La literatura es siempre magia

En la literatura todo se desvitúa y desrealiza para tomar un aspecto nuevo, para que lo que en ella aparezca nos invite a soñar. Es su principal propósito; si no se cumple, se convierte en un mensaje huero, en un insulso planteamiento. La vida en ella llega a su plenitud, pues lo que se sueña es lo que pervive, lo que se resiste a sucumbir.







martes, 30 de abril de 2013

Figuras de la Resurrección del Señor




FIGURAS DE LA RESURRECCIÓN DEL SEÑOR
(Quiero evocar en estas estampas diversas figuras de la Resurrección del Señor, al modo como lo hizo Gabriel Miró en su maravilloso libro Figuras de la Pasión del Señor, que tantas veces he leído. Como no podía ser de otra manera, comienzo con la figura de María Magdalena, la primera a la que se le apareció el Señor).
Pasado el sábado, al amanecer del día primero de la semana, salieron María Magdalena, María la de Santiago y Salomé para ver el sepulcro. Llevaban aromas que habían preparado para ungir al Señor. La ciudad de Jerusalén aparecía bañada por una luz cenicienta que dejaba un halo tembloroso sobre las cúpulas y las almenas de las torres. En las callejas quedaban todavía coágulos de sombras adheridos a las paredes, restos de noche que aún no se habían disipado, repartidos por rinconadas y cantones como manchas opacas que se resistiesen a ser borradas por la emanación de un nuevo día. Las tres mujeres salieron de la ciudad por un pasaje angosto, flanqueado por gruesos muros de mampostería. Tras los montes, se insinuaba ya el ascua de un fuego cobrizo, contra un cielo húmedo de retazos azulados.
Tras las bardas de los huertos y de las albarradas asomaban las negras cabelleras de los árboles frutales. Un olor vario de ramajes floridos y de tierras apisonadas vagaba por el aire. Las tres mujeres siguieron un sendero estrecho que se abría entre peñascales y barrancos sombríos, el mismo que había seguido el Rabbi Jesús en su trayecto hacia la crucifixión. A ninguna de ellas se le iba de la cabeza su cara desencajada de dolor, sus labios yertos, cuajados de saliva seca. Había pájaros que revoloteban ya por las alturas, describiendo rápidos círculos que se apretaban bajo el cielo.
Al llegar al Gólgota, torcieron por una vereda que se ceñía a la ladera y que se retorcía entre los numerosos riscos. Se dirigían al huerto de José de Arimatea, donde había sido depositado el cuerpo de Jesús. Aquel digno varón, consejero del sanedrín, lo había encerrado allí con el consentimiento de Poncio Pilato. Era un lugar muy frondoso, en el que había muchos árboles que recordaban el paraíso. El cuerpo del maestro había quedado en el interior de un monumento que estaba cavado en la misma roca. La piedra con que se había sellado se hallaba corrida, lo cual alertó bastante a las mujeres. Cuando ya llegaban, se encontraron con un extraño personaje que estaba sentado sobre la piedra. Tenía el cabello rubio, el rostro de una belleza desconocida. Vestía una túnica blanca de gran vuelo. "Jesús no está aquí; ha resucitado", les dijo entonces con voz suave, con un acento que no era de aquellas tierras. Ellas se quedaron asombradas ante tan inusual presencia; se llenaron de pavor y de gozo ante aquel sorprendente mensaje. "Venid y ved el sitio donde fue puesto", las invitó después a entrar en la gruta el insólito personaje. Ellas entraron. Comprobaron que, en efecto, Jesús no estaba ya allí; vieron el sudario y las vendas con las que lo habían envuelto, tiradas por el suelo. Se miraban con estupor, sin acabar de creer lo que estaban viendo. Les parecía un sueño. María Magdalena, siempre más decidida, propuso avisar a los discípulos, a los que debían dar noticia cuanto antes de lo que había acontecido. Corriendo, volvieron sobre sus pasos, cuando ya el sol coloreaba de amarillo las crestas de los montes. Jerusalén reposaba todavía, sin que ningún movimiento se advirtiese aún en ella. Se oía el cacareo de los gallos, al que se sumaba a veces el ladrido hondo de algunos canes hambrientos. En las callejuelas, las sombras se habían ya disipado para dar paso a una claridad de tintes anaranjados, esparcida por el espacio como un perfume barato.
Informados por las mujeres, Pedro y Juan tomaron la decisión de encaminarse al sepulcro. Los siguió María Magdalena, deseosa de conocer el nuevo paradero del Señor. Juan, más joven y mejor facultado, corría más que Pedro, al que siempre dejaba atrás en los recuestos que llevaban al Gólgota. Aunque llegó antes al monumento, fue Pedro quien entró primero. Los dos se cercioraron de que era cierto lo que las mujeres les habían dicho: Jesús no se encontraba allí; estaba solo el sudario, con las vendas con que lo habían cubierto. Llenos de alegría por aquello, retornaron a la casa donde estaban encerrados el resto de los discípulos por temor a los judíos.
