, manchado de humedad y de decrepitud: el tedio había ido ganando terreno entre las gentes, adueñándose de sus almas melindrosas, de sus corazones timoratos; en medio de aquel ambiente, se tenía la impresión de que ya no quedase allí nada vivo, de que nada podría ya resurgir de las cenizas y del sucio abandono que por todas partes parecía que se hubiesen extendido. Ya no había voluntad para rebelarse contra aquello, para resarcirse del mal que se había ocasionado. Se disponía, por lo demás, de escasos medios para afrontar aquel contratiempo: la mayoría de las personas no ahorraban más que lo preciso, más que lo que les permitían sus limitados recursos. Lucas, como no podía ser de otra forma, se hubo de conformar también con lo que entonces tenía, a la espera como todos de que aquel temporal remitiese para reanudar en los próximos mese su interrumpida labor.
Por marzo, las nubes dejaron paso a un sol radiante que hacía presagiar días más venturosos. Sin embargo, por razones que no estaban demasiado claras, las semillas empezaron a escasear bastante, por lo que cada uno tuvo que buscarlas donde pudo. Lucas, muy apurado, acudió a don Ignacio, que siempre tenía almacenadas cantidades suficientes en sus graneros. Era éste uno de los más ricos terratenientes de Elvira, a quien ya su padre en otro tiempo había tratado mucho. Por encima de cualquier otra virtud, lo que más destacaba en él era la liberalidad con que dispensaba a menudo sus favores, sobre todo con quienes contaba ya de antiguo con un mayor afecto.
Era alto don Ignacio, de mirar humilde y tranquilo. Vestía con extremada sencillez, como uno más de sus labriegos. A su figura nunca le faltaba, sin embargo, cierta elegancia, cierto empaque que en él parecía nacido de su propia naturaleza, como un don con el que hubiera sido agraciado. Hablaba, por lo general, en un tono tan bajo que muchas veces había que poner gran atención para oírlo.
Vivía en una casa solariega de Elvira, con escudo en el dintel. El día en que fue Lucas a presentarle su solicitud se encontraba en el comedor, una sala muy oscura que se hallaba al final de un ancho pasillo que partía del zaguán. Aunque había estado allí otras veces, nunca dejaba de deslumbrarle la suntuosidad que para él reinaba en cada detalle de aquella magnífica vivienda. Como le había anunciado una criada, estaba don Ignacio reposando en una mecedora de rejilla que había en un extremo de la habitación, cerca de una puerta que daba a la cocina. Lo recibió, como era ya acostumbrado en él, de muy buen grado: apenas lo vio entrar, se apresuró a explicar que se había sentado allí a descansar porque, aunque era bien temprano, había estado más de tres horas trajinando por la vega casi sin parar. Lucas, por su parte, aclaró que no hacía tanto que él se había levantado, pues no había necesitado aquella mañana madrugar para ir al campo. Al principio no supo cómo plantear su propuesta, ya que le daba bastante vergüenza obligar de algún modo a tan gentil señor a que la atendiese. Durante algunos minutos, se mostró muy indeciso en sus intervenciones, como si no estuviera verdaderamente concentrado en lo que dijese. Don Ignacio, sin embargo, debió de intuir pronto que algo muy serio le preocupaba, pues no tardó en reconocer que no había de ser precisamente aquel año muy bueno para nadie. Lucas, al oír aquello, se animó a declarar lo que le ocurría; en el mismo tono que empleaba a menudo su interlocutor, acabó por decir que no hallaba en ningún lado semillas para sus campos, por lo que se había visto forzado a pedírselas a él. Don Ignacio lo miró a los ojos como se mira a un niño pequeño a quien no es necesario reprender: comprendía de sobra lo que le pasaba, los apuros tan grandes que seguramente había de soportar ahora al ver que no podía sembrar sus tierras. “Has llegado en buena hora –le dijo−: quizá si te hubieras retrasado un poco, no te habría podido dar lo que me pides, porque se lo habría dado ya probablemente a otro”. Lucas sonrió complacido, sin saber cómo agradecer aquella nueva prueba de generosidad con que don Ignacio lo socorría. “Como comprenderás, no está en mi mano realizar milagros –prosiguió entonces el rico hacendado−, pues eso es algo que se otorga a seres excepcionales, con los que yo no me atrevería siquiera a comparar. El milagro de la multiplicación ocurrió sólo una vez, como bien recordarás: fue un hecho único que nadie ha sido capaz de repetir. Un hecho que, por eso mismo, causó una gran admiración entre las gentes que tuvieron la suerte de contemplarlo. Yo, como es natural, no puedo multiplicar tampoco lo que poco a poco he ido acumulando; sería un disparate, de igual modo, creer que conseguiría con ello satisfacer toda la demanda. Sin embargo, sí está a mi alcance compartir lo que tengo, aunque sólo sea con las personas que antes vinieran a solicitármelo, como es ahora tu caso. Quizá sea esto otra especie de prodigio, ante el que también debiéramos admirarnos. Compartir, sí, con los demás lo que era nuestro, lo que por diversos motivos hemos llegado a poseer. Dirás que no es normal lo que pienso o que quizá estoy un poco chiflado, pero a mí no me importa lo que se diga, ya que lo que de verdad me interesa es estar de buenas con mi conciencia, con mi deber de ayudar a los que más lo necesitan, a los que no han tenido la fortuna de alcanzar los bienes que a mí por herencia se me han dado”. Asombrado por tan inusual declaración, no pudo Lucas expresar con palabras todo lo que en aquel momento sentía, pues no habría sabido hacerlo a la altura de lo que don Ignacio había manifestado. Se limitó a agradecer lo que de forma gratuita se le entregaba, asegurando que siempre estaría dispuesto a corresponder con aquello cuando la ocasión se le presentara.
Fue, sin duda, un encuentro que nunca olvidaría, ya que le hacía ver que todavía quedaban tipos en los que se podía confiar. Don Ignacio, a pesar de su riqueza, había demostrado que no estaba atado a las cosas de este mundo y que a él no le sería tan difícil pasar al Reino del Más Allá, como en los Evangelios se dice que sucederá con todos los de su laya.
El año en que tuvo lugar aquella entrevista, además de haber sido tan malo para el campo, trajo también conflictos y disturbios que alteraron notablemente la vida pública del país. Elvira, como era previsible, no fue entonces ajena a tales novedades: a la gente le dio por murmurar y por señalar sin ningún pudor a quienes no fueran de su agrado. Quizá la causa de aquella animadversión residiese en el malestar que en muchos ambientes ya se había generado, en las grandes diferencias que entre los diversos sectores de la sociedad se habían producido, la mayor parte de ellas ya insalvables. Viejos prejuicios se habían venido a sumar a nuevas soflamas, dando ocasión a creencias y a ofuscamientos que no conocían término. Las divisiones, lejos de reducirse, se acrecentaban a medida que pasaban los días, por razones que a veces no acababan de entenderse. Surgieron recelos infundados, rencillas personales que carecían de un motivo concreto, odios injustificados contra vecinos con los que antes se hubiera convivido de una manera más o menos pacífica. La política, como un nuevo mal, había empezado a corroer los corazones, a indisponerlos contra los que no profesasen un mismo ideario. La política, como una nefasta plaga, se había instalado en todos los sitios: con una rapidez casi inimaginable, había enardecido los ánimos hasta extremos insospechados.
Lucas no comprendía, por ejemplo, que a una persona como don Ignacio se le mirase mal por el solo hecho de pertenecer a una clase pudiente. Bastaba conocerlo mejor, como le ocurría a él, para entender que estaba lleno de buenos propósitos y que nunca llegaría por eso mismo a perjudicar a nadie. Sin que hubiera hecho tampoco nada destacado, se había convertido en uno de los objetivos prioritarios de las murmuraciones de una gran parte de sus vecinos: se le tenía casi como el máximo representante de lo que ellos repudiaban, de lo que ellos con tanto ahínco ya perseguían.
Aunque Lucas procuraba no mezclarse en nada que pudiera complicar su vida, era consciente de algún modo de lo que pasaba; y aunque no se hubiera atrevido a tratar de impedirlo, no podía por menos, en tales circunstancias, de lamentar en su fuero interior la tremenda injusticia en que se estaba cayendo.
Los acontecimientos, en lugar de aliviar la situación, la empeoraban cada vez más, por lo que se iba creando una atmósfera de terror en la que resultaba muy angustioso vivir. La inquina desatada había causado ya en otros sitios desórdenes y atropellos que no se habían podido contener, la mayoría de ellos protagonizados por grupos de desalmados que actuaban sin ningún control. Por mera lógica, era de temer también que en Elvira sucediese algo parecido, algún acto cruel que hubiera de marcar ya para siempre a sus habitantes.



XVIII


En medio de aquel ambiente enconado, no eran muchos los que acudían como consuelo a la religión. A misa asistía un número más bien reducido de feligreses, acostumbrados a unas prácticas piadosas con las que debían de sentirse más reconfortados. El resto de la población vivía a espaldas de la fe, como si ésta apenas tuviese ya poder para contrarrestar el mal en el que todo el mundo estaba inmerso.
Aunque seguía sin ir a la iglesia, Lucas no era de los que se habían olvidado por completo de Dios. Lo tenía presente de un modo vago e inseguro, como un recuerdo que de vez en cuando pugnase en él por resurgir. Siempre que se encontraba con don Manuel, renacía en su interior la necesidad de revelar lo que dentro de sí sentía, y, aun cuando no se confesara como estuviese prescrito, acababa casi por manifestar al presbítero todo lo que en un determinado periodo no hubiera hecho conforme a lo que los mandamientos de Dios establecían.
Don Manuel, siempre amable, lo atendía como si en realidad así fuese y, aunque al final no le concediera la absolución, sí lo auxiliaba con algún consejo con el que fortalecer su debilitada fe.
Un día, sin que lo hubiera previsto, le dio a Lucas por hacer un rápido repaso de su vida. El párroco, al darse cuenta de la importancia de lo que decía, lo escuchó con el mayor interés, tratando de penetrar así en el alma de quien con tan repentina franqueza se le declaraba.
Había algo en el labriego que lo inquietaba, una falta o resquemor que don Manuel no acertaba a discernir, quizá un poso de pesadumbre o de fatiga que no lo dejase tranquilo, un deseo acaso que no hubiera podido nunca cumplir. Reconocía una vez y otra que estaba solo y que por momentos echaba de menos la presencia de alguna persona con la que compartir lo que hacía. “No tiene por qué ser una mujer”, se apresuró a aclarar sobre ello, como si no quisiera que los demás achacaran la culpa de todo a su consabida soltería. Antes de que lo pensasen, él intentaba desmentirlo. Se refería a otra cosa que no sabría definir, porque el ser humano no se acostumbra nunca a estar completamente solo, por más que uno se considere al principio muy fuerte. Se sentía erosionado por el tiempo, dijo: el tiempo era como una corriente que crecía y que terminaba desgastando la superficie por la que pasaba. Se trataba de una realidad contra la que era inútil luchar, contra la que resultaba imposible combatir. Una realidad que se imponía como una especie de ley inapelable, como un castigo que se derivaba de los propios avatares a los que estaba expuesta la mayoría de la gente. Lucas no sabía explicarlo del todo: aludía con insistencia a un hecho con el que ya estuviese familiarizado, a un suceso que no se parecía a ninguno de los que habían jalonado hasta entonces su ya dilatada existencia.
Aunque don Manuel quiso varias veces que se lo desvelara de una forma más detallada, él no encontraba palabras que se ajustasen con fidelidad a lo que sentía. Cualquier intento de explicación resultaba baldío; lo único que tenía claro era que la soledad comenzaba a cansarlo, aunque no fuera exactamente aquello lo que más lo preocupara, pues lo que más lo preocupaba debía de ser más hondo, una pesadez que despertaba en él los deseos de volver a un estado algo más ligero.
Al final, el párroco lo tomó cariñosamente del brazo y, dando con él algunas vueltas por el atrio de la iglesia, le informó que lo suyo no era nada nuevo, pues lo habían experimentado también otras muchas personas, con las que gracias a su ministerio había estado en contacto. Forzado por la situación, Lucas confesó que su vida se había convertido en un erial, en el que sólo crecían matas silvestres. A don Manuel le hizo mucha gracia la imagen que empleó, y, sin dejar de sonreír, porfió en continuarla con la intención de llegar a alguna conclusión que todavía no hubiera deducido. “El remedio no es muy complicado –fingió que le reprendía−: si vuelves a cultivar esa tierra como es debido, obtendrás de ella los frutos que antes hubieras cosechado”. Lucas asintió, aunque nada dijo, y el sacerdote apuró aún más la idea y añadió que únicamente los malos labradores se rendían cuando el campo no daba lo que de él se hubiese esperado. “Está todo muy seco y tengo mucha sed”, se vio entonces obligado a decir el interpelado. Fue una respuesta espontánea, surgida casi por azar, como una fórmula que hubiera permanecido de modo encubierto en su pensamiento hasta el instante preciso en el que debía ser proferida. Para don Manuel, por supuesto, encerraba un gran significado, ya que aquella sed delataba un espíritu ansioso por encontrar la fuente que saciara la enorme necesidad que tenía; y para no desaprovechar la ocasión que aquel día le presentaba, le dijo que ese problema sólo se arreglaba bebiendo del agua que nunca se agota y que si todavía no la había hallado, habría de seguir buscándola dentro de su corazón.
Sería aquélla, sin duda, una conversación muy fructífera, como casi todas las que con el párroco mantenía. Una conversación que marcaría el inicio de un nuevo periodo para Lucas, en el cual no dejaría de explorar en su interior con el afanoso propósito de dar con el lugar de donde manaba aquella agua a la que se refería don Manuel.
Su corazón, por más que él quisiera a veces representárselo de otro modo, era una cueva oscura que se había quedado completamente ciega: como no había sido ocupada por nadie desde hacía mucho tiempo, se había transformado en un sitio inhóspito, en el que nada hacía presagiar una presencia más allá de las sucias tinieblas que lo poblaban.
Sus trabajos apenas le deparaban la satisfacción que le habían dado siempre, la de cumplir con una obligación a la que jamás hubiera podido renunciar. El trato con sus familiares y con sus vecinos más allegados no pasaba de ser un mero formalismo, carente del afecto que a menudo se desprende de relaciones más cordiales. Al contrario de otros momentos, parecía que sus sentimientos hubiesen volado como pájaros que buscaran un clima más proclive, un paisaje en el que sus alas no tropezasen de continuo con las frías aristas con las que antes se enfrentaban. Nada lo conmovía, nada lo inducía a temblar de emoción: se veía revestido de dureza, de una suerte de coraza impenetrable, de una capa indestructible de indolencia que lo alejaba de todo lo que ocurriese a su alrededor; había perdido el interés que antes lo hubiese ligado a las cosas de su entorno, a los asuntos que más le concerniesen. Como el animal que sólo atiende a lo que su instinto más primario le reclama, se limitaba a hacer lo que su naturaleza a cada instante le pedía, sin reparar siquiera en lo que su voluntad acaso le sugiriese.
Los días transcurrían para él iguales, sin ninguna particularidad que los distinguiera, sin ningún matiz nuevo con que después se recordaran. Tenía la impresión de que vivía una pesadilla constante, una pesadilla en la que no hubiera ya sobresaltos, sino un tedio infinito que todo lo nivelase, un hastío eterno del que ya fuese imposible escapar. Parecía como si estuviese en medio de un desierto, en el centro de un inmenso arenal, en un punto del mapa por el que no cruzase ninguna línea, ningún camino que lo condujera a una Tierra de Promisión.
La única persona a la que le había comunicado lo que le pasaba había sido don Manuel. Aquella confesión le había permitido comprender que no era bueno que continuase aislado y que quizá necesitase el apoyo de otro para encontrar por fin la orientación adecuada. Se daba cuenta, con ello, de que los seres humanos no podían vivir sin los demás, encerrados en un mundo en el que nadie más habitara: eran, por fuerza, unos entes que anhelaban expansionarse, salir del territorio en el que hubieran quedado inscritos. Cuando se despertaba por las noches, Lucas hacía propósitos de volverse más comunicativo y, aunque luego no los cumpliese, le quedaba al menos la sensación de que algo había empezado a cambiar en él. Algo que todavía no podía ser nombrado, una inquietud que comenzaba ya a insinuarse en su corazón, en el lugar que le había señalado precisamente don Manuel, una inclinación tal vez que lo hacía cada vez más sensible, más cercano a la gente con la que normalmente se relacionaba, con la que a diario se veía por las calles o se cruzaba después por el campo.



XIX



Fue un proceso lento que duró quizá varios años. Casi sin darse cuenta, Lucas comenzaría a experimentar dentro de sí una ternura que antes no había conocido, o que sólo había sentido acaso de una forma muy vaga, en momentos que ahora recordaba de un modo muy impreciso. Sin saber por qué, se veía embargado de una emoción inusitada, de un sentimiento indefinido que se presentaba de pronto a partir de una sensación cotidiana, por un motivo que antes hubiera pasado seguramente desapercibido. Aquella dureza que lo recubría se había resquebrajado en algún punto, en alguna zona de su personalidad que hubiese mostrado menor resistencia, por la que penetraba ahora un raudal de luz deslumbrante, una ráfaga de júbilo que lo exaltaba de repente. Los trabajos que habían llegado a resultarle pesados y anodinos empezaron a cobrar para él la importancia que realmente merecían: de un modo también imprevisto, poco a poco los fue afrontando con otro ánimo, con una disposición de la que casi ya no se acordaba. Aquello era, ciertamente, como un renacer a una nueva vida, a una etapa para la que se sintiera de improviso perfectamente preparado. Aunque no tenía ya edad para ello, se veía ahora rejuvenecido, invadido de una ilusión que era más bien propia de otra época: por raro que pareciera, estaba casi convencido de que muy pronto habría de producirse un hecho decisivo, un acontecimiento que condicionaría para siempre su destino, hasta entonces poco inclinado a deparar grandes sorpresas. Lo presentía por extraños barruntos, por súbitas corazonadas que venían a conmover todo su ser, muchas veces cuando más desprevenido se encontraba, enfrascado en alguna de las muchas tareas de la vega. Como si recibiera el influjo de una gracia sobrenatural, se consideraba de veras elevado a un estado de dicha inimaginable, a un estado que no hallaba asideros en la realidad y que por eso mismo no tardaba en desvanecerse, quedando sólo el recuerdo de una felicidad que tal vez no se pudiese nunca alcanzar, la huella de un rapto que no hubiese durado más que unos instantes.
Igual que la tierra que ha sido regada por una lluvia abundante, su corazón se había vuelto ya más tierno, más jugoso, más propicio para albergar la semilla que después hubiera de germinar y producir el fruto de una pasión arrebatada. Por eso, para que el amor arraigase otra vez en él, sólo bastó realmente el efecto de unas miradas, la poderosa sugestión de unos ojos que se detenían con meliflua determinación en los suyos. Tuvo que admitir al final que ése era el bien que tanto anhelaba y que se le aparecía, en contra de sus previsiones, en forma de mujer, de una mujer concreta, con nombre y apellidos, vecina como él de Elvira y perteneciente además a una de las familias más conocidas. Una mujer con la que se había cruzado en muchas ocasiones pero en la que no había reparado, sin embargo, como ahora lo hacía, quizá porque no obedeciese al modelo que para ella hubiera planeado, a la imagen ideal que en su mente todavía prevalecía. Fue suficiente, pues, que ella lo eligiese y que, por tanto, se fijara repetidas veces en él para que aquella pasión que se gestaba en su interior estallase, para que todo a partir de entonces adquiriera un nuevo sentido. El erial en que se había convertido su vida se transformó como por arte de magia en un hermoso vergel, poblado de plantas y de árboles de distintas especies, entre las que sobresalían las de más rara catalogación, sobre todo cuando aquel interés inicial dio lugar después a una relación más fluida, a un trato que se iría consolidando cada vez más con palabras y con acuerdos que nunca dejarían de cumplirse.
Todo empezó, en realidad, cuando Aurelia, que así se llamaba ella, se atrevió una tarde a hablarle con la mayor naturalidad del mundo, como si entre ellos existiese ya un trato muy antiguo, afianzado con costumbres y con encuentros que los hubiesen obligado a tratarse con verdadera familiaridad. Sin que él lo esperase, Aurelia se decidía a salvar la escasa distancia que hasta entonces los había separado, con una clara intención de demostrar el gran aprecio que le profesaba.
Desde ese momento, a Lucas ya no le cupo ninguna duda de lo que se proponía. Estaba seguro de que le gustaba y de que iba a hacer todo lo posible por insinuárselo, por adelantar cada día en su objetivo con pequeñas conquistas con las que conseguiría poco a poco adueñarse de su territorio.
Aunque no era ella de carácter extrovertido, sino más bien prudente y morigerado, tenía la habilidad necesaria para atraerlo con la fuerza que otorgaba de ordinario a sus miradas y a todo lo que en su presencia decía, inspirado esto último por el deseo de expresar de alguna forma lo que sentía ya por él.
Sin que lo pudiera evitar, Lucas se dejó arrebatar por la inmensa atracción que ella sobre su persona ejercía, hasta el punto de que acabó casi por olvidar las cosas más elementales en las que debía ocuparse. El amor, con un empuje inaudito, había borrado al fin todas las otras posibilidades que en torno de él concurrían: con más rapidez de la que cabía imaginar, había terminando cayendo en una suerte de embrujo del que ya resultaba muy difícil salir.



