La literatura es siempre magia

En la literatura todo se desvitúa y desrealiza para tomar un aspecto nuevo, para que lo que en ella aparezca nos invite a soñar. Es su principal propósito; si no se cumple, se convierte en un mensaje huero, en un insulso planteamiento. La vida en ella llega a su plenitud, pues lo que se sueña es lo que pervive, lo que se resiste a sucumbir.







viernes, 4 de mayo de 2012

El amor que nos queda, novela

EL AMOR QUE NOS QUEDA Pedro Ruiz-Cabello Fernández A todos los jóvenes que participaron en la JMJ, para que nunca se olviden de lo que han vivido. I En vísperas de Navidad, reinaba ya por todos lados un ambiente festivo, en el que el brillo de las luces y de los adornos inducía inevitablemente a soñar. Los corazones de la gente rebosaban de ganas de expandirse y de congratularse, de deseos de expresar a otros los sentimientos de fraternidad que de forma espontánea y gratuita dentro de ellos brotaban. Por una repentina transformación, las personas se volvían en apariencia más generosas y comunicativas que de costumbre, más dispuestas a ofrecer lo que tenían. Era como si la Navidad ejerciese en ellas un influjo irresistible, despertando en sus entrañas emociones que permanecían dormidas durante el resto del año. Sin embargo, si se reparaba bien en todo ello, se echaba de ver que la mayor parte de aquellas expresiones de efusividad solo obedecían a momentáneos impulsos, pues eran estas también unas fechas propicias para que se dieran grandes contrastes, grandes diferencias entre los distintos sectores que componen la sociedad: si se hacía un análisis más pormenorizado, se comprobaba que lo que parecía generosidad era más bien un modo de egoísmo simulado, un modo de encontrarse más a gusto con los que se hallaban más próximos. Eran, en general, muy pocos los que paraban mientes en el dolor ajeno, en el sufrimiento que padecían por aquellos mismos días otros seres que se habían visto rodeados de unas condiciones menos favorables. Se trataba, en el fondo, de una felicidad pasajera, de un regocijo superficial que se desvanecía pronto, en cuanto dejaban de actuar los motivos que lo habían originado, después de que el paso del tiempo hubiese devuelto a las personas a la realidad cotidiana, a los quehaceres ordinarios en los que habían de estar inmersos. Fue, precisamente, en este tiempo, henchido de una artificial atmósfera, cuando Azarías y Felipe se encontraron en una calle del centro de Granada, por la que ambos a la sazón habían acertado a pasar. Como hacía ya más de nueve años que no se veían, era normal que celebraran el encuentro con expresivas muestras de sorpresa y de exagerado contento. Frisaban uno y otro en los cuarenta, si bien la edad no se manifestaba en los dos de la misma manera, pues Felipe, quizá por su propia hechura, semejaba que hubiese acelerado más en su carrera y que estuviese a aquellas alturas más cerca de la ancianidad que su viejo conocido. Había engordado notablemente y a la desfiguración que había sufrido con ello en su cara se unía también una pérdida considerable de pelo. A Azarías, a quien los años apenas habían dejado huella, no le costó, sin embargo, reconocerlo, ya que era la suya una imagen que tenía muy grabada en la mente casi desde la más remota niñez. Lo veía, sí, más grueso, con el cabello mucho más ralo que antes, con los ojos algo más hundidos a causa de la hinchazón del resto de las facciones, más envarado en el terno gris que vestía, sobre el que lucía un elegante gabán de paño. Lo notaba quizá también más envejecido, aunque solo fuera por efecto de todos aquellos cambios que en él podían apreciarse, cambios que tal vez afectaban más a su físico que a su forma de pensar o de comportarse, como Azarías pudo advertir en cuanto se puso enseguida a hablar con él. Lo primero que hizo, después de saludarlo, fue invitarlo a tomar unas cervezas en el bar más cercano, pues para Felipe no debía de haber en el mundo muchas cosas que fuesen más gratificantes que pasar un rato con los amigos, sobre todo porque entonces disponía de una inmejorable ocasión para ponderar sus logros más importantes. Era Felipe, en efecto, un tipo muy expansivo que nunca paraba en razones a la hora de hablar sobre sí mismo, sobre las conquistas que hubiese realizado, sobre los proyectos que hubiera concebido, sobre su desenfadada manera