La literatura es siempre magia

En la literatura todo se desvitúa y desrealiza para tomar un aspecto nuevo, para que lo que en ella aparezca nos invite a soñar. Es su principal propósito; si no se cumple, se convierte en un mensaje huero, en un insulso planteamiento. La vida en ella llega a su plenitud, pues lo que se sueña es lo que pervive, lo que se resiste a sucumbir.







miércoles, 27 de julio de 2011

Elvira (texto completo)

ELVIRA




Pedro Ruiz-Cabello
















Unas manos que yo vislumbro en una dudosa lejanía, en una misteriosa estancia de dimensiones poco definidas, con caricias de luz en los cristales y arabescos de sombra en los rincones. Unas manos que se aproximan y se perfilan ante mis ojos con suave lentitud, que casi rozan ya mi piel y planean sobre ella antes de hacer lo que desean. Unas manos de blanda textura y de maternales silencios que empiezo a reconocer cuando las miro, cuando me veo de nuevo protegido y amparado por ellas. Manos que se curvan o se estiran con aprendida prudencia, con delicado empuje de sus dedos de lana. Manos que aletean como palomas, se posan, palpan, se deslizan con dulzura, se detienen, toman, alzan un cuerpo hacia la luz, hacia los labios que lo besan. Manos que son alas, que vuelan, que mecen en el aire callado, que vibran, tiemblan, se alargan, hienden el miedo, transmiten calor, prolongan el sueño, se vuelven canción, música, cadencia, aliento tierno. Manos que acarician, adormecen, aman.
Son las manos de mi madre cuando yo era pequeño, cuando yo comenzaba a quererla.
Una voz que carraspea en la oscuridad antes de ser emitida, una voz que se abre en el silencio y que rasga el velo de sombras que la contiene, voz que rompe y que acaba por sonar con impúdico acento, voz que previene y anuncia y nombra lo que quiere, voz que llama y que mueve a más alto designio, y es fuerza y arrebato y conquistada paz de quien a ella se acoge. Voz que es torrente que se precipita y que rueda por gargantas profundas y que arrastra cuanto encuentra y que desborda orillas y se extiende y se amansa. Voz que habla y que es presencia segura de quien la pronuncia, de quien está allí envuelto en la oscuridad, en un segundo plano que yo no diviso y que sin embargo presiento desde donde estoy tumbado y arropado en pañales.
Es aquélla la voz cálida y palpable de mi padre, tal como hoy desde la distancia me afano en recordarla.



















































1ª PARTE































1




Quizá no haya en la vida nada más tentador que volver a los orígenes, que regresar al tiempo aquel en que nuestros ojos descubrieron el mundo, por más que la imagen que ahora conservemos de él no se corresponda con la que entonces tuviera. Un tiempo en el que sobreviven también los lugares por los que transcurriera nuestra infancia, que no pueden ser tampoco idénticos a los que en la realidad todavía reconocemos.
Es posible que lo que motive tal inclinación no sea otra cosa que el deseo de huir del presente en que nos encontramos ante la insatisfacción o la inseguridad que éste nos ocasiona, o tal vez ante la futilidad con que en último término se resuelve la vida, incesantemente amenazada por la inevitable aproximación de un porvenir que no se presiente menos incierto.
Igual que cuando se levanta una tela que cubría un montón de reliquias antiguas, ante cuya vista uno no puede dejar de sorprenderse, ocurre con frecuencia que unas sensaciones remiten en la memoria a otras que se creían olvidadas, por lo que se despierta así por unos momentos la ilusión de que se recupera o de que se rescata felizmente lo que se había perdido. De forma espontánea, con una facilidad que casi se hubiera dado por imposible, la mente se traslada de nuevo a la época en que tales impresiones fueron en ella recibidas, si bien son instantes fugaces de los que sólo queda luego un debilitado eco de los sentimientos que suscitaran, o acaso un rastro inconstante de nostalgia que se disipa en cuanto se vuelve a considerar que nada hay al final imperecedero.
No obstante, es hasta cierto punto normal que ello se produzca, ya que el hombre es por naturaleza un ser inseguro y encuentra en esta actividad un medio de alcanzar la confianza que en sí mismo le faltaba, propiciada por la conciencia que sobre su pasado toma y por la idea que acerca de su identidad como persona también acabará adquiriendo.
Como decía, quizá no haya en la vida nada más tentador que esto, o tal vez nada más reconfortante. Por eso trataré ahora de sumergirme en mis propios recuerdos para hilvanar con ellos una historia en la que refiera algunas de mis pasadas experiencias, una historia de la que yo sea su principal protagonista pero en la que también se vean representados muchos otros sujetos que conmigo compartieron la misma época, con los cuales no puedo por menos de sentirme unido, por más que entre nosotros se sucedieran diferencias y separaciones de diverso origen. Una historia, en fin, que será muy similar a otras con las que hubiera estado ligada, o que se confundirá al cabo con ellas en una mezcla indisoluble, en una maraña de hechos y de vivencias que nunca parecerán distintos de los que uno hubiera conocido, quizá porque en realidad todo es en el fondo muy semejante, más aún si ello se produce en los mismos lugares, como son en este caso los que yo ahora procuraré evocar después de tantos años..., o más bien columbrar, pues a veces me cuesta distinguirlos a través de la distancia y de las brumas que los separan de su visión actual.
Sucede, sin embargo, que lo que se cuenta no resulta igual que lo que fue, posiblemente porque a la hora de hacerlo se desvirtúa y acaba teniendo cualidades que no se preveían y que lo alejan del modelo del que hubiera partido, de la misma manera que eso que uno refiere puede ser a su vez difundido y transformado por otros.
En estas cosas he reparado después, a medida que crecía y me hacía mayor, al comprobar la importancia que tienen los relatos en la mentalidad y en la forma de actuar de la gente, ya sean ellos familiares o de cualquier otro signo, recogidos a veces de primera mano al calor de los hechos y divulgados luego con todo lujo de detalles ante un auditorio que se muestra deseoso de conocerlos y de no quedarse así al margen de los sucesos que acaecen en una determinada comunidad, relatos heredados en ocasiones de una rica y larga tradición oral que los preserva del olvido y que son transmitidos después por alguien que los recrea como si fueran suyos.
Yo, pues, si se me permite, haré lo mismo, consciente de que en mi voz o en las fibras de mi sentimiento laten adheridas otras voces y otros sentimientos que no son míos. Debo decir, ante todo, que yo nací en Elvira, un pueblo de la vega de Granada situado a escasa distancia de la capital, a una legua y media aproximadamente de ella según los cálculos antiguos. La verdad es que apenas se diferenciaría de los pueblos vecinos si no fuera por su peculiar emplazamiento o tal vez por el misterio que todavía sigue envolviendo sus inicios, sobre los cuales no han parado de sucederse teorías más o menos fiables, ya que en tiempos de los árabes debió de existir una importante ciudad que llevaría su mismo nombre y que luego desaparecería por motivos que aún no han sido esclarecidos del todo, quizá por el progresivo abandono de sus habitantes, atraídos por el creciente prestigio de otros núcleos de población más prósperos. Lo cierto es que de aquel pasado remoto apenas han quedado vestigios, si no son algunas monedas sueltas o unos cuantos restos de diversos utensilios domésticos encontrados casualmente por la zona.
Según cuentan los historiadores, la actual Elvira habría sido una antigua barriada de aquella ciudad desaparecida, enclavada posiblemente en un extremo de ella, en la cara opuesta de una colina que la salvara al fin de la desidia que tanto hubiese afectado a sus vecinos.
Tal versión, sin embargo, iba a ser contrarrestada por la que se ofrecía en las leyendas que entre las gentes se difundieran, de las que cobraría especial relieve la que sostenía incluso la idea de que la vieja Elvira hubiera estado cimentada a su vez sobre las ruinas de Ilíberis, la famosa ciudad iberorromana donde se celebrara uno de los primeros concilios de la Cristiandad, destruida después según esa infundada creencia por alguno de los fuertes terremotos que ya desde entonces devastaban con frecuencia estos lugares.
Insaciable, la curiosidad popular no ha dejado de añadir nuevos datos que completaran una visión tan particular de la historia, si bien algunos de ellos no podrán ser nunca corroborados por ningún descubrimiento fehaciente, ni yo pienso tampoco darles crédito si no tengo a mi disposición nada más seguro que confirme que no faltaría a la verdad si los tomara por buenos.

Tal como la recuerdo, Elvira era en aquellos años de mi infancia un pueblo pequeño recostado al pie de un cerro que coronaba una vieja ermita, en medio de un paraje poblado de olivos en el que también se elevaban collados y montes de diferente altura, algunos cubiertos de espesos pinares. Delante, completando tan accidentado panorama, se extendía la vega con sus cuadros sucesivos de sembrados y barbechos, entre los que se intercalaban pedazos azules de alameda, dispuestos todos con tal justeza de líneas y de proporciones que desde lo alto de aquel cerro semejaban un hermoso mosaico en el que cada una de sus partes estuviese perfectamente encajada, un mosaico al que se superpusiese otro de más difuminados colores, o quizá una acuarela de contornos menos precisos sobre la que finalmente se erguía el inmenso paredón de la sierra, en uno de cuyos declives se asentaba la ciudad de Granada con sus múltiples edificios agolpados en la distancia.
Tal es la imagen que conservo de Elvira y del paisaje que desde ella se divisaba, muy distinta de la que hoy tengo a pesar de que hay en los lugares algo que permanece inmutable, un sello propio que no variará por mucho que varíe el decorado con que se presenten. Poco a poco han ido surgiendo, efectivamente, construcciones diversas que han modificado bastante el aspecto de aquel entorno, lo cual supone una lamentable pérdida para todo el que se precie de tener un espíritu más o menos sensible, puesto que con ello nada de lo que existía parecerá ya lo mismo.
Se me podrá objetar quizá que es inevitable y hasta positivo que esto se produzca, igual que para alguien que naciera en las postrimerías del siglo XIX también resultarían inauditos los cambios que a comienzos del siguiente se efectuarían, como sucedió sin ir más lejos en el caso de Elvira con la instalación de una serie de fábricas que vendrían a alterar notablemente su fisonomía. Sin embargo, es innegable que tal progreso se ha acelerado de una forma desorbitada en los últimos años, hasta el punto de que ha sido todo invadido por un aluvión de novedades que jamás se hubieran previsto, lo cual ha repercutido de manera bastante negativa en las condiciones de vida de las personas actuales, por más que se ponderen por parte de algunas de ellas los supuestos beneficios que hayan podido deparar tales adelantos.
Otra fuente de crecimiento de Elvira, mucho más importante que las anteriores, han sido sin duda sus canteras, de las que se ha extraído y exportado abundante mármol, cuya fama no es necesario destacar aquí, en estas emocionadas memorias que escribo y que no han de sobrepasar los límites con que fueran concebidas. Bastaría simplemente con recordar las huellas que una actividad tan aparatosa ha dejado grabadas en las sierras colindantes y que todavía continúan agrandándose a costa de una parte considerable de ellas.
A pesar de todo, a mí se me representaba Elvira como un pueblo más bien pequeño, imbuido en gran medida de un espíritu campesino, al cual habría sido muy proclive a lo largo de varios siglos, a lo largo de todos los que duró la repoblación y el posterior arraigo de las gentes venidas del norte.
Por su especial situación, algunas de sus calles presentaban una ligera pendiente, con un trazado algo tortuoso que debía de ser el mismo que tuvieran al principio, con casas y corralizas de diferentes estilos y proporciones que sin embargo no desentonaban en el conjunto. Además de la iglesia, que era de recia fábrica y de imponente torre, destacaban en el pueblo varios edificios, casi todos situados en la calle principal, una vía ancha y de espaciosas aceras que atravesaba de un extremo a otro la localidad. Uno de ellos, por supuesto, era el casino de labradores, construido a finales del XIX, con sus balcones de forja y su terraza descubierta, sobre la que todavía gravitaban las columnas que sostuvieran su antigua techumbre. De la misma época eran también diversos caserones, algunos de tres o cuatro plantas, rematados con bellas arcadas sobre las que descansaba a su vez el tejado.
Me acuerdo de todo muy bien, como si lo estuviera viendo en este momento... Mi casa, en cambio, era distinta, ya que obedecía al estilo funcionalista que imperaba en los años en que fuera edificada. La había diseñado, en efecto, un arquitecto que era pariente de mis padres y que por entonces estaba llevando a cabo en Granada proyectos muy importantes.
Aunque la fachada resultaba muy llamativa, su mayor encanto residía para mí en su interior, en el cual apenas había detalle que pudiera pasar inadvertido. Sería muy difícil, no obstante, describirlo todo, pues para eso se requerirían unos conocimientos de arquitectura o de diseño que yo no tengo. Me limitaré por ello a consignar lo que a mí más me gustaba entonces, convencido de que no podré nunca ofrecer una visión cabal de la vivienda.
Había en ella un portal muy amplio del que partía una escalera muy poco convencional que conducía al salón y a las habitaciones de la planta alta. A un lado de aquélla, se abría un hueco bastante acogedor que recibía la luz del exterior a través de unas ventanas horizontales, cuyos postigos consistían en unos pesados tablones que había que bajar o subir con gran esfuerzo. Concebido como lugar de descanso o tal vez de recreo, contaba este rincón con una especie de sillón alargado de madera sobre el que se disponían unos cojines de enorme tamaño y de colores muy variados, al lado de una pequeña estantería en la que mis padres habían colocado unos libros muy antiguos, incrustada curiosamente en la parte trasera de uno de los sillones del salón, bajo una cristalera rectangular de doble hoja corredera que mediaba entre el portal y aquél. Como se deduce de esta pieza, todo era en la casa original y artístico, dispuesto siempre para sorprender a quien por primera vez entrase en ella.
Completaban la planta baja la cocina y el comedor, separados entonces por un estrecho tabique a pesar de que en un principio habían estados unidos, divididos tan sólo por un mueble que tenía adosado un mostrador y que en aquel tiempo debía de parecer muy moderno.
Aunque después no resultara tan confortable o tan útil como en su origen hubiera sido proyectado, no cabe duda de que era el salón la estancia que más interés concitaba, a la cual se accedía a través de una enorme cortina que se hallaba tras el primer tramo de escalera. Ocupaba, pues, la segunda planta, situada así a una altura diferente de la del resto del edificio. Se trataba de una habitación muy espaciosa, con la pared del fondo guarnecida toda de piedras labradas, sobre la que descansaba un aparador muy grande que tenía unas repisas de cristal sujetas a unos listones de hierro que llegaban hasta el techo. Había también una chimenea con la campana pintada de negro, sobre una tarima de obra en la que estaba el hueco en el que debía arder la leña, cerca de una mesa de comedor rodeada de cuatro sillas sobre la que colgaba una lámpara de estilo muy extraño. En el otro extremo se alineaba un sillón parecido al del portal, un poco más largo incluso, frente una mesa bastante más pequeña que la anterior, pensada quizá para depositar sobre ella las tazas de café o los vasos con las bebidas con que se han de agasajar las visitas.
Tenía la casa, por lo demás, gran cantidad de escondites y de lugares secretos que despertaban la incipiente imaginación de los niños que en ella morábamos, armarios y cajones donde se guardaban objetos cuya utilidad desconocíamos, alguna puerta o ventana que habían sido anuladas porque no se consideraban muy aprovechables, timbres que podían tocarse desde todas las habitaciones, una suerte de trampilla que comunicaba el salón con la cocina para pasar a través de ella la comida...
Pero si el interior reunía tantos alicientes, en una segunda etapa de la infancia fueron los patios los que más atención concitaron. El primero de ellos era grande, con dos jardines delimitados por sendos macizos de boje. Por un lado estaba cerrado por una alta tapia de piedras, con una escalera de peldaños adosados a ella que iba a dar al salón. Por el otro, se hallaba cercado por una hilera de cipreses muy apretados que continuaba hasta el segundo patio, bastante más reducido que el anterior, con un suelo empedrado en el que comenzaron a aparecer pronto numerosos hormigueros.
Más allá se extendía el corral, un espacio enorme rodeado de tapias de adobe y de vetustos paredones de cuadras y graneros pertenecientes a otras propiedades colindantes. En él crecían innumerables hierbas y arbustos silvestres, sobre todo en las zonas más apartadas, las cuales habrían de ser más tarde un lugar muy apropiado para los juegos de los niños que allí nos juntábamos.
Junto al corral había un secadero de tabaco que luego sería usado también para otros fines, la mayoría de ellos relacionados con las labores agrícolas, a las que se había dedicado siempre mi padre. Era aquél un recinto que para mí reunía un inmenso atractivo, quizá por los haces de luz que se filtraban por sus huecos a determinadas horas del día y que lo envolvían en una mágica atmósfera. Estaba sostenido además por gruesos pilares, entre los que era también muy divertido jugar, especialmente cuando no había más remedio que refugiarse allí porque estuviese lloviendo o porque acaso hiciese demasiado calor.
Detrás del secadero se hallaba una cuadra medio derruida que todavía conservaba los pesebres y abrevaderos de los animales. Aunque no dejaba de entrañar cierto peligro, a los niños nos gustaba mucho recluirnos en ella y figurarnos que fijábamos allí nuestra propia residencia, en aquel lugar abandonado y cubierto de polvo, lejos del mundo acotado que para nosotros establecían los mayores.

He intentado, en fin, describir la casa de mis padres tal como la recuerdo, si bien soy consciente de que sería muy complicado que pudiera reproducir con absoluta fidelidad las impresiones que acerca de ella en aquel tiempo me acometieran, pues es esto algo que se hunde en un pasado que difícilmente logra retener la memoria; parece como si hubiera ocurrido de un modo demasiado vago e impreciso, como un sueño que se diluyera poco después de ser reconstruido, en el cual todavía se vislumbraran algunas escenas o imágenes de la realidad que en él se reflejase.
Rescatada de ese fondo neblinoso en el que permanecen confinados los recuerdos, emerge ahora con cierta nitidez e insistencia la figura de mi madre, quizá por el cariño y la fuerza con que a menudo me pongo a evocarla. Se me representa como una mujer radiante, llena de vida y de inusitada presteza, dotada además de una aguda y fina inteligencia que no se había ejercitado sino en las cotidianas ocasiones que el trato con familiares y vecinos le deparaba, ya que su corto periodo de instrucción le había impedido que la cultivase en empresas y menesteres de mayor envergadura. Con lo poco que sabía, sin embargo, pasaba por ser una persona que se expresaba con gran soltura y corrección cuando hablaba, gracias precisamente a esa inteligencia innata que poseía y que de forma tan admirable le permitía apropiarse de cuantos términos y locuciones estimaba en los libros y revistas que casualmente estuviesen a su alcance.
La verdad es que a su lado yo me sentía más protegido y seguro, quizá por ese optimismo que de ella de continuo irradiaba; aunque ahora que lo pienso, no creo que sea tal efecto distinto del que puede generar cualquier madre en su hijo, sobre todo si éste se halla en edad tan precaria como era la mía entonces.
Fue ese instinto maternal el que la mantuvo siempre alerta, dispuesta a atender cualquier necesidad que en mis hermanos o en mí detectara, como sucedía cuando caíamos enfermos o cuando observaba en nosotros algún gesto o signo que le preocupase. La misma desenvoltura que desarrollaba al hablar la empleaba también en prevenir y en tomar decisiones, de manera que casi nunca incurría en falta en los deberes y tareas que a ella competían.
Con ser éstas virtudes importantes, tenía además otra cualidad que las superaba y que parecía por eso aún más atractiva, al menos para quien fuera capaz de apreciarla: aunque no se trataba de un mérito propiamente suyo, sino más bien heredado o infundido de modo misterioso por la Providencia, disponía mi madre de una sólida formación religiosa, cimentada en los sabios adoctrinamientos que recibiera de su abuela y en las inteligentes conclusiones que ella misma extrajera y conservara de todo lo que en predicaciones y reuniones parroquiales se le inculcaba. Como yo también comprobaría mucho más tarde, la fe es algo que indudablemente se transmite a través de la palabra: desde el principio hubo de ser así, ya que por medio de ella se creó el mundo y se dio vida a los hombres, la palabra que nombra y que contiene la fuerza renovadora que nos levanta y nos redime de las miserias y de las limitaciones que constriñen nuestro pobre corazón. La palabra creadora, la palabra que se encarna y crece y produce y conmueve y guía a los que andaban descarriados. La palabra amada, sentida, vivida en toda su extensión y vuelta a transmitir por quienes se ven de nuevo transformados por ella. Tal es la fe de nuestros padres, la fe en el Dios que se comunica con los hombres y se hace uno de ellos para salvarlos por amor.
Consciente de la trascendencia que en el futuro podían tener sus enseñanzas, no vaciló mi madre desde muy temprano en educarnos en los valores cristianos que con tanto fervor y decisión profesaba. Muchas veces nos contaba historias de la Biblia con tal ardor que resultaba casi imposible sustraerse a la sugestión con que ellas se nos representaban: atrapados en seguida por su relato, atendíamos mis hermanos y yo con mudo arrobamiento a lo que en él se refería, recreando con suma facilidad en nuestra imaginación los hechos que ella con tan asombroso verismo evocaba. Ahora, al rememorarlo, se me figura que otra vez estoy oyendo su voz, cuyo acento vuelve a sonar en mis oídos con la misma claridad y energía que entonces, desprovisto como siempre de melindrosos matices o de afectados arrumacos.
Así era ella, en efecto, una mujer decidida, consecuente con sus ideas o con cualquier proyecto o meta que ingeniase, incapaz de permanecer indiferente ante todo aquello que en la realidad considerara injusto o susceptible de ser mejorado, en especial si era algo que afectaba a la vida de los más desfavorecidos, con quienes siempre se había sentido comprometida. “Es una tontería dejar para mañana lo que se puede resolver hoy”, solía decir ante alguno de estos casos, convencida de que era exactamente eso lo que su conciencia le exigía.
Contraria en apariencia a tan desenvuelto y generoso talante, era su afición a pasear plácidamente por la vega, aunque quizá fuera ésta una costumbre bastante generalizada entre la gente de aquella época. Yo todavía recuerdo vagamente la impresión que me causaba verme en la vega rodeado de mis hermanos y de ella, sentados a la sazón en un ribazo invadido de jaramagos y de rojas amapolas, en medio de verdes senaras y de tostados labrantíos que parecían extenderse y ensancharse en torno de nosotros con visos y aires marinos, enmarcados a lo lejos por la mole azul y blanca de la sierra, cuyas crestas y perfiles se recortaban sobre el cielo infinito. Es un paisaje maravilloso ante el que mis ojos vuelven a quedar embebecidos, impresionados por el halo de eternidad que en él se adivina, por la honda e indecible emoción que el alma ante él experimenta. Es todo ahora tan bello, envuelto por la gracia y la dulzura que la nostalgia al cabo de los años otorga: parece como si se reflejara en un espejo que solamente resaltara las formas y los colores que más lo ennoblecieran, o como si se tratase sencillamente de una tela o de un lienzo en el que hubiesen quedado indelebles los trazos inequívocos de una pintura de otro tiempo. Son instantes de los que uno se acuerda porque contienen un especial significado, porque hay en ellos un destello de felicidad que se desea apresar de nuevo, instantes que se escapan o que regresan acompañados de otros que también despiertan nuestro entusiasmo al evocarlos, como pueden ser para mí ahora los momentos en que nos bañábamos mis hermanos y yo en la pila del patio en el verano, antes de que se construyera la piscina. Me veo chapoteando con ellos en el agua, saltando y gritando de alegría por encontrarnos allí reunidos, siempre bajo la complacida mirada de mi madre, que apenas se apartaba de nosotros mientras jugábamos.

Ya que los he mencionado varias veces, no sería conveniente que prosiguiera mi relato sin hablar un poco de ellos. Me refiero, claro está, a mis hermanos, con quienes me sentí muy unido en aquellos primeros años de mi infancia, hasta el punto de que no puedo concebir hoy ésta sin su estimulante compañía, aunque en ocasiones nuestra convivencia estuviera también marcada por los disgustos y desavenencias propios de tales edades.
Mi hermana, un año menor que yo, era bastante parecida a mí en el carácter, si bien tendía a manifestar con más desembarazo sus sentimientos, o tal vez con más sinceridad. Era, como yo, un poco tímida y extremadamente sensible, lo cual no deja de ser con frecuencia motivo de numerosos quebrantos y frustraciones, sobre todo cuando se convierte en insalvable impedimento para que se cumpla lo que uno se hubiese propuesto.
Mi hermano era el más pequeño de los tres. Quizá por eso era también el más consentido y caprichoso, al menos hasta que su ímpetu de acaparar cosas y atención se fue atemperando. Como era de natural tan expansivo, resultó ser más alegre y vivaz que sus dos congéneres que le precedían, por lo que al final acabaría siendo de otra manera el que más interés concitaba.
A pesar de eso, mi hermana y yo lo queríamos y no nos importaba que se le atendiera antes que a nosotros, ya que de algún modo habíamos aceptado de buen grado el papel o el lugar que en la familia nos correspondía. De hecho, yo desarrollé hacia él un excesivo celo por ampararlo y protegerlo de posibles peligros y amenazas que a su alrededor existieran, como así tuve oportunidad de comprobar en más de una ocasión en que hube de prevenirlo contra tales eventualidades.
Una vez, sin embargo, no pude evitar que ocurriera con él un penoso percance, si bien esto pertenece a una época posterior a la que en esta primera parte de mi relato me vengo ciñendo.
Debido a la defectuosa configuración de sus pies, no guardaba mi hermano entonces demasiado equilibrio a la hora de moverse y desplazarse por terrenos escabrosos, y un día que fuimos a la sierra en compañía de unos amigos, cosa que se haría muy frecuente a partir de una determinada edad, sucedió que emprendimos una ascensión bastante dificultosa por una empinada ladera en la que apenas había salientes o resquicios donde agarrarse. Él entonces quiso imitar a los demás y se puso a escalar también por aquella pared rocosa, con tan mala fortuna que se resbaló y fue a caer rodando hasta una especie de rellano que tenía la pendiente. Por supuesto, el susto que nos llevamos todos fue tremendo, ya que lo vimos golpearse varias veces en la cabeza mientras duraba la caída. Yo me deslicé en seguida por la roca para auxiliarle y apenas llegué a su lado, me puse a explorarlo por si hallaba alguna herida que hubiera que restañar o alguna lesión que considerara importante; pero como él no se quejaba de nada ni daba muestras de encontrarse mal, muy pronto empezamos a sentirnos más tranquilos y repuestos de aquel desagradable sobresalto, aunque a mí no se me podía olvidar la impresión de ver rodar a mi hermano y, con el brazo echado sobre su hombro, no paraba a la vuelta de preguntarle cómo se hallaba a fin de cerciorarme de que era verdad que no se había hecho ningún daño y que no debía por tanto preocuparme más por ello.
Tal experiencia vino a afianzar dentro de mí el sentimiento de profunda hermandad que hacia él profesaba y que todavía perdura a pesar de los cambios y de las diversas pruebas que ambos hemos tenido que afrontar después, de lo cual yo deduzco que nada varía en el corazón del hombre si se trata de algo fuertemente arraigado en su interior.
De entre las brumas que cubren y ocultan a veces el pasado, se me aparece también con cierta claridad la figura de mi padre, serio, circunspecto, abismado a menudo en graves cavilaciones, en sombríos pensamientos que por su frente estuviesen pasando. Un hombre pesimista donde los haya, incapaz de representarse el futuro de una forma más o menos halagüeña, quizá porque había desconfiado siempre de sus posibilidades y no había dispuesto nunca de ningún recurso con que contrarrestar sus fatales inclinaciones.
A pesar de su apariencia, era en el fondo una persona bastante sensible y propensa a compadecerse de sus semejantes, como así demostraba en los momentos en que se despojaba de los atributos y de las maneras que parecían conformar su carácter.
Era además muy honrado y meticuloso con el cumplimiento de los deberes que asumía, casi todos ellos relacionados con los trabajos y faenas que habían de realizarse en la vega y que a él debían de inquietarle bastante por lo que yo he averiguado y colegido después.
Como hombre, pues, curtido en el campo, tenía con frecuencia un comportamiento un poco rudo y un lenguaje cargado de vocablos y modismos referentes a la tierra y a la forma de labrarla y entenderla, como si fuera un ser o una criatura que cobrase vida cuando la nombraba o cuando a ella se apelaba para justificar tal o cual actitud. Yo siempre lo recordaré con el ceño fruncido, la mirada huidiza, las manos grandes de gigante, los faldones de la camisa salidos, las botas llenas del barro de terruños y balates.
Una de sus mayores aficiones, al menos en aquellos años, era la caza de la perdiz, por la cual yo llegué a sentir de pequeño cierto interés, puesto que es natural en un niño que se vea atraído por las cosas en las que pone más atención su padre. Yo lo observaba todo con insaciable curiosidad, ansioso por conocer un día de primera mano el objeto de tantos desvelos y pormenores en que lo encontraba ocupado. Se levantaba muy temprano, antes incluso de que amaneciera, y con febril solicitud emprendía el camino que lo llevaba a la sierra donde había de cultivar con plena libertad su inveterada afición. Otras veces, sin embargo, salía por las tardes y regresaba después de que anocheciera, mostrando con orgullo a su familia las piezas que en tales ocasiones hubiese cazado.
Como era de rigor, siempre tuvo en la casa perdices de reclamo, a las que cuidaba en unas jaulas especiales con esmerado mimo. Era su canto muy hermoso, sobre todo cuando nos despertaban por las mañanas con su impúdico arrebato, con su concierto de notas arrogantes y temerarias, con su inmenso caudal sonoro que parecía que creciese a medida que se prolongaba. Era algo vibrante y apasionado, producto de la tensión y de la fuerza con que aquellas aves respondían al impulso de comunicarse y de expresar lo que dentro de ellas sintieran.
Tendría yo nueve o diez años cuando fui con él por primera vez a cazar. Aquel día escogió un lugar bastante apartado, por lo que hubimos de desplazarnos en coche hasta allí. A la emoción que suscitaba en mí aquella nueva experiencia se sumaba, pues, la del viaje, que siempre solía resultar muy estimulante para la imaginación infantil.
Me acuerdo de que fuimos por una carretera muy estrecha, entre verdes y apacibles trigales que se sucedían con la continuidad de un armónico y grato oleaje. Era el contacto con la naturaleza lo que a mí más me llamaba la atención, el contacto con un mundo que empezaba a sorprenderme y a cautivarme por su inusitada belleza. Luego el paisaje se hizo algo más accidentado, con campos grises de barbecho y lomas de agrios matorrales, entre los que aparecía de cuando en cuando alguna solitaria y medrosa encina.
Después de que mi padre aparcara por fin el coche, tuvimos que andar aún un buen trecho antes de llegar al puesto que ya él hubiera empleado en otras ocasiones. Reinaba allí un asombroso silencio, sólo interrumpido por el canto lejano de las aves o por el bisbiseo fugaz de algún reptil que se deslizara entre la maleza. Se respiraba una honda calma, bajo un cielo azul que acentuaba la hermosura de todo lo que se tendiese ante mi vista. A veces se levantaba una tenue brisa que causaba un ligero rumor de ramas sacudidas en las encinas. El puesto estaba situado al pie de una pequeño alcor, en un reducido espacio cercado de matorrales muy espesos, entre los que nos tuvimos que ubicar a duras penas nosotros. Había dos piedras allí, sobre las que tomamos en seguida asiento. Mi padre había colocado la perdiz a unos veinte metros de donde nos hallábamos escondidos. Por un hueco que había hecho entre el ramaje apuntaba con la escopeta a la espera de que llegara el momento propicio de dispararla. En voz baja, apenas audible, me iba refiriendo los movimientos de las otras aves a medida que se acercaban a la que estaba enjaulada, la cual no paraba de incitarlas con su brioso canto. La verdad es que tenía aquello cierto atractivo, si bien cuando disparó mi padre me pareció algo demasiado cruel, un entretenimiento cuyo fin último rompía todo el encanto o la fascinación que hubiese llegado a alcanzar antes. Nunca se me olvidará el enorme estallido que resonó en mis oídos, ni tampoco la ingrata sensación que experimenté después al ver la pieza fulminada a escasa distancia de la jaula con un hilillo de sangre derramándose aún por su bello plumaje. Era ésta una imagen muy triste que no pude por menos de aborrecer en mi interior a pesar de que no me atrevía a confesárselo a mi padre, el cual también llegaría al cabo de los años a repudiar tal dedicación, conmovido por el truculento final que se les deparaba con ella a las perdices que vivían en el campo, por las que nunca dejaría de manifestar un entrañable afecto.
Era esa parte sensible de él la que a mí más me gustaba, ya que venía a ser en definitiva la que más se asemejaba a mi carácter, propenso siempre a considerar los aspectos de la realidad que tuvieran una mayor resonancia en mi espíritu.

La relación con mi madre era, sin embargo, distinta, pues yo no trataba de encontrar en ella nada que me moviera a imitarla o a cultivar su compañía, sino que me bastaba con su presencia, con el amparo y la seguridad que a su lado sentía. Me acuerdo de que todas las tardes acudíamos mis hermanos y yo a la casa de nuestros abuelos maternos, adonde ella tenía por costumbre ir para estar un rato con los suyos, quizá porque en el fondo no se hubiese desvinculado del todo de ellos a causa del excesivo celo y de la estrecha vigilancia con que había sido educada por parte de su madre, a quien sólo la había guiado siempre el temor de que le podía pasar algo malo a su única hija.
Ahora, al rememorar aquello, me asalta la impresión de que estoy a punto de adentrarme en un espacio habitado por viejas voces y viejos fantasmas que pulularan por mi fantasía, sugestionada por todo lo que yo viví y experimenté en aquel vetusto caserón de mi infancia, lleno de estancias espaciosas y de dependencias y recintos extraños que no nos atrevíamos a veces los pequeños a explorar ante el misterio que en ellos reinaba, mezclado con el miedo que nos sobresaltaba cuando nos disponíamos a atravesar las tinieblas que de continuo los velaban. Eran historias de antepasados las que salían a nuestro encuentro cada vez que intentábamos indagar en el interior de aquellas medrosas soledades, repletas de trastos y de objetos inútiles que hubiesen sido finalmente olvidados, arrumbados allí por el inapelable paso de los años y de las sucesivas generaciones que por ellas hubieran pasado.
Y como si fueran representantes de ese mundo antiguo que tanto nos impresionaba, representantes que sin embargo hubieran cobrado para nuestros sentidos proporciones y formas más humanas y reales, se nos aparecían a diario las personas que entonces habitaban aquella misteriosa casa, por las que nosotros no habíamos tardado en sentir desde el principio un profundo y entrañable afecto. De todas, tal vez quien a mí más me cautivó fue mi abuelo, ya que con él fui a muchos sitios y tuve un contacto más directo. Curtido en mil experiencias distintas, era un hombre que a sus sesenta años todavía seguía pareciendo muy gallardo y apuesto, como si aún conservara una parte de la gracia y del donaire que había paseado en su juventud, según contaban a menudo de él quienes lo habían conocido entonces. Era alto y delgado, con los ojos algo rasgados y la mirada siempre cordial y afectuosa, en la que nunca se insinuaba señal ninguna de reprobación o de disgusto por lo que a su alrededor se terciase. Sin embargo, lo que más destacaba en él, por encima de otras virtudes o defectos, era la facilidad y soltura con que hablaba y expresaba con frecuencia sus ideas, de lo cual se derivaba una simpatía arrolladora que confería un mayor encanto a su persona y que atraía en seguida a todo el que con él casualmente se juntase. Era por eso también un excelente narrador, siempre dispuesto a contar cualquier anécdota o hecho puntual que acudiese oportunamente a su memoria. Ponía tal ardor y énfasis en sus relatos, que resultaba muy difícil sustraerse a ellos, en especial si estaban dirigidos a los más pequeños, relatos casi todos de casos acaecidos en la guerra o en viajes que él hubiese realizado a lo largo de su azarosa y complicada existencia.
Como había pasado largas temporadas en Sevilla, era un muy aficionado a los toros y conocía como nadie todo lo que sobre ellos se hubiese de saber a la hora de enjuiciar o valorar una faena. Siempre que se celebraban corridas en Granada, no perdía oportunidad de asistir a ellas con el consentimiento inmediato de mi abuela, que nunca se oponía a que fuese, consciente de que era aquélla una de sus mayores pasiones en la vida.
No había cumplido yo los tres años cuando ya me llevaba con él a que las viese, si bien yo poco podía apreciar entonces el espectáculo que ante mis ojos se desarrollaba, y, por más que me ha recordado después que lo acompañé muchas veces, no consigo retener ningún momento por el que pueda asegurar que es cierto lo que me cuenta. Sin embargo, hay un hecho que sí debió de conmoverme bastante y que casi he logrado reconstruir cada vez que mi abuelo me lo ha referido más tarde, sobre todo porque a él también le habría causado un tremendo sobresalto. Por lo visto, yo me solté de su mano y durante un buen rato estuve perdido por los pasillos de la plaza, deambulando solo y aturdido por entre un bosque de piernas y de brazos de personas desconocidas que se dirigían hacia sus localidades, excitadas por el comienzo inminente de la corrida, en medio de un fuerte olor a tabaco rancio y a excrementos y humores de animales que me resultaba muy desagradable y que aún parece resucitar en mi memoria cuando trato de evocar lo que a mí me sucedió aquel día. Yo no tenía plena conciencia de que me había extraviado, pero debía de intuir en mi interior una falta o un desasosiego que me impulsaban a buscar con ansiedad a mi abuelo. Era la primera vez que sentía algo semejante y que me veía atrapado en el centro de una extraña confabulación que obraba contra mí y que me impedía tomar una decisión liberadora. Fueron unos instantes muy angustiosos; quizá yo me detuve en algún rincón o esquina en que hubiese recordado haber estado antes, o tal vez intenté acercarme a alguno de los mostradores donde se vendían almohadillas, confiado en que los hombres que allí había apostados podrían ayudarme. Lo cierto es que un operario de la plaza reparó en mí entonces, y, aunque yo en aquel tiempo no acertaba a expresarme muy bien, posiblemente comprendió lo que me pasaba y me llevó por unas escaleras hacia uno de los tendidos donde ya la gente terminaba de acomodarse para ver la corrida. No hizo falta más, ya que de entre esa gente surgió de pronto mi abuelo con el semblante todavía demudado por el susto tan grande que se habría llevado en esos momentos.
Siempre que me lo contaba, creía experimentar de nuevo la misma sensación de alivio y de consuelo que a buen seguro hube de sentir entonces, cuando él por fin me tomó en sus brazos y me estrechó con inmenso cariño contra su pecho para disipar todos los miedos que en el mío se hubiesen alojado.
Después de haber trajinado por muchos sitios y oficiado en diferentes destinos y profesiones, en lugar de vivir de las rentas o de una jubilación que no estaba lejos de disfrutar, acabó mi abuelo abriendo en Elvira una tienda de comestibles en una habitación de la casa que previamente había sido reformada y adaptada para tal fin. Imbuido de un espíritu emprendedor y dinámico que nunca habría de abandonarlo durante el resto de sus días, acometió ya mayor con renovado e infatigable ánimo esta última empresa que él mismo a modo de capricho o de útil pasatiempo se había impuesto, para la cual reunía excelentes cualidades y condiciones que no dejaría nunca de cultivar con la intención de hacer prosperar su negocio.
La tienda sería un lugar de encuentro por el que muchas personas del pueblo pasaban y se entretenían hablando de los temas que más les preocupasen, un lugar en el que yo de niño aprendí a relacionarme y a conocer el mundo que los mayores me presentaban. Un lugar en el que tuvieron un especial interés para mí los viajantes, que comentaban con mi abuelo lo que les hubiese ocurrido en lejanas tierras, a las que mi fantasía a su vez se trasladaba, ávida de escapar de la realidad circundante.

Cuando yo la conocí, mostraba ya un aspecto muy distinto del que antes había tenido. Encorvada, de menudo talle, con un temblor incontrolable en manos y barbilla que crecía a medida que se afanaba en realizar cualquier labor, parecía mucho más vieja de lo que era, quizá por todo lo que hubiera padecido y soportado en silencio a lo largo de la vida. Dicen que en su juventud había sido muy guapa, como así corroboraban también algunas fotografías que de aquella época se conservan, en las cuales aparece con una cara muy dulce y una expresión más desenfadada de la que después a menudo tendría, quizá a causa de los numerosos contratiempos a los que hubo de enfrentarse, ya que era una persona bastante nerviosa e incapaz de sobreponerse a las duras circunstancias que la rodeaban.
Fue mi abuela una mujer que sintió desde el principio una gran pasión por su marido, una pasión tal vez enfermiza que le hizo sufrir mucho cuando él estuvo ausente debido a las dos guerras en las que por diversos motivos intervino. Mi madre refiere que uno de los recuerdos más vivos que guarda de su primera infancia lo constituyen los momentos en que se ponía a rezar con ella para que a su padre no le pasara nada en la guerra cuando todavía no había tenido siquiera oportunidad de conocerlo, puesto que cuando mi madre nació él ya se había alistado en el ejército.
Su hermana, en cambio, tenía un temperamento distinto, mucho más tranquilo y paciente que el de ella. La tita Aurelia, como así la conocíamos, se había quedado soltera porque no había encontrado el pretendiente adecuado a su talante, a pesar de que no le faltaron caballeros que la cortejaron y que la quisieron de veras por esposa.
Era muy sensible, dotada de una singular manera de entender la vida que ella hubiese preferido para sí, posiblemente porque la realidad no satisfacía los sueños que en su cabeza fabricaba acerca de su propio futuro. Como era además un tanto discreta y reservada, nadie pudo saber con certeza si alguna vez estuvo verdaderamente enamorada de algún hombre, quizá de algún tipo que se le resistiera o que no llegara a coincidir plenamente con sus pretensiones, un tipo huidizo como ella, para quien el amor no fuera sino un ideal que se esfumara cuando más cerca estuviera de alcanzarlo, una quimera tan embriagadora que no hubiera medios materiales o humanos de reducirla a una posibilidad más concreta.
A la tita Aurelia, no obstante, le aguardaba un destino aún más triste que el que pudiera representar su desilusión amorosa, ya que en su madurez contraería una enfermedad que la dejaría bastante maltrecha y que marcaría ya para siempre el devenir último de sus días.
Acostumbrada a sufrir en secreto sus penas, supo también sobrellevar esta contrariedad con gran resignación, sustentada sin duda en la enorme fe que profesaba y que a pesar de todo seguía cultivando con continuas prácticas y costumbres piadosas. Era tal la conformidad que manifestaba con su suerte, que aun en los momentos de mayor desconsuelo acababa aceptándola como una prueba que Dios le ponía para merecer la santidad para la que había sido llamada.
“La vida es un soplo”, me acuerdo de que me decía a veces con aire reflexivo aunque yo no comprendiese el alcance real de aquello. Era como una queja o más bien como un mensaje final que procuraba transmitirme, pronunciado casi siempre después de haber permanecido largo tiempo en silencio, acaso con ánimo de que yo me apiadara de ella o de que en último término compartiera el fruto de su dolorosa experiencia. “La vida es un soplo”, tardo en reconocer yo ahora, después de haber comprobado que nada hay perdurable en este mundo.
La otra persona que vivía en la casa era mi bisabuela. La llamábamos mama Angustias, como así se solían llamar en el pasado los miembros más antiguos de las familias. Era una viejecita ya casi consumida, con el cuerpo muy arqueado y la cara llena de arrugas. Apenas hablaba ya con los demás, pues también sus facultades mentales parecían haber sufrido un irreversible deterioro. Yo la veía deambular de un lado a otro de la casa, guardando las cosas que ella en su trastornado juicio estimaba más importantes.
A pesar de todo, hoy pienso que un resto de su antiguo entendimiento debía de permanecer aún activo en el interior de su mente, pues a veces se mostraba muy cariñosa con los que éramos sus bisnietos y atendía con cierto interés nuestros caprichos.
Solía sentarse en una mecedora de rejilla con un crucifijo muy grande a rezar las oraciones que de manera quizá defectuosa todavía recordaba, fiel a una costumbre que había sido en ella una constante mientras vivía.
Mi madre cuenta que una vez un tío mío se había acercado a eso de las diez de la mañana para referirle con manifiesta satisfacción todo lo que ya había sido capaz de realizar en la vega, a una hora en que otros todavía no se habrían decidido a empezar su jornada. Mama Angustias lo escuchó con atención y ,cuando ya vio que había terminado de hablar, le replicó que nada de aquello podía ser comparado con lo que ella había hecho, pues había estado en misa de ocho y comulgado, ante lo cual mi tío no pudo por menos de admitir que lo suyo resultaba casi insignificante.
Había sido mi bisabuela una mujer muy religiosa que jamás había desconfiado de Dios o tomado un derrotero que la desviara del camino que hacia Él la condujera, a pesar de que había tenido que pasar en ocasiones por lances muy amargos, como por ejemplo había llegado a suceder a causa de la muerte de uno de sus hijos. Por eso quizá se la veía a su edad tan apocada, como si se hubiese dejado vencer antes de tiempo por una vejez prematura, por un estado de conciencia en el que hubieran desaparecido los lazos que la vincularan con la realidad material por la que todavía se movía.

Había sido mama Angustias precisamente la dueña de aquella casa, la madre de mi abuela y de mi tita, con las que yo habría de convivir algunos años más. Una casa que para mis hermanos y para mí representaba todo un mundo que podíamos explorar y colonizar a nuestro antojo, por el que nuestra imaginación se topaba de continuo con restos de naufragios y de tesoros olvidados que pertenecían a un tiempo encallado en un lugar de la historia que nosotros ignorábamos, en el que el rodar de los años se hubiese detenido en un momento cualquiera del pasado, en una especie de soledad sin fondo en la que nada pudiera ser ya restaurado o devuelto a su etapa anterior.
La parte que daba a la calle principal del pueblo era la que mejor se conservaba; como era también la que habitaba la familia, estaba adaptada a las necesidades y a los gustos de ella, con habitaciones muy grandes que no ofrecían más particularidad que algún que otro mueble antiguo que en ellas hubiese.
En la planta de arriba se hallaban los dormitorios; quizá el más interesante era el de mis abuelos, ya que tenía una ventana desde la que se divisaba una amplia panorámica de tejados y de tapiales sobre los que destacaba el escarpado cerro donde estaba situada la ermita, el cual muchas mañanas aparecía envuelto en una suave luz anaranjada que luego se iba tornando de una tonalidad amarilla.
En la planta baja, la estancia más concurrida y quizá por eso mismo más confortable era el comedor, al que se accedía desde la calle por un estrecho pasillo que había tras un pequeño zaguán. Era aquélla una pieza de irregulares proporciones, con una zona más acogedora en la que solía reunirse la familia por las noches, en torno a una mesa camilla presidida por un bodegón de marco dorado y por un reloj de pared que siempre señalaba la misma hora, las ocho y media de una mañana o de una tarde de un día cualquiera del calendario. En la parte opuesta, junto a una puerta que comunicaba con otras dependencias de la casa, se hallaba un mueble de antecámara que como estaba enfrente de aquel pasillo de la entrada se utilizaba para dejar en él los paraguas o para colgar de sus dos perchas laterales los sombreros o las prendas más livianas. A su lado, junto a un ventanal sobre el que caía un delicado visillo, se encontraba la puerta que daba al patio, una puerta algo desvencijada de cristales que en las noches de invierno se empañaban sobre un fondo lejano de oscuridad y de opaco silencio.
En otro lugar de la vivienda, en el cual estaba situada la trastienda de mi abuelo, con varios sacos de harina y de azúcar arrimados a una de las paredes, se sucedían una serie de pasillos y de habitaciones que a menudo permanecían cerradas y que causaban cierta aprensión cuando había que atravesarlas para ir al cuarto de baño, que se hallaba ubicado justamente entre ellas.
Como era natural, a los niños nos atraía aquel apartamiento y, de hecho, una de nuestras diversiones preferidas era la de adentrarnos a oscuras hasta la última de aquellas estancias para salir luego corriendo después de haber aguantado allí con intensa y escalofriante emoción el máximo tiempo posible.
En el patio había un jardín, dividido por un estrecho pasaje empedrado que conducía al corral, un corral circundado por muros y tapiales destartalados, el cual tenía a su entrada una pila de piedra y un viejo pozo de aguas macilentas y otoñales. A la derecha se alineaban distintas dependencias que en otra época fueran empleadas con fines muy diferentes de los actuales, algunas de ellas con paredones agrietados y tejados medio derruidos. Por una escalera que había junto a una especie de despensa se llegaba a los graneros y cámaras de la parte alta, con trojes donde se almacenaban ahora aperos de labranza ya en desuso, todos ellos olvidados y cubiertos de herrumbre y de polvo. Tras una puerta de madera desportillada y casi deleznable, se entraba a un tabuco angosto donde también podían hallarse objetos inservibles y caducos, en medio de una atmósfera en la parecía adivinarse el latido de otro tiempo, el espíritu de un siglo que hubiese quedado allí atrapado para siempre.
Sin embargo, el lugar que más nos atraía o que nos ocasionaba mayor impacto era una cámara secreta que se encontraba al otro lado de todos estos habitáculos, quizá porque nos infundían un gran respeto los retratos que colgaban de sus alabeadas paredes, en los cuales posaban con aire misterioso algunos antepasados cuyos nombres oíamos mencionar a veces en las conversaciones de mis abuelos, pronunciados siempre con la familiaridad y el cariño con que ellos los hubiesen tratado. Uno era el de mi tatarabuelo, el suegro de mama Angustias, que aparecía vestido a la usanza de su época, todavía joven aunque con rasgos evidentes de una madurez anticipada, tal vez por su expresión un tanto fría y concentrada, por su porte de hombre curtido en experiencias varias, en enojosos enfrentamientos con las duras circunstancias que determinasen su destino. Recuerdo que sus ojos me miraban adustos y desconfiados y que tenía un bigote muy largo que sin duda acentuaba la gravedad de su semblante. En más de una ocasión evitaba mirarlo, ya que no podía sustraerme a la impresión de que me estuviese observando, en especial cuando andaba por allí yo solo, en cuyo caso era más susceptible a este tipo de aprensiones.
A pesar de ello, nunca lograba resistir la curiosidad de continuar indagando en todo lo que se guardaba en aquella cámara, pues se me antojaba en muchos momentos que era semejante al interior de la bodega de un barco naufragado en la que aún se conservasen los tesoros ocultos de sus tripulantes. Había, en efecto, baúles que encerraban inquietantes misterios, libros y cartapacios con las pastas carcomidas por la humedad y por el paso sigiloso de los años, retazos de vestimentas antiguas que despedían un agrio olor a decrepitud y a abandono, figuras descascarilladas de belenes a las que les faltaban algunos miembros, desahuciados artilugios que en su día tuvieran un interés o un brillo determinados...
Había también en el corral un tinado en el que entonces se apilaban sacos de picón para los braseros, un cobertizo con la techumbre de uralita donde mi abuelo disponía de una sencilla maquinaria con la que envolvía en redes las patatas que luego había de vender en la tienda, un granero donde se almacenaban cajas de conservas y de bebidas que servían para reponer las existencias que se iban acabando en ella, un pajar en el que se guardaban sacos y espuertas de cuero que se empleaban para la recogida de la aceituna...
Por el lado del cobertizo avanzaba un alto tapial que mediaba con la casa contigua y que cerraba al fondo un pesado portón de color rojo que había que apuntalar para mayor seguridad con una gruesa tranca que se ajustaba en el suelo con una enorme piedra.
Fue aquél un territorio que a mis hermanos y a mí y más tarde a otros niños con los que jugábamos nos fascinaba bastante, un territorio poblado de seres que configuraba nuestra fantasía, atraída por el halo de pasado tenebroso y secreto que parecía alentar en todas las cosas que allí hubiera, como si éstas hubiesen sido dispuestas para que nosotros las descubriésemos y las disfrutásemos a pesar de que a veces nos sobrecogiera algún matiz enigmático que en ellas sorprendiéramos.
El tiempo, mientras tanto, pasaba sin que apenas lo advirtiéramos, quizá por la codicia y el afán desmedido con que nos entregábamos a nuestros juegos de persecuciones y de correrías sin tregua. Un cielo azul que cada vez se oscurecía más y se iba llenando de estrellas era la señal con que concluían nuestras largas estancias en el corral, invadido de pronto por una vaga penumbra que hacía más difusos los contornos y los perfiles de un presente que se nos escapaba sin darnos cuenta o que acaso se hundía en una lejanía de pasado incierto y remoto.
Un día que estaba yo solo allí, más tarde de lo acostumbrado, pues me acuerdo de que aparecía ya todo garabateado y manchado de sombras y de inquietantes signos, me asaltó de repente el miedo a lo sobrenatural, el temor a que aquel espacio en el que poco antes yo había sido tan feliz pudiera ser engullido por una oscura y siniestra realidad que vislumbraba en el ambiente. Me sentí vulnerable, amenazado por arcanas fuerzas que no entendía pero que sabía que estaban presentes en mi vida. Ni siquiera pensaba que Dios podría protegerme, pues temía también que Dios no quisiera auxiliarme si yo le fallaba o no le correspondía por alguna mínima falta que cometiera. Por supuesto, aquel día me lancé en veloz carrera para guarecerme pronto en la casa de mis abuelos, donde hallé en el comedor encendido el cálido refugio que tanto necesitaba en aquellos aciagos momentos.
Sin embargo, como era ya algo tímido, no tuve el valor suficiente de revelar a mi madre o a cualquier otro familiar tales tormentos, quizá porque creía que no los iban a comprender o porque me tacharían de pusilánime si así lo hacía. Recuerdo que tenía entonces siete años, si bien no puedo precisar a qué edad conseguí desembarazarme de aquello, seguramente cuando razoné de un modo más claro sobre lo que me ocurría.
Fue, no obstante, un periodo que se me hizo muy largo, ya que en los ratos de más relajación o en que volvía a encontrarme solo me invadía de nuevo aquel pánico a lo desconocido. Menos mal que durante ese tiempo me sentía aliviado con la compañía y la seguridad que me proporcionaban mis hermanos y todos los primos y amigos que en torno a mí se juntaban y que sin saberlo me transmitían el aliento y las ganas de vivir y de divertirse que entonces a mí me faltaban.
Todo esto empezó tal vez a fraguarse en el colegio de las monjas, al cual asistí con asiduidad durante mis primeros años escolares. Descubrí un mundo nuevo, lleno de sorpresas y de perspectivas venturosas, de retos y objetivos que se me ofrecían a mi alcance y que se completaban o sustituían después por otros que provocaban también mi asombro y despertaban mi entusiasmo y mi deseo de aprehenderlos.
Salvadas las dificultades iniciales de adaptación a un mundo regido por normas y deberes inexcusables, todo había de ser allí para mí fuente inagotable de regocijo y de anhelante espera, afanado en las horas de mayor esparcimiento en frenéticas carreras por los aledaños del colegio, entre tapias y cercas de huertas colindantes y sombríos jardines festoneados de arrayanes y de celindos.
Fue allí, en efecto, donde tomé contacto con mis primeros amigos, con los cuales compartí las mismas experiencias y empecé a trabar una relación cada vez más estrecha que luego se prolongaba en la plaza de la iglesia o en el corral de mis abuelos, en tardes de una claridad radiante que semejaban estar confabuladas para que nosotros jugáramos e inventáramos nuevas historias con nuestro desenfrenado y audaz ingenio, muchas de las cuales conllevaban peligros de los que apenas éramos conscientes cuando los acometíamos.
Era un afán constante de enredarnos en la tupida tela que de forma continua nos tendía la sagaz araña de nuestra imaginación, siempre proclive a alimentarse y a crecer con los actos y entretenimientos que en torno de ella desarrollábamos.
Otro lugar preferido de nuestros recreos era, sin lugar a dudas, el corral de la casa de mis padres, donde podíamos correr a nuestras anchas y enfrascarnos en mil peripecias, especialmente en primavera o a comienzos del verano, cuando una hierba muy crecida nos permitía ocultarnos en ella y seguir impredecibles rutas que alentaban nuestro deseo insaciable de aventura. Soñábamos que nos internábamos en una selva en la que a cada paso debíamos afrontar alguna imprevista sorpresa que ponía a prueba nuestra valentía o nuestra capacidad de resistencia.
Por las tardes, durante el verano, solíamos reunirnos con otros niños en la plaza de la iglesia, donde emprendíamos afanosos juegos con los que nos entreteníamos un buen rato, si bien muy pronto hubo de ser el fútbol el que decantó nuestras preferencias, ya que era el que más emoción nos causaba por el ansia de vencer y de meter muchos más goles que el contrario.
Mientras la gente mayor paseaba o conversaba apaciblemente en las terrazas de los bares o a la puerta de sus casas, nosotros disputábamos ardorosos partidos con una pelota de plástico que comprábamos en el quiosco más cercano y que muchas veces teníamos que reemplazar por otra cuando se rompía por algún pisotón o por efecto de las múltiples patadas que le dábamos. Dos bancos de la plaza nos servían de improvisadas porterías, por lo que se hacía muy complicado que pudiéramos marcar un gol en ellas; así que cuando alguno lo conseguía, era muy grande el alborozo que ocasionaba en su equipo.
No había aún rivalidades ni rencillas entre nosotros, sino que lo único que pretendíamos era divertirnos, aun a costa de que perdiéramos o de que tuviéramos que soportar las bromas de los que se proclamaban vencedores.

Tendrían que pasar todavía algunos años para que el fútbol se convirtiera en la principal pasión que moviera nuestras vidas, en torno a la cual giraban nuestros pensamientos y cobraban importancia los sueños que entonces albergábamos con respecto al futuro. Tal cambio, si así debe ser considerado, vino a coincidir con mi ingreso en una nueva escuela, donde me hice más responsable y tomé mucho más en serio mis lecciones, sobre todo porque no me quería ver desbancado por mis compañeros de clase, ya que allí de alguna manera se premiaba a los que se mostraban más aventajados.
Se hallaba situada la escuela en una casa de dos plantas, de fachada muy parecida a las del resto de la calle. La planta de abajo estaba reservada a los más pequeños, mientras que en la de arriba se reunían todos los demás alumnos, distribuidos por cursos y por orden de prioridades. Era ésta una sala muy amplia con varios balcones que daban a la calle y al patio que había a continuación del parvulario. A ambos lados de la mesa del maestro se hallaban sendas pizarras, una destinada a la realización de las operaciones matemáticas y la otra empleada para la corrección de los dictados Frente a la mesa se abría un gran espacio vacío en el que luego se alineaban los integrantes de los distintos grupos para el repaso de las lecciones o de los ejercicios que se hubiesen realizado.
Había dos hileras de pupitres, separadas por un ancho pasillo central. Los pupitres eran tan grandes que podíamos colocarnos cuatro o cinco alumnos en cada uno de ellos con perfecta comodidad. Había también un mapa de España y una bandera, además de algunas vitrinas y dos o tres estanterías con libros de consulta y otros materiales.
Allí todo seguía un orden riguroso, marcado y dirigido con gran meticulosidad por el maestro. Don Julián, que así se llamaba, era un hombre de recia complexión, de andares y maneras muy elegantes. La verdad es que causaba mucho respeto su figura, al menos para quienes entonces debíamos ser sus pupilos. Tenía el semblante grave, la voz autoritaria, emitida con enorme firmeza y serenidad. Aunque nosotros en aquel tiempo no lo apreciáramos en su justa medida, había en él una cálida humanidad que de algún modo se manifestaba en la forma tan comedida y mesurada de corregir nuestras faltas, muy alejada de los procedimientos tan bruscos y despiadados que empleaban otros maestros para reprender a sus alumnos. Él nunca se excedía en los golpes o castigos que nos infligía, como tampoco nos abrumaba con idearios y costumbres que entonces estaban tan en boga, ya que tal vez no quería inculcar en nosotros nada que no fuera estrictamente necesario para nuestro aprendizaje o para nuestra formación religiosa, para la cual sí estaba dispuesto a explicarnos los principios y valores en que debía sustentarse la fe cristiana.
Era tal la eficacia de sus métodos y tareas que en breve espacio uno recuperaba todo lo que no hubiese superado en etapas anteriores, espoleado por el estímulo que suponía la competencia que a cada instante se establecía con los compañeros. En dos o tres años ya dominaba yo los rudimentos y destrezas necesarias para desenvolverme con soltura en cualquiera de los saberes que en aquella época se le exigían a un escolar más o menos preparado.
Fue quizá a partir del tercer curso cuando estos avances se hicieron más ostensibles, a una edad en que empezaba a ser consciente de que había alcanzado un estado de mayor madurez y de perspectivas más prometedoras.
Por entonces contaba con un grupo de amigos bastante definido, entre los que yo ocupaba un lugar más bien discreto, dada la timidez con que comenzaba a mostrarme en tal periodo y que ya nunca más me abandonaría a pesar de los denodados intentos que habría de hacer por librarme de ella. Me sentía vinculado con ellos por idénticos intereses y objetivos, casi todos relacionados con la idea de constituir una especie de asociación o de club secreto, cuyas actividades a menudo tenían lugar en los mismos sitios donde se reunían los demás niños del pueblo, con los que terminábamos siempre jugando de forma amistosa después de vencer nuestras prevenciones iniciales.
A dos de los componentes de aquel grupo los conocí en la nueva escuela. Uno era alto y delgado, con ojos azules y ademanes muy expresivos; se llamaba Antonio y procedía de una humilde familia, con la cual realizaba con frecuencia labores en el campo y en las cuadras de los animales que en la casa tenían, por lo que era fácil que llegara a la clase impregnado del olor que tales faenas dejaban en la ropa y en la suela de sus zapatillas, muchas veces con restos del estiércol con el que hubiera estado trajinando.
El otro, al que llamábamos Pepe, presentaba rasgos muy diferentes, ya que era un tanto regordete y proclive a imponer su voluntad a los otros. De natural egoísta, sabía actuar con astucia y habilidad para que todos siguieran sus dictados, por lo general bastante arriesgados para los que no nos atrevíamos a sobrepasar los límites más razonables.
Más tarde se nos uniría Vicente, un primo mío que era algo mayor que nosotros pero que sabría congeniar pronto con nuestro carácter, aunque a veces tuviera que avenirse a la fuerza a lo que Pepe dijera, pues era como éste propenso a dominar a los que con él se juntaran.
Nos citábamos después de merendar en la plaza de la iglesia, donde disponíamos de varias horas para jugar a nuestro antojo antes de que anocheciera. En invierno, sin embargo, este tiempo se reducía bastante, pues las tardes eran más cortas y no tardaba en llegar el momento convenido para nuestro regreso, aun cuando en no pocas ocasiones lo prolongábamos mucho más de lo que se nos permitía, a sabiendas de que en casa nos regañarían por ello.
A medida que crecimos, tal margen establecido para los juegos se fue ensanchando, a pesar de que para entonces era también mayor el número de deberes que teníamos que realizar a diario para la escuela; los hacíamos, no obstante, mientras merendábamos, ansiosos por acabarlos pronto y salir corriendo hacia el lugar acordado para nuestra cita. Casi siempre era Pepe quien llegaba primero, quizá porque fuera más rápido que el resto o porque dejara aplazada su tarea para cuando volviera.
Son muchas las imágenes que retengo de aquellos años, algunas más nítidas que otras por algún efecto recóndito que en ellas se escondiera. Son escenas que se me aparecen ahora disgregadas, sin un orden preciso que las relacionase. Me veo de pronto reunido con mis tres amigos en el atrio de la iglesia, donde muchos días nos refugiábamos por ser una zona más reservada para nuestros asuntos, ya que daba a una puerta que casi permanecía cerrada siempre. Era aquél un sitio ideal para concebir arriesgados proyectos o para comentar en privado los sucesos más importantes de cada jornada. Nos gustaba recluirnos allí, libres de cualquier intromisión que pudiese alterar nuestros planes, recelosos de lo que otros estuviesen maquinando acaso contra ellos. Son escenas que se repetían casi todas las tardes, mientras la luz se transformaba en una difusa claridad que iba envolviendo poco a poco los edificios más próximos. Días de invierno en los que el viento del norte azotaba nuestros rostros y dejaba en ellos una gélida sensación de abandono, en los que el anochecer se anunciaba pronto tras la tenue coloración violácea de la franja de nubes que se perfilaba en el horizonte, días de sombra y de hastío en los que viejas leyendas seculares perseguían nuestros pasos por las calles desiertas.
Me veo también rodeado de amigos en otras tardes luminosas de primavera, en las que un sol espléndido presidía el rodar imperturbable de las horas, en medio de las voces y de los gritos que proferíamos ante el entusiasmo que despertaban en nosotros las nuevas perspectivas que se nos presentaban.
Casi sin darnos cuenta, fuimos tomando contacto con otros niños, con los cuales llegamos a entendernos igual que lo hacíamos ya los cuatro. Fue una relación rápida, propiciada por los ratos de esparcimiento que con ellos compartíamos. Eran amigos nuevos que coincidían en gustos y aficiones: Francisco, Ignacio, Carlos, Marcelo..., se fueron sumando al grupo sin ninguna dificultad, al tiempo que nosotros también los acogíamos de buen grado, disipadas ya las diferencias que antes nos apartaban de los demás.
Nos unía sobre todo la pasión por el fútbol, ya que los mayores se habían encargado de inculcárnosla con sus exaltadas narraciones de jugadas y partidos memorables que habían presenciado. En la televisión, por otro lado, era el deporte que imperaba, por lo que no resultó difícil que cada uno se fuera aficionando poco a poco a un determinado equipo, en la mayoría de los casos influido por los gustos y preferencias que hubiera observado en su padre o en otro familiar cercano. En el mío, en concreto, tuvo más importancia mi abuelo, quizá porque él hubiese insistido más en orientarme en este sentido.
Lo cierto es que a poco que nos organizamos y entendimos formamos nuestro propio equipo, con lo cual aquella sociedad secreta tenía un motivo más claro por el que luchar y competir con los otros grupos con los que a menudo nos encontrábamos.
De esta manera fuimos conociendo también a los demás niños del pueblo, con los que nos enfrentábamos en partidos interminables los sábados por la tarde en las eras que había a las afueras de Elvira, adonde ahora nos desplazábamos con frecuencia para jugar.
Era éste un espacio enorme, dividido en numerosas parcelas de terreno empedrado donde antes se realizaban las labores de la trilla. Como estaba situado en la parte alta del pueblo, a espaldas de sus últimos tapiales, se divisaba desde allí una hermosa panorámica de tejados agrupados en torno a la torre de la iglesia, sobre un compacto tapiz de hazas y labrantíos, rodeado por la cinta azulada de las choperas en el verano y por los rasos y tafetanes aún más lejanos de colinas y montañas con que se cerraba el horizonte, teñidos de carmín y violeta a la hora incierta del ocaso, cuando nosotros dábamos por terminados los partidos para regresar pronto a nuestros hogares, ufanos por la victoria conseguida o contrariados por la derrota que con mayor o menor justicia nos infligieran los adversarios.

Todo esto coincidió con una época en la que éramos ya más conscientes de nuestros actos, especialmente de los que hacíamos en contra de la voluntad de los padres o de aquellos otros que causaban algún daño a nuestros hermanos o amigos. De ellos dábamos cuenta después en el confesonario, arrepentidos por haber sido tan desobedientes o por no habernos portado bien con el prójimo. Casi siempre cometíamos los mismos pecados, como si nunca pudiéramos librarnos de ellos por más que a veces nos prometíamos que íbamos a ser mejores y que no volveríamos a incurrir en aquellas faltas.
Nuestra actividad religiosa de entonces se limitaba al cumplimiento de una serie de prácticas y normas que no alcanzábamos a comprender o a valorar en su justa medida, quizá porque no estuviéramos aún preparados para ello o porque no hubiéramos acabado de reparar en la importancia que realmente tenían para nuestras vidas.
Ejercía en aquellos años de párroco en Elvira don Prudencio, un cura de corte intelectual y de maneras demasiado ortodoxas al que nosotros respetábamos mucho pero al que apenas entendíamos en los sermones y pláticas a las que asistíamos. Vestía de sotana rigurosa y, al verlo pasar con su aire doctoral a nuestro lado, no podíamos evitar saludarlo con rendida pleitesía, temerosos de que él encontrara algo reprobable en nuestras conductas. Casi nunca nos decía nada: pasaba muy serio, con el gesto un poco contraído, cuidando con las manos de que el vuelo de la sotana no se elevase demasiado.
Algunos oficiaban con él de monaguillos, por lo que podían revelar a los demás determinados detalles acerca de su forma de ser que no se conocían. Aseguraban, por ejemplo, que con ellos era muy desprendido en propinas y consejos que con frecuencia les daba como premio a sus buenos servicios.
Un día, por cierto, lo vimos pararse a pocos metros de donde nosotros por casualidad nos hallábamos jugando. Por su ademán, colegimos que trataba de decirnos algo, en contra de lo que habitualmente hacía. Con gran sorpresa, aguardamos a que se acercara, dispuestos a escuchar una grave amonestación sobre algún desliz en que sin darnos cuenta hubiésemos caído.
Tras una breve pausa en que pareció meditar el modo en que habría de dirigirse a nosotros, nos hizo una señal con la mano para que lo atendiéramos después de que en su cara se dibujara una irónica sonrisa. Como era lógico, acudimos en seguida a su intempestiva llamada, todavía un tanto recelosos; y cuando ya nos tuvo a todos cerca, nos preguntó si no nos cansábamos nunca de jugar o si no dábamos tregua a nuestras piernas. Pepe, que era uno de los que a él le ayudaban, le contestó con cierto ingenio que nada nos aburría tanto como estar aburridos; y don Prudencio, sin dejar de sonreír, se puso a hablarnos entonces de cosas de su infancia que en aquel momento recordaba, algunas muy parecidas a las que existían en nuestro tiempo, pues según él las costumbres no habían variado tanto como a veces se creía. De esta manera, fue entablando con todos una conversación que jamás ninguno hubiera imaginado, ya que recalaba en temas sobre los que no era muy difícil opinar.
Desde aquel día comprendimos que don Prudencio era mucho más humano y sencillo de lo que a primera vista podía dar a entender, y empezamos a tratarlo con más confianza y afecto en las confesiones o en los ratos en que volvería a encontrarse con nosotros, porque lejos de lo que hacía presumir era un hombre con un corazón bastante generoso que deseaba relacionarse y servir a sus feligreses, a quienes seguramente quería instruir y acompañar en el complicado y trascendental camino de la fe.
“Dios nunca se impacienta”, recuerdo ahora que dijo en una de sus homilías al referirse a la infinita misericordia con que Él nos contempla, posiblemente en un domingo de Cuaresma en que se insistía de una forma especial en el arrepentimiento y en el perdón de los pecados, en la necesidad de convertirse y de renacer con un espíritu renovado a la vida de la gracia.