XX



Fue para los dos un periodo decisivo que vivieron siempre con gran ansiedad, pendientes sólo de lo que el otro en cualquier instante podría revelarle. Como unos adolescentes, empezaron a soñar con encuentros que acababan siendo muy prometedores: se veían en un lugar determinado del pueblo, desde el que iniciaban un paseo por parajes muy pintorescos, en los que a cada paso descubrían rincones que nunca hubiesen visitado. A los ojos de Lucas, Aurelia aparecía siempre como una reina, dotada de unas cualidades que sólo en su imaginación existían: cualquier rasgo de ella lo exageraba y lo mezclaba con otros que no tuviese, tratando de dar al conjunto el aspecto que mejor concordase con sus gustos.
Este tipo de relación no pudo durar, sin embargo, mucho tiempo, ya que los dos necesitaban de algún modo entenderse y confesar con claridad cuáles eran sus intenciones. Por muchas vueltas que le dieran, no tenían más remedio que hacerlo, pues era algo que había de suceder de un momento a otro.
Una tarde de primavera, sin ningún plan previo, Lucas se atrevió a abordar a Aurelia a la salida de misa con una determinación que en él no parecía muy común. Quizá influía en su ánimo la alegría que por todas partes irradiaba con la nueva estación, la belleza y el encanto con que todo se revestía a su alrededor. El aire era plácido, cargado de dulces presentimientos; una luz encarnada se cernía sobre el pueblo como un halo de magia.
Desde una esquina de la plaza de la iglesia, en la que él se hallaba a la sazón apostado, Lucas se dirigió con súbita resolución hacia el punto por donde Aurelia había de pasar. Tenía el propósito de saludarla y de charlar con ella un rato mientras se encaminaba hacia su casa. Iba acompañada de varias mujeres, con la cabeza envuelta en un griñón. A él no le importó, como hubiera ocurrido otras veces, aquella circunstancia, sino que la consideró incluso adecuada para el fin que lo movía.
Al llegar a su altura, ella se detuvo, por lo que hizo que sus compañeras se alejaran unos pasos. Aprovechando este distanciamiento, él se puso a hablar de lo primero que le vino a los labios, seguro de que no había de caer en inconveniencias que a Aurelia importunaran.
−¿Qué podría yo hacer para ser tan devoto como tú? –le preguntó casi en tono de broma, a modo de saludo.
−Seguir mi ejemplo –replicó ella de inmediato, esbozando una tímida sonrisa.
−Ya lo hago, pero me cuesta mucho.
−Al principio quizá te cueste un poco, pero luego debes continuar intentándolo.
Lucas asintió como si asumiera la orden de un superior. Su audacia lo había llevado a aquel extremo, del que ahora no sabía cómo retornar. Algo encogido, se quedó mirando con cierta humildad a su interlocutora, que sonreía en ese momento de un modo más franco. En sus ojos azules lucía un brillo especial, producido acaso por las ganas de solazarse que la nueva situación le proporcionaba.
−Las cosas que tú sientes yo no las podré sentir jamás –se le ocurrió decir a Lucas para superar aquel momentáneo azoramiento.
−Eso es verdad, pero siempre habrá un camino en el que podremos coincidir los dos.
Todo aquello parecía albergar un doble sentido para Aurelia, por lo que él no tuvo más remedio que seguir hablando en la misma dirección.
−Para hallar ese camino, tendremos que ir a buscarlo antes –dijo.
−A lo mejor ya lo hemos encontrado y no nos hemos dado cuenta –manifestó con aire reflexivo ella, mirando por primera vez a los ojos a su solapado pretendiente para que reparara también en aquella realidad.
−Pues si es así, sólo hace falta echar a andar por él juntos –se animó a proponer Lucas casi sin pensarlo, guiado por el hilo de aquella misma conversación que tan lejos los estaba llevando.
−Para eso, antes tendremos que llegar a un acuerdo.
−Hay cosas en la vida que no requieren ningún acuerdo.
−Porque no es necesario decirlas –añadió ella, desviando ahora la mirada hacia sus amigas, que en vista de que ellos no dejaban de hablar reanudaban ya la marcha.
−Las palabras sobran cuando las personas se conocen –sentenció él, satisfecho de formular aquel pensamiento.
−Lo más importante de todo es que se entiendan, que no se vean obligadas a aclarar o a justificar sus sentimientos.
−Las dificultades surgen cuando existen malentendidos.
−Si dos personas deciden comprenderse, nada se podrá oponer a sus objetivos. Si se apoyan una en la otra, tendrán más fuerza que cuando actúan por su cuenta.
−Yo siempre he pensado lo mismo –quiso subrayar Lucas para demostrar que seguía coincidiendo en todo con ella.
−Si los caminos se bifurcan, nunca volverán a encontrarse –arguyó Aurelia, retomando aquella imagen que tan grata le había sido.
−Si los caminos se tuercen, siempre se tarda más en llegar a la meta.
−Por eso yo prefiero lo recto, lo que se mantiene en una misma línea. Porque lo que se desvía de su origen corre el riesgo de perderse si se adentra por terrenos que se desconocen. No sé si a ti te habrá ocurrido, pero a mí me da mucho miedo meterme por sitios que pueden ser peligrosos. Prefiero lo llano, lo que se abarca desde una larga distancia, lo que se ve desde lejos sin necesidad de que nos subamos a un lugar más elevado.
−Eso mismo pienso yo… A mí no me gusta ocultar nada.
−A mí, tampoco, porque si trato de hacerlo, nunca llegaré a ninguna parte. Al final todo se sabe.
−Todo…
A Lucas ya le parecía que se prolongaba demasiado aquella charla y que la gente podía tener motivos para murmurar a sus anchas de ellos, por lo que creyó que era mejor despedirse y dejar quizá la puerta abierta para un nuevo diálogo. “Mañana, si tú quieres, volveremos a vernos en este mismo punto del camino en el que los dos nos hemos encontrado”, se apresuró a decirle con la confianza que ella había empezado a inspirarle. “De acuerdo”, respondió Aurelia con la misma sonrisa de antes, mirándolo con anticipado cariño cuando ya se marchaba.
A aquella improvisada entrevista le sucedieron, en efecto, otras muchas, celebradas casi siempre tras la reja de la ventana que había en el cuarto de ella, siempre con el consentimiento expreso de su familia, que no podía por menos de aprobar con gran orgullo la relación que ellos ya habían iniciado.



XXI


Como si se hubiera descorrido un telón, se encontró ahora con una nueva visión que a sus ojos hubiese estado vedada, con una espléndida panorámica que no dejaba de asombrarlo con las numerosas maravillas que en ella por todos lados se ofrecían. Fue, ciertamente, como un descubrimiento, como una mágica revelación de lo que antes había permanecido oculto, un mundo fascinante e ilimitado que continuamente lo deslumbraba y lo incitaba a buscar los innumerables tesoros que en él se escondían. Cada mañana, al levantarse, Lucas se sorprendía del cambio tan grande que se estaba operando en su vida, de la enorme transformación que se había debido de producir por fin en su corazón para que todo se le figurara ahora distinto. Experimentaba un profundo goce por sensaciones que antes casi hubieran pasado desapercibidas, por estímulos a los que en otro tiempo quizá no hubiese dado ninguna importancia. Se vio, en efecto, como un ser recién creado, como un ser que de pronto tuviese ante sí un universo inaudito, un lugar paradisíaco. El paisaje de la vega, por ejemplo, se le manifestaba a menudo como algo prodigioso, como un escenario en el que hubieran de ocurrir de continuo hechos extraordinarios. Antes le había gustado extender su vista por el campo con el orgullo que da la contemplación de un territorio del que uno es propietario: se trataba, por ello, de una satisfacción que no tardaba en desvanecerse, en cuanto perdía notoriedad el objeto que la había motivado. Ahora, sin embargo, era bien diferente: él no cesaba de regocijarse de todo lo que sus sentidos percibían, no porque a la sazón aquello tal vez le perteneciese, sino más bien por lo que en sí representaba, por el significado tan maravilloso que a cada instante le atribuía. Con frecuencia se quedaba arrobado mirando unas besanas, aspirando los embriagadores olores que de las huertas más próximas emergían, sintiendo acaso el plácido contacto de un airecillo matutino. La vega se le aparecía, sin duda, más hermosa que nunca, como si se hubiera revestido de un manto muy vistoso, adornado de cintas y de volantes que ensalzaran aún más su figura. Compuesta de una gran variedad de cuadros y de parcelas de diversos tamaños y proporciones, era para él un espacio lleno de encanto que lo cautivaba y que llegaba a conmoverlo profundamente, un espacio henchido de frescura y de indescifrables rumores que a cada instante se engalanaba con las reverberaciones de la luz y con los inusitados matices que de ellas se desprendían. Un cerco de oscuras y misteriosas alamedas lo enmarcaban a lo lejos, otorgándole de este modo una mayor belleza. El conjunto semejaba una extraña composición en la que se mezclasen los colores y los trazos de una forma caprichosa, con detalles y sugerencias que hubiesen sido dispuestos para asombrar a todo el mundo.
En primavera, que es cuando estas impresiones son más acusadas, Lucas salía a pasear por los caminos siempre que sus obligaciones se lo permitían. A veces el recuerdo de Aurelia señoreaba su mente, inundándola de una indecible ternura: eran momentos muy dulces, en los que su ánimo se exaltaba a poco que hubiera a su alcance algo que lo embelesara, el paso de una nube por la bóveda azul del cielo, el color malva de un ocaso en el que sus ojos de pronto se detienen, los reflejos de oro y de cobre que el sol deja en el agua estancada de unos azarbes, el olor áspero y seco de la tierra que llega desde las hazas recién aradas… Había días en que se encontraba tan a gusto en la vega, que se demoraba en ella hasta una hora bastante avanzada, entretenido por lo común con algún otro labriego en conversar sobre los asuntos que a ellos más les interesaran, casi siempre relativos a las ocupaciones en las que por aquel tiempo estuviesen enfrascados. Al contrario de otras épocas, se sentía Lucas más propenso a comunicar a sus vecinos lo que discurría, por nimio o por poco significativo que fuera: la comunicación con sus semejantes lo hacía más participativo, más integrado en la sociedad de la que todos formaban parte; ellos, en efecto, eran los seres más próximos, los que el destino había colocado a su vera para que pudiera compartir con otros todo lo que dentro de él atesoraba.
Al anochecer, el campo cobraba un aspecto extraño: las formas y los contornos de las heredades se difuminaban, disueltas en un vago mar de sombras y de tinieblas. Daba la impresión de que el presente se borrase para dejar en su lugar una estampa olvidada del pasado, una escena perdida de la historia que entonces se recuperase por una fugaz alteración del modo en el que estuvieran ordenados los hechos. Una mancha lívida quedaba todavía prendida en el horizonte, como un colgajo abandonado de una decoración que hubiera ido poco a poco desapareciendo. Por los senderos ya no pasaba nadie, si no era algún rezagado arriero que volvía al pueblo con sus mulas después de haber cumplido una trabajosa misión. De vez en cuando se oían lejanos sonidos, fragmentos y ecos imprecisos de voces que en el aire paulatinamente se descomponían. Eran instantes que dejaban en el alma de Lucas una gran serenidad, una paz que parecía irradiar de las mismas entrañas de la tierra, adormecida a esa hora bajo el embrujo que se cernía sobre ella. Elvira, a lo lejos, era una masa informe de tejados, con el esbelto surtidor de la torre de la iglesia descollando sobre ellos. Impresionado por todo lo que veía, Lucas no dejaba de advertírselo a quien ante sí tuviera como una prueba más del inmenso amor que sentía, de la enorme dicha que lo embargaba.
Coincidió esta etapa con el venturoso periodo del noviazgo, vivido por él de una forma muy ansiosa y exaltada. Toda su vida no tenía ya otra orientación que la que a Aurelia lo llevaba: ella se había convertido en su principal referencia, en el norte al que siempre miraba para no errar en la dirección que había de seguir en el futuro; todo lo que hiciese venía a confluir, al final, en ella, como si dispusiera de un poderoso imán que lo atrajese, una fuerza irresistible que lo obligase a regresar siempre a su lado. Los días carecían para él de sentido si por algún inconveniente no podía verla: era como si el sol se apagase, como si el cielo se cubriera de pronto de unas nubes oscuras y tormentosas. Necesitaba estar con Aurelia, conversar con ella a diario, oír su cadenciosa voz, mirar el dulce fulgor de sus ojos, sentir el plácido contacto de sus manos… Se sentía, de veras, hechizado, dirigido por una diosa a la que siempre hubiera de rendir tributo. Casi no tenía ya voluntad para otra cosa; era como si todo lo demás se hubiese extinguido, eclipsado por una realidad mayor a la que ahora había de atender. Se veía subyugado por ella, esclavo de sus determinaciones, confinado en una cárcel en la que por fin se había liberado de las ataduras que antes lo hubieran tenido sujeto. Ya nada lo encadenaba a este mundo: ya no ambicionaba tierras con las que asegurar su porvenir, ni pretendía acumular riquezas con las que alcanzar una mayor prosperidad; ahora toda su existencia giraba en torno a un mismo centro, en torno a una mujer a la que deseaba hacer feliz.


XXII


Cuando fue a comunicarle a don Manuel su resolución de casarse con Aurelia, tuvo con él una conversación que habría de ser muy provechosa, en la cual dio en expresar ideas y proposiciones que jamás se le hubieran ocurrido. Fue aquel ingenio producto también del amor que entonces lo animaba, de la gran ilusión con que a partir de un determinado momento miraba ya el mundo.
Se desarrolló esta reveladora entrevista en la sacristía de la iglesia, adonde Lucas había acudido para acordar con el párroco la fecha en que se había de celebrar el casamiento.
Era la sacristía una sala muy sombría, situada a un lado del presbiterio. Se alineaban en ella varios armarios, en los que se guardaban las ropas talares de todos los ciclos litúrgicos. En un rincón, había una recia mesa de pino, sobre la que se acumulaban diversos rimeros de libros. Reinaba allí un fuerte olor a cera y a barnices viejos, un olor que más bien parecía proceder de otros siglos.
Lucas se había quedado de pie en el centro de la estancia, por la que no dejaba de dar vueltas el sacerdote, frotándose una vez y otra las manos.
Al principio, el anuncio del matrimonio había sorprendido un poco a don Manuel, que tal vez no esperaba que se hubiera de producir tan pronto. Lucas arguyó que había sido una decisión muy meditada por parte de los dos contrayentes, a los que la edad había otorgado una madurez de la que nadie podría ya dudar. Don Manuel se alegraba sobremanera de que hubiesen escogido aquel camino, después de haber discurrido por parajes bien diferentes. Fue como un encuentro, como una feliz coincidencia en la que ambos habían confluido.
−Al final era una mujer lo que tú andabas buscando –le dijo a su ilusionado feligrés.
−Una mujer que no había sabido reconocer porque nunca me había fijado en realidad en lo que dentro de ella albergaba –replicó de inmediato Lucas, recapacitando en aquello al tiempo que lo decía, como si fuera un pensamiento que en aquel preciso instante se le ocurriese.
−A veces a las personas no se las descubre hasta que no se las trata con más frecuencia –formuló el presbítero mientras daba de nuevo un largo rodeo en torno al labriego.
−En este caso, yo creo que fue ella quien me descubrió antes a mí.
−Las mujeres son siempre más sagaces.
−Las guía la intuición.
−Tienen más habilidad que los hombres para conseguir lo que pretenden.
−Llegan antes que nosotros a los sitios a los que queremos ir.
−Quizá porque adivinan nuestras intenciones.
−Aurelia es muy inteligente –ponderó Lucas, volviéndose para mirar a los ojos a don Manuel−. Todo lo medita antes de hablarlo: siempre se para a pensar en las consecuencias que puede tener una determinada acción. Si hace algo es porque está convencida de que es lo que más le conviene, aunque no crea que es por ello egoísta y que siempre persigue su propio interés, pues su mayor objetivo es que todos se beneficien de sus actos, de lo cual obtiene por lo general gran satisfacción.
−La conozco muy bien –destacó el párroco, asintiendo repetidas veces con la cabeza.
−Ella me ha enseñado que amar es el oficio más noble al que se puede dedicar el ser humano.
−Quien no ama no lo sabe –quiso apostillar don Manuel−: por algo es nuestro principal mandamiento, en el que todos los demás se vienen a resumir; pues si amamos, incluso a nuestros enemigos, nada podrá oponerse a nuestra felicidad… La gente, en fin, está muy equivocada sobre esto, pues piensa que la felicidad sólo se alcanza cuando se cumplen sus antojos, cuando se llega a la posesión del objeto en el que estaban centrados todos los deseos.
−Aurelia es desprendida, generosa… −volvió a recordar Lucas.
−Es un ser excepcional, una mujer extraordinaria, en la que están presentes todas las virtudes que ha de reunir una esposa cristiana… Has elegido bien.
−Como le decía, más bien ha sido ella quien me ha elegido a mí.
−Pues si ha sido ella, puedes estar seguro de que su elección no es equivocada, por lo que tú también debes de ser un tipo que atesora muchos dones.
−Es curioso, don Manuel, que sean otros quienes tengan que descubrir nuestros propios valores.
−Nadie es consciente a veces de lo que tiene hasta que los demás no se lo señalan.
−Quizá porque las cosas que llevamos dentro no las vemos reflejadas en ningún espejo.
−Lo cierto es que ella se ha fijado en ti y a ti ha empezado entonces a gustarte, de lo cual ha surgido una relación que ha hecho que os queráis y que deseéis ahora uniros para siempre en matrimonio –concluyó el párroco, parado ante Lucas como un maestro que ha descubierto por fin la intención que movía al alumno.
−Así es, don Manuel –respondió entonces el alumno sin atreverse a alzar los ojos, como si de veras sintiera vergüenza de confesar una vez más sus inclinaciones.
−Pues yo me alegro, hombre, qué te voy a decir –sonrió el sacerdote, levantando y abriendo mucho ambas manos para expresar mejor su congratulación.
−Para mí ha supuesto un cambio muy grande –se animó a revelar Lucas, desviando ahora con decisión la vista hacia su confesor, que apenas se había movido del punto donde un momento antes se había posado−: ha sido como si hubiera nacido de nuevo, como si el mundo hubiera empezado a ser distinto para mí. No sé si usted me entiende. Yo no era más que un labrador, un labrador que se había ido quedando solo y que no se conformaba más que con vivir. Las cosas no tenían otro sentido que el que yo les quería dar, el que a mí más me interesaba que tuvieran, un sentido al que siempre ponía precio, como a todos los productos que se obtienen del campo. Mi vida, como usted verá, era muy pobre: aparecía siempre cercada de setos y de empalizadas que me alejaban de todo lo que hubiera fuera de ella. Ahora, por el contrario, se me antoja mucho más despejada, sin límites que la separen de las parcelas colindantes, sin nubes que la amenacen con chaparrones que ningún beneficio ocasionan. El cambio, como le decía, ha sido tan profundo, que me parece como si hubiera pasado de una noche oscura a una mañana radiante… Soy un hombre nuevo, don Manuel, un hombre que ha recuperado la ilusión que alguna vez tuvo, porque eso es lo que ahora me mueve, una ilusión que me levanta y me hace diferente. Es difícil expresar lo que siento: es como si me hubiera enamorado no sólo de Aurelia, sino de todo cuanto existe. Mi amor, don Manuel, es una llama que se extiende y que me quema por dentro, una llama que me resulta muy gustosa… Ya no soy el que era, ya no soy aquel individuo frío y calculador que antes pasaba por el mundo con más pena que gloria: figúrese, para que usted me entienda, que la vida es una montaña y que sólo estamos acostumbrados a ver uno de sus lados, lleno de riscos y de breñales muy espesos; figúrese además que la corona una cumbre muy alta, a la que por distintas razones nunca hemos llegado… Pensamos que todo será así, que siempre habremos de ver el mismo panorama; pensamos que nada podrá cambiar y que nunca ocurrirá ningún hecho que no hubiéramos previsto… Sin embargo, un día, picados por la curiosidad, como a mí me sucedía cuando era niño con otros zagales en la sierra, nos decidimos de pronto a escalar la montaña y nos encaramamos después de muchos esfuerzos en lo alto; es entonces cuando descubrimos la ladera que había estado oculta a nuestros ojos, un lugar que nosotros jamás hubiéramos podido imaginar…
−Es la otra ladera de la vida –confirmó el párroco−, aquella que nos tiene reservada el amor, como tú muy bien has intuido, una especie de adelanto de lo que encontraremos a buen seguro en el Cielo…
La conversación derivó después hacia asuntos más prosaicos, sobre los que los dos expusieron de manera algo más relajada lo que pensaban, hasta que al final, por iniciativa de Lucas, fue acordada la fecha de la boda para el día 25 de junio, festividad del Sagrado Corazón de Jesús, al que Aurelia había tenido siempre gran devoción.