de entender y enjuiciar la vida. Azarías, por el contrario, tenía en apariencia un carácter más morigerado y discreto: sus ideas, más entusiastas si cabe que las del amigo, bullían en su interior controladas por la conciencia; era uno de esos hombres cuyo parecido engaña más que el de cualquier otro, pues albergaba un alma bastante apasionada y soñadora, lejos de lo que hacía creer la prudencia y sensatez con que de ordinario se mostraba. A su porte aparentemente tranquilo había que añadir, además, una gentil sonrisa con la que solía acompañar sus intervenciones: su trato resultaba, de hecho, muy agradable, de tan cortés y atento como se manifestaba por lo común con todo el que con él se relacionara. A diferencia de Felipe, Azarías era alto y delgado, de tez oscura, con las cejas bastante pobladas, bajo las que relampagueaban siempre unos ojos muy vivos y penetrantes. −Esta Nochebuena nos juntaremos más de veinte familiares en casa de mis suegros –anunció con gran gozo Felipe poco después de haber entrado en el bar. −Pues yo la pasaré con mi madre –repuso sin dejos de contrariedad Azarías−. Mis hermanos, como sabes, viven bien lejos y han decidido los dos venir para Nochevieja. −El otro día tuve una comida de empresa –contó muy ufano aquel cuando ya les servían las primeras cervezas−. Para mí todo esto es muy importante, me da mucha moral…, eso de celebrar con los más allegados la Navidad es algo que se vive una vez al año, es un modo de afianzar las relaciones que uno ha entablado; porque si no fuera así, el trabajo sería muy aburrido…, sería una cosa muy rutinaria que se hace o se deja de hacer sin ningún fin concreto. Azarías se limitó a asentir a lo que del otro había escuchado, pues en aquel momento no se le ocurrió nada que decir. Él tenía un concepto bien distinto sobre aquello, pero no se atrevía a exponerlo por el temor de contrariar al amigo, circunstancia que aprovechó este para continuar hablando sobre lo que consideraba más oportuno. −Yo no sé si a ti te pasará lo mismo, pero yo me vuelvo en estas fechas más sentimental –dijo con evidente satisfacción−. Es como si la vida cobrara para mí pleno sentido, como si todo lo que me rodea tuviera de pronto una importancia que nunca antes hubiera descubierto… Fíjate, sin ir más lejos, en el encuentro que ahora los dos hemos tenido… A uno, ciertamente, le da mucha alegría volverse a ver con los amigos: es algo de verdad misterioso, pues parece como si en este tiempo se tuvieran que producir precisamente estos hechos… Yo no sé si me explico, pero es una cosa que a mí me pone los pelos de punta… −Son unas fiestas muy entrañables –convino sin demasiado entusiasmo Azarías antes de comenzar a beber su cerveza. Al verlo, Felipe empezó también a dar los primeros tragos a la suya. Mientras lo hacía, no dejaba de mirar a su interlocutor con ánimo de decirle de nuevo algo provechoso. −Los niños, sobre todo, son los que mejor se lo pasan en Navidad–acabó por manifestar después de aquella breve pausa−: para ellos son estos unos días llenos de magia, en los cuales sueñan con los regalos que los Reyes Magos les van a traer… En mi casa, por cierto, tenemos la costumbre de regalarnos los unos a los otros: no solo los pequeños son los agraciados, sino que también los mayores recibimos regalos como una prueba del cariño que nos tenemos. Yo, la verdad, es que no entiendo a la gente que no lo hace: su vida debe de ser muy pobre sin estos detalles, sin estas muestras del afecto que nos une. A las personas les conviene que se acuerden de vez en cuando de ellas, les conviene que alguien les demuestre con algún gesto que se las quiere, sobre todo sin son miembros de nuestra propia familia, en la que nadie ha de sentirse ajeno. −Yo no lo veo igual –se atrevió a objetar Azarías−. Los regalos, para mí, no son más que objetos de intercambio: lo que yo te doy no es sino una respuesta a lo que tú me entregas. El amor es mucho más grande: el amor no necesita de ninguna prueba para que se realice; cuando uno ama, todo lo demás sobra. Felipe, como no podía ser de otro modo, se quedó desconcertado ante aquella contestación: nunca hubiera esperado que Azarías fuera tan franco; lo más normal, como en otras ocasiones, hubiese sido que le diera la razón y que aportara nuevos argumentos que apoyaran su tesis. Por un instante permaneció callado, sin