De todos los que al fin nos juntábamos, era sin lugar a dudas Ignacio el más diestro y habilidoso con el balón, el más valiente también en acometer los envites y encontronazos con los cuerpos y piernas de los rivales. Nadie, pues, le discutía su primacía en el juego o su liderazgo en la composición y dirección del equipo, a pesar de que a menudo se equivocara o no resultaran tan eficaces sus tácticas, ante lo cual él solía tomarla con el que viese más retraído o más reacio a cumplir sus órdenes, recriminándole con severidad todos los fallos que a su juicio hubiese cometido.
Vicente, como era unos años mayor y tenía por eso más fuerza que el resto, suponía un fuerte baluarte en defensa a falta de otras cualidades que lo avalasen para jugar en una posición más avanzada.
Con ellos dos el equipo ganaba mucho en consistencia y en seguridad ante el empuje de los contrarios. Los demás nos conformábamos con secundarlos y con realizar de vez en cuando alguna jugada meritoria, algún regate o disparo que obtuviera después el elogio de nuestros dos capitanes.
Más audaces y arriscados que nosotros eran, sin embargo, los jugadores de un bando enemigo con el que al final terminamos enfrentándonos en sucesivas ocasiones. Como pertenecían a un barrio de familias más humildes y desfavorecidas que las nuestras, intentaban suplir tal inferioridad con el arrebato de sus pasiones encendidas y con el furor de sus gestos airados por lo que ellos consideraban una tremenda injusticia en la vida.
Después de varios desafíos en los que por supuesto acabaron imponiéndose, advertimos que no eran tan fieros como al principio creíamos y que sus formas de jugar apenas se diferenciaban de las nuestras, por lo que al cabo de algún tiempo fuimos ganando en confianza y también en victorias conseguidas, todas ellas celebradas con enorme orgullo y satisfacción de nuestra parte, especialmente porque habíamos logrado sobreponernos al miedo inicial que nos inspiraban aquellos intrépidos rivales.
Ellos, a su vez, debieron de caer en un proceso inverso, pues no tardamos en comprobar que después de dos o tres partidos ya no nos trataban con la misma acritud de antes, sino que incluso nos saludaban luego por las calles de una forma cada vez más relajada y afectuosa, como si entre ambos grupos ya no existiese otra rivalidad que la que los encuentros de fútbol nos deparaban.
Todo ello coincidió además con la instalación de un campo de juego en el corral de mis padres, en donde quedábamos citados con ellos los sábados por la tarde para continuar nuestro particular duelo deportivo. Como era aquél un espacio muy amplio, pudimos acondicionar y delimitar en él un terreno para tal propósito, con sus líneas de cal y sus porterías más o menos reglamentarias que construimos entre todos con los palos y las sogas del secadero.
De este modo nos hacíamos la ilusión de que competíamos en un campo de verdad, con sus gradas ruidosas de aficionados que nos animaban y nos aplaudían cada jugada; y para que tal efecto fuera completo, convertimos también la cuadra que había al final del corral en el vestuario del equipo anfitrión, desde donde salíamos en ordenada fila como habíamos visto hacer en la realidad a los equipos a los que admirábamos.
Pasábamos casi todo el fin de semana allí, organizándolo todo para el partido y disputándolo luego con denodado empeño hasta que después de varias horas decidíamos terminarlo.
Los domingos por la mañana, ya más tranquilos, nos dedicábamos a entrenar y a corregir los errores que hubiésemos observado en la jornada del sábado con ánimo de mejorar nuestro rendimiento y de estar más capacitados para afrontar futuros encuentros.
Por la tarde, como era preceptivo, íbamos todos a misa, un poco abrumados por la idea de que habíamos de volver pronto a la escuela. Nos sentábamos en los últimos bancos, donde vinimos a coincidir casi siempre con un hombre mayor de aire campechano y bondadoso, con el que luego llegaríamos incluso a hacer gran amistad.
Tendría unos cincuenta o sesenta años y por su aspecto avejentado parecía que hubiera sobrevivido a un sinfín de batallas o de trabajos. Según supimos más tarde, había ejercido en diversos oficios, si bien ahora estaba retirado de todos por una grave dolencia que venía padeciendo desde hacía algunos años.
Su rasgo más llamativo era su bigote, por el cual era conocido y apodado en el pueblo, un bigote muy grande con las guías hacia abajo, todo él ya invadido de canas igual que su pelo. Tenía, por lo demás, unos ojos muy vivos que miraban con cierta prontitud y fijeza a todos lados, como si no quisiera perderse ningún detalle de lo que en torno de él estuviese ocurriendo. Su voz, dotada de un acento un tanto melancólico y plañidero, acababa por reclamar la atención de los que con él conversasen, pues tenía un raro poder de sugestión.
Al salir de misa, nos contaba muchas cosas de su vida, no sin preocuparse también con evidente interés por la nuestra. Así, al enterarse de que nos gustaba el fútbol, nos reveló que en su juventud había sido portero en un destacado equipo de la provincia, en el cual había militado durante algún tiempo hasta que decidió dejarlo cuando vio que había ya parado demasiados balones a los contrarios. Lo dijo casi sonriendo, para que comprendiéramos que no era precisamente ése el motivo de su retirada. Después nos aclaró que le resultaba muy sacrificado lo que hacía, ya que entonces trabajaba y el fútbol apenas le permitía descansar. Con un matiz algo más seguro en su voz tan afectada, nos quiso advertir luego que nuestra misión más importante eran los estudios, puesto que sin ellos nunca podríamos llegar a ser buenos futbolistas. “Así no os agobiaréis tanto por los resultados aseguró al ver que todos escuchábamos con suma atención su consejo. En el fútbol, como en cualquier deporte, lo que a uno más instruye y madura como persona es la derrota. A todo el mundo le gusta ganar; sin embargo, ganar es muy aburrido: termina convirtiéndose en una costumbre que sólo sirve para que nos creamos superiores al resto de nuestros adversarios, cuando la realidad es que podemos ser derrotados por cualquiera”.
Algo así nos dijo en aquella ocasión; lo recuerdo como si lo estuviera viviendo otra vez, ya que no puedo negar que fue un mensaje que me causó un hondo impacto, habituado como estaba a asistir a otro tipo de intervenciones, más acordes con lo que en aquellos momentos pensaba.
No fueron, en efecto, unas palabras demasiado alentadoras, pero intuía que encerraban una profunda verdad, fruto del razonamiento y de la madurez de un hombre que no parecía que pretendiese engañarnos o divertirse con nuestra ingenuidad.
Lo veíamos, de hecho, como una persona honrada, incapaz de traicionar o de burlarse de nadie, si bien nuestra experiencia era entonces muy limitada. Había algo en él, no obstante, que nos persuadía de que era cierto lo que nos hablaba y de que sólo procuraba que nos beneficiáramos de su vasta sabiduría, acuñada a lo largo de mil avatares y contratiempos que había debido superar en la vida.
Para que no dudáramos tal vez de ello, otro día nos confesó también a la salida de misa que para él no existía más modelo que Cristo, a pesar de que muchos no entendían cómo un albañil podía pisar una iglesia, ya que lo más normal en su época era que un trabajador se embarcara en otra clase de ideas o de proyectos políticos. Él no se atenía, sin embargo, a tales convenciones, y defendía su fe a sabiendas de que iba a ser criticado e incluso injuriado por ello. Creía en Cristo, y estaba dispuesto a proclamarlo a toda la gente, sin importarle las consideraciones humanas ni las intimidaciones de los más desaprensivos, pues tenía claro cuál era su camino desde que Cristo le salió cierta vez a su encuentro.
Después nos enteramos de que vivía soltero y de que era aficionado a escribir poesía aunque a nosotros nunca nos la leyera, posiblemente porque no nos viera todavía capacitados para entenderla. Sin duda, se trataba de una persona muy sensible a pesar de su extraña apariencia, un nuevo apóstol de la fe que arrostraba las circunstancias de su tiempo con la misma firmeza y gallardía de los primeros cristianos.

En los comedores y salones de las casas, en los zaguanes y en los patios emparrados, en las cocinas y despensas atiborradas de cacharros y peroles amontonados, en torno a la puerta de la calle o en el interior de las estancias más frescas y mejor ventiladas en el verano, en la plaza de la iglesia o en cualquier esquina o rinconada de una calle, era frecuente que se formaran animadas tertulias de vecinos en las que se comentaran los hechos más destacados del presente y se revisaran también con anticipada emoción los sucesos más señalados del pasado.
En mi memoria guardo aún la imagen de muchas personas mayores que venían a conversar a la casa de mis abuelos en interminables visitas que a mí acababan por exasperarme un poco, rostros viejos y arrugados de mujeres en los que yo no lograba ya vislumbrar ninguna huella de la juventud que tantas veces mencionaban en sus tediosas conversaciones, rostros surcados de pliegues con los que en mi infancia terminé familiarizándome bastante, todos iguales, circundándome en soñoliento círculo de voces que parecían que también se arrugasen y comprimiesen cuando hablaban, en un intercambio continuo de recuerdos y de compartidas y añoradas emociones.
De entre todos los temas sobre los que discurrían, había uno que despertaba en mí una viva curiosidad, quizá por el interés y la insistencia con que a menudo yo me percataba de que se referían a él, o tal vez por el misterio y casi el pavor con que lo nombraban, por la manifiesta delectación incluso con que cada cual relataba lo que le hubiese tocado vivir en aquel acontecimiento que a todos había conmocionado tanto. Seguramente yo no tenía todavía conciencia de lo que era un terremoto, pues no me había dado cuenta aún de ninguno; pero por lo que oía contar a la gente infería en mis adentros que debía de ser un fenómeno horrible, al menos si alcanzaba la magnitud del que aquella vez se produjo.
Ocurrió un día de abril de 1956. La verdad es que nadie en Elvira ni en los pueblos vecinos hubiera presagiado lo que después sobrevino, un movimiento extraño que parecía ascender con sordo arrebato de las profundidades mismas de la tierra, una cruel sacudida que se expandía como una ola gigante que avanzara por el subsuelo, según coincidían en afirmar la mayoría de los que se ponían a evocarlo. Mi abuelo regresaba de la vega por el arcén de la carretera cuando notó que todo se movía y que un autobús que circulaba por ella estaba a punto de salirse de una curva y de estrellarse contra unos árboles. Mi padre, que se encontraba en aquel instante en la puerta del casino, se sobresaltó de tal manera que echó a correr despavorido y sólo fue consciente de lo que había sucedido cuando se halló sin saber cómo en la plaza de la iglesia, después de que el terremoto ya hubiera concluido. Mi abuela y mi tita, por su parte, estaban en el corral de la casa cuando vieron que éste se combaba y tomaba un aspecto muy raro, mientras su madre se quedaba casi impasible en la cocina recordando que era aquél un temblor muy parecido a otros que ella había conocido en su juventud. Una vecina que aquella hora acababa de bajarse del tranvía, al ver que los edificios de la calle por la que ella pasaba casi se juntaban, no creyó otra cosa sino que había llegado el fin del mundo, como después contaba con el cabello todavía erizado por la tremenda impresión que aquel día experimentara.
Mi madre, afortunadamente, se encontraba de viaje en Sevilla en casa de unos tíos, pero cuando se enteró de la noticia no pudo evitar sentirse horrorizada por la suerte que hubiesen corrido los suyos y en seguida trató de ponerse en contacto con ellos para saber si les había pasado algo. No lo consiguió porque las líneas telefónicas con Elvira y las localidades limítrofes estaban cortadas, pero alguien le dijo que había oído por la radio que el alcance de la tragedia no fue tan grande como hubiera cabido esperar de un seísmo de aquel calibre.
Algunas casas, en efecto, se derrumbaron, pero gracias a que ocurrió a una hora en que estaba casi todo el mundo en la calle o en los patios sólo hubo que lamentar una víctima.
Durante algún tiempo el pueblo quedó desolado, abatido por la desazón y el miedo a que volviera a suceder lo mismo. Cuentan que se produjeron después numerosas réplicas, aunque de menor intensidad que la que tuvo el terremoto inicial. Según mi padre, a la mañana siguiente no dejó de temblar la tierra: dado que en su casa estaban haciendo obra, tuvo ocasión de percatarse de que una pala que había hincada en un montón de arena no paraba de oscilar.
Cada uno tenía, en fin, en Elvira su propia versión del asunto, cualquier detalle nuevo que añadían a lo que todos relataban con una extraña mezcla de espanto y de orgullo por haber sido testigos de aquello. Así, otro vecino se afanaba en explicar que una hora antes de aquel momento crucial sus vacas y sus mulas se habían agitado con gran impaciencia en sus cuadras; sólo después había entendido que lo que tanto las inquietaba había podido ser un instintivo barrunto de que algo descomunal y devastador que ellas no alcanzaban a reconocer se estaba gestando en algún lugar.
Era la misma historia, vuelta a vivir por todos, resucitada de nuevo por sus voces opacas, cargadas todavía de la angustia que entonces las estremeciera, un fenómeno que vino a marcar profundamente sus vidas, hasta ese instante ajenas al peligro tan desaforado que se les avecinaba, a la impotencia y a la inseguridad con que después continuaron viviendo el resto de sus días, un miedo atávico al oculto poder de la naturaleza que de alguna manera ellos estaban transmitiendo a las generaciones venideras, a los actuales habitantes de Elvira que éramos ya nosotros, los que entonces escuchábamos con atención sus terribles relatos.

Sin embargo, no todo en la vida conduce al mismo fin, pues si no ésta resulta inaguantable. Eran sólo los momentos en que nos asomábamos al abismo y una sensación de vértigo pavoroso recorría de improviso nuestras entrañas. Después las cosas retomaban su viejo cauce, su ritmo cadencioso de días henchidos de alentadores presagios, de notas alegres que intuíamos y que se desvanecían en el aire al intentar descifrarlas, igual que mariposas o que vilanos que levantasen el vuelo antes de que nuestra memoria llegara a apresarlos.
En verano, aparecía el pueblo envuelto en una claridad dorada, en un embriagador encanto que como una esencia invisible o un néctar delicioso se posase sobre todo lo creado, en una gracia innombrable o infinita que aleteaba un instante y luego se disipaba de forma inesperada, bajo un cielo azul de blandas y delicadas lejanías. Mañanas de luz radiante en las que la vida se deslizaba plácidamente sobre la curva prolongada del tiempo, tardes de sol espléndido que se demoraban sobre el escenario destartalado del crepúsculo, entre bambalinas y candilejas de oros y morados difusos. Noches de luna clara, preñadas de misterio y de impredecibles atisbos que recorren la fantasía, premoniciones de secretos que se resisten a ser interpretados por la inteligencia y que dejan en el alma una vaga sensación de impotencia y de insondable vacío. Todo soñado, recreado de nuevo con el mismo pulso antiguo, con el mismo ímpetu con que se vivían los juegos y las ingenuas deliberaciones de entonces.
Para un niño, el verano en Elvira culminaba en las fiestas, las cuales se celebraban a finales de julio y a comienzos de septiembre, las primeras en honor a la patrona, Santa Ana, y las segundas en recuerdo de una feria de ganado que tenía lugar cada año en el pueblo por esas fechas, si bien en la actualidad había quedado reducida a su aspecto más alegre y bullicioso.
Se esperaban con enorme ansiedad. En los días previos, se vivía con creciente emoción cada una de las novedades que eran observadas en la localidad antes del inicio de las celebraciones. Primero era la instalación del alumbrado, que se colgaba de unos cables a lo largo de la calle Real. Luego, a medida que se acercaban los festejos, se llevaba a cabo el montaje de las casetas y de las distintas atracciones que para los más pequeños estaban destinadas, las cuales solían ubicarse en el paseo que había delante de la ermita dedicada a la patrona.
Nos levantábamos cuando sonaba el primer cohete. Era aquel estallido seco el anuncio convenido, casi deseado en el duermevela anterior al despertar acelerado. Sin apenas desayunar, corríamos ansiosos y expectantes hacia el lugar establecido, el portón por el que habrían de emprender su desfile los gigantes y cabezudos, precedidos por la banda de música que alegraba con su escala de notas y de concertadas emociones la diáfana mañana. Un súbito entusiasmo nos asaltaba y enardecía entonces, al tiempo que nos animaba a seguir la marcha por las calles de Elvira. Parecía un juego más, una historia que hubiésemos de vivir con personajes extraordinarios que excitaban nuestra imaginación hasta extremos inusitados, igual que si hubiéramos sido trasladados a un país maravilloso, a un sitio encantado en el que de pronto fuéramos los verdaderos protagonistas, rodeados de seres fabulosos que debíamos evitar si no queríamos vernos sorprendidos por alguno de sus extraños recursos.
Así empezaban las fiestas para nosotros. Luego ya todo continuaba su curso acordado, en gran parte adaptado a nuestros gustos y facultades, especialmente por las noches, cuando nos montábamos en los tiovivos y en las demás atracciones que habíamos visto montar con insaciable curiosidad en los días anteriores. Sería imposible reproducir los sentimientos que nos embargaban en aquellos momentos, pues era algo que quedaba de algún modo reservado a la infancia, a una edad en la que los sucesos y cosas de la realidad aparecían revestidos de magia por efecto de una capacidad de ensoñación desmesurada. Entre todos los recuerdos de aquella época que se agolpan en mi memoria, acude a mí ahora uno que se me antoja diferente de los otros porque contiene en sí una emoción que hasta entonces yo nunca había experimentado y que revela ya en mí un alma preocupada por lo ajeno, lo cual representa una importante novedad en la actitud de un niño, casi siempre dispuesto a reclamar para él toda suerte de regalos y de caprichos.
Como yo era ya consciente de que pertenecía a una familia más o menos pudiente, me dio un día por congratularme con la alegría que veía reflejada en los rostros de otros niños cuyos padres no contarían con tantos recursos como los míos. Apostado delante de uno de aquellos carruseles que tanta ilusión nos hacían, me acuerdo de que había estado un rato parado observándolos, casi a punto de llorar por verlos muy felices y por sentirme al mismo tiempo plenamente identificado con ellos.
Eran días que sin embargo se pasaban muy rápido, ya que todo lo bueno parecía que llevase dentro la condición de lo perentorio o de lo instantáneo, aunque quizá sea esto último precisamente lo que haga aquello aún más agradable.
En septiembre, tal vez porque estaba próximo el final del verano, las fiestas tenían todavía más encanto si cabe. Se vivían por ello con más intensidad que en julio, pues se sabía que tras ellas sobrevendría un tiempo desabrido e insulso. Reinaba entonces también otro clima, muy diferente del que hubiera imperado antes, ya que era aquélla una época en que el calor remitía bastante y comenzaba a presentirse el delicado colorido del otoño, anunciado de una forma más clara en el lejano fulgor de los crepúsculos y en la fresca y sigilosa cadencia de las noches.
Tal cambio fue un año tan brusco que dio lugar a unas fuertes tormentas que deslucieron la celebración de los festejos y que impidieron incluso el desarrollo de muchas de las actividades programadas. Fue para mí una tremenda desilusión que esto se produjese, por más que los mayores insistieran en que no era la primera vez que ocurría. El mundo de mis sueños se desvanecía con tal imprevisto, anegado también por la lluvia e invadido de goterones de tristeza desconsolada y de frío desencanto. Asomado a la vidriera de la tienda de mi abuelo, miraba con gesto desolado la calle vacía, velada por una cortina de agua que la hacía aún más extraña, con las casetas de la acera de enfrente cubiertas de lonas y de plásticos, la calle desierta, anegada y subyugada por la lluvia, que no paraba de caer y chorrear por todos lados, ejerciendo sobre el pueblo un pertinaz e inexorable dominio, un oscuro asedio de melancolía y de silencio.

Para un niño, la idea de la muerte es algo que sólo puede concebir como ajeno, como una realidad que en cualquier caso habrá de afectar a otros, especialmente a las personas que por razones naturales han llegado ya al último tramo de su existencia. Es algo que al principio rechaza porque se resiste a creer que la vida algún día acaba; sin embargo, empieza ya intuir o a entender que es un hecho inevitable y hace todo lo posible por no pensar demasiado en él.
Mi bisabuela murió cuando yo era todavía muy pequeño. Fue quizá cuando comencé a plantearme todas estas cosas, ya que era la primera vez que tenía que asumir la desaparición de un ser querido, al que me había acostumbrado a ver y a tratar durante aquel periodo de mi infancia, a pesar de que más bien parecía que ella hubiese roto ya desde hacía mucho tiempo los lazos que la ligaban a la realidad.
Dicen que la mañana que falleció volvió a registrarse en el pueblo un fuerte terremoto, como si fuera éste un fenómeno que siempre la hubiera debido de acompañar en su vida. Recuerdo que vinieron algunos familiares a los que no había visto nunca y que la casa de mis abuelos se llenó de gente. Como era natural, a mis hermanos y a mí nos mantuvieron alejados del lugar en el que se estaba velando el cadáver, al cuidado de una mujer que se había prestado a vigilarnos. Aunque estuvimos entretenidos, a mí me costaba olvidar tan luctuoso lance y a veces me daba por pensar que no todo había de ser como yo hasta entonces había imaginado.
Sin embargo, la desaparición de mi bisabuela la tuve que aceptar pronto como un hecho que inevitablemente había sucedido en el pasado, como un recuerdo que de vez en cuando había de volver a surgir en mi memoria igual que otros muchos que en ella se conservaban.
Fue unos años después cuando desarrollé un miedo atroz a la muerte, propiciado por mi propia inseguridad o quizá por mi carácter pusilánime e introvertido. Cualquier herida que me hiciera o cualquier enfermedad de la que hubiera oído hablar causaban en mí un hondo desaliento ante el temor de que yo muy pronto también me hubiera de morir. Tal hipocondría hacía que me viera muy vulnerable y, como no era capaz de contárselo a nadie entonces, durante algún tiempo viví en un estado continuo de inquietud y de zozobra que me resultaba casi insoportable.
Hoy no se me oculta que aquello debía de tener un origen concreto, alguna causa que justificase aquella excesiva sensibilidad que yo poseía, tal vez la cruel constatación de que la vida humana no era tan segura ni tan amable como hubiera creído antes, un hecho que quizá en otros no era demasiado preocupante pero que a mí me afectaba quizá de forma desmedida.
Aunque al principio me obligó a encerrarme en mi propio mundo y a volverme más taciturno y retraído, tal miedo sirvió luego para que de un modo acaso inconsciente propendiera a comunicarme más con mis hermanos y amigos, aunque no revelara a ninguno mi secreto para evitar que se rieran de tan extraña manía. Fue así como me liberé de una nueva aprensión, igual que ya había escapado de aquel sentimiento de soledad y de abandono que tanto me había abrumado en una etapa anterior de mi vida.
Por eso, estoy convencido de que nada habría sido de mí sin los demás, sin el alivio y la confianza que ellos sin saberlo me aportaban, lo mismo que yo seguramente influiría también en su ánimo de otra manera, porque no creo que haya nadie que no eche nunca en falta nada que puedan proporcionarle las personas con las que a menudo se trate.
Es cierto que hay individuos cuyo proceso de madurez concluye antes; en mi caso, pienso que aún no ha terminado, pues me siento integrado en un conjunto del que me cuesta mucho desligarme, a pesar de que las circunstancias actuales me distancian de aquel núcleo primitivo de mi infancia que ahora evoco con tanto ahínco. No, no creo que pueda olvidarme de él, ya que de alguna manera determinó y conformó mi existencia posterior y mi modo de sentir y de actuar ante los hechos que en ella tuve que ir afrontando.
Elvira, aquel mundo tan particular que me rodeaba, las gentes con las que me relacionaba entonces, las mismas experiencias que compartí con ellas, constituyen para mí ahora un asidero al cual me acojo para reconstruir el pasado que configuró mi carácter, para tomar conciencia incluso de lo que puede dar de sí mi propio destino.





















2


Nadie lo había visto llegar. Había aparecido en varias ocasiones por Elvira, pero la verdad es que ningún vecino supo concretar cuándo lo hizo por primera vez. Según conjeturaban algunos, había llegado una mañana con la intención de conocer el pueblo y de comprobar sobre el terreno si podía ser de su agrado vivir en él. Según otros, no había existido tal visita, sino que se había presentado de pronto con la resuelta voluntad de instalarse definitivamente en Elvira y le había comprado o alquilado al alcalde una casa que era de su propiedad para empezar a habitarla ya desde el primer día. Era difícil, no obstante, que todo eso se hubiera producido en tan corto espacio de tiempo, en especial si se trataba de un forastero que no había tenido antes ningún contacto con el pueblo; así que no paraban de sucederse las hipótesis sobre los pasos que habría dado aquel hombre tan misterioso, alimentadas desde el principio por la fantasía que sobre tales casos se genera en la mayoría de las personas.
No tardó mucho, sin embargo, en ganarse la confianza de cuantos lo veían, ya que muy pronto hizo amistad con el cura del lugar, el reverendo don Manuel Ocaña, a quien se había ofrecido poco después de su llegada para ayudar como sacristán en la parroquia.. Se vio así que era muy religioso y gran devoto de la Virgen de los Remedios, a cuya protección se había encomendado siempre durante la guerra, en la cual había servido como cabo segundo del regimiento destacado en la costa granadina en defensa de la patria y de su legítimo monarca, el rey don Fernando VII.
Alguien difundió más tarde la noticia de que procedía de un pueblo de Alicante y de que, como no le quedaba allí ninguna parentela, había decidido afincarse en Elvira después de que le fuera concedida en Granada la licencia definitiva del ejército. Como no tenía ningún oficio, entendió que podía ejercer el de sacristán en algún lugar cercano a la capital, donde le sería más cómodo vivir y más fácil tratarse con la gente.
Daba la feliz casualidad de que había sido escribiente en el citado destacamento, por lo que no hubo de extrañar en absoluto las tareas asignadas a su reciente cargo, entre las que sin duda sobresalía la de asentar y anotar en los correspondientes archivos parroquiales cuantas novedades y hechos más relevantes se produjesen en la localidad.
Aunque no le dijo nunca a nadie su edad, por algunos datos que facilitaba sin darse cuenta en sus conversaciones se dedujo que don Antonio Galiano, como así se había hecho llamar, no sobrepasaba aún los veinticinco años, si bien podía parecer que tuviera algunos más, ya que en su rostro solía asomar esa expresión serena y adusta del hombre que ha superado con creces los estados melifluos de su juventud. Era moreno, con la cabeza grande, quizá un tanto desproporcionada con respecto al conjunto de su figura, con la tez pálida, los ojos vivaces, llenos de melancólica astucia, de irrevocable determinación. Se desplazaba a menudo con enorme rapidez, agitando de forma acompasada sus brazos, como si tratara de tomar con ellos impulso para acelerar aún más su marcha. Vestía con bastante descuido, propio de alguien que no se ha cultivado más que en rudos ejercicios o en maneras de escribiente que estaban lejos de las ocupaciones que han de tenerse con ropas y con limpiezas domésticas. En invierno y parte de la primavera siempre se le vería con un gabán oscuro, el cual solía llevar abierto sobre una chaqueta gris que en días más templados había de constituir su principal vestimenta, muy deteriorada ya por los bordes debido al continuo roce al que había estado expuesta. En verano, como así exigía la estación, le daría por ponerse una camisa blanca que a veces se remangaba hasta los codos y unos calzones algo más ligeros y descosidos que los que hubiera llevado antes, por lo que apenas se echaba de ver en su indumentaria ninguna variante nueva, si no eran los cambios necesarios a que le obligaba el sentido del decoro, un poco extraviado entre los diversos quehaceres y diligencias que lo tenían por lo común tan atareado.
Parecía tímido. Adoptaba con frecuencia una actitud reservada, en especial si tenía que vérselas con un grupo grande de personas, ante el que prefería quizá pasar desapercibido, tal vez porque no supiese qué decir entonces o porque su seriedad le impidiese encontrar el modo de dirigirse a ellas en un tono más desenfadado que el que él a menudo usaba en sus intervenciones. En privado, sin embargo, sí era más explícito y se comunicaba con más confianza con la mayoría de sus interlocutores, a quienes solía manifestar lo que pensaba con enérgica resolución, como si tratara de convencerlos siempre de algo muy importante. Sus frases eran más bien cortas, dictadas por una mente que no se entretenía en bagatelas o en melindres innecesarios, emitidas con una voz grave que no estaba exenta a veces de sorprendentes inflexiones e imposturas que le otorgaban cierto donaire, quizá adquirido a lo largo de sus frecuentes lecturas de documentos y cédulas militares.
“La guerra me cambió”, le había declarado en cierta ocasión a don Manuel, con quien mantenía un trato más íntimo, fruto también de las innumerables confesiones que con él había ya tenido. Durante su juventud había vivido con más holgura, pero a raíz de la guerra y de los múltiples horrores que en ella hubo de presenciar comprendió cuán frágil y deleznable era la naturaleza humana, no ya por lo sujeta que estaba a infinidad de eventualidades, sino también por su execrable tendencia a su propio aniquilamiento y a su consiguiente extinción, por muy justos que fuesen los motivos que empujasen a ello, como había creído él mismo que eran los que lo habían inducido en su momento a tomar las armas en contra de los invasores de la patria. Todo esto fue lo que le contó a don Manuel aquel día, movido por un imperioso deseo de manifestar a él lo que por dentro sentía, acerca de lo cual el párroco no pudo por menos de afirmar que era muy natural lo que le había pasado y que no debía preocuparse más por ello. “Al ver los peligros que me rodeaban, empecé a confiar más en Dios y le prometí que durante el resto de mi vida habría de oír todos los días una misa”, acabaría de referirle después con visible emoción, luego que hubiera visto que don Manuel lo entendía.
Nada en él era, pues, casual, sino que respondía a alguna razón concreta, a pesar de que su aspecto seguía siendo el de un hombre taciturno y distante, inclinado a guardar para sí secretos y vivencias que no habían de importar a los demás.
Aun así, estaba claro también que el fin último de sus actuaciones no era otro que el bien de la colectividad, llevado de aquella vocación que se había decidido a revelarle a don Manuel y que él no dejaba de acrecentar con continuas prácticas piadosas. Tal deseo de colaborar con la comunidad en la que ahora vivía lo obligó al año siguiente a examinarse en Granada ante un tribunal a fin de obtener el título de maestro de primera instrucción, convencido de que reunía estudios y conocimientos que lo avalaban y capacitaban para ello.
Tras aprobar el examen, se le fue concedido el título a los pocos días mediante cédula oficial expedida desde Madrid por el Real Consejo de Castilla; y con tal requisito, no tardó en emprender los trámites oportunos para la instalación de una escuela pública en la misma casa donde él residía, para lo cual encargó a uno de los carpinteros de Elvira el material que le podía hacer falta para llevar cabo su idea. Felipe, como así se llamaba éste, debió de comprender lo importante que era la empresa y no dudó en preocuparse por tenerla terminada pronto, con gastos que fueron sufragados puntualmente por la misma parroquia, comprometida con el proyecto en que se había embarcado don Antonio Galiano.
De esta manera, el 15 de febrero de 1817 daban inicio sus clases en una de las habitaciones de su casa, especialmente acondicionada para ejercer tal función. Al principio no acudieron muchos alumnos, pero luego se fueron sumando algunos más a medida que se cundía por el pueblo lo contentos que estaban los que ya habían empezado a ir a la escuela.
Con la meticulosidad con que se afanaba en otros menesteres, don Antonio quiso sacar de su nuevo trabajo el máximo provecho, aplicando los métodos que creía más convenientes para que sus alumnos aprendieran pronto lo que él pretendía enseñarles, y la verdad es que todos se adaptaron en seguida a las normas y directrices que trataba de imponerles desde el comienzo para conseguir sus objetivos.
Acostumbrados a obedecer en sus casas y a doblegarse a los dictados de sus padres, no les costó demasiado cumplir lo que el maestro les ordenaba, aunque más de uno hubiera de corregir con él determinadas formas de comportarse.
Como muchos de ellos no sabían leer ni escribir, tuvieron que empezar por aprender las primeras letras, si bien sus progresos no tardarían en notarse: era tan grande el empeño que ponían en la realización de sus tareas, que casi parecía que hubieran estado esperando con ilusión durante toda su vida que alguien se dedicara a enseñárselas.
Tal experiencia vino a cambiar también el carácter de don Antonio, al cual se le vio a partir de entonces menos retraído que antes, aunque tal vez no fuese más que una nueva impresión que apenas estuviera relacionada con lo que él de veras albergaba en su interior.
Lo cierto es que se entregó a su trabajo con un tesón infatigable y que en más de una ocasión se advirtió que se sentía orgulloso de los frutos que de él obtenía, como así delataba el trato tan cariñoso que dispensaba a los niños cuando le mostraban con gran satisfacción sus avances o cuando cualquiera de ellos cometía sin querer algún gracioso desliz.
Las clases empezaban a las nueve de la mañana, pero ya antes don Antonio había oído su misa diaria a las ocho y ofrecido en ella al Señor sus quehaceres y obligaciones, por lo que no podía comenzar con mejor talante la jornada, dispuesto a no dejar de aprovechar ninguna oportunidad de prestar sus servicios allá donde se hiciesen necesarios.
Durante la mañana, atendía con paciencia y abnegación a sus alumnos, a quienes principiaba a querer como si fuesen sus propios hijos, si bien a veces tenía que corregirlos con cierta dureza a fin de que no se desviasen del camino que él diligentemente les hubiese trazado. De todos, el que mejor le correspondía era Adolfo, un alumno que a falta de mayores dotes intelectuales reunía una gran capacidad de trabajo, derivada de su denodado afán por aprender y por no quedarse rezagado con respecto a sus compañeros. Era moreno, con los ojos marrones y un poco espantados, quizá por el temor que le infundiese la figura del maestro, a quien se dirigía siempre con respetuosa veneración. Pertenecía, por lo demás, a una de las familias más pobres de Elvira, lo cual aumentaba aún más si cabe su mérito, ya que no era tampoco normal que en tales medios se forjaran espíritus tan nobles y aplicados.
Al contrario de Adolfo, José era un niño muy inquieto que no rendía en las tareas escolares todo lo que de él se podía esperar, pues tenía a menudo su mente ocupada en otras cosas y no conseguía concentrarse en las que estaba haciendo en la clase. Por eso, su progreso fue mucho más lento que el del resto a pesar de que no careciese de talento para cumplir con creces con lo que se le pidiese.
Eran doce los alumnos que asistían regularmente a la escuela durante el primer curso, aunque había días en que se incorporaba alguno más. Don Antonio los había distribuido por edades, pues así conseguía trabajar mejor con ellos. Los más pequeños se sentaban en los pupitres delanteros y los más grandes, en los del final. Como el aula no era muy espaciosa, estaban todos muy apretados, y él podía controlarlos desde su mesa sin mucha dificultad. Al lado tenía el encerado, que empleaba con frecuencia para escribir las palabras o las frases que ellos debían copiar.
Eran numerosas las anécdotas que se sucedían a menudo allí, la mayoría de ellas provocadas por la audacia y espontaneidad con que solían discurrir y actuar los niños, como hubo de ser al principio el caso de Fernando, el cual no distinguía bien determinados sonidos y tendía a confundirlos al hablar, dando lugar a términos nuevos que repetía una vez y otra casi sin darse cuenta a pesar de que don Antonio no paraba de corregírselos. Era tanta la frecuencia que más parecía que tuviese un especial empeño en equivocarse o que fuese contumaz y terco en sus despropósitos, causando con ellos más de una situación divertida, ante la que sus congéneres no podían contener la risa a que se veían movidos. Así, un día que ya se creía que estaba su problema resuelto, pues no había incurrido en él desde hacía algunas semanas, dio en pronunciar de repente una de sus frases más celebradas: “Ayer vide una rata cuando iba a la casa de mis agüelos”, dijo con aparente seguridad, desatando al momento la hilaridad de los presentes.
Anécdotas como ésta eran referidas después por don Antonio a su párroco, con quien se veía luego por las tardes en la sacristía. Mientras se afanaba en resolver los asuntos que eran de su competencia, se entretenía a veces en contarle a don Manuel los hechos más relevantes que hubiesen ocurrido en la escuela, a sabiendas de que le gustaba estar bien informado de todo lo que tuviese que ver con sus alumnos.
Como no podía ser menos, respaldaba aquél la gran labor que había emprendido en Elvira, aunque no era por lo general amigo de alabar en exceso las obras realizadas por sus feligreses, temeroso de que pudiese despertar en ellos la vanidad, en la que tan fácil era caer si uno andaba desprevenido.
Enfundado en su luenga sotana, presentaba don Manuel un aspecto algo desgarbado. Tenía escaso pelo y todo él de punta, la tez muy clara, casi descolorida, el cuerpo tan delgado que más parecía espíritu revestido de aquella forma que persona de carne y hueso que se moviese y actuase por su cuenta. Con tales rasgos, no resultaba en modo alguno extraño que destacasen en él sus ojos, sus ojos grandes, dotados de una viveza complacida, de una expresión relampagueante y enérgica. Su voz, lejos de ser contendida o apacible, sonaba con vibrante acento, forjado sin duda a lo largo de tensas y animadas predicaciones, de las que ya don Antonio había conocido alguna elocuente muestra. Igual que sucedía en ellas, cada vez que intervenía se esforzaba en hacerlo con la mayor claridad posible, en el tono que considerase más adecuado para conmover a su interlocutor. Casi nunca desperdiciaba ocasión de ejercitar sus dotes oratorias, incluso en los momentos en que se creía que no se daban las circunstancias más favorables para escucharle. Como si no quisiera reparar en lo que pensaban los demás, procuraba con una tenacidad inaudita influir en ellos, imbuido de la idea de que no debía dejar de intentarlo.
Entre él y don Antonio se había establecido ya una relación amistosa en la que cada cual entendía muy bien el papel que tenía reservado, de manera que a la facundia exacerbada del uno le sucedía con perfecta naturalidad el laconismo premeditado del otro, sin que en ningún instante se estorbasen o contradijesen en sus intervenciones. Así, cuando a don Antonio le tocaba contar lo ocurrido en las clases, don Manuel comprendía que había de callar para que el maestro al fin se explayase, satisfecho de verlo tan realizado y tan contento con su trabajo. En cambio, si era él quien debía intervenir, lo sabía de antemano por los prolongados silencios en que se sumía el otro, dispuesto a oír la voz mimosa del cura, que lo aleccionaría sobre lo que estimara más oportuno o que lo pondría al corriente sobre casos que hubiesen ocurrido en Elvira en otro tiempo.
De este modo, don Antonio Galiano iba conociendo mejor a las gentes con las que a diario se trataba, aun cuando a ellas no les pasaba lo mismo a pesar de la curiosidad que sentían por averiguar más detalles acerca del nuevo vecino. Siempre hallaban en él algo enigmático que no terminaban de entender del todo, una especie de sombra huidiza que lo acompañara y que contuviera importantes secretos que todavía no hubieran sido desvelados. Si se lo encontraban por la calle, lo saludaban como a cualquier otra persona del pueblo y él les correspondía casi de la misma manera; sin embargo, al verlo marchar, reparaban en que aún había datos que desconocían. Quizá lo que más desconcertaba a todos era la inusual determinación con que acudía a sus asuntos, el meticuloso y apasionado orden con que se empeñaba después en resolverlos, el poco interés que mostraba por las cosas que a ellos tanto envanecían y ocupaban.
Nada de lo que él hacía pasaba desapercibido. Algunas tardes, para desentenderse un poco de sus obligaciones, salía a pasear por los alrededores del pueblo. La mayoría de las veces se encaminaba hacia la vega, donde su presencia se había hecho ya muy familiar para los labradores y cuadrillas de jornaleros que faenaban en las tierras.
Con paso firme y gesto distraído, se le veía a menudo transitar por los mismos caminos, aunque no era raro tampoco que se desviase de la ruta habitual y que se adentrase entonces por senderos y veredas de apretada estrechura que lo conducían hasta el interior de las choperas, donde debía de gustar de los embriagadores encantos y variados matices que en ellas se hallaban.
En primavera, cuando el tiempo era más apacible, sus paseos llegaban a hacerse aún más frecuentes, quizá porque era la época en que el campo se le ofrecía revestido de una mayor belleza, de un manto ondulado compuesto de remiendos y retazos de diferentes colores y tamaños, sobre un fondo de blancos telones que colgaban a lo lejos de la imponente fachada de la sierra, recortada a su vez con asombrosa claridad contra la gasa azul del cielo.
Para algunos, aquella debilidad de don Antonio había tenido su origen también en medio del fragor y del tráfago constante de la guerra, en la que su espíritu habría empezado a anhelar un bálsamo de quietud y de reconfortante sosiego con que mitigar los procelosos estados en que su ánimo caía.
Allí, en la vega, seguramente encontraría la paz que tanto necesitaba, lejos de los mundanales avatares en que debía andar inmerso. Tal vez allí su alma de poeta hallaría el medio más idóneo para que pudieran aflorar sus arrebatadas inclinaciones de artista, ante un paisaje que más parecía un mar de colores y de intrincados sonidos y aromas que su vista y su oído y su olfato surcasen.
A la vuelta, el horizonte se encendía con el fulgor encarnado de la tarde, por lo que aquel decorado marino se veía envuelto en la luz lánguida y antigua que acompaña a esa hora, bajo la cual todo se torna extraño y misterioso. Como a un cuarto de legua de Elvira, aparecía ésta como un buque encallado en la escarpada peña sobre la que tomaba asiento, al borde de un acantilado pedregoso tras el que se sucedían collados y montes de distinta altura, cubiertos de tonos cobrizos y dorados antes de que el cielo se tiñese de púrpura y de violeta.
Otros días, por el contrario, se dirigía hacia estos últimos lugares, para lo cual había de tomar un camino que principiaba en la parte más alta del pueblo y que ascendía luego de forma sinuosa por lomas y colinas pobladas de viñedos y olivares, serpenteando entre balates invadidos de hierbas y matas de tomillo y jaramagos o entre añosos y retorcidos almendros que crecían en sus bordes y que festoneaban a veces con sus ramilletes de flores los repechos más pronunciados.
Ya más arriba, el terreno se volvía algo más accidentado, lleno de riscos y de adustos pedregales que daban paso a peñas y cerros de mayor relieve, cubiertos algunos de espesos pinares que componían un cuadro muy bello a la hora en que él subía, con la luz de la tarde derramándose sobre ellos como una abundante lluvia de oro.
En una de las cumbres que dominaban aquel variado panorama, se descubría una vieja atalaya árabe que había servido en otro tiempo para vigilar el avance de las huestes enemigas. Encaramado a alguna de aquellas cimas, don Antonio solía quedarse un rato contemplando el paisaje. Un paisaje que asombraba y embelesaba a todo el que se acercase a observarlo por su singular composición y belleza, con el pueblo de Elvira recostado tras una franja apretada de olivos, reducido desde allí a un montón de casas y de tejados agrupados alrededor de la torre de la iglesia como si fuera ésta el eje o el centro que regulase la constitución de aquel abigarrado conjunto de pequeñas edificaciones. A continuación, en un segundo plano, se extendía la vega, parecida desde arriba a una tupida alfombra ricamente labrada, en la cual se combinaban de forma maravillosa las distintas partes en que estaba dividida, todas ellas de diferentes proporciones y tonalidades, como obra que hubiese sido realizada por un artesano experimentado en la abnegada y paciente labor de la miniatura, ejercida además con riguroso primor y orden en cada una de las piezas que configuraban aquel espléndido trabajo. Cuadrados verdes y marrones de hazas diminutas, algunos más brillantes o tornasolados que otros, alternaban con espacios azules de alamedas y trazos más finos de setos y matorrales, rodeados por un amplio círculo de montañas y elevaciones diversas, entre las que destacaba el ingente paredón de la sierra, que desde aquel punto se asemejaba a un imponente altar cubierto con el blanco mantel de sus nevadas cumbres. Al pie de él, como ofrenda depositada allí por manos desconocidas, se divisaba la ciudad de Granada, arracimada en torno a las colinas sobre las que se asentó su parte más antigua. Además de la capital, podían distinguirse otras poblaciones de la vega de un tamaño también minúsculo, enclavadas en distintos parajes de ella.
En los días en que hacía más frío o en que corría más aire, se divisaba todo aquello con mayor claridad, con líneas y contornos mucho más precisos. Quizá por eso era entonces cuando don Antonio acudía con más frecuencia a tales sitios. Se le veía extasiado ante lo que a su vista se tendía, embebido en la contemplación de cada uno de los detalles y accidentes que allí podían ser apreciados. Tal vez era también cuando su espíritu más libre y reconfortado se hallaba, cuando más pronto emprendía el vuelo con que alcanzaba estados o regiones de una pureza más alta, resuelto al fin a gozar plenamente de lo que en la naturaleza el Creador le ofrecía, igual que un pájaro que se remontase y surcase el cielo con ingrávido deleite oteando todo lo que abajo estaba dispuesto para que él lo disfrutase.

Don Antonio actuaba o se movía entre la gente como si no le importara en absoluto lo que se pudiera pensar o decir acerca de su persona, acerca de sus singulares modos de comportarse ante sus vecinos, completamente ajeno a lo que ellos discurriesen sobre él, rodeado de un aura de misterio que lo alejaba y lo hacía aún más interesante a los ojos de los demás.
Aunque en las clases era más explícito y franco con sus alumnos, nadie se conformaba con lo que éstos después contaban que les decía o les confiaba a veces acerca de su vida o de sus propósitos más íntimos. Todos querían que se les revelase a ellos en una conversación privada, en la cual fuese descubriendo los secretos que en su alma había, secretos posiblemente nunca confesados, alguna circunstancia que de manera violenta o quizá soterrada hubiese cambiado el curso de su existencia, algún motivo que justificase su aparente indiferencia hacia las cosas más valoradas de este mundo.
Las mujeres, sobre todo, lo veían como un ser inaccesible, no exento de atractivos ante los que podían sentirse cautivadas, quizá debido al mismo hermetismo que los envolvía y los hacía aún más irresistibles. Sin embargo, ninguna al principio se atrevía a vencer la distancia que lo separaba de ellas y, como daban en actuar el resto de los vecinos, se conformaban con respetarlo y con cruzar con él algunas palabras de saludo o de indispensable trato cuando no tenían más remedio que abordarlo en la escuela o en la sacristía, que eran los sitios donde él se mostraba por lo común más cercano.
Hubo, no obstante, algunas que, intrigadas por su apartamiento, conjeturaron que permanecía aún soltero por pura voluntad y que por eso había de mantenerse siempre en una situación tan lejana y virtuosa, preservado de cualquier contacto que pudiese vulnerar sus principales convicciones.
A pesar de ello, tal impresión debía de ser falsa, pues lo que no sabía nadie a esas alturas era que don Antonio pensaba y sentía al respecto lo mismo que cualquier otro hombre, como así se encargó de revelarle cierto día a don Manuel en una de las muchas conversaciones que los dos entablaban en secreto en la sacristía. “Sólo me he enamorado una vez le había contado en aquella ocasión. Era yo todavía un niño; ni siquiera había llegado a la edad adolescente, en la que estas cosas suceden con más naturalidad. Mi abuelo, que ejercía de secretario con un gran señor, solía llevarme con él a menudo a la casa y a las fincas de las que era propietario éste, y en una de aquellas visitas conocí por casualidad a una de sus hijas, con la cual habría de encontrarme después más veces, como si la suerte o la Providencia hubieran tenido un especial empeño en que así fuese. Era dos o tres años mayor que yo, pero me vi de pronto atraído por ella, sin saber muy bien en qué consistía aquella pasión tan desorbitada que me consumía. Fueron sus miradas las que a mí me trastornaron, sus miradas cargadas de dulzura y al mismo tiempo de misterio... Como era natural, aquello no terminó como yo hubiera deseado, ya que no había sido más que una ilusión mía que finalmente hubo de verse truncada y que me ocasionó por eso no pocos quebrantos y padecimientos espirituales. Sin embargo, aquel amor prematuro me sirvió para prevenirme contra cualquier otro que en el futuro se anunciara; me revestí desde entonces de una capa de indolencia que me ha evitado de algún modo caer en pasiones de semejante naturaleza, como si yo mismo las repeliera con mi manera tan particular de comportarme y de actuar ante la gente, aun cuando a algunos les pueda parecer demasiado esquivo o extraño”.
Nunca se había expresado quizá de una forma tan clara ni tan prolija en detalles y matices sentimentales, por lo que don Manuel no pudo por menos de mostrarse interesado por ello, como así se demostró cuando a continuación tuvo a bien advertirle que todavía no era tarde para que el amor volviera a llamar a su puerta. Sorprendido por tan inopinado vaticinio del cura, cogió un libro de la mesa sobre la que con frecuencia trabajaba y antes de ponerse a escribir en él repuso que era a su juicio aquélla una posibilidad bastante remota. Don Manuel, sin embargo, no aclaró en qué argumentos o intuiciones se basaba para afirmar aquello, sino que prefirió incluso sonreír con cierto gesto de picardía cuando ya se dirigía al interior de la iglesia para realizar una de sus últimas oraciones vespertinas.

En otro lugar de Elvira, más o menos por la misma época, dos personas coincidían en dialogar también sobre aquel asunto con las naturales reservas y disposiciones que en ellas el desconocimiento del caso determinaba. El lugar no podía ser, por cierto, el menos esperado, pues se trataba de una sencilla y luminosa estancia de una antigua vivienda campesina, situada además a no mucha distancia de donde habían hablado los otros protagonistas. Las personas que ahora conversaban eran, como correspondía bien a tal sitio, un viejo aldeano y su hija, que viéndose solos y un poco aburridos dieron en charlar sobre lo que se decía o se dejaba de decir en el pueblo acerca del nuevo maestro, con quien apenas habían tenido ellos hasta entonces otro trato que el que le dispensaban con suerte la mayoría de los vecinos. Don José Osuna, que tal era el nombre de aquel señor, tenía especial interés en conocer la opinión que al respecto se le ofrecía a su hija, deseoso de contrastarla con la suya y de convenir entre ambos si podría ser aquél un marido adecuado para ella. María Dolores, como así se llamaba ésta, se hallaba a la sazón sentada en una mecedora de rejilla junto al hueco de una ventana que daba al patio de la casa. Era la mayor de cuatro hermanas, aunque por circunstancias diversas que concurrieron en su vida era también la única que no se había casado, por lo que no resultaba extraño que el padre se preocupase en más de una ocasión por el futuro que a ella le aguardaba
Tenía la hija veintiséis años y el talle un tanto grueso por la falta de cuidados y de desvelos que sin duda se requieren para conservar una figura más galana, aunque la verdad es que nunca había sido esto para ella motivo que le hubiera de inquietar demasiado, como así se echaba de ver en la paciencia y conformidad con que aceptaba las cosas, aun cuando éstas fueran contrarias a sus anhelos más vivos. Tal virtud se reflejaba con singular encanto en su rostro, en la nobleza y serenidad que en él de continuo se manifestaban, sobre todo cuando posaba en alguien sus ojos melancólicos, impregnados de una vaga ternura o de una imperturbable calma en la que morasen de un modo impreciso sus pensamientos más profundos, una quietud la suya que a veces parecía avivarse y removerse con el almíbar de una pasión apenas entrevista, contenida por el infatigable celo y la razonable mesura con que casi siempre discurría. Tenía la voz dulce, dotada de un ritmo acompasado y tranquilo, con frecuencia ajustado a lo que decía o confiaba en secreto a sus principales interlocutores. Hablaba, no obstante, más bien poco, como si no quisiera malgastar en inútiles devaneos el uso de la palabra que a ella estuviese reservado. Sólo intervenía cuando lo estimaba oportuno, con frases que semejaban haber pasado por un proceso de maduración interior que las hiciese más claras y precisas. Por eso, cuando el padre se acercó aquel día a donde ella estaba y, fingiendo que se paraba a mirar también el patio, le preguntó qué opinión tenía sobre don Antonio, María Dolores no dudó en contestar que aún no había hablado demasiado con él para poder afirmar nada.
Entonces, aprovechando que aquello reconocía su hija, don José no rehusó la oportunidad que la conversación en tal punto le brindaba y, sin apartar su vista del patio, se ofreció para mediar con el mencionado y preparar con él una entrevista en la que ella pudiera conocerlo mejor.
María Dolores, sin embargo, no se avino con tan decidida propuesta, y objetó que era muy precipitada y que había que esperar a que la ocasión se presentase, pues si estaba en su destino que así fuera tarde o temprano las circunstancias propiciarían un encuentro entre los dos. Don José, a su vez, observó que era posible que alguna mujer del pueblo se le adelantase, dando a entender de esta manera cuáles eran en verdad sus intenciones.
Ella calló, al tiempo que comenzaba a balancearse en la mecedora, tratando de hallar con aquel movimiento una respuesta a la audaz observación de su padre. Éste apartaba ahora aún más los visillos de la ventana y se empeñaba en mirar desde allí el cielo, acometido por un repentino prurito de labrador que quiere saber en todo momento el estado en que se encuentra el tiempo y barruntar en él las posibilidades de una mejoría o de un empeoramiento inminente.
Como hombre que había pasado la mayor parte de su vida en el campo, tenía don José la tez muy curtida y las manos visiblemente encallecidas por los duros trabajos que habían debido realizar en las tierras. Conservaba ya poco pelo, sólo dos o tres mechones grises en la coronilla que solía llevar a menudo muy alborotados. Sin el sombrero, aparentaba ser mayor de lo que era, pues aunque frisaba aún en los sesenta el aspecto que presentaba sin aquella acostumbrada prenda acentuaba en él los rasgos de una vejez prematura, más acusada si cabe cuando en su semblante apuntaban los síntomas de una prolongada fatiga o los efectos inevitables de una ilusión o esperanza que no hubieran llegado a cumplirse, porque don José era ante todo un hombre práctico que deseaba que al momento se realizasen sus proyectos y que sufría bastante cuando éstos se demoraban demasiado o se veían truncados por determinados imponderables.
María Dolores había reparado en la contrariedad que en aquellos instantes se reflejaba una vez más en su rostro y pensó con razón que ella debía de ser la causa que entonces la ocasionaba, por lo que a punto estuvo de rectificar su respuesta y de añadir algún comentario que lo animara a seguir confiando en su hija. Sin embargo, nada dijo sobre ello, sino que persistió en su actitud reservada y meditativa, en este caso concentrada en la arrugada faz del padre, por el que ella no dejaba de sentir a veces un gran afecto, en el cual creía distinguir por momentos el instinto maternal de protección y de cariño que no había tenido hasta entonces ocasión de proporcionar a ninguna criatura. Impulsada por este sentimiento, viendo que él ya se volvía hacia el lugar que había ocupado antes, agregó que si era ella la mujer que Dios había destinado a aquel hombre sólo había que esperar con paciencia que algún día se cumplieran sus designios. “Si es así, pronto lo comprobaremos”, repuso esta vez don José cuando ya se encaminaba hacia su sitio, reconfortado con aquella seguridad y confianza en la Providencia que había manifestado María Dolores.

Mientras tanto, la vida seguía su curso más o menos rutinario, sin que ninguna variación importante viniera a alterar el ritmo ni el caudal de su corriente: no se producían desbordamientos ni precipitaciones que aceleraran el devenir de los acontecimientos o de los actos más inesperados.
Por las mañanas, don Antonio continuaba impartiendo clase a sus alumnos, de quienes ya había obtenido logros bastante significativos, y, por las tardes, fiel a su costumbre, acudía a la sacristía para proseguir las tareas que allí tuviese encomendadas, si bien algunos días las dejaba aplazadas para pasear un rato por la vega o por la sierra de Elvira.
Tales eran las cosas y los hábitos que de él todo el mundo conocía; no obstante, había otra parte de su existencia que permanecía oculta, no sólo las ideas o los sentimientos que en su interior se generasen, sino también lo que hacía por las noches en su casa cuando nadie lo veía. Encerrado en su cuarto, a la luz de un velón que sobre su mesa tenía, se dedicaba a leer con secreta fruición algunos capítulos de la Biblia, por la que últimamente sentía especial predilección. A medida que avanzaba por sus páginas y se entretenía con los sucesos y pormenores que en ellas eran relatados, iba experimentando un mayor goce y un conocimiento más claro de la relación que había mantenido Dios con los hombres a lo largo de la historia, primero a través del pueblo de Israel, que supo escogerlo a Él entre las diversas divinidades a las que se rendía culto entonces, y luego de una forma rotunda y definitiva por medio de Jesucristo, en quien culminaba la obra redentora que había sido concebida desde el principio y que sería anunciada después de distintas maneras por los profetas.
Con enorme sorpresa, se le revelaba también a él todo lo que Dios había dispuesto y ejecutado en aras de la salvación del género humano, de modo que se adentraba en aquellas páginas cada vez con más familiaridad y entusiasmo, imbuido de una fervorosa unción, de una profunda llamada a la que debía corresponder y seguir con desinteresado abandono.
Era él, en suma, quien más se beneficiaba de tales lecturas, así que había de ser natural que se sintiese satisfecho con lo que ahora a través de ellas disfrutaba, aun cuando pocas veces había dado a conocer a alguien estas experiencias, quizá porque aún no se hubiese inclinado a referirlas, propenso como había sido desde cierta edad a guardar para sí todos sus descubrimientos.
A pesar de esta inveterada reserva, algo empezaría a contar a los alumnos sobre lo que a ellos más había de interesarles, pues se dio cuenta de que algunos pasajes y anécdotas de la Biblia podían ser muy adecuados para ellos.
Así, un día les contó el duelo que tuvo David con el gigante Goliat y otro, lo que fue capaz de hacer la bella Judit con el poderoso general Holofernes, episodios que causaron en ellos un efecto que jamás hubiese sospechado, ya que despertaron en su imaginación el interés por estas historias y por los personajes que en ellas aparecían, a la vez que propiciaban que él les pudiese hablar de cómo Dios estaba detrás de todo y de cómo animaba a ciertos hombres y mujeres a seguirlo y a cumplir sus mandamientos.
Él mismo, al narrar aquellos sucesos, experimentaba un nuevo aliento, como si al hacerlo se erigiese también en portavoz o mensajero de los designios divinos.
Su vida, por tanto, iba alcanzando con dichas actividades un punto de madurez muy elevado, desde el cual podía mirar los hechos y las cosas con otra perspectiva, movido por la idea de que había elegido el camino correcto y de que nunca le faltaría tampoco el ánimo suficiente para tratar de continuarlo y de perseverar en sus propósitos.
A los ojos de la gente seguía siendo, con todo, el mismo personaje extraño y calculador de siempre, si bien ahora solía ser visto con mayor simpatía por el trato que dispensaba en la escuela a los niños.

Desde que María Dolores tuvo aquella conversación con su padre, algo había empezado a cambiar en ella: un nuevo sentimiento se había originado en su interior que la empujaba a pensar más en su futuro y a salir más a la calle en busca de emociones que hasta entonces habían estado un tanto dormidas. El contacto con los vecinos la animaba y la sumergía en una hermosa realidad en la que todo se le figuraba distinto, como si se hubiese adentrado en una dimensión en la que las personas y los objetos y asuntos de los que con ellas trataba fueran portadores de promesas y de anhelos y sueños inusitados.
Tales salidas le proporcionaron la oportunidad de cruzarse más de una vez con don Antonio Galiano, si bien éste rehuía cualquier posibilidad de pararse a hablar con ella. Lo veía pasar a su lado con aire ensimismado, envuelto en un halo de impenetrable misterio.
Sin embargo, el carácter abierto y bondadoso que María Dolores tenía la salvaba de caer en tristes desengaños, y siempre se conformaba con la idea de que el destino era una fuerza ciega que obraba a espaldas de los seres humanos, por mucho que éstos se empeñaran en desviarlo hacia una dirección más favorable. Por eso, ella nunca había tomado aún ninguna decisión sobre el caso, sino que había preferido adoptar una postura más bien discreta que le impidiese parecer interesada en cuestiones que no eran todavía de su incumbencia.
Pasaron de esta manera algunos meses sin que ninguna señal se advirtiese en el comportamiento del sacristán por la que ella pudiera colegir que él hubiese cambiado. Todo hacía indicar que nada significativo había de ocurrir en un futuro más o menos cercano, a no ser que ella renunciase a la creencia de que el destino era algo irreparable.
Tal circunstancia la forzó quizá a mirar de un modo más franco a don Antonio cada vez que con él se encontraba , aun cuando entre ellos mediase una gran distancia o no hubiese posibilidad de que entablaran ningún diálogo.
Esta primera estrategia no tuvo, como era de esperar, resultado, pues a él no parecía importarle lo que a su alrededor sucediese: hubiera sido poco menos que imposible que reparase en la mirada que una mujer le tendía, por más que ella hubiese intentado que su gesto no pasara inadvertido.
María Dolores había pensado al principio que era un ser muy tímido y empezó a sentir por él cierta simpatía. Pero a medida que sus intenciones fracasaban, esta simpatía devino en un interés insospechado que trataba de disimular y de moderar con su acostumbrada prudencia.
Cuando estaba sola en su cuarto, no paraba de barajar diversas hipótesis sobre los motivos que podrían justificar la inexpugnable altivez con que aparecía revestido aquel hombre. Se resistía a creer que obedeciera a un propósito deliberado de apartarse de todo aquello que perturbara su conciencia, como algunas veces había oído decir cuando acerca de él se opinaba. Intuía que debía de haber una razón distinta aunque todavía no había acertado a saber de qué se trataba, quizá una circunstancia que hubiese marcado para siempre su vida o un acontecimiento que hubiera transformado de forma definitiva su carácter. A pesar de la perspicacia con que a menudo discurría, no lograba discernir cómo era en realidad don Antonio, lo cual continuaba aumentando en ella casi sin que se diera cuenta las ganas de conocerlo, como si el hecho de estar pensando con frecuencia en él se hubiese convertido en una especie de obsesión de la que no pudiera ya liberarse.
Alarmada por esta fatal dependencia, hizo esfuerzos María Dolores por hallar un punto de mayor equilibrio y sensatez en sus reflexiones y, como le había ocurrido en otros momentos, lo encontró en su acendrada costumbre de confiar ciegamente en los planes de la Providencia, extrañamente postergada por los barruntos y quimeras que en los últimos meses tenían su mente tan ocupada.
Un día, cuando ya casi daba por seguro que jamás lograría penetrar en el secreto que tan celosamente guardaba el maestro, ocurrió algo imprevisto que la dejó bastante desconcertada y que vino a fomentar en ella una rara incertidumbre que no conseguiría contrarrestar de ningún modo.
Como sucede a veces con las cosas que tienen lugar en el mundo, nada había hecho presagiar antes lo que después habría de producirse. María Dolores había acudido como otras mañanas al mercado y se había entretenido en charlar amigablemente con algunas vecinas, intercambiando con ellas frases de trivial significado o jocosas referencias a la realidad con la que a diario se encontraban. Era una mañana azul de primavera que había sobrevenido después de un tiempo gris y desapacible, con un airecillo suave que apenas se notaba y que llegaba de vez en cuando cargado de sutiles aromas. Tras las últimas tapias, la vega asomaba como un profuso oleaje de vigorosos y desbordados verdores.
Por la tarde, después de coser un rato en su dormitorio, María Dolores no quiso desaprovechar la ocasión que el cambio de temperatura le brindaba y, con la excusa de ir a visitar a una prima, salió de nuevo muy contenta a la calle. Estuvo reunida con ella más de una hora, charlando preferentemente de cosas familiares que las dos casi llevaban en secreto, amparadas en una vieja relación que las había hecho muy amigas.
A la vuelta, cuando ya empezaba el sol a derramar su luz antigua de oros y de carmines esparcidos por tejados y callejuelas, como si hubiera de ser así como estaba determinado en su destino, al pasar por delante de la sacristía María Dolores miró de forma instintiva hacia la puerta al advertir que una figura se destacaba en ella y por un momento sus ojos llegaron a coincidir con los de don Antonio, quien no tardó en desviarlos con evidente turbación hacia otro punto del espacio.
Sorprendida, no dejó de preguntarse durante algunos días qué podía significar aquel gesto tan inesperado, ya que no se le ocultaba que había debido de ser provocado por algún sentimiento, hasta entonces quizá reprimido en el alma de don Antonio por miedo de que se manifestase. Como si se hubiera abierto una brecha en el inexpugnable muro tras el que él se protegía, intentaba ella escrutar lo que dentro tal vez había a pesar de que sólo disponía de la escasa luz que le proporcionaba el trémulo fulgor que había descubierto en aquella furtiva mirada.
Sin embargo, luego de indagar en la penumbra en que acababan por sumirse sus recuerdos, no conseguía despejar el misterio con que ahora se le representaba la imagen que ellos le devolvían, por más que en ocasiones creía vislumbrar en ella un reflejo muy atenuado de la realidad en la que se sustentase.
Como no resolvía nada, determinó al fin que no debía hacer demasiado caso de aquello, pues no se trataba más que de un mero detalle al que no cabía dar mayor importancia, sobre todo porque entre los dos no existía aún otra relación que la que se establece entre individuos que apenas se conocen y que sólo se limitan a saludarse con fórmulas de rigurosa cortesía.
Así, a poco que ella intentó sobreponerse a la atracción que comenzaba a ejercer sobre su ánimo aquel hecho, no tardó en volver a alcanzar la altura de miras desde la que antes había observado y analizado el mundo, el equilibrado modo con que había procurado distinguir y ponderar lo que en él hubiese sido más conveniente o desechable. Comprendió de esta forma que era aquélla su manera más natural y cotidiana de actuar, ya que no en vano era también la que a fin de cuentas había prevalecido en su ejercitado talante, sin la cual sería difícil que adquiriera plena conciencia de su propia identidad.

Quería ser, pues, prudente María Dolores y apoyar su pensamiento sobre algo más seguro, como así le llegó a confesar a aquella prima suya otra tarde en que de nuevo había ido a visitarla, deseosa de revelarle a ella las sospechas que por su mente habían pasado.
Sin embargo, apenas hubo salido de su casa, le volvió a suceder lo mismo, aun cuando en esta ocasión no parecía que hubiese sido producto del azar o de un cruce imprevisto de casualidades, sino que más bien se daba a creer que era don Antonio quien había propiciado ahora deliberadamente aquel encuentro, quizá porque hubiera estudiado antes sus movimientos y hubiese permanecido apostado en aquel mismo lugar a la espera de que ella pasara, o tal vez porque obedeciera a una poderosa intuición que lo había obligado a salir de la sacristía en aquel preciso instante... Lo cierto es que allí estaba, apoyado con cierta negligencia en el quicio de la puerta, mirando distraídamente hacia uno de los ángulos de la calle, como si fura aquélla una de sus posturas más habituales. Tenía el mismo aire desgarbado y ausente con que ella lo había conocido siempre, un poco más acentuado quizá por el descuido y el aparente abandono con los que vestía entonces.
Al pasar a su lado, notó que se ponía algo nervioso y que casi intentaba mirar para otro sitio; pero aun así ella levantó los ojos hacia él y con decisión le dio las buenas tardes, saludo al que don Antonio no pudo menos de corresponder de igual manera, con una voz que sonó seca y desabrida, pronunciada con la torpeza y precipitación de quien se ve sorprendido en una situación que jamás esperaba.
María Dolores supo desde aquel día que no le era indiferente, si bien no podía calibrar aún qué tipo de sentimiento o qué clase de ideas ella le inspiraba. Tal sospecha la volvió a abstraer de la realidad y cayó en un nuevo mar de conjeturas y de posibilidades que en su cabeza se barajaban, agitadas y sacudidas ahora por el viento de la esperanza que dentro de ella había empezado a soplar con gran fuerza. Vivió así inmersa en pensamientos que no lograba dominar y que terminaron por convertirse en una absorbente y constante obsesión, igual que si fuesen olas sobre las que su espíritu vagara a merced del empuje y de la dirección que ellas a cada momento tomasen. Por supuesto, realizó ímprobos esfuerzos y nadó contra corriente con las pocas energías que le quedaban por llegar a salvo a una playa donde aquél recobrara su perdida pujanza, sin la cual ella se veía a sí misma casi como una extraña, como un ser sin voluntad al que le faltaran las condiciones y virtudes con las que en otro tiempo fácilmente se identificaba. Lo único que en aquella prueba la consolaba era la idea de que pudiese ser objeto a su vez de los pensamientos de la persona sobre la que los suyos ahora giraban, la sospecha de que había alguien que quizá ya no podía entender o concebir el mundo y la existencia toda sin ella.
Venía a figurársele aquello como una tabla que la salvaba del naufragio y que le permitía adormecerse y experimentar sensaciones muy gustosas y reconfortantes, en medio de un paisaje azul que en torno se tendía como una lámina en la que se proyectasen los sueños y las ilusiones que a lo largo de su vida había ido incubando, muchas veces de una forma larvada por el peso y el dominio que en ella había ejercido siempre su conciencia.
Durante algunas semanas fue naciendo entre ambos una corriente de simpatía y de afectos que tenía su culminación casi todas las tardes cuando María Dolores pasaba por delante de la puerta de la sacristía, donde él indefectiblemente parecía que la estuviese esperando, fingiendo que se asomaba en ese momento para observar un rato la calle, que a esa hora solía llenarse de vecinos que iban y venían de unas casas a otras en un tráfago que no semejaba interrumpirse nunca. Sus miradas se cruzaban entonces en un punto calculado y seguro en el que ella creía adivinar un germen de felicidad futura, arrojado allí por manos invisibles de ángeles que fuesen a la vez sus guardianes y sus máximos benefactores. Cuando tenían oportunidad, intercambiaban también algún saludo como una repetición de aquel que ella se decidiera a pronunciar. Aunque todavía no sabía con certeza lo que él pensaba, no dudaba de que debía de tratarse de algo provechoso, gestado a lo largo de aquella serie de encuentros que ninguno había procurado hasta entonces dar por concluida. Cada vez con más insistencia abrigaba la creencia de que algún día derivarían hacia una situación distinta en la que se verían abocados a hablarse y a declarar de alguna manera sus intenciones. Mientras tanto, continuaba viviendo feliz, esperanzada con aquella promesa, mirando cómo ésta se prolongaba de un modo asombroso ante la belleza inigualable de cada crepúsculo, ante un horizonte de rasos azules y crespones morados que se descubría tras la silueta oscura de los montes de Elvira, cuando aún ardían a lo lejos los últimos rescoldos ya casi apagados de la tarde, en una lenta agonía de fulgores y atisbos de luz extinguida.
Su prima, que era muy parecida a ella aunque tenía un carácter más especulativo y necesitado de hechos que confirmasen sus sospechas, le preguntó en una de sus numerosas visitas si no pensaba hablar con nadie que recabase si era cierto lo que ella barruntaba, en vista de que don Antonio no tomaba ninguna decisión concreta. Pero María Dolores contestó que no le hacía falta ningún intermediario y que estaba segura de que todo al final se resolvería como hubiese sido destinado que se resolviese.
Sin embargo, esta prueba de entereza y de confianza en los designios divinos no era tal cuando por azar escuchaba su nombre repetido en las tertulias de las tiendas o de los comercios a los que iba, ya que entonces no podía evitar que la curiosidad y la impaciencia se le desbocasen por oír lo que decían los parroquianos que a la sazón intervenían en ellas, como si una frase o un comentario cualquiera le fuesen a proporcionar la llave de la fortaleza en la que permanecía encastillado él.