XXIII



El casamiento tuvo lugar como estaba previsto. Resultó una ceremonia bastante sencilla, según habían planeado desde el principio los novios. Asistió a ella un nutrido grupo de parroquianos, a los que se agasajó después con un modesto refrigerio en casa de los padres de Aurelia. Todo el mundo se mostró muy contento y dio su parabién a los nuevos esposos, a los que se les agotaron casi las palabras para agradecer tantas felicitaciones. Fue, en suma, una jornada muy dichosa que pareció henchir de júbilo y de armonía los corazones de todos los presentes.
Desde aquel día, las cosas empezaron a rodar para Lucas de una forma completamente distinta. Tal como había vislumbrado en su encuentro con don Manuel, tenía ahora ante su vista un paisaje maravilloso que jamás se cansaría de admirar; aunque a veces lo cubrieran los velos de la noche, él estaba seguro de que permanecería allí y de que no tardaría en reaparecer ante sus ojos con renovado fulgor. Era algo muy firme, una creencia incontestable, la certeza de un hallazgo que siempre se hubiera de reproducir a poco que porfiara por convocarlo.
El amor que sentía por Aurelia despejaba su existencia de cuanto antes la había emborronado. Ya no había en ella nada que la ensombreciera, sino que todo a su alrededor era diáfano, de una claridad que no admitía ya ninguna duda. Una luz muy poderosa reinaba en su interior, una luz que surgía como un milagro de la misma emoción que ahora a cada momento lo estremecía. El amor que sentía por Aurelia lo elevaba, lo enardecía hasta extremos insospechados: era una pasión que lo cegaba, una fuerza irresistible que lo arrastraba y lo conducía por deslizaderos por los que no hallaba freno su caída. Ya no había, en efecto, límites que lo contuviesen, ni se cernían sobre él temores o recelos que enturbiaran su dicha: tenía la seguridad de quien ha encontrado el secreto que lo preservase de todos los peligros, de todas las asechanzas a las que están expuestos por lo común los seres humanos. Era feliz, sencillamente, con lo que le tenía, con lo que le había deparado al fin el destino. Como las abejas que liban el néctar de las flores, él también libaba de las cosas y de los accidentes con los que a diario se encontraba una sustancia oculta que los ennoblecía, una especie de esencia divina que los revestía de un mayor interés. De aquel individuo opaco y vulgar que apenas mostraba inquietud por el mundo había pasado a ser una persona con un corazón muy sensible, con un espíritu que vibraba con cuanto se presentara en su entorno dotado de una especial belleza. Todo, en verdad, le atraía: cualquier nuevo detalle que observara en los sitios a los que iba, la imagen que a cada hora ofrecía la zona de la vega en la que sus parcelas se hallaban, el color rojo y añejo de la tarde con el que el campo se envolvía cuando él regresaba a Elvira… Como un reflejo de lo que dentro de sí se estaba produciendo en aquel tiempo, se sentía de ordinario exaltado por lo que en el exterior descubría, por todas las sensaciones que en el desarrollo de sus cotidianos quehaceres albergaba. Era como si la vida se le entregase de pronto, como si ese otro lado de ella se le revelase ahora de forma muy brusca; por lo que se veía a veces incapaz de analizar los sentimientos, de encontrar la causa que los hubiera generado. Quería agradecer a alguien lo que le sucedía, a un ser superior con el que en aquellos días se comunicase, a un ser que hubiese sido en definitiva quien hubiera propiciado el cambio tan radical que en él se había producido. Fue así, de hecho, como empezó a relacionarse con Dios, a intuir su presencia en todo lo que de hermoso o de plausible en la naturaleza advertía. Se dirigía a Él como a un padre al que hubiera de confiar siempre sus secretos, como a un padre misericordioso que siempre lo había de socorrer. Sabía, en efecto, que lo protegía, que lo amparaba con su incuestionable bondad, que lo quería como a un hijo al que se proporciona de continuo los bienes necesarios para que sea feliz. Él era el buen pastor de la Biblia que está pendiente de sus ovejas y que sale al rescate en seguida de la que se descarría y se pierde a los ojos de las demás. Él era el Dios justo, el Dios que ama a sus criaturas desde el principio de la Creación, el Dios que perdona siempre y que redime de los males que acechan a la Humanidad, el Dios que libera a su pueblo de la situación de esclavitud y de oprobio a la que había estado sujeto. Ya no había nada que temer: todo había sido ya vencido por su brazo protector; por lo que empezó a sentirse más seguro, más dispuesto a proclamar las grandezas de quien había hecho tanto por él. Era una fe muy firme la suya, una fe que no guardaba ahora ningún reparo por lo que pudieran opinar las otras personas de ella: de ningún modo se trataba de una creencia impostada o de una confesión que sólo se reserva para las ocasiones más propicias. Esto hizo que se volviera, inevitablemente, más piadoso y que acudiera con más frecuencia a participar en actos religiosos que antes había considerado vacíos de un auténtico fervor: ahora él quería intervenir en ellos, pues eran signo de una unidad que se sustenta en un principio salvador, en un amor que conforta y que ayuda a superar cualquier mezquindad. Se relacionaba con gente a la que había tenido antes por algo mojigata, con feligreses con los que nunca había comulgado: a pesar de sus defectos, los veía de otra manera, como hermanos con los que compartía una misma filiación, un don que los engrandecía y que los purificaba de las manchas que tuvieran, de los pecados o de las imperfecciones en las que habitualmente caían. Se daba cuenta de que los seres humanos, por su propia naturaleza, eran muy limitados y de que siempre habrían de estar necesitados de una redención, de un impulso trascendental que los moviese y que los animara a superar las terrenales aspiraciones a las que se sentían inclinados; comprendía así que era la humildad la condición imprescindible para que aquella profunda renovación se operase, pues sin ella era imposible depositar toda la confianza en Aquel que otorga la fuerza que hace falta para conseguirlo.
Como era natural, muchos en el pueblo lo tildaron al principio de beato y atribuyeron la culpa de aquel cambio a Aurelia, a la que se tenía ya desde siempre por una mujer muy virtuosa. El tiempo, sin embargo, se encargaría más tarde de demostrar que no era algo tan simple, sino que obedecía más bien a un descubrimiento personal, a un compromiso de Lucas con la verdad que dentro de su propio ser había encontrado.





XXIV



Corrían, no obstante, malos tiempos para todos: el rencor se había adueñado de los corazones y era muy difícil sustraerse a su influjo; de forma casi inevitable, crecía la animadversión hacia los que no pertenecieran a la misma facción. En lugar de apaciguarlos, los dirigentes políticos no hacían más que alentar a sus seguidores con ardorosas soflamas, con mensajes muy perniciosos que sólo conseguían despertar sus instintos más sanguinarios. Se habían producido ya en el país disturbios y enfrentamientos muy lamentables: la posibilidad de que se desencadenase una guerra era algo que casi todo el mundo asumía como un hecho que fatalmente habría de sobrevenir si se seguían cometiendo tantos desmanes.
En medio de este ambiente, Lucas luchó por mantener intacta su fe: llevado de sus buenos propósitos, quería creer que aquello había de ser pasajero y que muy pronto se podría volver a una situación más favorable; día y noche rezaba para que así fuera, para que la gente cayera por fin en la cuenta de que por aquel camino no se llegaba a ninguna parte; era necesario, según él, retornar, buscar un atajo o un sendero más seguro que condujese a un lugar en el que estuviesen de nuevo todos reunidos, dispuestos a caminar otra vez juntos hacia la meta para la que hubiesen sido desde el principio convocados. Había momentos en que se le representaba que era una tarea muy fácil: bastaba con creer, con pensar que no eran tantas las diferencias que a unos y a otros separaban; hacía falta sólo un último esfuerzo por superar las ideas y las inquinas que tenían a la mayoría de los españoles soliviantados, un último esfuerzo que les hiciera recapacitar y entenderse con la cordialidad que de ellos cabía siempre esperar.
La guerra, sin embargo, le vino a demostrar lo contrario, pues estalló en seguida con una virulencia espeluznante. Parecía como si se hubiera estado gestando, como si durante aquel tiempo se hubiese ido preparando para estallar con la furia con la que finalmente llegó a manifestarse. Para Lucas, resultaba increíble el extremo de barbarie al que podían llegar los hombres si se dejaban arrastrar por sus pasiones más bajas. Una locura colectiva reinó por todos lados: la gente corría desesperada a esconderse o a engrosar las filas del ejército con el que se sentía más identificada. Se llevaron a cabo persecuciones, arrestos de personas que no habían causado ningún mal, asesinatos y fusilamientos que se perpetraban de manera indiscriminada. Grupos de desalmados pululaban por todas partes sembrando el terror en las calles y en las casas. Aunque era verano, daba la impresión de que la luz tenía un brillo más apagado y de que los días se acortaban para dejar paso pronto a la sombra compacta de las noches, en la que todo se hacía mucho más angustioso. A veces se oían disparos y explosiones que aumentaban el pavor de los que aguardaban en sus hogares: se vivía con un sentimiento de aprensión continuo, como si de un momento a otro la vida pudiera resquebrajarse sin remedio, fulminada por un proyectil o por una bomba que cayera de uno de los muchos aviones que surcaban el cielo.
El odio cegaba a los que intervenían en el combate, el odio los impulsaba a resistir y a atacar a los que se habían alineado en el otro frente, el odio los arrastraba como una fuerza irrefrenable que se hubiese apoderado de sus entrañas y que se expandiese ahora por todo su cuerpo con un vigor irrevocable. Más que humanos parecían animales, fieras salvajes que se disputan el dominio de una determinada zona, bestias horrendas que sólo atienden a sus impulsos más crueles. Era, por supuesto, muy pavoroso el panorama que se presentaba: los enfrentamientos se sucedían cada vez con mayor violencia a medida que pasaban las semanas; lejos de disminuir, la guerra se extendía como una mala simiente que hubiese arraigado en todos los sitios.
Aunque quedó adscrita al bando de los nacionales, no fue Elvira nunca un lugar demasiado problemático, sino más bien de tránsito o de hospedaje de los soldados que debían recuperarse de sus heridas. Por razones de su edad, Lucas no se vio obligado a empuñar las armas y pudo así mantenerse de algún modo al margen del conflicto. No quería, a pesar de que se lo preguntaran, decantarse por ninguno de los lados, aun a riesgo de que se infiriera de aquella actitud que trataba de ocultar sus preferencias por el de los republicanos. Lo salvaba, en última instancia, la profesión de su fe, la cual lo animaba a amar a todos sin distinción de credos o de ideologías políticas. Repudiaba la guerra delante de sus vecinos, presentándola como la peor de las desgracias que pueden acaecer al género humano: lo decía con profundo pesar, conmovido por la situación por la que atravesaban la mayoría de sus paisanos. Como no estaba a su alcance impedirlo, se conformaba en aquellos momentos con manifestarlo, con expresar lo que sentía por el trance tan difícil por el que pasaba España.
A veces, cuando estaba a solas con Aurelia, le decía que no podía ser feliz en medio de tantos desastres: lamentaba que se hubieran casado en un tiempo tan nefasto, en el que parecían triunfar todos los males. Ella le solía decir que tuviera paciencia y que no dejara nunca de confiar en Dios, pues aquello no había de durar siempre.
Su amor, a pesar de todo, no había decrecido: se amaban a pesar de todas las dificultades, a pesar de todos los miedos y recelos que en torno de ellos se creaban. Habían nacido para ello, para amarse sin condiciones, sin límites de ninguna clase, porque así estaba determinado en sus corazones, porque ésa era la inclinación que los impulsaba a sentirse siempre unidos. Se querían a cualquier hora del día, en los momentos en que se hallaban juntos en alguna pieza de la casa, cuando los quehaceres de él los obligaban a separarse durante casi toda la jornada, en medio de las zozobras y de las turbias amenazas con que discurrían la mayoría de las noches… Se querían sin necesidad de comunicárselo el uno al otro, por una voluntad común de entenderse y de confluir los dos en una sola identidad que los definiese, en un ser único que los juntase y que los confundiera para siempre. Se querían aunque no dejaban de sufrir por lo que estaba pasando, por la tremenda desolación que encontraban en torno; se querían, por esto mismo, con mayor ahínco, como si así salvaguardaran uno de los secretos con los que se pudiera regenerar después el mundo.
No, no estaba todo perdido si ellos se amaban, si había aún seres en la Tierra que sintieran lo mimo. Aquella barbarie, tarde o temprano, tendría que terminar: al final sobrevendría la paz después de un largo periodo de luchas y de enfrentamientos encarnizados; el Bien, aunque entonces pareciese enterrado, habría de resurgir como una planta que crece y que se extiende con una fuerza inusitada.




XXV



Por el motivo que fuese, quizá por lo inadecuado de su edad, ellos no pudieron tener hijos. El tiempo pasaba sin que ningún fruto naciera de los amores que los dos con tanta pasión se profesaban. Como solía ocurrir en estos casos, se había considerado al principio que aún era quizá demasiado pronto para esperar resultados; sin embargo, cuando se vio que éstos de ningún modo llegaban, se pensó por parte de ambos que tal vez sus propias naturalezas ya no estarían capacitadas para dárselos; y lejos de amargarse por tal comprobación, estimaron que era aquél designio de la Providencia y que debían, por el contrario, contentarse con todo lo que ya en aquella maravillosa etapa les había regalado. Más paciente que él, ella se avino en seguida con su suerte y le hizo ver a Lucas que aquello les serviría sin duda para amarse mucho más que antes.
Nunca faltó día en que ninguno de los dos tuviera algún detalle cariñoso con el otro. Aurelia conocía sus gustos y siempre trataba de complacerlos en la medida de sus posibilidades, a veces absteniéndose de hacer lo que más le apetecía en un determinado momento. Él era su esposo y a él había de querer por encima de todas las comodidades. Lucas, que tales muestras de amor advertía, procuraba corresponderlas con acciones que para nada desmerecían a las que veía realizar de continuo a su consorte.
De esta manera, su amor no desfallecía nunca, sino que se iba consolidando a medida que transcurrían los días. Era una llama que se hacía más grande y esplendorosa con los leños que ellos a menudo le arrojaban para que no disminuyese.
Lo único que los apartaba realmente de este idilio era la guerra. La situación del país era cada vez más complicada y angustiosa: las noticias que a todas partes llegaban no hablaban más que de batallas y de bombardeos que causaban innumerables muertos. Por todos los sitios cundían el desánimo y la miseria, de los que nadie podía considerarse exento. Después de varios meses de lucha, empezaron a escasear los alimentos, pues muchas cosechas se habían perdido a causa de los destrozos ocasionados por los combates. Para no sucumbir al hambre, la gente subsistía con los pocos recursos de que disponía, muchas veces con productos que en otro tiempo se hubieran desechado.
Lucas trataba de ayudar a todos los necesitados con los que se encontraba, especialmente a los más desfavorecidos o a los que él veía en una situación más lamentable, como era sin duda el caso de Silvestre, el muchacho aquel desmedrado que en otro tiempo tanto le había impresionado. Si antes había intentado rehuir de algún modo su trato para no verse comprometido a dar más de lo que hubiera deseado, ahora no vacilaba en dispensarle su mayor atención siempre que coincidía con él en la calle. Lo tenía, como casi todos en Elvira, por un ser desvalido, al que el destino había castigado de muchas maneras. Su aspecto, con las privaciones que entonces existían, había empeorado aún más si cabe, por lo que más que una persona de carne y hueso semejaba verdaderamente un alma en pena.
Un día de finales de otoño se lo encontró Lucas al arrimo de unas cercas. Estaba recostado contra unos tablones, con la cabeza un poco inclinada hacia adelante, como si durmiera. Deseoso de averiguar lo que de veras le ocurría, se acercó a él con mucho cuidado. Apenas lo hubo sentido, el infeliz se incorporó con un sobresalto, mirándolo con ojos despavoridos.
−Soy yo –le dijo Lucas con sumo sosiego para que no se alarmase.
−¿Tú? –replicó él como si regresase, en efecto, de un sueño muy pesado.
−¿Qué te pasa?
Silvestre no contestó: aunque al principio pareció que iba a decir algo, luego se calló y volvió a bajar la cabeza, incapaz de escapar del estado de postración en que hubiese caído. Como hacía por aquella época ya un poco de frío, llevaba echadas por encima a modo de gabán unas ropas viejas que alguien le hubiera procurado como improvisado auxilio. Lucas observó que apenas se movía: sólo una ligera agitación de su pecho daba alguna señal de vida. Se le notaba muy cansado, como si ya no le quedaran más fuerzas para afrontar el resto de la jornada.
−¿Te encuentras bien? –le preguntó casi con el mismo acento de antes.
Silvestre hizo un esfuerzo y musitó unas palabras que, por supuesto, Lucas no entendió. Luego exhaló un suspiró y se tapó aún más con las ropas que lo envolvían. Su rostro demacrado y renegrido le recordó a Lucas el de un Cristo yacente, vencido por los dolores y por las miserias por los que había realizado tan gran sacrificio. Un Cristo, además, marginado, olvidado de todos a los que Él había ayudado y servido, postrado en un rincón del mundo como un desecho del que ya nadie hubiera de acordarse. Estaba obligado, sin lugar a dudas, a hacer algo por Silvestre, a mostrarle siquiera su conmiseración, el afecto tan profundo que le inspiraba en aquel momento su suerte.
−Me voy a morir… −oyó que le decía.
Lucas se acercó aún más a él. Casi se agachó para examinarlo con más detenimiento, para comprobar si era cierto lo que acababa de oír: no observó ningún síntoma de agonía, ningún signo por el que se pudiera inferir que no tardaría mucho en fallecer.
−Me voy a morir de hambre –insistió de pronto con un hilo de voz.
−No lo creo.
−No puedo más: estoy muy débil, ya no sirvo para nada…
−Pues yo no te veo tan mal –le mintió Lucas para animarlo.
−Eso es porque usted es muy bueno y no desea ningún mal para mí.
−Confía en lo que te digo: tú no morirás; yo haré todo lo posible para que no sea así.
Silvestre volvió a alzar la cabeza y buscó con torpeza los ojos de su benefactor. Se le notaba agradecido por lo que había oído: con gran trabajo, consiguió esbozar una tímida sonrisa, con la que procuraba expresar lo que en el fondo sentía.
Compadecido de su desgracia, Lucas apoyó una mano en su hombro, con lo cual le daba a entender que no estaba dispuesto a apartarse de su lado. Silvestre lo debió de comprender entonces así, pues pareció sentirse desde ese instante más aliviado.
−Es usted muy bueno –recalcó sin dejar de mirarlo.
−Te vas a venir conmigo ahora mismo a mi casa –le instó él al tiempo que hacía ademán de levantarlo.
Con manifiesto cansancio, el joven obedeció a lo que se le demandaba y de forma tambaleante acompañó por el pueblo a su guía. La gente que los veía se quedaba sorprendida de lo que éste hacía, pues no era normal atender a aquel ser tan desastrado por el que nadie hubiera dado ya nada.
Lucas mandó aviso a la familia y lo tuvo en la casa los días que hicieron falta para que se repusiera de su inanición. Aurelia, como era de esperar, colaboró bastante para recuperar al enfermo, a quien no dejó de proporcionar las atenciones que eran necesarias para ello.
Ésta fue una de las primeras acciones por las que Lucas hizo variar la opinión que sobre él se tenía en Elvira: por efecto de obras tan señaladas, se convirtió para la mayoría de sus paisanos en un hombre muy singular, dotado de una clase de bondad que sólo debía de estar reservada a muy pocos.