saber qué decir o qué agregar a lo que ya había expuesto, como si hubiera recibido un golpe imprevisto que lo tuviese imposibilitado. Los dos apuraron sus respectivas cervezas antes de proseguir la conversación. Daba la impresión de que se concedían una tregua, de que preferían meditar antes de volver a expresar lo que pensaban. −Yo lo paso fenomenal –rompió Felipe el hielo, dispuesto a olvidar pronto la posible desavenencia que sobre aquel punto parecía haberse suscitado−. Ya he asistido a dos comidas, una con los compañeros del concesionario y otra con los socios de la empresa que entre mi suegro y yo hemos creado… Si en la vida no existieran estos buenos momentos, perdería gran parte de su encanto; porque las contrariedades, como se suele decir, vienen solas, a veces cuando menos se las espera: todo de pronto se confabula en contra de nosotros, por una serie de imponderables que nadie controla. Así que es mejor pasarlo bien cuando a uno se le presenta la oportunidad de conseguirlo: no es ningún pecado gozar de estos pequeños placeres; yo creo que el carácter de uno lo agradece, porque si no es así, se vuelve muy agrio. Hay que darle al cuerpo lo que necesita: un poco de molicie de vez en cuando no le viene mal a ninguno. Yo, por lo menos, se lo recomiendo a mis amigos: es una medicina santa, Azarías, te lo puedo asegurar, aunque tú tal vez ya lo habrás comprobado. Alégrate, hombre, no seas tonto, que lo que no se disfruta aquí es como un regalo que se desprecia. Esta vez quien no encontró palabras para responder fue Azarías: tenía la sensación de que Felipe le devolvía el golpe que él de alguna manera le había dado antes; desde hacía bastante tiempo se había apartado de aquella forma tan mundana de plantearse la existencia, poco más o menos desde que habían dejado de verse. Para él, todo tenía un valor muy distinto del que concedía el amigo: aquello que este ponderaba ahora lo consideraba reprobable y casi ridículo; las cosas habían de ser mucho más serias que lo que en aquella argumentación se decía, por más que a veces hubiera que tomárselas con cierto sentido del humor, que nunca debía faltar en la vida. No, lo que él ahora pensaba apenas concordaba con lo manifestado por Felipe: sus últimas disquisiciones lo habían alejado de aquella visión y lo habían situado más bien en una posición más espiritual, si así cabía definirla; se había dado cuenta al fin de la falsedad de la que casi todo se reviste y había empezado a valorar lo que hay más allá de lo que ocultan las apariencias, aquellos principios por los que realmente merece la pena vivir en este mundo. A una señal de Felipe, el camarero les había vuelto a servir unas cervezas. Azarías se hallaba entonces tan abstraído que apenas se percató de este hecho; al ver que aquel se llevaba nuevamente el vaso a los labios, él hizo lo mismo, casi sin ser consciente de su acto. −Mi vida ha cambiado mucho durante este tiempo –tomó otra vez la palabra Felipe a continuación−: mi familia ha aumentado con un nuevo hijo, quién me lo diría a mis años; he montado un negocio con mi suegro, al que se han sumado varios socios en los que podemos tener plena confianza; mi capital, si antes era bastante prometedor, ahora casi podría decirse que se ha consolidado; esto ha hecho que, a instancias de mi mujer, nos hayamos comprado también una casa en la playa, en la cual nos pasamos ya desde entonces casi todos los veranos… La verdad es que no puedo quejarme; de lo único que me da miedo ahora es de la enfermedad y de la muerte, aunque será mejor no mencionarlas, no vaya a ser que vengan a destruir lo que ya está sólidamente edificado… Por eso te decía que hay que disfrutar del presente, Azarías: lo demás vendrá solo, quizá cuando menos lo esperemos, como te refería antes… −A mí también me ha cambiado la vida –lo interrumpió Azarías, deseoso también de intervenir al llegar a ese punto−: yo creo que por fin he encontrado lo que andaba buscando durante tantos años; cada día estoy más seguro de lo que quiero, más seguro de lo que estaba destinado para mí desde el principio. −Eso está muy bien, amigo mío –replicó Felipe sin hacer apenas caso de aquello−: uno tiene que sentirse a gusto consigo mismo. Mira, si no, mi ejemplo: si a mí me faltara algo, posiblemente no viviría tan feliz; si no tuviera la fe en las capacidades que ahora tengo, lo más