En junio los días se hicieron más largos y apacibles, con cielos más claros y tardes de un sol radiante, con noches tranquilas y estrelladas en las que era grato echar a volar la fantasía por constelaciones de sueños y de paraísos imaginarios, con mañanas de luz anaranjada que se vertía por montes y laderas y que reverberaba con indecible belleza en el escudo oxidado de peñas y roquedales o en la malla plateada de viñas y olivos.
Elvira, recostada al pie del cerro sobre el que tomaba asiento, con sus casas agolpadas en torno a la iglesia, semejaba también que viviese inmersa en un sueño plácido de aldea campesina y paradisíaca, asomada con febril inclinación al maravilloso vergel que alrededor se extendía.
Por aquellos días, además, la vida en el pueblo se había visto alterada con la llegada de las primeras cuadrillas de segadores que como todos los años acudían de otras tierras para realizar sus duras faenas, alojados en tiendas que montaban al arrimo de tapias y bardales. Con la presencia de estos visitantes, las gentes de Elvira, lejos de volverse recelosas, cobraban nuevos bríos y ganas de salir a la calle y comunicarse sus intenciones y afectos más cordiales.
Por esta época se encontraba ya don Antonio de vacaciones, concedidas por él a los alumnos para que descansaran de sus tareas y pudieran disfrutar a sus anchas de los primeros meses del verano, para lo cual había establecido que el día 10 de agosto debían reincorporarse a sus clases. Por las mañanas, por tanto, disponía de más tiempo libre, aunque él se encargaría muy pronto de rellenarlo de actividades y de menesteres que iría improvisando. Después de oír misa, salía a pasear un rato por la vega, agradecido sin duda con lo que Dios allí ponía a su alcance. Luego, cuando regresaba, se encerraba en su cuarto para leer la Biblia o cualquier otro libro que considerarse oportuno para su formación humana, no sin antes haber anotado en una especie de diario aquellas impresiones que más honda huella hubiesen dejado en su espíritu mientras paseaba. Después, si no tenía nada más importante que hacer o que registrar en sus cuadernos y hojas parroquiales, se preparaba en la cocina su comida, si bien no solía variar mucho ésta de los garbanzos y patatas habituales con los que casi se alimentaba hasta bien entrada la noche.
Una tarde que coincidió en la sacristía con su querido y venerado párroco trabó con él conversación muy amistosa sobre las gentes de Elvira que lo animó a opinar sobre ellas y a exponer lo que pensaba acerca de determinados vecinos. Como ocurría casi siempre, era don Manuel quien más hablaba, amparado esta vez en el profundo y vasto conocimiento que sobre sus feligreses tenía, a pesar de que se reservaba secretos e intimidades que habían sido revelados a él en el confesionario.
Don Antonio estaba sentado en una butaca con las piernas cruzadas después de que hubiera dado por finalizada su tarea, mientras don Manuel permanecía de pie con el cuerpo ligeramente apoyado en la mesa de su escritorio, manifestando desde allí todo lo que se le venía a las mientes acerca de aquello. Había, pues, entre ellos una gran distancia que sin embargo no impedía que se entendieran y se comunicaran sin dificultad ninguna, como si de ese modo cada uno pudiese expresar mejor lo que quisiera, sin las exigencias que en otro caso impone inevitablemente una mayor cercanía.
Habían hablado ya más de una hora cuando don Antonio quiso desviar la conversación no sin cierta indecisión hacia el tema que más le venía inquietando últimamente, aunque para eso había de vencer no sólo aquella distancia sino también las fragosidades de palabras y de gestos que el otro le oponía en su intento. Consciente de que había llegado el momento de hacerlo, tuvo que cortarlo para apuntar francamente en la dirección que a él le interesaba, por lo que aprovechando una breve concesión del párroco no dudó en inquirir si estaba casadera la hija de don José. Por supuesto, la sorpresa de aquél fue mayúscula, ya que a pesar de sus consejos nunca había esperado que su sacristán hubiera estado dispuesto a dar aquel paso; pero en lugar de responderle de inmediato, como hubiera sido lo más normal o lo que don Antonio había deseado, buscó el modo de que éste se sintiera más interesado por la información que de seguro él guardaba y que tarde o temprano había de facilitarle, quizá cuando hubiese apurado el goce que tal espera le causaba. Fue después de varios rodeos y explicaciones en que se demoró en datos que sobre don José conocía, acopiados a lo largo de todos los años que llevaba al frente de la parroquia de Elvira. Don Antonio había abandonado ya su postura anterior e inclinado un poco hacia delante apoyaba los codos en las rodillas, como si quisiera así prestar más atención a su interlocutor, que se paseaba ahora de un lado a otro de la sacristía, fingiendo que se detenía en observar cualquier detalle de ella mientras continuaba su charla. Cuando ya tuvo a bien que ésta recayera en el punto solicitado, volvió a colocarse en la posición que había ocupado antes y, sujetándose de nuevo con las manos en el borde de la mesa, expuso por fin lo que don Antonio estaba esperando. “Si buscas una mujer con quien casarte, no has podido elegir mejor”, le dijo en tono sentencioso, posando en él sus ojos con gesto relajado. Don Antonio a su vez bajó los suyos como si no tuvieran fuerza suficiente para resistir el peso de la mirada escrutadora que los de aquel predicador empedernido ahora le lanzaban. Entonces, al ver el efecto que sus palabras habían causado, dejó volar de nuevo su afanoso discurso saltando con insistencia sobre las altas cotas que en su mente representaban las virtudes que había de reunir la esposa cristiana, antes de recomendar encarecidamente que debía hablar con don José para confiarle a él la feliz inclinación que tomaban sus afectos. Repuesto del primer impacto que le ocasionara aquella atrevida revelación, don Antonio contestó que no tardaría en hacerlo.

A la mañana siguiente, cuando aún resonaba en su memoria todo lo que había conversado y dispuesto la tarde anterior, encontró él a don José en un camino de la vega charlando con otro campesino acerca de los riegos que habían de efectuarse ese día. Al verlo, debió de considerar que era oportuno aproximarse a saludarlo por si tenía la oportunidad de hablar con él a solas de aquello que había planeado. La suerte quiso que aquel campesino se marchara pronto y que ambos se quedaran discurriendo sobre el estado que ofrecían los frutos ese año, para lo cual no dudaron en tender la vista por aquel espacio de vega que tenían delante, como si de esa manera refrendasen de un modo más claro lo que estaban opinando. Las mieses habían cobrado ya ese color amarillo que precede a las cosechas o que es indicio inmediato de ellas; de una forma caprichosa, se combinaban y alternaban con el verde purísimo de los últimos sembrados y con el más basto y oscuro de los herbazales y abrojos que crecían en balates y en senderos menos transitados. Se distinguían las siluetas de algunos árboles y el contorno grisáceo de algunas casetas, en medio de una efervescencia azul que adquiría por instantes transparencias y matices de una vasta acuarela. Sobre la mancha tornasolada de las choperas más cercanas, se elevaba la inmensa bóveda del cielo, cubierta en uno de sus extremos por los frescos naturales de la sierra, entre los que despuntaban los blancos trazos que quedaban de las últimas nieves.
Visto allí, en aquel ambiente, don José presentaba un aspecto aún más sencillo que el que tenía de ordinario, ya que su calzado y vestimenta apenas diferían de los que podía llevar cualquier otro labriego; su cara atezada y llena de arrugas aparecía además algo borrosa bajo su sombrero de paja, como si sus rasgos hubieran empezado también a confundirse y a tomar un mismo corte.
Don Antonio, por su parte, casi no mostraba variación con respecto a la figura o al comportamiento que por lo común seguía, si no era una mayor inclinación a interesarse por los asuntos ajenos, que se echaba de ver especialmente en la manera como atendía en aquellos momentos al padre de María Dolores.
Luego que hubieron departido sobre el devenir de las cosechas, don José propuso que hicieran el camino de regreso juntos, pues era más que probable que dentro de poco el calor arreciara y ya no fuera tan agradable su estancia en el campo.
Propenso a descubrir aquella mañana lo que dentro de su cabeza hubiera maquinado, don Antonio pidió a su acompañante que le informara acerca de su familia, sobre la cual creyó pertinente afirmar que apenas sabía nada. Don José comprendió al instante que no debía desaprovechar ocasión tan venturosa para referirle todos los encantos y buenos principios que caracterizaban a su hija, y, después de exponerle brevemente la situación en que se hallaban las que ya estaban casadas, empezó a hablarle con no disimulado orgullo de la que aún continuaba soltera, de la que no tuvo reparos en decir que era a su juicio la que más dones atesoraba. Lo certificaba él, que había conocido muy bien a las otras y que tenía ahora la satisfacción de contar en la casa con María Dolores, quien ya había dado sobradas muestras de que superaba a las hermanas en cariño y buena disposición de ánimo. Le dijo también que era una mujer con una gran personalidad, dotada de una enorme discreción que le hacía tomar siempre las decisiones más acertadas. Por supuesto, don José se expresaba a su modo, en el cual era fácil advertir el uso de términos y de frases que eran muy frecuentes por aquellos pagos. A veces se paraba y miraba a los ojos al maestro con objeto de subrayar lo que estuviese diciendo, en tanto que trataba de comprobar el interés que su discurso suscitaba. Don Antonio caminaba a su lado, atento a cada palabra que él pronunciara o a cada gesto o insinuación que en su rostro vislumbrase.
“Por eso no se ha casado María Dolores concluyó el viejo labrador una vez que hubo llegado a aquel punto del diálogo, no se ha casado porque ha meditado siempre muy bien lo que más le convenía y nunca ha quedado satisfecha de los pretendientes que a ella se arrimaban”. “Una mujer con criterio”, aseguró al fin don Antonio al hilo de aquello. “Sí, una mujer que siempre ha preferido hacer caso de sus sentimientos o de las corazonadas que acerca de los hombres tenía”, añadió don José después de realizar una nueva parada y de mirar con fijeza a su acompañante para calcular el efecto que aquellas palabras habían de causarle. Acostumbrado a ocultar sus emociones, éste parecía que no se conmoviese por nada, y aquél tuvo aún que abundar en las excelencias de la hija, ponderando ahora las buenas obras que hacía y la gran confianza que había depositado siempre en la Providencia. Don Antonio miró a su vez el paisaje mientras el otro reanudaba ya la marcha con más decisión que antes, contento con todo lo que le estaba sucediendo aquella mañana. Al maestro no se le ocultaba esto y, luego que hubo contemplado con cierta delectación el campo, opinó que debía estar muy orgulloso de María Dolores si realmente era ella como él la pintaba. Don José reconoció que había exagerado un poco, llevado del amor que siempre le había profesado, y don Antonio objetó que no sería así cuando a él se le veía tan entusiasmado con aquello que de su hija refería. El labrador no cabía en sí de gozo y una y otra vez trataba de ajustarse mejor el sombrero como si con aquel gesto procurara atenuar el nerviosismo que el estado de ánimo en que había caído le ocasionaba. Como no tenía nada más que decir, intentó dar aún más velocidad a sus pasos, obligando a don Antonio de esta manera a hacer también lo propio. Durante un rato caminaron en silencio, abstraído cada uno en lo que por su mente o por su corazón estuviese pasando. Cuando ya se divisaba el pueblo, tendido en el borde mismo de la vega como un abandonado despojo que un misterioso oleaje hubiese allí arrojado, el impasible sacristán admitió que dadas las condiciones que María Dolores reunía quizá era ella la mujer que él andaba buscando; le dijo que no podía ser de otro modo, pues había hecho promesa de no tratar a ninguna si no merecía verdaderamente la pena, pero que ya que creía haberla encontrado no estaba dispuesto a dejar de conocerla. Henchido de satisfacción, don José no pudo por menos que acordar con él la forma en que lo haría: se le ocurrió que era lo más apropiado que les rindiera una visita cuando quisiera y que así aprovecharía para ir hablando con ella por si en el futuro había de nacer entre los dos una relación más estrecha.
La vega era ya un mar de plata cuando estas cosas se decían, un mar tumultuoso en el que se sucedían fulgores y brillos muy variados, producidos por la reverberación de la luz en la superficie que tal impresión causaba.

Doña María era una mujer muy callada, o por lo menos eso era lo que parecía a primera vista, cuando uno empezaba a tratarla. Esta inclinación, sin embargo, la compensaba con la facilidad con que sonreía y con la buena educación que en seguida se advertía en las maneras como atendía a las personas que con ella se relacionasen. Era, como la hija, ancha de caderas, aunque su cuerpo ya se curvaba hacia delante, quizá un tanto agobiada por el peso de los años y de las responsabilidades que en él hubieran ido influyendo. Tenía el pelo cano, recogido atrás en un moño que a veces había de arreglarse para que no se descompusiera. Su cara, en cambio, se conservaba bien y apenas mostraba los efectos que de su edad avanzada cabía esperar. Sus ojos eran marrones y con frecuencia relampagueaba en ellos el brillo de una mirada intensa, una mirada de mujer tímida que observa con asombro y con cierto recelo todo lo que a su alrededor acontece. Vestía de un modo muy sencillo, quizá un poco anticuado para la época, de lo cual se infería que a ella no debía de preocuparle en absoluto el paso de las modas o la forma en que hubiera de presentarse. Llevaba un delantal muy grande que cubría gran parte de sus ropas y unas zapatillas de orillo que posiblemente se calzaba para estar más a gusto en la casa.
Apenas hubo saludado a don Antonio, se aprestó a ir a la cocina para agasajarlo con un café y unos dulces de su rica repostería. Mientras los preparaba, don José se quedó con él en el comedor charlando de las tareas que realizaba aquél en la sacristía, de donde había venido para cumplir con la visita acordada. María Dolores llegó después ataviada de una manera más vistosa y elegante que la madre, como si en ella el cuidado de la ropa fuera un deber ineludible. Tenía un mantón azul echado sobre los hombros que combinaba muy bien con el vestido de dos piezas que se había puesto. Después de un breve intercambio de saludos, se instaló en una de las sillas de anea que en aquella sala había, un poco apartada de donde ellos se habían sentado.
Acomodados en sendas butacas que al otro lado de una mesa se hallaban, continuaron los dos conversando sobre los asuntos que más les agradasen mientras María Dolores callaba y aguardaba una ocasión más oportuna para terciar en el diálogo. Al poco tuvo que levantarse ella para coger del aparador unas tazas en las que servir el café que ya había preparado su madre, al ver que ésta regresaba de la cocina con una jarra humeante y una bandeja llena de dulces.
Durante algunos minutos no hicieron casi otra cosa los cuatro que dar cuenta de la sabrosa merienda que doña María había llevado, si bien a veces don Antonio procuraba corresponder con aquel agasajo con algún que otro comentario en que ensalzara la bondad de lo que estaba probando.
Luego que hubieron cumplido con esta parte de la visita, quiso don José que él les hablara de cómo funcionaba la escuela y de cuál era el comportamiento que en ella tenían los niños, pues debía ser éste un tema en el que podía explayarse. Sin embargo, don Antonio fue escueto y conciso en su intervención, quizá porque no había hallado aún el punto necesario de desenfreno para dar rienda suelta a todo lo que se le ocurría. Se limitó a decir que la escuela era algo que hacía mucha falta en el pueblo y que a los niños se les notaba cada vez más contentos y animados a medida que transcurrían las clases. Entonces, al comprobar que su plan no daba resultado por esa dirección, ensayó don José por otra no menos interesante que la que acababa de abandonar, no sin antes aventurar lo que él mismo había observado en su incursión por aquel escabroso terreno por el que ya empezaba a adentrarse. “Me han dicho que intervino usted en la guerra al servicio de nuestro rey Fernando; yo también estuve a punto de alistarme en una partida, pero en el último momento no las tenía todas conmigo”, le había contado al maestro de improviso a pesar de que no guardaba aquello ninguna relación con lo anterior. Don Antonio, al verse interpelado de tal modo, no tuvo más remedio que responder de forma sucinta a lo que se le pedía: “Sí, fue para mí una experiencia muy dura que jamás podré olvidar”, declaró con gesto contraído como si le doliera en efecto recordarlo. Contagiado por aquella expresión que en su rostro se dibujaba, el anfitrión se dispuso sin querer a remedarla, a la vez que ya le preguntaba por el regimiento en que había servido y por las batallas y hechos que había tenido el honor de presenciar. Con el mismo laconismo de antes, procuró entonces el visitante aclarar aquellas cuestiones, si bien ahora no se advirtió en él ninguna señal por la que se pudiera inferir lo que sobre ellas sentía, sino que más bien adoptó el aire sereno y meditabundo que siempre había mostrado, en el cual nadie hubiera podido tener ninguna opción de penetrar. Don José, sin embargo, lo intentó varias veces, aduciendo ejemplos de casos que habían llegado a sus oídos y que eran para él muy representativos de lo que en la guerra estaba sucediendo. La esposa y la hija se habían convertido a esas alturas en meros testigos de aquella conversación, por lo que apenas hacían nada por participar en ella. Doña María esbozaba a veces una casual sonrisa como reflejo inmediato de lo que el marido estaba exponiendo, sobre todo cuando éste añadía una pizca de humor a aquellas narraciones o cuando ponderaba tal cualidad con la exageración a la que son tan propensos ciertos individuos con el fin de captar la atención de la concurrencia. María Dolores, mientras tanto, permanecía en actitud expectante, las manos colocadas una sobre la otra en el borde de la mesa.
La verdad es que todo habría discurrido de igual modo si no hubiera sido por una inesperada y enérgica intervención de don Antonio, que se había debido de sentir profundamente conmovido por las cosas que relataba don José y por los terribles recuerdos que ellas suscitaban con toda seguridad en su memoria. “En una guerra nunca habrá vencedores”, proclamó con dolorido acento, dirigiendo su mirada alternativamente a cada uno de sus oyentes, que en esos momentos no podían sino asentir a tan apabullante afirmación. “El ser humano lleva en sí una bestia que se despierta al contacto de pasiones turbulentas: nadie que no la haya visto rugir y abalanzarse sobre el contrario puede imaginar lo que es capaz de hacer en plena exaltación de su fuerza”, arguyó después sin dejar de mirar a su asombrado auditorio. Don José estuvo a punto de decir algo, pero fue María Dolores quien se le anticipó para expresar su deseo de que jamás volviera a producirse ninguna guerra. Don Antonio, sin embargo, se lamentó de que aquello no fuera muy probable que ocurriese debido a las salvajes inclinaciones de los hombres y a las iniquidades a las que ellas fatalmente los conducen. “Es horrible”, concluyó María Dolores con débil voz, apesadumbrada de veras por aquella triste realidad. El arrepentido miliciano entonces no quiso parecer demasiado pesimista, y admitió que a pesar de todo algunos hombres también tenían su lado positivo, que había que descubrir entre la maraña de ideas y de tendencias adversas que con frecuencia lo solapaban. Dijo que él mismo se consideraba redimido de tan ominosas experiencias gracias a que supo buscar el modo más digno de escapar de ellas. Lo encontró en la fe, en el consuelo que para él representaba la esperanza de que no todo estuviese perdido y de que al final de los tiempos hubiera realmente una paz regeneradora y eterna. Acostumbrado a leer y a expresar por escrito lo que pensaba, no le debía de resultar difícil tampoco hablar con corrección y elegancia, más aún si cabe cuando la ocasión o el contenido de lo que estuviese tratando así lo requirieran. Tal efecto no podía pasar inadvertido por sus interlocutores de aquella tarde, que impresionados por su desatada elocuencia no hallaban ya la forma de acompañarla.
Cumplido su objetivo, que no era otro sino que don Antonio al fin se convirtiera en el verdadero protagonista, don José dio por buena en aquel punto la conclusión de la visita, no sin antes comunicar al invitado que había sido para él y su familia un gran honor haberlo atendido en su casa y que no dudara en el futuro en volver a ella cuando quisiese o cuando más lo necesitara. Hábilmente confabulados, los esposos permitieron que fuera al final María Dolores quien lo despidiera en el zaguán, consiguiendo así que él pudiera hablar a solas con ella.
Estuvieron los dos allí opinando sobre lo mismo que se había conversado antes y, a pesar de que don Antonio apenas añadía nada nuevo, lo decía todo con tal claridad y tal profusión de ideas que ella no tenía más remedio que abundar en las mismas razones que él esgrimía para dar mayor relieve a sus argumentos.
Esto sirvió de algún modo para que desapareciera aquella sensación de extrañeza que antes los alejaba y para que en el último momento acordaran de una manera todavía inconclusa e indecisa que habían de verse a fin de charlar acerca de otros asuntos y temas que la propia vida les deparara.

A lo largo de aquel verano se sucedieron, en efecto, nuevas oportunidades de platicar en privado al término de las visitas que el maestro de Elvira tenía a bien procurar a aquella respetabilísima familia. En el transcurso de ellas fue naciendo entre él y María Dolores una amistad que muy pronto se convertiría en cariño y en deseos ardientes de volverse a encontrar en el mismo lugar de sus citas habituales, en el zaguán aquel donde habían empezado a conocerse la primera vez que él se personó en la casa.
Luego, más adelante, cuando la relación discurría por cauces más normales y era pregonada en el pueblo como una novedad insospechada, los encuentros comenzaron a producirse todas las noches tras la reja de una ventana que daba a la calle, como un acto que era casi una especie de ritual entre los que se tenían ya por novios y al que ellos no pudieron de ninguna manera tampoco sustraerse, impelidos por la tradición que los obligaba a repetir lo que veían indefectiblemente en otros.
Como era de esperar, no pararon de sucederse las habladurías acerca de la naturaleza y los pormenores de aquel noviazgo, que muchos no vacilaban en calificar de insólito a tenor de los antecedentes que se le hubiesen adjudicado a él, la mayoría de ellos basados en falsas conjeturas o en hipótesis demasiado arriesgadas. Por eso, no pocos empezaron también a estimar de otro modo a María Dolores, a la que hasta entonces habían dado en considerar como mujer con escaso atractivo. Dudaron si no tenía algún don especial que ellos no hubieran descubierto, alguna cualidad secreta por la que don Antonio se hubiese enamorado. Las mujeres, sobre todo, no dejaron de sentir envidia de ella, aunque la verdad es que ninguna habría sido capaz de hacer lo que su vecina había hecho, principalmente porque lo veían a él como un ser muy raro o tal vez muy superior que vivía en un mundo distinto del que los demás frecuentaban, un personaje dotado de un halo fantástico de irrealidad o quizá de una suprema gracia que lo volvía casi inasequible a los ojos de sus atónicas observadoras.
Sin embargo, a María Dolores no debía de parecerle tan extraño, pues había entablado con él fácil relación desde el comienzo, propiciada por el clima de confianza que se había generado en su casa. Ajena a los rumores que sobre su persona circulaban por el pueblo, supo hallar en don Antonio al hombre que desde siempre había estado buscando, tal como ella en su imaginación había deseado más o menos que fuese.
Para él, en cambio, no resultaba aquello el final de ningún proceso, ya que nunca había soñado para sí que su vida hubiera podido ser completada por nadie. Fue más bien una súbita revelación, producida quizá por una breve concesión de los sentidos, un repentino deslumbramiento que había acabado por cegar y trastornar su conciencia, en la cual poco a poco iba cediendo ahora su razón ante el empuje incontenible de los sentimientos que en ella se generaban a medida que tomaba contacto con la realidad circundante. Una fuerza que en él acaso hubiese permanecido dormida durante mucho tiempo se despertaba de pronto, arrebatándolo del tranquilo estado en que vivía. Comprendía que nada había de tener ya sentido si no se dejaba arrastrar por aquella impetuosa corriente y, luego que conseguía que ésta lo trasladara al puerto al que había de conducirle, comenzaba a disfrutar de lo que allí la Providencia parecía que hubiera determinado que se le proporcionase. Así, en los momentos de mayor exaltación y gloria, podía alborozarse con el salmista por los bienes con que el Señor ahora lo colmaba.
Una vez y otra leía la Biblia con la excitación de quien sabe que hallará en ella la corroboración de sus elevados propósitos. Leía por las mañanas y también por las noches de manera ininterrumpida, deseoso de encontrar en aquellas páginas un trasunto de su propia existencia, cuyo curso había seguido en otras épocas derroteros llenos de curvas y de sinuosidades sin término. Salvado de tales contratiempos, se sentía en la actualidad guiado por mano que nunca habría de permitir que cayese en faltas de las que después pudiera arrepentirse. Estaba seguro por ello de que se dirigía por el camino acertado, a pesar de que a éste a veces lo flanqueasen profundos precipicios o terrenos más escabrosos, sin los cuales esta vida no sería sino una vana ilusión pasajera.
Se acostaba más tarde que de costumbre, entregado al dulce reclamo que en su imaginación de continuo se barruntaba como una luz que en su interior alumbrara las zonas más superficiales de su memoria, entre las cuales no cesaba de insinuarse la amable figura de María Dolores, recordada por él con la ardorosa constancia que el amor le prestaba. Sus ojos otoñales, en los que llameaba por un instante su pasión escondida, se le representaban entonces como expectantes vigías de sus noches en vela. Ojos otoñales en los que él se miraba cuando estaba junto a ella y que besaba a su vez siempre que se cruzaban con los suyos. Ojos de una belleza singular que irradiaban felicidad y confianza y sosiego infinito. Ojos como un mar de dulzura en el que él se sumergía y navegaba montado en la barca sin remos de sus recuerdos. Ojos del tamaño de su dicha, hechos a la medida de sus sueños, ojos que miran y dicen y penetran y saben del corazón que conquistan y enamoran.
Tal era lo que sentía él por las noches en su cuarto, desvelado por la acuciante picadura de la ausencia, mientras su mente poco a poco se perdía en un bosque de intrincadas sensaciones y de sorprendentes hallazgos.
Por las mañanas, por el contrario, todo era para él alentadora promesa, anuncio feliz de una conquista que hubiera que renovar y consolidar a diario, supremo don que el aire contuviera entre su invisible plumaje o que la luz dibujara con sus múltiples reflejos irisados.
Tras la reanudación de sus clases, el trato con los niños también llegaría a dispensarle agradables sensaciones, tiernos presagios de los instantes que luego habían de aguardarle al lado de María Dolores, instantes en los que nada contravenía ni conturbaba el maravilloso discurrir de sus sentimientos y de sus palabras llenas de emoción y de extático goce.
Como un sueño, aquello se interrumpía cuando ya las sombras de la noche amenazaban a vagar por todos los sitios y en el cielo aún podía verse una difusa claridad rojiza como un resto del crepúsculo que ya había terminado.
Así, de este modo, iría transcurriendo el tiempo, hasta que al fin aquel noviazgo se dio por consolidado y don Antonio tuvo que acordar con su futuro suegro la fecha en que habían de celebrarse los desposorios. Fue todo muy rápido. Don José habilitó una casa de su propiedad para ellos y dispuso que la escuela continuara en el mismo lugar de antes después de que se remozara un poco y se efectuaran en ella algunos arreglos que se consideraban importantes. Determinó también que su hija aportara como dote una de las muchas hazas que él labraba, con la cual podría el matrimonio contar con una fuente de ingresos más estable.
Corría el mes de mayo cuando se casaron, en un día azul que invitaba al optimismo y a la fe en un futuro más o menos próximo. La ceremonia religiosa fue sencilla y al mismo tiempo bastante emotiva, en especial para los novios y para las personas que habían deseado estar presentes en una ocasión tan señalada.
Para conmemorarlo, se celebró después una pequeña fiesta en la casa de don José a la que asistieron todos los miembros de la familia y un gran número de parientes y amigos, entre los que figuraba como principal invitado don Manuel, convencido de que aquella boda había supuesto uno de los hitos más destacados que habían tenido lugar en la parroquia.
La vida para los recién casados tomó a partir de entonces una nueva dirección, como si al haber dado aquel paso hubieran torcido por un camino que ellos desconocían y del que todos sin embargo hablaban a veces con sincero entusiasmo. Durante los primeros días se les hizo muy agradable, pues a cada momento los iluminaba el sol de su ilusión y todo lo veían teñido del color que se les antojaba más idóneo. Imbuidos de nobles ideales, concibieron hermosos proyectos que habían de emprender juntos, la mayoría de ellos relativos a los frutos que esperaban obtener de su matrimonio.

El haza que les correspondió como dote era de más de veinte marjales de tierra bastante fértil, situada en uno de los pagos de Elvira que tenían mejor suministro de agua, no lejos del camino real por el que se iba a Granada. Al principio don Antonio se dejó aconsejar por su suegro, ya que él casi ignoraba por completo la forma en que había de labrarse aquel terreno. Contó también con la ayuda inestimable de Octavio, que era un peón de confianza de aquél y que se encargó desde el comienzo de realizar las principales faenas que había que hacer allí. Todo en él era bondad y generosa entrega, fruto de un alma que no se reservaba para sí nada que a otros pudiese beneficiar. Era ya mayor, pues debía de frisar en los sesenta, y sin embargo parecía que no le afectasen en absoluto los trabajos con los que a menudo tenía que enfrentarse, curtido como estaba por los años y por los duros servicios que a lo largo de su vida había llevado a cabo.
Como más tarde tendría ocasión de comprobar don Antonio, era ante todo Octavio un hombre sencillo y humilde, cuya mente apenas alcanzaba a conocer y a dominar más asuntos que los que estuviesen directamente relacionados con el campo. Era, a pesar de eso, un tipo divertido que sabía atraer la atención de los demás y que nunca se mostraba enojado por nada, quizá porque tenía una especial habilidad para disimular sus sentimientos, acostumbrado siempre a obedecer órdenes y a complacer deseos e ilusiones ajenas.
Era pequeño de estatura Octavio, de talle más bien grueso y andares ceremoniosos, con el pelo muy blanco, los ojos claros, el cuello lleno de pliegues y arrugas. Su forma de vestir apenas se diferenciaba de otras que se observasen en la vega; solía llevar un sombrero de paja que de continuo se echaba hacia atrás para enjugarse las gotas de sudor que corrían por su frente.
A medida que lo trataba, se iba dando cuenta don Antonio de la clase de hombre que era Octavio y de las nobles cualidades que adornaban su persona, por lo que no tardó mucho en intimar con él y en tenerlo como uno de sus mejores amigos. Le gustaba, en efecto, charlar con él de lo primero que se terciase, confiado en que siempre había de hallar una respuesta afectuosa y un trato que jamás podía defraudarle.
Para don Antonio, Octavio llegó a encarnar el espíritu más genuino de Elvira, una forma de ser que no se hubiera visto nunca contaminada por vanas inclinaciones o por infames arrebatos; a través de él, comenzó a comprender de un modo más claro a todos aquellos aldeanos con los que de ordinario se encontraba, al tiempo que empezaba también a identificarse con ellos y a entender y secundar sus principales costumbres.
Entre otras cosas, aprendió a valorar la enorme importancia que para todos tenía el agua, o, más exactamente, el uso que de ella hicieran, en especial durante los meses en que era más necesaria para los frutos. Entonces la mayoría de ellos se volvían egoístas y sólo procuraban salvar sus propiedades, aun a costa de los que tuviesen como vecinos. A causa de tales atropellos, era muy común que surgiesen rencillas y enfrentamientos que únicamente se solventaban con una intervención oportuna o con un repentino e improvisado arreglo entre las partes discordantes.
Más de uno, sin embargo, se resistía a avenirse con su eventual contrario hasta que éste no reconociera al menos el daño ocasionado, por lo que las disputas se prolongaban a veces más tiempo del que en un principio cabía sospechar. Don Antonio, como hombre de paz y de una reputación muy afianzada, no dudó tampoco en intervenir en algunos litigios de los que él mismo hubiese sido casual testigo, tratando siempre de encontrar un punto de acuerdo o una fórmula por la que los contendientes se sintiesen menos enconados.
No contento con ello, dio después en dibujar una especie de plano en el que aparecían todos los pagos de la vega con los distintos ramales de agua que por ellos circulaban a fin de establecer unos turnos y unas normas elementales que regulasen los riegos y que arbitrasen también las medidas pertinentes para corregir las transgresiones o las faltas que se cometiesen. Por mediación de Octavio, reunió más tarde a todos los labradores de Elvira en casa de don José y les dio a conocer su proyecto. Era tal la necesidad que se tenía de que existiese algo que evitase sus desmanes, que nadie planteó ningún tipo de reparo a que se llevase a cabo; y puesto que había sido a él a quien se le había ocurrido, se determinó también allí por unanimidad que fuese él precisamente quien se encargara de velar por el cumplimiento de todo lo que en aquel plan aparecía recogido.
Tales diligencias vinieron a coincidir además con el nacimiento del primer hijo de don Antonio, por lo cual apenas le quedó ya rato libre en que pudiera dedicarse a otra actividad que no tuviera que ver con alguna de las muchas ocupaciones en que andaba enfrascado. Su vida llegó a alcanzar así un ritmo casi frenético, si bien él poseía el don privilegiado de organizar sus tareas de acuerdo con un orden riguroso que pocas veces había de alterar o corregir para que primasen otros quehaceres que no hubiesen estado previstos. A muchos les asombraba esta enorme capacidad de trabajo que tenía; en el colmo de su perplejidad, alguno atribuyó incluso tal eficacia a cierto género de santidad del que don Antonio estuviese dotado, pues no dejaba de sorprender todo lo que él podía hacer en Elvira.
A su primer hijo le pusieron por nombre José a causa de la devoción que los dos esposos profesaban al padre de Jesús, a quien tenían por costumbre encomendar la concesión de cuantas gracias creían imprescindibles para su salvación.
Había nacido José más sano que hermoso, algo que en aquel tiempo no debía de ser considerado poco halagüeño. Desde el primer momento se quiso ver en él un cierto parecido con su progenitor, quizá porque era ésta la tendencia que solía seguirse con mayor propensión en los pueblos. Se dijo así que miraba con la misma fijeza y atención que él y que su cabeza había de tener en el futuro iguales proporciones que las suyas, comentario que don Antonio no podía tomar a mal porque sabía que era emitido con la mejor de las intenciones.
Para María Dolores, José representaba la feliz culminación de su principal deseo, la prueba más grande del amor que Dios permite experimentar a sus criaturas. Durante algunos días vivió embargada por la emoción, satisfecha de las competencias y obligaciones que ahora le correspondían como madre. Este celo de ella dispensó en gran medida a don Antonio de los cuidados que a él habían de tocarle, por lo que pudo así atender con regular solvencia todos los asuntos que continuaban a su cargo.

Eran dos los contrincantes más afamados durante aquel año, con los cuales don Antonio se vio obligado a mediar para que su disputa no tuviera consecuencias más graves. Uno era Juan el Cabezón, cuyo apodo apelaba claramente a la naturaleza de que estaba provisto tal sujeto, o más bien al carácter al que lo conducía su genio atestado y furibundo. Era pequeño y de condición casi enjuta, pero parecía que suplía sus carencias físicas con la energía que su espíritu exaltado desplegaba, la cual tendía a concentrarse principalmente en las miradas de desafío que de sus ojos irradiaban cuando la cólera o la contrariedad lo encendían.
El otro contendiente era nada menos que Tomás González, famoso en el pueblo también por sus fierezas y arrebatos insufribles, más empecinado si cabe que el Cabezón aunque a él no se le hubiera apodado con el mismo sobrenombre, tal vez por el temor de que arremetiera contra el que hubiera osado llamarlo así.
Tomás, sin embargo, contaba con una complexión más robusta que su rival, por lo que era fácil que le venciera si entraba en combate con él. Tenía, además, unas manos enormes con las que podía desjarretar una fiera y una voz ronca que siempre sonaba con gran aparato cuando había de exponer sus razones ante los demás.
Aquella vez el ofendido había sido Tomás González, aunque dado su temperamento muy pronto se hubo de convertir también en ofensor. Según afirmaba, el Cabezón le había acabado debiendo doscientos reales de unas faenas atrasadas que él le había hecho el año anterior, y, ante la negativa del otro, no había tenido otra salida que decir que era un ladrón; así que la contienda ya estaba iniciada y sólo faltaba que alguno de los dos la encrespara aún más con sus enconadas intervenciones, sin las cuales sus respectivos genios les habrían causado un verdadero cataclismo interior.
Ninguno se pudo contener, efectivamente, entonces: a los insultos y amenazas de uno les respondían las injurias y bravatas del otro, de modo que aquello iba tomando ya un cariz demasiado feo. Octavio, que los conocía bien, no dudó en alertar a don Antonio para que mediase cuanto antes en el conflicto; como sabía el sitio de la vega donde ocurrían tales encuentros, lo llevó una tarde allí para ver si se avenían a lo que él les propusiera.
El lugar no estaba muy retirado de la finca que le había cedido su suegro, a escasa distancia de una alameda por la que circulaba un arroyuelo que surtía de agua a toda aquella zona. Antes de que ellos llegaran, se encontraban ya allí los dos individuos, dispuestos a ofenderse y a iniciar una vez más la pendencia. Tomás González se revolvía contra su rival con ánimo ya de aplastarlo con sus pesadas manos cuando se presentaron por fin don Antonio y Octavio, algo impresionados sin duda por lo que estaban viendo. El que iba a ser aplastado se acercó entonces a saludarlos, dejando al gigante por ello muy contrariado. Éste apenas se movió de donde se hallaba como si fuera aquél precisamente el sitio desde el que pensaba arremeter al final contra su enemigo. “¿Huyes de mí?”, clamó en seguida con voz airada al ver que la presa se le perdía, sin apartar un instante de ella su torva y terrorífica mirada. Don Antonio entonces estuvo a punto de hablar con él, pero se le adelantó el interpelado, decidido a poner a prueba su valor en presencia de los dos visitantes, temiendo acaso que éstos después comentaran que se había amilanado ante la ferocidad con que el otro lo retaba. “Yo no huyo de naide”, le contestó al tiempo que se colocaba a tres o cuatro varas de él, mirándolo sin ningún miedo a los ojos a pesar de que para ello hubiera de quedar en una postura que más parecía de arrobamiento que de auténtico enojo. Duró aquello unos momentos que al maestro y al mayoral de don José les resultaron casi eternos; sobrecogidos, no se les ocurrió otra cosa que escrutar con temerosa prevención cada movimiento o cada gesto que Juan o Tomás hacían, hasta que al fin éste avanzó unos pasos y, en lugar de descargar su furia contra aquél, se llegó hasta donde estaba don Antonio para que él con su contrastado juicio dictaminase sobre el caso. “Vusté dirá”, le espetó después de que se lo hubo referido con sus rudas y atropelladas palabras.
El improvisado juez comprendió al punto que no debía ponerse de ninguna de las dos partes, ya que así evitaría que la que saliera perjudicada la tomara a continuación con él; era difícil, sin embargo, encontrar un término medio que se ajustase a tal propósito, y lo único que acertó a decir fue que no era bueno que estuviesen enfrentados y que tenían que comportarse como personas civilizadas, para lo cual era preciso que se olvidaran de sus pasadas rencillas y que empezaran a ver las cosas con más calma.
Quizá porque hubiesen estado predispuestos a obedecer a don Antonio o tal vez porque sus palabras hubiesen tenido en ellos un efecto mágico, lo cierto es que tan pronto como las escucharon les dio por adoptar una actitud menos beligerante, más próxima a la discusión que suele producirse entre amigos que al odio fratricida que antes parecía inspirarlos.
Aprovechando tal coyuntura, Octavio intervino para bromear sobre los tiempos en que los tres jugaban de pequeños en la corraliza de uno de ellos, sobre lo cual no quiso Tomás perder ocasión tampoco de evocar las veces que soltaban uno de los mulos que allí había para verlo trotar como si se hubiera vuelto loco hasta que finalmente acudía alguien a reducirlo y a devolverlo con paciencia a la cuadra de la que se había escapado. “Éramos mu malos”, apostilló al hilo de aquello el otro contrincante, reducido como el mulo ahora a una condición más conciliadora.
Don Antonio, por su parte, no daba crédito a lo que había pasado, pues él nunca hubiera imaginado que el carácter de aquellas personas pudiera ser en el fondo tan maleable. Con este caso y con otros que le ocurrieron por aquella época, fue tomando conciencia de la clase de gente con la que se relacionaba, hasta entonces un tanto alejada de los asuntos que a él más le habían interesado.

Un poco después de este suceso tuvo lugar el nacimiento de Antonio, su segundo hijo, cuando ya el primogénito comenzaba a dar sus primeros pasos por la casa, desplazándose de una habitación a otra con las piernas graciosamente arqueadas para agarrar lo que le viniera en gana o para jugar con lo que hallase a su alcance.
A diferencia de José, Antonio nació algo más delgado, tal vez porque lo hiciera antes de lo que se había previsto. Tenía, por lo demás, las facciones muy parecidas a las del hermano, aunque quizá la piel resultaba un poco más clara.
Si el primero había supuesto para los esposos una gran alegría, la llegada del segundo no fue recibida con menos entusiasmo, ya que representaba también un nuevo fruto del amor que entre ellos existía.
En los ratos en que el cabeza de familia se encontraba en la vega, agradecía a Dios la enorme satisfacción que por sus hijos sentía, sin la cual difícilmente podría ahora justificar su propia vida. Le gustaba tender su vista por aquellos contornos, hundirla en la suave claridad que parecía envolverlos. Era todo tan hermoso que su alma se henchía de gozo al mirarlo, al contemplar con prolongado embelesamiento el bellísimo panorama que ante sus ojos se ofrecía. Si era por la tarde y hacía un día soleado, la luz se vertía sobre el paisaje con la alada pureza de una lluvia encantada, una lluvia de sutiles cadencias que fuera cambiando de matices y de notas a medida que avanzaban las horas. Las verdes senaras, los bravos labrantíos, los ribazos y linderos cubiertos de matorrales y arbustos silvestres, las blancas cortijadas y las norias de fragor soñoliento, las sombrías alamedas de temblores ocultos y profundos misterios, el vuelo detenido de curvas y líneas de montes y de sierras que se perfilan en el azul de las distancias, todo aparecía allí para que él lo disfrutase, imbuido de secreto aliento, de una paz exaltada que se transfería a su ánimo y que lo alejaba de los tráfagos y quehaceres en que de ordinario debía andar envuelto.
Pasaba allí ratos muy deleitosos en que su espíritu, libre de las ataduras mundanas, se fundía a través de sus sentidos con lo que la naturaleza le mostraba, ubérrima en frutos y en colores y aromas que se unían y conformaban en exuberante mezcla. Acostumbrado a dialogar con Dios en sus momentos de mayor regocijo, no podía menos de agradecer a Él que fuese también el autor de tanta belleza; y como si hubiera llegado así a un punto de máxima tensión, descendía después a un estado de feliz abandono y de plácida entrega a los efectos que de su encuentro con el Creador se derivaban.
Cuando ya el sol declinaba tras los montes lejanos, dejando sobre ellos una montera de luz y de rojizas brasas que luego se transformaban en una tenue coloración violeta, don Antonio regresaba por fin al pueblo entre balates llenos de hierba y acequias de agua macilenta, decidido a reanudar sus tareas con más ilusión que antes.
En el mes de julio, solía asistir con su suegro a las labores de la trilla que se realizaban como todos los años en las eras del pueblo. Era aquél el lugar en que se completaba el ciclo de las cosechas después de las duras y fatigosas faenas de la siega. Luego había que aventar con los bieldos y almacenar los granos en cámaras y trojes. Don Antonio admiraba el tesón y el denodado brío con que aquellos hombres de las eras ejecutaban sus trabajos a pesar del calor del verano y de los remolinos de polvo y de paja que en torno a ellos se levantaban. Los veía sudorosos, con las caras ennegrecidas, las camisas anudadas a la cintura, inasequibles al desaliento o a las arduas condiciones en que se movían. De vez en cuando bebían agua de un botijo y continuaban su labor con renovadas energías, como si nada pudiera distraerlos de lo que estaban haciendo. Hombres toscos, dotados de una prodigiosa fortaleza, acostumbrados a soportar innumerables fatigas, quizá porque su vida no hubiera tenido nunca otro sentido. Algunos días prolongaban sus trabajos hasta que se hacía casi de noche, cuando ya el sol se había ocultado tras los cerros de Elvira y todo aparecía envuelto en una borrosa penumbra.
En verano, como era natural, don Antonio disponía de más tiempo para estar con sus hijos, con los cuales muchas veces jugaba en el patio de la casa. Al mayor, a José, se lo había llevado ya con él más de una tarde a la sacristía, adonde seguía yendo con cierta regularidad para anotar en los libros parroquiales todas las novedades que allí se registraban o para tratar de resolver los asuntos que don Manuel le hubiese encomendado.
Había ya cumplido José tres años cuando vino al mundo su segundo hermano. Lo llamaron Miguel en honor al arcángel, y la verdad es que nada hacía presagiar lo que habría de sucederle. Desde el principio se advertía que era más alegre que sus antecesores, pues no dejaba de sonreír cada vez que se le hablaba o se le dedicaba alguna carantoña; casi todas las personas que lo veían coincidían en señalar que se parecía más a la madre, a quien se atribuía también aquel rasgo de cordialidad que ya apuntaba en él de una forma tan clara. Fue por todo ello más adelantado que sus hermanos a la hora de hablar o de desenvolverse por la vida, aunque en más de una ocasión tuvieron sus padres que corregirle su desorbitado dinamismo para que no cayera en peligros que podían acarrearle graves disgustos. Era locuaz y gracioso en sus incipientes intervenciones, con frecuencia aderezadas con gestos y maneras que acentuaban su simpatía y se ganaban fácilmente el favor de sus receptores, lo cual hacía que se disparara su propia estima y que acometiera acciones demasiado imprudentes a pesar de las advertencias que de continuo se le dirigían.
Por ese tiempo los alumnos de don Antonio habían experimentado ya una notable mejoría. Algunos se habían ido, solicitados por sus padres para que trabajaran con ellos en el campo, pero se habían incorporado otros más pequeños, muchos de los cuales eran hermanos o primos de los que aún permanecían en la escuela.
Fiel a sus métodos pedagógicos, don Antonio había logrado efectivamente que progresaran bastante a lo largo de aquellos primeros cursos. La mayoría de ellos sabían ya leer y escribir con cierta soltura, lo cual no debía ser por entonces escaso bagaje, dadas las condiciones y dificultades con que se habían encontrado; los más avanzados habían aprendido incluso a realizar operaciones matemáticas y a resolver los problemas que don Antonio a diario les planteaba.
Por eso, ahora que los veía más desenvueltos, trataba él de instruirlos en otras verdades y principios que pudieran también hacerles falta, como eran aquellos que a su juicio habían de tenerse en cuenta para la comprensión del mundo o para la iniciación en el camino de la fe cristiana, de la que él se consideraba un decidido abanderado. Igual que había hecho al principio, se valía para esto último de todo lo que había leído y meditado durante aquellos años en que su único medio de distracción había sido la lectura de la Biblia o de otros textos de carácter edificante. No sólo les contaba las historias o los episodios que en ellos aparecían, sino que les enseñaba también a valorar la importancia de los signos que en tales ejemplos podían encontrarse, el sentido principal que tenían las acciones o los acontecimientos que con tanto ardor e intención les refería. Don Antonio amaba su trabajo como nunca lo había amado antes, sin duda porque los hechos acaecidos en su familia habían contribuido de alguna manera a que su vocación de maestro se consolidara.
Lo que jamás hubiera podido adivinar él es que no se hallaba en la cumbre de ninguna carrera, como cabía sospechar quizá de tales actividades, sino que más bien se aproximaba a un punto en que el destino había de enfrentarlo con una dura prueba, con la cual concluía precisamente una etapa que para él había sido muy feliz y prometedora.
La vida, siempre tortuosa e impredecible, le iba a deparar en efecto un tremendo y amargo revés; y así, un día que regresó a su casa satisfecho de los logros alcanzados en la escuela, se hubo de encontrar de pronto con que su hijo Miguel había empezado a quejarse de unas dolencias que entonces eran muy comunes entre la población infantil y que causaban a menudo fatales estragos. En seguida se procedió al traslado de los otros hermanos a la casa de los abuelos y se atendió al menor con todos los cuidados que requería el caso. Lejos de venirse abajo, don Antonio procuró actuar en todo momento con la vitalidad y el optimismo que lo habían asistido en los días precedentes, persuadido de que nunca había de ponerse en lo peor y de que aquello podía ser tan sólo una falsa alarma, provocada por la aprensión que solía ocasionar en la gente el anuncio de aquella enfermedad.
Sin embargo, a las pocas horas al niño se le disparó la fiebre, por lo que el padre empezó a pensar que quizá se había equivocado. Lo cierto es que fue todo muy rápido y casi no hubo tiempo después para lamentarse de nada, sino que lo único que había que hacer era aplicar los remedios que el médico prescribiera por ver si se producía el milagro.
La madre, mientras tanto, rezaba al lado de la cuna del hijo, esperanzada a ratos con la idea de que su estado no fuese aún irreversible: a pesar de que el alma se le desgarraba cada vez que lo veía agitarse entre las sábanas, no dejaba de confiar ella en que aquellas convulsiones terminaran pronto, dando paso entonces a una situación más tranquila en la que Miguel estuviese al fin a salvo de las olas de dolor y agonía que lo hubiesen arrastrado antes.
Más tarde, cuando los padres tuvieron constancia de que ya poco podía hacerse, todo se trocó de repente en angustiosa incertidumbre, en penosa espera de un final que casi ya se deseaba como el único modo de acabar con tan insoportables sufrimientos. El niño vino a fallecer una mañana de febrero de 1825. Tenía entonces dos años recién cumplidos.
Don Antonio sintió como si en sus entrañas creciera de pronto un jardín de espinos y de cardos, un jardín sombrío e inhóspito en el que no hallaba descanso su espíritu, acometido continuamente por las agudas punzadas que su misma desazón le producía.
Para María Dolores, la muerte de su hijo significaba el término de una historia en la que antes había creído, frente a lo cual no podía ella sino dejar correr su llanto en señal del duelo y de la tristeza en que se veía sumida. Con tal desahogo no tardó en experimentar un ligero consuelo, justo cuando se disipaban aquellas nubes de angustia que habían abrumado y entenebrecido su alma. Comenzó a vislumbrar una nueva historia que principiaba donde la otra concluía, una realidad en la que Miguel se convertía en algo así como su sombra protectora, o tal vez como su mediador más cualificado con el Padre eterno, con quien ahora ella deseaba estar en permanente contacto.
Su esposo, por el contrario, cayó en un proceso muy distinto, ya que a aquella comezón inicial le sucedió una suerte de pesadumbre que lo tenía siempre muy cabizbajo y taciturno. Con gran esfuerzo conseguía sobreponerse y acudir a sus asuntos con fingida solicitud, igual que había hecho hasta entonces; en la escuela, sobre todo, era donde más trabajo le costaba superar su abatimiento, pues ante los niños no le quedaba más remedio que mostrarse más abierto y comunicativo. Tal empeño, no obstante, descompensaba de alguna forma su comportamiento, porque no bien salía de la escuela reincidía con mayor intensidad en su anterior hermetismo. En su casa no había de extrañar que actuara así, pese a que sus hijos a veces lo encontraban muy triste e intentaban de varias maneras animarlo.
Para mucha gente, el maestro aparecía de nuevo revestido del mismo aire de alejamiento con el que lo habían conocido, aun cuando algunos procuraban justificar ahora su actitud por la difícil situación que atravesaba. Esto hizo que se le tratara con el mismo respeto que antes, ya que muy pocos se atrevían a romper el aura de indiferencia y de voluntario apartamiento que volvía a protegerlo; pero si antes aquella admiración se había convertido en una distancia infranqueable, ahora todos se sentían de algún modo culpables si no le hablaban o no hacían nada por ayudarle a escapar de su aparente aislamiento, pues ya no era considerado como un forastero al que podían rehuir cuando quisieran. Había pasado a ser, por el contrario, uno más de ellos que ocupaba en la actualidad un puesto preeminente en sus vidas, ya que a nadie se le ocultaba que desempeñaba a esas alturas oficios muy importantes en Elvira, sin los cuales nada de lo que entonces había sería probablemente lo mismo. Se había casado, además, con una lugareña, con la que había tenido varios hijos, por lo que era absurdo que no le dispensaran el trato a que les obligaba cualquier vecino.
Fue aquél para don Antonio un periodo menos oscuro de lo que se pensaba, pues al cabo de algún tiempo había comenzado a sospechar que algo nuevo quería Dios transmitirle con aquella amarga experiencia, y, de igual forma que hiciera en anteriores ocasiones, se puso en trance de conocer qué era lo que pretendía comunicarle o cuál había de ser a partir de entonces la dirección que debía tomar para seguirle. Tales meditaciones lo indujeron a profundizar en sus propios sentimientos tratando de hallar el modo más adecuado de encauzarlos y, de tanto ahondar en ellos, volvió a hacerse tan reservado como antes.
Todo cambió cuando un día que reflexionaba acerca de un pasaje de la Biblia comprendió que Dios estaría con él siempre, aun cuando pareciera que los hechos o las circunstancias en que vivía no eran los más idóneos para ello. No, Dios nunca abandonaba a los hombres a pesar de las ingratitudes o de los errores en que con harta frecuencia incurren: Él está detrás de cada ser humano, guiándolo o reconduciéndolo por la senda justa, a veces por asperezas o escabrosidades que no se entienden y que dejan después una profunda huella; Él no se olvida de ninguno, lo sigue y lo devuelve de mil maneras al lugar que más le conviene; es el Buen Pastor que no quiere que ninguna de sus ovejas se pierda, el Padre que todo lo perdona y lo restituye a su estado más puro, el Espíritu de la Verdad que alienta y reconforta a cada hombre, el Amor que crea y orienta y atrae y muere para dar vida, y encuentra la forma de perpetuarse eternamente. Tal era lo que discurrió don Antonio después de haber meditado largamente sobre aquello: fue como una revelación que vino a cambiar una vez más su vida, como así se habría de advertir muy pronto en la presteza y solicitud con que atendía sus ocupaciones.
Por eso, cuando al poco tiempo murió también su suegro, no creyó que el mal se ensañaba con la familia, igual que les hubiera dado por pensar a otros que sólo tuvieran puestos sus ojos en las azarosas eventualidades del destino. Para él, todo lo que ocurriese no era ya más que una prueba por la que había que pasar indefectiblemente mientras durase la existencia, una prueba de la que nadie podía considerarse exento porque era inherente de alguna forma a la propia naturaleza humana.

Tras la muerte de don José, se procedió casi de inmediato al reparto de la herencia según aparecía consignado en el testamento. Correspondió a María Dolores una nueva finca de treinta y cinco marjales que, lo mismo que la otra que se le donara como dote, pasó a ser labrada por don Antonio bajo la tutela inestimable de Octavio, fiel colaborador en todo lo concerniente a los terrenos de los que había sido propietario aquél. Doña María viviría de una suculenta renta que se comprometieron a abonar sus hijas; como mujer acostumbrada a padecer en silencio y a conformarse con lo que le tuviera reservada su suerte, decidió quedarse en su propia casa mientras se pudiera valer por sí misma.
El nuevo estado de cosas en que se vio don Antonio tras estos acontecimientos apenas hizo variar sus propósitos, ya bastante consolidados después de que determinara que tenía que cumplirlos durante el resto de sus días.
Esta resolución tuvo su justa recompensa más tarde, si por recompensa o premio debe juzgarse lo que sucede de forma natural en la vida. Fue ello que unos meses después del mencionado fallecimiento María Dolores dio a luz una hermosa niña. La bautizaron con el significativo nombre de María de los Remedios en atención a la confianza que el padre había tenido siempre en esta advocación, a cuyo pie no pocas veces se había postrado en demanda de auxilios y de favores espirituales.
La verdad es que vino a ser como una bendición: desde muy pequeña la hija aportó la alegría que ya se empezaba a echar en falta en la familia, proclive durante una larga temporada a rechazar toda clase de buenos augurios que ante ella se presentasen; de algún modo representó el contrapunto o el antídoto más eficaz contra el fatalismo en el que casi sin darse cuenta habían acabado por encerrarse todos. Haciendo honor a su nombre, fue en verdad el mejor remedio contra aquella grave atmósfera, la imagen en que habían de mirarse ahora padres y hermanos para recuperar el sentido de la felicidad que habían perdido.
Don Antonio, sin ir más lejos, volvió a sentir sobre sí el efecto de aquella especie de sortilegio que en tales momentos gravitaba sobre la casa, y se mostró aún más solícito y dispuesto a ayudar y socorrer a sus semejantes, sobre todo a los que veía más necesitados de ello, que en aquellos años eran muy numerosos y vivían en unas condiciones bastante deplorables, en chabolas y barracones que ellos mismos se hubieran construido con chapas y restos de materiales que encontraran a su paso en escombreras y en almiares abandonados.
A veces salía a pasear con sus dos hijos mayores, a quienes ya también había comenzado a llevar con él a la escuela para que convivieran con los otros niños y se iniciaran al mismo tiempo en el aprendizaje de las primeras letras.
Tenía especial interés don Antonio en que se familiarizaran pronto con la vida del campo, y casi siempre los llevaba hasta una de las hazas de las que él era propietario y se sentaba con ellos en un ribazo para contemplar todo lo que desde allí podía divisarse. Era grande al principio la atención con que los niños seguían sus explicaciones acerca de lo que estaban viendo. Si había algunos hombres realizando cualquier tarea en la vega, no desaprovechaba entonces la ocasión el padre para referirles en qué consistía y en qué otras cosas había que emplearse antes de que se cosechasen los frutos.
Lo que a ellos, sin embargo, más les gustaba era apreciar cómo iban creciendo las matas en los maizales, primero en forma de unos hilillos tan sólo y después ya de un modo cada vez más claro, casi del tamaño de una cuarta o de una vara incluso, según los cálculos aproximados que efectuaban ellos desde donde estaban apostados.
Les gustaba también jugar en medio de los surcos, trazando caminitos entre los terrones o excavando en ellos grutas y pasadizos que luego se derrumbaban a poco que intentaban agrandarlos.
Con aquellos paseos, trataba don Antonio también de que empezaran a admirar los primores del paisaje, compuesto de cuadros de verdes sembrados y de espacios menos numerosos de barbecho, todos de proporciones y matices bien diferentes, semejantes a retales dispuestos sobre un vasto lienzo circundado por pedazos de turgente alameda o por irregulares elevaciones de montes y sierras que se sucedían en extenso círculo alrededor de tanta belleza.
Los hijos, no obstante, sólo mostraban interés cuando él se afanaba en contarles los hechos más destacados del pasado que habían acontecido en aquellas tierras: como un avezado guía que enseña a otros un conocido panorama, les iba señalando los sitios en los que probablemente habían ocurrido los sucesos que les relataba, aunque a veces no estuviese muy seguro de la localización exacta de algunos de ellos o no las tuviera todas consigo acerca de la veracidad de lo que les decía.
Tales conversaciones tenían lugar con frecuencia frente a un cielo teñido de naranja y de violeta, cuando ya el sol había acabado de ocultarse tras un horizonte de sombrías alamedas y de plomizas montañas, coronadas a su vez por un rojo festón de ascuas encendidas que no se extinguían hasta que no pasasen unos instantes, resueltas al fin en una franja de difusa claridad que terminaba por borrar el negro telón de la noche.
Mientras tanto, en la escuela todo continuaba el ritmo previsto, si bien los resultados principiaban a ser cada vez más esperanzadores, en especial entre los alumnos que llevaban más tiempo en ella y que habían madurado por tanto como el maestro hubiera pretendido. Se les veía a todos mucho más contentos y confiados, incluidos los propios hijos de don Antonio, que ya habían entablado relaciones con los que eran de una edad parecida a la suya.
Algunos días, cuando estaban ellos un poco cansados de sus tareas, se entretenía él en referirles todo lo que sabía acerca del pasado, desde la creación del mundo hasta una época más o menos contemporánea, pródiga esta última en tumultos y persecuciones que a él le costaba un gran esfuerzo recordar, sobre todo porque los había vivido de primera mano y porque ahora sencillamente le parecían abominables.
Aunque procuraba siempre ocultar lo que pensaba sobre la política o sobre algunos hechos recientes, solía decirles que en la historia se cometen a menudo muchos errores y que en ella todo hay que valorarlo de forma relativa, pues a veces lo que se cree en un momento como una verdad absoluta es juzgado con el paso del tiempo de un modo muy diferente a la luz de otros razonamientos y discursos posteriores; así que nada había que tener por cierto hasta que no pasara un número suficiente de años que permitiera una valoración más objetiva de los hechos. En cada época, les decía, priman unas determinadas ideas que se sobreponen a otras que se estiman acaso menos oportunas, lo cual era a su parecer el principal origen de la mayoría de los desmanes y atropellos que se habían producido a lo largo de la historia. “Los poderosos de este mundo argüía con frecuencia creen que no existe más razón que la que ellos tienen: están tan ofuscados que no ven más allá de la realidad que se les ofrece delante; sus ojos y sus labios y su pensamiento sólo se mueven entre los límites que a ellos más les interesan, son esclavos de sus propias obsesiones y acaban despreciando y humillando a todos sus súbditos”. Estas cosas les decía a sus alumnos a pesar de que algunas no las entendían o no estaban aún capacitados para ello, dado que la mayoría todavía no llegaba a discurrir como a él le hubiera gustado que lo hiciera. Sólo Javier, un alumno que entonces descollaba por su sensato juicio y por sus precoces conocimientos, en algún momento se atrevía a exponer lo que él pensaba sobre ideas tan particulares y tan bien expresadas.
Al final terminaron acostumbrándose todos a razonar de aquella manera y , a fuerza de escuchar el mismo discurso, vinieron de igual modo a repudiar a los soberbios y a defender a los humildes.
La historia estaba llena de guerras y de conflictos que nadie alcanzaba a comprender después, les aseguraba otros días con manifiesto desencanto. Eran la consecuencia más lamentable de aquellos errores a los que él siempre aludía en anteriores ocasiones. Nada había por eso más triste que aquella brutal inclinación de los seres humanos, ya que de esa forma perdían la dignidad por la que sin duda habían sido creados. Sólo Jesucristo había venido a traer la verdadera paz al corazón de los hombres, sin la cual éstos se dejarían arrastrar por los instintos que en su naturaleza por lo común se gestaban.
Llegado a este punto, don Antonio se mostraba más excitado que de costumbre, pues en el fondo era aquello lo que justificaba la principal misión que había emprendido en la vida.

En los años posteriores hubieron de nacer tres nuevos vástagos. Dos de ellos murieron desgraciadamente a poco de abrir sus ojos al mundo. Jacinto lo hizo cuando apenas tenía dos meses de edad y María Antonia, cuando aún no había cumplido un año. Fueron dos muertes repentinas que volvieron a sembrar el dolor en el alma de los esposos, aun cuando ya ellos se habían hecho más duros y resistentes a él desde que falleciera su primer hijo.
Más tarde nació Ana María, que había de ser la última y que parecía venir a restañar viejas heridas en virtud de los dones de los que semejaba estar provista.
De esta manera, entre unas circunstancias y otras, la familia fue tomando un nuevo cariz, ahora mucho más seguro y estable que antes a pesar de las adversidades que había tenido que afrontar en el pasado. Aquellas pruebas sirvieron también para que sus miembros se sintieran más unidos y dispuestos a ayudarse en todo lo que hiciera falta, asistidos por la idea de que era eso precisamente lo que a los ausentes más les debía de agradar en el caso de que vivieran; de tal modo que más de uno cobró la impresión de que estaban en deuda permanente con ellos, como si hubieran contraído en verdad la obligación de compensar su pérdida con los actos y tareas que les hubieran hecho más felices.
María Dolores, la madre, los tenía presentes a todas horas, especialmente cuando los otros hijos contribuían con sus gracias y arrumacos a que ella se viese más reconfortada que antes, casi a punto de olvidar por un momento la tremenda desgracia que había pasado.
Don Antonio, por su parte, se acogió con mayor reciedumbre a su arraigada fe de antaño, tratando de intuir a través de ella el dichoso estado del que sus hijos fallecidos ya gozaban. Algunas tardes, cuando nadie lo veía, entraba en la iglesia y se pasaba largas horas postrado en uno de los reclinatorios del presbiterio: allí, a solas con el Señor, en tanto que meditaba acerca de todo lo que le había acontecido durante aquellos años, sin saber cómo, solía experimentar en su interior un dulce consuelo que brotaba en él de manera misteriosa y que se expandía luego en forma de embriagadores sentimientos de paz y de regocijo íntimo que lo confirmaban en su fe y lo reconciliaban con las circunstancias que su propia suerte le había deparado.
Don Manuel, que lo conocía bien, a veces hablaba con él de estas experiencias, sobre las cuales a menudo decía que eran quizá demasiado elevadas para su espíritu, menos preparado que el suyo para aspirar a aquel estado de plenitud que él en sus oraciones alcanzaba.
Si alguna cualidad despuntaba más en el párroco, por encima de otras que debían ser consustanciales con su sacerdocio, era sin duda la humildad, surgida de su particular trato con Dios y con las gentes a quienes servía.
“El sufrimiento ha hecho de ti un hombre más puro”, le dijo un día en que dialogaban sobre aquello; y como don Antonio no contestase nada, se puso a alabar la hermosa condición que en él había observado, cayendo así sin darse cuenta en la espontánea garrulería en que algunas veces terminaba su discurso, sobre todo cuando el oyente estaba dispuesto a escucharle o, como en el caso del sacristán, no sabía qué decir ante la exaltada locuacidad con que se sucedían sus palabras.
Se había quedado ya casi completamente calvo don Manuel; sólo algunos pelos alrededor de la antigua tonsura se resistían a abandonar su cabeza como los restos de un breñal que aún permaneciesen arraigados entre las rocas. Se le notaba también que ya no tenía la fortaleza ni la energía de antes, aunque su ánimo parecía que se mantuviese en todo momento despierto y dotado de la misma disposición que lo asistía en el pasado. Continuaba paseando de un lado a otro mientras hablaba, en especial cuando su genio se excitaba aún más de lo que acostumbraba por la importancia de lo que a la sazón estuviese exponiendo.
Había recorrido ya en aquella ocasión dos o tres veces la sacristía antes de manifestar lo que pensaba acerca de las virtudes que adornaban el alma de don Antonio. Éste lo miraba con enorme curiosidad y atención, sentado en un sitial que debajo de una alta ventana había. De vez en cuando tenía la impresión de que entre los dos existía un acuerdo propiciado por la inveterada repetición de sus actos, una especie de reglamento que estableciese el turno y la duración de sus intervenciones; y como si formara parte en efecto de un guión que los dos hubiesen confeccionado antes, comenzó luego a hablar de los sucesos que estaban acaeciendo últimamente en el país, todos ellos marcados por las tensiones políticas y por las persecuciones y ajusticiamientos con que eran castigados los que se oponían y rebelaban contra el régimen monárquico, como había ocurrido recientemente en Granada con Mariana Pineda, un caso que a él le había llamado mucho la atención por la forma en que aquella mujer había sido perseguida y ejecutada. Le contó que las gentes rezaban a su paso por las calles de la capital y que ella misma antes de morir había pedido a un sacerdote que la confesara, lo cual era para él una clara señal de que en el último momento su fe la había salvado.
Una vez que hubo referido tan luctuoso lance, quiso saber qué opinaba sobre él don Antonio, y, parándose en medio de la sala, con la vista clavada en un crucifijo que encima de una alta cómoda se hallaba, le preguntó por aquello en un tono algo compungido, deseoso de contrastar su juicio con el que él ya se hubiese formulado de antemano. Desviando también sus ojos hacia el crucifijo, como si fuera aquél precisamente el punto en el que debían confluir sus miradas según lo que antes hubieran pactado, don Antonio repuso que era algo de veras muy lamentable pero que él no iba a extrañarse a esas alturas por nada. Entonces don Manuel fue a sentarse a su lado y, recogiéndose con cierta torpeza el vuelo de la sotana, dijo con aire meditabundo que corrían malos tiempos para todos y que a veces creía que las cosas seguían un ritmo alocado; y como si se tratara más bien de una pregunta que de nuevo a don Antonio formulase, aguardó con inusual paciencia a que éste le respondiese, aun cuando no parecía esta vez el interpelado con ánimo de contestarle. Permanecieron así los dos un rato en silencio, hasta que por fin don Manuel no tuvo más remedio que volver a intervenir, acuciado por la imperiosa necesidad que sentía de expresar todas las ideas que pasasen por su mente, ya que debía de ser ésta semejante a un enorme embalse que hubiese que desaguar siempre que estuviese lleno; de tal manera que no bien se hubo abierto la compuerta que lo sujetaba, salió por su boca un torrente de palabras que casi venían a repetir los mismos conceptos anteriores, obligados quizá a atropellarse por la fuerza con que eran expelidos.
Don Antonio, en quien los años y las graves aflicciones que padeciera habían arrugado cada vez más su entrecejo, sólo dijo al cabo de tan larga exposición que la vida humana era muy vulnerable y que no cabía esperar de ella otra cosa que el inusitado consuelo que uno llega a experimentar después de que se haya salvado de una tremenda devastación.
Don Manuel parecía que fuese una víctima de aquella desgracia a la que su amigo con tanta crudeza aludía, pues no supo entonces qué decir o qué objetar a ella, y volvió a cerrar su compuerta a la espera de que el embalse de su mente se llenara de nuevo.
Antes de que esto se produjera, don Antonio agregó que para Dios no había nada imposible y que, si en este mundo todo sucedía de aquella forma, estaba claro que en el otro tenía que ser muy diferente.
Después de aquellas sabias reflexiones, ya no indagó más el animoso presbítero, consciente de que habían superado en gran medida las expectativas que él se hubiera creado sobre aquel espinoso asunto.