XXVI



La guerra seguía su curso. Era ya un enfrentamiento encarnizado, una de las mayores calamidades de la historia. Lejos de concluir, parecía que se extendiese cada vez con más saña. Para los espíritus más sensibles, como era ahora el de Lucas, aquello era una fuente continua de preocupación, un motivo de inquietud que no le permitía disfrutar de todas las gracias con las que se habría mostrado para él de otro modo la vida. A veces se quejaba ante don Manuel del clima de violencia que en todas partes existía, de las terribles matanzas que por aquellos días en todos los frentes de batalla se estaban produciendo. El párroco le aseguró en cierta ocasión que el principal enemigo de la fe no era precisamente el comunismo, como entonces era frecuente que se dijese, sino más bien el odio que había corroído y envilecido a tantos corazones, el odio que no había parado de actuar a modo de cizaña que acaba corrompiendo y malogrando todas las buenas simientes.
En Elvira, desgraciadamente, habían tenido lugar también hechos muy deplorables, si bien allí no se combatía como en otros sitios. Muchos vecinos tenían miedo a ser delatados; algunos incluso se escondían en sus casas y casi se les daba por desaparecidos. Nadie, por lo general, podía considerarse a salvo, pues en cualquier momento estaba expuesto a ser víctima del furor que se había desatado en todas las partes.
Lucas, casi sin proponérselo, se había visto implicado en más de una situación comprometida. A causa de su aparente neutralidad, le habían llegado noticias de maniobras contra personas a las que profesaba un gran aprecio y, sin poderlo evitar, había tenido que intervenir para que no se hiciese nada contra ellas. Una vez, incluso, hubo de avisar en secreto al acusado para que se ocultase en seguida donde nadie pudiese dar con él, pues había oído en cierto lugar que un grupo de guardias de asalto se aprestaba ya a ir para arrestarlo.
Era éste un hombre de sanas costumbres que había alcanzado bastante notoriedad durante la República. Un hombre que en realidad no había hecho ningún mal a nadie pero al que se le tildaba de adversario declarado de las ideas que entonces triunfaban en aquel lado. Lucas lo conocía bien, ya que lo había tratado mucho por razones de trabajo desde hacía bastante tiempo. Sabía que no era malo y que no guardaba ningún rencor contra sus oponentes políticos: lo juzgaba, por el contrario, como un tipo justo que sólo había intentado hacer lo más conveniente para todo el mundo.
Miguel, que así se llamaba el susodicho, vivía en una de las calles principales del pueblo, por lo que no tardó mucho Lucas en presentarse en su casa para darle el aviso. Aunque al principio Miguel no pensaba que se hubiera podido urdir aquel plan contra él, después no tuvo más remedio que creer lo que su bondadoso vecino le refería, pues estaba claro que lo que él había escuchado no debía ser ninguna broma.
−Decían que eres peligroso para la seguridad del país –le siguió contando Lucas.
−Están todos locos –comentó con cierta aflicción aquél.
−La cosa va en serio, te lo digo yo: esto es una guerra, no lo olvides, y aquí se puede matar como en cualquier sitio. Te tienes que ocultar donde sea, en algún lugar seguro donde no te puedan encontrar. Ya lo sabes… En todas las casas hay escondites secretos, buhardillas, techos falsos, qué sé yo… Quítate del medio, Miguel, haz algo, por lo que más quieras. Piensa en tu mujer, en tus hijos…
−Ya veré lo que hago –replicó él al final con gesto de preocupación.
Lucas regresó a la calle. Anduvo algunos pasos con cierto sigilo, mirando a un lado y a otro por si observaba algún movimiento sospechoso. Al doblar una esquina, se cruzó con dos o tres vecinos que caminaban en la dirección opuesta. Casi de inmediato, cayó en la cuenta de que podían ser ellos, los hombres destinados a llevarse preso a Miguel, aunque no se percató de que portaran ningún arma con el que fueran a cometer tan vil atropello. Estuvo a punto de volverse para averiguar adónde se dirigían, pero siguió hacia su casa y encomendó el caso a Dios para que a su amigo no le ocurriera nada. La verdad era que temía lo peor, pues si realmente eran aquéllos los guardias que iban a apresarlo, Miguel apenas habría tenido tiempo de encontrar ningún escondrijo. Lo más seguro era que entraran en la vivienda por sorpresa y que lo hallaran todavía desprevenido, conviniendo tal vez con la mujer cuál había de ser el mejor modo de salvarse.
Lucas apenas pudo apartar de su cabeza aquello. Durante algunos días nada se supo: la gente no decía nada ni él se atrevía a preguntar por Miguel, temeroso de que alguien le pudiera confirmar que se lo habían llevado. Vivió, por tanto, ansioso, pendiente de cualquier rumor o comentario que en torno a sus oídos circulasen.
Enterada de lo que había pasado, Aurelia le dijo a su marido que no se preocupase más, ya que él había hecho todo lo que estaba a su alcance. Sólo cabía esperar de la Providencia que no permitiese que las personas obrasen tanto mal: “Yo no hago más que pedirle a Dios que esto se acabe”, terminó declarando sin disimular su dolor. Y sin que él se diera cuenta, se puso a recabar con mucha sagacidad de las vecinas la información que anhelaba: se enteró por unas y por otras de que, efectivamente, habían ido a detener a Miguel pero que no lo habían encontrado; a pesar de que habían registrado en todos los rincones de la casa, no habían conseguido dar con él, quizá porque había sido en el último momento más rápido o más astuto que sus perseguidores. Según le confió una cuñada de la esposa, Miguel había huido en cuanto se convenció de que se tramaba algo contra él.
Lucas, al conocer la noticia, se sintió muy orgulloso a pesar del riesgo que indudablemente había corrido: gracias a su chivatazo, el amigo se libró; aunque nada se supiera sobre su paradero, al menos cabía la esperanza de pensar que todavía continuaba vivo.



XXVII



A veces tenía Lucas la sospecha de que dudaban de él, de que lo acusaban de traidor a la causa por la que la clase dominante en el pueblo se decantaba. Sin saber muy bien por qué, creía vislumbrar en los rostros y en las palabras de los vecinos veladas acusaciones contra él, por actos o por declaraciones que quizá no estuviesen claros a los ojos de los demás; porque en aquel tiempo nada debía quedar ambiguo o falto de una inclinación determinada, sino que todo había de ser diáfano e irreprochable, de una pureza que no admitiese ninguna duda, ninguna sombra de recelo o de afecto mal disimulado. Por momentos tenía incluso la impresión de que lo perseguían igual que a Miguel, de que vigilaban cada uno de sus movimientos, de que lo acechaban para tenderle una trampa cuando menos lo esperase. Por todos los sitios había hombres apostados, tipos a los que nunca había visto y que probablemente cumplían en aquellos momentos una misión.
Para no preocuparla, Lucas se abstenía de confiarle a Aurelia estos temores. Se los reservaba como una oscura aprensión de la que tarde o temprano se hubiese de desprender: era algo que había de asumir como una realidad con la tenía que acostumbrarse a convivir, como una circunstancia que seguramente resultaba mucho menos dura que las que entonces se daban en los lugares en los que se estaba desarrollando la guerra. Él pensaba, de hecho, en las víctimas de aquel tremendo fratricidio y de alguna manera restaba importancia a lo que a su alrededor acontecía; en el peor de los casos, lo único que podía sucederle era que lo detuviesen o que lo eliminasen como uno más de los muchos compatriotas que en los campos de batalla entonces caían.
Tenía por fuerza que sobreponerse. Impulsado por su fe, en ningún instante dejaba de hacer lo que su conciencia le dictaba, por muy arriesgado o dificultoso que fuese. Se había vuelto hasta tal punto sensible que nada que pudiesen estar padeciendo los demás se le escapaba: parecía como si dispusiera de una especial antena para detectar todo lo que a los otros les ocurría; en seguida acudía al que más lo necesitase, aun cuando a él nada le hubiesen dicho.
Silvestre, como queda referido en un anterior capítulo, había sido uno de los que se benefició de este excesivo celo, como también lo fue en otra ocasión Bartolomé, aquel tullido al que le había dado por encerrarse en su casa quizá para que la gente no lo compadeciera.
Una tarde que estaba desocupado, se acordó de pronto de él. La gravedad de los acontecimientos había hecho que nadie prestase ya atención a los dramas particulares que otras personas menos afortunadas estuviesen viviendo; se trataba de casos que había que dejar en un segundo plano, apartados del discurrir general en el que la mayoría de sus contemporáneos se hallaban inmersos.
Llevado de un noble impulso, Lucas se propuso de inmediato ir a verlo. Intuía que algo bueno haría si lo visitaba, algo que quizá el propio impedido no reconociese al principio, resignado como estaba desde hacía mucho tiempo a sufrir en silencio.
Lo recibió, no sin cierta sorpresa, la mujer. Al oír su pretensión, no tardó en mostrarse agradecida por haberse acordado de su marido, a quien sólo ella ya atendía con la mayor solicitud. Lo encontró postrado en la cama, sin ganas de levantarse aquel día. Juana, que tal era el nombre de la diligente esposa, lo excusó diciendo que a veces no lo hacía por falta de ayuda, ya que ella sola no podía ya con sus fuerzas trasladarlo a la silla de ruedas para que pudiera moverse un poco por la casa. El cuñado, que antes lo había asistido, no había tenido más remedio que desplazarse a otro lugar, en el que había de cumplir unos determinados servicios.
Si no hubiera sabido con certeza que era él, Lucas posiblemente no habría estado muy seguro de si aquélla era la persona a la que había ido a visitar, pues no parecía la suya la cara de un ser con vida, sino más bien la de un cadáver al que estuviesen a punto de amortajar. Tenía el rostro intensamente pálido, con los ojos hundidos, el cabello alborotado de mechones y de pelos muy tiesos que crecían por todos lados.
A Lucas, como era natural, le impresionó verlo así, aunque procuró disimular como pudo lo que experimentaba. Con gesto amable, se acercó a él y le tendió la mano para que se la estrechara. Lo notó muy débil y abatido, como si hubiese cedido para siempre a la inmovilidad que amenazaba con agarrotar ya todo su cuerpo.
−He venido a verte –le dijo.
−Te lo agradezco mucho – oyó que le respondía con la voz muy apagada.
Bartolomé hizo ademán de incorporarse y, ayudado por su mujer, consiguió colocarse en una posición más cómoda.
−Han pasado muchas cosas desde que no nos hemos visto –volvió a intervenir Lucas cuando lo encontró algo más resuelto.
−Sí, es cierto.
−Supongo que sabrás que me he casado. A todo el mundo le llega su hora. Recuerdo que una vez tú me lo dijiste: me dijiste que al final conocería a la que habría de ser mi esposa…
−Yo estaba seguro de que no te quedarías soltero. No eres hombre que pueda vivir siempre solo. Necesitabas enamorarte de alguien: si no lo hubieras hecho, la verdad es que no sé qué habría sido de ti.
−Me habría convertido en un bruto.
−Sólo pensabas en lo tuyo.
−Ahora me siento muy afortunado.
−Aurelia es una gran mujer: has tenido mucha suerte.
Juana salía en ese instante de la habitación para que ellos continuaran charlando con más tranquilidad.
−Es un ángel –prosiguió diciendo Lucas−: gracias a ella, he experimentado cosas que estaban muy lejos de mí.
−Gracias a ella, has conocido lo que había dormido dentro de ti –repuso en seguida Bartolomé con la voz un poco más clara, como si aquel asunto insuflara en él un ánimo más decidido.
−Es posible…
Lucas se quedó por un momento pensativo, sin saber qué añadir. De forma sorprendente, había sabido expresar lo que realmente a él le pasaba, el proceso por el que había venido a descubrir todas las maravillas que en el mundo existían. Parecía como si dispusiese de un sexto sentido para averiguarlo todo, para adivinar los sentimientos que al otro embargaban, quizá porque había sufrido mucho y se había acostumbrado a valorar lo que verdaderamente merecía la pena en la vida, aquello que yacía tal vez en el interior de las personas y que constituía la última causa por la que se comportaban de una determinada manera. A pesar de su postración, Bartolomé no había perdido esta rara facultad y la hacía destacar casi sin que se diera cuenta, como una gracia innata que tuviese y que no dejase de emplear por ello ante cualquier oportunidad, por muy insustancial o anecdótico que fuera lo que estuviese hablando en ese momento.
−Yo me alegro, Lucas –comentó después de una breve pausa, casi mascullando las palabras, como si hubiera vuelto a ceder la fuerza que lo sostenía.
−A mi edad, fíjate, he encontrado lo que debía haber hallado a los dieciocho: la verdad es que uno no sabe lo que le puede ocurrir, porque es una cosa que de alguna forma no está a nuestro alcance –arguyó el labriego, tratando de apartarse un poco del enfermo−; está a nuestro alcance el trabajo, todo aquello que podemos hacer con nuestras manos cada día, el pensamiento a lo mejor que más nos complace, el plan que quizá hemos trazado para los asuntos que consideramos más urgentes… Pero lo que nos va a suceder, lo que se esconde detrás de una esquina, a la vuelta de un callizo, a la sombra de unos bardales…, lo que se oculta tras los visillos de una ventana, al otro lado de una puerta, al abrigo de unas tapias, todo lo que late en el interior de cada uno, las intenciones que a los demás los mueven, los sentimientos que no se pueden expresar de ningún modo pero que cabalgan en el pecho de cada uno, lo que una mirada se reserva, lo que una boca no dice…, eso es algo que no controlamos y que al final se nos acaba imponiendo, porque es lo que nuestro destino quizá nos tenía preparado.
−Tú llamas destino a lo que otros llaman fatalidad –replicó Bartolomé−: no son más que nombres si te fijas bien, nombres que damos a los sucesos que no imaginábamos, a los hechos que por diversas razones marcan para siempre nuestra vida…
No podía continuar. Con ojos desencajados, miró a su interlocutor, como si solicitase de él algún tipo de ayuda para que su discurso no decayera.
−A veces no hay más misterios que los que nosotros queramos encontrar –musitó no sin esfuerzo, con las dos manos aferradas al almohadón sobre el que reclinaba la cabeza−: lo que nos pasa es algo muy natural, porque estamos hechos para eso, para que nos sucedan multitud de cosas que no podemos prever… Como es, sin ir más lejos, mi caso, la enfermedad que un día a mí me destrozó, el mal que todos sin querer llevamos dentro, porque somos de barro, Lucas… Nuestro cuerpo es de barro; nuestra mente, de barro; nuestros pensamientos, de barro… Todo lo que tenemos apenas vale nada porque es de barro… Pero esto se nos olvida…, se nos olvida porque no nos conviene, porque no queremos reconocer que somos muy frágiles y que en cualquier momento nos podemos romper…
−Tienes razón –admitió Lucas, acercándose de nuevo hacia él para oírlo mejor.
−Es lo que yo digo, que vivimos engañados, que tratamos de persuadirnos de que nada podrá faltarnos para alcanzar la felicidad que todos deseamos… Vivimos en medio de mentiras, en medio de falsedades y de embelecos que nosotros mismos nos fabricamos… Es todo puro embuste, pura fachada con la que pretendemos ocultar la miseria y la podredumbre que dentro albergamos…
−Hay gente que no piensa así –objetó con cierta timidez Lucas, sin atreverse casi a contradecirlo.
−Lo peor es que nos damos cuenta muy tarde del error –prosiguió Bartolomé como si no lo hubiese oído−: nos damos cuenta cuando ya no tenemos más remedio que aceptar lo que nos ha sucedido, cuando ya es imposible variar el rumbo de nuestra existencia… Yo me vi de la noche a la mañana convertido en un ser inservible, en un triste muñeco que ya no se podía mover por sí mismo… Es muy lamentable esto, Lucas, pero es así… Es lo que nos pasa por no aceptar nuestra humilde condición.
−Es lo que nos pasa por no mirar a nuestro interior, porque siempre ponemos nuestro interés en lo que más se ve.
−Yo he sufrido mucho, Lucas, desde que me ocurrió aquello… Por momentos tengo la impresión de que sólo he nacido para sufrir, de que no puedo disfrutar ya más de lo que antes disfruté… Pero también he comprendido, a fuerza de desengaños, que ése es mi camino y que ya no me queda más opción que resignarme a él, porque es inútil rebelarse ante lo que no tiene solución… He aprendido a verme así y a tomarme las cosas como realmente son… No sé si me entiendes porque para entenderme es necesario estar como yo…
−No estoy como tú, pero por lo que me dices veo que eres un gran hombre: cualquiera, en tu lugar, se habría hundido.
−No lo creas: todos disponemos de muchos recursos para sobrevivir.
−Hace falta encontrarlos.
−Siempre se encuentran cuando las dificultades agobian.
−Cuando la necesidad nos obliga a buscarlos.
−Ése es mi camino –repitió Bartolomé como si reflexionara, sin desasirse aún del almohadón.
Lucas lo notó más cansado que antes, por lo que decidió terminar pronto su visita.
−Hay caminos que son más tortuosos que otros –insinuó tratando de volver sobre sus pasos.
−Ésa es una gran verdad: el mío es uno de los más complicados… Hay días que no me muevo de aquí porque no viene nadie a ayudar a mi mujer a levantarme.
−Cuando no tenga nada que hacer, vendré, si tú quieres, a ayudarle.
−Yo te lo agradecería, aunque no lo consideres como una obligación.
−Lo haré sin ningún reparo, porque pienso que eso es lo que a mí me gustaría que hicieran conmigo si me viera como tú.
Bartolomé forzó una improvisada sonrisa: más que una sonrisa, se trataba de una mueca difusa, de un gesto indefinible que apenas consiguieron mantener sus labios.
−Vendré cuando pueda –volvió a prometer Lucas cuando ya se retiraba.
−Te lo agradeceré en el alma –logró mascullar Bartolomé, profundamente emocionado por lo que acababa de oír.