María Magdalena, que había llegado tras ellos, no se fue tan presto. Se quedó un rato a la puerta del sepulcro, ansiosa por saber dónde estaba ahora el cuerpo del maestro. Movida por un repentino resorte, se puso a llorar de forma muy abundante: lloraba por la inquietud que le causaba aquel hecho, por el inmenso agradecimiento que sentía por Jesús. Se acordada en aquellos instantes de su vida en Magdala, donde se había entregado a pecados que casi la habían arrastrado a la perdición. Forzada por las circunstancias, se había visto conducida por caminos execrables que la habían alejado de los apacibles rincones de su niñez. Ella habría vivido muy feliz en Magdala si no hubiera sido por la irrupción de aquellas fuerzas maléficas que la habían apartado del bien. Hasta siete demonios llevaba dentro cuando conoció a Jesús. Dios, que velaba por todos, la había llevado por diversas rutas hasta él. Se daba cuenta ahora, mientras lloraba a la entrada del monumento donde habían colocado a Jesús. Ella, que tanto le debía, lo evocaba con pasión: evocaba el momento en que se cruzó con él, el momento en que él se fijó en ella con una indeclinable determinación. Los ojos de Jesús tenían una lumbre callada, un fulgor apacible: miraban con tal intensidad que parecían escrutarlo todo o que no hubiese secretos que no conociesen. Ella también se había visto en aquella ocasión examinada por ellos, analizada por aquella mirada radiante que se posaba siempre con mucho amor. Por extraño que pareciera, no se había sentido reprobada por él, sino que más bien había percibido que la quería y que la animaba a seguirlo. Lo siguió sin vacilación, movida por una fuerza extraordinaria que se habia despertado en su interior, quizá porque había intuido que aquel hombre no era como los demás, que aquel maestro del que todos hablaban tenía un gran poder de persuasión. Fue una corazonada, inspirada por aquellos ojos tan animosos, por aquella irresistible llamada que había atisbado en ellos. Sabía que con él estaba a salvo, libre de las asechanzas con que otros hombres la habían acosado continuamente. Lo siguió sin condiciones, como una discípula más que formase parte de su grupo, deseosa de conocer su mensaje para difundirlo después entre las gentes. Jesús, con su ardiente palabra, la liberó de los demonios que llevaba dentro, de los sucios pecados a los que había estado antes entregada. "Yo no te condeno; el amor es siempre misericordioso", le había dicho. Su voz, como su mirada, era dulce, aunque a veces se tornaba briosa y aguerrida, especialmente cuando lanzaba diatribas contra quienes no cumplían lo que a otros obligaban a cumplir, contra aquellos que echaban pesados fardos sobre las espaldas de los demás. Lloraba por todo lo que había sentido con él, por todo lo que con él había aprendido desde que comprendió que había de seguirlo. Se acordaba ahora de su figura descompuesta en su ascensión hacia el Gólgota, con sus piernas arqueadas por el peso del madero. Se acordaba de su cara macerada de dolores y de angustia, surcada por hilos de sangre, por gruesas gotas que se vertían desde sus sienes. En sus labios a veces se esbozaba una mueca, un gesto arduo en el que podía vislumbrarse un amago de sonrisa, dirigida a alguna de las personas con las que se encontraba por el camino, todas pendientes de él, de la torsión de su cuerpo cuando más duro se hacía el recorrido, de la crispación con que sus manos se aferraban al madero. Él había anunciado en muchas ocasiones que tenía que padecer, aunque ninguno de sus discípulos podía comprender a qué se refería. Ella, que siempre había estado muy atenta a sus mensajes, tampoco había reparado en lo que significaba aquel: le parecía, cuando menos, misterioso, pues no cabía en sus mientes que el Hijo de Dios, como él se proclamaba, tuviera que sufrir hasta tal extremo. Aunque lo dijera con frecuencia, no se lo creía: no lo conseguía entender, igual que ahora tampoco entendía lo que estaba sucediendo. "¿Por qué lloras, mujer?", oyó que le preguntaba alguien a sus espaldas. "Porque se han llevado a mi Señor y no sé dónde lo han puesto", contestó María, al tiempo que se volvía para ver quién hablaba con ella. Era un hombre alto, en el que no reconoció a Jesús. "¿Por qué lloras, mujer? ¿A quién buscas", preguntó de nuevo Jesús con pausada voz. Ella pensó que sería el hortelano y le pidió que le dijera dónde había puesto el cuerpo del Señor. "María", la llamó entonces Jesús, igual que había hecho tantas veces cuando lo acompañaba con los discípulos. María se sobresaltó. "Rabboni", le dijo en hebreo, clavando sus ojos de hebrea en los ojos de él. Su Señor había resucitado, estaba con ella en aquel momento, no hubiera podido imaginarlo por más que él también lo anunciara. "Aún no he subido al Padre, pero ve a mis hermanos y diles que subo al Padre, al Padre mío y al Padre vuestro", le encomendó después. Ella no lo dudó, corrió en busca de los hermanos, deseosa de informarles de aquello. Era tal su alegría que casi se creía volar, que casi parecía que en lugar de pies y brazos batiese unas alas muy ligeras con las que se desplazase por medio de aquellos pedruscos y terrizos. Se sentía invadida de azul, de un azul convertido en promesa alentadora, en dicha infinita. Jerusalén se recortaba sobre el cielo, con sus torres almenadas y sus cúpulas envueltas en una luz de bronce, en un sopor alto de mañana primaveral, con un aire tempranero que se iba cargando de sutiles fragancias, de aromas carnosos de huertas florecidas. María pasaba por todo con la premura de la anunciación, con el aleteo grácil del mensajero que ha sido escogido para comunicar a otros un recado de trascendental importancia. Al llegar a Jerusalén se internó por una calleja de paredones destartalados. Por ella accedió a otra más estrecha, en la que el sol dejaba una llovizna de oro. María se detuvo ante una puerta que tenía la madera astillada. Tocó con los nudillos hasta siete veces, según la consigna establecida. Le abrió Pedro, exultante todavía de gozo.
-¡He visto a Jesús, está vivo, ha resucitado! -estalló la voz de María, interrumpida por los jadeos que le había ocasionado la carrera.