Al cabo de unos años se le debilitó mucho la voz a don Manuel a causa de unos temblores heredados, por lo que vino a sustituirle en sus funciones un cura más joven que no tardó en intimar también con don Antonio.
Para el viejo párroco aquello supuso un serio contratiempo, que sin embargo supo afrontar después como un medio con el que podía alcanzar la santidad si era capaz de ofrecerle a Dios todos los sufrimientos y frustraciones que le ocasionaba.
Don Juan, el nuevo sacerdote, era alto y espigado, con la nariz corva, los ojos hundidos, la barbilla un tanto alargada y prominente. Tenía el rostro anguloso, salpicado de espinillas y de granos que conferían aún más fealdad a su semblante. Resultaba por ello un tipo amojamado, algo reservado y misterioso, aunque después tal impresión había de quedar desvanecida cuando hablaba, pues lo hacía casi siempre en un tono muy dulce y muy bien acompasado, con un timbre de voz que más parecía emitido por ángel que por humano. Al contrario de su predecesor, él era más callado, más propenso a guardarse para sí opiniones y curiosidades que no hubieran de beneficiar a nadie. Sólo intervenía cuando era interrogado o cuando la ocasión se terciaba para dirimir alguna cuestión importante.
Varón humilde donde los haya, no dudó en dejarse aconsejar en ciertos momentos por don Antonio, a quien siempre tenía como el hombre más inteligente y mejor formado de Elvira. Por eso no fue extraño que congeniaran los dos pronto, debido también a aquella compatibilidad de caracteres por la que coincidieran desde el principio. Se les veía a menudo juntos, no sólo con motivo de las celebraciones litúrgicas, sino además en otro tipo de actos y de situaciones cotidianas.
Para el maestro, la llegada de don Juan representó un espaldarazo para todos sus proyectos, especialmente para los que tenían que ver con sus intenciones más íntimas. Era tan espiritual y vivía de una manera tan sincera y auténtica las acciones que hubiese de llevar a cabo, que a cualquiera le transmitía la certeza de que no se apartaba un ápice de la voluntad divina, a la cual semejaba estar aferrado siempre, igual que se decía en el Evangelio con respecto a los sarmientos que deben permanecer unidos a la vid para poder dar fruto abundante.
Don Antonio se miraba en él y deseaba seguir su ejemplo, aunque a veces sus obligaciones mundanas lo distrajeran de sus principales propósitos. Cuando hablaba con él o le confiaba sus faltas, su espíritu experimentaba un gran impulso, del mismo modo que le había ocurrido en otros momentos de insospechado éxtasis en que su alma quedaba anegada en un mar de inabarcable deleite.
Fueron aquéllos, sin duda, los mejores años de don Antonio. Llevado de una gran fuerza interior, apenas había asunto de envergadura en el pueblo en el que él no interviniese para resolverlo. Se realizó entonces, por ejemplo, la obra de un pilar en la que tuvo a su cargo la previsión de gastos y la recaudación del dinero con que debía contribuir cada vecino a fin de sufragarlos. Todos confiaban en él, pues ya había dado sobradas muestras de su honradez y de su solvencia en la gestión de otras empresas, como así había sucedido sin ir más lejos con la regulación de los turnos de riego en la vega, pese a que más de una vez había tenido que vérselas con los transgresores habituales de sus normas, incapaces de someterse a ellas cuando estaba en sus planes reconducir el agua hacia sus terrenos.
En la escuela, por otra parte, obtenía de los alumnos resultados cada vez más esperanzadores, si bien luego todos se dispersaban y acababan trabajando a una temprana edad en el campo. La mayoría de ellos había aprendido ya a leer y a escribir con suficiente soltura, de lo cual quedaba don Antonio soberanamente contento, ya que era consciente de que no había quizá otra salida. Sus propios hijos, aunque fueron más tenaces y proficientes que sus compañeros, terminaron haciendo también lo mismo, sobre todo cuando se dieron cuenta de que eran ya demasiado grandes para permanecer en la escuela. Parecía, efectivamente, como si ésta estuviese reservada para los que aún no había cumplido los doce o los trece años, pues a partir de entonces se habían de sentir preparados para emprender cualquier tarea fuera de ella.
En la sacristía, en cambio, había dejado de trabajar con la regularidad de antes; lo hacía en sesiones esporádicas que se prolongaban a veces hasta que no concluía todas su labores pendientes; mientras tanto, varios libros parroquiales habían sido ya cumplimentados de su puño y letra, escritos con la tediosa pulcritud que él solía emplear cuando se ejercitaba con la pluma.
En el campo, finalmente, seguía contando con el asesoramiento incondicional de Octavio, sin el cual tal vez hubiera tardado más tiempo en habituarse a los trabajos y ocupaciones que en él debían desarrollarse. Desde que se sembraban los frutos hasta que se procedía a cosecharlos y a almacenarlos después en graneros y trojes, siempre iba acompañado de Octavio, que no paraba de orientarlo ni de adelantarse a lo que pudiera ser útil o necesario para un mejor rendimiento de las tierras.
En sus ratos libres, que no eran ya tantos como antes, don Antonio volvía a sentir la honda llamada de Dios en el paisaje, en especial cuando su espíritu se hallaba liberado del peso que suponían para él sus afanes y compromisos ordinarios.
Así, cierta mañana de domingo en que había salido a pasear por la vega lo encontró todo tan hermoso que no pudo sino alabar a su Creador, al Autor de una obra tan prodigiosa. Parecía como si toda aquella enorme extensión de hazas y labrantíos que tenía ante su vista se redujese de pronto y palpitase a sus pies, resuelta a comunicarse con él y a ofrecerle sus encantos a medida que avanzaba y gozaba más de ella. Los diversos cuadros de labor, los trazos más destacados de linderos y balates, las manchas dispersas de frondas y de choperas..., componían una especie de lienzo en el que resaltaba la belleza y el esplendor del conjunto por encima de otros rasgos o valores particulares, en medio de un marco azul de tesos y de montañas que a su vez se recortaban sobre la clara lámina del cielo. Tenía la impresión de que las partes que integraban aquella maravillosa pintura brillaban y se mostraban en sus colores más intensos, como si fueran los frutos de un inmenso bodegón en el que artista hubiese querido conseguir una sensación tan viva de la realidad que casi se aspirara y paladeara el sabor de lo que allí hubiera quedado plasmado, sabor dulce de senaras reverdecidas y de árboles que ascendían en el azul de la mañana envueltos en un vago temblor anaranjado, todo impregnado del almíbar de las distancias, que a aquella hora parecían henchidas de acendrada viveza y de alientos de gloria campesina. Más que un paisaje se le figuraba a don Antonio una animada creación lo que a la sazón contemplaba, y, embelesado, no dejaba de mirarlo creyendo que él formaba también parte de aquel panorama y que su alma latía al par que la que allí se adivinaba por todos lados.

Su hija Ana María murió muy joven, víctima de una infección en la boca que luego se extendería a otras zonas del cuerpo y que no podría ser atajada de ninguna forma. Para don Antonio, aquella muerte significaba la confirmación de un destino contra el que era inútil rebelarse. Por entonces su figura había sufrido un deterioro considerable, pues ya no tenía aquella gallardía que tanto lo había caracterizado y ennoblecido cuando llegó al pueblo. El rostro, más enjuto y cetrino que antes, apenas daba muestras de la intensa actividad que en su cerebro todavía existía, a pesar de que en su mirada un observador más atento aún podía advertir la misma resolución que siempre lo había movido, quizá ahora un poco menos ardiente por efecto de los diversos desengaños a los que en el pasado había debido enfrentarse. El pelo, ya bastante escaso, era casi completamente blanco en aquel tiempo, lo cual confería a su semblante un aspecto tal vez más serio o más venerable, producto posiblemente de la gravedad que las canas otorgan con frecuencia a ciertas personas.
Si en otra época solía llevar para el invierno un viejo gabán un tanto raído, en ésta le había dado por vestir una elegante capa en la que a menudo se embozaba para protegerse del frío. Había llegado a ser este detalle un rasgo que acabó también por caracterizarlo, ya que se convirtió aquélla en una prenda que invariablemente se ponía como si fuese entonces una costumbre que siempre había de acompañarle.
Sus hijos mayores se habían ya casado y María Antonia estaba también a punto de hacerlo. El primero de ellos, José, iba a tener pronto descendencia, por lo que podía abrirse para todos una etapa nueva en sus vidas.
La ausencia de Ana María, sin embargo, vino a eclipsar la felicidad que ya se proyectaba en la familia y, lo mismo que otras veces, hubieron de realizar un gran esfuerzo para no sucumbir a la desgracia.
En Elvira, mientras tanto, habían empezado a oírse algunas voces alarmantes que ponían a todos en alerta sobre lo que dentro de poco podría ocurrirles también a ellos: de un modo todavía contradictorio, habían ido llegando noticias de que en ciertas zonas del país se habían detectado algunos casos de cólera; aunque era aún precipitado hablar de epidemia, los más aprensivos no dudaban en que muy pronto lo fuese, atormentados con la idea de que aquel mal no tardaría en extenderse una vez que se había declarado.
Al poco tiempo, en efecto, se difundió por el pueblo que no lejos de allí habían muerto ya algunas personas a causa del cólera, por lo cual se extremaron las preocupaciones y los cuidados para evitar un posible contagio.
Corría ya el año 1855 cuando la terrible enfermedad alcanzó también a Elvira. Cada día se producía alguna muerte y la población vivía cada vez más amedrentada, temerosa de salir de sus casas y encontrarse con la dura realidad. Existía tal psicosis que todos pensaban que podían ser las próximas víctimas: nadie se consideraba allí a salvo, ni siquiera los que antes hubieran presumido de que eran bien fuertes y de que no les afectaban los malos augurios.
El miedo casi se palpaba por cualquier parte, y a medida que pasaban los días y que aquello no remitía, el pueblo iba presentando un aspecto más desolado, en el que el silencio era una voz truncada que hiciese más espeso y dramático el aire.
Para ahuyentar la calamidad, se celebraron novenas y se rezaron en la iglesia infinidad de rosarios, a los que asistían muchos feligreses a pesar de las prevenciones que se tenían. Don Antonio, como era natural, hubo de clausurar por una temporada la escuela ante el temor de que se convirtiera en un foco inevitable de contagio. Acostumbrado a afrontar los tremendos reveses que le había deparado la vida, a él no le resultaba demasiado difícil arrostrar aquella nueva situación.
Una mañana, antes de que empezara la misa, estando con don Juan en la sacristía, se le ocurrió decir a éste que él era quizá la persona más adecuada para tratar de consolar a la gente y, aprovechando que había allí un buen número de fieles, le pidió que saliera y que improvisara desde el púlpito un discurso ante ellos. Don Antonio al principio dudó de si tenía que ser él quien debía hablarles, pues nunca había pensado que tal oportunidad podía llegarle; pero como don Juan le insistiese, esta vez de una forma más decidida, él no tuvo ya más remedio que satisfacer su petición, aun cuando no sabía exactamente qué palabras habría de emplear en este caso.
Antes de subir al púlpito, como el otro le había encomendado, estuvo unos instantes postrado delante del altar rogándole a Dios que lo iluminara en aquel inesperado trance. Por su cabeza circularon entonces algunas ideas, con las cuales estaría ya capacitado para iniciar su intervención, si bien no tenía aún muy claro cómo podría engarzarlas para que lograsen influir realmente en los oyentes.
Mientras se dirigía al lugar convenido, apenas se fijó en los rostros de las personas que allí había congregadas, quizá las mismas que solía ver a diario en la misa, en su mayor parte mujeres que con el velo sobre la cara ocupaban casi toda la nave central. Luego, cuando ya estaba a punto de principiar el discurso, comenzó al fin a distinguir a algunos vecinos, sentados en los mismos sitios donde lo hacían habitualmente, mirándolo con ojos asombrados, igual que lo miraban los alumnos cuando notaban que iba a decirles algo importante. Advertía que la expectación era enorme, quizá porque tampoco habrían esperado que fuera él quien se dispusiera a dirigirse ahora a ellos en una ocasión tan angustiosa. “A instancias de vuestro párroco, he subido hasta aquí para deciros unas cuantas palabras acerca de los terribles acontecimientos que estamos viviendo todos últimamente en Elvira declaró en un tono muy sereno, las manos apoyadas en el antepecho del púlpito, con trazas de predicador antiguo que conociese muy bien los pormenores y deberes de su oficio. La muerte, como la vida, es algo que escapa a la voluntad humana; hay hechos o circunstancias que las determinan, enfermedades o accidentes que las marcan y las sitúan fuera de nuestros límites. Somos muy débiles, aunque a veces creamos lo contrario, sobre todo cuando las cosas nos favorecen y nuestros deseos empiezan a cumplirse. Pero nada es más triste que este engaño; hoy, desgraciadamente, nos damos cuenta de ello. Por eso yo no puedo sino exhortaros a que recapacitéis sobre la fragilidad que nos constituye y a que elevéis vuestros corazones y vuestras plegarias a Aquel que ya venció a la muerte y que debe ser mientras vivamos nuestro principal baluarte. No temáis: confiad en Él a pesar de todo, a pesar de los momentos tan graves o tan precarios por los que estáis pasando. Él nos enseñó precisamente a amar la vida, la vida que no se acaba y que perdura siempre por virtud del amor que nos salva”.

Después de aquella intervención, don Antonio fue para muchos lugareños una especie de enviado o de mensajero de Dios que estaba revestido de todas las gracias que tal misión concede a quienes la desarrollan. Igual que los antiguos profetas, se había dirigido con autoridad a su pueblo para rescatarlo de la postración en que vivía sumido, si bien en su caso no concurría un enemigo concreto que lo humillara o que lo tuviese oprimido, sino una epidemia contra la que había que luchar y sobreponerse como fuera.
Por este motivo, se le volvió a ver como un ser superior, dotado de un talento y de una disposición de ánimo que no estaban al alcance de los demás, por lo que durante mucho tiempo prevaleció de nuevo en la mentalidad de la gente este concepto sobre él, concepto que más bien adquiría proporciones de leyenda a medida que se alejaba con el devenir de los años de su modelo real.
Como casi todos los males que tienen cabida en este mundo, el cólera finalmente pasó, dejando tras de sí una secuela bastante considerable de víctimas. Como dijera don Antonio, se trataba de algo que no podía ser dominado por la voluntad humana, así que no hubo más solución que esperar que el tiempo y la confianza en el Señor mitigasen el dolor causado por la pérdida de tantos seres queridos. Si algún rasgo en verdad definía la vida, era la facilidad con que en ella todo se restauraba y volvía al estado que antes hubiese tenido, en cuyo tránsito se recuperaban también las impresiones que en su decurso suelen manifestarse y que la hacen a quienes las experimentan mucho más amable de lo que a veces pudiera creerse.

Aquejado de un fuerte reúma, don Antonio hubo de abandonar pronto la mayoría de sus obligaciones. Tenía ya más de setenta años cuando tomó esta difícil decisión; su mujer, además, estaba muy delicada y había de atenderla también a ella, en tanto que el patrimonio familiar había pasado a ser administrado por sus dos hijos, los cuales contaban ya a su vez con una buena porción de vástagos a quienes tenían el deber de alimentar y de educar de la mejor manera posible. Eran exactamente diez los nietos que le dieron a su padre, todos muy sanos y vigorosos, de lo cual él se alegraba y enorgullecía bastante.
Sin embargo, los últimos años de don Antonio fueron muy penosos, pues a la enfermedad que él arrastraba y a la posterior desaparición de su mujer se les hubo de sumar en un corto espacio de tiempo el fallecimiento repentino de su hijo mayor, al que él había profesado desde siempre un especial cariño.
Todo terminaba así para el maestro de Elvira, que a pesar de eso se enfrentaba una vez más con las pocas fuerzas que aún le quedaban a su propia desgracia, la cual parecía que echara raíces en la tierra abonada de su malhadado destino.
Sobrevivió de esta forma a casi todos sus hijos. María Antonia, que se había quedado soltera y que habría de ser también la última que se despidiera de esta vida, fue quien se encargó de cuidarlo en sus postreros días, en los que él volvió a sorprender a todo el que se acercaba a verlo por la enorme entereza con que había aceptado que se moría.
Su entierro, como era presumible, fue seguido multitudinariamente por el pueblo de Elvira, que había visto cómo perdía a su vecino más ilustre, tal vez el que reunía cualidades más peregrinas.

Al cabo de unos meses, no obstante, la gente comenzó a considerar su lado más humano, ya que había sido en definitiva un hombre que se había preocupado mucho por todos y que había tenido que superar numerosas adversidades a lo largo su vida. Fue como si la muerte le hubiera devuelto aquella condición que siempre tuvo y que muy pocos supieron apreciar mientras vivía.
Su memoria, pues, se iría diluyendo, igual que le ocurre a toda realidad que queda postergada por el paso inexorable del tiempo.
Después de algunas generaciones, sin embargo, todavía perduraría en la mente de algunas personas un débil eco de la leyenda que había rodeado a aquel hombre, como si ésta aún se resistiese a perderse del todo, alimentada por nuevas voces que volvían a referir casi como una antigua costumbre sus principales méritos.






























3


Todas las noches, después de dar innumerables vueltas por las calles del pueblo, muchas veces al acecho de cualquier suceso o circunstancia que nos llamara la atención, a lo mejor el paso vagabundo y menesteroso de algún perro en el que antes no hubiésemos reparado, solíamos reunirnos o más bien escondernos en el pequeño atrio que había delante del cancel de la iglesia, al que se accedía por unas anchas escalinatas de piedra que se hallaban a ambos lados, delimitado todo por una vieja balaustrada de hierro a la que a menudo nos agarrábamos para pasar por detrás de ella de un extremo a otro o para deslizarnos por la superficie que a modo de tobogán en cada una de las escalinatas se encontraba.
En las noches de invierno, cuando el frío arreciaba y una luna lejana y opaca colgaba del cárdeno cielo, nos resultaba posiblemente aquel sitio más abrigado que ninguno, a la vez que nos preservaba de las ingratas y temerosas prevenciones de los mayores. Era nuestro pequeño mundo, ajustado a la medida de nuestros deseos y capacidades, en el que nos sentíamos además liberados de las obligaciones que fuera de él se nos imponían y en el que también nuestros sueños cobraban por momentos unas proporciones inusitadas. Todo lo que observábamos a diario en Elvira adquiría allí un nuevo sentido, obtenido por la alquimia particular que conformaban los pensamientos y quimeras que entonces albergábamos, con frecuencia agrandados por la febril exaltación con que alguno de nosotros tratase de comunicarlos a los demás.
La vida, así, tomaba perfiles insospechados, dimensiones que sólo habían de tener cabida en nuestra mente infantil, deseosa de apropiarse de la realidad del modo que a ella le resultase más satisfactoria.
“Dicen que aquí hubo antes un mar”, contaba acaso cualquiera de nosotros, orgulloso de ofrecer aquella primicia; y entonces otro en seguida imaginaba en voz alta cómo habría sido aquello y de qué manera debió de cambiar la historia hasta llegar a la situación actual. A más de uno los cálculos y las suposiciones se le enredaban y no acababa de entender lo que hubiese pasado, lo cual daba pábulo a los más atrevidos para exponer con más énfasis sus teorías.
A mí, como casi siempre, me tocaba en aquellas conversaciones un papel secundario, propiciado en gran parte por mi antigua costumbre de ceder el protagonismo a los demás, en especial a los que se sentían más inclinados a tomar la iniciativa del grupo.
Cada vez que nos refugiábamos allí, parecía que las cosas que ocurrían a nuestro alrededor se volviesen más interesantes de lo que eran por obra de lo que nosotros sobre ellas inventábamos. Era muy misterioso, o al menos así lo creíamos entonces, sugestionados como estábamos por el relato de hechos tan fantásticos en un lugar que se nos representaba impregnado de poesía y de insondables secretos.
Aquel viejo cancel sólo se abría para los entierros y para los actos importantes, por lo que a menudo permanecía cerrado, con su enorme portalón de clavos contra el que nos gustaba estar recostados mientras hablábamos.
En otro tiempo debió de ser aquélla la entrada principal de la iglesia, pues tenía todas las trazas de que así fuera; además, el pueblo primitivo, según nos habían contado, estaba concentrado precisamente en aquella parte a la que daba el cancel del templo, una zona de callejuelas estrechas y de casas antiguas que limitaban entonces con la vega y que en un principio debieron de constituir el núcleo de la población primigenia, tal como delataba también la vetustez de algunos edificios que allí podían encontrarse.
El pasado era, por tanto, una oscura llamada que nosotros intuíamos, una voz apenas articulada que se enredaba entre los restos que aún se conservaban de aquel tiempo, un remoto presentimiento acaso de algo que no acabara de perfilarse y que palpitara insomne en las noches llenas de magia.

Otros días planeábamos lo que íbamos a hacer en un futuro más o menos inmediato, animados por aquel afán de aventura que dentro de nosotros de continuo alentaba. Como siempre, Pepe era quien más porfiaba en que se cumpliera lo que él proponía, aunque no pocas veces tuviera que vencer la resistencia que Vicente solía oponer a sus caprichos.
A Antonio y a mí, por el contrario, casi nos daba igual lo que uno y otro defendiesen, ya que para ambos no había de ser eso lo más importante.
Por esa época se fueron agregando al grupo otros niños, lo cual vino a cambiar bastante el tipo de relaciones que hasta entonces manteníamos. Primero fue Gustavo quien se incorporó a nuestras correrías, un vecino de Antonio, con quien compartía también la misma clase de vida a la que él pertenecía. Los dos se llevaban muy bien a pesar de que no eran del todo semejantes, pues Gustavo se mostraba con frecuencia más desaprensivo y osado.
Otro que se sumó más tarde al grupo sería Andrés, el cual se había instalado recientemente con su familia en el pueblo, procedentes de un país extranjero en el que habían vivido algunos años como emigrantes. Resultó Andrés un chico muy afable y dispuesto a ofrecer su ayuda desinteresadamente a todo aquel que lo necesitase, quizá porque de alguna forma trataba de ganarse pronto la confianza de sus nuevos amigos.
Los sábados por la mañana jugábamos un partido de fútbol contra otro equipo en el corral de mi casa, donde teníamos acotado un terreno de juego con unas porterías que habíamos fabricado con palos y trozos de redes que se empleaban para recoger la aceituna.
Por aquel tiempo se había empezado a construir en las eras, por lo que no podíamos ir ya a jugar a ellas como habíamos hecho cuando éramos más pequeños. No tuvimos, por esto, más remedio que hacernos de un lugar donde practicar el fútbol, ya que seguía siendo éste nuestro principal aliciente entonces, sin el cual habría sido muy difícil concebir de otro modo nuestra infancia.
Cuando ya fuimos algo más grandes, nos gustaba también subir a la sierra algunos sábados, aunque al principio nuestras expediciones no sobrepasaban ciertos límites, pues nos parecía aún muy arriesgado aventurarnos por sitios que todavía se nos representaban a todos muy lejanos, llenos de dificultades y de imprevistos que no seríamos capaces de superar por más que nos empeñáramos.
Cerca del pueblo, al pie mismo del cerro donde estaba situada la ermita, había una cantera abandonada que no tardaría en convertirse en el lugar preferido de nuestras primeras excursiones. Se accedía a ella a través de un tortuoso camino festoneado de almendros y de acequias, después de haber dejado atrás la depuradora de aguas potables.
La canterilla, como entonces la denominábamos, era un paraje gris de escarpadas rocas a las que muy pronto aprendimos no sin ciertos temores a encaramarnos.
Como siempre, eran Pepe y Vicente los más atrevidos en aquellas nuevas andanzas que emprendíamos; los demás nos limitábamos a secundar sus pasos, aunque a veces a alguno le pareciese demasiado peligroso lo que hacíamos.
Había ratos, sin embargo, en que estábamos más tranquilos, durante los cuales podíamos disfrutar del paisaje que desde allí divisábamos, a pesar de que entonces no alcanzábamos a admirar en toda su amplitud lo que ante nuestra vista se tendía.
Oscuramente, entendíamos que era muy hermoso el paisaje aquel, y por eso no perdíamos ocasión de contemplarlo cuando descansábamos de subir y bajar por aquellos inmensos y abruptos roquedales. Tras una ladera claveteada de olivos, podía verse un montón de tejados sobre una serie ininterrumpida de franjas diferentes de vega, cada una de una tonalidad distinta, como retazos de telas y lienzos de texturas y medidas diversas, entre los que se intercalaban también ribetes y volantes de frondas y alamedas de un color más acentuado. En un segundo término, sobre el voladizo azul de la sierra, se veía la ciudad de Granada, semejante en la distancia a un pintoresco mantón que hubiese sido allí arrojado por alguien.
La luz de la tarde, entretanto, volaba por encima de nuestras cabezas como una paloma herida para venir a posarse en riscos y cerros más lejanos, manchándolos de tibia sangre. Vencejos y golondrinas surcaban una y otra vez el cielo esparciendo por el aire una confusa algarabía de cantos y gritos precipitados.
Era el momento en que nosotros decidíamos regresar al pueblo: igual que los pájaros, sólo deseábamos ya volver a nuestras casas antes de que nos sorprendiera la noche. Entre risas y bromas, íbamos por el camino comentando alguna anécdota graciosa que nos hubiese sucedido, mientras un crepúsculo rosa se despintaba lentamente tras los montes y collados de Elvira.

Muchas tardes aparecía por la tienda de mi abuelo y se quedaba un rato charlando con él. Se llamaba Ignacio y era tan sólo unos años mayor que nosotros, aunque en aquel tiempo no nos lo pareciese. Era enjuto de rostro y muy delgado de talle, con las piernas ligeramente arqueadas. Tenía el pelo corto, la nariz muy grande y los ojos dotados de una viveza algo extraña. Su rasgo más singular, con todo, era la precipitación y torpeza con que hablaba, farfullando y escupiendo a veces las palabras, trastabillándose en frases que no tenían ninguna dificultad, quizá por un defecto congénito que no hubiera podido nunca corregir.
Nosotros, sin embargo, lo admirábamos porque era una de una de las más firmes promesas del fútbol local, un jugador que por su enorme calidad ya había hecho concebir grandes esperanzas a la mayoría de los aficionados.
Más de una vez habíamos asistido a las conversaciones que mantenía con mi abuelo en la tienda, casi siempre en torno a los partidos que él hubiese disputado. A pesar de que debía de reunir ya una vasta experiencia sobre el fútbol, exponía sus conceptos y opiniones de una manera muy torpe y embrollada, de modo que a nosotros nos dejaba bastante desilusionados, pues nos interesaba mucho saber lo que pensaba y apenas alcanzábamos a entender con claridad lo que estuviese hablando. A cambio, habíamos conseguido que nos tuviera muy en cuenta en sus intervenciones, ya que seguramente se había percatado de la atención con que lo escuchábamos; y como era de natural muy sencillo y bastante proclive a relacionarse con cualquiera, muy pronto hubo de trabar también conversación con nosotros, lo cual serviría para que lo tratáramos en adelante con gran confianza.
Lejos de rehuirnos, procuraba acercarse a nuestro grupo siempre que podía, respondiendo con la mayor amabilidad a todas las cuestiones que le planteáramos. Nacho, como alguno se atrevió a llamarlo, se hizo al fin tan amigo de nosotros que casi nos parecía imposible que fuera tan buen futbolista como se pregonaba a menudo en el pueblo. Cuando se ponía a referir alguna jugada de la que hubiese salido airoso en el último encuentro, discurría de tal forma que apenas nos extrañaba lo que hubiese hecho, pues casi lo presentaba como algo que hubiera sido capaz de protagonizar cualquiera de nosotros.
Sin embargo, debía de tener un gran talento cuando jugaba, ya que en Elvira no se dejaban de ponderar sus excelentes condiciones. Como era natural, tales comentarios excitaban nuestra imaginación y avivaban aún más nuestro deseo de saber si era verdad lo que se contaba; y una tarde que hablábamos con él sobre todo aquello, nos propuso que fuéramos a verlo jugar el próximo domingo, pues se iba a disputar entonces un partido muy importante.
Aquel día, por supuesto, nuestra expectación alcanzó límites casi insospechados: tan identificados nos sentíamos con él, que a punto estábamos de dar por cierto que nuestro honor también se hallaba en juego.
Una vez en el campo, nos situamos en una grada del fondo, lejos de donde se daban cita la mayoría de los espectadores. Como él nos había anunciado, el interés que suscitaba aquel duelo era muy grande: por la tensión que se advertía en la gente, era fácil deducir que dentro de poco habíamos de presenciar un acontecimiento inolvidable.
Durante los ejercicios de calentamiento, Nacho no cesó de moverse de un lado para otro; se le notaba más serio y responsable que de costumbre, quizá porque la ocasión así lo requiriese o porque fuera ésa la forma que tenía de afrontar la competición.
La verdad es que al principio nadie habría apostado nada por él, pues a simple vista resultaba mucho más endeble que los rivales contra los que había de enfrentarse.
Tal impresión, no obstante, fue pronto desmentida por la fuerza y el empuje con que lo vimos acometer los primeros lances; en seguida percibimos que tenía mucha velocidad y que en cualquier regate o finta que hiciese podía zafarse de su marcador y emprender una acción muy meritoria ante la portería del equipo contrario.
Así, al cuarto de hora realizó una rápida internada y estuvo a punto de propiciar el primer gol. Incapaces de pararlo, los defensas enemigos empezaron a hacerle continuas faltas, ante lo cual Nacho comenzó también a mostrarse muy airado. En una ocasión, el árbitro incluso se dirigió a él con ánimo de amonestarlo, pero luego se contuvo por la presión que en aquel momento ejercían los aficionados.
En la segunda parte, todo parecía que iba a transcurrir de la misma manera: los dos equipos se afanaban en contraponer las pocas fuerzas que les quedaban, y a veces el juego acababa siendo muy trabado. Durante algunos minutos, Nacho apenas intervino en él a pesar de que no dejaba de intentarlo: su defensor de continuo se lo impedía, anticipándose a cualquier acción que él ensayase. Más de uno creyó entonces que todo concluiría así, con un empare a cero que seguramente no debía satisfacer a nadie. Faltaba ya muy poco para el término del partido cuando Nacho por fin recogió un balón en una posición mucho más franca que las anteriores; como aún no se había cansado de correr, intentó escorarse hacia su banda y con gran facilidad logró driblar al defensor en el momento en que éste trataba de interponerse de nuevo en su camino. Al ver que lo conseguía, avanzó con decisión hacia la portería contraria sin que ningún rival le saliera al paso. El guardameta, al comprobar que se acercaba, se adelantó unos metros con intención de pararlo; pero antes de que él se arrojase al suelo, Nacho se las ingenió para pasar el cuero entre sus piernas.
El gol, como era previsible, fue muy aplaudido y festejado por el público; para nosotros, que éramos sus amigos, significaba sin duda la consagración de un magnífico futbolista.
Después de aquello, Nacho aparecería ante nuestros ojos rodeado de una especie de aureola mítica: se había convertido, en efecto, en un héroe, en un ser capaz de realizar hazañas prodigiosas en los terrenos de juego, aun cuando él seguía expresándose con la misma torpeza y sencillez de antes, un poco más efusivo si cabe después de que no nos hubiera defraudado.
Tanto había destacado en aquella temporada, que en la siguiente el equipo de la capital, que militaba en Primera División, quiso realizarle una prueba para ver si podía incorporarlo. Para nosotros, por supuesto, se trataba de una noticia extraordinaria, la confirmación de lo que ya veníamos esperando. Para él, en cambio, no era más que un mero trámite por el que muchos futbolistas pasaban si querían jugar en un equipo de superior categoría. Lo explicaba de nuevo escupiendo las palabras, balbuciendo sin motivo en mitad de las frases, como si en esos momentos sus pensamientos se le volviesen oscuros y no supiese entonces cómo manifestarlos, quizá condicionado por impredecibles factores que concurriesen en su mente.
A pesar de todo, nosotros no dejábamos de admirarlo: seguía siendo nuestro héroe, dispuesto ya a acometer su etapa más decisiva, aquella que finalmente había de conducirlo a la fama.
El tiempo pasó luego muy de prisa. Al cabo de los días nos volvimos a encontrar por casualidad con Ignacio por la calle y fue él como siempre quien nos contó lo que le había sucedido. Por lo visto, le habían dado un par de botas del mismo pie, como si alguien hubiera estado empeñado en que no aprobara aquel examen. Lo hizo lo mejor que pudo, aunque no le salió como él hubiera deseado, pues muchas veces golpeaba el balón de forma muy defectuosa o no podía controlarlo como él normalmente lo hacía. “Es muy extraño”, terminó diciendo sin disimular esta vez su decepción, sin atreverse en ningún instante a mirarnos a los ojos. Para consolarlo, Pepe comentó entonces que había gente muy envidiosa que no quería que otros triunfaran y a mí se me ocurrió decir que a los genios nadie los entendía, tal vez remedando alguna frase que hubiera oído antes a mi abuelo en la tienda. Él forzó una sonrisa tratando de agradecer nuestras palabras y luego se separó de nosotros con aire contrariado, como si no hubiera acabado aún de asimilar lo que le había ocurrido.
Era muy joven, sin embargo, y supo reponerse en seguida de aquel duro contratiempo. Fue, como yo aventuré, un jugador genial, con un talento muy bien facultado para la práctica del fútbol. Según mi abuelo, tenía demasiado temperamento en el campo, lo cual se convertía en muchas ocasiones en un serio inconveniente, ya que solían afectarle en exceso las marrullerías y las patadas que le propinaban a menudo los jugadores contrarios, a los que con frecuencia increpaba por ello.
Lo cierto es que realizó dos o tres temporadas memorables, si bien luego se fue apagando conforme tenía más años. Se retiró quizá por eso muy pronto, después de que se hubo colocado como electricista en una importante empresa de la capital.

De entre todas sus historias la que a mis hermanos y a mí más nos gustaba era la de una perrita que tenía la compañía de antiaéreos en la que él había servido durante la guerra. Como ya he destacado antes, mi abuelo era un excelente narrador, sobre todo porque sabía hablar muy bien y conseguía despertar con pasmosa facilidad el interés de sus interlocutores.
Como pasábamos las vacaciones de Navidad en su casa, muchas noches solía entretenernos con sus relatos. Antes de que nos durmiéramos, él se ponía a contarnos al pie de la cama infinidad de anécdotas y de casos que retenía en su prodigiosa memoria.
Se llamaba la perrita Canela debido al color de pelo que tenía, muy semejante al de este popular producto. Era pequeña y muy vivaracha, según recordaba con cierta delectación mi abuelo, procurando dar a su voz un tono más meditabundo. Con tan pocos datos nosotros nos la representábamos como si la estuviéramos viendo. Por un instinto muy desarrollado que poseía, había aprendido a diferenciar el ruido que producían los motores de los aviones enemigos del que emitían por lo común los propios. De esta manera llegó a convertirse en el mejor vigía de la compañía: si eran aquéllos los que se acercaban, rompiendo el aire con su estridente silbido, Canela corría a refugiarse debajo de las lonas que se utilizaban para camuflar los cañones; en cambio, si eran los suyos los que planeaban sobre el campamento, ella agitaba la cola y saltaba con desenfrenada alegría en torno a los soldados.
Lo más triste del caso fue que la perra hubo de ser abandonada por orden del capitán, que no quería mantener animales con ellos porque podían ser con el tiempo un estorbo. Fue éste, en definitiva, un episodio de la guerra que se sumó a otros muchos de bombas que estallaban y de peligros que acechaban por todos lados.
Mi abuelo no nos ocultaba nada, pero se detenía más en aquellos hechos que habían de resultarnos más interesantes, como aquel otro día en que nos lo imaginamos acompañado de dos o tres militares españoles por un campo de Rusia en busca de algún lugar donde pudieran darles alguna clase de alimento. En nuestra imaginación, el campo se nos figuraba nevado, recorrido por un viento glacial que golpeaba con fuerza sus rostros y que a veces dificultaba en exceso su marcha. Iban además hambrientos, avanzando sin mucha resolución por un camino que se hacía casi intransitable y que en algunos trechos aparecía borrado por la nieve y por la ventisca. Un paisaje fantasmal, lleno de escuálidas sombras y de siluetas desfiguradas de árboles y de caseríos que se columbraban en la distancia, vagos espectros de realidades con los que ellos se encontraban por aquel campo yerto, en el que no parecía que habitase nadie.
Al final, consiguieron llegar a uno de aquellos caseríos y llamaron varias veces a la puerta deseosos de que les abriera alguien. Salió, efectivamente, una mujer mayor que los miró con cierta desconfianza y que, antes de que ellos le preguntaran nada, se apresuró a comunicarles que no tenía leche porque la vaca se le había muerto. “Niet malakov; Karoba kaput”, les había dicho en su idioma, según evocaba de forma quizá defectuosa mi abuelo, a pesar de que él solía conservar una excelente memoria.
Seguramente la transcripción no sea correcta, pero fue aquélla la que prevaleció en su recuerdo, igual que también habría de prevalecer más tarde en el nuestro, pues no tardamos apenas en referírsela después a los amigos como si se tratase de una gran novedad. Todos los niños de Elvira lo repitieron con no disimulado orgullo: “Nieto malakov; Karoba kaput”. Significaba nada menos que saber hablar en ruso, una lengua de por sí tan extraña. Era además la fórmula mágica, el medio por el que se entraba en una dimensión reservada para los que se hacían acreedores a aquella facultad.
Muy pocos, sin embargo, conocían el origen de tal cláusula, ni tampoco el contexto real en que se produjo, igual que para aquella mujer oriental también habría resultado impensable que lo que ella dijo a unos pobres soldados extranjeros iba a tener después el destino que tuvo.
Sí, así son las cosas en este mundo: lo que uno dice o pronuncia en unas circunstancias concretas puede ser luego motivo de una larga historia, gracias al interés que suscita en quien lo escucha o tal vez a la intención con que en el futuro éste lo difunde. Yo mismo estoy refiriendo estas anécdotas que me contara mi abuelo para que otros las conozcan, para que así no caigan en el olvido, en la oscura región del pasado donde no habita la memoria.

La memoria, no obstante, a veces se despliega como un inmenso abanico en el que aparecieran impresionadas diversas secuencias del pasado en las que de pronto nos reconocemos e identificamos. Entre una y otra tablilla que compondrían aquel inesperado cuadro, se nos presentaría alguna escena distinta, en la cual se creería que todo comienza a surgir de nuevo, impulsado por nuestro febril deseo de apresar lo que un día perdimos entre la gris espesura del tiempo.
Por las anchas avenidas de la infancia se pasea otra vez mi mente con remozada ilusión y en una espaciosa plaza, a la sombra de unos viejos árboles que ya no existen, se tropieza al azar con una figura que parece que regresa de aquellos remotos años, igual que en ocasiones soñamos con personas que ya están muertas o que dábamos por perdidas y que de repente cobran un vigor inusitado.
Era uno de los pocos guardias municipales que entonces había en Elvira. Aunque su misión consistía en velar por el orden público y por el buen funcionamiento de los servicios locales, para nosotros él encarnaba más bien la autoridad por la dureza y acritud con que corregía nuestras acciones. Era alto, cenceño, con el semblante sombrío, la mirada fija, conocedora de secretos y de sospechosas realidades. Aparecía cuando menos se le esperaba, dispuesto a estrechar nuestro cerco cuanto antes. Nos perseguía de inmediato, tratando de alcanzarnos para llevarse acaso la pelota con que jugábamos. Decían, por cierto, que tenía una dependencia del ayuntamiento repleta de pelotas que había arrebatado a los niños desde que él era guardia. Sin embargo, lo que a nosotros más temor nos causaba era que nos cogiera y nos amonestara con sus terribles y furibundas palabras, llenas de increpaciones y de denuestos por lo mal que nos portábamos.
Una tarde que estábamos jugando al fútbol en la plaza de la iglesia, lo vimos aparecer de pronto por una esquina con su aire marcial y circunspecto. Sin pensarlo dos veces, recogimos el balón y salimos huyendo despavoridos. Nos internamos por callejuelas estrechas, por donde sería más fácil despistarlo, a pesar de lo cual él no cesaba en su persecución, que debía de tener ya muy asumida. Al llegar a una encrucijada, el grupo se dividió en dos direcciones, tal como habíamos planeado en el caso de que nos viéramos en esa situación: a mí me tocó seguir a Pepe y a Vicente, que corrían con gran precipitación, mientras que Antonio, Gustavo y Andrés optaron por un camino diferente. Era exactamente aquélla la táctica que habíamos acordado para confundir a nuestro tenaz perseguidor, que luego de vacilar un poco debió de ir tras los otros, ya que los demás no tardamos entonces en perderlo de vista.
Era ya casi de noche cuando regresamos al lugar de nuestras citas, al atrio aquel de la iglesia donde nos reuníamos a menudo. Cuando llegamos, algo cansados por el esfuerzo, no encontramos a ninguno de los otros tres compañeros de la fuga. Presumimos que continuaban huyendo, quizá por algún barrio más alejado del pueblo.
Después de varios minutos de ansiosa espera, Pepe quiso salir en su búsqueda, pero una vez más Vicente se le opuso, y yo convine también en que era mejor no movernos de allí. Mientras tanto, la noche había caído ya sobre Elvira, imponiendo al fin su dominio de sombras y de velados misterios. No pasaba apenas nadie por las calles más cercanas, tan sólo algún vehículo que rompía con su bronco motor el silencio que allí reinaba. Hacía un tiempo desapacible de primavera, con un viento húmedo que presagiaba quizá una próxima borrasca. Cuando ya casi no los esperábamos, un silbido nos anunció desde lejos su vuelta. Llegaban ufanos, orgullosos de su proeza. Según explicaron después, estuvieron dos o tres veces a punto de ser atrapados por el guardia, pero se escaparon de milagro y consiguieron que finalmente se cansara de correr tras ellos.
Durante muchos días comentaríamos aquella nueva anécdota, aderezándola con detalles y aspectos que en su momento no fueron apreciados pero que más tarde constituirían la sal que les faltaba a nuestras conversaciones cotidianas después de que todo volviera a integrarse en la misma rutina de siempre, frente a la cual estábamos ya vacunados con el recuerdo de las aventuras y hazañas que protagonizáramos en jornadas anteriores.
Desde allí, desde aquel atrio que había a espaldas del cancel de la iglesia, nos quedábamos mirando a veces los rojos atardeceres de la primavera mientras charlábamos amigablemente sobre lo que nos hubiera sucedido, igual que si fuéramos actores que en un breve descanso del teatro reparasen en la belleza del escenario ante el que estuvieran actuando. El cielo palidecía ante nuestros ojos, surcado por miles de pájaros que volaban a aquella hora sobre los tejados y miradores de Elvira.

El pasado es un sueño que por momentos se nos escapa, difuminado por las coordenadas de una realidad que se nos impone de forma perentoria. Pero es un sueño que en otros instantes más cálidos adquiere en nuestra mente un aspecto mucho más claro, como una imagen que se proyectara en el espejo en el que de ordinario nos miramos.
Lo cierto es que el pasado continúa allí, detrás del presente en que nos desenvolvemos, como una vida que tuvimos y que todavía nos constituye casi sin que nos demos cuenta, porque de alguna manera forma parte del ser que aún late dentro de nosotros. Es una sombra que no nos deja, quizá debido a que está configurada por recuerdos y por impresiones de actos y de sentimientos que albergamos en nuestro interior, algunos de ellos de consecuencias que tal vez no se agotan con el tiempo.
Yo fui, en efecto, un niño tranquilo y sociable que en un determinado momento se hizo quizá más introvertido que antes, un niño con una imaginación desbordante que necesitaba refugiarse en el mundo que él mismo fabricaba.
Había yo oído hablar algunas veces del maestro Galiano, sobre todo a mi abuela, que era quien estaba mejor informada de los antecedentes familiares. Sabía que procedía de un pueblo de Alicante y que por razones que se ignoran había decidido instalarse definitivamente en Elvira, donde había desempeñado distintos cargos y ejercido diversas funciones importantes por las que llegaría a ser muy estimado por sus vecinos. Según me contaba mi abuela, su madre, como era natural, no lo había conocido, pero sí disponía a su vez del valioso testimonio de la suya, que había tenido la suerte de coincidir con él en los últimos años de su vida: aunque era muy pequeña entonces, la que había sido mi tatarabuela recordaba cómo era de mayor el maestro Galiano, una persona que a pesar de su edad aún conservaba la lucidez y las buenas maneras que siempre tuvo.
Yo sabía, además, que parte de los libros que mis padres ostentaban en su biblioteca habían sido antes suyos, aunque eran ya muy viejos y apenas había sentido hasta entonces curiosidad por hojearlos siquiera. Mi abuela me había dicho también que en uno de los cajones de la cómoda que había en una de las habitaciones de la casa se hallaban unos cuadernos de notas y apuntes escritos de puño y letra por el mismo maestro Galiano, por quien yo empecé ya a interesarme mucho más de lo que lo había hecho hasta ese momento, indudablemente influido por el misterio que parecía rodear la vida de aquel antepasado ilustre.
La verdad es que nunca había escudriñado en la cómoda, pues no creía que me fuera a deparar quizá ninguna sorpresa. Pensaba, por el contrario, que los mayores secretos se guardaban en las cámaras y graneros del corral, donde sí había rebuscado hasta el último rincón a la espera de hallar algún misterioso objeto que pudiese despertar o herir mi fantasía.
No sé si fue aquel mismo día cuando yo quise averiguar lo que contenían aquellos papeles. Al principio no los vi, ya que estaban los cajones llenos de sábanas y de prendas de vestir demasiado antiguas que desprendían un olor muy rancio, un olor a tiempo clausurado y detenido acaso en sus mismos bordes. Estuve un rato revolviendo telas sin que descubriera nada; más bien parecía que no fuese a encontrar nunca aquellos cuadernos o que sencillamente mi abuela se hubiese confundido, algo que no debía de ser muy raro en la casa, pues muchas veces se cambiaban las cosas de sitio y no era fácil acordarse de dónde habían quedado. Tuve incluso que mirar de nuevo, ya que era posible que no hubiera tenido demasiado cuidado en mi búsqueda. Creo que era en el penúltimo cajón donde se hallaban, debajo de un tapete de croché que estaba manchado de una sustancia amarillenta. Los cogí con cierta emoción, igual que si tomara entre mis manos un tesoro en uno de mis muchos juegos. Eran dos cuadernos muy grandes, casi con apariencia de libro, ambos con las cubiertas de piel y las páginas de un papel apergaminado bastante duro, cosidas todas con hilo.
Estaban, en efecto, escritos a mano, con la letra muy bien trazada, de un color casi morado por el envejecimiento que con el paso de los años hubiese sufrido. A mí me llamó la atención precisamente esto, el esmero y pulcritud que delataba aquella letra, en la que también se echaba de ver el buen modo de expresarse que había debido de tener su autor.
En uno de los cuadernos aparecían registradas las propiedades de Elvira con todas las transacciones y cambios que se habían producido a lo largo de varias décadas del siglo XIX, además de otras menudencias y pormenores sobre los pagos asignados a la vega y sobre los límites y arbitrios que en ella habían de ser observados. En el otro, un poco menos voluminoso, se daba cuenta de los principales hechos que en la vida del maestro Galiano habían acaecido, entre los que destacaban todos los sucesos más relevantes que habían tenido lugar en Elvira desde su llegada.
A mí me impresionó vivamente aquello: era como si una parte minúscula del pasado se hubiera podido salvar de la acción devastadora del tiempo, como si un resto de él cobrara ahora nueva vigencia por obra de algún milagro. Yo repasaba otra vez aquellos signos, y casi me asaltaba la sensación de que a través de ellos podía evocar a la persona que los había escrito: al ser yo en aquel momento su destinatario, me figuraba que era a mí a quien estaban dirigidos y que incluso contenían algún mensaje que aún no hubiera sabido descifrar nadie, pues parecía que se animaban cuando los leía y que penetraban en mi interior para confiarme algo.
Muchas veces los volví a hojear después, cautivado por aquel extraño secreto que encerraban, aunque también los convertía en más de una ocasión en los libros ocultos de mis juegos, descubiertos acaso en una cueva o en un oscuro y medroso sótano al que me llevara mi insaciable afán de aventura.
Sí, el pasado es una sombra que yace escondida tras la realidad que pisamos, una sombra que nos conduce a un maravilloso reino cada vez que nos ausentamos del mundo y perseguimos el rastro que dejaron nuestros pasos sobre la arena movediza de la existencia. Allí, en algún lugar de ese reino, nos aguarda siempre alguna sorpresa, proporcionada por los recuerdos que aún permanecen en él intactos, como a mí me sucede ahora al evocar la impresión que me causaron aquellos cuadernos del maestro Galiano.

Mi infancia transcurre también entre tapias de adobe y destartalados paredones, en patios y corrales llenos de vegetación exuberante, con frecuencia ocupados por tractores y remolques que estaban allí aparcados. La casa de mis padres daba a las de mis tíos y durante algún tiempo se comunicaban por puertas y ventanas que se abrían en distintos sitios, de modo que constantemente nos estábamos pasando de unas a otras los primos a pesar de que éramos de diferentes edades y apenas coincidíamos en los juegos o en las cosas que más podían gustarnos. Por eso, a veces nos atraía adentrarnos en espacios y terrenos que apenas hubiésemos visitado antes, en trojes y cuadras en las que se amontonaban aperos y trastos abandonados, en graneros y naves de nueva planta invadidos de panochas de maíz o de haces de paja... Había también corralizas empedradas, con tinados y otras dependencias antiguas con muebles y objetos arrumbados. Era un mundo remoto y desvencijado que nosotros, los más pequeños, teníamos la fortuna de conocer y habitar de nuevo, llenándolo con nuestras voces y nuestras risas más frescas. Un mundo caduco que, sin embargo, ejercía un poderoso influjo, quizá porque de él aún tenían memoria las personas mayores con las que entonces convivíamos.
Una de ellas, singular donde las haya, era mi abuela paterna, que residía en la planta baja de la casa de uno de mis tíos. Aunque no era demasiado vieja, presentaba un aspecto muy desfavorecido, quizá ocasionado por la sordera que padecía desde hacía muchos años y que la había obligado a apartarse de la realidad en que vivía. Como se hallaba viuda y sus hijos estaban ya todos casados, parecía que no le asistiera otra misión que servirles de compañía durante el resto de sus días, como si de ese modo cumpliera fielmente la tarea que entonces debía de corresponderle.
Tenía el pelo cano, compuesto por ralos mechones que a menudo llevaba desordenados y revueltos. Su mirada era siempre muy serena, detenida en un punto en el que hubiesen encontrado al fin reposo sus pensamientos, sus ideas sobre un pasado del que tal vez ella nunca había acabado de desvincularse. Su voz, como no podía ser de otra forma, sonaba por momentos de una manera algo extraña, sin duda por efecto también de la sordera, ya que ésta le impedía que la dominase y corrigiese como ella quisiera. Con frecuencia hablaba en un tono más bajo, a modo de confidencia o de secreto comunicado. Esto hacía que su interlocutor tuviera que acercársele bastante para comprender mejor lo que decía.
Vivía así separada del resto de sus semejantes, ensimismada en sus propios asuntos, los cuales tendían igualmente a alejarse de los que a los demás tenían ocupados. Era tal su apartamiento del mundo, que no era raro que saliese con algún disparate, causado por la dificultad que encontraba de asumir lo que en él ocurría. Así, de vez en cuando sucedía que algún término de nuevo cuño que ella captara de manera defectuosa lo pronunciase después como primero le viniese a la boca, provocando la hilaridad de los presentes, que siempre la trataban sin embargo, con mucho cariño.
Yo me acuerdo de verla en la cocina de la casa, donde solía pasarse casi todo el día, ya preparando con calculada parsimonia alguna comida, ya descansando en una silla de sus domésticas tareas con aire de sosegada derrota.
Era aquélla una estancia muy espaciosa que daba a un patio cercado por una verja. En el centro había una mesa muy grande, junto a la que ella acostumbraba a sentarse en los ratos en que estaba más tranquila; tenía también una chimenea de ancha campana sobre un poyo bastante amplio que a menudo podía verse lleno de cacharros. El lavadero se hallaba en un rincón, debajo de un vasar donde se colocaba la vajilla. Si no recuerdo mal, por allí cerca se encontraba la despensa, repleta de orzas y de peroles de diferentes tamaños, muchos de ellos descascarillados por sus bordes.
Se desplazaba mi abuela de un lado para otro muy lentamente, ajena a los hechos o a las circunstancias que en torno a ella concurriesen. La verdad es que apenas mostraba interés por nada, si no eran las cosas que pudieran tener alguna relación con su vida anterior.
Es para mí una figura entrañable que se me aparece en la memoria como si perteneciera a aquel tiempo obsoleto y clausurado, del cual sólo quedaran algunos restos y testimonios en los que casi no reparara ya nadie.

En un niño, no obstante, prevalece ante todo la conciencia de la realidad en la que se circunscriben sus actos y sus deberes cotidianos, aun cuando algunos signos en ella son anuncios o indicios a los que él concede una importancia excesiva, principalmente porque lo inducen a imaginar otra realidad con la que él sueña de vez en cuando.
Hay escenarios o hechos que se van imponiendo en su mente a medida que crece y se incorpora a la vida que los mayores le presentan, lo cual no deja de ser motivo suficiente para que su espíritu también se enriquezca y se alegre con las novedades que de continuo se le ofrecen. Una de ellas fue, sin duda, para mí la ciudad de Granada, a la que solía ir con mis padres y hermanos cada vez con más frecuencia. No sé realmente cómo sería la primera impresión que tuve de ella, pues es algo que se me escapa y que no lograría concretar por mucho que quisiera. Quizá fuese la propia inmensidad con que la ciudad se me aparecía, acostumbrado como estaba a moverme por espacios más reducidos, ante panoramas de limitadas y consabidas proporciones.
Granada, por el contrario, nunca dejaba de sorprenderme con sus altos edificios y sus vastas dimensiones, entre los que ya empezaba a reconocer algunos lugares, como fueron al principio los jardines adonde mis padres nos llevaban o las calles y plazas del centro que con ellos más transitábamos, algunas de un particular encanto, al menos para los que habíamos comenzado a visitarlas, como llegó a ser por ejemplo la plaza de Bibrambla con su vieja fuente y sus puestos de flores rodeados de frondosos tilos y de otras especies de árboles, tras los cuales se alineaban sus vetustos caserones de fachadas despintadas y decrépitas.
A mí me llamaba la atención también el bullicio de la gente, que en ciertos sitios resultaba muy agobiante y que comparado con la tranquilidad que entonces reinaba en Elvira no podía por menos tampoco de asombrarme, sobre todo si reparaba al mismo tiempo en la diversidad de personas y de tipos con los que a menudo nos cruzábamos por las calles, muchos de ellos de un aspecto bastante pintoresco y estrafalario.
Años más tarde, cuando mis contactos con Granada se habían hecho más habituales, ya no habría de causarme ninguna sorpresa aquel espectáculo, pues comprendía que era natural que en una ciudad se diera cita una multitud tan abigarrada y diversa. Fue ésta ya una época muy diferente, en la que acudíamos más bien a la capital a comprar en tiendas y comercios de distinto género, por lo que yo mismo me vi inmerso a la fuerza en aquel tráfago constante de vida y de tumultuoso ajetreo. Aquella imagen anterior acabó, por tanto, reemplazada por otra tal vez más prosaica e inquietante, compuesta de múltiples formas y matices a los que poco a poco me había de ir acostumbrando.
Después, cuando regresábamos al pueblo, a una hora ya muy avanzada de la tarde, Granada se me revelaba sin embargo mucho menos agitada que antes, quizá por efecto del distanciamiento con que era contemplada entonces: recuerdo que se presentaba a mis ojos envuelta en una atmósfera dorada, en un halo herrumbroso de ensueño o quizá de leyenda oriental, bajo un cielo manchado de púrpura y de violeta, una ciudad que en el crepúsculo iba cayendo en un sopor antiguo, en un estado de blanda y deliciosa melancolía, como si con el transcurrir de las horas recuperase la magia y el espíritu que la hubiesen animado a lo largo de la historia. Tal era lo que yo sentía al verla a la distancia, o acaso lo que siento ahora cuando la evoco, ya que muchas veces unas impresiones suplantan a otras mientras se vive, mientras se atiende a lo que deja tras de sí el inexorable rodar del tiempo.


En los largos atardeceres de verano, después de dejar atrás rincones y recovecos de plácida penumbra, solíamos reunirnos de nuevo los amigos en la plaza de la iglesia, donde emprendíamos con otros niños interminables correrías y aventuras, justo cuando los mayores empezaban a congregarse a su vez en las terrazas de los bares, ajenos a lo que nosotros en aquellos instantes hacíamos.
La vida, como un viejo carrusel de feria, giraba ya incesantemente sin que nos apercibiéramos de ello. Montados en el caballo con alas de nuestros juegos, experimentábamos el vértigo y la emoción que ellos nos proporcionaban, mientras todo a nuestro alrededor también daba vueltas sin interrupción, inmerso en una rutina que había de ser por su parte continuada indefinidamente.
De vez en cuando, para reponernos del esfuerzo realizado, nos sentábamos en los escalones del atrio de la iglesia o nos quedábamos de pie acodados en la balaustrada, mirando acaso cómo caía la noche sobre los tejados y miradores de Elvira con su larga cola de estrellas y de misterios indescifrables, oscuro pabellón de sombras y de paraísos olvidados al que queríamos también elevar nuestras preguntas y dudas más contumaces como veloces saetas que fuesen a enganchar en sus puntas el aro final de una respuesta o de un secreto que ignoráramos.
En esos momentos, el carrusel al que íbamos subidos giraba más despacio que antes, a un ritmo que parecía ajustarse a los deseos y pensamientos que a la sazón albergábamos. Desde allí, asomados a aquella vieja balaustrada, observábamos también con no disimulada curiosidad cómo volteaba el mundo, convertido igualmente en un inmenso carrusel que no parara de moverse en torno de nosotros.
La luna, como un medallón de oro, aparecía algunas noches colgada sobre un horizonte de plata. Cautivados por su enigmática belleza, permanecíamos entonces un rato contemplándola antes de regresar a la plaza para continuar jugando, antes de volver a correr y a saltar olvidados de todo lo que nos rodease.



































2ª PARTE


















1



En los corrales de las casas se reunían con frecuencia labradores y jornaleros del campo que trabajaban con cierta regularidad en las hazas de mi padre o de mis tíos. De todos ellos, hombres de rudo aspecto y de voluminosas y zafias manos, yo me acuerdo especialmente de dos, quizá porque era con los que más trato tenía.
Pedro, el más joven, era un tipo robusto y de gran fortaleza, siempre dispuesto a acometer cualquier tarea que se le encomendase. Su cara, como todo su cuerpo, resultaba gruesa, de considerables proporciones; llevaba unas patillas muy largas, tal vez un recuerdo de alguna moda que se instaurara en su juventud, o un rasgo que obedeciera a un lejano y desconocido designio. Tenía además los ojos oscuros y un poco hundidos, lo cual confería a su semblante cierto aire de indómita fijeza que luego sus actos se encargaban de rebajar o de desmentir. No era, con todo, persona de muchas palabras y, cuando hablaba, lo hacía de una forma muy modesta, con términos y expresiones aprendidos en su interminable vagar por la vega, algunos de ellos pronunciados con tal rudeza y descuido que parecían ininteligibles para quien no estuviera acostumbrado a escucharlos.
Muchos días pasaba a nuestro lado sin decirnos nada, casi como si no nos conociera, pendiente sólo de los asuntos o de los trabajos que hubiera de realizar entonces. La verdad es que nosotros, los niños, lo admirábamos bastante porque lo considerábamos como un hombre muy fuerte y capaz de afrontar empresas de enorme envergadura, ya que en aquel tiempo posiblemente fuera ésta la cualidad que más valoráramos en alguien, la fortaleza y el arrojo con que viéramos a algunos mayores desarrollar ciertas tareas que a nosotros nos hubiera gustado llevar a cabo en tales momentos.
El otro labrador que aparecía a menudo por la casa se llamaba Juanillo, Juanillo el de los patos, apodo que nunca logré averiguar a qué se debía, aunque lo más seguro es que fuera heredado de algún antepasado lejano de su familia, tal vez algún abuelo o bisabuelo que le hubiera dado por criar tales animales.
Era pequeño y delgado Juanillo, no aquel remoto ascendiente. Tenía por ello el talle escueto y el andar oscilante, quizá a causa de alguna dolencia que le hubiera sobrevenido con los años, pues debía de frisar ya los setenta tan simpático personaje. Usaba unas gafas muy grandes, casi siempre cubiertas de una capa de polvo que seguramente dificultaría bastante su visión; tras ellas se adivinaban unos ojos sagaces, atentos a cualquier circunstancia que a su alrededor se terciase.
Acostumbrado a desplazarse de un lugar a otro de la vega, solía ir a todos los sitios en bicicleta, si bien no parecía que tuviese demasiada prisa en ello, pues lo hacía siempre con gran parsimonia.
Al contrario de Pedro, Juanillo hablaba en exceso y se demoraba en múltiples detalles antes de aclarar el verdadero objeto de sus intervenciones. Según mi padre, tendía a ser muy exagerado, a pesar de que después por lo común se demostraba que tenía razón en todo lo que dijese.
Entre otras cosas que en él eran habituales, destacaba su meticuloso celo por limpiar las acequias que pasaban por sus hazas, pues resultaba raro el día en que no viniese de cumplir con tal labor.
Emitía también pronósticos muy certeros sobre el tiempo, de lo cual gustaba de jactarse bastante, ya que de algún modo le ofrecía la oportunidad de que los demás se acercaran a consultarle.
A los niños, como era natural, no podía dejar de causarnos gracia su figura enteca y desmedrada; y así, cuando lo veíamos por el corral, hacíamos todo lo posible por provocarlo de alguna manera, pues era dado igualmente a conversar con nosotros sobre lo primero que se le ocurriese.
Una vez que estábamos jugando al fútbol, vino a caer la pelota por donde él pasaba y, sin pensárselo mucho, quiso devolvérnosla al momento de una fuerte patada; mas si el de los patos era ducho en limpiar acequias y en otras labores relativas al campo, en la técnica del balompié estaba claro que presentaba notables carencias, pues en lugar de golpear la pelota el cuerpo se le desvió a un lado y fue a dar con el trasero en el suelo. Al ver que no se había hecho daño y que comenzaba a incorporarse sin dificultad, rompimos todos a reír con ganas, seguros de que él no se iba a molestar por ello, como así hubo de suceder después, cuando continuó su marcha como si tal cosa, propinándose repetidos manotazos en la parte del pantalón que se había ensuciado a causa de la inopinada caída.
Juanillo era, en el fondo, un hombre bueno a pesar de sus circunloquios y de sus trazas primitivas, igual que otros muchos labriegos que se juntaban con mi padre en aquella época.

Llevaba yo cuatro años ya en aquella escuela y era tal el cariño que le había tomado al final a ella que casi me parecía mi segunda casa. En los últimos cursos, además, había progresado de forma muy notable, por lo que ya no había de encontrar nada que me resultase complicado o que supusiera para mí una dificultad insalvable; todo lo realizaba con solvencia y prontitud, amparado en los conocimientos y destrezas que había adquirido a lo largo de aquellos años.
Don Julián, el maestro, trataba a sus alumnos mayores con gran confianza, como si el hecho de que lo fueran les otorgara ya la madurez suficiente que les exoneraba de las obligaciones anteriores. Yo me vi así también más libre y seguro en mi etapa final de la escuela y, en prueba de mi evidente progresión, tuve la osadía de pintar una acuarela que regalaría después a don Julián en señal del agradecimiento y de la estima que le debía.
Nunca olvidaré tampoco lo que nos dijo, pocos días antes de que concluyeran las clases. Fue una especie de discurso o más bien de consejo que él quiso darnos con motivo de nuestra próxima despedida. Aunque entonces creí que lo tenía programado, como casi todo lo que llevaba a cabo con sus alumnos, hoy pienso por el contrario que fue algo improvisado, fruto de su larga experiencia y de las incontables ideas que con el ejercicio de la docencia en él se hubiesen gestado.
Me acuerdo de verlo alzado sobre su mesa, casi de puntillas, apoyado con las puntas de los dedos en el borde del tablero, abarcándonos así a todos con una mirada severa y escrutadora, igual que si fuera a tomarnos una nueva lección, quizá la última, la más importante, aun cuando nosotros sabíamos que trataba sólo de impresionarnos y que nos tenía en verdad un gran aprecio. “Sed buenos y respetuosos con vuestros maestros a pesar de que a veces creáis que son injustos con vosotros o que no os atienden como desearíais que os tratasen recuerdo que nos dijo con moderado énfasis. Pensad que nunca dejaréis de aprender cosas nuevas y que aún habéis de realizar grandes esfuerzos y sacrificios. Pensad también que no hay mejor enseñanza que la que se adquiere de los errores y faltas que uno comete; por eso no os desaniméis por nada ni desistáis tampoco de vuestros deseos cuando algo venga a contrariarlos si alguna dificultad se presenta en vuestro camino. Si amáis la vida, ella os dará por añadidura todo lo que os haga falta para ser felices”.

Tardes azules, horizontes abiertos tras las bardas de un tapial o al fondo de una soleada calleja, cuadros rubios y bermejos de secano que se recortan sobre una difusa lejanía, cielos de color esmeralda de un verano que se antoja detenido en un día cualquiera, gruesos sillares de iglesia y paredones alabeados de casas viejas que se suceden y amontonan de forma caprichosa, cámaras y graneros llenos de objetos desahuciados que desprenden un intenso olor a polvo y a tiempo apolillado e inservible, tejados que se comban o se inclinan en torno a una corraliza empedrada, terrizos en los que se guardan arados y tractores que dejan una oscura mancha de aceite en el suelo, secaderos de tabaco en los que la luz se descuelga dividida en múltiples haces de claridad tamizada, lomas dulces y colinas de olivares que avanzan hacia la sierra y componen un lento y callado oleaje, infancia que se vierte como un tierno regato en el estanque sin luna de la memoria...