XXVIII



Siempre que podía, visitaba al amigo. Lo hacía, no por un compromiso que hubiese adquirido, sino por el gran afecto que hacia él había empezado a sentir desde aquel día en que fue casi por casualidad a verlo. A veces incluso lo sacaba en el sillón de ruedas a la calle y lo paseaba por Elvira para que no perdiera la costumbre de frecuentar a sus paisanos. Bartolomé era para Lucas el ser necesitado al que no debía rehusar su ayuda, el hombre que sufre y que padece al modo en que lo hizo Jesucristo para redimir a toda la Humanidad del pecado y de la muerte. Era el hermano caído, el hermano al que la desgracia había hecho sucumbir y al que él ahora había de levantar y auxiliar de la mejor manera posible. Tenía que compartir sus sufrimientos, hacerse eco de sus penas, alentarlo para que no acabara de derrumbarse. No podía, en efecto, abandonarlo en el escabroso camino que había emprendido: era su deber acompañarlo, empujarle para que no se detuviera, animarlo siempre para que no cediera en su doloroso peregrinaje.
Veía en él al Cristo humillado y rendido, al Hijo del Hombre que es clavado en una cruz de la forma más ignominiosa, como un malhechor al que se le ha de castigar por la gran cantidad de delitos cometidos. Veía en su rostro la marca del dolor, la señal del sufrimiento que se asume sin ningún motivo, el rictus del padecimiento que se soporta y que se acepta finalmente como un hecho al que por fuerza o por resignación hay que acostumbrarse.
Había, ciertamente, muchas cruces en el mundo: igual que Bartolomé, había muchos otros hombres y mujeres que también eran víctimas de alguno de los numerosos males que se ciernen sobre la existencia. La guerra, sin ir más lejos, lo había sembrado todo de gritos y de lamentos muy desgarradores: ya eran incontables los cadáveres y los heridos que desde su inicio había ocasionado. Para Lucas, aquello no tenía ningún sentido: por más que lo pensaba, no encontraba ninguna explicación que justificara aquel panorama tan sombrío. La única respuesta, si es que por tal había de considerarse, era la propia Cruz de Cristo, a la que con frecuencia se dirigía cuando más desorientado se hallaba: ella era, efectivamente, un signo visible que acallaba todas sus plegarias, una imagen muy ilustrativa de la misión que hubo de cumplir Jesús en la Tierra; como bien se observaba, no era concretamente la visión de un triunfador o de un rey al que se han de tributar todos los honores, sino la de un derrotado, la de un perdedor que no merece ya la atención de nadie. Ése era a los ojos de cualquiera el final del Mesías, el final del Enviado de Dios que había venido para liberar a su pueblo de la esclavitud en que vivía. Era algo, pues, absurdo si así se entendía, si ésa era la manera de contemplar aquella figura, si no se supiera que la Historia no concluía precisamente allí, en una crucifixión como cualquier otra de las que en aquel tiempo se hacían para someter a los rebeldes a un dominio intransigente. Guiado por su fe, Lucas se resistía a admitirlo así: él sabía que Cristo resucitó y que con su resurrección terminó venciendo a la muerte, por lo que no había de conformarse con aquella primera impresión, con aquella primera sensación de que todo estuviese ya perdido. La Cruz, mirada de este modo, era más bien una victoria, la victoria del amor que triunfa sobre las miserias del mundo, la culminación de un proyecto o de un camino que se remontara al principio de los tiempos, al punto en el que están concentrados todos los misterios que sobre el origen de la vida se han planteado… Desde esa perspectiva, todo ya parecía justificado, por ese valor sobrenatural que contienen todos los sufrimientos, por ese poder de salvación que los dolores llevan aparejados.
Lucas se hacía a menudo por aquel tiempo estas reflexiones, con las que trataba de orientarse en medio de tanta desolación como a su alrededor había. Si no hubiera creído en Cristo, verdaderamente se habría sentido muy desalentado; a veces se lo comentaba a Aurelia, con quien no dejaba de intercambiar opiniones sobre lo que estaba pasando. Ella, al contrario de él, tenía más confianza en el ser humano, del que siempre esperaba que pronto escapara de la situación tan angustiada en la que ahora se encontraba. Su mujer, por la razón que fuese, creía más que él en la capacidad de reconciliación de las personas, en su necesidad de arrepentirse y de volver a convivir sin sobresaltos: estaba convencida, según le decía a Lucas, de que aquél no era más un mal trago, una amarga pesadilla de la que todos tenía que despertar más tarde o más temprano.
Se pasaba Aurelia la mayor parte del día cosiendo en una sala pequeña que daba al patio. A él, como a cualquier hombre, le llamaba mucho la atención la paciencia con que se entregaba a aquella primorosa labor, la constancia con que lo hacía, sin que en ningún momento diera señales de fatiga o de claudicación. Se la veía, en cambio, muy concentrada, con un gesto siempre tranquilo y reposado, con la mirada quizá abstraída en algún pensamiento que por su mente en esos instantes estuviese cruzando. A Lucas le gustaba entonces observarla, con su perfil recortado sobre el halo de claridad que llegaba del patio, con un mechón de pelo caído dulcemente sobre una de sus sienes.
Había algo en ella que, ciertamente, lo atraía, un don secreto que ejerciese sobre él un poderoso influjo. Admiraba su discreción, el acierto con que ejecutaba cada una de sus tareas, el modo con que a él lo trataba y lo reconvenía para que actuara también de una forma más eficaz en la casa. Apenas había nada que se le escapase: con gran delicadeza, lo disponía todo para que el ambiente que los rodeaba fuese siempre muy agradable; escogía los mejores momentos del día para abrir o cerrar los postigos de las habitaciones; en verano, por ejemplo, era partidaria de que éstas permaneciesen siempre en penumbra, en contraste con la intensa luz que fuera de ellas reinaba. Conseguía así que en el interior de la casa hubiese un clima especial, un clima que sólo para ellos dos estuviese reservado. Él, de una forma más o menos consciente, se dejaba influir por ella, por la dulce serenidad que emanaba de su rostro, por el cálido acento con que sonaba siempre su voz, incluso para comentar las cuestiones más triviales… Su amor se iba así consolidando con pequeños detalles, con sutiles matices que poco a poco descubría en su trato cotidiano: se daba cuenta de que la mujer a quien quería se mostraba distinta cada día, como si encerrase secretos que paulatinamente le habría de ir revelando. Los ojos de Aurelia, siempre que se posaban en los suyos, parecían dispuestos a comunicarle algo nuevo, algún mensaje que él tendría que discernir a medida que transcurriese el tiempo. Lo miraba con ternura, casi con ironía, como si fuese capaz de adivinar sus sentimientos, lo que dentro de sí experimentaba cuando ella estaba delante. Lucas se veía entonces dominado por Aurelia, presa del aura de felicidad con que pretendía envolverlo, preservándolo así de todas las malas influencias que a él pudieran afectarle. Más que una esposa, semejaba una madre que cuida de su pequeño vástago, al cual tiene que mimar y divertir con tiernos arrumacos. Aunque no se lo dijese, a él le gustaba sentirse protegido por ella, amparado por el inmenso amor que debía de profesarle. De alguna manera, volvía a encontrar el tierno regazo del que nunca había tenido que separarse, el rincón apacible en el que uno se ve más seguro, en el que casi se intuye una angelical presencia que lo aparta y que lo pone a salvo del mundo.
Cuando él regresaba del campo, embadurnado de sol y de fatiga, ella, Aurelia, salía a recibirlo con gran regocijo, como si su vuelta fuera un hecho prodigioso que hubiera de celebrar siempre. Cogiéndolo entonces de las manos, procuraba acercarse con mucho tiento a él para mirarlo con cariño, con una pasión contenida que nunca habría podido expresar con palabras. Era aquélla la señal más clara de que lo quería, de que realmente acusaría su falta si alguna vez él no regresara con ella.
Lo que no podía saber, sin embargo, ninguno de los dos era que aquella felicidad que entonces compartían iba a ser pronto truncada por uno de esos numerosos males que se ciernen sobre la existencia, por uno de esos nefastos contratiempos que a veces irrumpen con crudeza y acaban por trastornar para siempre la vida.




XXIX



Para la mayoría de los niños de Elvira, la guerra era un acontecimiento que estaba ocurriendo en otro sitio, muy lejos de donde ellos se encontraban. Oían hablar de ella como de algo que hubiese sucedido en otra época. Era posible incluso que algunos la hubiesen olvidado y que viviesen como si nada se estuviese produciendo, completamente ajenos a la realidad que los mayores les presentaban. Sin embargo, la guerra había causado también innumerables problemas a los que muchos niños no habían podido sustraerse, sobre todo los más pobres, los que pertenecían a las familias más desfavorecidas. Debido a la escasez de alimentos, se conocían situaciones de verdadera indigencia, de las que a duras penas se conseguía escapar: con una exigua ración de comida, la gente afectada se sustentaba para poder sobrevivir. En Elvira, como en cualquier otro lugar, se dieron bastantes casos a los que resultaba muy difícil atender. Como siempre, los más perjudicados eran los más pequeños, cuyo organismo no se hallaba todavía preparado para resistir las carencias a las que a la fuerza estaban expuestos. Lucas muchas veces los veía pasar por el pueblo, con su aspecto desmedrado y menesteroso, con los ojos aquejados de una constante espera, humillados por las ventajas que a otros les hubiera dado por ostentar. Se les notaba tristes a pesar de la edad que tenían, como si nada ya pudiera excitar su imaginación, como si hubieran superado ya a sus años experiencias muy duras.
Lucas, como era natural, no podía quedarse impasible ante esta cruda visión. Día tras día, asistía preocupado al paso de estos niños hasta que una vez se propuso hacer algo por auxiliarlos. Sin consultarlo con Aurelia, se llevó a tres o cuatro de ellos para darles de comer en su casa; aunque no les sobraban las existencias, pudieron entre los dos proporcionarles un almuerzo que los dejó bastante satisfechos.
La acción, como era presumible, se repitió en varias ocasiones más, pues los rapaces no dudaron desde entonces en acudir a Lucas cuando se sentían más hambrientos. Éste, al verse así requerido, hubo de solicitar pronto la ayuda de algunos familiares para socorrerlos, ya que los medios con los que él contaba podían llegar a ser insuficientes si aquello se prolongaba.
Al poco tiempo, en efecto, la situación se complicó aún más, pues cada vez era mayor el número de allegados que querían correr la misma suerte que sus congéneres. Lucas entonces se vio obligado a redoblar sus esfuerzos por alimentar a tantos infelices, apelando a la caridad de muchos de sus vecinos. En esta misión, fue inestimable la contribución del párroco, que también animó a los feligreses por aquellos días a compartir con los más humildes lo poco que tuviesen en sus hogares almacenado. Para don Manuel, era aquélla una oportunidad inmejorable para hacer realidad el amor al prójimo, predicado tantas veces por Jesucristo en los Evangelios.
Al final, todo resultó más fácil de lo que al principio se pensaba. Aurelia, ayudada por otras mujeres de la localidad, se encargó de organizar las comidas de todos los niños pobres que acudían urgidos por el hambre. Para Lucas, aquello era ciertamente un nuevo milagro, un milagro que se había llevado a cabo gracias a la colaboración de mucha gente. De esta manera, descubría que los seres humanos no eran tan desaprensivos como otros hechos que estaban sucediendo demostraban; su inclinación al mal debía de ser tan sólo momentánea, propiciada por circunstancias o por accidentes de los que ellos no eran tal vez responsables.
Fueron en realidad muchos los niños a los que Aurelia y Lucas trataron por entonces en su casa. Los había de todas las condiciones y tamaños, aunque la mayoría de ellos coincidían en el hondo desconsuelo que se adivinaba en el interior de sus pupilas, en la triste resignación con que acataban cualquier indicación que se les hiciese.
Hubo uno, sobre todo, al que ellos tomaron un especial cariño. Se trataba de Ramiro, un chico de raza gitana que supo atraer su atención con las respuestas que a menudo les daba. A pesar del ambiente de pobreza en que vivía, conservaba cierta gracia innata que lo hacía bastante simpático a los ojos de cualquiera, un don particular con el que se ganaba fácilmente la confianza de quienes con él casualmente conversasen.
Era delgado, con la tez muy morena, con las orejas algo desproporcionadas con respecto al resto de su cabeza. Miraba con recelo, como si desconfiara de todo lo que delante de él ocurriese. Aunque parecía más bien endeble, se mostraba casi siempre muy ágil y resuelto en sus movimientos: casi podía decirse que disponía de una fuerza oculta para desenvolverse, para adelantarse a los demás a la hora de ejecutar cualquier orden.
Al comienzo, Lucas lo tuvo por demasiado procaz y atrevido en sus actuaciones, pues no estaba acostumbrado a que nadie de su edad se comportase ante él de un modo tan espontáneo. Creyó, en consecuencia, que era uno de esos tipos salvajes a los que había que educar y pulir con continuas correcciones.
Sin embargo, aquella impresión no duró más de dos días, ya que no tardó Ramiro en demostrarle que no era la suya una actitud irreverente. Se dio cuenta en seguida de que él era así y de que no podría cambiarlo por mucho que lo intentase: su carácter impulsivo y ocurrente lo iba a obligar siempre a mostrarse de la misma manera. “Mi abuelo me dice que todo lo lleva uno grabado en la sangre”, solía aducir cuando alguien se sorprendía de alguna de sus acciones.
Se podían contar, por eso, infinidad de anécdotas acerca de él. Los otros niños, por razón de su genio avispado, lo consideraban como una especie de cabecilla, por lo que no envidiaban la privanza de que era objeto con frecuencia entre el vecindario de Elvira.
Un día, por motivos que nadie conocía, faltó Ramiro a su cita acostumbrada. Ninguno de sus amigos pudo dar noticia de dónde se encontraba; no lo habían visto desde la tarde anterior, cuando se despidió de ellos para encaminarse hacia su casa. Todos, de algún modo, lo echaban de menos, pues con su presencia se les hacía siempre el almuerzo mucho más divertido.
Lo cierto era que no apareció; lo estuvieron esperando hasta el último momento, pues nadie se atrevía a descartar la posibilidad de que al final se presentase, llevado por un nuevo impulso de su voluntad desenfrenada. A Lucas, no obstante, le pareció extraño que no hubiera anunciado de alguna forma su falta: llegó a pensar incluso que algo le podía haber ocurrido, aunque muy pronto desechó la idea por creerla demasiado desorbitada. Tal inquietud le hizo comprender, con todo, que aquella criatura no le era en absoluto indiferente, ya que el hecho de que se hubiera preocupado por ella era un claro indicio de lo mucho que ya la estimaba.
La comida acabó a la hora prevista. Después las cosas discurrieron de un modo más o menos consabido: Lucas, entre otros menesteres, se dedicó a arreglar las cuadras de los animales, mientras Aurelia no paraba de coser en el sitio de siempre, en el hueco de la ventana que caía sobre el patio.
A eso de las nueve de la noche, cuando ya se disponían a cenar, unos fuertes aldabonazos en la puerta de la calle los sobresaltó bastante. Era Ramiro, que acudía a la casa algo más preocupado que de costumbre. La causa de su angustia, si por tal había que enjuiciar su estado de ánimo, no era otra que la contrariedad que debía de haber originado su ausencia. Se consideraba poco menos que imprescindible allí, por lo que no podía dejar de aclarar cuanto antes por qué no había ido. “A mi padre se le ha puesto hoy el humor de punta”, trató en seguida de justificarse ante ellos. Lucas quiso calmarlo un poco, obligándolo casi a que se sentara en una silla del pasillo. Ramiro lo obedeció, aunque no cesaba de mover las piernas, como si no lograse contener el ímpetu que dentro de su cuerpo lo sacudía. Miraba a sus dos bienhechores con cierta desazón, temeroso quizá de que lo reprendieran por no haber cumplido con su cita. Le echaba la culpa de todo al padre, que lo tuvo castigado al parecer porque le había roto unas trampas que él utilizaba para la caza de las aves.
−Me ha encerrado en un cuarto y no me ha dejado salir en toda la mañana ni para cambiar de aires –volvió a excusarse sin atreverse esta vez a mirarlos, agitando de nuevo las piernas con la misma aceleración.
−¿Y cómo te ha permitido ahora venir? –preguntó con vivo interés Aurelia, deseosa de saber en qué había parado el caso.
−Pues muy sencillo –respondió el mozo, un poco menos nervioso que antes−: porque me he escapado. Mi padre, por si no lo conocen, es muy descuidado: cuando me abrió la prisión, yo hice como que me sentía muy arrepentido y fui a sentarme en un poyete de la cocina, donde se ponen los cacharros. Él creyó que yo me iba a quedar allí todo el día y salió a beber unos tragos con los vecinos. Ustedes ya saben lo que pasa con la bebida, que a uno se le calienta la cabeza y ya no tiene control... Lo digo porque lo he visto, vayan a pensar que a mí también me tienta el vicio… A mi padre, que es de quien hablo, le da por beber y ya es muy difícil que pare: después de un trago viene otro y aquello no hay quien lo detenga… Por eso me escapé, porque él ya dejó de vigilarme y yo no me lo pensé dos veces para salir corriendo de allí.
−¿Y si tu padre, por alguna casualidad, se da cuenta de que lo has engañado, qué te ocurrirá después? –inquirió otra vez con manifiesta curiosidad Aurelia.
−No me ocurrirá nada porque es imposible que se entere: él, cuando se pone a beber, no vuelve a la casa hasta la mañana siguiente; así que no hay preocupación que valga, se lo puedo asegurar. Porque llega, como ustedes comprenderán, como una cuba, tambaleándose igual que un palomo cojo, con la memoria muy perdida… Reconozco que no está bien que hable así de mi padre, pero es la verdad, y a mí no me da ninguna vergüenza de que ustedes la sepan.
−Podías haber esperado hasta mañana para contárnoslo –lo reconvino ahora Lucas, a quien le costaba aprobar lo que había hecho su protegido.
−Si hubiera esperado hasta mañana, a mí me habría dado algo –repuso el muchacho con el semblante ya más sereno, balanceando ahora las piernas hacia un lado y hacia otro−: yo tenía un nudo muy grande, ustedes a lo mejor no me comprenden, tenía un nudo muy grande y no podía permitir que pensaran mal de mí. Por eso vine: si no vengo, habría reventado, créanme… Lo hago para que ustedes me conozcan bien, porque si no me conocen, es muy difícil que me entiendan, y si no me entienden, me dan por mentiroso o qué sé yo…, y eso no lo puedo aguantar, porque ustedes han hecho muchas cosas por mí y yo se las tengo que agradecer hasta que muera.
−No seas tan vehemente, chiquillo –le aconsejó Aurelia.
Ramiro se quedó mirándola, como si no supiera qué significaba aquello. Por un momento se quedó quieto, con una pierna cruzada sobre la otra.
−Yo soy así porque lo llevo grabado en la sangre –terminó diciendo.
A Lucas y a Aurelia les dio entonces por reír. Parecía como si el muchacho hubiera de tener para todo la misma respuesta, como si todo para él hubiese de justificarse del mismo modo.
Fue tanto el cariño que le tomaron, que en adelante casi lo tuvieron por un ahijado al que estaban obligados a dispensar todo tipo de favores. Con el consentimiento del padre, a quien no le debían de importar demasiado sus correrías, Ramiro se pasaba muchas horas del día en casa de sus bondadosos protectores, donde se entretenía en realizar todos los trabajillos que ellos le encargasen.
De esta manera, veían Lucas y Aurelia de alguna forma cumplido el sueño que la naturaleza o los años se habían empeñado en negarles: Ramiro vino a sustituir así para los dos al hijo que siempre habían añorado; con él, habían encontrado al fin un buen motivo en el que centrar sus mejores atenciones.








XXX



Por todas aquellas actuaciones, Lucas pasó a ser considerado en el pueblo como un hombre dotado de unas cualidades excepcionales. Para la mayoría de sus paisanos, pertenecía a un orden de personas que estaba muy alejado del resto de los mortales; algunos, en el colmo de su admiración, se atrevían incluso a opinar que su comportamiento era propio de un santo, de un ser especial que se había sentido llamado por Dios y que había decidido dedicar su vida al servicio de los demás, sobre todo al de los más necesitados. Lo que más los sorprendía no era otra cosa que aquel cambio que en él se había verificado: en otros casos, como en el de su misma mujer, no producía tanta extrañeza que alguien actuase con aquella liberalidad, pues era algo que parecía más bien natural, un hecho que no tenía el mismo mérito porque era el fruto de un don que desde el principio había sido otorgado por Dios; sin embargo, en Lucas no concurrían las mismas condiciones, pues en él la santidad era el resultado de una transformación interior, el resultado de una vocación que se había despertado en un determinado momento. De él, ciertamente, nunca se hubiera esperado aquello, por lo que causó un mayor impacto todo lo que hizo, todas las obras de caridad que a partir de entonces fue capaz de emprender. De pronto, se les había presentado a sus vecinos como un individuo nuevo, como un hombre que había dejado atrás su pasado y que se había tornado inopinadamente mucho más sensible y generoso. El concepto que habían tenido de Lucas se había transformado por completo, como si en lugar de él hubiera surgido ante ellos un ser al que ahora les costase mucho trabajo reconocer.
Sin embargo, como era presumible, tampoco hubieron de faltar las críticas, pues a los elogios de unos también se vinieron a sumar las invectivas de otros, especialmente de aquellos que lo envidiaban por algún motivo. Decían, por ejemplo, que se había vuelto loco y que lo que hacía no era más que una majadería, una especie de obsesión o de manía en que ahora hubiese caído por su falta de juicio.
Su fuerza, como le declaró más de una vez a Aurelia, residía precisamente en la conciencia de su propia debilidad: por paradójico que fuese, cuanto más limitado se veía más capacitado se sentía para acometer sus compromisos, no por el valor que en sí tuviese, sino por la confianza que ponía entonces en su Creador, a quien se encomendaba continuamente para que lo fortaleciese en la fe. “Si no fuera por Él, yo no sería más que un pelele”, solía decir a su esposa a modo de confesión.
Ésa era, pues, la secreta razón que lo inducía a comportarse de aquel modo. Por sus propios medios, él poco habría hecho: habría sido, como hasta entonces, un agricultor hacendoso, preocupado sólo de obtener de sus tierras el mayor rendimiento posible. El descubrimiento del amor lo había llevado a conocer a Dios, del que no paraba de recibir los dones necesarios para perseverar en el modelo de vida al que ya se había entregado, un modelo que podía parecer una locura a los ojos de sus maldicientes, pero que para él era el único camino que le quedaba después de aquella trascendental experiencia, la única respuesta que cabía dar a aquel imperioso llamamiento de amor que entonces había sentido. Para Lucas, el mundo ya carecía de lógica si se prescindía de este objetivo: cualquier acción sería baldía si no contribuía en realidad al bien del prójimo.
Como lo tenía muy claro, él persistía en su labor sin hacer caso de lo que los demás dijesen. Sus verdaderos amigos, a los que debía tener contentos, eran ahora los pobres, los desvalidos, los que habían sido víctimas de alguna desgracia para la que no se conociese remedio… A ellos se entregaba sin condiciones, por ellos hacía todo lo que estuviese a su alcance. Estaba completamente seguro de lo que quería: en él no se producían dudas ni reparos de ninguna clase; no postergaba lo que consideraba prioritario en cada caso, ni ponía excusas para evitar situaciones que le pudieran resultar demasiado enojosas.
Aurelia, además, lo animaba en todas sus empresas, ya que ella estaba imbuida de los mismos principios. Casi podía decirse que él era quien ejecutaba lo que los dos ya hubiesen concebido, lo que entre ambos hubieran planeado para ayudar a quien más lo necesitase.
Fue mucho lo que durante aquel tiempo hicieron. Aunque estaban satisfechos de sus obras, a veces lamentaban que no pudiesen atender a todos los que pasaban por algún apuro. Había casos, ciertamente, que los desbordaban, casos muy complicados a los que ellos no lograban poner ningún remedio; lo único que se les ocurría entonces era rezar por las personas afectadas para que Dios les enviase el consuelo que hacía falta para soportar sus padecimientos.
La guerra, mientras tanto, llegó a su fin. Acababa así un periodo muy nefasto de luchas fratricidas y de quebrantos interminables, una época que había llenado de odio los corazones y que había causado innumerables muertos. “Han sido los años más execrables de la historia de España”, había comentado don Manuel al hilo de aquello. El país, según decían los periódicos, se hallaba destrozado, con pueblos y ciudades casi destruidos. Lo peor, con todo, eran las secuelas que aquella barbarie había podido dejar en las gentes: en todas, dominaría ya a partir de entonces una gran amargura, de la que probablemente ya jamás se recuperarían. “Hay heridas que no se restañan nunca”, le había oído decir también Lucas por entonces a alguien en una tertulia. Eso era lo más triste, lo que más inquietud ocasionaba a él por aquellos días: había comprobado, después de varias experiencias, que el rencor difícilmente se olvida, que los deseos de venganza siempre pueden renacer en cualquier momento, que el miedo es algo que se aferra a la mente y que ya nunca más la abandona. El proceso de recuperación sería, por todo ello, muy lento: a las pérdidas originadas por la guerra, les sucederían pronto las enfermedades y las miserias que la falta de alimentos y de higiene normalmente provoca. Se avecinaba, pues, un tiempo muy duro, en el que era necesaria también una fe muy sólida para no desfallecer, para no sucumbir a las adversidades que seguramente ahora habrían de sobrevenir.