probable es que los demás me lo reprocharían, porque los demás esperan de nosotros lo mejor, Azarías… Por eso, no creas que soy un egoísta, porque yo también pienso en los otros: quiero que todos sean felices, como yo así me considero. Azarías esbozó entonces una sonrisa, con la cual parecía expresar la reacción que aquellas palabras le producían: sin duda, tenía Felipe un corazón bueno, aunque había también en él otros intereses y atenciones que lo desviaban de la dirección por la que habría de conducir sus sentimientos. Él ya lo conocía desde pequeño y sabía el rumbo que había tomado, las inclinaciones a las que había cedido para llegar a ser lo que hasta ese momento había sido. −Lo que nos hace felices no es el bienestar material –musitó Azarías antes de volver a beber. Felipe casi no lo escuchó. Preguntó a Azarías si fumaba y, ante la negativa de este, extrajo una cajetilla de cigarros de un bolsillo del gabán y la depositó sobre la barra antes de decidirse a fumar. −Yo no le debo nada a nadie: la gente puede estar agradecida conmigo –se animó de nuevo a decir−. Es lo que pretendo: yo no aspiro a otra cosa en esta vida; deseo lo mejor para todo el mundo…, empezando quizá por mí, para qué te voy a engañar, uno no debe ser tonto tampoco, sobre todo porque no vive solo, por las personas que lo rodean… En fin, tú ya me entiendes, sabes por qué lo digo. Prefiero aprovecharme de lo que sea antes de que venga otro más listo a quitármelo. Eso es así, Azarías: de pillos ya estamos hartos. Es lo que me ha enseñado mi oficio: es mejor andarse prevenido y sacar el máximo provecho para uno, de una forma honrada, como es debido, sin hacer ninguna trampa a nadie… −Eso es lo mínimo. Felipe había encendido, mientras tanto, un cigarrillo. Con gran ansiedad, comenzó a aspirar y a despedir el humo: parecía que tuviese, en efecto, prisa por fumar o que necesitase hacerlo para sentirse quizá mejor. Azarías, por su parte, había dejado aquel vicio desde hacía ya más de doce años, casi desde que se licenció en la facultad: aunque le había costado algún trabajo al principio, con el paso del tiempo apenas lo había echado ya de menos. −Sin hacer ninguna trampa a nadie –recalcó aquel después de haber saciado su perentoria necesidad−. Es la manera que yo tengo de comportarme y de actuar ante los demás. Todo lo he hecho así: si he acumulado una modesta fortuna, ha sido siempre con mi trabajo y con mi ingenio para obtener el mayor rendimiento a lo que hacía… Ese es mi secreto, nada más, yo no te engaño. Si he tenido suerte con mi casamiento, ese es en realidad otro cantar, pero para eso hay que ser también un poco inteligente y elegir bien a la persona que más nos puede convenir. −Yo, aunque no me he casado, no tengo por qué quejarme tampoco; quizá no he encontrado aún a la mujer más adecuada para mí, eso es todo –replicó sin ningún asomo de pesar Azarías−: a cada uno, a fin de cuentas, le corresponde un destino; el mío, si no me equivoco, es muy diferente del tuyo, aunque esto no es ningún impedimento para que no nos podamos entender. En ese momento, quizá por efecto de las dos cervezas que ya casi se había tomado, Azarías se sentía más animado para manifestar lo que opinaba, aun a riesgo de que no coincidiese con las ideas que Felipe tuviese. Este, por su parte, callaba, tratando de concentrar toda su atención en las caladas que continuaba dando al cigarrillo. −Me puedo considerar afortunado –dijo después de breve pausa el compulsivo fumador−: las cosas se me han rodeado de tal forma que todo me ha salido a pedir de boca. Yo no he forzado nada, no creas que me he movido siempre por puro interés: no soy, aunque lo pueda parecer, un tipo que solo aspira a alcanzar la cumbre; mis orígenes, como tú bien recordarás, son muy humildes; yo siempre me acuerdo de ellos, nunca me olvido de lo que fui, aunque ahora me vea donde a otros muchos quizá les gustaría estar. No sé lo que tú piensas: a lo mejor crees que soy un impostor, un hombre que a falta de otros recursos ha querido aparentar lo que no es… La gente tiene, por lo general, una falsa idea de lo que en realidad sucede, quizá porque en el fondo lo que la condiciona es la envidia que la corroe, eso sí que es una desgracia, la envidia es un verdadero lastre para quienes la sienten… Es lo peor, lo peor que les puede pasar a las personas, porque solo