A mediados de septiembre, poco después de las fiestas que se celebraban entonces en Elvira por aquella época, tuvo lugar mi ingreso en la nueva escuela, en la cual me aguardaban tres largos cursos para obtener el título que en aquellos años se concedía al término de la primera etapa educativa.
Iba acompañado en tal ocasión de Pepe y Antonio, si bien a ellos los habían destinado a un aula diferente, ya que allí no coincidíamos todos los alumnos en la misma clase, sino que nos dividían y separaban por criterios que no entendíamos. Tuve la suerte, no obstante, de encontrarme con Gustavo, con quien ya me unía una estrecha amistad.
Como era lógico, en los primeros días nos costó bastante adaptarnos a las costumbres y al trato que los nuevos maestros allí comenzaban a dispensarnos. Como un eco ya lejano, recordábamos las palabras de don Julián, al cual siempre queríamos hacer caso. “Si amáis la vida, ella os dará por añadidura todo lo que os haga falta para ser felices”, nos había dicho al final desde su tarima, mirando alternativamente a cada uno de nosotros, con los dedos de las manos todavía fuertemente apoyados en el filo de la mesa.
He de confesar que, dada la timidez a la que entonces empezaba a ser algo propenso, me vi obligado a actuar con cierto recelo e indecisión al principio, temeroso de no corresponder con las exigencias que ahora se me demandaban.
No sé cuánto duró realmente este periodo de adaptación, quizá unas semanas tan sólo, pues aquellos maestros resultaron ser unas personas muy afables y dispuestas a educarnos de la mejor manera posible. Muy pronto, además, contamos también con la compañía y el reclamo de recientes amistades que vendrían a sumarse a las que ya teníamos, por lo que nuestro círculo de relaciones se iría ensanchando inopinadamente.
Aunque solíamos vernos en los mismos sitios de siempre, nuestros juegos se desarrollaban a veces en otros sectores del pueblo, en especial desde que adquirimos la costumbre de movernos por él en bicicleta.
Con once años, empezábamos a tomar conciencia de que ya todo no era como antes y de que teníamos capacidad para emprender acciones que en el pasado habían sido poco menos que impensables. Así, tampoco había de resultar extraño que en las excursiones por la sierra nos alejáramos a partir de entonces más de lo habitual, en algunas ocasiones por lugares bastante peligrosos. Éramos ya dueños de nuestros actos y nos sentíamos seguros de acometerlos por muy arriesgados que se nos antojasen al principio, o quizá precisamente por eso, pues comenzábamos también a apreciar y a gustar la emoción que conllevaba toda aventura.
La sierra estaba llena de rutas y veredas imprevisibles, de cuevas y terrenos que nos parecían misteriosos y que no nos cansábamos de explorar en busca de tesoros o de objetos que excitaran aún más nuestra fantasía, aunque después no encontráramos nada que pudiera ser tenido por valioso o por merecedor de algún osado comentario.
Había rincones y parajes que nos gustaban más que otros, collados cubiertos de frondosos pinares y cimas de colinas y peñascos desde las que se oteaba un asombroso panorama, a veces compuesto de abruptos roquedales y de barrancas y laderas que se precipitaban hacia una zona menos escabrosa de olivares y almendros, presidido todo por los montes de Elvira, que se alzaban a lo lejos como gigantescas masas plomizas.
Enfrente, al pie de la sierra, se asentaba la ciudad de Granada con sus múltiples edificios arracimados en la distancia, en un punto en el que parecían confluir todos los caminos y direcciones de la vega. Uno, sin querer, se acordaba de las viejas historias que hubiese oído de pequeño y se imaginaba aquel espacio poblado de ejércitos y de huestes rivales que se enzarzaban en ardoroso y encarnizado combate.
Desde el cerro de la ermita, Elvira se nos ofrecía reducida a un montón de tejados y de hastiales que se apretasen y recogiesen al abrigo de las colinas y de las peñas que la circundaban. Satisfechos con aquella visión, intentábamos ubicar en ella los lugares que más nos interesaban, en un vasto afán por atisbar y acechar la vida que en ellos se desarrollaba en esos momentos.
Nada, sin embargo, de lo que allí avistábamos podía ser observado con la precisión que nosotros deseábamos, pues todo quedaba circunscrito a una imagen que se nos hacía cada vez más lejana, fijada en un tiempo que se resistiese a traspasar los márgenes del presente.
En primavera, la luz se derramaba con pausada cadencia sobre todo lo que desde allí abarcaban nuestros ojos, casi como una caricia que se iniciara y se demorara después en su proyectada entrega.
La vega, constituida por minúsculos cuadros de labor, semejaba un mosaico que refulgía al sol que sobre él se alzaba, una brillante lámina esmaltada de verde que se sucediera en tonalidades distintas, frente a un horizonte de lomas de secano y de suaves colinas que se elevaba por encima de la mancha azul de las alamedas.
En otoño, por el contrario, predominaba el color marrón de las tierras y de los eriales sobre el verde más claro de los primeras siembras, emborronado todo por el gris garabato de las lindes y de los balates cubiertos de matorrales secos, un paisaje que se creía a ratos velado de un dulce encanto, con el penacho plateado de los humos que quedaban suspendidos en el aire.
Son días antiguos que emergen ahora de la memoria y que por un instante iluminan con su luz temblorosa la incierta realidad sobre la que resbalan antes de difuminarse de nuevo y de volver a hundirse en el anchuroso piélago del olvido.

En la infancia parece que el tiempo transcurre más lento que en otras edades de la vida; sin embargo, hay momentos en ella en los que todo se precipita y cobra un ritmo que no tenía, acontecimientos que vienen a alterar el curso rutinario de los días y que nos conducen a situaciones que no estaban previstas en el guión de nuestra existencia..
Aunque habíamos oído ya hablar del caso, no queríamos darle crédito hasta que la misma persona implicada en él no nos lo refiriera. Eran rumores que corrían por el pueblo y que habían llegado casualmente hasta nosotros porque en las casas ya se hubiesen comentado.
Por lo visto, Pepe, el líder de nuestro grupo, se marchaba con su familia a otro sitio. Una de las fábricas de Elvira había cerrado y al padre le habían asignado un nuevo destino. El hecho era bien sencillo, pues formaba parte de los avatares a los que están sujetas las cosas de este mundo; no obstante, para nosotros revestía una importancia capital, ya que suponía la separación y tal vez la pérdida definitiva de uno de nuestros mejores amigos. Incluso Vicente, que tenía con él cierta rivalidad, mostró también su pesar cuando se enteró de que se iba.
Pepe, en efecto, nos lo confirmó una tarde en que estábamos todos reunidos en la plaza de la iglesia. “Mi padre me ha dicho que es ley de vida”, terminó por decir con afectado aplomo, como si aquello hubiera de significar para él la superación de una prueba decisiva; y como nos viera a los demás impresionados por la noticia, insistió de nuevo en que tenía que irse y en que debía afrontar con coraje las duras circunstancias que se le presentarían.
Durante algunas semanas apenas pudimos apartar de nuestra mente aquel inesperado suceso y, por más que nos esforzábamos, no conseguíamos jugar con la misma ilusión de antes, en especial cuando veíamos a Pepe más retraído que de costumbre, como si ya pretendiera asumir el papel que dentro de poco había de corresponderle.
La despedida, como era previsible, se hizo muy dolorosa. Recuerdo que el día en que sabíamos que ya no volveríamos a verlo apenas intercambiábamos palabras si no era para referirnos a detalles puntuales que no iban a comprometernos a abordar la situación con la que nos encontrábamos. El silencio nos unía mucho más en aquellos instantes que el diálogo, pues en él estaba contenido todo lo que no nos atrevíamos a decirnos.
Al final, sin embargo, fue Antonio quien afrontó tan complicado lance y, en un acceso de solícita camaradería, le confesó a Pepe que nunca lo olvidaríamos.
Durante algún tiempo sentimos el peso de su ausencia como una larga herida, como un enorme vacío que no podríamos rellenar de ninguna manera. Sin él, nos costaba mucho retomar nuestros juegos como antes, ya que había sido la mayoría de las veces quien más empeño y vivacidad había puesto en ellos. Vicente, en vista de este desconcierto, quiso imponer en cierto modo su voluntad al resto del grupo, si bien los demás apenas lo secundábamos.
A pesar de ello, al cabo de unos días comenzamos a ver las cosas de una forma más natural, pues nada hay en la infancia que no acabe por ser acatado y asumido. Así, la pérdida de Pepe no tardó en quedar tampoco relegada, sustituida por las nuevas inquietudes y ocupaciones en las que nos íbamos enfrascando.
Hoy, en cambio, con la perspectiva que conceden los años, uno no puede evitar cierta pena al recordar aquello, pues nunca más hubimos de saber de Pepe, sin el cual sería muy difícil concebir aquella etapa que con él pasamos. La vida, por esto, se me representa como una despedida continua, como una pérdida constante de amigos y de experiencias compartidas que ya jamás podrán repetirse.

A medida que crecíamos, nuestras visitas a la capital se hacían más frecuentes. Acompañados de algún familiar, al principio habíamos hecho el trayecto en tranvía, del cual guardo escasa memoria. Luego vendría el autobús, mucho más cómodo y rápido que aquel medio de locomoción que parecía pertenecer a un tiempo del que nosotros hubiéramos quedado excluidos. Con todo, lo más normal era que viajáramos en el coche de nuestros padres, ahorrándonos así las molestias que los otros desplazamientos nos deparaban.
Granada, a medida que crecíamos, nos enseñaba algún aspecto nuevo, oculto bajo la costumbre del tránsito diario por sus calles y plazas más concurridas. Siempre había algún rincón que no hubiéramos visto antes o algún momento del día en que se nos presentara revestido aquello de una insospechada y frágil belleza, de un aire tal vez de viejo daguerrotipo que nos devolviera la imagen de un tiempo casi legendario.
Uno de estos lugares era, sin duda, la Alhambra, encaramada en una de las colinas sobre las que estaba asentada la ciudad. Su mismo enclave contribuía a verla rodeada de un halo misterioso, en el cual uno creía percibir ecos lejanos de historias y leyendas antiguas. La ascensión por la empinada cuesta que conduce al interior de la fortaleza, flanqueada de árboles milenarios, era ya motivo suficiente para la ensoñación y el ensimismamiento, pues debía de ser muy fuerte el poder de sugestión que aquellos sombríos parajes reunían: entre el oscuro boscaje que poblaba las laderas por las que se subía, no era difícil imaginar las escenas que en otra edad allí se sucederían, todas ellas evocadas en los relatos que en torno al pasado árabe no dejaban de escucharse. El agua, rumorosa en canales y acequias, alzaba su largo cuello de plata en pilas y fuentes, refrescando el aire con sus notas tintineantes.
Ya en lo alto, impresionaba la vista el Palacio de Carlos V con su sobria y noble fachada renacentista, situado frente a un horizonte de cartón de adarves, lienzos de muralla y torreones almenados. Me acuerdo de que a mis hermanos y a mí nos gustaba jugar en la explanada que hay delante del palacio, al arrimo de aquellas piedras preñadas de historia y de silencio, por las que la luz de la tarde resbalaba como una lenta canción olvidada.
Atónitos, descubríamos luego el maravilloso mundo que se encerraba en el interior de la Alhambra, donde todo semejaba que estuviese dominado por un embriagador encanto, igual que en un cuento que nos hubiesen relatado en la más tierna infancia. Salones embrujados, bóvedas consteladas de misterio y de secretos innombrables, galerías alfombradas de pasos y de ecos que se pierden después de ser escuchados, temblor de siglos que se adivina o que se palpa en el aire condensado de una estancia o de un recatado cuarto, celosías y miradores que se asoman a un paisaje de magia, patios y jardines con albercas y macizos de arrayanes en los que la vida parece que se convierte en un sueño muy agradable, cipreses y fuentes en las que el agua se vierte y canta..., todo era allí sugerente y enigmático, en especial si los que se acercaban a admirarlo no habían perdido aún la inocencia que los hiciera susceptibles de ser deslumbrados.

La nueva escuela era más espaciosa y reunía a muchos más alumnos que la anterior. Dividida en varias secciones, albergaba en ellas todos los cursos de que se componía la educación obligatoria de entonces. En el ala que nosotros ocupábamos, se distribuían las clases de los niveles superiores, entre los que por fortuna yo ya me encontraba. Las aulas daban a un patio interior con el suelo de arena que tenía forma de triángulo irregular y que por eso se desdoblaba en ángulos y rincones que a veces servían de escondite o de refugio en las persecuciones que emprendíamos.
Igual que en la otra escuela, también en ésta las cosas habían de seguir pronto un ritmo consabido, con horas de obligado aprendizaje y recreos de fogoso esparcimiento, con días de un sol radiante y tardes de sombra crepuscular y lluvias torrenciales de invierno.
Sin embargo, cada vez era más grave y exigente la responsabilidad que allí contraíamos ante las enseñanzas que nos impartían, ya que eran aquéllos tiempos en que la pereza o la desidia ante el estudio se consideraban como una falta casi imperdonable.
Los maestros, por otro lado, estaban obligados a que se cumpliera esta máxima tan tajante, alguno de ellos con métodos y maneras quizá algo bruscos y anticuados, pues procedían a imponer su autoridad a la fuerza, con amenazas y castigos demasiado violentos.
Había otros, como ya he recordado, que empleaban unos modos más suaves y tal vez por ello mucho más didácticos, seguramente porque no eran tan mayores y tenían un talante más abierto que sus antiguos colegas.
Hubo especialmente uno que ganó nuestro favor desde el principio. Se llamaba don Miguel y era muy joven, lo cual permitió que no tardáramos en ver en él a alguien a quien podíamos tratar sin ningún reparo. Su aspecto, además, contribuía a que así lo fuera, ya que aparecía siempre ante nuestros ojos con el semblante muy risueño y distendido. Tenía, por otra parte, aire y apostura de hombre campesino, pues era de rasgos más bien montaraces y de piel muy curtida; aunque por debajo de tal apariencia física se escondía también una gran capacidad para la docencia, como de hecho hubo de advertirse en seguida en el modo en que desarrollaba sus clases. Nos trataba, en efecto, como personas mayores, como si nuestras opiniones fuesen para él muy importantes. Esto hizo que tomásemos cada vez más interés por sus asignaturas, que eran a la sazón el Francés y las Ciencias Sociales. En esta última, sobre todo, se empeñó en que la estudiásemos de una forma muy diferente de la que hasta ese momento era común entre nosotros, pues consiguió por ejemplo que viéramos la historia como una realidad sobre la podíamos verter nuestras dudas y comentarios acerca de las causas y circunstancias que en ella concurrían o acerca de las consecuencias que de unos determinados acontecimientos se derivaban.
Animoso donde los hubiera, don Miguel también nos mandó que realizáramos trabajos de investigación sobre asuntos o temas relacionados con nuestro entorno más cercano, lo cual constituía en aquel tiempo una novedad que había de despertar en todos un enorme entusiasmo.
Los trabajos se efectuaban en grupo, según las preferencias que cada cual tuviera: el nuestro investigó sobre los diferentes cultivos que se llevaban a cabo en la vega de Elvira, por lo que hubimos de tomar datos que recogíamos de boca de los mismos labriegos, a quienes incluso entrevistábamos como intrépidos reporteros en las mismas hazas donde estuviesen faenando. El resultado quizá no fue tan brillante como nosotros hubiésemos deseado, pero sirvió sin duda para que nos concienciáramos de la importancia que había tenido la agricultura en Elvira y para que nos diéramos cuenta también de que en la actualidad no se extraían de ella grandes beneficios, ya que los productos se vendían a un precio irrisorio comparado con el que después había de tener a buen seguro en los mercados.
Don Miguel no paraba. Imbuido de ardientes ilusiones, acometía innumerables actividades, algunas de ellas ajenas a la profesión que con tanta fe desempeñaba. Durante aquel año que permaneció en el pueblo se relacionó con el sector más inquieto y avanzado de la juventud de Elvira, entre la cual llegaría a ejercer un indiscutible liderazgo. Como era de esperar, se habló mucho de él y se dijo que estaba metido en asuntos algo turbios, al menos para las personas más retrógradas que se ponían a juzgarlo.
A don Miguel, por el contrario, nada de esto le afectaba, como se decidió a revelarnos a un grupo de alumnos que estábamos con él reunidos una tarde en un banco de la plaza de la iglesia. Mirándonos a los ojos, sin dejar de sonreír, nos confesó que no le preocupaban en absoluto las habladurías de la gente, pues él tenía la conciencia muy tranquila y nadie iba a disuadirlo con sus críticas de lo que hacía. “A los grandes hombres de la historia les ha pasado lo mismo y no han renunciado nunca por ello a sus ideales”, añadió al final con cierto énfasis. Los suyos, según nos enteramos más tarde, eran de signo político, lo cual debía de ser ya muy común en aquella época, si bien todavía habían de llevarse en secreto ante el temor de que pudieran inspirar un excesivo recelo.
Con el tiempo he descubierto que tales ideales no satisfacen todas las necesidades del alma, puesto que sólo aspiran a resolver determinadas coyunturas existenciales, ante las que se pertrechan de argumentos y de medios para tratar de combatirlas. No sé, por cierto, qué habrá sido de don Miguel; tal vez se esforzara durante algunos años en cumplir sus propósitos, aunque también es posible que se persuadiera pronto de que había algo más por lo que merecía la pena luchar en este mundo. Lo que sí sé, con todo, es que su paso por Elvira y por la vida de muchos de sus alumnos no quedó inadvertido, especialmente por las excepcionales condiciones que atesoraba como docente.

Hay un momento en la infancia en que todo varía, en que la conciencia de que se accede a una nueva edad se va haciendo cada vez más persistente, en que uno parece que deja atrás su corazón de pájaro y empieza a rodar por un paisaje arenoso. Ese momento vino a coincidir en mi caso con la demolición de la casa de mis abuelos y con la pérdida definitiva del mundo tan maravilloso que en ella se encerraba. Todavía me acuerdo del día en que mi abuelo nos llevó a mis hermanos y a mí para que pudiéramos verla por última vez, poco antes de ser derribada. Vacía, deshabitada desde hacía algunos meses, mostraba un aspecto muy triste, como si el alma de una casa fuese precisamente el alma de sus moradores. Reinaba en ella entonces un silencio lúgubre que recorría todas las estancias como un viejo fantasma que dejara tras de sí un reguero de ecos y de miradas extraviadas, una estela de voces y de pasos insomnes que se pierden entre la niebla que difumina la memoria. En algunos rincones uno creía percibir todavía un latido lejano de vida, un resto de ella que se resistiese a ser olvidado. La verdad es que parecía mentira que aquello terminase, que todo un pasado se disolviera de pronto con la demolición de aquellos muros y aquellas habitaciones desangeladas. Yo era consciente de que una parte de mi infancia se derrumbaría también allí y de que ya jamás podría recuperarla, por mucho que después intentara evocarla con ahínco. Era una sensación de muerte prematura, de aterrador olvido. De vez en cuando tenía incluso la impresión de que zozobraba y de que a partir de entonces ya no volvería a ser el mismo. Recuerdo que era una tarde triste y fría de otoño y que algunos rosales del patio habían florecido como si la naturaleza se obstinara en seguir un curso muy distinto del que las decisiones humanas determinaban de inflexible modo. Por un instante quise hacer algo que me librara de la sombra de remordimiento que se abatía sobre mí y con un pedazo de carbón que encontré casualmente por allí cerca escribí la palabra adiós en una de las paredes del corral, como si de esa manera me despidiera del espíritu que morase en aquel antiguo caserón abandonado.
Sí, quizá haya en la infancia un momento en que todo concluye, en que se descorre el telón que ocultaba el escenario en el que se ha de representar en el futuro el verdadero teatro de nuestra existencia, después de que ésta hubiese sido antes un mero ensayo de posibilidades y de remedos provechosos. A falta de episodios más novelescos, puedo ofrecer estos otros de un estremecedor desencanto, cargados de sentimientos que configuran ya para siempre la personalidad del sujeto que los albergara en aquel tiempo. Hoy, al tratar de revivirlos, me doy cuenta de que nunca he dejado de desprenderme de ellos y de que muchas de mis actuaciones posteriores obedecen a la sensación de derrota que hay desde entonces impresa en mí.

Por aquellos años los acontecimientos políticos se precipitaron en el país y Elvira, como era natural, no pudo mantenerse al margen de lo que en él ocurría. A partir del cambio de régimen, la vida nacional experimentó un notable sobresalto: se respiraba un aire de libertad que hacía concebir grandes esperanzas a las personas que antes habían permanecido calladas. Sin embargo, esto motivó también que resurgieran viejas heridas y resquemores que constituirían un nuevo foco de tensiones y de enconos que parecían olvidados.
Elvira, en efecto, había sido en el pasado un lugar en el que se vivieron tales conflictos de una manera más dramática. Igual que en otros sitios, se habían cometido allí en ambos bandos abominables crímenes que habían dado origen a innumerables rencillas y deseos de venganza. Aunque habían transcurrido casi cuarenta años, la guerra todavía ardía en la memoria de mucha gente y, como una llama que se avivara ahora con el soplo de los vientos que se habían desatado, se proyectaba sobre los hechos que en la nueva realidad se estaban sucediendo.
A pesar de mi corta edad, yo me percataba ya de los cambios que a mi alrededor se producían y, movido por la candidez que entonces en mi interior dominaba, no podía por menos de repudiar en secreto la división que entre mis propios paisanos existía.
A mí me gustaría obviar estas cosas, pero forman parte también de un pasado colectivo y en gran medida condicionan la historia que entre todos tejimos. La convivencia tiene inevitablemente este lado desagradable de roces y desavenencias ominosas, sin duda motivado por el mal que planea por el mundo y que a veces se instala desgraciadamente en el corazón humano.
Fue éste un periodo convulso que no terminó hasta que la democracia no estuvo finalmente asentada, aunque esto último coincide ya con la etapa de mi adolescencia, la cual no es por ahora objeto de mi relato.

Una tía mía, hermana de mi abuela, que se había quedado soltera y que vivía con ella, como ya consignara al principio de esta historia, había caído enferma cuando yo apenas tenía ocho o nueve años. Mi infancia, por ello, transcurrió en buena parte al lado de aquella mujer tan paciente y abnegada, para la que todo hubo de cambiar a raíz de tan desgraciado suceso.
Acostumbrada a superar los contratiempos que la propia vida le deparaba, la enfermedad acabó por hacerla más resistente al dolor que padecía, a pesar de que a veces se rebelaba y no encontraba sentido al sufrimiento que para ella parecía reservado.
Profesaba, sin embargo, una gran afición a la lectura, entretenimiento con el que lograba sobrellevar los duros momentos que de ordinario se le presentaban. Leía sobre todo novelas de cuño romántico y libros edificantes de santos y de moral cristiana. Con su ejemplo, empecé a comprender que era aquélla una de las mejores maneras de vencer la rutina, aun cuando por entonces yo había leído más bien poco. Era más proclive, por el contrario, a jugar y a crear mis propias historias a imitación de las que veía a menudo en la televisión o en el cine. La lectura suponía para mí un esfuerzo innecesario, ante el cual aún no estaba preparado. Intenté, no obstante, adentrarme en algunos libros de carácter juvenil que en aquel tiempo se habían puesto de moda, pero no conseguí acabar ninguno debido al escaso interés que me inspiraban.
A diferencia de lo que a mí me ocurría, mi tía nunca se cansaba de leer. Todas las tardes, cuando yo iba a visitarla, la encontraba leyendo, sentada casi siempre en la mecedora de su cuarto, sin apartar la vista apenas del libro que a la sazón tuviese entre sus manos.
Su ejemplo, como digo, sirvió para que lo tomara en cuenta como una posibilidad que habría de germinar en mí y que no tardaría en producir excelentes frutos con el paso de los años.
Como sucede con frecuencia, aquello hubo de llegar igual que todo lo que de algún modo es inevitable que llegue mientras vivamos. En el último curso que estuve en aquella segunda escuela, el maestro que nos impartía las clases de Lengua nos había recomendado que leyéramos Bodas de sangre de Federico García Lorca. Al autor, como era natural, yo lo había oído nombrar mucho por aquella época y tenía además una vaga referencia de su obra, a pesar de que todavía no había recibido los elogios que después habían de dispensársele en desagravio por la tremenda injusticia que con él se cometiera.
La verdad es que la historia que desarrollaba Bodas de sangre era demasiado truculenta para un niño de trece años. El maestro, llevado por no sé qué razones pedagógicas, había insistido sin embargo en que la leyésemos, tal vez porque quería comprobar el estado de madurez en que se hallaban sus alumnos antes de abandonar la escuela.
Debo decir que no fue precisamente el argumento lo que más me sedujo, pues en cierto modo escapaba a la corta experiencia que sobre la vida entonces me asistía. A mí me llamaron la atención, por el contrario, los sentimientos y pasiones que encarnaban de forma tan brutal los personajes, la fuerza que contenían los diálogos y el poder evocador de las palabras que por ellos desfilaban, la poesía que exhalaba de las escenas y de los ambientes que en aquellas páginas se recreaban, la belleza de las canciones y de los poemas que a lo largo de toda la obra se sucedían... Fue tal la impresión que ya no podría sustraerme a la atracción que en mí ejercerían a partir de aquel momento los libros, por los cuales llegaría a sentir la misma veneración que sentía por el cine o por los juegos que inventaba en solitario o en compañía de mis mejores amigos.
Con ellos, con los libros, aprendí a amar las palabras y las posibilidades que el uso del lenguaje me habría de proporcionar, el nuevo mundo que a través de él se descubría, muy parecido a los sueños y a las quimeras que cada cual en su interior se forjase.
Como mis conocimientos de literatura eran muy escasos y no disponía de una biblioteca donde pudiera escoger lo que a mi edad más me convenía, me puse a leer desde entonces todo lo que por suerte o por recomendación caía en mis manos, de modo que me fui formando a mí mismo de una manera azarosa y autodidacta, sin un criterio todavía definido, como quien se deja guiar por el destello de un ideal que su pensamiento o su deseo de forma espontánea fabricaran.

Con trece años uno adquiere más independencia y confianza en todas las acciones que emprende, especialmente si éstas conllevan algún riesgo que antes hubiera sido eludido. Por eso, no fue extraño que a comienzos de aquel verano nos atreviéramos a realizar nuestras primeras incursiones en bicicleta por los caminos y carreteras de la vega.
La bicicleta, en efecto, se había convertido ya para todos en un medio imprescindible de transporte, sin el cual era muy difícil concebir nuestros actos. Por ese tiempo, además, mi círculo de amistades había empezado a sufrir cambios muy importantes, ya que se habían retirado de él Vicente y Antonio por diferentes motivos y yo me las tuve que valer por ello con Gustavo y con Andrés, a los que habrían de sumarse luego otros compañeros de la escuela con los que había intimado en los últimos cursos.
Algunos días, el grupo llegaba a ser muy numeroso, por lo que nos sentíamos más animados para explorar territorios que aún no conocíamos. Nada nos motivaba tanto como el deseo de acometer empresas cada vez más arriesgadas, aun cuando en ocasiones tuviéramos que ser reprendidos por nuestros padres si sobrepasábamos los límites que ellos consideraban razonables.
Partíamos muy temprano, a eso de las nueve o las diez de la mañana. Al principio no nos alejábamos demasiado, pero después terminábamos aventurándonos por carreteras que nos llevaban a puntos muy distantes. La vega a nuestro paso se nos ofrecía galana y vistosa, invadida de sol y de claridad radiante, como una novia ataviada con el rico brocado de sus desposorios. Las tierras, al otro lado de los arcenes, se mostraban feraces y espléndidas, desbordantes de espesura y de olores agrestes. Más adelante, las alamedas se sucedían como intrincados laberintos de columnas y sombras huidizas, en los que el silencio semejaba que fuese agujereado por gritos de pájaros cautivos. Tras ellas, aparecía de nuevo la vega, ancha, dividida en infinidad de parcelas, ungida de luz y de belleza.
Entre los últimos amigos que vinieron a agregarse recientemente al grupo, destacó muy pronto Enrique, un chico rubio de modales un tanto desaprensivos que habría pasado a ser un auténtico líder en ausencia de Vicente si no hubiera sido por su inconstancia y por su falta de ideales. Era demasiado impulsivo e intrépido en sus decisiones, lo cual hacía que a veces no se le mirara con plena confianza ante el temor de que fuera muy alocado lo que nos proponía.
Un día que regresábamos de Fuente Vaqueros nos convenció a todos para que tomásemos un atajo que partía de la carretera y que se adentraba en el corazón de la vega entre choperas recién plantadas. A medida que avanzábamos, el camino se iba reduciendo a dos surcos irregulares que casi tapaba la hierba que crecía en sus bordes, hasta que llegó un momento en que se nos hizo prácticamente intransitable y no tuvimos más remedio que cargar con las bicicletas sobre los hombros. Aconsejados siempre por Enrique, que se las daba de explorador y de sagaz aventurero, subimos de esta guisa por un alto balate y alcanzamos la linde de una alameda, por la que nos dirigimos después esperanzados en que hallaríamos pronto la orientación acertada.. No habíamos andado, sin embargo, doscientos metros cuando nos encontramos con otro balate, esta vez menos pronunciado, el cual conducía a una acequia por la que circulaba abundante agua; como pudimos, la cruzamos por una especie de puente que formaban unos troncos que unían las dos orillas. En la otra parte el terreno era aún más fragoso, pues estaba lleno de maleza y de juncos que hubimos de apartar para abrirnos paso. A pesar de estos inconvenientes, Enrique insistía en que por allí ganábamos tiempo y en que dentro de poco habíamos de ver que se hallaba en lo cierto.
Pasado aquel terreno, dimos con otro algo menos dificultoso, tras el que no se nos presentó más opción que atravesar una sombría y recatada alameda, con la tierra todavía embarrada en algunas zonas porque hubiese sido regada recientemente. La marcha volvía a hacerse así muy lenta, ya que más de uno tenía que retroceder en busca de su zapatilla después de que se le hubiera quedado atrapada en el barro. Andrés empezó entonces a cansarse y a cuestionar el plan de nuestro guía, que no dejaba sin embargo de alentarnos ni de decirnos que confiáramos en sus pronósticos.
Al salir de aquella alameda, el sol lucía ya con mucha fuerza y en los rostros de todos, surcados de gruesas gotas de sudor, comenzaban a sentirse intensos picores. Una estrecha vereda nos condujo luego hasta un lugar erizado de zarzas. Ante tal coyuntura, a Enrique no se le ocurrió otra cosa que asegurar que teníamos que pasarlo si queríamos llegar hasta donde deseábamos. Tras una pequeña dilación, decidimos una vez más seguir su consejo a pesar de que era aquélla una dura prueba de la que podíamos salir muy malparados en piernas y brazos.
La suerte fue que al final encontramos una nueva acequia por la que el agua discurría mucho más clara que antes, en la cual pudimos lavar nuestras heridas y resarcirnos de los ardores y fatigas que sentíamos. Había allí a continuación una zona más despejada que nos llevó por el borde de otra chopera a un espacio algo más ancho, tras el que se adivinaban las huellas de un camino que hubiese sido anulado con el paso de los años por la invasión de matorrales y de hierbajos que en él habían crecido. Con las bicicletas todavía sobre los hombros, conseguimos llegar a duras penas a lo que presentaba más bien la apariencia de una encrucijada, donde hallamos un viejo cortijo abandonado con sus muñones de vigas y de muros desplomados sobre pilas de escombros y de maderas desportilladas. Tal imagen nos sugirió la idea de que no debíamos de estar ya lejos de alguna salida. Habrían transcurrido casi dos horas desde que nos desviamos de la carretera, aunque allí nuestros cálculos no eran quizá muy realistas y podía ser también que hubiera pasado menos tiempo del que presumíamos, influidos como estábamos a esas alturas por la sensación de fatiga y de temor que nos embargaba.
Tras algunas dudas e indecisiones, escogimos una de las direcciones que de aquel sitio partían y después de andar un trecho comprobamos que por fin podíamos montar en las bicicletas.
Al cabo de un tiempo, efectivamente, vimos que aquello volvía a tener trazas de camino y que a cada momento se encontraba en mejor estado. Llegamos así de nuevo a la carretera, en un punto que no se encontraría muy lejos del que habíamos tomado como principio de un atajo. Nuestro sentido de la orientación, pues, había fracasado, aunque desde aquel día comprendimos que no era prudente aventurarse por lugares que no conocíamos y que no había de ser bueno tampoco dejarnos conducir por leves indicios o por vagas sospechas que albergáramos.

Elvira contaba entonces con una población de menos de diez mil almas, si bien a veces se pensaba que se había superado ya esta cifra y que se trataba por eso de un pueblo muy importante. Después de un rápido crecimiento demográfico, su ritmo había decrecido en los últimos años: algunas fábricas, de hecho, habían cerrado y trasladado a sus operarios a otra parte, como le había ocurrido sin ir más lejos a la familia de Pepe.
Cada vez era menor también el número de personas que se dedicaban a trabajar en el campo, sin duda por la irrupción de la nueva maquinaria y por la falta de disponibilidad de la gente para las labores que en él todavía se llevaban a cabo. A diferencia de otras épocas, no era raro ver en determinados periodos la vega completamente despoblada, lo cual resultaba bastante desconsolador para quien la hubiera visto siempre animada con la presencia de labriegos que por ella trajinaban, enfrascados en las tareas que a la sazón estuviesen realizando.
Elvira, por lo demás, era un pueblo muy tranquilo que sólo se alteraba en verano con el tráfago continuo de vehículos camino de las playas. Un pueblo cuya fisonomía apenas había variado desde los tiempos en que se había iniciado aquel crecimiento demográfico, detenido en un presente que casi se sentía como una continuación de un pasado más o menos cercano. Entre sus edificios, ya comenzaban a perfilarse algunos de corte más moderno que contrastaban con las construcciones de antaño.
Los inviernos eran fríos, con días azules barridos por un viento helado y nieblas que se descolgaban desde los montes colindantes envolviéndolo todo en una penumbra gris que semejaba encerrar viejos temores y recelos olvidados.
En primavera, por el contrario, la vida renacía y tornaba a cobrar el brillo que hubiese tenido antes. Una luz más intensa, de matices variados, teñía de oro o de púrpura tejados y tapiales de caserones y corralizas agolpados. El aire, más suave, se cargaba de aromas y de sugerencias indefinibles, mientras las golondrinas y otras aves migratorias llenaban los cielos de guirnaldas virtuosas con sus vuelos y gritos atolondrados.
El verano, como decía, era más agitado, con su aura azul extendida como una cálida promesa sobre el paisaje, cuando en el corazón de todos los niños comenzaban a insinuarse nuevas ilusiones y proyectos de aventuras que aún no hubiésemos culminado, en noches que se mostraban a nuestros ojos cuajadas de oscuros espejos en los que se repitieran las mismas imágenes de años anteriores.
El otoño, macilento, vacilante, llegaba allí con su paz indemne de crepúsculos de cobre y de misterios soterrados, en instantes de vaga ensoñación y de lenta y lánguida nostalgia, entre los que a veces se deslizaba la certeza de que todo había de cambiar de pronto, después de constatar que nuestro destino había alcanzado ya un punto irrevocable, mientras mirábamos desde la balaustrada del cancel de la iglesia cómo se encendían las luces de Elvira en un cárdeno anochecer de un día cualquiera.




























2



Siempre que se miraba al espejo o que trataba de meditar un rato, Angustias comprendía que el dolor había dejado en ella un rastro de invencible tristeza que se advertía con claridad en cada una de las facciones de su cara, dominada ahora por un gesto apretado de fatiga del que no era fácil desprenderse, por mucho que intentara anularlo con una sonrisa o con un pensamiento menos abatido que cruzara por su mente. Era una huella que se había grabado para siempre en su semblante, una sombra de temor o de pena que asomaba a sus ojos de pronto o que afloraba por su tez envejecida, cuarteada de arrugas y de pliegues que el tiempo y las pasadas experiencias habían esculpido en su rostro. A pesar de que era fuerte, no había podido evitar que apareciera en ella esa indeleble marca, esa grávida presencia del sufrimiento y del dolor acumulado.
A sus cincuenta y ocho años habría conservado todavía cierta donosura si no hubiera sido por aquellos amargos trances por los que había pasado, si no hubiera tenido que luchar y sobreponerse a las duras circunstancias que le había tocado vivir. Ahora era quizá una mujer derrotada, sumida tal vez en una vejez prematura, como así se echaba de ver también en el encorvamiento que ya empezaba a acusarse en su espalda, agobiada por un invisible peso que sobre ella cargase. Su pelo gris, recogido atrás en un rodete desmañado, era igualmente signo inequívoco del descuido en que había caído. Sus manos, en otro tiempo ligeras y seguras de sus actos, ahora se veían acometidas por repentinos temblores, sin que en tales momentos fuera capaz de dominarlos.
Era consciente, pues, de todo esto, en especial cuando se aislaba de la realidad circundante y se refugiaba casi sin querer en sus recuerdos, que llegaban a su memoria impelidos por fuerzas desconocidas, conjurados acaso por la necesidad que sentía de resarcirse de la tensión con que había de actuar ahora.
Sus obligaciones, no obstante, le impedían que se demorase mucho en ellos, pues sabía que aún era muy importante para su familia y que no podía desertar de sus deberes por el bien de ella. En su trato con los demás, por tanto, procuraba mostrarse con entereza, aunque a veces alguien reparara en su expresión melancólica y le dijera que la notaba más triste o apagada que antes, lo cual era muy natural que ocurriera, ya que la muerte de un hijo no es algo que se acaba de superar en lo que resta de vida. La suya había quedado truncada desde entonces, y por eso su mirada con frecuencia languidecía, detenida en un punto que ejerciera en su conciencia una atracción irresistible, detrás del cual no se vislumbrara nada que pudiera orientarla hacia un lugar más seguro.
Estaba obligada Angustias a atender a su familia, y no se permitía por ello desentenderse de los deberes que a su cargo aún tenía, cumplidos siempre con la puntualidad y la diligencia que en ella hubieron de ser tan habituales. Su marido, muy achacoso, requería continuos cuidados, sin los cuales sería harto difícil que sobreviviera. Su hija mayor residía todavía con ellos en la casa a pesar de que estaba casada y de que tenía ya una niña; el esposo andaba aún metido en guerras por motivos que nadie había terminado de entender, tal vez por alguna grave desavenencia con uno de sus hermanos, según había explicado alguien que los conocía bien; y la hija menor, aunque se encontraba en edad también de hallar nuevo acomodo, no lo había hecho por razones que sólo ella guardaba en su interior y que Angustias quizá intuía gracias a su instinto de madre, por lo que constituía asimismo otro foco de atención para ella por más que quisiera tratarla como si estuviera dotada de una mayor solvencia.
Lejos de abrumarla, el peso de tanta responsabilidad hacía que se entregara a sus tareas con más solicitud si cabe, dispuesta a no desfallecer nunca en su ánimo, porque de él dependía en gran manera la suerte de todos los suyos, entre los que había empezado a ocupar un lugar muy señalado la nieta, por quien sentía un desmesurado afecto de abuela.
Angustias contaba, no obstante, con la ayuda inestimable de una fiel criada, a quien casi consideraba como su mejor confidente, pues no en vano las unía una larga amistad que duraba ya más de veinte años y que las había llevado a confesarse no pocos pensamientos e intimidades.
Carmen, como así se llamaba la criada, había pasado también por amargas experiencias y comprendía perfectamente todo lo que ella podía referirle: su marido, sin ir más lejos, había huido de Elvira a comienzos de la guerra para alistarse en el ejército republicano y había hallado la muerte en un encuentro inesperado con una tropa enemiga, tal como se le había revelado a ella en una escueta misiva en que se le daba parte de la desgracia; con tres hijos de corta edad tuvo que sobreponerse a tan terrible suceso, sin más medios que los que en casa de Angustias obtenía de sus leales servicios.
Muchas tardes, después de haber dado de comer a los pollos en el corral o trajinado en cualquier otro lugar de la casa, sentada en su mecedora a escasa distancia de la puerta entornada del patio, por cuyo hueco se descolgaba un velo de luz almibarada, Angustias se sumergía con moderada delectación en sus recuerdos, tratando de evitar aquellos que más desazón le causaban, concernientes todos ellos a los recientes padecimientos que había tenido que sufrir junto a su hijo; aunque acudían de forma imperiosa a su mente, se esforzaba en apartarlos de ella remontándose a otros tiempos más felices en los que apenas podía sospechar lo que había de sucederle después. Tiempos en los que era más joven y todo se le representaba como un sueño que casi estaba a punto de alcanzar.
Con motivo de estas evocaciones, era frecuente también que le pidiese a Dios que la iluminara para que fuera capaz de comprender el verdadero sentido que debía otorgar a aquello, si bien a veces se topaba con un muro de silencio que no la dejaba avanzar en sus cavilaciones.
Amiga de rezar y de mantener encendida la antorcha de su fe con sus constantes oraciones, tenía por costumbre leer en alta voz por las mañanas los salmos de la Biblia, algunos de los cuales se sabía ya de memoria a fuerza de repetirlos y de declamarlos con tanta emoción. En ellos, ciertamente, estaban contenidas para ella todas las formas posibles de dirigirse al Creador: eran himnos y canciones que expresaban además los sentimientos y afectos que brotan en el ser humano cuando eleva sus ojos a Dios y trata de manifestarle las necesidades y miserias de las que está llena su alma, salmos de alabanza, de agradecimiento por los dones y bienes recibidos, de confianza en la Providencia a pesar de los peligros y de las amenazas que acechan, de dolor y llanto en medio de las tribulaciones y de las injusticias del mundo, salmos que imploran la misericordia divina por las ingratitudes y faltas cometidas, que exclaman exultantes de gozo por las maravillas y grandezas que enaltecen todo lo creado, que cantan y celebran con supremo entusiasmo la obra redentora de Dios.
Como no podía ser de otro modo, era mujer piadosa que no dejaba de ir ningún día a misa y que consideraba la Eucaristía el centro principal de su vida, sin el cual ninguna otra práctica o devoción religiosa había de tener sentido. “Si no hubiera sido por la fe, yo no habría podido soportar tanto sufrimiento”, solía confiarle a Carmen cuando volvía a repasar los hechos más importantes que le habían acontecido. Acostumbrada a oír tan emocionada declaración, la criada se limitaba a asentir como si a ella también le hubiera ocurrido de alguna manera lo mismo, aunque tal vez no estuviera en disposición de expresarlo o no lo hiciera por cierto prejuicio que la obligase a parecer más reservada.
Carmen permanecía en la casa con sus hijos la mayor parte del día, cumpliendo con pronta resolución todo lo que Angustias le ordenase, si bien pasaba a menudo largas horas conversando con ella, tarea para la que se mostraba incluso más inclinada que para ninguna otra.
Como apenas se despojaba de su delantal, ofrecía Carmen la imagen de una persona hacendosa y abnegada, empleada en mil trabajos y deberes que bajo su responsabilidad recayesen. Tenía la tez morena, el gesto más preocupado que grave, la mirada tensa, dispuesta a hallar a su alrededor algún motivo que la inquietase. Su cara era redonda, cubierta de arrugas y de diminutos hoyuelos que hubiera dejado en ella una pasada epidemia. Su pelo negro, a imitación quizá de Angustias, lo llevaba recogido atrás en un moño mal ajustado del que a veces pendían algunos flecos que le conferían cierta gracia. Andaba, por lo demás, con pasos bien ligeros, como si fuera ése el modo más natural que tuviese de emprender sus acciones, pues se notaba que no quería que se le olvidase ninguna, según podía comprobarse después por el celo con que recontaba las que hubiese ejecutado a lo largo de cualquier jornada.
Agradecida de su trabajo, no escatimaba Angustias dinero con que pagarlo y, en prueba de su extrema liberalidad, no era raro el día en que se lo remuneraba de una forma aún más generosa, facilitándole cuantos alimentos creyese necesarios para sus hijos, a los que incluso llegaba a tratar como si fuesen suyos.
Era, en fin, tal la confianza con que ambas se trataban, que no había cosa que ninguna se guardase o que no deseara revelar a la otra, a pesar de las diferencias que la sociedad hubiese establecido entre ellas.

No, no quería Angustias recordar los días en que su hijo agonizaba después de una prolongada enfermedad que quizá no se había sabido atajar a tiempo. Por mucho que intentara desterrarlos de su memoria, ciertas imágenes acudían a ella de vez en cuando de forma caprichosa, como si permaneciesen escondidas en alguna parte a la espera de que estuviese más desprevenida para entrar en su mente y revolotear en su interior igual que los moscardones que se cuelan en un cuarto y se resisten a salir de él por más que uno se afane en echarlos a manotazos. Imágenes todas que ella rechazaba pero que no tenía más remedio en tales instantes que volver a repasar: el cuerpo de su hijo, postrado en la cama, con el vientre hinchado por el líquido que había ido acumulando, el rostro macerado y cubierto a veces de un sudor frío que casi congelaba la mano, la mirada detenida en una expresión hueca, como si estuviera invertida, proyectada hacia sus adentros, hacia el punto en que aún rigiese su conciencia; los desvelos y cuidados del médico, amigo de la familia, que siempre acudía puntual a su cita para seguir con escrupuloso rigor la evolución del enfermo, atento a cada uno de los síntomas que en su estado se iban reflejando para tratar de aplicar la medida que más le conviniese, aun cuando sabía que aquello era irreversible y que por tanto lo único que cabía hacer era paliar su dolor. Contaba además con la ayuda de las hijas, que no paraban de asistir al hermano, profundamente afectadas por su desgracia. La verdad es que nunca se veía sola en tan aciagos momentos: a cada instante aparecía también alguna prima con intención de relevarla en sus labores sanitarias, preocupadas igualmente por la salud de Francisco, pues así se llamaba él, a quien profesaban un especial cariño después de la mala suerte que le había correspondido en este mundo.
Sus hermanos mayores, que sólo eran por parte del padre debido a que Angustias se había casado con él después de que se hubiese quedado viudo, iban con menos frecuencia a verlo a causa de las obligaciones familiares que tenían ya contraídas, aunque cuando lo hacían no dejaban tampoco de mostrarse afligidos por la situación en que se encontraba Francisco, conscientes de que muy pronto habría de fallecer sin remedio.
Todos coincidían en ponderar sus virtudes, la gran bondad que siempre lo había asistido y la radiante alegría con que había alternado en reuniones y fiestas, condiciones que le habían granjeado sinceras amistades y no pocos reconocimientos de todas las personas que con él por casualidad hubiesen intimado. “Francisco ha sido un santo”, había oído decir Angustias más de una vez a Luis, uno de sus hermanos mayores, opinión que ella procuraba asimilar ahora, cotejándola con otras de similar importancia que acerca de él escuchase, lo cual venía a acrecentar la confianza que tenía en que su hijo hubiera alcanzado al fin la Gloria.
Ella, en efecto, nunca había desfallecido en su fe a pesar de la dura prueba por la que estaba pasando. Como una oración que en su mente se hubiese ido fraguando, propiciada sin duda por alguna de sus múltiples lecturas de los salmos, musitaba a veces para sí cuando se hallaba sola ante el cuerpo desmadejado de su hijo: “Señor, Tú eres mi fortaleza, mi alcázar, la roca donde me refugio”. Estaba segura de que Él la escuchaba, de que no la abandonaría en los momentos de mayor tribulación, de que la muerte no era más que un paso hacia la vida que Él había prometido, la vida verdadera, sin sombras que la oscurezcan o vientos que la conturben. Se daba cuenta así de que su fe era firme, como una roca o un alcázar o una fortaleza que resistiera los envites de la amargura o de la desesperación que en tales circunstancias amenazaban con derribarla y hundirla.

Como le dijo en cierta ocasión a Carmen, muy pronto hubo de comprender que nada iba a ser como ella había imaginado: se trataba de una especie de premonición o de corazonada que tuvo a raíz de las primeras dificultades con las que había debido enfrentarse, quizá cuando reparó en que sería muy difícil que se cumpliera lo que antes hubiese soñado.
Su infancia había sido, por cierto, muy feliz, tal vez sólo ensombrecida por los consabidos miedos que los mayores solían transmitir a los niños acerca de los peligros o de las amenazas que podían acecharlos. En compañía de su hermanos y de sus primos, había disfrutado como nadie Angustias de los juegos y posibilidades que la vida en Elvira entonces les proporcionaba. Recordaba sobre todo sus correrías por los patios y corralizas de las casas, las historias que inventaban en la penumbra gris de cuadras y tinados en los que se acumulaban objetos viejos, cubiertos de polvo y de silencio, arrumbados allí como trastos de una época que ya no hubiera que legar a otra. Entre paredes antiguas y tapiales y muros de adobe que se abrían a un horizonte claro, veteado de verdes y de azules de montaña, transcurrieron aquellos años tan plácidos, evocados ahora como un sueño que lentamente se difuminase a medida que avanzaba el tiempo.
Su adolescencia, en cambio, había transcurrido de una forma muy rápida, derramándose impetuosa como una corriente que arrastrase todo lo que hallase a su paso, rotos ya los diques que la hubieran contenido antes. De pronto las cosas adquirieron un nuevo sentido, los juegos de la niñez fueron sustituidos por pensamientos y anhelos insatisfechos, por una repentina voluntad de hacerse notar en el mundo. No sabía, sin embargo, cuánto duró exactamente aquel periodo, tal vez unos años tan sólo, o unos meses quizá, pues se veía en seguida apremiada por las obligaciones y exigencias de una juventud recién inaugurada, posiblemente antes de lo que ahora se consideraba conveniente.
Sí, con diecisiete años era ya toda una mujer, madura y responsable, dispuesta a actuar como cabía esperar entonces de ella. Todavía no se había enamorado, no lo había hecho con el fervor con que después lo hizo, sin duda refrenado por su inveterada costumbre de querer dominar sus sentimientos, deseosa de que éstos no la arrebatasen como a otras muchachas de su tiempo.
Tenía muy claro, pues, lo que a ella había de interesarle, respaldado además por su denodado empeño de no apartarse nunca de los senderos justos por los que Dios la conducía, tal como en sus oraciones vislumbraba que debía ser su principal meta. Esto le confirió una mayor seguridad en sí misma, que se reflejaba, como era natural, en las maneras y en los gestos con que de ordinario se desenvolvía. Quizá hacía también que pareciera más distante a los ojos de los hombres, llamada a realizar una empresa para la que ellos no estaban preparados.
En su educación, por otro lado, había tenido una influencia decisiva su madre, pues era quien le había transmitido la fe a la ahora ella se aferraba, una fe sencilla, basada en fórmulas y en rezos tradicionales en los que no dejaba de latir un auténtico espíritu cristiano, difundido de aquel modo tan espontáneo de una generación a otra. Según le había contado su madre, era algo así como un tesoro que cada miembro de la familia heredara, un tesoro que efectivamente había de ser cada vez mayor cuanto más se transmitiera y pregonara a los nuevos vástagos, igual que se proclamaba en la parábola evangélica del grano de mostaza.
Entre las cosas que ella le había referido, Angustias sentía especial curiosidad por la historia del maestro Galiano, pues había sido un antepasado de la familia que había llegado a ser muy admirado entre sus vecinos, un hombre medianamente culto que se afincara en Elvira y que decidiera hacer allí obras muy importantes, un hombre de fe que había sabido ser consecuente con sus creencias a pesar las aciagas circunstancias por las que habría de pasar también su existencia. Su madre conservaba un vago recuerdo de él, ya que había muerto cuando ella era todavía muy pequeña: aunque tenía entonces una edad bastante avanzada, decía que siempre lo había visto como una persona muy activa, dotada de una gran capacidad para moverse y para tomar determinaciones, como así comprobaba cuando aparecía por la casa, decidido en todo momento a aconsejar y a orientar sobre los asuntos más variados. Era muy pequeño de estatura, quizá porque con los años hubiese menguado. Su cabeza, sin embargo, era grande, con algunos mechones grises mal distribuidos por ella. Todos estos detalles los recordaba su madre porque en muchas ocasiones los había comentado a su vez con la suya, para quien el maestro Galiano era casi una figura legendaria.
A Angustias no le costaba ningún esfuerzo imaginárselo, movida por el gran interés que le solía despertar el caso. Con frecuencia, en la soledad de su cuarto, se le antojaba que lo veía por las calles del pueblo, saludado con respeto y hasta con veneración por cada uno de los paisanos que con él se cruzaba. Un personaje con aire extravagante que atesoraba una inmensa sabiduría, capaz de sorprender a cualquiera.
Elvira era todavía, en tiempos de su juventud, un pueblo más bien pequeño que sin embargo empezaba a conocer un cierto auge con la instalación de las primeras fábricas y con la inauguración de una línea de ferrocarril que no se hallaba a mucha distancia de él, en torno a la cual estaba creciendo una nueva barriada. Tales cambios coincidieron con los que de alguna manera se estaban experimentando en todo el país, fruto de la ola de modernización y de progreso que con mayor o menor retraso se había generado en las postrimerías del siglo XIX, en medio del negro panorama que se pintaba en la política nacional, sacudida por la grave crisis que causara la pérdida de las últimas colonias.
Aunque Angustias vivía casi ajena a todo esto, algo había oído hablar sobre el desastre de Cuba y sobre las consecuencias que para la nación había tenido aquello. Eran años, pues, en que se percibía cierta actividad por las calles, cierta inquietud que había venido a alterar el apacible sosiego en que parecía sumido el pueblo desde antiguo. Se abrieron algunos comercios nuevos, obedeciendo a la creciente demanda de diferente signo que se estaba produciendo. Fue llegando, como era de esperar, gente de otras tierras, atraída sin duda por las halagüeñas perspectivas que se suscitaban entonces en Elvira.
Este aumento de la población se hacía aún más notable con motivo de algunas festividades, a las que todo el mundo acudía con el natural regocijo que ocasionan tales celebraciones. Fue en una de ellas, en una procesión del Corpus, cuando José, su futuro esposo, se le declaró. Era viudo, primo hermano de ella, con quien hasta entonces había tenido escasa relación, ya que era bastante menor que él. Sorprendida por tan imprevista declaración, no supo al principio qué responderle, aunque no le desagradó en absoluto el hecho de que hubiese podido llamar la atención de José, por quien ya empezó a sentir desde aquel día un especial afecto.
“Está claro que necesita una mujer que cuide de sus hijos”, fue lo primero que le dijo su madre una vez que ella le contara lo que le había pasado. Una mujer que cuide de sus hijos, repitió para sus adentros Angustias, preparada ya para asumir tan importante papel. Su madre luego le hubo de decir que no era mala idea casarse con él, pues aunque todas las personas tenían sus defectos, no debía ella desaprovechar la oportunidad que José le brindaba. Era, por tanto, partidaria de que aceptara su propuesta, aun con el riesgo de que después hubiera de adaptarse a las manías o costumbres que él tuviera, porque estaba segura de que las tendría, algunas muy difíciles de soportar, como cualquier hijo de vecino, todo eso le confió su madre en aquella ocasión, y otras cosas que ahora no recordaba pero que de alguna manera la animaron a tomar la decisión que pocos días después tomó, aprovechando que José le había vuelto a revelar sus intenciones. Sí, ella también lo quería por esposo, le declaró a su vez sonrojada por la turbación que le causaba una situación tan embarazosa.
Todo discurrió más tarde como era costumbre en estos casos, si bien en ella había de ir madurando un sentimiento nuevo a medida que pasaban los días. Era la primera vez que experimentaba el dulce trastorno con el que el amor se anuncia e irrumpe de improviso en las almas, la primera vez que se veía poseída por una pasión ciega que la arrebataba de pronto y se convertía luego en un encendido impulso que no parecía que fuera a terminarse nunca. Tal era algo de lo que ella sentía, pues sería muy difícil expresarlo todo. Carmen, que ya por entonces había empezado a servir en la casa, al enterarse de lo que ocurría, le aconsejó que antes de contraer matrimonio tratara de averiguar si José realmente estaba enamorado de ella, ya que era ésa la única condición que habría de exigírsele a un hombre. Un poco azorada, Angustias le replicó que eso no le importaba o que no pretendía planteárselo antes de tiempo. “Yo sólo sé que lo quiero”, le aseguró después henchida de gozo, embargada de aquel inflamado anhelo.
En vista de su candidez, Carmen se limitaba a sonreír, pues estaba completamente convencida de que aunque él no la amara ella sí lo seguiría haciendo durante el resto de sus días, quizá a veces de un modo más apagado que el que en tales circunstancias manifestaba.
José era de gallarda compostura, un poco avejentado para la edad que tenía. En sus ojos grises, invadidos de tristeza, asomaba de vez en cuando la luminaria de una inquietud o de una conquista largamente soñada. Gastaba un bigote muy lacio que le caía por ambas comisuras de la boca y que acentuaba aún más la gravedad de su semblante. Era además muy recto de espaldas, con los andares también muy serenos y equilibrados. Su voz adquiría por instantes un acento más dinámico, como si quisiera dotarla de una mayor viveza que compensara su aspecto de hombre compungido y tal vez siniestro: daba la impresión entonces de que pretendía parecer gracioso o de que intentaba contar las cosas de una manera más agradable, quizá para ganarse la confianza de los interlocutores que tuviese delante, como así ocurría a menudo cuando conversaba a solas con Angustias, sobre todo en los momentos en que se creaba entre ellos un clima más íntimo.
Unos años después, sin embargo, Angustias comprobaría que la verdadera razón de aquella inopinada muestra de simpatía no era otra que el exceso de bebida con que José procuraba contrarrestar la falta de alegría que se echaba de ver en su vida, si bien él conseguía con sagaz prudencia que tal vicio no trascendiera del dominio privado.
Pero esto es algo que detectaría más tarde. Durante el noviazgo, que fue más breve de lo acostumbrado, Angustias sólo pensaba en la felicidad que el amor le proporcionaba, en el futuro tan prometedor que ella en sus sueños no cesaba de barruntar. Sus dudas se disipaban, sus temores de apartarse de la dirección acertada cedían ante la seguridad de que había hallado por fin el camino que Dios hubiese elegido desde el principio para ella. “Muéstrame, Señor, tus caminos”, había entonado repetidas veces en uno de los salmos que más había leído. Ahora, pues, sólo le faltaba perseverancia, deseos de agradar a su Creador y de porfiar en la vocación para la que había sido llamada. No tenía ya otra misión en el mundo que formar con José la familia cristiana que Dios desde siempre había querido que creara, compartir con él todos los momentos duros y tiernos que la vida había de depararles.
Con tal confianza y disponibilidad de ánimo, emprendió la nueva etapa que para ella estaba reservada, ansiosa por demostrarse a sí misma que era cierto que Dios se hallaba detrás de todo aquello.

En verano, al mediodía, Angustias tenía preparado el puchero que dos zagales habían de recoger para llevárselo a los segadores que trabajaban de sol a sol en los campos de Elvira. Consciente de la dura faena que realizaban, acostumbraba a cocinar para ellos aquel suculento almuerzo con toda clase de condimentos y añadidos.
Luego decrecía la actividad en la casa, como era natural por aquellas fechas, en las que era frecuente que casi todo el mundo descansase después de la comida, mientras las cuadrillas de segadores continuaban su fatigosa labor en la vega, avezados desde antaño a soportar los rigores de la estación estival, hombres fuertes y curtidos que parecían indiferentes a las inclemencias del tiempo y a los ingratos trabajos para lo que habían sido convocados, la mayoría de ellos procedentes de distintos puntos de la provincia, algunos incluso bastante alejados.
Como era mujer muy compasiva, no lograba apartar de su cabeza lo que ellos pudiesen estar haciendo mientras un sol de justicia sumía al pueblo en un prolongado letargo.
Siempre había sido así ella, sobre todo a partir de que se casara y de que optara por renunciar a su propio provecho para trabajar para los demás, pensaba con frecuencia Angustias antes de dejarse vencer también por el sopor de la siesta, al que al final acababa cediendo, rendida por el cansancio y el sueño que las tareas de la mañana le habían causado. José, su marido, no comprendía aquella liberal entrega, pues la tenía por cosa desmesurada. Para él nada merecía la pena si no alcanzaba una justa recompensa, más aún si ésta era en forma de cuartos o de cualquier otra clase de valor monetario.
A la casa, en efecto, acudían a diario muchas personas necesitadas, a las que Angustias procuraba socorrer del mejor modo que podía, muchas veces con las sobras de la comida.
Una de estas personas, pobre y humilde donde las hubiera, era una vieja gitana que siempre llegaba ataviada con un pañuelo en la cabeza, a la usanza de otros tiempos que de seguro hubiese conocido. Amparo, como así se llamaba, tenía la cara llena de arrugas, con los ojos casi perdidos entre tantos pliegues. Hablaba de forma entrecortada, tal vez porque no supiese expresarse de otra manera: sus frases se decomponían al tiempo que trataba de hilvanarlas, así que casi quedaban las palabras sueltas, pronunciadas con notable esfuerzo. “Señorita, déme algo”, solía decirle a Angustias cuando llegaba, mostrándole la pequeña cacerola en que deseaba que le echase lo primero que tuviese a mano. Generosa como era, Angustias siempre se la llenaba, a la vez que emprendía con ella conversación amistosa. Se enteraba así de las arduas condiciones en que vivía, de la precariedad y extrema miseria de la casucha donde residía en apretada estrechez con toda su familia, de las innumerables carencias a las que tenía que enfrentarse a diario si no quería sucumbir a la desgracia, de la triste realidad que la rodeaba y de las múltiples maneras y trucos de que disponía junto a los suyos para sobreponerse a ella y salir adelante con el orgullo que caracterizaba desde siempre a su raza...
José, su marido, celoso de su extenso patrimonio, estrechó el cerco de su vigilancia durante algún tiempo, ya que se negaba a que aquél menguara por los excesos de generosidad de su esposa, y le impidió incluso que atendiera a los pobres en la puerta, al menos mientras él se encontrara en la casa. Angustias entonces se las ingenió para recibirlos a deshoras por el portón del corral, adonde no llegaban las pesquisas a que la sometía el marido.
Después de la guerra, había empeorado la situación de mucha gente, no sólo de la que antes de ella vivía bajo el yugo de la indigencia. Angustias entonces tuvo que multiplicar su actividad bienhechora, a pesar de que a veces no podía evitar que se enterara el esposo y que éste en consecuencia la reprendiera y la amonestara por su falta de prudencia.
Por aquel tiempo ejercía de alcalde en Elvira don Enrique, un vecino de la familia que solía entrar en la casa con la confianza de un amigo. Era don Enrique un hombre alto y muy pulcro, vestido siempre con impecable elegancia. Tenía los ojos azules y la mirada tranquila, sumida en un dulce sosiego. Era ancho de frente, con grandes entradas, lo cual le confería aspecto de persona inteligente. Transmitía por ello una enorme serenidad: todo en él parecía correcto, mesurado, como si no quisiera contrariar o molestar a nadie.
Por entonces, sin embargo, don Enrique andaba bastante agobiado, pues no podía atender a todos los vecinos que solicitaban su ayuda. Se veía desbordado, incapaz de satisfacer las necesidades que con tanta premura le presentaban. Por esto más de una vez Angustias lo había oído quejarse con cierta desesperación, cosa que en él no había sido muy habitual en el pasado.
Así, un día que se lamentaba de aquella situación tan complicada vino a decir que había demasiada pobreza en el pueblo. “No sé lo que hacer”, acabó reconociendo con evidente desazón en presencia de Angustias y de su hija mayor, que eran quienes en tal ocasión lo escuchaban. Se le notaba más preocupado que nunca, posiblemente porque ya hubiese agotado todos los recursos con que asistir a aquella gente, o tal vez porque ya no supiese cómo hallarlos.
Ante tal trance, Angustias, siempre atenta a lo que a otros sucedía, le dijo que su conciencia debía estar tranquila, pues para un alcalde los pobres habían de ser lo primero, como él efectivamente había intentado llevar a cabo durante su mandato. Entonces don Enrique, un poco más aliviado, confesó que quizá no hacía todo lo que estaba a su alcance, ya que aún podía invertir parte de sus terrenos en aquello, algo que ya había empezado a hacer en una pequeña medida. “Confía en el Señor, Enrique, espera en Él”, le aconsejó en aquel momento Angustias, deseosa de que su alma por fin se serenara. “Eso haré”, concedió él con gesto menos apesadumbrado cuando ya se volvía para regresar a su casa.

En los atardeceres del verano, bajo un cielo azul que se poblaba en seguida de pájaros, Angustias solía quedarse sentada un rato en el patio, donde gustaba de aspirar la fragancias de los rosales que nacían en los arriates. Su espíritu nostálgico se despertaba en tal ambiente, rodeada de aquellas sensaciones tan agradables que le proporcionaba la tarde. Cuando fijaba los ojos en el cielo y lo veía tan claro y tan sereno, tenía la impresión de que nada cambiase, pues parecía aquélla una escena similar a otras que había presenciado antes, como si las cosas se empeñaran en demostrar con su inmutabilidad el carácter efímero y transitorio de los seres humanos. Carácter que ella había comprobado fatalmente a raíz de la muerte de su hijo, a quien a veces evocaba de pronto con la fervorosa certeza de que seguiría vivo.
Algunos días recibía allí mismo la visita de sus primas, que no dudaban en sentarse con ella en el patio, donde se enfrascaban en animada tertulia hasta que se hacía casi de noche. Eran más o menos de su edad y habían vivido, por tanto, parecidos hechos, por lo que era fácil que se entretuvieran en recordarlos y en tratar de encontrar las causas de algunos de ellos. Amelia, una de sus primas, se había visto obligada en su vida a superar una amarga experiencia, como había sido el asesinato de su marido en tiempos de la República a manos de un desalmado a quien ella había tenido sin embargo el heroico valor de perdonar. Era un episodio muy triste que de vez en cuando se deslizaba casi sin que lo pudieran evitar en sus conversaciones, un episodio execrable que las llevaba a condenar la guerra civil y a lamentar todas las consecuencias que de ella se habían derivado.
A poco que uno se fijara, advertía en Amelia el dolor que le produjo aquel luctuoso suceso, pues su expresión tendía a contraerse bastante sin ningún motivo, tal vez por un gesto involuntario de aislamiento o de prevención ante lo que se estuviese diciendo. Tenía en esos instantes la mirada perdida, concentrada en un punto lejano de su maltrecha memoria, al cual no pudiese dejar de volver para comprender lo que le había ocurrido. Su voz temblaba, aquejada de un incontrolado sobresalto, de un oscuro temor que todavía en el interior de ella obrase.
Para Angustias, su prima Amelia había significado todo un ejemplo de bondad y de arrojo cristiano, pues no en vano había sabido disculpar uno de los mayores delitos que se podían cometer en el mundo. Por eso le gustaba mucho conversar con ella y tratar de imitar sus incomparables virtudes, poco frecuentes en los tiempos actuales, en los que una oleada de odio había envilecido a los hombres.
Otra de sus primas, Virginia, era mujer menos abnegada, sin duda porque su vida había discurrido de una forma más placentera, o porque era por naturaleza así, algo más mundana que Amelia. Su principal cualidad, a falta de otras, era la de hablar con cierto gracejo y desenvoltura sobre lo primero que se terciase, atenta sólo a lo que los hechos demostraban. Por ello, no era raro que fuese ella quien llevase el hilo de las conversaciones o que intentase reanudarlas cuando decaían o cuando se veían interrumpidas por alguna circunstancia.
Tenía Virginia la cara redonda, los ojos claros, la boca pequeña. Resultaba rellena y ancha de caderas, y quizá por esto también lucía vestidos amplios, muchas veces ataviados con alguna manteleta que a menudo doblaba y desdoblaba entre sus manos mientras hablaba, o bien la cogía y la alisaba muy suavemente como si tratara de disimular de esa manera algún pliegue que tuviese.
Entre sus aficiones, tenía Virginia la de componer dulces y pasteles muy sabrosos, cuyas recetas se negaba a dar a conocer a sus primas porque de ese modo creía mantener su privilegio de ofrecerlos y de agasajar con ellos a quien quisiera, obteniendo de tales esplendideces alabanzas y beneplácitos de los que luego se sentía muy orgullosa.
Le costaba por esta razón admitir los aciertos culinarios de las otras, sobre todo de Angustias, que era quien mejor podía competir con ella en la elaboración de comidas y de arropes, conocedora de un vasto acervo de fórmulas que heredara de su familia. A pesar de lo cual, Angustias eludía cualquier comparación y procuraba no herir la vanidad de su prima, para quien aquel asunto parecía que tuviera una vital importancia.
Nada en el fondo, sin embargo, turbaba la buena relación que ellas mantenían, aun cuando Virginia tratase a veces de hacer valer sus excelentes condiciones como cocinera o como mujer muy bien dotada para las tareas de la casa, entre las que también concedía un especial relieve a sus labores de costurera, sobre cuyos pormenores y resultados le gustaba asimismo explayarse.
Los diálogos recaían en otros momentos en los hijos y en las preocupaciones y esperanzas que sobre ellos albergaban. Virginia, más explícita, no dejaba entonces de referir sobre este punto ningún detalle que a las otras pudiera interesar. En cambio, Angustias y Amelia solían ser más prudentes y sólo comentaban aquello que más las inquietara, a menudo con las reservas que les inspiraban los asuntos relacionados con sus propios hijos, pues no querían sobre este particular propasarse con ponderaciones o con alabanzas desmedidas.
La tarde, mientras tanto, se desmayaba sobre los tejados y miradores de Elvira. Cuando aquella tertulia terminaba, quedaban aún vagos restos del ocaso diseminados por el cielo, que desde el patio en el que ellas se encontraban parecía que se tornase violeta, surcado de cuando en cuando por alguna bandada rezagada de golondrinas o de vencejos que se resistían a recogerse en sus nidos.