XXXI



Las cosas volvían a la normalidad poco a poco, por el puro instinto de supervivencia. El pueblo de Elvira recuperó el ritmo de antaño, con personas que iban y volvían de sus trabajos como siempre habían hecho. Se percibía, no obstante, una mayor fatiga que antes, un hondo pesimismo que se reflejaba en los semblantes como un dolor del que costara mucho desentenderse. Habían regresado algunos de los soldados que habían participado en la guerra; de otros se desconocía, simplemente, su paradero, quizá porque sus cuerpos hubiesen quedado para siempre sepultados en alguna de las innumerables fosas que se habían cavado durante la contienda. A los que habían vuelto se les notaba más desasosegados que de costumbre, inquietos todavía por su suerte, como si todavía no estuvieran muy seguros de que hubiese concluido la guerra.
Para Lucas, aquella tranquilidad que entonces imperaba no tenía nada que ver con la paz de la que hablaban los Evangelios, ya que se trataba más bien de una tregua o de un armisticio que se habían visto forzadas a declarar las dos fuerzas enfrentadas después de la victoria de una de ellas. Si el resultado hubiera sido distinto, la situación probablemente apenas habría variado, pues se hubieran producido los mismos atropellos con el objeto de someter a los que en ese caso se hubiesen tenido por vencidos.
Lucas había permanecido siempre al margen de aquel conflicto. Para él, lo que se estaba viviendo entonces se hallaba muy alejado de la paz que debía reinar en el espíritu, una paz que no era para él sino el fruto del amor que se había de tener a todos los hombres, aun cuando éstos se mostrasen contrarios a las ideas o a las creencias que uno profesase; porque por encima de las creencias o de las ideas, se situaban para él los corazones, los sentimientos de fraternidad que en ellos estuviesen inscritos, los lazos de amistad que de esos mismos sentimientos habían de generarse.
Poco a poco, Lucas llegó a estar también algo más desahogado que en meses anteriores, pues aquellos continuos enfrentamientos de los españoles habían hecho que viviera durante bastante tiempo muy angustiado, pendiente de las terribles consecuencias que podían depararle los acontecimientos que de forma tan vertiginosa se sucedían en la nación. Movido por su fe, conseguía rehacerse por momentos de las congojas que había sufrido por aquello, y en ratos de mayor esparcimiento lograba desprenderse de los asideros terrenos para elevar su ánimo a regiones más altas, en las que su alma casi alcanzaba la plenitud que en otros instantes de su vida había tenido.
Una de las fuentes de más intenso gozo para él lo seguía constituyendo la admiración que experimentaba ante las bellezas que de ordinario le ofrecía la naturaleza en las diferentes épocas del año. A pesar de los cambios que se habían producido, no había perdido nunca la costumbre de pasar largas horas en el campo, en el cual los problemas que más lo acuciaban parecía que siempre se atenuasen con la contemplación de todo lo que desde allí se le mostraba. La tierra era casi para Lucas un lugar sagrado, un sitio bendecido por Dios desde la Creación del Mundo: el solo contacto con ella lo limpiaba de impurezas y lo convertía en un hombre nuevo, dispuesto a encontrar los valores primigenios que en aquel inmenso solar se encerraban.
El paisaje de la vega se ensombrecía en otoño, en el que los días iban siendo cada vez más breves. Las hazas aparecían por las mañanas envueltas en una gasa azulada, como retazos de una pintura cuyos rasgos hubiesen quedado algo difuminados. Los caminos eran débiles trazos que apenas destacaban en medio de aquel panorama, perdidos entre la tenue neblina que se levantaba de las acequias. El humo de algunos rastrojos se alzaba hacia el cielo a modo de cenicientos jirones que se iban deshaciendo lentamente en el aire, confiriendo a todo aquello un matiz más melancólico. Las distancias, diluidas en el horizonte, semejaban humildes bosquejos que no hubieran terminado de concretarse.
En diciembre, con la aparición de las primeras escarchas, la vega presentaba una estampa aún más difusa: un temblor de oro, disuelto en una atmósfera grisácea, presidía la visión del campo entonces. Entre los ocres de los barbechos, despuntaba ya el verde de algunos sembrados como un esmalte que se hubiese añadido al lienzo sobre el que estuviese pintado aquel hermoso cuadro. Por las tardes, el sol se ocultaba tras las alamedas, dejando sobre ellas un rastro de fulgor sonrosado. Eran momentos en que tomaban aquellos parajes un carácter casi legendario, cuando las sombras del ocaso comenzaban a borrar los contornos y las formas con que se habían distinguido los diferentes accidentes del terreno. A Lucas le daba a veces por elevar su pensamiento a Dios para agradecer la sensibilidad con que lo había dotado, con la cual podía entonces apreciar la belleza que tenía delante. Durante algunos minutos permanecía en oración, con la mente sumida en aquel mar de inefables sensaciones. Era un estado transitorio que le hacía sentirse al final muy dichoso después de haberse visto inmerso en aquel paraíso asombroso que era para él todo lo creado, todo lo que había sido en definitiva obra de Dios, a quien no sabía cómo corresponder por ello. De esta manera, recuperaba la paz que en el vil ajetreo diario perdía, en especial si se tenía que enfrentar a situaciones que él no deseaba. Se consideraba más fuerte para arrostrar las dificultades que por lo común deparaba la vida, con el ánimo más sereno para asumir los contratiempos con los que de seguro habría de encontrarse. Estaba convencido de que había una fuerza en él que lo salvaría de todos los peligros, una luz interior que lo guiaría por la intrincada selva en que a veces se convertía la existencia.
Con la primavera, la vega cobraba un colorido más intenso. A los tonos apagados de los meses anteriores les sucedían ahora los verdes de muchos labrantíos y los azules de cielos algo más despejados, con el manto blanco de las nieves del invierno colgado aún de las cumbres de la sierra. Poco a poco, las alamedas se iban poblando de hojas, con las que mostraban un cariz más risueño. La tierra se revestía de gracia, de primores que hubieran estado ocultos, de brillos y esplendores que exaltaban aún más su gran fertilidad. Circulaban por el aire olores diversos, procedentes de los más variados lugares, de los ribazos invadidos de amapolas y jaramagos, de las hazas recién regadas, de los setos de los linderos, de las huertas cercadas con una humilde valla de zarzales y alambrado…
En el verano, con la siega de la mies, parecía que empezaba un nuevo ciclo. El calor hacía más fuertes y resistentes a los hombres: sus rostros atezados bajo el sombrero de paja se volvían más duros, como si se cubrieran de una corteza que los preservase del cansancio y del sudor que resbalaba por sus mejillas. En las horas centrales del día, el sol caía a plomo sobre los campos, reflejándose de mil formas en ellos, con reverberaciones muy semejantes a las de la luz que cabrillea una y otra vez sobre las agua de un mar ondulado. El verde de los maizales contrastaba con el marrón de algunos terrenos. Las alamedas, algo más retiradas, ofrecían un tono más sombrío, de acuerdo con el embrujo que semejaban albergar dentro de ellas, entre sus filas interminables de troncos de frondoso follaje, alineados como las columnas de una catedral encantada.
En las tardes más calurosas, a Lucas le gustaba refugiarse a veces en las alamedas, donde las sombras y el frescor del agua de las acequias reconfortaban bastante el ánimo. Recostado sobre un balate, aguardaba hasta sentirse un poco más aliviado. Mientras al otro lado las cosas parecían arder bajo una intensa llamarada, él disfrutaba de la tranquilidad que allí dentro había, donde el silencio era una invisible malla que atravesaban multitud de rumores, rumores de pasos que se perdían misteriosamente entre la hojarasca, crujidos de maderas que quizá estuvieran a punto de desgajarse, ruidos de animales que se deslizaban entre la maleza en busca de un rincón más húmedo… De vez en cuando cantaban también los pájaros con un acento especial, con un acento que abría un abanico de ecos entre las ramas, entre las columnas de aquel mágico recinto donde todo resultaba mucho más armónico y concertado que en el exterior.
Luego, al atardecer, cuando el calor remitía, resultaba muy agradable pasear por los caminos de la vega, en medio de los tupidos maizales, frente a un horizonte que se tornaba de un color cada vez más encendido, en esos instantes transidos de magia que preceden al crepúsculo. El pueblo de Elvira aparecía recostado al pie de una colina de grises olivares, sobre un fondo azulado de cerros abruptos y de serrijones pelados, teñidos a esa hora del día de malva, de un violeta muy suave…
De forma casi imperceptible, el paisaje iba adquiriendo un aspecto distinto. De unos colores se pasaba a otros sin que los ojos pudieran advertirlo: al rojo que presidía el cielo le sucedió pronto el rosa con que se pinta el ocaso, de un matiz que casi se volvía morado en algunos puntos más distantes… Lucas apenas perdía detalle de aquel espectáculo, en el que su vista se recreaba de continuo mientras caminaba en dirección al pueblo, con frecuencia acompañado de algún labriego con el que intercambiaba de vez en vez opiniones sobre los asuntos del campo.




XXXII



El hambre seguía causando grandes estragos. Acabada la guerra, casi podía decirse que era el principal enemigo, el único al que había que atender para frenar su indómito impulso. El racionamiento era escaso, y las gentes no sabían adónde acudir para proveerse de lo más necesario para sobrevivir. Los niños pobres continuaban acumulándose a la puerta del domicilio de Lucas, donde siempre eran bien recibidos por él y por su mujer. Como podían, lograban alimentarlos para que no desfalleciesen, a pesar de que había días en que tenían que recurrir a sus propias despensas para darles de comer.
La situación, en vez de mejorar, parecía que empeoraba con el tiempo. Los más listos se aprovechaban del empobrecimiento de los demás para vender lo que les sobraba a precio desorbitado, por lo que se producían innumerables injusticias que no había forma de impedir. Mientras unos pocos conseguían vivir con bastante desahogo, la mayoría de las personas no encontraban el modo de escapar de la indigencia, en la cual habían caído por causas de las que ellas no podían ser responsables.
Era, en verdad, muy triste todo aquello. A Lucas le hubiera gustado disponer de más medios para socorrer a todo el que se lo pidiera, pero él no contaba con suficientes existencias para ello. A veces se desvivía y recababa con gran denuedo alimentos de donde él pudiese. Pero se trataba de un esfuerzo que no siempre daba resultado, ya que era imposible obtener ningún logro cuando las condiciones eran tan contrarias.
El hambre era casi peor que todas las guerras, pues contra ella no existían armas para defenderse, para oponer siquiera un poco de resistencia. Se asentaba en un territorio como una plaga irrefrenable, como una epidemia que no se pudiese erradicar de ninguna manera. Se extendía por todos los sitios de forma irremediable, creciendo a medida que iban disminuyendo las fuerzas y las esperanzas de sus víctimas. Lo asolaba todo sin compasión, con una saña que no conocía límites: a quien lo contagiaba lo dejaba marcado de modo indeleble, no sólo por las huellas que no tardaban en aparecer en su rostro, sino más bien por la inseguridad y la desconfianza que quedaban ya grabadas en su alma para siempre.
Era una lucha diaria, una batalla que a veces se ganaba pero que iba restando efectivos progresivamente, un combate duro que nunca terminaba de librarse y que siempre parecía que se recrudecía en su siguiente episodio.
Uno de los supervivientes de aquella otra contienda era Silvestre, al que ya el hambre había mermado bastante durante la guerra. Su cuerpo enteco y desangelado aún resistía los embates de la miseria, a pesar de que las circunstancias eran entonces mucho más graves que antes. Casi se diría que a fuerza de sufrir se había acostumbrado a mantenerse con lo que para otros sería poco menos que insuficiente. Lo cierto es que resultaba asombroso que aún no hubiese sucumbido y que continuara deambulando por las calles en busca de unas limosnas que ya casi nadie le daba. Siempre que se lo encontraba, Lucas se detenía con él para interesarse por su situación: se sorprendía de que apenas hubiese variado, de que su espíritu aún permaneciese vivo y anhelante. Demostraba, con su ejemplo, que el ser humano no era tan débil como se creía y que podía adaptarse por necesidad al medio en el que viviera, por muy hostil que fuese. “Aunque todo parezca muy negro, yo nunca me paro, porque siempre se enciende una luz que lleva a una salida: eso lo he aprendido, señor, después de muchos años de fatiga en que casi pensaba que me moría”, le confesó en una de aquellas ocasiones en que su lengua estaba algo más suelta.
Otro de los que sobrevivía a la tragedia, aunque éste con más ayudas de las previstas, era Ramiro, el muchacho al que acabaron ahijando Lucas y Aurelia. Por sus especiales condiciones, era posible que le hubiera bastado su ingenio para salir adelante, pero después de que lo acogieran sus generosos protectores todo para él fue sin duda mucho más llevadero. Era, de hecho, tanto el agradecimiento que sentía hacia ellos, que no faltaba en el día momento para demostrárselo con trabajos y acciones que ejecutaba en la casa, donde siempre era necesario reponer algo o limpiar alguna cuadra para que los animales estuviesen más cómodos. Muchas veces, incluso, acompañaba a Lucas al campo, donde también hacía con gran diligencia todo lo que su patrón le encomendase.
Sin embargo, seguía habiendo muchas personas a las que la existencia se les hacía muy tormentosa. Al hambre se sumaba en la mayoría de los casos alguna desgracia que agravaba aún más el estado en el que se hallaban, como era sin ir más lejos lo que le pasaba últimamente a Marcial, un vecino que no acababa de escapar de un contratiempo cuando ya se topaba con otro más calamitoso.
Se trataba de un hombre ya mayor con el que Lucas apenas había tenido relación, ya que vivía en un cortijo medio abandonado a las afueras del pueblo. Uno de sus hijos había muerto en la guerra y a la enfermedad de la mujer se había unido ahora la suya propia, que lo tenía bastante decaído.
Un día, de forma casual, Lucas dio con él no muy lejos de donde se alojaba. Estaba tumbado al borde de una acequia y, aunque al principio creyó que era una postura natural la que presentaba, luego decidió que era su deber acercarse por si le había sucedido algo. Lo halló inconsciente, con la cara llena de tierra. Un hilo de sangre le corría además por una de sus sienes, por lo que cabía sospechar que procedía de alguna herida que se hubiese hecho a causa de una desafortunada caída. Con el corazón encogido, Lucas trató de explorarlo un poco y notó, en efecto, que tenía una brecha en la cabeza, si bien no parecía a simple vista que fuese demasiado importante. Lo que más le preocupaba era su inmovilidad, el desmadejamiento que se advertía en todas las partes de su cuerpo. Tú no tengas nunca miedo, recordó en aquel instante que le solía aconsejar su padre cuando él era niño. Nervioso, le tomó entonces el pulso a Marcial y percibió con gran alivio que éste aún latía, aunque muy débilmente. Esto lo obligaba a tomar alguna medida para socorrer al herido. Sin saber muy bien lo que había de hacer, le limpió como pudo la cara con el agua de la acequia. Luego se dio cuenta de que había por allí cerca una bota de vino que seguramente pertenecía a Marcial, a quien debía de habérsele desprendido al desplomarse. Casi sin dudarlo, le roció la cabeza con aquel líquido para desinfectar la herida. Continuaba exánime, sin dar señales de vida. “Soy Lucas, Marcial, no sé si me conoces”, le dijo para ver si respondía, y de inmediato se insinuó un tímido asentimiento en su rostro desfallecido, un rictus muy rápido que se desvaneció también en seguida. Volvió a comprender con ello que no todo estaba acabado e insistió en su llamada para comprobar que no había terminado de perder la conciencia. Se aseguró así de que seguía vivo y de que tenía que hacer algo para animarlo. Se le ocurrió entonces que podía pedir auxilio y, después de confiarle a él su plan, se dirigió corriendo al cortijo donde residía. Por fortuna, halló allí a uno de sus hijos, a quien no tardó en revelar lo sucedido. Los dos regresaron con la mayor rapidez hasta donde se encontraba el padre. Estaba en la misma posición en la que lo había dejado Lucas, con la cabeza un poco reclinada sobre un montículo de tierra. Tras levantarlo con gran cuidado, él se lo echó a la espalda con la ayuda del hijo y lo transportó de aquella guisa hasta la vivienda, en la que consiguieron entre ambos acostarlo en su cama. Fue allí, en aquel lecho mullido, donde empezó a salir de su aturdimiento, lo cual ocasionó un enorme regocijo a sus dos asistentes.
A pesar de que la mejoría era un hecho innegable, Lucas no dudó en ir después en busca del médico para que lo atendiera. Logró así, con aquella acción tan sencilla, salvar a aquel vecino, con quien apenas había tenido antes trato en el pueblo.
Marcial, al que le daban desde hacía algún tiempo unos ataques muy extraños, no pudo por menos de estarle desde entonces muy agradecido.














XXXIII




Tenía las manos llenas de barro. Acababa de llegar de la calle y se había sentado junto a él en el hueco de la ventana que solía ocupar Aurelia por las tardes para coser. Con aire reflexivo, miraba Ramiro a un lado y a otro sin saber lo que decir, como si alguna experiencia que hubiera tenido aquel día no lo dejase tranquilo entonces. La verdad era que resultaba muy raro verlo así, ya que él era por lo general expansivo y no encontraba reparos para comunicar en seguida lo que le ocurría. Lucas, en vista del caso, aguardó unos segundos con paciencia a que se desahogara, seguro de que muy pronto habría de desembuchar lo que tuviese dentro.
No tardó, efectivamente, en hacerlo, pues al poco manifestó en forma de pregunta aquello que parecía inquietarlo en su interior:
−¿Por qué permite Dios que haiga tantas injusticias en el mundo? –profirió clavando los ojos en él.
−Porque somos los hombres los que no permitimos que Dios actúe –replicó el interpelado después de pensarlo un poco, incapaz en ese momento de ofrecer una respuesta más convincente.
−No lo entiendo, señor –volvió a exponer a su modo Ramiro, que por su supuesto no se daba por satisfecho−. No entiendo por qué Él, que es tan bueno, deja que unos vivan tan bien y otros se mueran de hambre.
Ahora fue Lucas quien se puso a mirar hacia todos los lados, un tanto desazonado por no hallar una contestación que pudiera persuadir a su ahijado.
−Las cosas de los hombres no se deben mezclar a veces con las de Dios –repuso al fin con la vista fija en un aparador del cuarto−. Además, Jesús dejó dicho que su reino no era de este mundo. Si lo fuera, todo estaría ya arreglado: viviríamos muy felices durante el resto de nuestros días.
−Sigo sin entenderlo –se obstinó Ramiro.
−Es muy difícil… Yo mismo, en ciertas ocasiones, tampoco lo comprendo… Si lo comprendiera, sería como Dios, y eso es imposible… Es lo que nos pasa, Ramiro, lo que nos pasa a los hombres es que queremos que todo encaje en nuestra cabeza, y nuestra cabeza, como sabrás, no da mucho de sí. Por eso, si hay algo que no encaja, algún misterio que se nos pierde, en seguida nos angustiamos y nos dirigimos al Ser Supremo para que nos lo aclare… Así somos, Ramiro, así de pequeños y de inseguros.
−Pues qué fatalidad –interrumpió el muchacho.
−La única respuesta que Él nos dio, fíjate bien, fue la Cruz en la que acabó clavado su Hijo –continuó Lucas haciendo acopio de muchas de las reflexiones por las que él mismo había discurrido en otros momentos−. Por tanto, cuanto tú estés más decaído por lo que te ocurre, cuando no veas nada más que sombras a tu alrededor, vuelve entonces los ojos a la Cruz y contempla el cuerpo de Cristo en Ella: comprenderás quizá que no puede haber otra respuesta, porque si Él murió así, nosotros no podemos hacerlo de un modo distinto.
−Lo que vuacé dice es muy extraño para mí –objetó Ramiro.
Lucas se quedó otra vez en silencio, tratando de buscar un nuevo argumento que arrojara un poco más de luz a su pupilo.
−Si yo pudiera hablar con Dios, lo primero que le preguntaría sería eso, por qué el mundo es tan injusto –se adelantó a confesar el pupilo, preocupado todavía por la misma idea que le había planteado al principio.
−Somos los hombres los que hemos creado las injusticias que ves –volvió a esgrimir el improvisado maestro, señalando con el dedo índice hacia abajo como si quisiera recalcar el lugar que le correspondía a los hombres−. Pero Dios es bueno, y nos quiere, y por eso mandó a su Hijo, que es como nuestro representante aquí en la Tierra, el cual nos trajo un mensaje de salvación, porque lo que Él hizo fue morir por nosotros…, murió para liberarnos del pecado, del que éramos esclavos desde que decidimos prescindir de Él… Todo esto es una historia de amor, si bien te fijas: Dios, que nos ama, se hace Hombre para ser como nosotros y para salvarnos para siempre de las miserias que la misma naturaleza nos acarreó, del hambre que se extiende cuando los alimentos no se reparten bien, del dolor que sufren muchas personas cuando pierden en una guerra a los seres que más han querido, de la enfermedades que padecen otras cuando no tienen los medios necesarios para combatirlas… Él, aunque no lo entiendas, nos libera de todo esto, porque Él nos hizo a imagen y semejanza suya, con un espíritu que siempre sobrevivirá y que volverá a unirse con Él cuando el cuerpo perezca, cuando dejemos este mundo para entrar en otro que no tiene fin…
−Vuacé me lía, don Lucas, aunque ahora creo que he comprendido algo… He comprendido que Dios nos ama y que nunca nos abandona por muy malos que seamos –concluyó Ramiro con la docilidad del discípulo que se rinde a las sabias enseñanzas del maestro.
Lucas, al comprobar que algún efecto había tenido su discurso, golpeó varias veces con la palma de la mano en la rodilla de Ramiro en señal de satisfacción; y éste, al verse de aquella manera correspondido, no pudo por menos de sonreír a quien tanto le debía, no sólo por las lecciones de religión que le impartiera, sino también por todas las ayudas que de él a diario recibía.
−Dios es nuestro padre, no lo olvides –formuló al final el labriego, antes de cada uno se encaminara a un lugar distinto de la casa.