viven pendientes de ella, de lo que de ella se pueda originar… −Es muy triste eso –aseveró el interpelado después de apurar la cerveza−. Yo no he sido nunca envidioso, quizá porque siempre me he conformado con lo que el destino me deparaba. Nunca he echado en falta nada, nunca me he afanado por conquistar lo que no estaba a mi alcance. Lo único que me ha interesado es la literatura, como tú ya sabes: he publicado recientemente una novela, de la que estoy bastante contento. Una novela en la que recreo un mundo imaginario, el mundo que a mí tal vez me gustaría que existiese, en el cual todo resulta como yo previamente lo he concebido… −Me alegro de tus éxitos –se congratuló Felipe apagando el cigarrillo en un cenicero del mostrador−: no dudo de que para ti será eso una gran satisfacción; estoy seguro de que te sentirás muy orgulloso de lo que has logrado, porque la literatura ha sido desde siempre tu principal pasión. −Es el medio que utilizo ahora para manifestar lo que pienso, porque de otro modo no lo conseguiría –continuó diciendo Azarías, cada vez más entusiasmado−. Lo más importante que hay en la vida es hacer lo que a uno más le gusta, sobre todo si se trata de algo que sirve además para expresar lo que uno lleva dentro, ese mundo del que antes te hablaba… Porque lo que nos encontramos a diario en la realidad es pura mentira: es solo apariencia, te lo puedo asegurar, un vil engaño con el que se pretenden ocultar todas las frustraciones que las personas tienen… Es lo que yo he ido observando desde hace mucho tiempo: nadie se muestra ante los demás como realmente es; todos llevamos una máscara de la que difícilmente nos desprendemos, una máscara que esconde nuestro verdadero rostro. −A veces hay que mentir para lograr un determinado fin –repuso Felipe−. Con la verdad no se llega a ninguna parte; la verdad es algo muy relativo, no sé cómo explicarte: cada uno tiene la suya y no ve la que los otros defienden. Por eso, es mejor no ser ingenuo y luchar por lo que uno cree que más se ajusta a sus propios intereses. Esa es la táctica que yo siempre he empleado: si los demás mienten, yo también… Todos, en fin, caemos en el mismo engaño: la vida es un engaño, tú lo has dicho, la verdad no existe, ¿para qué preocuparnos de ella? Lo mejor es hacer lo que a uno le gusta, muy bien; por eso yo hago lo que considero más adecuado en cada momento, lo que veo que va a ser menos perjudicial para los que me rodean, sobre todo para la familia a la que pertenezco. −Yo solo busco la verdad dentro de mí –aclaró con cierta vehemencia Azarías sin apartar la vista del vaso de cerveza vacío−. Me he dado cuenta de que nada hay más valioso que lo que cada cual atesora en su interior: hasta no hace mucho no había comprendido que todo depende de lo que hay allí, de los sentimientos que uno alberga en su corazón, de los sueños que en la cabeza tenemos, de las ideas que ellos generan… Ante la hondura de aquella declaración, Felipe nada dijo. De forma maquinal cogió un nuevo cigarrillo, como si con él pudiera inspirarse mejor para responder a lo que el amigo había manifestado de un modo tan rotundo. Había pasado ya casi una hora desde que se vieron. Como no tenían mucho que hacer ese día, se encontraban todavía con ganas de proseguir la conversación que habían emprendido, espoleados en aquel punto por la pequeña controversia que entre los dos se había originado acerca de la visión que cada uno de ellos tenía del mundo. El bar se hallaba a esa hora muy animado. No habían dejado de llegar nuevos clientes desde que Azarías y Felipe entraron. La gente, en vísperas de la Navidad, se mostraba muy propensa a reunirse y a celebrar con evidente alegría lo que en aquellas venturosas fechas se conmemoraba. II Azarías siempre recordaría los momentos de felicidad que pasó en la casa de sus abuelos, donde al calor de los suyos se vio inmerso en una atmósfera de beatitud que lo preservaba de todo peligro. Quizá la primera condición para que alguien pueda sentirse feliz sea precisamente la ausencia del mal, la falta de una amenaza concreta que se cierna sobre la vida. Para Azarías, no existía entonces otro mundo que aquel: parecía como si su conciencia no pudiera abarcar más allá del reducido ámbito en el que su infancia transcurría. Era como un reino secreto, como un lugar mágico en el que todo había de ocurrir de