Como era muy buena, Angustias no tardó en conquistarse el afecto de los dos hijos de José. Acostumbrada a sacrificarse y a atender siempre las necesidades de los otros, supo también darles a ellos el cariño que les faltaba, privados como habían estado desde pequeños de los mimos y cuidados de una madre. A pesar de que la mayoría de los niños son de natural egoísta y algo caprichosos, ellos muy pronto la quisieron y la tomaron por tal en recompensa de sus muchos sacrificios.
Con José, el esposo, fue diferente. Aunque ella no había dejado de amarlo, casi desde el principio comprendió que su carácter no sería como había imaginado, quizá porque durante el noviazgo se había mostrado con otro talante. Lo primero que saltó a su vista era que bebía a escondidas de la gente y que por eso daba por parecer más efusivo o más elocuente de lo que era. Lo descubrió en seguida, pues no se trataba aquél de vicio que pudiera permanecer demasiado tiempo oculto a los ojos de una esposa. Al comienzo ella misma hizo asimismo por soslayarlo, consciente de que no tendría más remedio que asumirlo y de que no sería oportuno oponerse a algo a lo que él debía de estar muy acostumbrado. Creía además que era un hábito que podría corregirse o atenuarse en el futuro, después de que ella obrara de forma subrepticia en su carácter o en su modo de comportarse en la casa. Bastaba, pues, un poco de paciencia y de astucia para sobrellevar su caso, que por otro lado tampoco había de ser distinto de otros en los que las esposas también hubieran influido.
Sin embargo, la realidad le vino a demostrar a los pocos meses que las cosas no eran tan fáciles como ella presumía, pues una vez José montó en cólera después de que se apercibiera de que lo espiaba y de que le llevaba las cuentas que él tenía con el vino. Hacía un día frío y desapacible de invierno, con un viento helado que barría las nubes y sacudía con fuerza todo lo que encontrase a su paso, arrastrando en sus feroces embestidas toda la hojarasca que hubiese arracimada en el suelo. Como siempre, Angustias había estado ocupada en múltiples quehaceres, mientras José atendía fuera de la casa los suyos, en esta ocasión relacionados con el proceso de recogida de la aceituna, en el que por entonces andaba muy atareado. Después de un breve atardecer de tonos rosados, sobrevino la noche, densa e impenetrable, con sus afiladas espuelas de frío y de hirsuta cabellera de viento enredada en bardas y tejados. Ya habían vuelto los hombres de los olivares; Angustias los había visto en el corral, acarreando fardos y varas hasta los tinados. Luego ella había regresado al comedor y, sin saber muy bien lo que hacía, llevada del azar, había llegado hasta el cuarto de atrás de la casa, donde dio por sorpresa con su marido, que bebía en ese momento de una botella que debía de tener por allí escondida. Lo que pasó después ella no lo esperaba. Antes de que pudiera volver sobre sus pasos y simular que no se había percatado de nada, José la detuvo, todavía con la botella en la mano, y con agria voz le recriminó que había estado acechándolo y, en un tono que ella nunca había escuchado, luego le recomendó que no se le ocurriera decirle a nadie lo que acababa de ver si no quería que se enfadara aún más de lo que estaba.
Era la primera vez que esto sucedía, por lo que significó para Angustias una dura prueba con la que se previno contra futuros sobresaltos después de que superara el que le había deparado tan desagradable encuentro. Desde entonces se propuso ser más precavida en su deambular por la casa para evitar que él sospechara que lo perseguía o que intentaba controlar sus vicios; y la verdad es que, salvada aquella crisis y eludida cualquier posibilidad de que volviera a encontrarlo en flagrante disposición de proporcionarse la dosis necesaria de vino, nunca más hubo entre ellos discusión ni nada que se le pareciese, aun cuando en el ánimo de Angustias pesara todavía la amenaza que él le dirigiera, por la cual su amor comenzaba a tener la forma de una virtuosa y sacrificada entrega.
Poco después, sin embargo, daría a luz Angustias a su primera hija, por lo que aquello casi se olvidó ante la feliz realidad con la que entonces había de encontrarse. A José incluso se le notó más solícito y atento con su esposa, como si aquel episodio hubiese sido para él un hecho inevitable que como tal había que desterrar para que no enturbiase la relación que ahora lo unía con Angustias.
Fue así como se inició para ella la etapa más decisiva de su vida, confirmada más tarde con el nacimiento de su segunda hija. Disfrutó de esta manera de gratos momentos que después recordaría como si ninguna sombra de inquietud o de desasosiego gravitase sobre ellos, quizá porque estaban sustentados en la enorme felicidad que se había suscitado en ella a raíz de aquellos alumbramientos. Como le confesara más tarde a su criada, tenía entonces por fin la certeza de que era aquél el camino por el que Dios quería que fuera, a pesar de que se hubiera de presentar lleno de inconvenientes y de dificultades sin término. Amparada en esta seguridad, afirmaba que estaba dispuesta a luchar y a sobreponerse a todo lo que se opusiera a sus renovados propósitos. Carmen, como venía siendo habitual en estos casos, se limitaba a decir que fuese un poco más desconfiada, pues a veces era bueno andarse con algunas reservas antes de dar determinados pasos.
Durante algún tiempo vivió Angustias sin grandes preocupaciones, si no eran las que a diario le ocasionaba el cuidado de sus hijas. Aquel camino, pues, discurría por terreno abierto y transitable, sin que en el horizonte se vislumbraran otros peligros que los que en la conciencia aún se barruntan, ingratos recuerdos que todavía pululan por la memoria como oscuros fantasmas que se resistieran a abandonarla.
Así, cuando nació Francisco unos años después, Angustias creía que ya no podría ser más dichosa en este mundo y que nada en él habría de privarla del inmenso amor que dentro de su pecho sentía.
Sin embargo, apenas hubo experimentado aquel inmenso goce, las cosas empezaron a cambiar de rumbo y aquel camino terminó por ser más pedregoso y más desconcertante que al principio. Con el tiempo, efectivamente, a José se le agrió el carácter, cada vez más propenso a estallar por cualquier motivo, sin que en tales ocasiones le sirviera la cantidad de vino que bebiese de atenuante: se había vuelto más rabioso, como si todo lo hubiese de sacar de quicio; le molestaba, por ejemplo, que su ropa no estuviese planchada o dispuesta para su uso, que la comida no se hallase preparada cuando él llegaba del campo o de la calle, que no se tuvieran en cuenta sus recomendaciones sobre determinados asuntos de orden doméstico. Eran pequeños detalles por los que su genio atrabiliario se disparaba de pronto, profiriendo voces y gritos a veces desaforados. Sin embargo, lo que más lo enervaba y enloquecía últimamente eran los gastos incontrolados que se producían en la familia, sobre todo por parte de ella, de quien había comenzado a desconfiar de forma injusta y desproporcionada; temía que su desbordada generosidad diese en derrochar el dinero que él semanalmente le entregaba o que incluso donara enseres o cosas de índole privada, por lo que determinó extremar la vigilancia que sobre ella ejercía. Lo suyo era más bien enfermizo, pues creía que con tales desbarajustes podía menguar su hacienda hasta un punto que consideraba ya intolerable: se veía de pronto arruinado, desposeído de todo lo que había conformado su modesta fortuna, arrojado dentro de unos años al horrendo abismo de la inopia más ignominiosa. Esto hizo que arbitrara una serie de medidas y de correctivos para impedir que sus negros augurios se cumplieran: obligó así a Angustias a que no gastara más de lo necesario en la provisión de alimentos y de todo lo que pudiera hacer falta en una casa; como ella era amiga de recibir indigentes en ella, le dijo también que obrara la caridad con unos pocos, sólo con aquellos con los que tuviera más trato. No quiso José enojar a Dios en ello, ya que sabía que era aquélla una de las obligaciones del cristiano; así que restringiendo el número de necesitados lograba un doble objetivo: cumplía con aquel deber y conseguía que los gastos derivados de él no se disparasen.
Angustias, sin embargo, no obedecía las órdenes o las pautas que José le imponía y más de una vez se llevó una buena reprimenda, ya que él tendía a enfurecerse ante la menor contrariedad, en especial si observaba que su plan no se seguía con el rigor que él hubiera deseado.
“El auxilio me viene del Señor, que hizo el cielo y la Tierra”, se decía ella a menudo cuando mayor era su tribulación, y de esta forma se reconfortaba y tomaba nuevo empuje ante las circunstancias que le había tocado vivir.
Otras veces acudía a ver a Carmen para desahogarse con ella, ya que era la criada persona que la entendía bien y que le guardaba desde siempre gran fidelidad. Era poco, no obstante, lo que Carmen podía aconsejarle, pues no tenía aquello una clara solución; su papel se reducía a escucharla y a animarla en cualquier caso a que se resignara con su suerte. “Ésa es tu cruz”, había llegado a decirle en cierta ocasión con la gravedad con que solía revestir todo lo que dijese, mirándola a los ojos con vaga determinación, temerosa de que sus palabras no tuviesen el efecto esperado. “Cargaré con ella con toda la humildad de mi corazón”, repuso entonces Angustias refiriéndose a la cruz de sus sufrimientos y fatigas.
Como había de recordar más tarde a Carmen en uno de sus postreros encuentros, tal actitud de espera y de confianza en la Providencia tuvo su recompensa después, ya que José no resultó ser tan fiero como aparentaba en aquel periodo de su vida o como hacían suponer sus innumerables rabietas, casi todas provocadas por su espíritu apocado e indeciso. Con el tiempo acabó por dejar incluso la bebida, obligado por las continuas dolencias que ésta terminó ocasionándole; y a pesar de que nunca cesó de mostrarse intransigente en cuanto a su férrea disciplina, en ningún momento empleó gestos o amagos de violencia para mantenerla, si se exceptuaban las voces e improperios que a menudo profería, cuyo alcance apenas llegaba a ser significativo.
No, no era malo en el fondo José, como así había de concluir ella después de una larga y difícil convivencia. Bastaba con entenderlo, con adaptarse a sus rarezas, porque él también sabía querer a su modo, o al menos eso era lo que Angustias colegía de sus expresiones intempestivas de cariño. A fuerza de sufrimiento consiguió comprenderlo y amarlo asimismo a su manera, de forma que los dos se compenetraron y, aunque él continuara exigiéndole cosas, lograron tratarse como verdaderos esposos, que era a fin de cuentas lo que ella pretendía.
Lo peor, sin embargo, estaba por llegar, como también más de una vez hubo de recordar después a su fiel confidente, si bien en este caso no sería propiciado por su marido, sino por las terribles circunstancias que concurrirían en el pueblo con motivo de los tristes acontecimientos que se estaban produciendo entonces en todo el país.

Era el suyo un espíritu noble, capaz de disculpar y de compadecerse de las faltas o de los males del prójimo. Desde pequeño ya había intuido Angustias que Francisco había de tener esta singular condición, pues siempre se había mostrado obediente y dispuesto a compartir todo lo que a él perteneciese: al contrario de otros niños, Francisco nunca se enojaba por nada ni había dado en llorar o en quejarse para obtener sus caprichos. Lejos de ello, había sido un chico muy dócil y atento con sus padres, a los que siempre tenía en cuenta a la hora de tomar decisiones o de realizar algo que a ellos pudiera molestarles. Era, además, sincero, enemigo de tramar mentiras para que se cumplieran sus deseos o para ocultar voluntades. Tenía por eso una mirada franca, llena de una dulce paz que naciera de su falta de malicia o de pensamientos onerosos.
Era ya desde su infancia muy amigo de los animales: quizá fuera algo común en muchos niños, pero él parecía que se sintiese especialmente inclinado a quererlos, según recordaba su madre cuando se ponía a divagar sobre aquello. Así, cuando ella tenía que ir al corral a recoger los pollos o cuando su padre daba de comer a las mulas en las cuadras, él siempre procuraba estar presente y muchas veces intentaba incluso ayudar en tales tareas, deseoso de colaborar también en el cuidado y en el mimo de los animales.
Por aquel tiempo merodeaban asimismo por la casa algunos gatos, todos ellos procedentes de corrales colindantes y por tanto difíciles de tratar por quienes no fuesen sus dueños, gatos más bien salvajes, huraños, prestos a escapar y a repeler cualquier presencia extraña. Sin embargo, hubo una vez uno más pequeño que se quedó en el patio de la casa, quizá porque no supo volver como los otros al lugar donde normalmente se refugiaran. Era blanco, con manchas negras. Al principio estaba escuálido por las faltas a las que vivía sometido. Se había escondido en un rincón de los arriates, oculto tras una mata de geranios.
Apercibido de ello, Francisco trató de diversos modos de ganar su confianza. No fue fácil, con todo, la faena, pues el gatito lo rehuía cada vez que él se acercaba, a pesar de lo cual él nunca se desesperaba, pues estaba convencido de que tarde o temprano lo conseguiría. La verdad es que Angustias nunca averiguó de qué artes se valió para lograrlo, ya que el animal acabó por perder el miedo que antes tanto lo retraía y llegó incluso a dejarse acariciar y coger por Francisco al tiempo que él también le correspondía con claras muestras de cariño.
Era así Francisco, un niño sensible y alegre que siempre hubo de ser además generoso y desprendido en la relación con sus semejantes, razón por la que no era raro que sus amigos lo quisieran y lo tuvieran casi como imprescindible en fiestas y reuniones. Según la opinión de algunos, expresada sobre todo en los momentos en que él estaba más delicado y era por consiguiente necesario salvar y enaltecer su memoria, cuando Francisco faltaba era como si se perdiera la identidad del grupo. Manolo, uno de sus mejores y más fieles amigos, lo trataba casi como a un hermano, por lo que después no pudo por menos de ser quien más sintiera su ausencia, como en más de una ocasión le manifestase a la madre en algunas de las muchas visitas que le hiciese después de que muriera.
Tenía Manolo, en efecto, una condición muy parecida a la suya, aunque tal vez fuera menos efusivo y dinámico que él. Le afectó tanto su pérdida que quizá fuese ésta una de las causas que más tarde lo movieran a dejarlo todo para seguir la vocación para la que Dios lo había llamado, algo que Francisco acaso también habría hecho si sus circunstancias se lo hubieran permitido, pues siempre lo había animado un espíritu muy religioso.
Con catorce años había decidido ayudar a su padre en las tareas del campo. Para entonces había ya desarrollado una excelente disposición para el trabajo aunque todavía carecía de las fuerzas necesarias para llevarlo a cabo con la solvencia o el vigor que él hubiera deseado. Consciente de ello, el padre le había encargado al principio las faenas menos laboriosas, en las cuales no tardaría en demostrar Francisco que estaba de veras interesado en dedicarse en el futuro a menesteres más complicados. Tenía el cuerpo de un niño y el corazón de un hombre, había dicho de él José una vez que había sido interrogado por Angustias. Ella, sin embargo, estaba orgullosa de que hubiese dado aquel paso, pues denotaba que la pereza no era precisamente una de sus cualidades.
Tal entrega tuvo pronto su recompensa, ya que al año siguiente Francisco disponía ya de un cuerpo más formado, fruto de su denodado esfuerzo por sobreponerse y por mejorar su rendimiento en el trabajo. “Tiene mucha fuerza de voluntad”, aseguraría por entonces su padre al ver lo que había progresado, el enorme celo con que ejecutaba todo lo que se le encomendase.
En sus ratos libres, Francisco se dedicaba a cuidar los animales que todavía se criaban en el corral, igual que había visto hacer antes a su madre. Era tal la pasión que se le había despertado por ellos que consiguió después de muchos ruegos que se le regalase un burro, al cual casi trató desde entonces con la intimidad que se confiere a un amigo.
Un día lo vio Angustias partir con él hacia la vega. Salía por el portón del corral, alegre, radiante, ungido por el aire azul de la mañana. La primavera aparecía por todos lados henchida de frescura, de colores y aromas variados. Ella, Angustias, retenía esta escena ahora en su memoria porque era muy similar a otras y porque era quizá también una de las últimas en que la vida le sonreía, representada en los múltiples encantos con que la naturaleza se ofrecía a aquella hora.
Todo lo que después le ocurriría a Francisco sería, sin embargo, muy doloroso. Así, otra mañana en que la primavera volvía a mostrarse ufana y pletórica, un ligero desvanecimiento que le sobrevino en la vega fue el primer síntoma de una larga enfermedad que ya no lo habría de abandonar durante el resto de sus días.

Después del crecimiento experimentado a comienzos de siglo, Elvira era ya un pueblo plenamente consolidado, en el que no tardarían en surgir divisiones y enfrentamientos entre sus habitantes a causa de las desavenencias políticas que se estaban produciendo entonces. Angustias, como era natural, lamentaba profundamente tales desencuentros, pues no en vano trataba de relacionarse con los demás vecinos con la misma familiaridad con que antes lo había hecho, animada por el deseo de que todos se llevasen bien y de que no existiesen entre ellos tan penosos desafectos. Ella iba y venía por las calles y entraba y salía de las casas con la confianza que le habían inspirado siempre las gentes de Elvira. Los conocía a todos, incluidos los pobres, a quienes seguía atendiendo y socorriendo aun a expensas de su marido.
Había, no obstante, personas a las que visitaba con más frecuencia, algunas de ellas muy famosas en el pueblo, como podía ser Irene, la dueña de una mercería a la que acudían regularmente casi todas las mujeres de Elvira en busca de hilos o de cualquier otro objeto que les pudiera hacer falta para su costura.
Era Irene una mujer grande, gorda, con el pelo muy rizado, vestida casi siempre con la misma ropa, con el cuerpo del vestido muy holgado. Tenía los ojos azules, la mirada invadida de dulzura, las mejillas sonrosadas, el mentón como una esponja impregnada de carne. Se movía con lentitud, con estudiada parsimonia, como si no tuviese ninguna prisa en ejecutar sus tareas. Su voz era clara y reposada también, dotada de una plácida textura; hablaba a veces con cálido acento, con indecible deleite de exponer lo que el otro o la otra quisiesen escuchar.
Se había quedado soltera Irene porque nunca le había salido pretendiente que a ella la convenciera, según se aprestaba en ocasiones a referir. Tenía la facultad de decir lo que pensaba o sentía sin ninguna suerte de vaguedades o de rodeos con los que falsear la realidad. Todo en ella era franco, luminoso, sencillo.
Se hallaba la tienda en una especie de rinconada que formaban las casas que se agrupaban en torno a una plazoleta. Era un local de reducidas dimensiones, con un pequeño mostrador de madera tras el que se situaba la dueña rodeada de estanterías y de cajones donde se ofrecían los diferentes artículos. Reinaba allí un ambiente muy agradable, sobre todo en invierno, cuando fuera arreciaba el frío.
Sin embargo, Irene no solía estar nunca sola: la acompañaba su madre, una mujer vestida de luto que siempre se encontraba a su lado sentada en una mecedora. Aquejada de una aguda sordera, la madre permanecía todo el rato callada, por lo que más bien parecía una estatua con su rostro macilento coronado por la grácil espuma del pelo; un débil balanceo , no obstante, demostraba por momentos que continuaba viva, sumida quizá en un dulce letargo.
El padre de Irene había regentado antes en aquel mismo sitio una ferretería muy conocida, pero a poco de que él muriera ella decidió transformarla en la actual mercería, más acorde sin duda con sus gustos y con su condición de mujer. Decía la gente en Elvira que la hija había heredado de su progenitor aquel carácter bondadoso y dispuesto a satisfacer al instante las necesidades de sus clientes, no sólo las que los llevaran a la tienda a adquirir una determinada mercancía, sino también las que obran en el interior de las personas y las inducen a hablar de sus cosas más íntimas.
Sabía, pues, escuchar con paciencia y atención a los demás, lo cual no podía sino reportarle a lo largo de su vida no pocas amistades, rendidas ante tan estimada e importante virtud.
A Angustias le gustaba también ir allí, no para contar como otras lo que a ella le sucediese, sino simplemente para charlar con alguien a quien admiraba por su gran discreción, ya que no era Irene amiga de transmitir luego los secretos a nadie, a pesar de que ciertamente podría montar con ellos otra tienda con la que regalar y entretener a su clientela.
Todo se le antojaba, por lo demás, relativo a la dueña de la mercería. “Me parece que esto o aquello no es como usted o aquél creen”, solía decir cuando no estaba de acuerdo con lo que hubiese manifestado alguna de sus parroquianas, como si dudase incluso de que lo que ella misma discurriese fuera precisamente lo verdadero. Tal manera de ser o de actuar acentuaba aún más su reputación de mujer ecuánime y ponderada, lo que la obligó en varias ocasiones a tener que dirimir lo que era más razonable en una discusión o en un pleito que ante ella se desarrollasen.
Estaban, de hecho, los ánimos muy encrespados en tiempos de la República, y no era raro que por nada saltase la chispa de la discordia entre los vecinos de Elvira y que se enzarzasen en ardientes polémicas por defender posturas o ideologías enfrentadas. Incapaz de permanecer impasible, asistía Irene con creciente inquietud a las disputas que se entablaban en la calle o en su mismo negocio, si bien trataba de no decantarse por ninguna de las partes para que ella no saliera perjudicada tampoco.
Sin embargo, una vez no tuvo más remedio que intervenir ante la violencia con que discutían y casi ya se injuriaban dos mujeres en la tienda. Una era Matilde, la cuñada de un primo suyo, con quien siempre había mantenido un trato muy cordial, pues nunca había dado hasta entonces muestras de que pudiese perder los nervios por ningún motivo. La otra, aunque menos conocida de ella, era Antonia, casada con un albañil y madre de siete hijos, a quien jamás se le había oído tampoco proferir insulto contra nadie, pues parecía el suyo más bien carácter circunspecto y mesurado, poco dado a dejarse arrebatar por pasiones desaforadas.
Las dos, a pesar de ello, se mostraban desquiciadas aquel día, como si de repente se les hubiese trastornado el juicio, quizá a raíz de lo que alguna de ellas hubiera dicho acerca de lo que estaba aconteciendo en la política. Con las manos apoyadas en el mostrador para que su gesto no pasara inadvertido, Irene entonces carraspeó con fuerza con intención de que las otras se dieran cuenta de que quería decir algo. A la tercera o cuarta vez que lo hizo, pareció que se concedían por fin una tregua para oír lo que ella pretendía comunicarles. Con los ojos todavía ofuscados por el ardor de la contienda, se quedaron mirando a Irene como si ésta acabara de surgir ante su vista, caído el muro que antes las separara del resto de sus semejantes. “Habéis nacido las dos en la misma tierra y os habéis criado en el mismo pueblo, y ahora sin embargo os peleáis como si no os conocierais o como si nada de lo que hubieseis compartido os importara ya”, les dijo con meliflua voz al tiempo que alzaba las manos del mostrador y las colocaba con las palmas hacia arriba en señal de súplica o de ferviente deprecación. Sorprendidas por tan emotivas palabras, las interpeladas depusieron su actitud beligerante y, sin saber qué postura tomar, mantuvieron respetuoso silencio antes de acabar de adquirir los objetos que las habían llevado hasta allí en tal ocasión, avergonzadas al fin de su feroz comportamiento.
Otra de las grandes habilidades de Irene consistía en la destreza y perfección con que dibujaba a lápiz todo lo que se le antojase, especialmente los vestidos y atuendos que su clientela quería confeccionarse. Ella misma le diseñaba el modelo con tal acierto que no había más que fijarse en él para fabricarlo.
Le gustaba también dibujar parajes y rincones de Elvira, edificios emblemáticos, árboles, plantas, animales..., todo lo que para ella fuese digno de ser reproducido con su lápiz, que manejaba con increíble facilidad y ágil trazo.

Arturo era un tendero de Elvira, hombre de aspecto bonancible y pronta sonrisa. Tenía el cuerpo enjuto, con la espalda un poco arqueada. Era de escaso pelo, con la cara angulosa, los ojos rasgados, los labios muy gruesos. Cuando hablaba, nunca dejaba de mirar a su interlocutor con cierta fijeza, temeroso acaso de que éste se le marchase por no encontrar nada provechoso en él. Parpadeaba con mucha frecuencia, sobre todo en los momentos en que crecía su interés por lo que se estuviese diciendo; a veces uno tenía la impresión de que se trataba de un tic nervioso por la fuerza y la intensidad que alcanzaba en su parpadeo. Vestía un guardapolvo gris que sólo se quitaba cuando se disponía a salir de la tienda, después de una larga jornada que a menudo se prolongaba hasta una hora muy avanzada de la noche, apenas se hubiese ido ya el último cliente, con quien él hubiera mantenido conversación muy sustanciosa.
Cualquiera habría podido deducir que Arturo no era persona de gran perspicacia, pues no parecía que su inteligencia llegase más allá de lo que mostraba la fementida superficialidad de las cosas. Quizá contribuía a ello su apariencia de hombre condescendiente y generoso, poco propenso a contrariar o a disgustar a nadie. Cualquiera, además, habría podido creer también que era fácil de engañar con deudas que nunca habían de pagarse, dado que él jamás sería capaz de reclamarlas o de hacer algo para que se saldasen. Sin embargo, estaban muy equivocados los que así pensaban, pues Arturo no era de condición olvidadiza para su negocio y al final se las ingeniaba y componía para recuperar todo lo que hubiese quedado pendiente.
Estaba la tienda situada en la calle principal de Elvira, por lo que era muy visitada de clientes. Tenía un mostrador muy grande, tras el que se alineaba toda suerte de estantes y anaqueles llenos de un amplio surtido de comestibles, delante de un espacio más bien estrecho por el que Arturo se desplazaba con asombrosa diligencia, siempre dispuesto a cumplir sus mandados con la mayor celeridad posible. A un lado había también varios cajones de harina y de diferentes especias que él se encargaba de vender a granel a medida que se lo iban pidiendo, por lo cual solía aspirarse en la tienda una mezcla bastante voluptuosa de los olores que desprendían tales productos. En aquella parte del local, por ser quizá la más cercana a la puerta, se congregaba muchos días un grupo de parroquianos que charlaban amigablemente sobre sus asuntos, mientras Arturo se afanaba en atender a su incesante clientela, entre la que no venía a faltar Angustias, que gustaba de realizar ella por sí misma las compras cuando en la casa no tenía nada más urgente que hacer.
No pasaba allí, sin embargo, mucho tiempo, ya que no era partidaria de entretenerse en devaneos o en menudencias que pocos beneficios podrían depararle, aunque a veces escuchaba comentarios o críticas que la ponían al corriente de lo que en Elvira estuviese acaeciendo.
Ajeno a todo lo que no fuese el objeto de su trabajo, Arturo apenas prestaba atención a lo que dentro de su local aquellos contertulios hablaban, aun cuando los agasajaba y los trataba con indeclinable deferencia, orgulloso de tenerlos allí y de contar con su interminable y animada garrulería.
Nunca se cansaba de ellos, como tampoco se cansaba de todo el que por su tienda apareciese, por muy enojosa que fuera en algunos casos su presencia. Dos o tres veces al día, si no más, pasaba por allí una mujer cuyo físico era algo raro y contrahecho, mujer que no podía sino causar cierta sensación desagradable en un primer momento a quien la viera. Llevaba el pelo suelto y muy largo y su aspecto y vestimenta resultaban además bastante desaliñados. Andaba con mucha dificultad, con las piernas desprovistas de coordinación, por lo que se ayudaba de un bastón que apoyaba en el suelo de una forma también muy extraña, como si fuese a inclinar todo el cuerpo sobre él. Lucía, que así se llamaba, era a pesar de todo muy simpática y siempre tenía salidas de buen tono y de ingenioso humor cada vez que llegaba a comprar algo, razón por la cual la gente no paraba de meterse con ella, deseosa de que respondiera con alguna frase disparatada o con algún chiste con el que pudiese divertir a toda la concurrencia. “¿Pero qué queréis que os diga?”, solía prorrumpir al principio de su intervención mirando a un lado y a otro para ver si la atendían. Decía lo primero que se le viniese a la cabeza, siempre inspirada por su desenfadado ingenio. Todo el mundo se echaba a reír apenas abría la boca o apenas soltaba por ella lo que buenamente hubiese barruntado, a pesar de que en ocasiones no era tan gracioso o tan ocurrente lo que dijese.

Angustias pasaba muchas horas en la cocina. Al contrario de otras mujeres, a ella le gustaba elaborar comidas y dulces de diverso género, casi todos aprendidos de su madre, quien había tenido aquella entusiasta predilección por el arte culinario. Conservaba la mayoría de sus recetas, heredadas a su vez de sucesivas generaciones de antepasados de la familia que también se afanaran en tan noble y necesaria tarea.
Al evocar a su madre, no podía por menos Angustias de recordar otros detalles de ella, aspectos o costumbres que también hubiese perpetuado por el mimetismo inherente a cualquier hija bien nacida que pretendiera remedar todo lo que hubiera visto hacer a su progenitora. Se trataba con frecuencia de modelos de conducta o de formas de comportarse que a ella se le habían quedado grabadas, a veces de frases o palabras con las que su madre habría reaccionado ante un determinado problema y que al cabo de los años venía a rememorar con una nitidez asombrosa, reconstruidas de pronto por un extraño mecanismo que obrase en su mente y que le permitiese asociar de inmediato una situación actual con otra acaecida en el pasado.
Ahora, cuando ella atendía a los pobres en su puerta o cuando lo hacía incluso a hurtadillas, a espaldas de su marido, se acordaba de haber visto a su madre actuar de la misma manera, aun cuando las circunstancias o los hechos que concurrían en las dos fuesen muy distintos, ya que en su caso había tenido que vencer la fuerte resistencia que se le oponía o el fosco desabrimiento con que eran consideradas siempre sus decisiones.
Caía en la cuenta, pues, de que no era la suya una inclinación casual, sino que se debía también a un hábito adquirido antes, quizá de forma inconsciente, por esa innata tendencia a imitar los gestos o los comportamientos de los mayores. Sí, ahora comprendía que acostumbraba a socorrer a los pobres porque era algo que había aprendido, algo bueno que heredara de quien había sido siempre su mejor ejemplo.
Su madre solía guardar en un cajón de la despensa trozos de pan y restos de comida para repartirlos después entre los indigentes y mendigos que llamasen a su puerta. Como ya la conocían, eran muchos los que se acercaban cada día para que ella los atendiera, casi siempre los mismos, personas que vivían en la miseria y que pasaban verdaderas fatigas, hombres de rostro cetrino y mirada cautelosa, mujeres de cabellos desgreñados que llevaban una cesta colgada del brazo, niños de faz hambrienta que tendían una manecita sucia y temblorosa para que se depositase en ella una limosna... Era gente deslustrada y andrajosa que no contaba con más recursos que los que le proporcionaban los demás, gente nómada que nunca acababa de afincarse en ningún sitio y que siempre terminaba trasladándose a otro después de algún tiempo.
En Elvira no faltaba quien pensase que se valían de trucos y de embelecos para concitar la caridad ajena y que, por tanto, no era real la situación en que aparentaban encontrarse. Para su madre, por el contrario, aquel juicio no era más que una forma muy común de acallar la conciencia, ya que la mayoría no quería hacerse cargo de lo que a otros más desafortunados les sucedía. Se lograba así vivir más a gusto, sin la obligación de atender a personas que en todo momento habían de resultar muy molestas, discurría ella en muchas ocasiones cuando veía el trato tan injusto que se les dispensaba o el modo tan injurioso y humillante con que se les despedía. “Si fuéramos capaces de ponernos en su lugar y de sufrir tan sólo una parte de las calamidades que ellas sufren, seguramente cambiaría nuestra manera de entender el mundo”, le había oído decir Angustias más de una vez con apenado acento, como si con aquella frase se lamentara también de la mezquindad que a muchas almas tenía envilecidas. “Jesús nació pobre”, solía aducir luego como argumento más concluyente, como prueba irrefragable de que estaba completamente equivocado quien dudara de la veracidad con que aquellas personas presentaban sus intenciones. “No hay más que mirarles a la cara”, continuaba arguyendo como si fuese ella una nueva víctima del oprobio al que eran sometidas, mientras Angustias no tenía más remedio que asentir, sorprendida de ver a su madre tan alterada cuando hablaba de estas cosas. Cosas que ahora la hija entendía y que prácticamente llegaban a afectarle en la misma medida, ya que parecía que nada hubiese cambiado desde entonces: en la sociedad seguía habiendo enormes desigualdades e injusticias, causadas por el recalcitrante egoísmo de quienes podían evitarlas y no lo intentaban siquiera, atraídos por las riquezas o por las comodidades y lujos que de ellas se derivaban. “Más fácil le será a un camello pasar por el ojo de una aguja que a un rico entrar en el reino de Dios”, recordaba que había dicho precisamente el Redentor de los hombres, nacido lejos de la molicie en la que otros vivían, como subrayaba la madre de Angustias cada vez que procuraba elevar el tono de sus críticas.
Era ésta una verdad incontestable de la que ningún ser humano debía desentenderse, una verdad de la que todos tarde o temprano se verían obligados a dar cuenta, como un examen definitivo tras el que se había de saber lo que realmente cada cual dentro de sí albergaba.
Angustias meditaba mucho sobre esto, y no comprendía cómo se podía ser tan indiferente o tan insensible a los males del prójimo, cuando ella no se cansaba de comprobar que no había mayor satisfacción que compartir con otros lo que uno tuviese a fin de socorrerlos en sus necesidades. Se trataba de un acto de generosidad y de entrega con el que se sentía plenamente realizada, con el que ella misma se daba y se ofrecía en una especie de inmolación solidaria, hasta el punto de que ya nada de los demás le resultaba extraño, sino que incluso lo veía como propio y como parte fundamental de su misma existencia. Un pobre, cualquiera que fuese, era su hermano..., era ella a veces encarnada en un ser indigente.
Desde la muerte de su hijo, lo había visto todavía más claro: ya no valoraba otra cosa que lo que pudiera hacerla más virtuosa y más cercana a la imagen que Dios hubiese querido que tuviera desde el principio, de tal modo que a partir de entonces no dudaba de que su espíritu fuera ahora distinto a causa de los dolores y sacrificios por los que había pasado, los cuales habían actuado en él como hachas y sierras que podasen las partes que en el armazón de su ramaje estorbaban.
Aquel servicio desinteresado la aproximaba aún más al objetivo que para sí se había propuesto: inyectaba en ella una savia nueva que la revitalizaba y la robustecía por dentro y la hacía crecer incluso hasta extremos insospechados, desde los que sólo aspiraba a alcanzar la cumbre que ya había empezado a divisar en el horizonte de su vida, oculta en ocasiones por las nubes de sus inquietudes y desasosiegos actuales, poco importantes sin embargo en comparación con los que antaño había tenido que afrontar.
Había puesto toda su confianza en Dios: sabía que Él nunca le fallaría y que cualquier problema, por complicado que pareciese, habría de solucionarse. No tenía miedo a nada, ni siquiera a la muerte, pues hasta los pelos de su cabeza estaban contados; y cuando algo llegaba a preocuparle, como ocurría de hecho con lo que les pasaba a veces a los suyos, en seguida reaccionaba con la misma entereza de antes, con la misma seguridad que ahora le inspiraba pensar que Dios nunca podría tampoco abandonarla.
Era frecuente que discurriese Angustias de este modo mientras preparaba incluso algún guiso o alguna comida especial en la cocina, donde ella solía permanecer largas horas ocupada en tareas que siempre ejecutaba con mucho agrado, basadas en recetas que no necesitaba apuntar en ninguna parte, pues las había aprendido casi de memoria de boca de su madre y las había seguido recordando durante todos aquellos años, siempre con iguales ingredientes, combinados de una determinada manera, de acuerdo con una medida, con un tiempo justo, con un toque o una forma distinta de irlos agregando, tal vez con el mismo cariño con que había de hacerse indefectiblemente tan delicada labor.

Carmen, la criada, había salido varias veces por la tarde a la calle y, guiada por un sexto sentido que tenía para adivinar las aviesas intenciones por las que algunas personas se movían, le había advertido a Francisco que no le gustaban ciertos corrillos de gente que en algunos sitios había visto. Para que él se diera cuenta de la gravedad del asunto, le había mirado a los ojos con toda la seriedad que ella había podido mostrar en aquel momento: estaba segura de que algo muy malo eran capaces de hacer aquellos hombres con los que ella se había cruzado en varios lugares del pueblo. Se lo había dicho también a Angustias para que impidiera que saliera su hijo aquella tarde, pues era posible que la tomaran con algún joven de familia más o menos acomodada, como Carmen había procurado recalcar para que se supiera con claridad el objeto de lo que según ella se estaba tramando.
A pesar de que su madre se lo había advertido también, Francisco creyó que nada de aquello tenía fundamento, y fue en busca de su amigo Manolo, que posiblemente lo estaría esperando en la puerta de la sacristía, como hacía muchas tardes. El sol se había ocultado ya; el perfil de los últimos tejados y terrazas de Elvira aparecía a lo lejos recortado sobre un cielo teñido de púrpura que, como una irrestañable herida, manchaba de sangre el raso violáceo de algunas nubes que quedaban suspendidas en el horizonte.
Hacía bastante frío todavía a pesar de que corría ya el mes de febrero, por lo que Francisco había tenido la precaución de ponerse su gabán azul antes de salir, ya que últimamente tendía a resfriarse con demasiada frecuencia.
Apenas hubo llegado a la primera esquina, se topó ya con tres o cuatro hombres que había apostados en ella, pero se resistió a pensar que estuviesen preparando alguna fechoría contra él, tal como la criada había presumido que ocurriría. Pasó ante ellos con fingida determinación, tratando de aparentar que lo hacía con absoluta normalidad; a todos, además, los conocía, pues eran vecinos del pueblo con los que había coincidido en numerosas ocasiones.
“Tú nunca tengas miedo”, recordó que le decía a menudo su padre, quizá porque lo viese poco apercibido para afrontar las duras pruebas que de seguro le aguardaban en el mundo. “El Señor es mi luz y mi salvación, ¿a quién temeré?”, le había oído entonar también a su madre, para quien nada debía ser motivo de preocupación si uno tenía puesta su confianza en Dios.
Su amigo Manolo no estaba en el sitio de siempre, por lo cual Francisco determinó ir a buscarlo a su casa, donde seguramente se habría quedado en vista del tiempo tan desapacible que hacía. Tuvo que desandar el camino de antes y cruzar de nuevo ante aquellos hombres, aunque esta vez creyó advertir en ellos señales de que su presencia les resultaba algo molesta. Luego torció por una calleja llena de sombras y de sonidos y ecos muy misteriosos, quizá propiciados por la sugestión que originaba ya en su mente todo lo que a su alrededor existiese. Atravesó más tarde una plazoleta en la que volvió a encontrarse con gente siniestra, arrebujada en pardos chaquetones, que dirigió hacia él torvas miradas de rencor acumulado. “El Señor es mi luz y mi salvación, ¿a quién temeré?”, rememoró otra vez a modo de consuelo o quizá de íntimo conjuro. Cuando llegó a casa de Manolo, quiso creer sin embargo que aquello no era sino una engañosa impresión que él sólo albergase, ocasionada por lo que Carmen y su madre le habían anticipado que sucedería.
Estuvo hablando un rato con el amigo en la puerta, pues éste le había dicho que ya no saldría aquel día. Como tenía gran confianza con él, no pudo por menos de relatarle todo lo que había visto; pero Manolo, lejos de barruntar en ello nada peligroso, le aconsejó que no parase mientes en los rumores y habladurías que entonces circulaban por el pueblo, puesto que no pensaba que la situación fuera tan crítica como tales voces agoreras pregonaban. Lo animó incluso a seguir confiando en las personas que vivían en Elvira, porque no en vano todas debían sentirse unidas por el mismo paisanaje.
Después pasaron a hablar de sus cosas, aunque sobre ellas apenas tenían que añadir nada nuevo, porque se trataba de asuntos que casi no habían variado desde la última vez que se vieron. Dentro de poco comenzaría la Cuaresma y ellos ya empezaban a hacer determinados planes, aficionados como eran a cumplir con las prácticas piadosas que solían celebrarse en ese tiempo. Abrigaban también la intención de ingresar en alguna formación política, pero habían postergado la decisión hasta que no estuvieran más seguros de ello o hasta que su edad fuera más apropiada para embarcarse en tal tipo de proyectos.
Francisco se despidió de Manolo cuando ya la oscuridad reinaba por todos lados, interrumpida tan sólo por la luz mortecina que arrojaban los faroles del pueblo, débiles haces que proyectaban una difusa claridad en medio del lúgubre cortejo de tinieblas y de medrosos rumores de la noche. Por las calles apenas transitaba nadie, si no eran las mismas personas de antes, concentradas ahora en sitios diferentes. Vio poco después Francisco un grupo bastante nutrido de ellas, reunidas en una esquina por la que él tenía que pasar para ir a su casa. Eran diez o doce, o quizá más, las que estaban allí aguardándole. Se dio cuenta entonces de que posiblemente fuese él el objeto de sus oscuras maquinaciones. Estuvo a punto de retroceder, pero no lo hizo, impelido por el miedo que ya comenzaba a gestarse en su interior, un miedo que se había convertido de repente en una absurda fuerza que lo movía y arrastraba precisamente hacia el punto en que se había originado. Aunque vagamente los reconocía, se habían transformado también aquellos hombres en unos seres extraños, casi fantasmales; vio sus caras entumecidas, desfiguradas por el odio que ya los enardecía y obligaba a actuar contra él. Escuchó sus insultos, proferidos con exasperación y rudeza, la mayoría de ellos referidos a su condición de persona vinculada con la Iglesia. “Beato de mierda”, lo había llamado alguno en tono de amenaza. Quiso Francisco decirles algo, suplicar que lo dejaran, pero no podía, la voz se le había paralizado en la garganta, atenazada por el pavor que sentía, por la angustia que se propagaba por sus miembros y empezaba a erizar la piel de su cuerpo. Cuando ya estuvo cerca, se dividieron en dos filas para que él pasara por medio. Alguien lo empujó y fue como si cayera en una red de brazos y piernas que no dejaban de golpearlo y sacudirlo con desatada furia, como famélicos animales que se disputasen el descuartizamiento de la presa. Casi perdió la conciencia; de una fila lo arrojaban contra la otra, donde era recibido incluso con mayor iracundia, en un desenfrenado afán por maltratarlo y por descargar sobre él toda la violencia que hubiesen ido acumulando. La sangre corría ya por su rostro, emanada de diferentes heridas: paladeaba su sabor acre, mezclado con el del polvo que se le pegaba en sus caídas. Por un momento creyó que lo mataban, que muy pronto habrían de darle el golpe de gracia con el que concluiría por fin su vida. Aturdido, se desplomó en brazos de uno de sus verdugos, y éste a su vez lo dejó caer con expresivo desdén al suelo. Estuvo así tendido algún tiempo, hasta que un vecino que casualmente andaba por allí, un tipo corpulento y voluntarioso por excelencia, pariente lejano de Arturo, el de la tienda, no dudó en recogerlo y en llevarlo del mejor modo que pudo a su casa, donde su madre seguramente lo esperaba ya con inmensa impaciencia. Durante el trayecto, con la conciencia algo trastornada, Francisco no hacía más que pensar en ella y en la terrible impresión que había de causarle. Agarrándolo con firmeza por la cintura y permitiendo que él se aferrase con las pocas fuerzas que aún le restaban a su cuello, aquel buen samaritano consiguió al fin arribar a duras penas a donde pretendía. Salió a recibirlos la criada, quien al ver a Francisco de aquella forma no cesó de hacerse cruces en señal de truculenta sorpresa. Llegaba él con la cara cubierta de sangre, con el gabán desabotonado y manchado de polvo: parecía como si hubiese sido atacado por cien alimañas, por la manera en que se habían ensañado con él. Sin poder decir nada, Carmen corrió a avisar a Angustias, mientras aquel nuevo habitante de Samaria ayudaba a Francisco a entrar en el salón de la casa, donde finalmente lo acomodó en uno de los sillones que allí había.
Cuando lo vio Angustias, apenas dio crédito a lo que sucedía; pensó que no era aquél su hijo o que no era verdad lo que estaba viendo. Tardó por ello unos segundos en asumirlo, después de lo cual se aprestó con la mayor diligencia posible a socorrerlo. Mientras le limpiaba y le curaba las heridas con los escasos medios de que disponía, no dejaba Angustias de lamentarse de lo ocurrido y de no haber podido evitarlo. En medio del dolor que sentía, hacía también ímprobos esfuerzos por perdonar a los que habían infligido aquella tremenda paliza a Francisco y mascullaba con débil acento oraciones para que se arrepintieran.
Carmen, que asistía con sofocado aliento a aquella escena, no salía de su asombro por el enorme ejemplo que su dueña le daba en trance tan crítico.
Al cabo de unos días, Francisco se repondría con cierta dificultad de las contusiones y magulladuras que sufriera, pero su ánimo y tal vez su estado de salud nunca terminarían de recuperarse de las secuelas que tales daños le dejarían.

Unos meses después de aquello, sobrevino en el pueblo un episodio aún más ominoso. En este caso, la víctima fue Miguel, el marido de Amelia, con quien Angustias tenía tanta intimidad.
La naturaleza, ajena a los conflictos y a los quebrantos de los hombres, lucía por aquel tiempo sus mejores encantos, dando lugar así a un dramático contraste entre lo que ella ofrecía y lo que sus enconados y aguerridos moradores ultimaban.
A mediados de mayo, la primavera se hallaba en Elvira en plena sazón, con los campos cubiertos del verde tapete de sus innumerables frutos, con sus gráciles arboledas arracimadas en la distancia como gallardas banderas con las que se celebrase una victoria. Victoria de la vida y de las hermosas prendas con que ella se engalana, servidas para que la humana presencia se recree y solace en medio del hervor de la existencia.
Sin embargo, como había ocurrido desde que los hombres poblaran la Tierra, sus fatales inclinaciones los obligaban entonces a obedecer otros instintos, muy diferentes de los que debían reinar en sus corazones en pago a lo que la naturaleza les transmitía.
Así, una tarde en que todo aparecía hermoso y radiante alrededor, tres vecinos de Elvira volvían de Granada junto a otros muchos en el tranvía. Eran los tres muy conocidos, personas destacadas en el desarrollo de la vida social del pueblo, agricultores hacendados que quizá no tenían otro delito para algunos que la posesión de sus tierras. Uno de ellos era Enrique, quien más tarde sería precisamente alcalde de Elvira; otro, Antonio, su cuñado, presidente en aquellos años del Círculo de Labradores; y el tercero, Miguel, el marido de Amelia, hombre de firmes convicciones religiosas que no había ejercido nunca ningún cargo y que apenas descollaba en política.
A los tres estaban esperándolos para matarlos en la parada principal del tranvía. Alguien, sin embargo, los había avisado para se apearan antes. Enrique y Antonio lo hicieron, seguros de que así evitarían un riesgo innecesario; pero Miguel, en cambio, decidió continuar, pues él no había dado motivos para que nadie lo odiara, según les manifestó a los otros. Tenía intención de visitar a su hermano, a quien no había visto desde hacía algunos días.
Mientras se acercaba a la parada, seguía diciéndose que nadie había de tener nada contra él porque jamás había hecho otra cosa en su vida que servir a los demás, como fácilmente se deducía de muchas de sus actuaciones.
Nada había, pues, más lejos de sus pensamientos que él hubiera de ser uno de los elegidos. Había mucha gente en la calle; parecía un día festivo, según asegurarían después algunos testigos. Miguel no observó, por tanto, ningún movimiento sospechoso; quizá la persona que les había comunicado aquello no estaba bien informada o había sido llevada de un error que era muy normal que se produjera en aquella época, en la que todo se confundía o se exageraba sin medida.
Cuando el tranvía se detuvo a la altura del casino, Miguel se apeó de él junto a varios vecinos, con la misma normalidad con que lo había hecho otras muchas veces. Amelia, que estaba asomada a la puerta, lo vio bajarse y estuvo a punto de saludarlo con la mano, pero entonces se percató de que un hombre se acercaba por su espalda y disparaba contra él a traición. Fue todo muy rápido. Miguel cayó fulminado al suelo, en medio de un corro de gente despavorida que no sabía cómo auxiliarlo. Ella se quedó en la puerta, paralizada por el horror que en aquel momento la invadía. Alguien gritó poco después que Miguel había muerto, pero Amelia apenas podía oír ya nada: estaba como aturdida, perdida en un mundo que no tenía remedio.
Angustias, que había salido a la calle también al sentir el disparo, escuchó con estupor la noticia. Instintivamente miró hacia la casa de su prima y la vio a ella todavía allí detenida. La notó pálida, como si se hubiera convertido en una estatua de cera. Quiso entonces ir a consolarla, aunque no tenía muy claro lo que había de decirle. Mientras lo pensaba, Amelia dio media vuelta y entró con precipitación en la casa. Angustias corrió hacia ella, guiada por un sentimiento muy natural de protección. La encontró arrodillada frente a un cuadro de la Virgen que en una de las salas se hallaba, con las manos fuertemente entrelazadas en actitud implorante. Tenía los ojos fijos en la imagen de Jesús, tendido en el regazo de su madre. Con dificultad lograba decir algo, algo que al principio le resultó a Angustias ininteligible, pues sonaba confundido con los sollozos que de continuo exhalaba. Al acercarse, comprendió lo que era: “Perdónalos, Padre, porque no saben lo que hacen”, repetía con tenaz insistencia, como si aquella frase fuera la cruz a la que ella debía ahora aferrarse mientras viviera. Eran exactamente las mismas palabras que Jesús pronunciara cuando lo crucificaron, palabras transidas de dolor y de coraje, palabras que expresaban una intensa y sufrida voluntad de redención. Angustias se arrodilló a su lado también, con gesto todavía vacilante, como si no se atreviera a interrumpir su patética oración. Al final lo hizo, cuando ella se apercibió débilmente de su presencia, y las dos se fundieron en un abrazo extremo, en un común esfuerzo por sostenerse y comprender lo que había pasado.
“Perdónalos, Padre, porque no saben lo que hacen”, le oiría decir después Angustias muchas veces a Amelia como si nunca hubiese llegado a superar aquel difícil y trágico momento, como si toda su vida se redujese ya a un denodado empeño por perdonar a quien había asesinado vilmente a su marido, según le confesara ella en más de una ocasión cuando se veían por las tardes en su patio, mientras el cielo palidecía al ritmo monótono de sus voces, surcado por una nube tumultuosa de pájaros que revoloteaban sin cesar antes de volver a sus nidos.

Se llamaba también Miguel, o Miguelito, como Carmen gustaba nombrar a su esposo. Era un hombre alto y cenceño, de ojos oscuros y relampagueantes, un tipo todavía muy joven que mantenía una empecinada fe en sus ideales.
La guerra había estallado ya y se extendía como un fuego voraz que todo lo incendiara y arrasara a su paso, como una tormenta de rayos y de truenos que destruyese y devastase poblaciones y campos con furor desenfrenado, un ciclón ciego e iracundo que todo lo asolase y convirtiese en ruina y pasto de buitres.
Miguelito, imbuido de su espíritu republicano y de su arrogante contumacia, desertó un día del pueblo ante el temor de que fuese arrestado y se encaminó a engrosar las filas del único ejército en el que él hubiese servido. Carmen, contrariada, comunicó a Angustias el enorme desamparo en que había quedado, y la compasiva dueña trató de consolarla y de hacerle ver que no debía perder nunca la esperanza, al menos mientras él viviese. “Esta guerra es una locura”, se quejó en aquella ocasión la criada, enjugándose las lágrimas que había derramado con el dorso de sus manos. “No es la guerra, Carmen; somos las personas quienes nos volvemos locas”, reflexionó Angustias en respuesta a aquella queja, recordando en ese instante los tristes episodios pasados. “Es el maldito odio el que nos tiene a todos trastornados”, continuaría arguyendo, abstraída en sus recuerdos, mientras Carmen procuraba ya rehacerse y buscar un motivo con el que reanudar su interrumpida tarea.
Con gesto de cansancio, Angustias se sentó en una silla junto al ventanal que daba al patio y tendió su vista por el cielo raso del mediodía, reparando al mismo tiempo en la belleza de lo creado y en el execrable afán de los hombres por volverle la espalda y por hundirse en el cenagoso abismo de sus sentimientos más abyectos y despreciables.
Carmen se había ausentado y trajinaba ya en la cocina, con la mente invadida por los poderosos tentáculos del miedo y la angustia.
Unos meses después llegaría la noticia. Miguelito había muerto al parecer en el frente durante el curso de una encarnizada batalla contra un regimiento enemigo. Para Carmen, aquello en el fondo no representaba nada nuevo, pues de alguna manera lo había estado esperando durante aquel tiempo. Significaba la certeza de una premonición dolorosamente guardada, la confirmación de que no había errado en sus aciagos pronósticos.
Cuando se enteró, Angustias no pudo por menos de abrazarse a ella, igual que había hecho antes con su prima Amelia, ansiosa por protegerla y por ampararla de alguna forma.

“Tu gracia, Señor, me sostiene”, había dicho Angustias muchas veces en los momentos de mayor debilidad, cuando el fantasma de la guerra o la enfermedad de su hijo acrecentaban en ella el desaliento, el miedo a un porvenir inseguro, lleno de sobresaltos y de quimeras rotas.
“Tu gracia, Señor, me sostiene”, lo seguía diciendo ahora a modo de ensalmo particular cuando ya todo había pasado, como una costumbre con la que adquiriera más fortaleza. Su vida discurría ahora por cauces más serenos, a pesar de que todavía se atisbaban en la lejanía estrechuras o pasos más escabrosos por los que inevitablemente debía cruzar.
El otoño había llegado de forma dulce y tranquila a Elvira, igual que lo había hecho también en su caso, en vísperas de una vejez que quizá se presentase antes de tiempo, anunciada por aquel gesto de fatiga que a veces ella se descubría cuando se miraba al espejo.
Era aquélla una época de plácido intervalo, en la que casi todos los frutos estaban recogidos y sólo se aguardaba ya en el campo el momento de las primeras siembras. En cierto modo ella se había acostumbrado a vivir también al ritmo que marcaban las faenas y prácticas campesinas, pues no en vano el corral se llenaba a determinadas horas de labriegos que ayuntaban las mulas o cargaban sacos y alforjas que luego habían de transportar a la vega.
Con la llegada del otoño, en efecto, todo aquel trajín había desaparecido, aunque ella todavía creía escuchar su eco, esparcido por el silencio que rondaba las cuadras y los tinados de la casa.
Por las tardes, antes de que fueran sus primas, ella meditaba estas cosas en el patio, sentada con reconfortante beatitud en la mecedora, mientras a su alrededor se movía sin cesar la nieta, jugando en el suelo con sus muñecas de trapo. El declinar suave del sol dejaba tímidas caricias de luz en los tejados y bardas de las tapias, vagos reflejos de oro y de rosa que hacían aún más bello y encantador el panorama, en una lenta cadencia en la que todo pareciese entonces más grato, como si la realidad perdiese en tales instantes su natural consistencia y tomase de pronto la dulce ingravidez de un sueño.
Angustias estaba segura, además, de que su hijo Francisco moraba ya con el Padre y gozaba de su paz eterna, una paz sin límites y sin sombras que la perturbasen, como ella en ocasiones llegaba a presentir que sería, como un inmenso mar de dicha en el que el alma al fin se anegase.
Esta seguridad infundía en ella una gran confianza, y había momentos en que se veía inundada también por un repentino gozo, gozo que era amor y plenitud de sentirse realizada en cada objeto o ser que amaba, como si una parte de aquella paz de que Francisco disfrutaba se trasladara ahora a su interior, por efecto quizá de las acciones que él emprendiera en el Cielo.
Parecía como si ya no hubiese de hacer ella en el mundo otra cosa que esperar confiadamente la hora en que tuviese que rendir cuentas al Creador, las cuales ya creía que estaban bien cerradas, pues nada se le antojaba que debiera aún de cumplir. Su marido, aunque achacoso, se había vuelto menos exigente, quizá desde la muerte de Francisco: ya no rabiaba como antes, ni trataba de someter a nadie bajo su dominio. A sus hijas, por su parte, tampoco les había de faltar nada, a pesar de que cada una se enfrentaba a problemas de diversa índole; las consideraba maduras para solventarlos, o al menos para evitar que no les afectasen demasiado, igual que ella había procurado hacer hasta entonces en su vida..., ella y mucha gente, ya que así eran los asuntos mundanos, empresas que había que llevar de la mejor manera posible, aun cuando algunas no resultasen como al principio se hubiera pretendido.
Según aquello, no debía de haber nada nuevo bajo el sol, como había leído efectivamente en algún pasaje bíblico. El corazón de los hombres seguía siendo el mismo y sus actos no eran sino una repetición de los que ya se hubiesen realizado y cumplido antes.
Cuando veía a su nieta jugar en torno a ella, comprendía que todo continuaba un curso invariable, sin el cual nada de lo humano tendría sentido.
A sus cincuenta y ocho años su fe no era ni mucho menos como en el pasado, pues había afrontado grandes pruebas y se mostraba ahora robustecida con los nuevos pensamientos que acudían a su mente, fruto de los desengaños y de los denodados esfuerzos que había hecho siempre por superarlos.
Por eso, para ella el futuro apenas tenía importancia: era tan sólo un camino que se iniciaba en los difusos márgenes del presente, pero que se perdía y se borraba a poco que se alejaba del punto del que hubiera arrancado, igual también que una nube de grueso contorno que se dibujara en el cielo del ocaso y que se fuera disipando al tiempo que avanzara la noche.
Muchas mañanas, después de haber oído misa, de vuelta en su casa, Angustias se quedaba un rato en su alcoba haciendo oración o repasando capítulos y salmos de la Biblia que ya había leído. Desde su ventana, abiertos de par en par los postigos, miraba de vez en cuando también el hermoso cuadro que se le ofrecía, embebida en la belleza de la hora y en la forma tan asombrosa en que se presentaba otro día. “Cantad al Señor un cántico nuevo porque ha hecho maravillas”, solía proclamar entonces con improvisado júbilo, rendida ante lo que a su vista se tendía, con el sol derramándose como sabroso néctar por escarpados cerros y por olivares de refulgente plata, sobre un primer plano de tejados y de sombríos y destartalados paredones.
Luego, así que había orado o contemplado tan emotivo paisaje, volvía con renovadas fuerzas a sus quehaceres diarios, dispuesta siempre a atender con prontitud las necesidades de los más desventurados.

En el mundo no todo había de ser doloroso o tener un fin dramático: los sucesos agradables alternan con los que pueden resultar más graves o más onerosos, si bien a éstos se les concede una mayor importancia porque suelen propiciar cambios decisivos o giros inesperados que condicionan o marcan para siempre la existencia.
Un hermano de la madre de Angustias, un tío suyo, que se llamaba Luis, había sido una de esas entrañables personas que todo se lo tomaban con desenfado y que servían en realidad de contrapunto a la seriedad o a la acritud con que la mayoría afrontaba sus asuntos.
Tenía el tío Luis el pelo negro y la mirada franca, despejada de sombras y de dudas, hombre activo y alegre, algo sobrado de carnes y de estatura más que mediana. Vivía cerca de la casa, por lo que era harto corriente que entrase y saliese de ella con la mayor confianza, dejando tras de sí un rastro de optimismo y de sano regocijo que costaba olvidarse.
Ahora que se acordaba de él, Angustias comprendía que había ocupado un lugar muy importante en su infancia y que incluso lo añoraba como a ser que no se aprecia hasta que no se pierde, hasta que no se borra casi entre las sombras que difuminan y oscurecen los recuerdos. Tendría ella ocho o nueve años, o quizá diez, cuando su presencia se hizo más notable en la familia, posiblemente porque antes hubiese estado más alejado de ella por quehaceres que Angustias ignoraba cuando era pequeña.
Aparecía por la casa a cualquier hora del día, anunciándose desde la puerta con voz estentórea y casi escandalosa, como si fuera a iniciar un pregón ante un público muy nutrido. Siempre tenía algo que decir o que contar, algo que le hubiera sucedido en la calle o que quizá él recordara de otra vez, una sencilla anécdota incluso que lo hubiese divertido mucho y que luego él no se cansara de referir a los demás. Todo lo transformaba y adaptaba a su gusto, a veces de forma caprichosa y disparatada, dando lugar a no pocos equívocos y confusiones entre sus oyentes si éstos no estaban muy atentos o no reparaban en el sentido del humor que Luis derrochaba. A la vivienda, por ejemplo, la llamaba fortín; a la comida, alpiste; a cualquier prenda de abrigo, sayo; a las pesetas, denarios; a la persona delgada, gruesa; a la gruesa, estoque; a los perros, lobos o leones, según la inclinación que tuviese ese día; a los gatos, liebres, quizá por asociación ilícita de ideas; a los burros, corceles; a los caballos, dromedarios; a los cerdos, mohínos, tal vez por imitación inconsciente de los gruñidos que emiten. Poseía un repertorio muy amplio de ocurrencias y de trueques con los que solía entretener a su auditorio, acompañándose además de gestos y de otros recursos que en él llegaban a ser muy habituales.
Una mañana que hacía mucho frío se presentó en la casa con la misma espontaneidad y alegría de siempre, como si en realidad no le afectasen las bajísimas temperaturas que entonces se registraban. Llegaba bien arrebujado en su sayo, pero al ver a todos arrimados a la lumbre se desprendió pronto de él y se puso a pasear por la habitación como si tal cosa, tratando de demostrar que no necesitaba abrigo y que era quizá falsa la impresión que ellos tenían. Al poco empezó hablar y a decir que hacía un tiempo magnífico y muy saludable y que, si no lo creían, podían consultarlo con cualquier doctor que fuese medianamente sensato. En más de uno se dibujó una sonrisa de incredulidad y de irónico recelo, ante la que él no paraba de aducir ventajas acerca de la influencia que el frío debía de tener en la naturaleza de las personas, ya de por sí dadas a protegerse de cuanto supusiera para ellas algún tipo de contrariedad o de indeseable enojo. Hablaba con tanta fe que algunos comenzaron a pensar si no era cierto aquello, como así parecía inferirse del silencio y de la seriedad con que después eran acogidas sus palabras.
Llevado por un incontrolado impulso, nacido acaso del ardor con que el tío Luis exponía sus argumentos, uno de los que allí estaban presentes no vaciló en levantarse de su escaño para secundarlo en sus paseos, haciendo ver a los otros que también era capaz de retirarse de la lumbre y de aclimatar su cuerpo a las crudas condiciones que lejos de ella aquel día se daban. Orgulloso de su triunfo, lo conminó el tío Luis a que saliera con él al patio para comprobar si era verdad lo que prometía. Todos los demás se quedaron expectantes, pues no alcanzaban a saber ya si se trataba de una nueva broma o si realmente estaba convencido aquél de lo que con tanto ahínco había intentado razonarles.
Al cabo de unos minutos los dos volvieron como si regresaran de un agotador combate, si bien al inductor de la idea se le notaba algo menos afectado, sin duda por los esfuerzos que seguramente hacía por fingir lo contrario de lo que de veras sentía.
Angustias era todavía una niña, pero se acordaba de esta anécdota como si hubiese acabado de suceder recientemente. Sí, echaba ahora de menos a su tío, el cual murió a una edad demasiado temprana, quizá porque su misión en este mundo estuviese ya cumplida o porque era ése concretamente su destino, el de dejar un grato y emotivo recuerdo en quienes tuvieron la fortuna de haberlo conocido.

Últimamente ha notado que su prima Amelia está más ensimismada que de costumbre: ella ha hablado siempre más bien poco, pero ahora parece que se abstrae voluntariamente de las circunstancias que la rodean, que casi no quiere cuentas con ellas y trata de rehuirlas para refugiarse en el mundo que su imaginación fabrica. Advierte que su mirada se halla ausente, que se encuentra detenida en un punto indeterminado, un punto que se pierde en un espacio infinito. Mira desde otro lado, desde una lejanía muy remota en la que está su mente ahora encallada. Sonríe además con dificultad, como si le costase trabajo, como si lo hiciera sólo por corresponder con las personas que tuviese delante, un gesto de mera cortesía que repitiera de forma automática, por cierta tendencia que en ella fuese muy normal. Su expresión por todo esto resulta fría, austera, revestida de un inopinado hermetismo, de una dureza o de un hieratismo que antes no tenía.
Angustias ha observado también que está más delgada y que tiembla ligeramente al hablar o al intentar coger cualquier objeto. Le preocupa bastante su aspecto, aunque todavía no le ha dicho nada por no molestarla, por no hacerle recordar cosas que tal vez ella prefiere soslayar. Sabe, no obstante, que cualquier día le ha de confiar lo que le pasa, quizá esta misma tarde que la ha visto entrar en la casa. Viene sola, sin la compañía de ninguna otra prima que pueda entrometerse en la conversación que entre las dos en pocos segundos se entable. Después de saludarla, tiene a bien sentarse a su lado, frente al amplio ventanal que cae sobre el patio. Hay una luz agonizante de crepúsculo desmayada en el aire, una suave coloración violeta que se despinta sobre la borrosa silueta de los tejados que se divisan tras las tapias del corral. A poco que empiezan a hablar, se remontan a tiempos pasados a pesar de que ninguna quizá pretendía hacerlo. Amelia comenta que se acuerda cada vez más de su marido, que casi tiene la impresión de que él continúa vivo y de que se le puede aparecer en cualquier momento. Le confiesa que el amor que aún le debe al esposo la obliga a disculpar a sus asesinos, ya que es un amor muy grande que está por encima de las miserias y de los pecados que tienden a cometer los hombres, un amor al que se aferra con desesperación cuando cree que no va a poder seguir perdonando a aquellos malhechores, porque hay instantes en que alberga dudas y en que desconfía de sí misma, aunque luego se sobrepone y es de nuevo impulsada por aquel sentimiento tan intenso a que da cobijo su corazón. Se ve entonces inducida a perdonar, a no tener en cuenta el mal tan gravísimo que se había perpetrado.
Amelia habla de forma atropellada, como si no supiera muy bien expresar lo que siente. Angustias quiere intervenir, pero comprende que se está desahogando y que lleva quizá mucho tiempo deseando que se produzca este momento. Sí, es un amor que incluso le hace sufrir, pues a veces le da por pensar que languidece y que ya no va a volver nunca más a experimentarlo. Y ella está dispuesta a olvidar en nombre de su marido, porque tiene la certeza de que es eso precisamente lo que él desearía, lo que a lo mejor continúa deseando cuando quizá ella intuye o sospecha que merodea por su lado.
Aprovechando una pausa, Angustias dice por fin que sí, que ella la entiende y que no debe dudar en confiarle todo lo que le ocurra siempre que quiera. Amelia apenas la mira, o la mira casi sin fijarse, atenta sólo a lo que en su cabeza todavía gravita. Finalmente le revela la causa de su decadencia: le dice que se nota muy cansada y que lleva ya algunas semanas en que apenas tiene apetito. Su respiración se agita, como si esa revelación le hiciera sentirse mal. Está muy demacrada, vuelve a advertir Angustias, aunque se reserva su opinión por no agravar aún más su estado.
Las dos se quedan observando las primeras estrellas que ya parpadean en el cielo, como si quisieran confesarles a ellas también sus secretos.
Poco después Amelia se marcha, no sin antes despedirse de su prima con cierta complicidad. Angustias concluye entonces que lo que le está pasando no es sino la consecuencia de todo lo que ha padecido y que posiblemente ya no tenga otro derrotero su vida. Desde que mataron a Miguel, la ha visto morir poco a poco, desgarrada por la misma obligación que se había impuesto desde el principio de amar también a sus enemigos. Considera que ha sido una víctima más de aquel ominoso crimen, pues ha debido de soportar una larga agonía desde entonces, una horrible lucha que la ido consumiendo y dejando casi también al borde de una muerte prematura, asomada a un abismo en el que vuelve a representársele la escena en que vio cómo caía fulminado su marido, igual que si asistiese a una perenne pesadilla escapada de algún cruel y mortífero sueño.
Sin embargo, ella, Amelia, es una mujer muy buena, y no ha permitido que en ningún instante el odio o el deseo de revancha cegaran su conciencia. Ella es así, incapaz de albergar otros sentimientos que los que le inspira su acendrada fe cristiana, de la cual jamás osaría apartarse.
Para Angustias, no sólo es una víctima, sino una santa, una santa mártir que se sobrepone a los atropellos y barbaridades que han cometido otros, animada únicamente por su esperanza de que algún día su dolor se acabe y pueda al fin entrar en el reino de los justos.