XXXIV




El primer síntoma que tuvo fue un ligero desvanecimiento que de pronto le sobrevino cuando estaba escardando los maíces. Fue un mareo momentáneo que le hizo tambalearse y casi perder la noción de donde se encontraba: todo, de súbito, le daba vueltas en la cabeza y era muy difícil mantenerse en equilibrio, por lo que se vio obligado a sentarse en el suelo hasta que se le pasara. El corazón le latía con fuerza, no tanto por el efecto que aquel desmayo le causaba como por el mismo sobresalto que con él había padecido. Sin poderlo evitar, se había puesto más nervioso que de costumbre, si bien hacía esfuerzos por sobreponerse y por recuperar la calma; se acordaba de nuevo, como no podía ser de otro modo, de lo que le aconsejara su padre para prevenirlo de los males que con toda seguridad habían de acecharle en el futuro: Tú nunca tengas miedo, se decía ahora a sí mismo para tratar de tranquilizarse, para tratar de ver aquello como algo pasajero, como un accidente sin importancia que no habría de dejarle además ninguna huella. Era aquélla una fórmula que actuaba en él, sin duda, como un ensalmo, una fórmula a la que siempre se acogía cuando más apurado estaba.
No tardó mucho, por fortuna, en reponerse de aquel repentino trastorno. A los pocos minutos, se sentía ya más calmado: su mente parecía estar más serena después de la breve tempestad que la había acometido; ningún rastro de aquel temblor se insinuaba ahora en ella, y su corazón volvía a latir con la misma regularidad de antes.
Al verse ya mejor, se levantó de donde se hallaba sentado y reanudó con cierta facilidad la labor que estaba haciendo.
Por supuesto, no le refirió a Aurelia lo que le había pasado: no quería que ella se preocupara por algo que quizá no volvería a ocurrirle. La amaba tanto, que muchas veces se reservaba asuntos que pudieran inquietarla.
Aurelia, por su parte, no sospechó tampoco nada. Lo siguió tratando como siempre, con el mismo cariño que le había profesado desde que eran novios, sin advertir en él ninguna señal extraña, ningún indicio de que se guardaba un secreto que a ella no le convenía saber.
Ella lo conocía bien, sin embargo. Era capaz de adivinar con frecuencia lo que estuviese pensando; más que como una esposa, casi se diría que actuaba en ocasiones como una madre, como una madre solícita que está pendiente de cada nuevo detalle que se puede vislumbrar en el semblante de sus hijos, dispuesta siempre a atenderlos y a satisfacer con la mayor prontitud sus necesidades. Aurelia era paciente y tenaz en sus propósitos, aunque a menudo no los manifestase o no los quisiese revelar hasta que no acabaran de cumplirse. Sabía influir de algún modo en el comportamiento de su marido, si bien no caía en la reprobable actitud de quien intenta imponer a otros lo que a su voluntad se le antoja. Su principal virtud era la prudencia, la discreción con que discurría para que todo se hiciera de la mejor manera posible. Por eso, era comprensible que Lucas se fiara siempre de su criterio y que la dejara escoger a ella lo que en cada caso a ambos más les convenía, a pesar de que había también cuestiones en las que le gustaba intervenir y opinar sobre la dirección que habían de tomar para que no se desviaran de lo que él consideraba más justo.
Cuando debatían sobre alguno de estos problemas, Aurelia nunca empleaba un tono más elevado del que siempre solía usar cuando hablaba. Su voz era en todo momento serena, dotada de una dulzura especial, ante la que era inútil objetar nada que a ella pudiera contrariarla: tenía un acento muy tierno que en seguida conmovía y cautivaba a quien con ella conversara, como si poseyera un don particular con el que rindiera el ánimo de los demás y lo predispusiera para no contradecir lo que estuvieran escuchando.
Lucas nunca se cansaba de oír su voz: más que a atender a lo que profiriese, a veces le gustaba reparar en la forma de expresarlo, en la suavidad con que a menudo lo hacía, en las graciosas inflexiones que adquirían por lo común sus frases, en el modo tan delicado con que enunciaba a lo mejor algo importante, en el timbre tan melifluo con que pronunciaba todo lo que salía de su boca… Se quedaba embelesado escuchándola, hipnotizado casi por el poder que contenían sus palabras.
Se había acostumbrado, en fin, hasta tal punto a ella, que no pocas veces la echaba de menos cuando estaba lejos de Aurelia: la recordaba a modo de una caricia, a modo de un arrullo que viniese a halagar sus oídos. Aquella voz percutía en su memoria como otros muchos sonidos naturales que de ordinario lo acompañaban, como el canto exultante de los pájaros en las mañanas estivales, como el murmullo argentino del agua en las acequias de la vega, como el rumor sordo de la fronda cuando el viento la agita, como el lamento lánguido de la lluvia cuando cae sin interrupción en las tardes de otoño, como el tañido macilento de unas campanas que dejan en el aire un rastro nostálgico, como el paso fugaz de un reptil que se esconde entre la broza, como el ruido quedo de las cosas cuando el silencio las envuelve… Era una voz de terciopelo, una voz suave, provista de alguna propiedad singular, de un blando candor que la hiciese incomparable: Lucas la retenía igual que si se tratase de un preciado tesoro, de una joya que hubiera de conservar siempre en lo más profundo de su ser. Una voz que lo animaba y que lo inducía a confiar en lo que estuviese realizando, una voz que operaba en él a la manera de un oráculo al que siempre hubiese de seguir, una voz que fluía como la corriente de un río que discurre entre plácidas riberas, en cuyas aguas era muy grato zambullirse y nadar al ritmo de su moderado impulso… Lucas estaba seguro de que nunca la olvidaría mientras viviera y de que incluso, después de que alguno de los dos muriera, aún continuaría sonando en su espíritu como un eco inextinguible, como un recuerdo que nunca se habría de borrar.
−El amor no se termina –le dijo en cierta ocasión Aurelia−: si yo falto antes que tú, tú me seguirás queriendo igual que ahora, porque lo que ahora sentimos es algo que nos pertenece a los dos y que nada nos podrá arrebatar nunca. No es un objeto que se pierde, ni es tampoco un terreno o una propiedad que se hereda: es mucho más, es algo que nosotros mismos hemos creado, una alianza que no se puede destruir, un enlace de dos seres se quieren y que no se olvidarán jamás…




XXXV



Una tarde, después del rosario, paseaban Lucas y don Manuel por los alrededores de la iglesia. Charlaban, como era su costumbre, sobre los temas que a los dos más les apasionaban, sin hacer caso apenas de las circunstancias que casualmente los rodeaban aquel día. El sol se ocultaba ya tras los montes lejanos, cubriéndolo todo de una claridad rojiza. Había muchos vecinos en las calles, pues era hora muy agradable que la mayoría de ellos aprovechaban para departir un rato en las esquinas.
Don Manuel a veces tomaba a Lucas del brazo al modo de los directores de los colegios cuando tratan de infundir confianza a sus educandos. Cualquiera que los viera podía imaginar que deliberaban sobre algún asunto que sólo a los dos concernía, seguramente relacionado con la gestión de la parroquia; a muchos, sin embargo, no les sorprendía su actitud, pues ya conocían de antiguo la estrecha relación que mantenían, fundada sin duda en la gran admiración que Lucas despertaba en el párroco.
Hablaban, en concreto, de los tiempos tan difíciles que corrían, de las situaciones tan complicadas que en ellos se daban. Por momentos querían buscar soluciones, modos más efectivos de afrontar los innumerables problemas que de continuo se les planteaban. Para Don Manuel, en el fondo, no había otro camino que confiar en la Providencia, como ya quedó manifestado claramente en el pasaje evangélico en que se dice que, igual que a los pájaros del cielo o que a los lirios del campo, a los hombres tampoco les faltará su sustento.
Lucas asentía, aunque había también instantes en que no las tenía todas consigo: acostumbrado como estaba a no darse nunca por vencido, pensaba que siempre uno podía hacer algo más por mejorar la realidad en la que le había tocado vivir. Reconocía que para conseguirlo había que superar numerosos obstáculos, como así procuró expresar en una de sus intervenciones:
−En esta ladera de la vida, como ya le comenté una vez, sólo encontramos escabrosidades por las que es muy ingrato pasar: es un terreno que además está lleno de abrojos y de breñales, con los que uno se araña y a veces se deja jirones de su propia piel. Se trata de una cuesta que parece que no termina nunca, una de esas cuestas empinadas en las que se pasa mucha sed y se padece mucha fatiga antes de alcanzar la cumbre… Yo no sé si a usted le habrá ocurrido, pero a mí me ha sucedido con frecuencia que he tenido que subir por un sitio que me ha parecido al principio bastante fácil y que luego, a medida que lo ascendía, me ha ido resultando cada vez más dificultoso, porque no es lo mismo lo que uno se figura que lo que después se encuentra… Pues bien, algo así es este lado de la vida, un lugar inhóspito que vamos escalando poco a poco, un lugar en el que, gracias a Dios, no estamos solos, porque nos acompaña mucha gente, sobre todo la gente a la que más queremos, con la que siempre nos parecerá mucho menos fatigoso caminar…
−Así es –confirmó el presbítero, aferrándose aún más al brazo de su acompañante−. Lo mejor de todo eso es que no vamos solos, como tú has dicho, porque sería tremendo si tuviéramos que recorrer ese camino sin nadie… Contamos, además, con los medios que Dios nos ha dejado en sus sacramentos, con las gracias con las que siempre nos reconforta cuando acudimos a Él… Es el maná, el pan del Cielo con el que nos tenemos que sustentar mientras dure la travesía por este desierto…, por este lado escabroso de la vida en el que tú te has fijado… Es así, Dios nos socorre cuando más lo necesitamos, nos socorre de un modo espiritual, para que tengamos fuerzas suficientes para no sucumbir al desaliento que en esa difícil empresa nos espera.
−Con esos medios de que usted habla entrevemos en ocasiones aquella otra ladera que nos aguarda al final de nuestro trayecto –recordó con cierta emoción Lucas, al que no le costaba mucho vislumbrarla cuando hacía mención de ella.
−No son méritos nuestros, sino de Dios, que todo lo puede –quiso aclarar de inmediato don Manuel, al que se le notaba también muy ducho en aquellos trances místicos al que el otro aludía−: no, no es por nuestro talento por el que alcanzamos esos estados, sino porque a Él se le antoja que lo logremos cuando nos ve capacitados para ello; son cosas sobrenaturales que son muy difíciles de explicar con nuestros pobres conocimientos, así que es mejor no tratar de razonarlas o buscarles un motivo que pudiera causarlas: los lirios del campo jamás se preguntan por qué son tan bellos, ni los pájaros del cielo se plantean por qué emiten esos cantos tan hermosos… Son goces que experimentamos cuando lo determina nuestro Padre Celestial, quien hasta todos los pelos de nuestro cabello tiene contados. Cuando Él quiere, nos permite disfrutar de la Gloria que después de la muerte nos espera, exactamente igual que les pasó a Santiago, a Pedro y a Juan cuando Jesús se transfiguró ante ellos en el monte Tabor en compañía de Moisés y de Elías, supongo que te acuerdas de este pasaje, en el cual Pedro le pidió al final a Jesús que podían plantar allí tres tiendas, una para Él, otra para Moisés y otra para Elías; pero Pedro no sabía lo que pedía y al momento se formó una nube sobre ellos, de la que se oyó una voz que decía que Aquél era el Hijo de Dios y que debían escucharle. Después Jesús, si recuerdas bien, les rogó a sus discípulos que no contaran nada de aquello hasta que Él no resucitase de entre los muertos. Fue como un anuncio, como una revelación anticipada de la Gloria con que al final había de revestirse, igual que nos pasará a nosotros si hacemos el bien que Él nos ha encomendado.
Los dos callaron después de aquella larga intervención del presbítero. La tarde moría sobre los tejados y las azoteas de Elvira, arrojando morados resplandores sobre ellos. Por el cielo del ocaso surcaban algunas nubecillas en las que el reflejo de la última luz tomaba un tono lila. Muchos vecinos continuaban aún parados en las esquinas de las calles, formando corros en torno a alguno de ellos, que les informaba a la sazón a los demás sobre algún tema que les resultara interesante.
Era muy grato, ciertamente, pasear en esos momentos por el pueblo, aunque sólo fuera alrededor del mismo punto, como les sucedía precisamente a Lucas y a don Manuel, que apenas se apartaban de los aledaños de la iglesia, atraídos quizá por la benéfica influencia que de ella recibían. Ninguno de los dos se molestaba en desviar la atención del asunto en el que había acabado por centrarse su conversación, así que casi no mostraban interés por las caras o por los gestos de cuantos con ellos se cruzaban en su circular recorrido.
−Esa otra ladera, según usted, representa la Gloria que se reveló a los discípulos en el Tabor –concluyó después de una intensa pausa Lucas, a quien le gustaba extraer todas las consecuencias que se derivaban de aquella original idea−. Es una ladera que sólo alcanzamos a ver en determinados instantes, cuando nuestra alma es iluminada por Dios. Sin embargo, quienes la hemos visto ya no la podemos olvidar mientras vivamos, por muchos sufrimientos que padezcamos desde entonces. Es como una promesa, una promesa que sabemos que se tiene que cumplir algún día, aunque a veces la perdamos de vista o pensemos que era sólo un sueño en el que no debemos confiar. Es como una visión que guardamos en nuestra memoria, como una luz que nos guía en medio de las oscuridades con las que nos enfrentamos en la vida. Porque esa otra ladera existe, está cerca de nosotros, oculta en algún lugar de nuestro ser: si la buscamos con tesón, al final la encontraremos y nos recostaremos en ella el tiempo que quiera nuestro Creador, al arrimo de los árboles que pueblan sus prados, echados sobre la abundante y mullida hierba que bajo ellos crece, embriagados con los aromas y con los sonidos tan agradables que allí de todos los lados nos llegan…
Como si fuera a caerse, Don Manuel anudó con el suyo el brazo de su feligrés, obligándolo a caminar al ritmo que marcaban sus pasos. Habían llegado en aquel momento al atrio de la iglesia, guarnecido por un viejo cancel. En lugar de subir por la escalinata, dieron un pequeño rodeo y se adentraron en una vieja plazoleta que había a las espaldas del edificio. Por aquel sitio no deambulaba nadie, así que su conversación podía ser aún más íntima.
−La vida es una lucha continua –proclamó el párroco−: no podemos tampoco conformarnos con esas visiones, sino que tenemos que estar siempre en guardia contra posibles enemigos. Porque si no lo hacemos, muchas veces esos enemigos nos arrebatarán lo que hemos conseguido. La relajación no es aconsejable: debemos sentirnos siempre pecadores, humildes pecadores que necesitan la ayuda de Dios para no caer en las trampas de las que está lleno el mundo. Por eso, hay que orar, hay que orar constantemente para librarnos de las tentaciones, para no perder nunca el rumbo que más nos conviene. La fe no es nada si no se cuida: es como una planta que tenemos que regar y que podar para que no se agoste. Una planta que ha de crecer y que ha de volverse frondosa antes de dar los frutos que de ella se esperan. Los frutos, como comprenderás, son las obras de caridad que se derivan de una fe madura, las obras con las que servimos a nuestros prójimos por el amor que les tenemos. Porque cuando uno ama, en seguida se pone a servir a sus semejantes, como advirtió Jesús repetidas veces a sus discípulos… Sólo quienes están lejos de esto no podrán entenderlo: les parecerá una necedad desprenderse de lo que a uno le pertenece, una acción absurda que no tiene ningún sentido.
La luz mortecina del crepúsculo había sido ya anulada por las sombras que precedían al anochecer. Después de atravesar aquella vieja plazoleta, los dos insomnes caminantes se internaron por una estrecha y oscura callejuela que les conducía hasta la casa donde residía don Manuel. De la misma manera que el día llegaba a su fin, su diálogo también iba perdiendo intensidad a medida que se acercaban al término de su vespertino paseo.
A la hora de su despedida, las penumbras de la noche se adueñaban ya de las calles del pueblo, iluminadas a intervalos por la claridad cenicienta que se desprendía de las farolas recién encendidas. La vida, como afirmaba don Manuel, era una lucha continua, una lucha rodeada de misterio y de asechanzas encubiertas.