acuerdo con las leyes que dentro de él regían, según un plan determinado para que nada perturbara la paz que con ellas se garantizaba. Era una casa antigua de cuartos destartalados y de rincones sombríos, una vivienda decrépita de muros emborronados de humedad y de estancias oscuras en las que se acumulaban el polvo y el silencio sobre los objetos que en ellas había. Una casa en la que daba la impresión de que aún latiese el espíritu de sus anteriores moradores, un hálito misterioso en el que todavía se percibiese un eco de todas las generaciones que por ella habían pasado. Azarías tuvo siempre la sensación de que vivía en otro tiempo, de que nada de lo que allí veía pertenecía a la época actual. Creía estar influido por algún tipo de poder especial que continuara actuando en aquel sitio, por una especie de encantamiento que lo dispusiese a discurrir de un modo más favorable, por una suerte de genio benéfico que continuamente lo animara y lo indujera a amar y a ayudar siempre a sus semejantes. Se sentía rodeado de un ambiente propicio a pesar de la vejez que en torno a él existía, a pesar de la decadencia con que a sus ojos las cosas se presentaban. Estaba seguro de que allí ninguna sombra de maldad lo acecharía, de que ninguna contrariedad se opondría al cumplimiento de sus principales deseos. Quizá la razón de esta confianza se debía a la presencia de los seres con los que entonces convivía, con los cuales aprendió en aquel tiempo a no tener miedo de nada, amparado por la fuerza del amor que de ellos irradiaba continuamente. Era muy difícil para él, con todo, precisar el momento desde el que fue consciente de ello, tal vez desde que en su más remota niñez se vio acunado por unos brazos que lo mecían con indecible ternura, izado después de pronto por unas manos que lo sujetaban con infalible cuidado. Su madre, siempre solícita, era la persona que gobernaba en aquel periodo su vida. De ella recordaría más tarde el infatigable celo con que estaba pendiente de cada uno de sus actos, el inmenso cariño con que lo atendía en todos los instantes en que se hacía necesaria su ayuda. Tenía, sin duda, la virtud de aparecer cuando más se la echaba de menos, guiada por un instinto maternal que la llevaba a proteger siempre a sus hijos. Azarías identificaba con facilidad su tacto, la manera como ella solía acariciarlo cuando lo tenía a la sazón sobre su regazo, el timbre de voz con que entonces le hablaba para explicarle algo que él a lo mejor no entendiese. Era capaz incluso de reconocer el olor que secretamente emanaba de su piel, esa mezcla innoble de transpiraciones y de perfumes que envuelve cada cuerpo. Con su madre se sentía a salvo de cualquier amenaza, como si por el hecho de haberlo gestado en su seno tuviese aún el privilegio de otorgarle una seguridad que no conociese resquicios. Él, Azarías, de algún modo lo sabía: de algún modo captaba el enorme influjo que ella desde siempre había ejercido; aunque no estuviese presente, albergaba la certeza de que nunca había de abandonarlo, de que nunca siquiera podría olvidar las obligaciones que como madre hubiese asumido desde el principio, desde antes incluso de que él y sus hermanos nacieran. Con el padre, como era natural, la relación era diferente, quizá porque el padre es una figura a la que se empieza a querer más tarde, cuando uno empieza a comprender el puesto tan importante que en una familia ocupa. Durante aquellos primeros años, fue como un personaje que siempre aparecía en una segunda fila, en un plano más retirado del que constituía la principal referencia para Azarías. Andrés, que así se llamaba su progenitor, era además un hombre tímido que jamás se decidía a imponer su voluntad a nadie y que por eso mismo casi siempre pasaba desapercibido. Los vecinos, de hecho, lo tenían por un tipo bondadoso al que estaban obligados a tratar con respeto. Aunque el contacto con él era menos frecuente, Azarías nunca habría dudado tampoco del amor que con gran pasión le profesaba, aun cuando no supiera expresarlo de la forma que hubiera sido más clara. Por si todo esto no fuera suficiente, a la presencia de los padres se sumaba también en aquella casa el inefable afecto que a él y a sus hermanos les inspiraban los abuelos maternos, con los cuales vivían. Ellos eran, en efecto, el complemento perfecto que aseguraba la felicidad que