3


En octubre, los días presentaban un singular encanto, con la miel del otoño derretida en el azul de las distancias, con un color de uvas sazonadas que luego se teñía de rojo o de malva en el crepúsculo. Elvira aparecía entonces plácidamente recostada al pie de las colinas sobre las que toma asiento, frente a un horizonte de peñas y de cerros de plomo. La vega era desde allí un mar de bronce, manchado de verdes y de marrones; la sierra, una inmensa ola de piedra y de nieve, suspendida sobre la playa de edificios y de pequeños promontorios que debajo se hallan.
En el pueblo, todo había adquirido un ritmo diferente, marcado por las nuevas ocupaciones que en este tiempo iban apareciendo. Los niños habían vuelto a ir al colegio y a su regreso llenaban las calles con sus voces diáfanas, con su enjambre de gritos agudos y contumaces. Las gentes, a su vez, habían tomado otras costumbres, condicionadas también por la brevedad de los días y por los horarios que regían entonces los comercios y los bares de Elvira. Un ritmo que se hacía más intenso en un momento determinado de la tarde y que después decrecía a medida que caía la noche, cuando las sombras tornaban a envolver el pueblo en un halo sutil de leyenda.
Quedaban ya cada vez más lejos las jornadas festivas de septiembre, las últimas manifestaciones del verano, vividas todavía con el natural desembarazo que propicia tal estación. Dentro de poco empezarían las clases en el instituto. Era para mí aquello un motivo de creciente ansiedad, pues significaba ingresar en un prestigioso centro, para el cual aún no me consideraba quizá muy preparado.
Estaba situado el instituto en las afueras de Elvira, en una zona que había comenzado últimamente a visitar con cierta frecuencia con mis amigos. El exterior del edificio me era, pues, entonces muy conocido, pues nos había dado además por saltar la valla que lo circundaba y por jugar a nuestras anchas en el campo de fútbol que quedaba dentro de su recinto.
Se divisaba desde allí también una hermosa panorámica de la vega, con sus cuadros de labor divididos por el tosco marco de linderos y matorrales que crecían en los bordes de las acequias.
Del grupo de amigos que entonces nos juntábamos, sólo Gustavo y yo íbamos a continuar nuestros estudios en el instituto, ya que los demás habían decidido seguir derroteros bien distintos. Era tal la novedad que representaba este hecho que me figuraba, efectivamente, que me había de encontrar allí un mundo que sólo para los mayores estuviese reservado, pues siempre los veía a éstos muy superiores a mí en experiencia y en conocimientos que hubieran acumulado, a pesar de que no me separaban de la mayoría de ellos más que unos cuantos años.
En aquel tiempo, el instituto estaba compuesto de dos partes alargadas de una sola planta que convergían en un espacioso vestíbulo, si bien una de las cuales tenía adosada una construcción más reciente que albergaba los laboratorios, el salón de actos y la biblioteca.
El día de nuestro ingreso nos fuimos congregando a la puerta principal todos los alumnos que íbamos a iniciar el primer curso, muchos de ellos procedentes de otros pueblos más o menos cercanos. Como era natural, yo apenas me aparté de Gustavo, que era a quien más conocía. Los miraba a los demás con cierta prevención, tratando de analizar sus gestos y de penetrar así en sus pensamientos. Por una suerte de solidaridad o de identificación repentina de intereses, no me parecían muy diferentes de mí, como si hubiera comprendido que no me quedaría más remedio que congeniar con ellos. En las chicas, en cambio, apenas reparaba, acostumbrado como estaba entonces a prescindir de ellas. Aquella timidez que ya había empezado a despuntar en mi carácter se acentuaba ahora con tales encuentros, ocasionándome a veces una profunda herida que no podía restañarse de ninguna manera.
No bien se hubo abierto la puerta, uno de los profesores fue nombrando uno a uno a todos los alumnos que componían los distintos grupos. Como era de esperar, a mí me tocó uno de los últimos, de acuerdo con el orden de clasificación que se había seguido. Gustavo, por el contrario, había sido encuadrado en el primero, por lo que nos vimos así obligados a principiar a solas nuestra inquietante andadura por el instituto.
Después aquel mismo profesor nos indicó el aula a la que debíamos dirigirnos, no sin antes habernos dictado unas sucintas normas de comportamiento.
Mi aula se hallaba en el pasillo de la derecha, conforme se entraba en el vestíbulo. Era más ancha que larga, con tres filas de pupitres y un amplio ventanal que daba a la zona del patio. Disponía también de una tarima, sobre la que estaban colocadas la mesa del profesor y la pizarra.
La jornada aquella, al fin, se redujo a una breve presentación del curso y de las asignaturas y libros que se habían de estudiar en él, por lo que apenas tuve tiempo de recibir otras impresiones.
Lo más importante, sin duda, vendría después, a partir de que dieran comienzo oficialmente las clases. Yo me había sentado al principio en uno de los últimos pupitres, al lado de un vecino de Elvira con el que casi no había tenido contacto hasta entonces; sin embargo, más tarde nos distribuyeron a todos por orden alfabético, y a mí me correspondió uno de los asientos delanteros, junto a un compañero que debía de ser de otro pueblo y que se mostraba en todo momento muy risueño.
Hay circunstancias o instantes que resultan cruciales en la vida, quizá porque determinan o condicionan el destino que les aguarda a las personas, aun cuando éstas no sean plenamente conscientes de ello, como en muchos casos ocurre. Yo sabía, ciertamente, que me hallaba entonces ante uno de esos instantes o circunstancias decisivas que me iban a orientar o a guiar en mi camino, todavía un tanto vacilante al no tener muy claro hacia dónde me conduciría.
Lo entendí desde el momento en que me encontré allí con profesores que me podían abrir las puertas de un mundo para mí desconocido, o sólo intuido a través de vagas sospechas o de tibios descubrimientos, el mundo del saber y de los libros, en el que ellos a buen seguro me introducirían con su vasto bagaje de erudición y de conocimientos.
Uno de los que más me impresionó desde el inicio fue don Hilario, el cual ejercía además entonces como director del centro. Impartía clases de Historia, materia para la que estaba especialmente preparado, como así avalaban sus numerosas publicaciones sobre ella. Era don Hilario un hombre de aspecto muy serio, vestido siempre con impecable elegancia, lo cual acentuaba en él aún más la autoridad que su figura nos inspiraba. Tenía el pelo negro y un poco rizado, peinado con mucho esmero hacia atrás. Sus ojos eran claros y estaban dotados de una mirada enérgica e inquisitiva, al menos para quienes nos sentíamos abarcados por ella. Más grueso que delgado, conservaba cierto aire de jovialidad y bizarría en todos los movimientos y acciones que realizase. Sin embargo, lo que más me impactaba de él, o tal vez lo que más honda huella ha dejado en mi memoria, era su voz, grave, doctoral, emitida a veces con engolamiento y ampulosidad en el curso de sus lecciones, como cabía esperar de su copiosa y rica formación.
Quizá sea esto en definitiva lo que más se recuerda de un profesor, por encima de otros detalles o actitudes que pueden observarse en su persona, la voz con la que imparte sus clases y corrige o amonesta a sus alumnos, el timbre o el acento con los que suena y repercute en los oídos mientras dura su docencia, voz que sin duda es reflejo también del ánimo o del talante con los que él se entrega al ejercicio de su profesión, ya que un ritmo monótono o avivado son claros indicios de la disposición que asiste al docente.
Era, por lo demás, don Hilario muy meticuloso y ordenado en la organización y el desempeño de su trabajo, como si fuera aquélla la única manera de afrontar con rigor cualquier empresa científica. Sus clases seguían por eso unas pautas consabidas, a las que muy pronto tuvimos que acostumbrarnos los alumnos: después de repasar la tarea que nos hubiera encomendado el día anterior, se ponía a explicar la lección que nos habríamos de aprender para el siguiente, de modo que nunca nos concedía ningún descanso, empeñado como estaba en cumplir todos los objetivos que se hubiese propuesto. Era, pues, tenaz y constante en sus ideas y en su métodos de enseñar la asignatura, lo cual se transmitía también a nosotros en la forma en que al final la estudiábamos.
A pesar de lo exigente y severo que era, consiguió que amáramos la historia y que valoráramos realmente la importancia que tenía en nuestras vidas, ya que nada en ellas podía ser entendido sin un enfoque retrospectivo, sin haber tenido en cuenta los hechos o los factores de diverso signo que las habían precedido.
Nos veíamos tan agobiados que en muchos momentos dudábamos de que pudiéramos aprobar finalmente su materia. Yo me acuerdo de que me levantaba a las siete todas las mañanas para volver a repasar el tema que hubiéramos de llevar estudiado ese día. Teníamos entonces en la casa un perro por esos caprichos infantiles a los que muchas veces acceden los padres; por las noches lo dejábamos encerrado en la caseta que había en la parte trasera del corral, y lo primero que yo hacía, antes de emprender mi tarea, era abrirle la puerta para que me acompañara en aquella hora temprana. El perro, que era grande, saltaba y corría con incontenible alborozo a mi alrededor mientras yo daba repetidos paseos por el corral con el libro en la mano. Armado de estoico espíritu de sacrificio, no era raro que en tales instantes tuviera que arrostrar a veces el frío del invierno o que me desentendiera con impávido desplante de la amenaza de una lluvia inminente.
Como cada día preguntaba a tres o cuatro alumnos, lo normal era que a uno no le tocase hasta después de una o dos semanas, a pesar de lo cual nunca nos confiábamos, quizá por el enorme respeto que le teníamos a don Hilario.
Sin embargo, una vez dio la casualidad de que muchos no habían estudiado, por lo que todos temimos que él se enojara bastante por aquello. Recuerdo que fue repasando como si tal cosa la lista, sin que ninguno se aprestase a salir. La situación era para nosotros muy tensa, pues no sabíamos en qué podría terminar. Al final nos tomó la lección a los pocos que habíamos sido más aplicados, sin que en ningún momento se mostrase en su semblante gesto alguno de contrariedad. Impasible, continuó don Hilario desempeñando su labor como si nada hubiera ocurrido, indiferente a aquella falta que a nosotros se nos antojaba imperdonable.

Otro profesor que llamaba la atención era don Ignacio, aunque en él lo que más destacaba era su particular manera de entender la docencia. Era bajito, de talle menudo, con la cabeza algo desproporcionada en relación con el cuerpo. Usaba gafas oscuras que le conferían un singular sello de intelectualidad trasnochada o tal vez de bohemia desertora e inconformista. Impartía la asignatura de Ciencias Naturales, cuya parte de Cristalografía nos resultó especialmente complicada desde el principio; de hecho, tuvimos que repetir un examen después de un fracaso colectivo, si bien a don Ignacio apenas parecía importarle aquello, ya que a partir de la tercera o cuarta semana de curso le dio por trabar amistad con nosotros y por hablar de los temas o de los asuntos que más pudieran preocuparnos, como eran en aquellos tiempos los que deparaba el propio devenir de la política, muy agitada entonces con el resurgimiento de los partidos y con el precipitado advenimiento de la democracia.
Él fue también quien nos desmitificó alguna que otra leyenda que circulaba por el pueblo en torno al pasado de Elvira y que yo más de una vez había oído en mi infancia revestidas de estremecedor misterio, como aquella que aseguraba que había un volcán dormido en la sierra que había sido el causante en una época muy remota del enterramiento y de la desaparición de la vieja ciudad de Ilíberis, cuyo asentamiento debía de haber estado por tanto no muy lejos del lugar que actualmente ocupaba Elvira. Con argumentos bien sencillos, don Ignacio desmintió tal creencia y, a pesar de que concedía que podía haber corrientes de aguas subterráneas en la sierra y profundas simas, se oponía con rotunda seguridad a que hubiese existido allí un volcán y a que fuese éste el que originase tamaño cataclismo.
Otro profesor algo peculiar era don Juan, con su corte de catedrático antiguo, hombre enjuto y de personalidad un tanto discreta, quizá porque fuera tímido e hiciera ímprobos esfuerzos por superarse y por instruir a sus alumnos con la autoridad y la solvencia que a él debían de asignársele.
Tal empeño no pasaba desapercibido en sus clases, pues sus explicaciones solían ser muy detalladas y prolijas, acompañadas de gestos y movimientos muy expresivos.
Como era especialista en Latín, tenía un especial cuidado en revelarnos la raíz o el origen de cada palabra, suscitando en nosotros un incipiente interés por la etimología y por la evolución de la lengua.
Don Andrés, en cambio, era distinto. Al contrario de los anteriores, se mostraba él como un auténtico científico, alejado de la realidad y de las verdaderas aptitudes que podían tener sus pupilos. Enseñaba matemáticas, o más bien elucubraba sobre ellas y nos dejaba bastante confundidos. Era joven, rubio, con espeso bigote, con lentes de gran aumento, la mirada perdida en ignotas abstracciones.
Nos costó mucho adaptarnos a él y la verdad es que no lo habríamos conseguido si no hubiera mediado e intercedido a nuestro favor don Hilario, siempre atento a todo lo que sucedía en su centro.
Poco a poco logré incorporarme a aquel ambiente, a pesar de que con las chicas continué manteniendo una prudente distancia. Con el compañero de al lado me llevé muy bien, sobre todo en los momentos en que me hallaba más apurado. Sin embargo, con quienes mejor congenié fue con dos muchachos de Pinos Puente, que se sentaban al final de la clase. Uno de ellos se llamaba Matías. Era rollizo y de aspecto muy saludable, cejijunto, con la cara redonda, sombreada ya por el bozo de una barba precursora. Quizá su cualidad más llamativa fuera su sencillez, la forma tan natural y sincera que tenía de dirigirse a sus amigos, no exenta a veces de cierta gracia o de ingenioso humorismo, al que acababa siendo muy propenso. Con él llegué a intimar bastante, quizá porque en el fondo éramos muy parecidos o porque compartíamos tal vez el mismo afán por aprender y por tratar de mejorar nuestro rendimiento.
El otro era Ventura, al cual nombrábamos así, por su apellido. Era delgado, dotado de una gran rapidez para ejecutar todo lo que se propusiera. Le unía una gran amistad con Matías, por lo que inevitablemente también hubo de mantener buenas relaciones conmigo.
Tuvimos que superar numerosas pruebas y exámenes durante aquel primer curso en el instituto y, aun así, nunca estábamos seguros de que al final pudiéramos escapar airosos de ellos. Temíamos que nuestro esfuerzo no fuera suficiente y que termináramos por abandonar los estudios.
Las clases concluían a las siete de la tarde. Cansados de una jornada tan larga y agotadora, emprendíamos el camino de regreso a nuestras casas. Muchos tenían, además, que tomar el autobús que les llevara a sus respectivos pueblos, por lo que se les hacía aún más fatigosa la vuelta. A lo largo de aquel otoño, asistimos al lento declinar de los días, primero en forma de una amplia llamarada de oro que divisábamos en los confines de la vega, después a modo de brasas que ardiesen y crepitasen en una difusa lejanía que se cubría de malva y de morado, hasta que al final quedaba un vago rescoldo del ocaso en medio de la densa oscuridad con que ya avanzaba la noche.
No teníamos, por tanto, mucho tiempo para descansar: después de una frugal merienda, nos poníamos a preparar de inmediato las lecciones o las tareas que nos hubiesen mandado para la siguiente jornada, sin que tampoco el breve paréntesis que para nosotros representaba la cena supusiera ningún descanso, pues apenas podíamos abstraernos del todo de lo que aún nos quedaba pendiente.

En el pueblo, entretanto, nada se había apartado de su curso habitual, si no fue la llegada del nuevo párroco, que vino a implantar un estilo muy singular de ejercer el sacerdocio y que por ello no pudo por menos de causar un notable efecto en la gente, incluso en la que se mantenía alejada de la Iglesia en aquella época, tan propensa como era a que primasen prejuicios de tipo social o político que determinaban en gran medida el comportamiento de muchas personas.
No, aquel párroco no podía pasar inadvertido: quizá era el más adecuado para remover las conciencias en medio de aquellos condicionantes que se daban entonces en Elvira.
Don Daniel, que así se llamaba, era sin duda un ser especial, provisto de una extraordinaria fuerza que contagiaba en seguida a todo el que a él se acercase. Vestía siempre de gris, con un alzacuello que nunca se quitaba y que era signo inequívoco de su dignidad eclesiástica. Era alto, delgado, con la cara enjuta, las mejillas casi descarnadas por el rigor de sus privaciones, los ojos pequeños y perspicaces, con la mirada invadida de un cálido afecto.
Recuerdo perfectamente la primera vez que celebró misa en Elvira. Nadie, por supuesto, entonces lo conocía. La expectación se transformó pronto en sorpresa cuando se oyó su voz. Tenía una modulación extraña, casi afectada, como si hubiese sido forjada después de arduos e intensos ejercicios, a pesar de que había en ella una emoción contenida, un fervor auténtico que se filtraba a través de las palabras y que se expresaba a veces en dúctiles inflexiones.
Con el paso del tiempo todos los fieles comprendimos que aquella voz humilde y de dengosa apariencia correspondía a un alma por completo virtuosa, troquelada al calor del amor que en ella debía de arder con harta frecuencia.
Tenía, en efecto, tal seguridad en lo que en su interior ideaba, ya que no vacilaba después nunca en lo que había de llevar a cabo. Abolió así algunos privilegios que todavía existían en Elvira, relativos a posiciones de cierta relevancia y ostentación en actos y ceremonias religiosas. Su preferente dedicación a los pobres y enfermos denotaba asimismo una acendrada voluntad de servicio, fruto de sus fervientes y prolijas oraciones.
Y mientras don Daniel ejercía de manera tan particular su ministerio, en el pueblo la gente se desquitaba de sus afanes diarios con aficiones o entretenimientos que fueran de su mayor agrado, como podía ser en aquellos años una vez más el fútbol, que se hallaba precisamente en una etapa de máximo interés. El equipo local, recién ascendido de categoría, había concitado la atención de la mayoría de los vecinos de Elvira, deseosos de verlo ganar frente a conjuntos de reconocida solera.
Con tal aliciente, eran muchos los aficionados que acudían los domingos por la mañana al estadio municipal, ubicado en aquel tiempo en una de las barriadas más pobres de la vecindad.
Uno de los artífices de este éxito había sido el entrenador, el cual había logrado conformar un equipo bastante competitivo merced a su sapiencia y a sus grandes dotes organizativas. Era un hombre que sentía una desorbitada pasión por el fútbol, hasta el punto de que casi se olvidaba de que existían otras cosas en la vida. O quizá fuese al revés, que entendía el fútbol como una manifestación más de la vida, en la cual ésta se reflejase al modo en que se plasmaba en los sucesos cotidianos.
Aunque no era de Elvira, todo el mundo nombraba a Damián como si lo fuera, pues se había hecho acreedor con creces a tal tratamiento por la forma en que se había identificado con el pueblo, representado en este caso por los jugadores que él coordinaba y dirigía.
Más grueso que flaco, con la piel de la cara muy blanca, casi transparente, lo que más caracterizaba a Damián era su flequillo, largo, caído sobre su arrugada frente, separado del resto de su pelo a pesar de los intentos que hacía a veces por devolverlo a su natural estado. Casi nunca llevaba atuendo deportivo; solía vestir con pantalón vaquero y jersey de lana de cuello alto en invierno, con chaqueta de punto y camisa de hilo en los meses en que mejoraba el tiempo.
Vivía con tal intensidad los partidos, que apenas descansaba un momento en el banquillo: casi siempre estaba de pie, moviéndose de una lado para otro, gesticulando sin cesar con las manos y dando improvisadas órdenes a sus jugadores, que parecía que nunca hicieran lo que él les hubiera encomendado. Se le notaba más tranquilo, aunque resulte paradójico, cuando el equipo iba perdiendo, como si entonces declinase toda responsabilidad, presente sólo en los momentos en que el marcador era favorable. Pero no sólo Damián llevaba cumplida nota de lo que ocurría en el terreno de juego, sino que también estaba pendiente de los espectadores, con frecuencia demasiado exaltados y violentos a la hora de expresar sus preferencias o sus enfados. Y así, un día en el que el encuentro no discurría como ellos hubieran deseado, en medio de los insultos e imprecaciones que se escuchaban, se oyó una voz más alta que las demás, una voz que trataba de reclamar algo aunque no se entendía muy bien lo que decía. Era la voz de Damián, dirigida esta vez a alguien del público, que tampoco estaba actuando como él creía razonable. Lo vimos correr por la banda y dar la vuelta por detrás del banderín del córner hasta que se presentó donde se hallaba el aludido sujeto; era tal la precipitación con que acudía a su encuentro, que casi acabó atrapado en la red de la portería, conminándolo con no disimulado enojo a que no siguiera arrojando objetos al árbitro, pues podía suceder que con su comportamiento le cayera una grave sanción al club.
El fútbol era para él un juego en el que ante todo había que respetar unas reglas, de las cuales quizá la más importante era la aceptación de la derrota.

Los resultados de la primera evaluación fueron mucho mejores de lo que yo esperaba. Sin duda, todo esfuerzo había de dar su fruto, aun cuando todavía nada era definitivo.
La mañana que nos entregaron las notas había caído una copiosa nevada en toda la comarca, cosa muy poco habitual entonces, por lo que acometimos la jornada de una manera distinta, ansiosos por correr y jugar con la nieve, en especial los que habíamos visto recompensadas nuestras horas de intenso sacrificio.
La Navidad se presentó, pues, para mí de una forma que jamás hubiera imaginado, tal como la concebía y deseaba ardientemente en mis sueños de niño. Ocupé la mayor parte del tiempo en la lectura de algunos libros y en la redacción de mis primeros escritos, todavía torpes y carentes de una expresión más fluida y precisa.
Sin embargo, aquellas vacaciones me habían de deparar también una sorpresa para la que quizá yo no estaba aún preparado, ya que hasta entonces había permanecido alejado de todo lo que no tuviera que ver con los estudios o con los asuntos que con ellos estuvieran relacionados. El amor, por ejemplo, era algo que a otros más intrépidos o más impulsivos que yo sucedía, algo que por consiguiente quedaba lejos de mis intereses y que casi juzgaba como impropio de las aspiraciones que entonces tenía.
Mi corta experiencia me impedía entender, por tanto, que el amor podía alcanzarme y herirme cuando más desprevenido me hallase, como así hubo de ocurrir de forma casual ahora. Bastó, efectivamente, que saliera a la calle en un par de ocasiones para que aquel sentimiento penetrase al final en mí, encarnado en este caso en la figura de una muchacha que estaba a la sazón pasando una temporada en Elvira en casa de sus abuelos. Quizá me atraía el hecho de que no fuera de allí, como si su condición de foránea se constituyese ya en suficiente motivo para que reclamara mi atención, poco propensa a reparar en personas de mi entorno. Es posible que me mirara alguna vez y que yo me sintiese de pronto cautivado por ella, intrigado por lo que pudiese haber encontrado de atractivo en mí. Lo cierto es que me vi arrebatado por una fuerza nueva que conmovía mis entrañas y que dejaba en ellas una especie de estremecimiento múltiple, parecido al que se experimenta cuando sacude el pecho el pertinaz aleteo de una profunda añoranza.
Tenía ella un aire ausente y al mismo tiempo romántico, como si a su vez la consumase una secreta nostalgia. Sus ojos vagaban por el espacio sin ningún objeto claro, desentendidos de todo lo que pudieran estar mirando. Quizá era esta aura de misterio y abandono la cualidad que a mí más me seducía cuando me cruzaba con ella por la calle o la veía pasar camino de alguna parte. Su pelo suelto flotaba en torno al óvalo de su cara, moviéndose ligeramente al ritmo de sus pasos, siempre cadenciosos y regulares, guiados por una vaga determinación, por un impreciso propósito de llegar a algún sitio.
Después todo transcurrió muy rápido, como si no hubiese sido más que un sueño en el que yo hubiera acabado de escapar de mi infancia. Ingresé más tarde en un mundo gris y enrarecido, contra el cual tampoco había estado antes demasiado prevenido: como una figura esfumada de aquel sueño, ella se marchó de Elvira cuando terminaron las vacaciones, y yo caí en un proceso de zozobra continua, perdida la única razón que en el pasado me había asistido.
Se abrió así un periodo de ausencia que me resultó muy amargo: experimenté un vacío enorme que no conseguía rellenar de ningún modo; cada vez que me ponía a recordar, quería aferrarme con desesperación a las imágenes que cruzaban por mi mente, consciente de que era un esfuerzo inútil y de que otra vez habría de darme de bruces contra la dura realidad, en la que yo me había convertido en un ser insomne, expulsado del paraíso en el que antes había creído estar inmerso.
Mi alma no encontraba descanso sino con la recreación de aquella figura, que ahora se me antojaba más bella e improbable de lo que era y que se me desdibujaba cada vez que intentaba reproducirla o fijarla en la memoria.
Era una herida que constantemente fluía y que me ocasionaba a veces un dolor tan hondo que apenas lo sentía. Me acostumbré al cabo a convivir con aquella dulce congoja, si por tal hay que tenerla, y continué estudiando con la misma intensidad y frecuencia de antes, incapaz de desentenderme de las que habían sido hasta entonces mis principales ocupaciones.
Por febrero, si no recuerdo mal, tuvimos en el instituto más tiempo libre debido a una huelga de la enseñanza que secundaron bastantes profesores, tiempo que yo aproveché para acudir con más asiduidad a la biblioteca, un espacio del centro que antes había visitado poco porque no había contado con demasiadas oportunidades para hacerlo.
Estaba situada la biblioteca en la segunda planta de un edificio colindante, como ya he consignado. Era una sala muy amplia y muy bien iluminada, con muchas estanterías atestadas de libros y grandes mesas destinadas a que las ocupasen los alumnos.
Aquel vacío que sentía se fue llenando así de caminos blancos y alamedas de oro, de ínsulas extrañas y valles nemorosos, de puertos solitarios en la oscuridad de la noche sobre un fondo de casuchas y de tabernas marineras, de cornisas andinas y selvas amazónicas, de paisajes agrestes que aparecían bañados en la plácida luz del otoño, de lluvias torrenciales y estepas nevadas en las que refulgían rojos resplandores de cruentas batallas, de niños desmedrados y amos ceñudos y egoístas, de hombres de origen incierto y mujeres que huyen y se desvanecen en un rayo de luna...
Los días se asemejaban unos a otros, igualados por la rutina con que eran vividos, por la repetición de los mimos actos y de las mismas costumbres, a veces alterados por algún imprevisto o por alguna circunstancia nueva. La vida, por similar efecto, iba cayendo también en un proceso muy parecido, a pesar de que surgían en mí preocupaciones o inquietudes que anticipaban una seriedad prematura, mezcladas con resabios o inclinaciones que procedían indudablemente de la infancia.
Entre otras cosas, aprendí a valorar entonces mis propias condiciones, después de que hubiese acabado de tomar cabal conciencia de cuáles eran. Quizá esta introspección me hizo aún más reservado, pues también comprendí que no coincidía en gustos y aficiones con lo que la mayoría de mis compañeros prefería. Me volví así más taciturno y suspicaz, pues no estaba muy seguro de que pudiera ser muy aceptado por los demás.
Esto, no obstante, no impedía que de vez en cuando conversara sin ningún problema con la gente o que dialogara con cualquier persona que a mí se acercase, como de hecho me ocurrió en cierta ocasión con un hombre mayor que se puso a hablar conmigo en la plaza de la iglesia. Se llamaba éste Joaquín, como en seguida se apresuró a aclararme. Yo lo había visto antes varias veces por el pueblo, pero no sabía de quién se trataba. Lo tenía por un vecino más, un anciano octogenario, con el pelo completamente blanco, la piel muy arrugada, los ojos azules, casi ya escondidos entre las arrugas que los rodeaban. Al andar cojeaba un poco, aquejado de alguna artrosis propia de la edad. Retirado del trabajo, se dedicaba como muchos jubilados a pasear por las calles o a sentarse a charlar un rato en los bancos de las plazoletas.
Hablaba muy despacio, como si tuviera también alguna dificultad en articular o en coordinar las palabras. Al ver el modo en que se dirigía a mí, no tardé en comprender que debía de saber muy bien quién era y a qué familia había de adscribirme, como así comprobé al instante cuando pasó a referirme que él había conocido a mi abuelo Enrique y que había estado trabajando muchos años a su servicio. Como no lo esperaba, aquel testimonio fue para mí bastante revelador, ya que yo me había formado una idea un tanto imprecisa de aquel antepasado mío merced a las fragmentarias noticias que sobre su vida había escuchado en la familia. Joaquín, en cambio, lo evocaba como si todavía lo estuviera viendo o como si aún no se le hubiese borrado la imagen que de él tenía grabada en su mente. Entre otras cosas, me contó que mi abuelo había sido un hombre muy bueno y que él lo había querido mucho.
Parecía vivamente interesado en hablar conmigo de aquello, tal vez porque se sentía de veras afectado por el hecho de que yo fuera su nieto, o a lo mejor porque había encontrado por fin a la persona más adecuada para poder confiar tales emociones. Por un momento pensé que recordaba más bien a algún hermano con el que en otro tiempo se hubiera sentido muy unido, quizá en una etapa de su pasado a la que ahora al término de sus días tuviese un especial empeño en volver. A veces su voz se entrecortaba, atascada por el aluvión de recuerdos que en su cabeza se agolpasen. Yo entonces asentía, procurando que él se percatara de que no perdía hilo de su relato.
Por todo lo que refirió, deduje que Joaquín posiblemente no reuniría menos bondad que mi abuelo Enrique, pues empezaba a colegir también que cualquier hombre que ensalzara a otro había de ser asimismo digno del mayor encomio.

Por abril, las clases en el instituto no ofrecían ya otra novedad que la que podía representar entonces la proximidad de los últimos exámenes del curso. A aquellas alturas, casi todos estábamos cansados, aun cuando un postrer deseo de terminar de la forma más decorosa todavía nos sostenía y animaba a seguir estudiando.
La primavera, apenas perceptible antes en pequeños brotes y signos de diversa naturaleza, se desbordaba ya por los campos y por los ribazos y linderos de las hazas. Como un dilatado oleaje que nunca cediese en su empuje y que creciera a medida que avanzara por la playa, así se iba extendiendo su manto de verdura y de salvaje belleza por el paisaje, en tanto que se amontonaban sobre él pañuelos y refajos de improvisada hechura.
Enclavado en el borde mismo de la vega, el instituto aparecía también rodeado de un magnífico panorama, del cual a veces disfrutábamos en los recreos y en las horas en que por alguna causa no teníamos clase. En los días más claros, cobraba todo un mayor encanto, envuelto en la pureza azul del aire sobre un cerco opalino de collados y montañas.
Tal ambiente hubo de influir en nuestro ánimo, disponiéndolo para resarcirse de los trabajos y afanes en que por entonces tenía que estar ocupado. Para la mayoría supuso un buen motivo para salir y distraerse con entretenimientos que fuesen de su agrado, en detrimento de lo que debían ser en esta época sus tareas prioritarias.
Matías y yo éramos de los pocos que no nos descuidábamos, sin duda porque nos movía el temor de que pudiéramos caer en una falta irrefutable o en un error que desencadenara nuestro fracaso. Quizá fuera esto lo que nos salvaba y nos hacía progresar de manera muy notable en los estudios.
El final del curso, como decía, estaba muy próximo y en muchas asignaturas debíamos redoblar nuestros esfuerzos, especialmente en la de don Hilario, siempre exigente hasta el último momento.
La política, por otro lado, había entrado en una fase decisiva, pues se preparaban ya las primeras elecciones generales y se percibían por ello por todos lados las repercusiones que a la fuerza había de tener un acontecimiento tan importante. La democracia, por tanto, estaba a punto de consolidarse o de tomar al menos un impulso definitivo, refrendada de este modo por lo que la mayoría del pueblo determinara.
En las clases, como era natural, se comentaba con verdadero ardor e inquietud este hecho, sobre todo en las de don Ignacio, que no perdía oportunidad de hablar con nosotros sobre lo que estuviera sucediendo. De ideas bastante avanzadas, no tenía reparo en transmitírnoslas, quizá a sabiendas de que nos hallábamos en una edad en la que no se encontraban aún muy definidas las nuestras.
Don Hilario, por el contrario, era más centrado y ecuánime en sus juicios y valoraciones, casi siempre emitidos con rigor histórico, como cabía esperar de alguien que se dedicaba a analizar y estudiar los sucesos del pasado de manera exhaustiva. Nada, pues, improvisaba en su visión del presente, sino que todo lo cotejaba con lo que hubiese acaecido antes o con lo que él considerara que debía ser más razonable. Sostenía, por ejemplo, que era muy meritorio el cambio que se estaba llevando a cabo en el país, aun cuando a otros les pareciera demasiado lento o no creyeran en las intenciones de quienes se habían encargado de propiciarlo. Debido a las circunstancias que se habían dado en España durante más de treinta años, para él no había duda de que aquello tenía que ser valorado en su justa medida.
Todavía, sin embargo, se escuchaban opiniones poco afortunadas sobre lo que se estaba viviendo, inspiradas por el rencor o por el deseo de revancha que aún anidaban como aves de rapiña en muchos corazones. Aunque dolido por estas reacciones, yo comenzaba a intuir que las cosas ya habían variado bastante y que nada podría impedir en el futuro que continuaran evolucionando, tal como don Hilario de una forma tan discreta no había cesado de anunciarnos.
En junio, coincidiendo con la celebración de aquellas trascendentales elecciones, tuvieron por fin lugar los últimos exámenes, de los que yo por suerte salí muy bien parado, igual que Matías y que otros compañeros que no habían dejado de porfiar tampoco en sus deberes de estudiantes.

Terminado el curso, se abría para mí un largo periodo de vacaciones que, naturalmente, podía aprovechar a mi antojo. Quizá lo primero que había pensado hacer era leer algún libro que hubiese suscitado mi curiosidad y que hubiera tenido que dejar para entonces ante la obligación de atender asuntos de inexcusable cumplimiento.
Después de varios meses de resignada y fructífera ausencia, no lograba tampoco apartar de mi mente la posibilidad de que me volviese a encontrar en el verano con aquella muchacha de la que yo creía haberme enamorado antes. Esta perspectiva hizo que aumentara en mí la incertidumbre, causada por la inseguridad con que aguardaba el hecho de que ella se presentase en mi vida de nuevo y no supiera actuar como en consecuencia debía corresponderme. De pronto se me figuraba el amor como una realidad que no estaba aún a mi alcance, tal vez porque no había madurado suficientemente para merecerlo; y lo mismo que me había sucedido antes en la infancia, procuraba transformarlo en un sueño en el que yo no fuera responsable de nada y en el que después de varias tentativas conseguía que terminara como siempre había deseado que lo hiciera. Ella aparecía en él con los rasgos con que yo todavía la recordaba, el pelo suelto en torno al óvalo de su cara, la mirada lánguida, perdida en un punto distante, hacia el cual encaminara con vaga indecisión sus pasos...
Quizá no fuese ya la misma, me decía con cierta preocupación después de que tratara de imaginarla, temeroso de que no se correspondiera con mi sueño o de que aquel encanto se esfumara por efecto de algún matiz o circunstancia con que yo no hubiese contado, como si todo tuviera que encajar a la manera de un puzzle perfecto, en el que una simple variación invalidaría la recomposición final de la imagen que en él habría que ver plasmada.













3ª PARTE




















1



Quizá la infancia concluye cuando uno deja de perseguir ilusiones que no dependen de su voluntad y que, por consiguiente, no pueden materializarse con la facilidad con que antes se realizaban todos los proyectos que se concebían en su interior. La adolescencia empezaría, según esto, a partir de un duro desengaño, producido por el choque inevitable con la realidad, sin la cual ya nada alcanzaría pleno sentido.
Tal fue posiblemente mi caso. Aquel amor primerizo acabó por arrancarme del mundo de fantasía en el que hasta entonces vivía confinado, situándome en otro en el que yo tenía que actuar si no quería verme relegado en la sucesión tumultuosa de acontecimientos que frente a mí estaban pasando.
Fue tal mi desconcierto en medio de aquella vorágine de hechos y de sensaciones nuevas, que no tuve más remedio que adoptar finalmente una posición defensiva, desde la cual yo no era más que un espectador que asiste al teatro en que se representa la vida en que él desearía estar inmerso, con el consiguiente dolor de no poder intervenir para que las cosas se desarrollasen de otro modo.

Ahora que lo pienso, me doy cuenta de que hay detalles o incluso episodios que inevitablemente se me escapan, pues es difícil rememorar con exactitud todo lo que ocurriera o dejara de ocurrir en el pasado.
A pesar de que he procurado seguir un orden cronológico para darle cierta unidad a mi historia, no he podido impedir que haya en ella elipsis involuntarias o sucesos que no fueron recogidos en su momento y que ahora reaparecen invocados por una sensación pasajera o por un liviano matiz que en la realidad se estén produciendo, como de hecho tiene lugar con la mayoría de los recuerdos que acuden de forma caprichosa a la mente.
El pasado es, por tanto, materia ingobernable, incapaz de ser contenida en moldes o en esquemas convencionales. Por mucho que quiera uno atraparla y someterla a su razón, acaba por desasirse y por tomar un curso insospechado, arrastrando a su paso restos de vida que no pueden ser ya recuperados y devueltos a la vitrina en que se ha de convertir al fin la memoria.
Es posible, no obstante, que en otra ocasión me atreva a realizar una nueva incursión en ella con la esperanza de encontrar todos esos fragmentos o trozos desprendidos de aquella materia que en esta primera exploración no he hallado, perdidos entre la maleza que por lo común cubre los tesoros de aquel tiempo en que me gustaría nuevamente adentrarme.

Quizá mi vocación estaba ya definida, como una revelación que en mí se produjera después de haber tomado conciencia de lo que yo era capaz de pensar o de sentir entonces, una tendencia nacida de mis propias inclinaciones a la que naturalmente ya no podría sustraerme a pesar de que aún era demasiado pronto para prever las consecuencias que de tal propensión habrían de derivarse. Era ello el desbordado amor que comenzaba a profesar por el mundo de las letras, descubierto ya a través de mis primeras lecturas y explorado ahora con el insaciable afán de quien nada encuentra infranqueable para extender su dominio. Un dominio el mío que era cada vez más grande y que abarcaba zonas y espacios que al principio me resultaban oscuros y opacos pero que después terminaban incitando mi fantasía, siempre ávida de hallar nuevas rutas por las que pudiera internarse y emprender emocionantes aventuras. Un territorio virgen se me ofrecía a cada paso, poblado por seres irreales que muy pronto habían de cobrar para mí cuerpo y proporciones humanas, con los cuales acababa también familiarizándome a fuerza de tratarlos, como si de veras ellos hubiesen existido ya en otro tiempo y fuese yo ahora el intruso que debía ser agasajado.
De esta experiencia salí, como era previsible, enriquecido, pues viajé por países que no conocía y me trasladé a épocas que estaban muy lejos de mis pretensiones actuales, y aprendí otros modos de vivir y de comportarse frente a las circunstancias que en ellos concurrían, y comprendí entonces la importancia que tenía el lenguaje y la obligación que se me imponía de dominarlo y de emplearlo yo también con la misma fluidez y destreza.
Muchas veces era la poesía la que despertaba mi entusiasmo, con versos de encendida belleza y de musicales acentos que yo leía y declamaba con el fervor de un enamorado. Era la emoción de la palabra lo que a mí me cautivaba, el sentimiento y la pasión que en ella se contenían, la intensidad con que era expresada para que otros la leyeran, para que en otros se suscitase el mismo sentimiento y pasión con que hubiera sido concebida y plasmada a través de los sonidos con que al fin se exponía.
Todo esto hizo que viviera más alejado de lo que a mi alrededor sucedía, con lo cual apenas tenía contacto si no era algo que realmente mereciera la pena. Lo único que de verdad me importaba era que aquella chica de rostro ovalado y ojos ausentes volviese a aparecer por Elvira. Sabía que podía regresar en cualquier momento, quizá cuando menos lo esperase, envuelta en aquel aire de delicada impasibilidad con que en ocasiones me daba por evocarla. Era posible que estuviese entonces allí y que yo no la hubiera visto, pues habían pasado ya varias semanas desde el inicio de las vacaciones. Me había enterado por casualidad de que se llamaba Leocadia y de que solía veranear en Elvira en casa de sus abuelos, que todavía vivían. No conocía otros datos de ella, aunque a poco que lo intentara o que fuera más persistente en mis pesquisas seguramente lograría obtener algunos más.
Siempre que salía a la calle, creía que iba a encontrármela y que no sería capaz de superar el aturdimiento que su mera presencia me causaría, por lo cual se acrecentaba mi inquietud a medida que transcurrían los días sin que yo tuviera por fin noticias de ella.
Sin embargo, tal como había sospechado, una tarde la vi en la plaza de la iglesia en compañía de unas amigas cuando yo más desprevenido me hallaba. Tenía, por cierto, el mismo aspecto de siempre, el pelo quizá un poco más largo o más suelto que la última vez que la viera. Como había ocurrido en ocasiones anteriores, Leocadia no reparó tampoco ahora en mí, posiblemente porque yo no permitía que lo hiciese, temeroso de que no pudiese resistir entonces la mirada con que finalmente ella correspondiese a mi interés. La observaba con disimulo, tratando de fingir que estaba pendiente de otras cosas, de lo que en aquellos momentos me dijesen los amigos o de lo que en mi entorno más cercano acaeciese.
Nunca había sido tan tímido como entonces. Parecía como si el amor hubiese aumentado en mí la inseguridad y la falta de fe en mis posibilidades. Aunque soñaba con que algún día llegaría a vencer aquella especie de cobardía, cada vez me resultaba más difícil que lo consiguiera, impedido por una oculta resistencia que se oponía a cualquier intento mío por aproximarme a ella.

Al final del verano me guardaba, no obstante, una sorpresa para la que quizá no estaba todavía preparado, pero antes he de contar todo lo que hice durante ese tiempo en que viví a la espera de que se produjera el deseado encuentro con Leocadia.
Con frecuencia había de interrumpir mis lecturas para pensar en ella, acuciado por la imperiosa necesidad que tenía de incorporarla como fuese a mi vida. Imaginaba diversas situaciones en las que yo me mostraba siempre decidido y entablaba largas conversaciones en las que me explayaba hablándole de mis secretos más íntimos y de la enorme afición que sentía entonces por la literatura, lo cual me otorgaba una cierta superioridad con respecto al resto de chicos con los que ella pudiese tratar.
Aquel amor, sin embargo, me resultaba inconfesable, ya que tampoco me atrevía a revelárselo a ninguno de los amigos con los que en aquellos días salía. Eran dos principalmente con los que a menudo me juntaba, casi siempre para dar un paseo de noche por los alrededores de Elvira. Uno de ellos era Gustavo, con quien había vuelto a intimar después de que finalizaran las clases en el instituto, quizá obligado por la circunstancia de que me había visto desarbolado tras la marcha de los compañeros con los que más había congeniado durante el curso. El otro era Agustín, un vecino de aquél que había dado en arrimarse a nosotros y que terminaría profesándonos una gran amistad; al ser un poco mayor, apenas habíamos tenido relación con él hasta entonces, si no es la que se limita al espontáneo intercambio de miradas o de pareceres que origina el mutuo acercamiento entre paisanos. Aunque al principio no me inspiraba mucha simpatía, no tardé demasiado en comprender que reunía Agustín excelentes cualidades y que no debíamos por consiguiente desdeñar su compañía, especialmente a partir de que demostrara que no lo movía otro interés que compartir todo lo que de bueno o de provechoso tenía.
Era alto, con el pelo rubio, la cara llena de pecas, los ojos azules y un poco hundidos en la pequeña depresión en que concluían sus pronunciados pómulos. Hablaba mucho, casi siempre moviendo de forma un tanto compulsiva sus brazos, como si quisiera subrayar con ellos el acento o el énfasis con que solía acompañar sus palabras. Tales gestos se correspondían con un espíritu inquieto y comprometido con lo que decía, ya que casi todo lo formulaba a modo de sentencia o de razonamiento exhaustivo, sonriendo con satisfacción cuando comprobaba que nosotros no estábamos en desacuerdo con sus juicios. Tenía un sentido muy acusado de la justicia, en torno al cual venían a girar todos sus pensamientos, un punto al que retornaban siempre que discurrían sobre algún asunto que a él le preocupase.
Lo más destacado de su personalidad había de ser, sin embargo, la fidelidad con que se entregaba a sus amigos, aun cuando éstos llegaran a distanciarse de él por diferentes motivos. Agustín nunca fallaba ante la necesidad que alguno tuviese, dispuesto en toda ocasión a ofrecer su ayuda cuando alguien lo requería para resolver cualquier problema o para escapar de alguna complicada situación.
Nos gustaba pasear por sitios más bien apartados, quizá porque así hallábamos una mayor independencia y libertad para conversar a nuestras anchas acerca de temas que antes no hubieran estado a nuestro alcance, referidos en gran parte a las relaciones o a los conflictos que en la sociedad o en la política observábamos. Era éste nuestro modo de incorporarnos al mundo que los adultos parecía que nos tuvieran vedado, sobre el cual opinábamos y emitíamos críticas que entonces considerábamos muy acertadas.
Paseábamos de noche, a una hora que quizá a otra edad no nos hubiese sido permitida. Como era verano, tendíamos a alejarnos más que de costumbre, fuera incluso de los límites de Elvira, por la cuneta de una carretera que daba la vuelta al pueblo, en aquel tiempo mucho menos transitada que hoy de vehículos, aunque había días en que nos adentrábamos también en la vega, por un camino que serpenteaba entre frescos y tupidos maizales y que enlazaba después con otro que se internaba en las alamedas, en una densa masa de penumbra y de sombras espectrales, entre las que a veces se creían distinguir extraños sonidos o figuras movedizas que no tardaban en extinguirse o en borrarse como falsas impresiones que cruzasen por la mente. Eran incursiones que hacíamos sólo de vez en cuando, como una manera de demostrarnos que éramos por fin capaces de desafiar el misterio que por la noche envolvía aquellos lugares.
Colgada de la pátina azul del cielo como viejo doblón rescatado del oscuro desván de la memoria, la luna llena derramaba a veces su luz antigua de leche y de miel sobre el paisaje, cubriéndolo de encantadoras y sugerentes delicias.
De regreso en el pueblo, éste se nos presentaba como escapado de las brumas que rodean y decoran los sueños, con sus casas y tapiales bosquejados sobre el ancho encerado de la noche. En algunas aceras había grupos de vecinos sentados a sus puertas, enfrascados todavía en animada tertulia, mientras nosotros proseguíamos la nuestra sobre lo que hubiésemos discurrido antes, con frecuencia acerca de algo que Agustín hubiera querido comentar cuando iniciábamos nuestro paseo.

Aunque ya sabíamos cómo pensaba cada uno, no nos cansábamos de exponer los mismos conceptos, a veces matizados o enriquecidos con alguna idea nueva que hubiéramos adquirido o asimilado entonces.
Un tema en el que a menudo veníamos a parar algunos días era el de la religión, ya que se trataba aquélla de una edad confusa en la que todo lo sometíamos a juicio y en la que nada nos parecía seguro si no estaba respaldado por unos criterios convincentes. Nos fijábamos demasiado en las apariencias o en los hechos con los que otros vivían y practicaban su fe, muchos de una forma que no podía por menos de resultarnos bastante escandalosa. Era, pues, la nuestra una postura ambigua y muy cómoda, puesto que sin dejar de creer nos permitía criticar todo lo que no considerábamos razonable en la realidad a la que nos enfrentábamos.
Agustín era en esto también el más vehemente, ya que para él la fe no tenía ningún sentido si no era fruto de un corazón generoso o si no se manifestaba en unas obras concluyentes, ante las que él ya no encontraría reparos o no sabría objetar nada que la cuestionase. “La mayoría de la gente que va a la iglesia es muy hipócrita”, solía decir con afectada seriedad al principio o al final de sus intervenciones, como si fuera aquélla la fórmula en la que habían de concretarse sus principales argumentos.
Gustavo, en cambio, era más reservado o más cauteloso sobre este último punto, tal vez porque no tuviese una opinión tan definida como la de su vecino o porque no estimase demasiado oportuno criticar a personas con las que después había de relacionarse.
Mi actitud era por afinidad de pareceres muy semejante a la suya, si bien yo tendía en ciertas ocasiones a dejarme arrastrar por lo que Agustín dijera, dado que mi carácter era algo más maleable y condescendiente que el de Gustavo. Llegaba a argüir como aquél que lo importante no eran las normas sino las acciones que se derivaran de un compromiso auténtico con las creencias que se profesasen.
La verdad es que nuestra fe apenas había madurado. La mía, por ejemplo, se había mantenido en un estado en el que prevalecían todavía ciertas convenciones y prejuicios acuñados durante mi etapa anterior, en la cual la imagen de Dios aparecía muy desfigurada por los miedos y escrúpulos que entonces albergaba, nacidos a su vez de un falso concepto que a mí me transmitieran cuando aún no estaba capacitado para entenderlo.
Lo cierto es que, por las razones que fuera, me hallaba todavía muy lejos de lo que después he podido recapacitar y sentir acerca de ello, debido quizá a mis continuos desvelos por descubrir el verdadero camino que tras esos escrúpulos y miedos infantiles se ocultaba.
Dios es amor, he alcanzado a comprender después. Amor infinito que crea y da vida y se comunica con los hombres y se entrega a ellos y los redime por medio de Jesucristo. Amor que es misericordia y que es espíritu que une y que perdura y conduce a la paz eterna. Amor, en fin, que transformaría el mundo si todos estuviéramos llenos de él, si no dudáramos o no nos dejáramos engañar y seducir por las realidades que encontramos a nuestro paso. Si aquel camino que ya enfilamos no volviera a ocultarse tras otros miedos y escrúpulos que siempre nos acechan y nos conturban.

A última hora de la tarde las calles del pueblo cobraban una gran animación: por todos lados había grupos de personas que iban y venían ocupadas en diferentes quehaceres, niños que jugaban en alguna plazoleta en medio de una ensordecedora algarabía, jóvenes o adolescentes como nosotros que se paraban en una esquina o en un punto cualquiera de alguna acera antes de decidir adónde se dirigirían... Uno de los lugares más frecuentados en aquel tiempo era la explanada de la ermita, en la cual venían a terminar o a demorarse muchas veces nuestros paseos. Era éste un espacio amplio, presidido por la estatua del Corazón de Jesús que mandara erigir mi abuelo Enrique cuando era alcalde de Elvira y que rodeaba entonces una jardincillo circundado por una pequeña verja. Tras este imponente monumento se hallaba la ermita en la que se veneraba a la patrona del pueblo, Santa Ana, una capilla modesta del siglo XVIII que apenas se diferenciaba del resto de casas entre las que se alineaba. Cerraba la explanada por un lado una balaustrada de piedra, sobre la que teníamos la costumbre de acodarnos mientras continuábamos nuestro diálogo, cuyas pausas aprovechábamos para contemplar con cierta delectación el variado panorama que desde allí se observaba, compuesto de tejados grises y de galerías sostenidas por elegantes arcadas, tras el que podían distinguirse los cuadros verdes y azules de los sembrados y los pedazos de alameda que entre ellos se intercalaban, invadido todo a esa hora por la luz sonrosada del ocaso, muy parecida a la que alumbrara otras tardes muy semejantes a aquellas de aquel verano, tardes antiguas en las que nuestros padres y abuelos y tal vez otros ascendientes más lejanos concluían también allí sus paseos o se entretenían charlando sobre lo primero que se les ocurriese.
Hay, ciertamente, costumbres que no cambian, modos de ser o de actuar que se perpetúan en los mismos lugares, en los sitios en los que la historia o quizá el tiempo parece que se detienen a pesar de las variaciones o de las novedades que a nuestro alrededor observamos.

Los días, pues, pasaban sin mayores sobresaltos, sin que nada realmente importante hiciera torcer el rumbo de mi vida, ningún cambio que transformara mi carácter o que me obligara a comportarme de una manera más decidida, aun cuando ya contaba con edad suficiente para ello, como así demostraban aquellas inquietudes y denodadas euforias que empezaba ya a compartir con mis amigos.
Leocadia, ajena a mi mundo, se desenvolvía por el suyo sin que en ningún momento tuviéramos oportunidad de aproximarnos, cada cual pendiente de los asuntos que estimase en aquella época más necesarios, por lo que mal podía adivinar yo lo que a ella más interesaba, imbuido como estaba de una suerte de grato conformismo que no me atrevía a abandonar por la intranquilidad que me causaba enfrentarme a situaciones que de antemano juzgaba muy embarazosas.
Sin embargo, de improviso sucedió algo que yo casi tenía descartado y que me llevó a actuar después de una forma imprevista. Según parece, Agustín conocía a uno de los hermanos de Leocadia, con quien había llegado incluso a salir antes de que yo lo tratase. Este hecho dio lugar a que los dos aquella vez se encontraran y a que en un determinado instante ella se hiciese también presente a la vista de los que en la esquina de una calle nos hallábamos. Siempre diligente y oportuno en todo lo que concernía a las relaciones sociales, fue por supuesto Agustín el que tomó la iniciativa de poner en contacto a quienes hasta ese momento nunca habíamos tenido ocasión de conocernos. Más sorprendido que turbado, yo apenas supe responder al saludo que Leocadia me dirigió, si bien entendí de inmediato que no era difícil trabar conversación con ella a poco que me lo propusiera, pues daba la impresión incluso de que ya había oído hablar de mí y de que no le resultaría en absoluto extraño que lo intentase. Ciertamente, no era Leocadia como yo la había imaginado, puesto que de su actitud se desprendía que no debía de ser tan rara o tan propensa a la ensoñación como cabía inferir quizá de su apariencia. Tenía los ojos verdes y un poco rasgados, la mirada franca y bastante resuelta, agitada de pronto por el vuelo fugaz de una sonrisa. Se notaba que se esforzaba en hablar con naturalidad, como si tuviera un especial empeño en que no nos creáramos una imagen equivocada de ella, aun cuando se la veía muy segura y ufana de todo lo que decía y contestaba acerca de las cuestiones que Agustín o su mismo hermano le planteaban.
Gustavo terció dos o tres veces en el diálogo, expresándose de un modo que a mí me parecía siempre muy adecuado y que casi hacía que me sintiese desplazado ante la evidencia de que era yo el único que no intervenía. Leocadia, sin embargo, continuaba mirándome con la misma confianza y resolución de antes, como si no viese en mí nada anormal. Lejos de animarme, tal actitud me ponía aún más nervioso, pues no sabía cómo corresponderle, aunque de vez en cuando conseguía asentir con fingido interés a algunas de las afirmaciones o de las respuestas que se profiriesen.
Me vi al final tan ridículo que pensé que a Leocadia nunca se le ocurriría tratar conmigo. El amor, al contrario de lo que creía, exigía acaso de mí un esfuerzo que se me antojaba poco menos que imposible, dada la condición tan retraída con que me había mostrado cuando más cerca lo tenía.
Esta impotencia hizo que convirtiera aquello otra vez en un sueño en el que nadie más que yo había de ser protagonista, un sueño en el que Leocadia no era como la había conocido en la realidad sino más bien como yo quizá hubiera deseado que fuese.
A partir de entonces ya nada volvería a ser igual que antes, pues era muy duro constatar lo que en el fondo me sucedía cada vez que tenía que salir de mi aislamiento para relacionarme con los demás. Dejé que los últimos días del verano pasaran sin que apenas variasen mis costumbres, entre las que poco a poco habría de alcanzar mayor relevancia mi afición a la lectura, gracias a la cual lograba todavía abstraerme de las tristes circunstancias en que ahora pensaba que vivía.
Gustavo y Agustín continuaron siendo mis mejores amigos, a pesar de que me diese por creer que ellos se habían adaptado ya a las cosas y a los hábitos que predominaban en el mundo, en el cual Leocadia tampoco debía de parecer muy diferente de ellos.
Cuando ella se marchó, sentí su ausencia como una herida que ya tuviese abierta, como un dolor que no hubiese de abandonarme hasta que yo no pusiera un verdadero empeño en olvidarlo. Ahora que la perdía, me acometía un loco afán por emprender una inútil búsqueda, por desviar el curso de un destino que me era completamente adverso. Quería retroceder en el tiempo o adelantarme al futuro para forzar un encuentro con Leocadia que quizá ya nunca más podría repetirse.




















2


Había acabado de limpiar un cornijal que estaba invadido de broza y de hierbajos y que últimamente hacía que el agua se embalsara y empantanase, impidiendo que se distribuyera de forma regular por el resto de la finca, en la cual los maíces habían alcanzado un grosor y un tamaño muy considerables a aquellas alturas del año. Mediaba el mes de agosto cuando esta escena sucedía en la vega de Elvira, inundada por un sol sofocante que volvía aún más fatigosos los trabajos que se realizaban en ella. Cansado de su ardua faena, Joaquín se había sentado a descansar en un balate, al arrimo de un arbusto que proyectaba sobre él una grata sombra. Con un pañuelo que había extraído de uno de los bolsillos de su pantalón se había enjugado las gotas de sudor de su frente y bebía ahora de una damajuana que casi siempre llevaba atada en la parte de atrás de su bicicleta, antes de volver ajustarse y a calarse casi hasta las cejas su sombrero de paja, como era habitual en él cuando tenía algo que hacer en el campo.
Repuesto ya de su fatiga, había estirado las piernas y se había acodado lo mejor que pudo sobre la abundante y mullida hierba que crecía en el balate, adoptando así una actitud que más bien semejaba precursora de un reparador sueño. El bochorno que reinaba en toda la vega lo inducía a permanecer en la misma postura antes de emprender la siguiente labor que se le había encomendado para aquella jornada.
Tenía Joaquín el rostro atezado, las manos gordas, dotadas de una piel áspera y endurecida, cubierta de callosidades y cicatrices. Sus ojos azules eran dos gotas de luz caídas en el negro encerado de su cara; por un instante estuvo a punto de cerrarlos y de dejarse vencer por el sopor que dentro de sí sentía, pero luego no lo hizo, acuciado por la responsabilidad con que solía atender todos sus encargos. Tenía todavía que desbrozar una acequia para evitar que el haza colindante se viera el día menos pensado anegada. Indeciso, tendió su vista por aquellos contornos, envueltos en una luz dorada, casi cegadora: aparecía todo confundido, mezclado en una verde y brillante amalgama, igual que un lienzo en el que se sucedieran las manchas de color sin un criterio definido, sin un dibujo claro que ayudara a deslindarlas. Tal vez era la impresión que prevalecía en su retina, dominada aún por una vaga somnolencia.
Joaquín había sido siempre un hombre muy abnegado y sufrido, incapaz de concederse una tregua demasiado larga en el cumplimiento de sus propósitos; era además muy meticuloso en la ejecución de sus tareas, posiblemente porque de ellas dependía la buena reputación que ante la gente tenía. Por eso estaba ya dispuesto a coger de nuevo el azadón y dirigirse al lugar donde debía acometer ahora aquella segunda parte de la jornada, cuando de pronto avistó la silueta de alguien que se acercaba por un extremo de la linde en la que él se hallaba recostado. Sin moverse, aguardó para saber de quién se trataba, pues no esperaba que nadie merodease por allí a una hora tan intempestiva. Quienquiera que fuese se desplazaba muy despacio, como si no estuviera demasiado seguro de dónde pisaba. Vestía de oscuro, con la camisa azul y un sombrero claro que no era de paja, más pequeño que el suyo. Le resultaba muy familiar la figura, ataviada de aquella forma. Hubo un instante en que se descubrió la cabeza para abanicarse con el sombrero, y entonces ya Joaquín no albergó ninguna duda: era Enrique, que iría a visitarlo a pesar del tremendo calor que hacía; lo reconoció en seguida, con la frente muy despejada, el cuello erguido, el talle muy esbelto y equilibrado.
Como era normal en él, lo saludó con caluroso afecto, como si no lo hubiera visto en mucho tiempo. Joaquín se incorporó y, sacudiéndose casi por instinto el polvo de sus pantalones, le refirió que ya había limpiado el cornijal y que en aquel momento se disponía a hacer lo mismo con la acequia, tal como él, Enrique, le había pedido el día anterior que hiciera.
Aunque era un empleado suyo, Joaquín trataba a su patrón como si realmente no lo fuera, ya que éste siempre había procurado que no existiese entre los dos más diferencia que la que deviniese de sus distintos oficios.
“He venido para decirte que dejes el trabajo para otro día”, le aclaró Enrique luego que lo hubo escuchado con gran atención. Joaquín, no obstante, se resistió a dejarlo; adujo que no tardaría mucho en hacerlo, quizá en dos horas estaría terminado.
Con gesto sonriente, el dueño de aquellas tierras insistió en que sólo había ido con ese propósito, pues no le había parecido bien que él estuviese todavía en la vega trabajando en las condiciones en que lo estaba haciendo. Joaquín masculló algo que Enrique no entendió y, después de meditarlo un poco, en vista de la deferencia que éste con él había tenido, decidió por fin abandonar su tarea y, apenas hubo escondido el azadón detrás de unas matas de maíz, echó a andar en compañía de Enrique por aquella misma linde, complacido ahora de obedecer a su patrón después de haberse mostrado tan comprensivo.

Desde que fue nombrado alcalde, apenas había hecho otra cosa que servir a los demás, sobre todo a los más pobres o a los más desafortunados, que constituían casi una legión en aquellos años tan duros y difíciles de la posguerra, a pesar de que muchas veces se veía impotente para atenderlos a todos o para cubrir al menos sus necesidades más prioritarias. Vivía por ello obsesionado, pues siempre pensaba que caía en alguna falta o que no actuaba con la competencia que exigía su cargo. Quizá se trataba en el fondo de un exceso de responsabilidad, surgido del espíritu del deber y de la honestidad que siempre lo había asistido. No quería que nada se le reprochase en el ejercicio de la alcaldía, si bien era consciente de que no corrían tiempos muy propicios para llevar a buen término todo lo que se propusiera. Su vecina Angustias, a quien visitaba con cierta frecuencia desde que muriera el hijo, le había aconsejado recientemente que no dejara de confiar en el Señor cuando estuviera más agobiado por lo que a su alrededor sucedía. Ella era una mujer de sabio criterio, a la que él por eso le había dado por consultar para que le despejase sus dudas.
En la soledad de su gabinete, cuando todos en la casa dormían, después de haberse tomado una taza de café para poder continuar su trabajo, Enrique solía hundirse en graves meditaciones, algunas de ellas muy dolorosas. Le abrumaba la perentoriedad con que tenía que resolver la mayoría de los asuntos, la desesperación con que la gente del pueblo había acudido a él para contarle sus problemas.
Nadie había querido ser alcalde en las circunstancias que se vivían entonces. La devastadora guerra había dejado un panorama desolador, con muchas familias destrozadas y muchas heridas abiertas que no cicatrizarían hasta que no pasara una buena porción de tiempo. El hambre, como un mal endémico, amenazaba con extenderse y con fulminar a los que se hallaban en peores condiciones, dando lugar a la vez a situaciones muy comprometidas de las que casi todo el mundo intentaba aprovecharse. Con los graneros repletos de existencias, él podía también haber hecho una considerable fortuna; sin embargo, prefirió siempre ser honesto, igual que lo había sido cuando asumió la alcaldía, incapaz de rehusar obligaciones o deberes que a él se le adjudicasen. Había seguido así el camino que le dictaba su conciencia, demasiado estrecha o rigurosa en casi todos los órdenes.
Sin lugar a dudas, el tema de la pobreza había sido el que más le había preocupado desde el principio, pues era algo que de él dependía y que también lo desbordaba, sumiéndolo en angustiosas crisis de las que sólo escapaba por la necesidad que tenía de salir a flote y de volver a tomar y dirigir el timón de su barca. Como Noé en el diluvio, debía recoger y salvar a la población afectada por la terrible devastación de la guerra, aunque quizá le faltaba la seguridad con que acometiera su empresa aquel personaje bíblico. Tenía que confiar en el Señor, se repetía incansablemente desde que Angustias se lo dijera. Quería imitarla en su fe, a aquella mujer que había dado tantas pruebas de una generosidad sin límites, de un extremado abandono en la voluntad divina.
Enrique admiraba a Angustias, igual que admiraba también a toda la gente sencilla que actuara como ella o que hubiera mostrado señales de una religiosidad auténtica, como le ocurría asimismo con Paquita Arjona, una mujer soltera muy conocida en el pueblo por los constantes servicios que realizaba en la iglesia. Era ella quien limpiaba y arreglaba los altares y quien dirigía también los rosarios que se rezaban antes de las misas. Enrique a veces la comparaba con Ana, aquella profetisa que aparece junto al viejo Simeón en uno de los pasajes evangélicos, de la que se cuenta que el día de la presentación del niño Jesús en el templo daba gracias a Dios por haberlo conocido, al tiempo que les hablaba a todos de Él y les anunciaba con inmenso entusiasmo la liberación que Él vendría a proporcionarles. Lo mismo que Ana, Paquita se pasaba la vida en la iglesia, empleada en humildes tareas que muy pocos apreciaban.
Sin embargo, Enrique la tenía por una santa, una santa quizá anónima que no habría de cumplir en el mundo otro cometido que servir a su Señor, por quien también daba gracias y les hablaba con entusiasmo a los demás de su gran obra redentora.
No había de pasar Paquita por mujer muy agraciada, ya que era más bien pequeña y con la cabeza algo desproporcionada, el cabello ralo, la cara un tanto torcida, los ojos casi perdidos bajo la poblada espesura de sus cejas, el labio superior más alargado de lo normal, sobre el que despuntaba además una sombra azulada de bigote. Vestía también con desaliño, consciente de que no reunía atributos que tuviera que cuidar o adornar como hacían otras mujeres, o quizá porque no era ésta cosa en la que debiera centrar sus atenciones, pendientes siempre de asuntos de un valor imponderable.
Sin embargo, no carecía Paquita Arjona de cierto encanto, al menos para quienes supieran abstenerse de juicios en los que primaran criterios de índole estética. Para Enrique, en concreto, tal cualidad residía en su sonrisa, en la franqueza y bondad con que siempre estaba dispuesta a sonreír y a acoger todo lo que se le dijese o comentase sobre la realidad en la que se hallaba inmersa. No le otorgaba importancia a nada de lo que ella hiciese, como si aquello formara ya parte de su propia vida, con la cual no hubiera tenido más remedio que conformarse. Sonreía sin pronunciar palabra, con los ojos todavía más hundidos bajo el tupido ramaje de las cejas y con el labio superior convertido en elevado promontorio que se alzase sobre el inquieto oleaje de su cara.
Era alegre Paquita, como así demostraba por el hecho de que nunca se le veía enfadada o también por la frecuencia con que rompía a cantar cuando estaba enfrascada en alguna de sus numerosas tareas eclesiales.
Era ésta, pues, otra virtud que la distinguía, nacida de la humildad y el desinterés con que afrontaba sus servicios, su apasionada entrega a todo a lo que la condujese el amor que sentía por Dios y por sus hermanos.
Una vez tuvo que sufrir la afrenta que unas personas que con ella había en la iglesia le ocasionaron. Disgustadas por los arreglos que en los diversos altares había efectuado, no sólo llegaron a ofenderla por lo que consideraban una intolerable vulgaridad, sino que la obligaron a que volviera a disponerlo todo como ellas estimaban más acertado. Paquita, lejos de manifestar su enojo, acató con humildad y resignación las órdenes que con tan severa autoridad se le daban, y se la vio a continuación ocupada en su trabajo con la misma mansedumbre y diligencia de antes, como si nada hubiese ocurrido. Cuentan, por cierto, algunos que allí estaban también presentes que la vieron sonreír mientras completaba su labor y que incluso entonaba canciones con la misma alegría de otras veces.
Aunque su fe no alcanzaba los extremos de virtuosidad de Angustias o de Paquita, Enrique había procurado siempre aferrarse a ella, alimentándola con oraciones o con prácticas piadosas cuando más fervor o necesidad tenía. Por eso, no bien hubo comenzado a ejercer de alcalde, se empeñó en erigir un monumento al Corazón de Jesús, al que profesaba una gran devoción, para que orientara y guiara al pueblo por el camino que más le convenía, lejos de otras pretensiones o quimeras que lo apartasen del verdadero sentido de la fe. En sus actos de contrición y propósitos de enmienda, le pedía insistentemente a Dios que nunca dejara de auxiliarlo y de conducirlo por los senderos correctos, dado que se sentía débil y propenso a caer en pecados o en faltas que con su ayuda seguramente podían evitarse.

Estaba Enrique ahora tan ocupado que apenas le quedaba tiempo para entretenerse en ocios o distracciones que relajaran su espíritu, demasiado afanado en las cosas que se iban acumulando con el ejercicio de su cargo. Antes le había gustado pasar largas horas jugando al ajedrez en el casino, afición que compartía con algunos amigos y que le había llevado en otra época a disfrutar con las estrategias y resoluciones que tal juego planteaba, el cual se adaptaba muy bien a su condición de hombre caviloso y prudente, enemigo de insensatos retos y de azares que sólo satisfacen a seres necesitados de emociones espontáneas. A veces postergaba incluso sus deseos de fumar, pues no consideraba decoroso hacerlo delante de la gente; además, tenía a éste como un vicio del que había que gozar en privado, cuando ninguna ocupación perturbase el deleite de aspirar el humo y de soltarlo después en lentas espirales azules, mientras sus pensamientos también se elevaban y desvanecían casi de la misma forma. Ahora sólo fumaba en sus ratos libres, sobre todo por las noches, después de tomar la taza de café con la que pretendía prolongar su vigilia, cuando ya nadie más quedaba despierto en la casa.
Tampoco podía atender a su familia como a él le hubiera gustado, aunque debía reconocer que sus hijos estaban ya mayores y que no necesitaban que los protegiera o que los amonestara como cuando eran pequeños. Su mujer, además, se bastaba para que no les faltara nada o para que no acusaran demasiado su ausencia. Si aquello hubiera sucedido en otro tiempo, posiblemente lo habría pasado mucho peor, pues no era él capaz de desentenderse de lo que estuviese ocurriendo en su entorno más cercano. Pero a sus cincuenta y dos años había de admitir que tenía ya todo resuelto, al menos en lo que se refería a la suerte que podía correr en el futuro su familia, por lo que no debía preocuparse en exceso por ello.
En ocasiones pensaba que los problemas habían ido aumentando desde que tomara el cargo, aunque también le daba por creer que quizá fuera él quien los multiplicaba o los agrandaba por su particular manera de enfocar la cuestión, condicionada sin duda por la obsesión en que había caído de que no hacía todo lo posible para que las cosas mejorasen.
Para él, lo peor era la situación en que se encontraban muchos pobres, la miseria que como una terrible lacra se había instalado en sus vidas, rodeándolas de un cerco de abandono y de fatalidad del que sería muy difícil escapar. Parecía como si la pobreza nunca hubiera de tener fin, igual que una enfermedad que no se ataja con los remedios adecuados y que crece de forma incontrolada hasta extenderse por otras zonas del cuerpo que estaban sanas.
Cada vez eran más los que llamaban a su puerta, los que lo asediaban por las calles y plazas de Elvira. Durante algún tiempo, se le ocurrió una medida provisional: de acuerdo con su mujer, acogía al mediodía en la casa a algunos de los niños más desafortunados para que se sentaran a la mesa con los suyos y comieran de lo mismo que para ellos se hubiese dispuesto. Con este fin, se hubo de incrementar la cantidad de alimentos que normalmente se almacenaban en la despensa, lo cual tampoco venía a suponer un gasto extraordinario que pudiese menoscabar a la larga su economía. Era en realidad lo mínimo que se debía hacer por aquellos pequeños, los más inocentes de aquel mundo absurdo y cruel que de los mayores habían heredado. Durante los primeros días sólo acudieron dos o tres, los únicos que se habían enterado de su generoso ofrecimiento; pero luego se fueron agregando muchos más, de manera que había días en que su mujer tenía que distribuirlos en varios turnos para darles de comer a todos.
A veces Enrique se quedaba mirando sus caras, pálidas, enjutas, de rasgos todavía no muy definidos, con el semblante serio, iluminado de pronto por un asomo de sonrisa o por un atisbo de ilusión pasajera, con los ojos fijos en algún objeto o detalle que les despertaba la atención, ojos tristes o alegres, dotados de una gran viveza, de un aguzado sentido de la realidad. Él los miraba mientras comían y saciaban su hambre atrasada, engullendo con avidez todo lo que se les pusiese delante, sin aspavientos, con una serenidad casi mecánica, pendientes sólo de aquel acto en el que estaban enfrascados, como si en ese momento no existiese en el mundo otra tarea que la de dar cuenta de los platos de comida que tan generosamente se les ofrecían.
Al cabo de algunas semanas, ya los conocía a todos y los llamaba por sus nombres, distrayéndose de vez en cuando en hacerles con los dedos remolinos en el pelo o en propinarles cariñosos empujones cuando pasaba a su lado, exactamente igual que actuaba todavía con sus hijos, con quienes aquellos rapaces habían empezado también a tomar confianza.
Había uno que a Enrique le causaba más gracia, quizá por las naturales artes que tenía para granjearse su favor. Era gitano, más pequeño que el resto, con las piernas muy delgadas, casi de alambre, la mirada profunda y juiciosa. Al contrario de los otros niños, éste era moreno, con el cabello muy rizado. Vestía con cuatro harapos mal remendados y unos pantalones cortos peor zurcidos, sin más calzado que el que las encallecidas plantas de los pies podían proporcionarle. Le admiraba su desparpajo, la facilidad con que se adaptaba a todas las situaciones o respondía a cualquier cosa que se le dijese.
Tenía, además, una gran habilidad para subirse a los poyetes o para encaramarse en lo alto de las tapias, desde donde luego saltaba o se dejaba caer con suma agilidad. Enrique en ciertas ocasiones trataba de detenerlo, advirtiéndole de los peligros que corría, pero él no parecía que se arredrase ante ninguno. Los otros niños celebraban sus travesuras, de modo que se envalentonaba más y acometía acciones aún más arriesgadas.
Era la única nota alegre del grupo; cuando él faltaba, los demás volvían a sumirse en la grave compostura de antes, incapaces de actuar por sí mismos de una manera más desenvuelta.