XXXVI



No tardó mucho tiempo Lucas en sentir nuevos accesos de aquel desconocido mal. Le sobrevinieron, como aquella otra vez, sin ningún aviso, mientras regresaba de una de sus innumerables caminatas por la vega. Llegaba ya a la altura de unas huertas cuando experimentó un extraño escalofrío, tras el que empezó a perder la conciencia. Fue sólo un instante, un instante fugaz en el que todo se le nubló y se le convirtió en una masa inerte. Las fuerzas entonces se le debilitaron y se dejó caer al suelo. La cabeza le zumbaba, como si algo en su interior no parara de dar vueltas. Estuvo así unos segundos, un minuto tal vez, durante el cual vio cómo la realidad volvía a cobrar la consistencia que había tenido antes. Tenía la impresión de que nacía de nuevo y de que el mundo tornaba a recomponerse sólo para que él lo habitara.
Una vez que se repuso, continuó andando como si nada le hubiera ocurrido. Igual que en la otra ocasión, Aurelia permaneció también ajena a lo que le sucedía, sin que atisbara en él tampoco ningún desconcierto por el que pudiera albergar algún tipo de sospecha. Para Lucas, aquello seguía siendo un desmayo transitorio, quizá ocasionado por alguna clase de desbarajuste que se hubiese producido en su organismo. Con el tiempo, era posible que desapareciese, vencido por las propias fuerzas de las que todavía disponía su naturaleza: a pesar de la edad que ya tenía, no se consideraba aún menguado para ejecutar los trabajos en los que hasta entonces había estado ocupado; esto, sin duda, lo rejuvenecía y lo animaba para no dejarse arrastrar por malos augurios.
Su actividad, por tanto, no había disminuido, sino que continuaba desarrollándose a través de las numerosas labores que el cultivo de las tierras en cada época del año requería. Casi no había día en que no tuviese que hacer algo, pues casi todo había que realizarlo de un modo manual y muy meticuloso. Para no verse a veces tan agobiado, llegó a solicitar la colaboración de Ramiro, pues creyó que estaba ya suficientemente capacitado para trabajar con él en la vega. Además, pensó que era aquélla la mejor manera de educarlo y de iniciarlo en unas tareas que podían ser en el futuro muy útiles en su vida. Así que con el permiso del padre, lo dispuso para que lo acompañara en adelante en la realización de las faenas campesinas.
Para Ramiro, fue más que un orgullo seguir a su maestro en lo que ahora le pedía. Significó para él como una especie de honor que don Lucas le dispensaba en virtud de su fidelidad y de su buena disposición para el trabajo. Con doce años recién cumplidos, no dudaba que podía hacer lo que se le encomendase, aun cuando no tuviera todavía experiencia para llevar a cabo todo lo que ahora afrontaba. Con la ilusión que lo movía, se sentía en condiciones para superar las dificultades o los inconvenientes con los que a buen seguro había de encontrarse, por muy grandes que le pareciesen quizá en algún momento. Además, por nada del mundo estaba dispuesto a defraudarle a su patrón, que había confiado en él desde el principio. Aunque se viera muy mal, tenía que resistir como fuese, con las pocas fuerzas que le quedaran en el cuerpo. Su sangre no se lo permitía, su sangre de raza de la que él con mucha frecuencia había presumido. No, no podía de ninguna manera decepcionar a quien tanto bien le había hecho. Sería una traición, un delito que nunca se lo perdonaría, un delito como otro cualquiera, como robar a una persona a la que había que estar agradecidos. Él no quería quedar mal con don Lucas, no quería que su padrino pensara que no valía para nada, eso era imposible, una barbaridad, una cosa que no tenía que ocurrir. ¿Cómo iba a dejar que sucediera? ¿Cómo iba a dejar que don Lucas, a quien tanto debía, viera con sus propios ojos que él era un inútil? Antes prefería cualquier castigo que llegar hasta esa situación, que para él era muy humillante, lo más triste que le podría ocurrir en la vida…
Tales eran los pensamientos que por la mente de Ramiro circulaban la primera vez que fue a la vega. Estaba al comienzo temeroso de no responder a las expectativas que en torno a él creía que se habían despertado. Lucas lo había llevado para que lo ayudara a escardar la hierba que había crecido en un haza sembrada de remolachas. Fue una tarea muy laboriosa que no tardó en cansar y en rendir al intrépido aprendiz. Sin embargo, el padrino, como muy pronto se comprobó, no le había de exigir más de lo que a su edad le era dado hacer: por lo que a él mismo le había ocurrido en otro tiempo, comprendía que Ramiro todavía no era capaz de aguantar muchas horas agachado, con las manos laceradas de golpear incesantemente con el almocafre la tierra para arrancar los hierbajos que crecían en ella.
Aquello no era, pues, sino el inicio de una ilusionante empresa, a la que el muchacho, por sus naturales dotes, no había de tardar mucho en acostumbrarse. A las pocas semanas, de hecho, se mostró ya con más resistencia para soportar cualquier faena. Parecía que estuviese facultado especialmente para ello, pues aprendía también en seguida todo lo que sobre el campo había de saber. A Lucas, por supuesto, le maravillaba la rapidez con que su pupilo se adaptaba a aquellas duras tareas: por mucho que hubiese confiado en su precocidad, nunca había imaginado que lo hiciese con tan tanta prontitud, con una destreza que no podía ser habitual en un zagal que apenas se elevaba varios palmos sobre el suelo.
Todos aquellos trabajos estaban, además, aderezados con las mil gracias que se le ocurrían a su genio avispado y audaz, como era una de ellas la de chapotear en el agua de las acequias al final de las jornadas como una manera de celebrar la conclusión de sus labores. Aunque a veces el patrón le decía que no era aconsejable aquello, él no dudaba en llevar a cabo lo que en tales momentos le apetecía, movido por el instinto salvaje que dentro de sí todavía cobijaba. Necesitaba, ante todo, expandirse, dar rienda suelta a sus ganas de solazarse y de resarcirse de las asperezas a las que antes hubiese estado sujeto. Con gran naturalizad se descalzaba y se remangaba los pantalones hasta la altura de los muslos para corretear por las acequias como un animalillo que encuentra en tal actividad un modo de desarrollar la energía acumulada en sus músculos. A las voces de su padrino respondía casi siempre con risas y con gritos de júbilo, por lo que aquél no tenía más remedio que acceder a sus caprichos.
Otras veces, en lugar de ser el agua el objeto de sus travesuras, eran los balates los sitios escogidos para divertirse. Le gustaba revolcarse y dar varias vueltas por ellos hasta que quedaba completamente cubierto de tierra, como si de esa forma satisficiera otra necesidad primitiva que nadie más que él entendiese.
Como nada podía hacer contra aquellas expansiones, Lucas se vio al fin obligado a aceptarlas con la misma normalidad con que se producían. Ciertamente, Ramiro era un ser al que no se debía someter a un estricto sistema de aprendizaje, pues de lo contrario cabía la posibilidad de que se desmedrase aún más o de que no durase demasiado tiempo bajo la tutela que con tanto rigor se le impusiese. Si se le trataba con más condescendencia, era más probable que se llegasen a conseguir de él mejores resultados que si se empleaban métodos más drásticos, como ya Lucas había tenido ocasión de comprobar durante los años que ya llevaba educándole.




XXXVII




Hay proyectos en la vida que concluyen antes de lo que se tenía planeado, sin duda porque se trata de creaciones humanas que pueden verse alteradas por imponderables con los que no se contaba. En el caso de Lucas, eran muchas las obras que pensaba realizar en el futuro, la mayoría de ellas encaminadas a culminar sus principios cristianos, ya que de aquella manera alcanzaba su plenitud el amor que ellos le inculcaban. Se hallaba, además, en un periodo de intensa actividad, en el que cada día se le presentaban nuevos motivos para ir ampliando su plan.
Sin embargo, sus proyectos también sufrieron un duro revés cuando la enfermedad volvió a golpear su organismo con crudeza. Así, a los anteriores desvanecimientos les sucedió a los pocos meses un fuerte dolor en la parte posterior de la cabeza, contra el que nada pudieron los remedios con los que intentó mitigarlo.
Esta vez Aurelia sí se apercibió de que algo extraño le sucedía, pues vio que con frecuencia se llevaba las manos hacia la zona en la que estaba localizada la neuralgia, al tiempo que su cara se constreñía por las dolorosas punzadas que sentía.
−¿Qué te pasa? –inquirió con cierta alarma después de observar que se repetía aquel mismo gesto.
−No me encuentro bien –reconoció él casi al momento, viendo que no le cabía otra solución.
−Parece como si te doliera mucho la cabeza –insistió ella.
−Nunca había sentido nada igual –aceptó Lucas, volviendo a llevarse las manos a la parte afectada, casi sin poder ya hablar.
−Es raro que tú te quejes: debe de ser algo importante –se alarmó de nuevo Aurelia.
−A lo mejor se me pasa: otras veces también me he mareado y después no ha sido más que un ligero trastorno, del que no he tardado en recuperarme –reveló al fin el enfermo, con la voz un poco más firme que antes.
Aurelia no necesitó más para interesarse por aquellos desfallecimientos que había padecido sin que ella lo supiera, y le instó a que le detallara todos los pormenores y todas las sensaciones que con ellos había tenido por tratar de averiguar si era realmente preocupante lo que le venía sucediendo.
Una vez que se hubo informado, Aurelia tomó la resolución de avisar al médico, pues no veía claro que aquello fuera una simple indisposición pasajera.
El médico, muy conocido en Elvira por su larga experiencia como profesional de su materia, después de conocer los síntomas de la enfermedad que se habían manifestado en Lucas, le hizo al instante una rápida exploración con los escasos medios de que disponía, de la que extrajo conclusiones que no eran demasiado halagüeñas.
−Habrá que hacerle nuevas pruebas –informó después de su examen con el semblante muy serio, como si no quisiera desvelar todo lo que sospechaba sobre aquel caso.
−¿Es grave? –preguntó de inmediato Aurelia, alertada por la manera en que el médico le había dado por actuar.
−Aún es pronto para saberlo, pero por los datos que ahora tengo no me atrevería a conjeturar nada. Por el momento lo único que se puede hacer es combatir el dolor, pues por lo que yo presumo debe de ser muy molesto. Si aparecieran nuevos síntomas, como fiebre, vómitos, periodos de inconsciencia…, no duden en avisarme cuanto antes. Por supuesto, lo que más le conviene ahora al paciente es descansar, así que no se le ocurra realizar esfuerzos innecesarios, aunque en algún instante pueda creer que se encuentra mejor… Guarde reposo, procure estar tranquilo, si es posible en un cuarto a oscuras, donde nadie lo pueda molestar –le aconsejó finalmente a Lucas, que asentía como un niño al que se le conmina a no hacer lo que no le conviene.
A los dos o tres días, Lucas fue trasladado a un hospital de la capital, donde se le efectuó una exploración ya más exhaustiva: durante el tiempo que permaneció internado no pararon de realizarle pruebas y análisis de diferentes clases, de cuyos resultados nada se supo hasta que los especialistas que lo atendieron no tuvieron un diagnóstico más o menos fiable.
El estado de Lucas, según le comunicó a Aurelia uno de ellos, era de veras muy grave. El mal que sufría, al parecer, era irremediable, si bien los doctores no habían conseguido determinar la causa que lo había originado. Por lo visto, no tenía ningún tipo de cura, pues estaba ya muy extendido por su cerebro. Lo más seguro era que muriera muy pronto, posiblemente antes de dos o tres meses.
Aurelia casi se desmayó al saberlo. El mundo se le nubló, como si no tuviera ya ánimo de reconocerlo. No fue capaz de decir nada: asumió lo que le comunicaba el médico como algo fatal, como un dictamen que no hubiese sido emitido por la persona que lo enunciaba, sino por la misma Providencia que regía todos los destinos.
Igual que hiciera él cuando le daban los mareos, ella trató al principio de ocultar la verdad al enfermo: con una entereza de la que ahora se sorprendía, consiguió disimular delante de él su inquietud para decirle que lo suyo no debía de ser muy preocupante, pues los médicos no habían acertado a definir lo que tenía.
A Lucas lo trasladaron pronto a Elvira y lo dejaron al cuidado de su esposa, a la que ya habían instruido sobre los modos con que había de atenderlo.
Lucas, por extraño que pareciera, mejoró un poco después de su regreso, lo que le permitió sentarse en una mecedora cerca de la puerta de la calle para distraerse un rato con los vecinos que pasaban por ella.
A pesar de las molestias que sentía, él seguía mostrándose de una forma muy afable con la gente, lo cual asombraba bastante a quien estaba enterado de lo que de verdad le ocurría.
Uno de los que más se paraba con él era, por supuesto, Ramiro, al que Aurelia no quiso dar a conocer la gravedad del estado en el que se hallaba su padrino. El chico lo entretenía con sus ocurrencias y Lucas no cesaba de encargarle tareas que había de realizar en la vega, de la que nunca había llegado a olvidarse a pesar de que no estaba entonces capacitado para ocuparse de ella.
Un día, por sorprendente que fuera, acertó a pasar también por allí Feliciano, aquel raro personaje con el que Lucas hacía ya mucho tiempo que no había conversado. Se presentó de repente, con su capa al hombro, a pesar de que la temperatura no era todavía la más propicia para el uso de esta prenda. Llegaba, como siempre, algo desaliñado, con el pelo un tanto revuelto por la poca costumbre que debía de tener de atusárselo. Alguien, por lo visto, le había dicho que estaba enfermo y él no había dudado en visitarlo, aun cuando no era aquélla la hora en la que salía habitualmente a la calle. Se le notaba al principio afectado por la situación, sin saber muy bien lo que decir, quizá porque aún no hubiera ingerido la dosis suficiente de alcohol para que su ánimo estuviese más exaltado. Después de informarse de su estado de su salud, abordó otra serie de cuestiones, siempre de una forma concisa y falta de la originalidad que en él era bastante común.
Al recordarle Lucas que llevaba ya mucho sin verlo, se justificó diciendo que la guerra lo había condujo al exilio, a un exilio interior, aclaró en seguida: se recluyó en su casa y no quiso enterarse de lo que sucedía a su alrededor, a su juicio todo desproporcionado y monstruoso, como así había vaticinado él mismo que ocurriría si las cosas continuaban por los derroteros por los que entonces iban. “El ser humano es como es”, apostilló de inmediato, tratando de retomar el modo que normalmente adquiría su discurso. Añadió algunas frases más del mismo calibre, a las que Lucas apenas repuso nada, pues harto tenía ya con escucharlo.
Lo más interesante de la charla hubo de suceder después, cuando el enfermo tuvo ocasión de referir brevemente lo que le pasaba. Al contrario de otras veces, Feliciano le prestó mucha atención, mirándolo a los ojos con verdadera curiosidad. Lo que Lucas le decía parecía de verdad interesarle, por alguna razón que en él no era fácil de comprender, pues lo más habitual en Feliciano era que discurriese él sin ningún control, llevado de su genio disparatado y por momentos asombroso.
−El dolor le da más realce a la vida –acabó por formular el paciente al término de una de sus intervenciones, como si hubiera llegado a aquella conclusión por la propia experiencia que había tenido.
Aquello impactó bastante al inusual visitante, que se quedó callado un buen rato, barajando posibles pensamientos que todavía no se atrevía expresar a su oyente.
No dijo nada al final, sino que fue de nuevo Lucas quien habló, tratando de darle un sentido más profundo a lo que padecía:
−Cuando yo sufro, Cristo sigue sufriendo por mí: esto no es más que una pequeña parte de lo que Él sufrió, porque los sufrimientos humanos son los mismos y tienen un precio muy alto si se unen a los de Cristo –dijo casi de corrido, con la voz a punto de romperse por el esfuerzo.
−Es la Cruz la que nos lleva a la Gloria –reflexionó al fin Feliciano, sin salir todavía de su asombro.
Sin duda, la actitud de Lucas lo sorprendía bastante, sobre todo por la extraña resignación que encontraba en él, por la serena conformidad con que aceptaba su dolor.
−No hay otro camino –replicó después de una breve pausa el enfermo.
−No hay otro camino –repitió Feliciano, como si hablara consigo mismo.
Lucas apenas pudo intervenir más, pues volvía a sentirse en aquellos instantes algo aturdido. Feliciano lo advirtió y no tardó en despedirse de él, no sin manifestarle sus deseos de que se recuperase pronto de su enfermedad.
Fue una conversación muy provechosa para Feliciano, quizá la más importante que había mantenido en su vida, pues de ella se derivó el fruto de una conversión auténtica, propiciada por el ejemplo que Lucas le había transmitido, el ejemplo de un hombre que había puesto toda su confianza en un Dios que redime a pesar de las miserias de las que están imbuidos los seres humanos.





XXXVIII


En los últimos días, Aurelia lo atendía con el mayor cuidado. Apenas se apartaba de su lado si no era para resolver otros asuntos de índole doméstica. Lo acompañaba en su larga y angustiosa agonía, rezando con él oraciones en las que invocaban siempre el auxilio de Dios en la dura prueba por la que estaba pasando. Aurelia a menudo le cogía las manos, apretándolas con ternura entre las suyas, como si con aquel gesto tratase de infundirle más ánimo. Lucas la miraba con tristeza, consciente de que dentro de poco habría de dejarla viuda. Aunque no se lo hubiesen dicho, él sabía que se moría y que lo suyo no había de tener ya remedio.
−El amor nunca termina –recordó ella en un momento en que lo vio algo más despabilado.
Él volvió a mirarla, esta vez con cierta deliberación, contento en el fondo porque aquello fuera realmente así.
Antes de que perdiera definitivamente la conciencia, don Manuel lo auxilió con los santos óleos, con los que el enfermo pareció ya abandonarse a una paz eterna.
Al salir de la habitación, Aurelia, como era natural, le preguntó cómo lo había encontrado en aquel último trance.
−Lucas está ya a punto de alcanzar la otra ladera, la que él siempre había anhelado; es una frontera muy pequeña la que separa la vida de la muerte, la muerte de la vida que no es perecedera –contestó el sacerdote sin ningún asomo de aflicción, casi satisfecho por haber ayudado a su feligrés a encaminar su alma hacia el Cielo.
−Desde que lo conocí, no hablaba de otra cosa –musitó Aurelia sin poder contener las lágrimas que empezaban a asomar en sus ojos.
−El amor ha sido la fuerza que lo ha movido –añadió don Manuel, compadecido ahora por los sentimientos que veía aflorar en la esposa.
−Si no me hubiera conocido, es posible que él no hubiese reaccionado como lo hizo –manifestó Aurelia con los ojos todavía brillantes.
−Eso nunca se sabe, porque Dios puede escoger siempre otras circunstancias propicias para mostrarnos el gran amor que nos tiene. Lucas estaba llamado a convertirse: era un hombre bueno, aunque él a veces no fuera consciente de ello… Además, Dios no nos elige por nuestra bondad, porque la bondad es siempre un atributo suyo que Él nos regala cuando quiere… Nosotros somos pecadores y estamos necesitados por nuestras faltas de que nos salve… Por eso, no podemos creernos superiores a nadie, porque es Dios quien guía nuestros pasos… A Lucas lo guió hacia ti para que te conociera y para que experimentara el amor que lo condujo después hacia Él –discurrió con gran calma el párroco, resuelto a confirmar lo que él había deducido de los intensos diálogos que con Lucas había tenido.
El final se produjo antes de lo esperado. El enfermó cayó pronto en un estado de inconsciencia del que ya nunca despertaría. Aurelia lo siguió atendiendo como pudo, a pesar de que sabía que eran ya inútiles todos los cuidados que le dispensaba. Sin derramar una sola lágrima, vio cómo poco a poco su vida se diluía. Aun cuando le hablaba, ninguna señal se mostraba en él por la que podía colegir que la oía. Lo único que hacía era rezar, como desde el principio había hecho.
Lucas murió una mañana de otoño, antes de que el sol hubiera empezado a despuntar por el horizonte. Para Aurelia, aquello no era más que un paso, un paso con el que se llegaba por fin a aquel otro lado del que tanto hablaba su marido.
Lo peor, con todo, fue el momento en que Ramiro se enteró del fallecimiento. Él no pensó nunca que su padrino estuviera tan grave: animado por su natural optimismo, siempre creía que pronto se restablecería. Cuando aquel día se presentó en la casa y se encontró con un grupo de vecinos en la puerta, de pronto temió que algo muy malo había sucedido. Aurelia, al verlo, lo estrechó entre sus brazos con la pasión con que sólo puede hacerlo una madre. El niño rompió a llorar desconsoladamente. Había comprendido por aquel abrazo que don Lucas había muerto. Para él aquel luctuoso suceso no tenía ninguna justificación: era un hecho cruento, un hecho que venía a truncar la ilusión con que ahora disfrutaba de su existencia.
−Él siempre me dijo que no tuviera miedo –logró balbucear entre sollozos.





XXXIX


El entierro se celebró sin ningún tipo de aparato por petición expresa del difunto, que lo había dejado escrito en su testamento. Sin embargo, lo que Lucas nunca hubiera podido evitar era que acudiera mucha más gente de lo que él jamás hubiese imaginado.
A la salida del cortejo fúnebre, algunos de los asistentes comentaron que acababa de morir un verdadero santo.
Aurelia, como estaba previsto, arrendó las fincas del marido a uno de sus cuñados con la condición de que aceptara a Ramiro entre sus peones de mayor confianza.
Habiendo sido aleccionado tan sabiamente por don Lucas, Ramiro no tuvo inconveniente en convertirse casi desde el comienzo en uno de los gañanes más aventajados.
Aurelia, mientras tanto, creía oír a todas horas la voz del esposo, que parecía continuar hablándole a través de la distancia. Su espíritu, sin duda, seguía vivo cada vez que ella lo invocaba o que trataba de adivinarlo tras las cosas con las que a menudo trajinaba. Era una especie de presentimiento, una suerte de intuición que le hacía confiar en lo que su mente se figuraba.
Era otoño. Los campos habían tomado una coloración amoratada. Las parejas de bueyes, conducidas con las aguijadas por los labriegos, preparaban ya las tierras a las que se habían de arrojar muy pronto las primeras simientes. La vega, por las tardes, semejaba un mar de oro, un mar con tintes sonrosados cuando el sol empezaba ya a ocultarse tras los montes circundantes. Sólo una ligera brisa entre las alamedas era anuncio prematuro de un tiempo más turbulento. A lo lejos, Elvira, recostada al pie de la colina de olivos, aparecía envuelta en los últimos resplandores del ocaso, como una imagen antigua que se hubiera conservado de una época que ya no existía.
Algo inefable flotaba en el ambiente, un susurro apenas perceptible que en el aire se mantenía suspenso, un secreto quizá que nadie hubiera sabido descifrar, la presencia de un extraño sujeto que en seguida se difuminaba entre las sombras, tal vez la figura de un hombre que regresara de un largo viaje y que se borrase de repente como un vago recuerdo.
La vega yacía en paz cuando la noche caía sobre ella. Era entonces la hora del misterio, la hora en que todas las almas se sienten sugestionadas por la profunda llamada de su Creador.