en aquel ámbito existía: de una edad ya bastante avanzada, eran los dos unas figuras muy entrañables con las que los niños congeniaban y se distraían mucho. Representaban la continuidad con ese pasado que permanecía todavía vivo, un pasado del que ellos eran indudablemente unos inmejorables testigos. El abuelo, que se llamaba como él, era un hombre muy afable que sabía ganarse con facilidad la simpatía de la gente. A esta condición unía, además, una vasta experiencia, a la que recurría con frecuencia para dotar de más amenidad sus intervenciones, no solo para condimentarlas con alguna anécdota o chascarrillo gracioso, sino también para manifestar su opinión acerca de algún asunto más grave, basada en la enorme sabiduría que a lo largo de su azarosa existencia había adquirido. Por estas facultades, tenía don Azarías a sus nietos casi hechizados, sobre todo cuando por las noches lo buscaban para escuchar alguna de sus maravillosas narraciones, con las cuales solían quedarse dormidos. Acostumbrado a hablar ante un nutrido auditorio, don Azarías se prodigaba en enumerar detalles acerca de lo que le hubiera ocurrido en otra época, a los que a menudo añadía otros que él en ese momento inventaba. Como era natural, los niños lo querían mucho: constituía para ellos todo un ejemplo de individuo curtido en mil batallas, de las que había salido siempre muy airoso. A muchos de los personajes que aparecían en sus relatos los veían casi con la misma familiaridad que a él: tal era el poder de persuasión del que estaban provistas sus historias. La abuela, doña Carmen, era una mujer que empleaba casi todo su tiempo en la realización de las tareas domésticas: era tanto el trabajo que se le acumulaba, que apenas podía dedicarse a nada que no estuviese relacionado de algún modo con ellas. Azarías, el nieto, apreciaba ya desde pequeño el gran empeño que ponía en todo lo que hiciese en la casa, el riguroso orden con que llevaba a cabo cada una de sus labores. La quería quizá precisamente por eso, por el sacrificio que a diario hacía para que a nadie allí le faltase nada. Otro personaje de su infancia, del que él conservaba tan solo un vago recuerdo, era su tía abuela, la hermana de doña Carmen, con la que coincidió poco tiempo, pues la pobre mujer murió cuando él tenía seis años. Fue una figura que pasó por su vida de una forma indefinida, casi como un fantasma que se hubiera hecho presente en sus sueños de aquella época. Era pequeña, con el cuerpo ya muy encorvado a causa de los dolores que lo habían fustigado; tenía los ojos casi perdidos entre los numerosos pliegues y arrugas que surcaban su cara. Vestía siempre de negro, como si mantuviese aún el luto que se hubiera impuesto por la muerte de alguno de sus allegados. Iba indefectiblemente ataviada con una toquilla del mismo color que no se quitaba nunca, ni siquiera en los días de más calor. Azarías la recordaba sentada en una mecedora, al lado de la puerta que daba al patio, desde donde espiaba el devenir de los demás habitantes de la casa por él, los pequeños quehaceres en los que andaban ocupados. Se pasaba las horas cortando en menudos fragmentos unos cartones que sostenía sobre sus piernas, con los cuales conseguía emplear las manos en un ejercicio más o menos rutinario, aquejadas entonces de frecuentes temblores. Apenas tuvo trato Azarías con ella, si no era el que se limitaba a unas cuantas frases de obligado intercambio. El estado mental de la tía no permitía otra relación, ya que apenas lograba articular nada que fuera coherente. Fue un tiempo gris en el que su personalidad se iba formando, un tiempo de estancias lóbregas y de corredores inundados de penumbra y de recuerdos que no acababan de concretarse. Un tiempo que parecía anclado en el pasado, sumergido en una etapa inconclusa de la historia que permaneciera al margen de su curso, una especie de página perdida de la que ya nadie evocase nada. La luz de las mañanas o de las tardes penetraba en aquellos olvidados recintos como un reflejo del presente en el que el resto del mundo se encontraba. Azarías fue, sin embargo, feliz en aquellos lugares, quizá porque no hubiera conocido otros. Aprendió, sobre todo, a conformarse con lo que allí se le ofrecía, con lo que allí a diario hallaba a su alcance. Nada echaba en falta; nada que no tuviera se convertía en objeto apasionado de