Últimamente se había embarcado Enrique en una empresa bastante meritoria, sobre todo para la gente que se había visto beneficiada con ella, a pesar de que para él nada de lo que hiciera resultaba suficiente. Había vendido unos terrenos propios a un precio simbólico para que algunos vecinos pudieran edificar en ellos; se trataba más bien de una cesión, pues era muy escasa la ganancia que obtenía de tales ventas. Quería así proporcionar a esas personas facilidades para la adquisición de aquellas fincas y para la posterior construcción de sus viviendas, ya que no estaban los tiempos para exigir precios desmedidos por nada.
Para su cuñado Antonio aquello tenía un enorme valor, sin duda porque él no habría sido capaz nunca de hacerlo.
Enrique apreciaba mucho a Antonio. Era éste de una condición también bondadosa, aun cuando su forma de entender la vida era muy diferente de la de él. Lejos de molestarse o preocuparse por nada, el cuñado tendía a desembarazarse de las cosas que más lo enojasen, pues lo que más estimaba era el estado de beatitud en que por lo común vivía.
Es cierto, sin embargo, que había pasado Antonio etapas muy complicadas, especialmente durante los años de la República y de la Guerra Civil; pero por el mismo sistema trataba de olvidarlo y de enterrarlo siempre que podía, deseoso de despejar su mente de recuerdos que le resultasen desagradables.
Era muy gordo, con el vientre bastante abultado por el exceso de grasa y por la falta de una actividad con la que contrarrestar esta tendencia de su exuberante fisonomía. Como era también de una altura muy considerable, daba la impresión de ser aún más voluminoso, casi un gigante. Tenía el cuello ancho, la cabeza de un tamaño más que mediano, la nariz grande, los ojos un poco saltones, nadando en un mar de dulzura. Solía vestir de oscuro, con un sombrero de fieltro que con frecuencia llevaba ladeado, pues no era tampoco Antonio persona demasiado preocupada por su estampa.
A Enrique le hubiera gustado ser como él, ya que de esa forma seguramente viviría más tranquilo. “Cada uno es como es”, le había dicho Antonio un día en que le comunicó aquel deseo. Él se quejaba de que nunca quedaba satisfecho, por muy importante que fuera lo que hubiese llevado a cabo en el pueblo. Habían estado hablando de la venta de aquellos terrenos, sentados los dos en sendos sillones de una de las salas del casino. Igual que hacían algunas noches en el verano, se habían citado allí después de cenar. Como era ya muy tarde, había sólo dos o tres personas más jugando a las cartas en un salón contiguo. Por el balcón abierto entraba a veces una ráfaga de aire más fresco, enredándose a su paso con ligero aleteo en las cortinas como fantasma que de pronto cobrase movimiento y se desvaneciese. Delante de ellos había una mesita con dos tazas de café y un cenicero lleno de colillas. Como era habitual en él, Enrique apenas había dejado de fumar desde que llegara; era aquélla la hora en que más le apetecía, cuando ninguna otra actividad ya le aguardaba. Antonio, en cambio, siempre se abstenía de hacerlo, a pesar de que el cuñado de vez en cuando le insistía en que cogiera un cigarrillo.
“La gente dice que somos ricos”, había recordado Enrique con intención de justificar sus quejas, después de que Antonio hubiese asegurado que no las entendía. “Siempre has dado excesiva importancia a lo que opinan los demás”, objetó éste con ánimo de calmarlo, inclinando un poco su inmenso corpachón hacia delante, incómodo con la postura que antes había adoptado. “La conciencia de un rico nunca puede estar tranquila”, afirmó el interpelado después de una breve pausa que había aprovechado para encender un nuevo cigarrillo. Antonio seguía sin comprenderlo; como no sabía qué decir, se quedó mirándolo a los ojos, buscando en ellos el sentido que podía tener todo aquello. “Si no hubiera sido por mi familia, habría realizado cosas mucho más grandes continuó exponiendo Enrique, esta vez algo más sereno, como si el hecho de haber confesado sus preocupaciones lo eximiera de algún modo de la culpa que sentía por no cumplir todos sus proyectos. Quizá fuera una locura, pero estoy seguro de que los pobres me lo agradecerían. Ellos serán siempre los que juzguen en último término nuestros actos. No lo olvides, Antonio, por más que a veces no queramos verlo”.
Atónito, el cuñado no apartaba la vista de aquel valeroso adalid de la pobreza, de quien nunca había esperado que fuese tan gallardo y atrevido. Sin salir de su asombro, volvió a incorporarse y apuró de un sorbo el café que aún quedaba en la taza; Enrique, por su parte, quiso hacer lo mismo, pero se acordó de que ya se lo había bebido casi todo y dejó resbalar una gota que saboreó con moderada avidez entre sus labios. En aquel momento otra ráfaga de aire reavivó el fantasma de la cortina y Antonio dio por terminada la reunión de aquella noche, no sin antes admitir que no había quizá en Elvira otro tipo como él. Enrique no dijo nada; apagó con precipitación su cigarrillo en el cenicero y se levantó para acompañar a Antonio hasta su casa como había hecho otras veces.

Era tal su obsesión por la alcaldía que casi se olvidaba por momentos de las faenas que se habían de efectuar en sus tierras, precisamente él, que había velado y trajinado tanto por ellas.. Menos mal que contaba con la inestimable colaboración de Joaquín, sin el cual sería muy difícil que nada funcionase, ya que desde siempre había sido como un lugarteniente capaz de dirigir y de mandar de la misma manera en que lo hiciera su señor. Hombre más fiel y servicial no lo había conocido Enrique.
A las ocho de la mañana solía estar ya éste en el ayuntamiento, donde le aguardaban multitud de problemas y de asuntos que posiblemente no tuvieran solución, pues no se disponía de dinero suficiente para atenderlos a todos. Sin embargo, él trataba de complacer o de consolar al menos a las personas implicadas en ellos, ya que no quería que se fueran con la impresión de que no había intentado siquiera ayudarlas.
Para los papeles y notas oficiales, tenía a Jacinto, secretario probo y eficiente como ninguno, en el que Enrique había puesto toda su confianza. Poseía Jacinto cierta cultura y un gran dominio de la materia que constituía su trabajo, avalado ya por varios años de experiencia. No había, en efecto, nada que se le resistiese: en cuanto se ponía a escribir a máquina, redactaba con tal rapidez y soltura que casi parecía que no lo pensase.
Era bajito, con gafas, las orejas muy grandes, la nariz chata, el semblante siempre severo. Tenía las trazas de un ser taciturno y melancólico, aunque en seguida se echaba de ver que no se correspondía su aspecto con lo que dentro de sí mismo discurriese o llegase a sentir. Tal circunspección era, pues, su rasgo más llamativo, fruto de un espíritu maduro que sólo se contentaba con la culminación feliz de sus propios trabajos. Hablaba por ello muy poco, sólo lo que consideraba estrictamente necesario, como si no quisiese malgastar su tiempo o tal vez sus palabras en cosas livianas. Tenía la voz grave, matizada de tristeza, emitida por lo general en un tono no muy elevado, como cabía esperar de él, que reservaba todas sus energías para su labor de escribiente.
Enrique apenas había de decirle o de indicarle nada, ya que sabía muy bien cuáles eran sus funciones, ejecutadas siempre con impecable eficacia. Por eso, había días en que su trato se reducía a un mero formulismo, a un intercambio de preguntas y respuestas que ya casi reproducían de forma automática. A veces incluso Enrique se limitaba a firmar los escritos que su fiel secretario le presentaba, seguro de que jamás iba a incurrir en ningún error o en ningún descuido por el que después se le criticase.
En su lugar, Jacinto no dudaba en ciertos momentos en tomar algunas decisiones, convencido también de lo que su superior en tales casos hubiese determinado. Sin embargo, una vez no supo qué hacer ante la desesperación con que había acudido un vecino para que le ayudase a saldar unas deudas que tenía contraídas con muchos acreedores. Así que cuando llegó Enrique no tardó en remitirle el problema, después de que él no hubiese hallado modo de resolverlo. El alcalde, en vista del apuro en que se encontraba su secretario, concedió audiencia en su despacho al tal vecino y, luego de escuchar con suma atención lo que con tanta angustia exponía, se comprometió a pagar todo lo que debía con la condición de que realizase gratuitamente una serie de faenas en sus tierras. Como no lo esperaba, el hombre aquel se aprestó en seguida a cumplir lo que le decía, no sin asegurarle a su vez que siempre le estaría agradecido y que nunca podría olvidar aquel inmenso favor que merced a su gran benevolencia le hacía.

Eran aquéllas las mayores satisfacciones que recibía en su ejercicio de la alcaldía, cuando alguien le mostraba su sincero agradecimiento por la gestión que por él hubiese llevado a cabo. No tenía otra presunción en el mundo, nacida de su deseo de cumplir con el deber al que estaba obligado y de hacer el bien a cualquier persona necesitada que a él se acercase. Anhelaba, efectivamente, que todos los habitantes de Elvira viviesen contentos, que a nadie le faltara nada que fuese imprescindible para lograrlo: era un sueño que en los momentos en que se desprendía de su natural pesimismo se insinuaba en su mente, una ilusión inusitada que aparecía entre los breñales de su agonía y que él después procuraba perseguir con la tenacidad de quien busca la senda que lo saque del laberinto en que se hallaba metido.
Aquello, sin embargo, duraba bien poco, hasta que volvía a entrar en contacto con la realidad, debido a cualquier circunstancia o motivo que le hiciese reparar en las numerosas dificultades con que tenía que enfrentarse, muchas de ellas prácticamente insalvables. Le habían prometido que después del verano llegaría una importante partida de dinero, pero él ya no confiaba en lo que le decían desde las altas instancias administrativas, pues a lo largo de su mandato había sufrido incontables desengaños. Poco faltaba, además, para que se cumpliese el plazo, por lo que su incertidumbre crecía al tiempo que aumentaba también su escepticismo, quizá como un medio de evitar que la decepción por un nuevo aplazamiento fuese mayor.
Durante la primera semana de septiembre había intentado no pensar demasiado en ello, pero a medida que pasaban los días no había podido impedir que su mente se viera ofuscada con la llegada de aquella improbable partida.
Por estas fechas se apercibían ya en la vega los preparativos para las últimas cosechas. Como ocurría siempre, se encontraba Joaquín al frente de la cuadrilla de gañanes que con él trabajaban. Eran éstos tres o cuatro mozos de Elvira, a los que de vez en cuando se agregaban algunos más de los alrededores o de otros lugares distantes, todos ellos tipos curtidos y hacendosos que no se doblegaban ante la fatiga o el desaliento que pudieran llevar aparejados sus trabajos. Enrique no tenía queja de ninguno, aunque con frecuencia echaba en falta actitudes o maneras que resultaran más civilizadas, posiblemente debido a las condiciones tan duras en que la mayoría se había criado. Santiago, por ejemplo, era un joven de Elvira que con tan sólo nueve años había abandonado la escuela para cuidar los animales que reunían en sus cuadras unos vecinos. Con el tiempo se había hecho gañán para ganarse un jornal mejor remunerado, por lo que no había conocido casi otro aprendizaje que el que su propio sentido de la supervivencia le deparaba. Enrique, sin embargo, le profesaba un gran aprecio, sin duda porque lo había visto crecer y madurar en sus tierras. Ahora era ya poco menos que un hombre, de aspecto muy saludable, con el pelo rubio, los ojos claros, las mejillas siempre enrojecidas, signo inequívoco de la vitalidad y robustez que lo constituía. Hablaba a veces de forma precipitada y confusa, soltando las palabras como buenamente afluían a su boca, escogidas al azar o por puro capricho del escaso repertorio que poseía. Esta limitación, si por tal había que considerarla en un genio tan vivo y alegre como el suyo, no suponía para él ningún obstáculo a la hora de proferir bromas y chanzas que hiciesen más ameno el trabajo a sus compañeros, si bien éstos en ocasiones se cansaban cuando insistía en los mismos temas o cuando alcanzaba extremos de mordacidad intolerable.
A pesar de esto, lo querían todos a Santiago, y, como sucede en tales casos con mucha frecuencia, por ser él quien propiciaba aquel clima tan animado, también se convertía a menudo en objeto de jocosos comentarios o de irónicas pullas con que los demás lo asaeteaban con intención de provocarlo.
Nunca, sin embargo, pasaba nada grave entre ellos, en contra de lo que por momentos pudiesen pensar Joaquín y Enrique, temerosos de que aquellos hombres algún día no midiesen bien sus burlas y se tomasen las cosas mucho más en serio. Los dos se ponían muy nerviosos cuando Santiago o cualquier otro desvariaban, aunque todo concluía al fin en el mismo punto en el que hubiesen empezado, como si sus conflictos o sus conatos de enfrentamiento tuvieran la facultad de un elástico que se estirara y que en lugar de romperse volviese a recuperar su forma originaria.

Apenas hubo finalizado el verano, Enrique dio cumplida orden a Jacinto para que toda la correspondencia remitida al Ayuntamiento pasase antes por sus manos. Tal era la ansiedad que sentía el alcalde por que llegara la prometida cantidad de dinero con la que podría emprender no pocas obras y asuntos que habían quedado pendientes en el pueblo: el corazón le daba un vuelco cada vez que recibía una carta o cédula oficial en su despacho y se ponía con inmensa incertidumbre a leerlas para ver qué contenían; pero su desazón iba creciendo a medida que transcurrían los días y que no llegaba la nota o el comunicado con el que se le anunciase con gratísimas palabras el envío inmediato de la mencionada partida.
Una tarde, abrumado porque no había visto realizados una vez más sus deseos, salió Enrique a dar un paseo por la vega a fin de despejar su mente un rato. Serían ya las seis y media cuando dejó atrás las últimas casas del pueblo y tomó un camino que culebreaba entre verdes herrenales y rubios barbechos, intercalados de alguna que otra huerta delimitada por tosca cerca de piedras y adobes. Aparecía el cielo surcado por varias nubes blancas, entre las que derramaba el sol su luz de membrillo sobre el paisaje. Por el aire circulaban olores y sonidos de diversa procedencia, mezclados en una vaga y dulce composición de tiernas sensaciones que flotasen en el ambiente y que únicamente pudiese ser percibida por quienes estuviesen dispuestos a apreciarla. Enrique no sólo la percibía y apreciaba, sino que también tendía su vista con cierta delectación por aquellos contornos, ávido de hallar en ellos motivos con los que recrear su alma y vaciarla de todo mal presentimiento que la conturbase. Por el camino transitaban otros labriegos que se dirigían como él a sus heredades o que regresaban con gesto de fatiga al pueblo. Había pequeños cortijos con fachadas enjalbegadas y recios portones de corralizas que albergaban los arados y los demás utensilios de la labranza, filas de árboles al borde de los balates o de los linderos con su oscuro ramaje salpicado de ocre y de amarillo, alguna noria abandonada junto a una diminuta caseta, mechones pajizos de matorrales secos esparcidos por todos lados, lacias cabelleras de crecidos herbazales a la sombra de un tapial o sobre el lomo pardusco de un ribazo. Se escuchaba también el borboteo persistente del agua en alguna acequia cercana, el gorjeo intermitente de unos pájaros que en lo alto de alguna rama estuviesen posados. Delante de él se sucedían las tierras de labor, bravías, delicadas, melindrosas, de colores y tamaños variados, dispuestos en una combinación caprichosa de líneas y de formas, con trazos más gruesos o más delgados, con manchas de diverso tono y espesor. Cerraban aquel cuadro de heterogénea y hermosa composición las crestas azules de las alamedas, que asomaban sobre las últimas hazas y que parecía que se precipitasen sobre la vega a modo de elevado y manso oleaje. A lo lejos se distinguía la silueta inconfundible de la sierra, envuelta en la gasa vaporosa de las distancias.
Enrique lo miraba todo como si nunca hubiese detenido allí sus ojos, como si fuese la primera vez que descubriese aquella palpitante y alada belleza, bajo un cielo que se iba cubriendo de rojos celajes a medida que avanzaba la tarde, con reflejos sonrosados en la sierra. Tal era el alivio que en su interior experimentaba entonces, la agradable transformación que en su alma se producía al contacto con aquel medio: era el encuentro con algo que hubiera quedado oculto en su vida, atormentada por la multitud de problemas y de conflictos que desembocaban a menudo en ella.
A lo largo del camino, se entretuvo charlando con dos o tres labriegos que a esa hora abandonaban sus tareas. Joaquín también había abandonado la suya en el maizal al que Enrique se le había antojado ir aquella tarde. A su vuelta, el sol declinaba ya tras los montes de Elvira, dejando en ellos un rastro de fuego y de sangre. Por los olivares se extendía una tenue penumbra, precursora de la noche que había de sobrevenir tras la disolución del día; en algún collado o escabroso pedregal quedaba aún un vago resplandor violeta como un resto de la luz que lentamente se extinguía. El pueblo mostraba en tales instantes una imagen muy borrosa, con sus múltiples edificios y su torre de la iglesia cubiertos de un halo indefinido de leyenda.
Enrique tenía la impresión de que retrocedía en el tiempo y de que se hallaba ante una escena antigua, en la cual viejos aldeanos regresaban como él a Elvira. Por un momento casi estuvo tentado de evocar ese pasado que en su imaginación se revelaba, pero luego sintió dentro de sí una nueva punzada de aquella desazón que antes de salir a pasear tanto le había dolido; y casi sin poderlo evitar, se puso a pensar otra vez en la causa que la había motivado, el aplazamiento continuo de aquella partida que él con tanta ansiedad esperaba que llegase.
Así, cuando llegó al pueblo y se encontró con su cuñado Antonio en la puerta del casino, no tuvo otra cosa que comentarle que aquello que de nuevo tanto lo desasosegaba, como si al hacerlo buscase en él un apoyo en el que descansar la responsabilidad o la culpa que en tal caso le correspondían. El proceroso varón no veía, sin embargo, que fuese demasiado grave lo que le contaba, pues entendía que no dependía de su voluntad y que no era más que un contratiempo al que su complicado oficio se exponía. “No he gestionado bien el asunto”, se desahogó entonces aún más el alcalde, clavando en el suelo su mirada indecisa. “Todavía no es tarde para que llegue el dinero”, trató de animarlo a continuación Antonio, alzando la voz para que sus palabras tuviesen un mayor efecto en él. Sin levantar la vista de donde la había clavado, Enrique pareció sumirse en profundas cavilaciones antes de admitir que tal vez fuera muy impaciente y que aún no había que perder la esperanza de que todo al fin se cumpliera; y como prueba de que así empezaba a creerlo, propuso a su cuñado tomar unas cervezas juntos para hablar con más tranquilidad de otros temas menos candentes.

Había estado lloviendo toda la noche. Entre sueños, había oído cómo caía la lluvia en el patio, situado al otro lado de la alcoba conyugal. En los ratos en que se había desvelado un poco, había escuchado su repiqueteo insomne en los cristales de la ventana, su chorreo persistente desde los canalones del tejado. Se había vuelto a dormir al arrullo de su música cadenciosa, al ritmo de los recuerdos que iba suscitando su pertinaz sonido en la memoria. Porque la lluvia es una voz que emerge del pasado, una voz que habla de cosas antiguas, de hechos que sucedieron quizá en otro tiempo, con palabras muy viejas y muy gastadas por la frecuencia con que hubieran sido dichas, de las que sólo se podrá acaso captar la emoción de lo que evocan, términos que se deshacen en el momento en que suenan, igual que las gotas que se posan en los cristales y que resbalan y se diluyen como si fueran las notas de un extraño pentagrama.
Cuando despertó finalmente por la mañana, continuaba lloviendo, esta vez quizá con menos fuerza. Lo primero que pensó Enrique fue que no sería demasiado bueno para el campo, pues podía retrasar las últimas cosechas, con la consiguiente pérdida que ello supondría. Deseaba, por tanto, que la lluvia no se debiera más que a una borrasca pasajera, igual que otras muchas que solían darse también a finales de septiembre, durante la primera semana del otoño. Como tenía por costumbre hacer cuando el tiempo cambiaba de repente o cuando una tormenta se anunciaba de forma atronadora en el horizonte, Enrique se dirigió en seguida a la ventana de la alcoba y con cierta curiosidad abrió los postigos por ver lo que fuera se encontraría. El patio aparecía poco menos que anegado, con el suelo casi convertido en un bruñido espejo de agua; tras él, surgía todo envuelto en una cortina gris que cegaba ya los tinados y las cuadras del corral, sobre los que se adivinaba la sombra pardusca de los tejados, como una mancha a punto de perderse en el mar de nubes que por el cielo avanzaba.
La mujer de Enrique, que era muy madrugadora, había ya arreglado el comedor y fregado los platos y cubiertos de la cena. Ahora se hallaba en la cocina preparando el café que se había de tomar con su esposo. A éste le había llegado ya el olor de la estimulante bebida mientras seguía contemplando el inesperado panorama que desde la ventana descubría. Como le pasaba casi siempre que lo sorprendía la lluvia, sintió su ánimo predispuesto a caer en un estado de vaga melancolía y, sin poderlo evitar, tuvo entonces la corazonada de que algo especial le debía de ocurrir a lo largo de aquella jornada, que tan propicia parecía que se presentaba para despertar inusitadas emociones.
Luego, sin embargo, todo hubo de transcurrir de la misma manera, sin que nada nuevo viniese a revelarse o a intuirse siquiera: en el ayuntamiento se halló con la consabida rutina de siempre, alterada en ocasiones por lo que algún vecino o algún grupo representativo de ellos llegara a exponerle, por lo general asuntos de índole particular que él procuraba resolver del mejor modo posible, a veces con excusas o con promesas de que había de volver sobre ellos cuando considerara más conveniente.
A eso de las once y media salió a tomar un segundo café en el bar del casino, donde solía departir con algunos conocidos sobre temas más livianos. A tal hora no había parado de llover, por lo que tuvo Enrique que valerse de su paraguas para recorrer en los dos sentidos el trayecto que mediaba entre el ayuntamiento y el casino.
El pueblo ofrecía una imagen desoladora, con la torre de la iglesia envuelta en un oscuro lienzo de agua sigilosa y de tristeza. Ningún alma se veía por las calles, si no era la sombra fantasmal de algún osado transeúnte que provisto de cualquier medio para protegerse de la lluvia cruzaba rápidamente camino de alguna parte.
El resto del día, en fin, tampoco deparó ninguna otra sorpresa, por lo que Enrique casi vino a desestimar y a echar en olvido aquel lejano presentimiento que recién levantado tuviera.
Cuando ya había dado por terminada su gestión en el ayuntamiento, después de haberse pasado incluso por la casa de un amigo para congratularse con la suerte que había tenido su hijo, le sucedió entonces un hecho que quizá habría que relacionar con lo que por puro antojo o por misterioso capricho barruntara. La lluvia, por cierto, había cedido ya, dando lugar a unos cielos más despejados. Estaba anocheciendo cuando Enrique regresaba por fin a su hogar, hincando la contera del paraguas en el suelo cada dos o tres pasos a modo de bastón. Lo mismo que por la mañana, las calles aparecían desiertas, barridas por un viento esquinado que semejaba que arremetiese con más fuerza a medida que él avanzaba por ellas. Al llegar a una especie de rinconada que formaban dos viviendas contiguas, escuchó el afanoso bisbiseo con que trataba de llamar su atención alguien que se hallaba sentado en el bordillo de la acera. Vio allí un cuerpo desmadejado, con la cabeza metida entre las rodillas, los brazos agitándose con la desconfianza de un ave herida a la que costase levantar otra vez el vuelo.
Al acercarse, no tardó Enrique en reconocer a Luis, muy famoso en el pueblo por sus constantes borracheras, de las que dejaba no pocas anécdotas y hechos memorables por dondequiera que pasaba; y una vez que hubo llegado a su lado para cerciorarse del estado en que yacía, el conspicuo paisano lo miró a los ojos al tiempo que entornaba los suyos, como si en efecto no tuviera muy claro que lo honraba en aquella ocasión con su presencia. Al darse cuenta de que era el alcalde, tal como debía de vislumbrarse entre las pesadas brumas de su conciencia, Luis hizo un manifiesto esfuerzo por incorporarse y, dado que no lo conseguía, terminó por derrumbarse de nuevo y por quedar tendido en aquella parte de la acera en donde se encontraba. Al ver que no era leve ni transitoria la cogorza que había cogido, Enrique quiso ayudarle, pero él no lo permitió y buscó la manera de recomponer la figura por sus propios medios, sin que esta vez diera resultado tampoco lo que intentaba. Se diría que tuviese las piernas de trapo y los brazos de hilo por la escasa capacidad que demostraba para obedecer sus órdenes. Enrique entonces se agachó para hablar con él y vio mejor su cara ennegrecida por el barro que le había salpicado, con los ojos a punto de ocultarse bajo el hinchado caparazón de sus párpados. Con voz trastabillada escuchó que le decía que le diera una limosna. A Enrique, por supuesto, le sorprendió mucho aquella salida, pues no era Luis persona precisamente a la que le faltase el dinero o que hubiese de recurrir a tales menesteres. “Dame algo”, repitió con más claridad, extendiendo su mano derecha para que depositara en ella unas monedas. Incapaz de contrariarlo, Enrique hizo lo que le pedía, después de lo cual se puso el otro a contar con gesto de extrañeza lo que se le había entregado, calculando quizá lo que podía comprar con aquella insignificante cantidad. Aprovechando que en ese momento lo creyó un poco más despierto, el voluntarioso alcalde se acercó aún más e intentó como pudo levantarlo, empujándolo con cuidado para que volviera a sentarse en el bordillo y tirando luego de él hacia arriba con las manos metidas entre sus axilas. Logró así que se pusiera de pie un instante, pero después notó que él mismo hacía todo lo posible por desasirse y por dejarse caer otra vez al suelo. Se quedó sentado, en la misma postura en la que lo había encontrado al principio. “Dame algo”, oyó que ahora le insistía con la voz un poco más ahogada y compungida que antes, como si de veras estuviese requiriendo su ayuda, tratando de conmoverlo también con su mirada, que tomaba un aspecto más desangelado y más frío que al comienzo, con ojos que más parecían de animal moribundo al que se le hubiese propinado una cruel paliza. Enrique iba a darle ya otras monedas, pero luego se contuvo al advertir que la gente que vivía en las casas de aquella rinconada se había asomado a las puertas para ver qué ocurría. En cuanto supieron de qué se trataba, no dudaron dos de aquellos vecinos en aproximarse también para ayudar a su alcalde a resolver tan lamentable conflicto, más digno de pena o de compasión que de hilarante risa.
Con no pocos esfuerzos, bromeando con él para que no se volviera a venir abajo por el camino, lograron entre los tres conducir a Luis hasta su casa, la cual no se hallaba muy lejos del sitio donde había caído.
Enrique no pudo evitar luego acordarse de aquello mientras regresaba a la suya, pues le había impresionado sobremanera el estado de postración y de nulidad en el que Luis se había sumido, aquella expresión de desconsuelo y de envarada y torpe conciencia con que lo había mirado cuando pedía con obcecada tenacidad una limosna, aquel rostro entumecido y cubierto de barro en el que a veces se insinuaba el pálido brillo de unos ojos inertes, detenidos en un espacio sin luz en el que hubiera quedado anclada su memoria. Por un momento, Enrique había deseado corresponder de otra manera con aquel hombre, ya que de algún modo creía ver representado en él al pueblo entero de Elvira, con el cual pensaba que había contraído una especie de deuda que nunca podría saldar. Era, efectivamente, la imagen más ostensible y más truculenta de un pueblo abatido y humillado que no paraba de invocar su auxilio ante la tremenda situación de miseria en que vivía postergado. Una vez y otra le venía a la cabeza la cara del borracho, cara extraviada y entrevista por él en una pesadilla de la que aún no había llegado a escaparse, en medio de un ambiente que él reconocía y que sin embargo se le volvía más oscuro e insidioso a medida que progresaba la noche. Se sentía acusado por Luis, perseguido por una muchedumbre sedienta de justicia, deseosa de que él la restableciera, ya que no había otro que pudiera lograrlo, nadie que fuera capaz de intentarlo siquiera. Al pasar por las calle, tenía la impresión de que todos los habitantes de Elvira lo observaban y de que cada uno de ellos le exigía a su manera que cumpliese con rigor lo que se le hubiese demandado. En aquel silencio que lo rodeaba creía oír sus voces, las deprecaciones con que de continuo lo asediaban. Procuró acelerar la marcha con intención de huir pronto de aquella aprensión tan angustiosa, según la cual todo se le volvían figuras de hombres y mujeres que lo acechaban y que se afanaban por intimidarlo, igual que lo había hecho Luis desde su irreversible derrota, mirándolo como si nunca hubiera de terminar de reconocerlo, hundido como estaba en el pantano sin fondo de su embriaguez.
Al llegar a su casa y ver a sus hijos en torno de la mesa dispuestos para cenar, Enrique se esforzó por sobreponerse y por disimular su desconcierto, pues no quería que ellos tomasen parte de ninguno de sus problemas; y después de unos minutos en que fingió que escuchaba con interés lo que le referían, notó que todo aquello adquiría proporciones menos desorbitadas y que una relativa normalidad se instalaba de nuevo en su vida.

Jacinto, el secretario, le acababa de entregar una carta remitida desde la capital que había sido recibida en el ayuntamiento a primera hora de la tarde. Desde el principio, creyó saber de qué se trataba; con cierta precipitación, rasgó el sobre por la parte superior, deseoso de hallar dentro lo que con tanta ansiedad venía esperando desde hacía ya algunos meses. Cuando vio el papel, escrito a máquina por una de sus caras, le asaltó de pronto la certeza de que fatalmente no se habrían de cumplir sus expectativas. Tembló un poco al leerla: en el primer párrafo se atendía su solicitud, recordada con un estilo demasiado ampuloso; en el segundo, en cambio, después de una breve aclaración de los motivos que se habían tenido en cuenta para dirimir el caso, se decía escuetamente que aquélla había sido denegada. Enrique no siguió leyendo, arrugó la carta y la arrojó con rabia a la papelera, movido por la tremenda decepción que ahora lo dominaba.
Sin embargo, después de que lo hubo hecho, como si hubiera expulsado de sí un maleficio que lo tuviera preso, comenzó a sentirse algo más liberado y propenso a valorar solamente los actos y las empresas que de su propia voluntad nacieran. Durante unos instantes, permaneció así, abstraído en todo lo que a su mente acudía en despecho de aquella injusta negativa: consideraba que nada de lo que viniese de fuera podría estar claro y que era mejor confiar en las fuerzas que tuviese uno, a pesar de que no contaba con suficientes recursos para emplearlas; utilizaría lo poco que se hallase a su cargo, aun cuando sólo fuese la palabra o el gesto con que consolar en un determinado momento a alguno de sus súbditos, a quienes casi ya juzgaba desde entonces en calidad de hermanos, después de que se hubiese identificado por completo con cada una de sus reivindicaciones o con cada una de las necesidades con que a menudo lo abordaban en el despacho o en cualquier lugar o rincón de la calle. Se sentía, por supuesto, más cerca de ellos que de las autoridades provinciales o que de cualquiera de los gerifaltes con quienes últimamente había tenido algún trato. Los quería, sobre todo, porque los veía muy débiles, hundidos en un mundo en el que no había otro objetivo que escapar de la miseria que los circundaba, miseria que casi se concretaba en la necesidad imperiosa de proporcionarse una alimentación diaria, sin la cual sería incluso difícil que sobrevivieran. Muchas veces él les había procurado unos bonos que había que pagar para canjearlos por comida, o había conseguido también que en el pueblo no se distribuyera otro pan que el que estaba al alcance de los pobres, en detrimento de los pocos que podían adquirirlo en mejores condiciones. Se había granjeado con tal actitud bastantes disgustos por parte de personas o de familias de su misma clase, con las que se había visto obligado a discutir de cuáles debían ser las principales prioridades en unos tiempos en los que nada había que sobrase.
Por raro que pareciese, la carta recibida había causado en él un efecto distinto del que cabía esperar, porque lejos de enfurecerse o de caer en negro pesimismo había experimentado un extraño impulso, nacido precisamente del amor que había llegado a sentir por sus paisanos. Su conciencia le decía ahora con reconfortante clarividencia que nunca había faltado en sus deberes de alcalde, al menos en lo que se refería a las tareas y cometidos administrativos que concernían a su competencia. Lo comprendía perfectamente ahora, después de hubiera visto contrariadas sus esperanzas de que al pueblo se le proporcionara una importante ayuda. No era, pues, de él la culpa de que ésta no se concediese, sino de los que tenían la responsabilidad civil de aprobar medidas y de cursar disposiciones para paliar la grave situación por la que atravesaban la mayoría de los españoles.
Se encontraba por eso muy tranquilo, pues no había podido hacer al respecto más de lo que había hecho, por lo que aquel desencanto que sintiera al principio cedió paso a un estado de indecible desembarazo, ante el cual le era grato incluso desentenderse y olvidar así onerosas obligaciones.

Estaban los tres reunidos en una especie de recibidor o de pasillo que había en la casa de Antonio junto a la puerta del patio, por cuya vidriera entraba una luz amarilla de otoño. Tenía aquella estancia el zócalo de mármol blanco y una mesa de anea en torno a la cual se hallaban sentados los tres en sendas butacas. Enrique de vez en cuando fumaba, esparciendo por encima de sus cabezas el humo azul de su cigarrillo. Jesús, su hermano, un hombre tranquilo y bondadoso donde los hubiera, de mirada serena y conciliadora, permanecía casi siempre callado, escuchando con atención las cosas que los otros dos exponían. Antonio, por su parte, trataba de hablar de lo que a él más interesara, con frecuencia relacionado con asuntos familiares o con anécdotas que pudieran resultar divertidas.
El que más se explayaba, sin embargo, era Enrique, que parecía tener mucho que decir o que desembuchar aquel día. Era domingo, por lo que estaba más libre de ocupaciones que atender en el pueblo. Quizá esta circunstancia estimuló en él la locuacidad y las ganas de narrar sucesos que en otras ocasiones se veían postergadas por la necesidad de mantener una imagen más seria y circunspecta de alcalde afanado en la resolución de los casos que a él fuesen llegando.
La conversación derivó en un momento hacia hechos ocurridos en el pasado, sobre los que cada uno habría tenido bastante que contar acerca de los acontecimientos que hubiesen presenciado. Como antes, el más explícito era Enrique, al que no le faltaba tampoco sobre ello abundante materia que referir. Antonio, su cuñado, intentó al principio que no se hablase de tales temas, ya que no era partidario de remover viejas historias que sólo habían servido para dividir y enconar más a la gente. Enrique también opinaba lo mismo, si bien él procuraba siempre extraer de los recuerdos una lección con la que se pudiese entender mejor el presente, una lección con la que se evitara de paso caer en los mismos errores o barbaridades que en el pasado se cometieran.
Aunque lo había contado otras veces, se puso aquella mañana de domingo también a relatar un caso que a él le sucediera en los tiempos de la República. Había estado una tarde en la vega echando un vistazo a sus hazas, como hacía con frecuencia cuando se hallaba desocupado: el celo que sentía por ellas lo llevaba a prevenir cualquier detalle que a larga pudiera perjudicarlas; nunca había permitido, por ejemplo, que la hierba creciera demasiado en las acequias o que ninguno de sus frutos se aborrajase. Vivía pendiente de cada circunstancia o pormenor que con ellas estuviese relacionado; por eso le gustaba repasarlas a menudo por si hubiera algo en lo que no hubiese reparado antes, a la vez que le servía para distraerse un rato con las hermosas vistas que desde la vega se contemplaban. Era una costumbre que Antonio y Jesús conocían, porque lo habían acompañado en muchas ocasiones en sus frecuentes visitas al campo.
Aquella tarde, pues, regresaba de una de ellas cuando a lo lejos distinguió la silueta de un hombre apostado a la vera del camino. Al principio no quiso dar excesiva importancia a aquello, pues podía tratarse de cualquier aldeano que estuviera allí aguardándolo por algún motivo. Sin embargo, muy pronto se percató con claridad de quién era, un vecino de Elvira que de continuo lo perseguía y vigilaba y que posiblemente aquel día hubiera recibido la orden de matarlo. Como bien sabían todos, cada uno de ellos tenía asignada una persona con este encargo, tal como ya había sucedido sin ir más lejos con su amigo Miguel, al que habían asesinado vilmente en mitad de la calle, en presencia incluso de su misma esposa.
Por un instante Enrique pensó en huir, pero en seguida desestimó la idea porque no quería que el otro creyese que le temía. Avanzó, por tanto, como si no se hubiera dado cuenta de nada, simulando que lo hacía con plena indiferencia, igual que lo había hecho en otros momentos por aquellos mismos parajes. Trató incluso de convencerse de que no era en absoluto extraño que estuviese allí aquel hombre parado; procuraba así que no se le notara que andaba un tanto desazonado con aquella inopinada circunstancia. A medida que se aproximaba al punto en el que su enemigo se encontraba, se iba poniendo más nervioso, al tiempo que intentaba apercibirse con el mayor disimulo de los movimientos o gestos que aquél efectuase. Estaba colocado de perfil, aparentando que miraba hacia otro lado, la cabeza erguida, el semblante serio, transido de tensión también, o quizá fuese de miedo. Tenía una mano libre; la otra, metida por detrás de su cinturón, oculta por la chaqueta. A Enrique entonces se le ocurrió introducir una de las suyas en el bolsillo de su pantalón para hacerle creer que él también iba armado. Estaba ya a punto de cruzar por delante de su rival; en cualquier momento podría producirse el fatal desenlace, ante el cual Enrique no tendría nada que oponer. El otro apenas se movía; parecía incluso más tenso o intimidado que antes. Sin saber cómo, se vio él asistido a esas alturas por una gallardía inesperada, por un coraje que no había llegado a sentir nunca, quizá el coraje que se experimenta cuando está ya todo perdido y uno se entrega con inevitable resignación al último lance que le depara su destino. Pasó a un metro tan sólo de su contrario sin que éste se atreviera todavía a moverse, mirándolo de soslayo por si se decidía a actuar entonces, sin apartar la mano del bolsillo, colocada en forma de hueco para que abultase más, para que diese efectivamente la impresión de que llevaba una pistola que podía utilizar para repeler una agresión o un conato de homicidio que con él se intentase. En vista de que nada sucedía, llegó Enrique a decirle buenas tardes cuando ya lo sobrepasaba y le daba casi la espalda. El otro, por su parte, chasqueó la lengua sin que fuera capaz de pronunciar palabra, como si en ese instante hubiese sido acometido por una mudez embarazosa que tuviera atrofiadas sus facultades verbales. Enrique tenía la certeza de que no lo atacaría, a pesar de que ahora lo habría podido hacer mejor a traición, cuando él ya lo había perdido de vista. De vez en cuando, no obstante, doblaba la cabeza hacia un lado y miraba de reojo para cerciorarse de que no se había movido. Nunca supo en realidad si lo había estado esperando para matarlo y no se había atrevido a hacerlo por miedo a que él disparase antes o si sólo se trataba de un mero acto de persecución con el cual únicamente se pretendiese estrechar aún más su cerco y aguardar una mejor oportunidad para asesinarlo.
Ahora, al cabo de los años, Enrique recordaba a aquel hombre con una mezcla de piedad y simpatía, aunque era ciertamente difícil justificar ese sentimiento que con el paso del tiempo había llegado a inspirarle. Al pensar que era él precisamente el que había sido escogido para llevar a cabo tamaña felonía, de alguna manera lo consideraba ahora ligado por tal motivo a su vida. Aun cuando no eran lazos de amistad los que los unieran, juzgaba el alcalde que ocupaba tal individuo un lugar muy importante en su pasado, en el cual habían coincidido los dos por los tristes acontecimientos de entonces en varios puntos señalados de Elvira. Era, en efecto, un vecino de la localidad, un hombre como él que quizá actuaba de aquella forma por el envenenamiento atroz a que lo habían sometido otros, por el odio cruel que en aquellos años había arraigado en muchos corazones. Era posible, pues, que en otras circunstancias hubiesen sido amigos, porque nada hay en los hombres que les impida que puedan tratarse y entenderse. Nada que los separe y divida como viles criaturas. Lo peor, sin duda, estaba fuera, en los prejuicios e ideas que circulaban en contra de unos y de otros, en el ambiente que los calentaba y enardecía para cometer execrables tropelías.
Aquel hombre, Juan se llamaba, era semejante a él en casi todo, al menos en lo que concernía a los aspectos fundamentales que distinguen a los seres racionales. No le tenía ningún rencor, ni deseaba para él ninguna suerte de desgracia con la que pudiera resarcirse su instinto de venganza; nada de eso sentía, a pesar de que hubiese parecido también muy natural que lo sintiese, ya que nadie había de juzgarse exento de verse arrebatado a veces por inicuas pasiones. Su reacción, por el contrario, obedecía a un extraño impulso que se obraba en su interior, nacido al calor de sus fervorosos anhelos de paz y de bienaventuranza para todos sus allegados, fuera cual fuese la relación que con él tuviesen establecida.
No, Juan no era ya su enemigo, sino un ser humano con el cual se creía bastante vinculado, en especial después de que al cabo de los años él regresase a Elvira con una pierna cortada a causa de una herida que por lo visto se le había gangrenado durante la guerra. Experimentaba, indudablemente, cierta compasión por él, pues lo veía ahora impedido y privado de capacidades que podían resultar en ocasiones muy necesarias para quien deseara disponer de ellas. De buena gana se habría ofrecido para ayudarle, pero no había tenido hasta entonces oportunidad de manifestarlo, sobre todo porque apenas solía coincidir ahora con él, quizá debido a que de algún modo habrían de llevar ya los dos vidas paralelas después de que en el pasado hubiesen estado a punto de cruzarse y de malentenderse ya para siempre.
Cuando Enrique concluyó su relato, Jesús sonreía con satisfacción, admirado del arrojo y de los buenos sentimientos que albergaba en la actualidad su hermano, a quien siempre había tenido por su principal modelo en el complicado y enojoso tránsito de la vida. Antonio, en cambio, callaba, esforzándose por olvidar todo recuerdo que en el presente viniera a alterar la dulce placidez que con frecuencia reinaba en su alma, por la cual sus pensamientos bogaban con la suave indeterminación de las embarcaciones que no han de seguir un riguroso derrotero y que navegan a merced de las olas por un delicioso mar de otoño.

Por la mañana había tenido que denegar dos demandas de subvenciones municipales remitidas desde la escuela por la señorita Asunción Guzmán; una de ellas, si no recordaba mal, consistía en el pago de los gastos que acarrearía la mejora de una de las principales instalaciones donde se impartían las clases; la otra, en la concesión de una serie de becas destinadas al fomento y regularización de los estudios de aquellos alumnos que se consideraban más aventajados. Por supuesto, no estaba en su ánimo oponerse a tan importantes proyectos educativos, pero la realidad lo obligaba una vez más a ser austero y a saber prescindir de todo lo que no fuera estrictamente indispensable, ante lo cual tenía indudable prioridad la atención a las necesidades de primer orden. Como en más de una ocasión había confesado Enrique para justificar determinadas decisiones, para él no había mayor objetivo entonces que acabar con la pobreza, de modo que cualquier otra cosa o empresa sobraban, al menos si uno pretendía ser coherente y justo con respecto a la situación tan preocupante por la que Elvira y otros pueblos de la comarca atravesaban. Enrique, en este punto, lo era, ya que así se hallaba además conciliado con su propia conciencia, la cual a veces le advertía y le gritaba cuando afrontaba los casos más dramáticos.
Le costó bastante rechazar los planes de la señorita Asunción, pues era una mujer que desde que llegó al pueblo había despertado su admiración por el desmedido afán con que ejercía su profesión de maestra. Se había quedado soltera quizá por esta misma causa, por haber empleado todas sus energías y todo su tiempo en el desarrollo de una vocación a la que jamás hubiese renunciado. No le faltaban, sin embargo, encantos para que alguien la quisiera, ya que a pesar de que no resultaba muy agraciada en lo físico reunía por el contrario no pocas cualidades morales que podían atraer y seducir a cualquiera, especialmente a quien fuera capaz de apreciarlas. Dotada de un gran talento, sabía disponer y llevar a cabo con enorme diligencia todo lo que juzgase oportuno o necesario para el bien de la escuela.
Tenía, por otro lado, una hermosa voz, de una dicción clara y perfecta, ajustada siempre a los términos o a las ideas que ella quisiera expresar, una voz musical, plena de matices y de inflexiones armónicas, forjada y pulida en el dictado de sus clases y en las innumerables lecciones con que instruía sabiamente a sus alumnas.
A tal encanto añadía también modos muy correctos y suaves, con los cuales se ganaba así el aprecio y la confianza de sus educandas. Contaba de esta manera con una autoridad incontestable, surgida del mismo atractivo que irradiaba de su persona, aun cuando pareciese a primera vista que su aspecto era demasiado grave y distante, quizá por la seriedad y el rigor con que a menudo acometía su trabajo. Sin embargo, a poco que se la trataba, se la veía sonreír y mirar con cautelosa ternura a quienes con ella conversasen, sobre todo si eran algunas de sus alumnas.
Había ya enseñado a varias generaciones de ellas, por lo que en Elvira tenía por entonces una fama bien asegurada, reconocida además unánimemente por todos los vecinos. Por eso, era normal que para Enrique supusiera un gran disgusto tener que denegar sus propuestas, ante las que él hubiera deseado sin duda mostrarse más solícito.
Para desentenderse un poco de estas ingratas obligaciones, si es que alguna vez su espíritu lograba apartarse de ellas, había decidido por la tarde el alcalde dar un paseo a solas por la capital, a la que en otro tiempo iba también con frecuencia cuando más ocioso se hallaba. Se había puesto para tal ocasión un terno muy elegante de color oscuro que solamente reservaba para los grandes momentos; y se había desplazado, como era habitual, en el tranvía, ya que nunca había dispuesto de vehículo propio ni se había preocupado tampoco por aprender a conducirlo. Llegó a una hora más bien temprana de la tarde, en la que el sol todavía lucía con fuerza y derramaba sus rubicundos rayos por todos los sitios. Como hacía casi siempre, paseó primero por las calles más céntricas de la ciudad, en las que apenas se detectaba entonces movimiento o ajetreo de gente, seguramente debido a que aún no habían abierto de nuevo los comercios. Enrique guió sus pasos sin que supiera exactamente adónde los dirigía, confiado en lo que el azar o la fortuna pudieran depararle, dejando que su ánimo se desprendiera del ingrato peso que lo había abrumado antes y que se abandonara al mismo tiempo a lo que sus sentidos de la vista y del oído fuesen captando en su anhelado tránsito.
Como solía hacer también en sus visitas a Granada, tomó café en un conocido bar antes de emprender la segunda parte de su trayecto. El cual discurrió después por la empinada cuesta de Gómerez, con sus destartalados edificios de ventanas y balcones de mugrienta forja, con sus lóbregas y tortuosas callejuelas que desembocan en recatada y sombría plazoleta. Atravesó luego la famosa Puerta de las Granadas y principió a subir por el camino que bordea la colina sobre la que se asienta la fortaleza de la Alhambra, colina poblada de árboles milenarios que pugnan por ascender y por superar el alto enramado o que se curvan y retuercen y casi amenazan con sucumbir a su fatal inclinación. El agua lamía con su lengua de plata los estrechos márgenes de la acequia por la que circulaba. Cantos de pájaros perforaban con su trino insomne el silencio, que parecía dormitar sobre el verde celofán de las laderas. Una luz antigua de leyenda se filtraba por los claros de las ramas, abriéndose paso entre las sombras que en aquellos parajes tanto abundaban. Enrique recorrió el primer tramo de cuesta con bastante dificultad, con el cuerpo un poco encorvado, las manos colocadas sobre los muslos a modo de ligera sujeción, como si quisiera tomar impulso con ellas. La verdad es que la pendiente era muy pronunciada y casi se veía obligado a caminar de aquella manera. Se sintió bastante fatigado, algo más que en otras ocasiones en que también había subido por allí. Se sentó para descansar en un banco que se hallaba en una especie de rellano, aquejado de un extraño cosquilleo que casi se extendía por todos sus miembros. Estiró las piernas para relajarlas un poco y se puso a pensar otra vez en las cosas que había dejado sin resolver aquella mañana, como si el descanso del que ahora disfrutaba hubiese hecho que su mente se remontara a las tristes circunstancias que había pretendido olvidar.
Para evitarlo, reanudó en seguida su marcha, esta vez mucho menos agotadora que antes, pues no era aquel segundo tramo tan empinado ni tan largo como el otro. Llegó así al pilar que precede a la Puerta de la Justicia, por la que entró al fin en el recinto amurallado de la Alhambra. Durante un buen rato paseó por los jardines que hay delante del Palacio de Carlos V, evocando con vaga delectación la historia que tras aquellas piedras y muros labrados se ocultaba. Le ocurría siempre que llegaba a tales sitios y posaba la mirada en aquellos lienzos almenados o en aquellos viejos torreones de color de azafrán, envueltos en la amelocotonada luz de la tarde.
Llevado de un repentino impulso, retrocedió sobre sus pasos y se encaminó hacia la zona central de la fortificación que, como la proa de un gigantesco barco, se alzaba sobre el crecido oleaje de arbolado y vetustos caserones que a sus pies se desparramaban. Hacía tiempo, por cierto, que no subía a la Torre de la Vela. Se cruzó con algunas personas que volvían de haberse asomado ya a ella, la mayoría en pequeños grupos que recorrían con interés artístico casi todas las dependencias y rincones de la Alhambra. Cuando Enrique llegó a lo alto, se quedó mirando el maravilloso espectáculo que a su vista se ofrecía, asombrado de nuevo por lo que allí encontraba, como si fuera la primera vez que veía tan bello paisaje. A un lado la ciudad se arracimaba sobre otra colina en un apretado conjunto de casas y miradores intercalados de pequeñas torres de iglesias y conventos y de algún que otro ciprés o palmera que crecieran en los jardines o en los huertos de las viviendas, ocultos tras los tapiales que desde allí también se divisaban, mezclado todo ello con algún resto de muralla o de construcción más antigua que remitiera a los diversos periodos en que aquel histórico barrio había ido creciendo.
En su parte más llana, en cambio, la ciudad se extendía como un inmenso mar de tejados y de bloques sucesivos de edificios, entre los que se abría a veces la profunda sima de una calle o la inesperada isleta de una plaza, un mar de bronce en el que permanecía encallada la vieja carabela de la catedral, con su velamen desplegado sobre la roja luminaria de la tarde. De vez en cuando llegaban desde abajo voces y ruidos de gente, prendidos entre los flecos del aire y desvanecidos en seguida con la misma ligereza con que habían aparecido, como formas fantasmales del sonido que allí cobrasen por momentos cierto vigor.
Enrique no perdía apenas detalle, ávido de que su espíritu lo registrase todo. En un segundo término, más allá de la línea difusa de los últimos edificios, se podía ver al fin la vega, dividida en múltiples cuadros de labor y salpicada de manchas azules de alameda que a guisa de retales se sucedían sobre el cerco de colinas y de montes que las rodeaban, en una vaga lejanía inundada de sol y de delicioso encanto. Obedeciendo a un instintivo impulso, Enrique desvió los ojos hacia el lugar donde debía estar enclavada Elvira. La vio circundada de cerros y de pelados serrijones, sumida en el dulce sosiego de los días del otoño, en el plácido sueño en que se sumergen los siglos pasados y las distancias. Por un instante imaginó que no era él quien la contemplaba, sino un sultán que habitase aún en la Alhambra y que hubiera reparado por casualidad en ella mientras oteaba el horizonte. Parecía, en efecto, que surgiese de un tiempo remoto, en el cual nada era como realmente hubiese sido, de la misma manera que él deseaba librar en la actualidad a Elvira del oprobio y la miseria en que había caído. Tal idea volvió a nublar sus pensamientos, que sin querer regresaron nuevamente a la realidad de la que habían partido, cuando ya el sol semejaba un viejo y sucio estandarte que todavía colgara entre los últimos despojos de una batalla. Entonces, llegado a este punto, decidió que debía marcharse ya de allí, pues no era su intención regresar muy tarde tampoco al pueblo. A pesar de que nunca había dado síntomas de flaqueza, el camino de vuelta se le hizo aquel día más largo que de costumbre. Creyó incluso que se mareaba cuando descendía por la cuesta por la que antes había subido: aquel raro cosquilleo que sintiera en todo su cuerpo, precursor quizá de un repentino desfallecimiento, lo experimentó otra vez con mayor intensidad si cabe, seguido ahora por un agudo dolor que atenazaba casi sus piernas y que a ratos se convertía en una seria dificultad para avanzar.
La ciudad presentaba a esa hora un animado bullicio, bañada toda ella en la luz morada del crepúsculo. Al contrario de otras veces, Enrique no pudo apenas disfrutar de la honda impresión que solían causarle tales instantes, en los que la vida parecía coronada por un halo irreal de belleza.
Llegó a su casa más cansado que de ordinario, cuando ya sus hijos y su esposa lo aguardaban como todas las noches para cenar con él en el comedor.

No fue aquélla una sensación pasajera, producto de una transitoria indisposición o de un extraño reflejo de su organismo, hasta entonces bastante regular y seguro en cada una de sus funciones, si no era acaso por los accesos de tos que con cierta frecuencia le sobrevenían, achacables como era presumible al tabaco y a su falta de voluntad para dejarlo. Un día que fue a la vega para hablar con Joaquín le ocurrió algo parecido, aunque en esa ocasión no llegó a sentir las piernas tan doloridas. Lo quiso atribuir a que últimamente no comía demasiado, quizá porque estaba más nervioso que antes, a causa de que los problemas habían empezado a desbordarlo. Por tal motivo, no creyó oportuno decírselo todavía a nadie, ya que no era aún algo a lo que había que dar excesiva importancia. Ni siquiera estuvo tentado tampoco de comunicárselo a su mujer, a quien casi nunca se atrevía a ocultarle nada. Podía ser tan sólo una aprensión suya, de la que los demás no tenían por qué enterarse.
Sin embargo, aquello no remitía, sino que incluso parecía que se recrudeciese cuando realizaba algún esfuerzo o cuando más cansado se hallaba. Tosía cada vez más, al tiempo que se asfixiaba y que comenzaba a experimentar un brusco desmayo. Las piernas, además, le temblaban, como si no tuviesen ya suficiente fuerza para sostenerse o para desplazarse con normalidad. Había ratos, no obstante, en que no sentía nada y en que se encontraba por eso más sereno, lo cual alentaba en él la esperanza de que no fuese lo suyo ningún mal importante. Pasó así varias semanas, atento a cualquier síntoma que en su cuerpo pudiera barruntarse, como si de esa manera lograra ahuyentar la posibilidad de una nueva recaída.
Al final, sin embargo, tuvo que ir al médico para referirle lo que le ocurría, no sin antes habérselo contado en secreto a su esposa, quien no había querido ver por cierto en ello nada grave.
Las cosas después se sucedieron con angustiosa rapidez. El médico le aconsejó que se sometiera a una serie de pruebas, pues había sospechado desde el principio que podía tratarse de una enfermedad que no tuviese cura, aunque a él no se lo dijese.
A pesar de estas prevenciones, intuyó Enrique pronto que su estado de salud era cuando menos muy delicado. Sus ojos azules, de por sí claros y luminosos, aparecían entonces a menudo manchados de tristeza, detalle éste que no les había de pasar inadvertido a los demás, en especial a los que más le conocían y trataban. Se volvió también más taciturno y reservado, aun cuando a veces estaba obligado a hablar y a intervenir en las reuniones en que participase o en los diálogos que casualmente entablara en la calle.
Pasaba por ello menos horas en el ayuntamiento, donde Jacinto tenía orden de atender todos los asuntos cuando él se hallase ausente. Prefería quedarse en su casa, al lado de los suyos, con quienes deseaba estar ahora el máximo tiempo posible. Algunos días recibía la visita de su cuñado Antonio o de su hermano Jesús, que intentaban animarlo como consideraban más oportuno, hablándole con frecuencia de los hechos más divertidos que en el pueblo tuvieran lugar.
Él ya casi lo sabía, o al menos lo sospechaba con cierta claridad. Cuando le diagnosticaron lo que tenía, una de las primeras decisiones que tomó fue renunciar al cargo de alcalde para que otro más sano y más preparado que él lo relevase. Casi desde entonces, se negó asimismo a salir a la calle, ya que no le apetecía que nadie lo viera en el estado en que ahora se encontraba, abatido por la idea de que le quedaban muy pocos meses de vida. Se veía todavía relativamente joven: en la próxima primavera, si es que el cáncer de pulmón le había de permitir llegar a ella, cumpliría Enrique cincuenta y tres años, una edad a la que aún se podrían emprender muchos proyectos o realizar muchas obras que beneficiaran a los demás, sobre todo a los más necesitados, a los que siempre tuvo presentes desde el comienzo.
En los ratos en que lo dejaban solo pensaba en las cosas que le habían quedado por hacer, si bien ahora éstas no le agobiaban tanto como antes, pues estaba ya todo cumplido y él mismo habría de ser juzgado dentro de poco por Dios, de quien sólo esperaba que valorase la buena voluntad con que había procurado llevar a cabo sus propósitos, a pesar de que algunos no habían podido realizarse. “Somos muy limitados; por eso, nada de lo que hagamos será perfecto”, le confió a Antonio una tarde que había ido a visitarlo.
Solía extraer pensamientos muy clarividentes de sus continuas meditaciones, a las que le había dado por entregarse con grave resignación en sus últimos días. Igual que sucedía en el Eclesiastés y en otros libros de la Biblia, a los que él en otro tiempo había sido bastante aficionado, la mayoría de sus reflexiones venían a confluir en la inanidad de los afanes mundanos, a los que muchos veía abandonados a falta de unos valores más trascendentales que los pudiesen orientar mejor en sus vidas. “Nunca es más grande el ser humano que cuando es consciente de su propia pequeñez”, había dicho en otra ocasión ante un grupo de vecinos.
Quizá fuera ésa su principal fuerza, llegaron a pensar algunos que oyeron aquellas sabias palabras: la humildad que siempre lo asistió en sus actuaciones, la honradez que en todo momento lo condujo a ponerse del lado de quien más lo necesitaba.



















3



Es posible, en efecto, que no haya nada más tentador en la vida que volver a los orígenes, al tiempo aquel en que nuestros ojos descubrieron el mundo, un mundo que nos pertenece y que sin embargo se nos escapa sin remedio. A veces da la impresión de que el pasado está poblado de sombras y de lugares remotos, por los que sólo pasean los fantasmas de los seres que en una época ya muy lejana los habitaron. Otras veces, por el contrario, parece que nuestros recuerdos recuperan una escena o una circunstancia que creíamos perdidas, engullidas por ese torbellino de sombras que todo lo borra y condena al olvido.
Las palabras de Joaquín, aquel viejo gañán de mi abuelo Enrique, me animaron un día a mí a reconstruir su memoria, evocada en no pocas ocasiones con cierto fervor en mi familia. Pienso que es ocioso añadir que en su semblanza he incorporado datos que son sólo producto de mi imaginación, algunos de ellos quizá bastante exagerados, debido sin duda a la admiración que he acabado también por sentir hacia su persona. Es un caso el suyo que he querido incluir en esta historia porque creo que es muy representativo de lo que un hombre puede llegar a hacer y a sufrir por su pueblo, de la misma manera que he incluido otros ejemplos que resultan asimismo bastante significativos, integrados todos en el devenir de una colectividad que hubo de pasar por distintos periodos a lo largo de los siglos, periodos que fueron de lucha y de crueles contiendas en determinados momentos pero que no dejaron de condicionar a los individuos que en ellos vivieron.
Está claro que lo que a uno le sucede les afecta también a otros, igual que lo que a éstos ocurre no puede tampoco quedarse al margen de nuestras vidas. Formamos parte de una historia colectiva, en gran medida heredada de lo que en el pasado hubiera acaecido. Si rastreamos en el fondo de nuestro ser, si buscamos en él y hallamos los sentimientos y los impulsos más elementales que lo configuran, seguramente nos daremos cuenta de que no somos muy diferentes de los demás, aun cuando algunos profesen ideas o creencias muy distintas a las nuestras.
Ahora, al reflexionar un poco sobre lo que he escrito, pienso que no me he apartado demasiado de mi objetivo, lo cual es ya un gran logro, puesto que sucede con frecuencia que lo que uno concibe al principio se desvirtúa después a medida que lo va desarrollando. Yo mismo, por ejemplo, en los capítulos en que cuento los hechos más importantes que a mí me ocurrieron, aparezco casi como un narrador que relata en primera persona todo lo que vivió y presenció en compañía de sus amigos, de los que nunca podrá desentenderse.
El pasado, sin embargo, es materia escurridiza y a veces deleznable, por lo que no es raro que se olviden episodios que también deberían haber sido contados. Posiblemente después de que dé por concluido este libro vuelvan algunos de ellos a mi memoria, evocados por cualquier sensación nueva que registren de pronto mis sentidos.
Del mismo modo, he podido referir otros muchos casos que a mis oídos han llegado de boca de algún familiar o de algún paisano que a su vez los hubieran escuchado de antiguo, relativos a personas que protagonizaran también en Elvira hechos dignos de ser recordados y difundidos... Me viene a la cabeza ahora, sin ir más lejos, la peregrina historia de un antepasado mío que viajó en burra desde un pueblo alpujarreño deseoso de probar fortuna, ya que donde vivía apenas contaba con las condiciones adecuadas para ello. Aunque probablemente tenía intención de arribar a Granada, diversos avatares o gajes de la suerte lo condujeron hasta Elvira, donde al fin se asentó. Refería que en el trayecto le sucedieron numerosas anécdotas y que tuvo en ocasiones que afrontar algunos peligros, como la noche en que la burra lo salvó de despeñarse por un precipicio: como no se veía apenas nada, se encaminó a ciegas casi hasta el borde de un tajo que en la montaña por la que pasaba había; él intentó proseguir la marcha, acuciado por la necesidad que tenía de llegar cuanto antes a un lugar más propicio para el descanso, pero la burra se atestó en que no daba un paso más en compañía de su amo, por lo que éste vino al final a colegir que algún riesgo corría si continuaba su camino. Tal experiencia muestra la voluntad que animó a aquel hombre a forjarse un destino diferente del que hasta entonces se vislumbraba en el horizonte de su vida, una voluntad recia e irrefrenable, capaz de vencer obstáculos y de arrostrar dificultades y situaciones extremas.
Podría asimismo relatar episodios posteriores, sucedidos ya en una época más cercana a la mía, referentes acaso a lo que a mis propios padres aconteciera, en los años en que de alguna manera se estaba gestando la posibilidad de que yo naciese.
El pasado, por tanto, es algo que permanece gracias a lo que se cuenta, gracias a lo que nuestros mayores nos confían y a lo que nosotros también confiamos a los que nos suceden. Nada es ajeno a nadie, como nadie tampoco lo es respecto a otros.
No hace mucho mi madre me relató un sueño reciente que tenía que ver con un lamentable percance que ocurriera cuando yo todavía no había nacido. Según parece, le sobrevino un aborto a causa de una caída cuando estaba embarazada de dos meses del que hubiera sido su primer hijo. Aunque al principio le resultó aquello muy doloroso, con el paso del tiempo casi lo iría olvidando, debido a las nuevas obligaciones y eventualidades a las que en el seno de la familia habría de enfrentarse.
Pasaron, pues, muchos años sin que ella volviera a mencionar aquel desagradable incidente, hasta que una noche soñó que estaba dormida en la cama y que percibía un roce muy suave sobre su piel, algo así como una caricia muy dulce que la embargaba de pronto de emoción y de felicidad. Era tal la intensidad de aquel súbito sentimiento, que en el sueño vio cómo se levantaba y miraba con ansiedad a su alrededor para saber quién la había tocado o quién había estado allí velándola mientras dormía. No encontró a nadie pero entendió que se hallaba cerca de ella un ser invisible que continuaba observándola y tal vez amparándola bajo su misteriosa aureola de silencio y de bondad, un ser como un ángel que la amase en ese momento con su infinita ternura y que la envolviese en la misma atmósfera en la que él se encontraba inmerso. Movida por la confianza que en ella suscitaba aquella sobrenatural presencia, mi madre entonces preguntó con temblorosa voz quién estaba por casualidad a su lado, pues no podía soportar por más tiempo la incertidumbre de no saber aún de quién se trataba. Como si alguien le hablase desde su propia alma, oyó con claridad que le decían que era su hijo mayor, su primogénito. De inmediato ella pensó en aquel aborto que casi ya había olvidado, en aquel feto que sin duda daba cobijo a un ser que ni siquiera había tenido oportunidad de nacer. Apenas se enteró, mi madre sobrecogida volvió a inquirir si era verdad que estaba con Dios, ante lo cual él no vaciló en asegurar que así era y que no podía imaginarse la dicha tan inmensa de que disfrutaba. Antes de que el sueño se disgregara o antes de que mi madre por fin se despertase, sobresaltada por aquella experiencia tan intensa, tuvo aún tiempo ella de pedirle que rogara a Dios por sus hermanos, quizá porque en ese instante era lo que más le preocupaba. “Ya lo hago”, escuchó que le decía de una manera muy clara, antes de que en efecto la imagen se desvaneciera.
Lo que relatamos, por tanto, se convierte en una realidad nueva, en un hecho que indudablemente asume y da fe de él quien lo oye. Pasa a formar parte de un acervo común de casos al que a menudo recurrimos para justificar de algún modo lo que en la actualidad nos acontece.
Elvira es ahora para mí sobre todo un lugar vinculado a mi pasado, al cual regresan una y otra vez los recuerdos que acuden a mi memoria como aves migratorias que tuviesen allí instalados sus nidos, nidos de antaño que viéramos colgados entre las vigas de nuestros tinados o bajo las cornisas o aleros de los edificios más viejos. Seres que fuimos y que habitamos un espacio que ahora se nos antoja idílico, precisamente porque fue allí donde empezamos a descubrir el mundo.
No hay nada que anhelamos tanto como lo que se pierde, como lo que ya no puede restituirse ni recobrar la forma o las dimensiones que tuvo. Reconocerlo es costoso, pues supone admitir también la propia fugacidad que nos consume.
Ya todo pasó y sin embargo aún creemos percibir en nuestra conciencia la huella de una existencia anterior que todavía nos condiciona y configura, como un aliento lejano que palpitase detrás de cada nuevo acto, detrás de cada nuevo impulso con que afrontamos la indeterminación de nuestro futuro.
Sí, Elvira es para mí ya un lugar paradisíaco, muy diferente de la imagen con que ahora se ofrece a sus habitantes. Es también un conjunto de hechos y de experiencias que en él sucedieran, acaecidas en un tiempo que cada vez se me representa más improbable.
El maestro Galiano, Angustias, Francisco, Enrique, Joaquín..., todos los personajes que pueblan este libro están extraídos de allí, algunos con rasgos más acentuados que otros, quizá un poco deformados por mi imaginación, pues a la mayoría de ellos no los conocí, si no era a través de los relatos que sobre sus vidas había ido escuchando. Son todos vecinos de Elvira que coincidieron y se relacionaron con otros en un devenir común, sin el cual nada de lo que hicieron o experimentaron en él tendría verdadero sentido, igual que yo tampoco sería ciertamente como soy sin la presencia de mis padres o de mis hermanos o de aquellos primos y amigos que me acompañaron en aquel maravilloso mundo de la infancia, a pesar de que sus nombres o sus gestos y palabras no se correspondan a veces en esta historia con los que en la realidad tuvieron.
Elvira son ellos, somos todos, con nuestros defectos y nuestras virtudes, con nuestros odios y nuestros deseos de concordia, con nuestros miedos y nuestros intentos por superarlos. Con nuestra ansia de inmortalidad y de alcanzar la paz de la que ya disfrutan nuestros antepasados, como así le reveló en aquel sueño a mi madre la voz de un ángel.