sus deseos. La vida era un don, un regalo continuo del que debía estar siempre agradecido: todo le sorprendía; cualquier detalle de la realidad que no hubiera entrevisto antes era para él un nuevo descubrimiento, un nuevo motivo para sentirse cada vez más contento, más ilusionado con lo que el destino podía depararle. Tales condiciones infundieron en su alma una gran confianza; al contrario de otros, Azarías no recelaba en principio de nadie: todo el mundo le parecía naturalmente bueno y, si alguna sombra de duda se proyectaba sobre ciertas acciones, él la consideraba como algo hasta cierto punto inevitable, como un hecho que no obedecía por supuesto a ninguna mala intención, a ningún plan concebido para herir a la persona que había resultado afectada. Las cosas ocurrían porque tenían que ocurrir, por un azar ciego que las conducía y que las obligaba a alterar el curso apacible de la naturaleza: en su desarrollo no había otras causas que estas; el mal, si realmente existía, no tenía cobijo en el corazón humano, estaba lejos de él, lejos de los sentimientos y de los intereses que lo movían. No era extraño, pues, que aquella casa fuera para Azarías como un paraíso, como un paraíso en el que aún no hubiera hecho su intromisión el pecado a pesar de la vejez y de la decrepitud que lo rodeaba, a pesar del polvo y de la humedad que invadían muchos de sus rincones. Para él, resultaba un lugar maravilloso porque se había convertido en el escenario ideal de sus ensoñaciones: todo había sido allí modelado por su inagotable imaginación, alimentada por todas las historias y consejas que su abuelo a menudo le refería. De una forma natural, sin imposiciones de ninguna clase, Azarías fue recibiendo una educación esmerada, en la que las normas y pautas de comportamiento que se le inculcaban parecían proceder también del pasado, de todas las generaciones que a lo largo de los años allí se habían sucedido. Se trataba más bien de una herencia, de un tipo de conducta que a él se le hubiera transmitido de un modo congénito, por una ley impresa en las sustancias que constituían su propia sangre. Él comprendió oscuramente, desde muy pequeño, que la tranquilidad de la conciencia era una cosa muy importante que había de conservar por encima de todo, aun a costa de perder los privilegios que le hubieran hecho vivir de una forma más confortable; él estaba obligado, de acuerdo con los principios en los que creía, a no engañar nunca a nadie. Su madre, principalmente, lo había iniciado en este valor, pues para ella no había nada como el respeto a sus semejantes, con los cuales siempre había que colaborar para el cumplimiento de unos fines comunitarios. El ejemplo del padre también fue para Azarías, a este respecto, bastante instructivo: su honradez lo llevaba a saldar de manera escrupulosa todas las deudas, por lo que jamás ninguna persona había llegado a reclamarle nada; era, en cierto sentido, un hombre muy austero que gustaba de llevarse muy bien con todos sus vecinos. Tal actuación estaba inspirada por la fe en Dios que profesaban desde antiguo: en la familia de Azarías casi podía decirse que era esta la piedra angular en la que estaba cimentada, la base de toda la edificación moral que la había conformado desde siempre. Era lo que guiaba a sus miembros para comportarse de aquel modo, para guardar las costumbres que con tanto rigor mantenían. Él siempre recordaría también los rezos que su madre y abuela emprendían a una hora determinada de la tarde, especialmente el del Rosario, al que las dos demostraban una gran devoción. Aquel murmullo ininterrumpido con el que ambas iban desgranando sus oraciones había de convertirse también en un sonido habitual de su infancia, en un rumor de fondo que lo acompañaba mientras se afanaba en jugar con sus hermanos en el portal de la casa. La letanía, sobre todo, llegó a ser un lugar común que ejercía en su conciencia un efecto singular: era como un conjuro bajo el que le gustaba estar resguardado, una fórmula mágica que lo libraba de las asechanzas que se ocultaban posiblemente a su alrededor. Espejo de Justicia, Trono de Sabiduría, Causa de Nuestra Alegría, Vaso Espiritual…, eran invocaciones con las que acabó acostumbrándose a fuerza de oírlas una y otra vez, invocaciones que sin embargo no podían tener para él un significado meramente rutinario, quizá porque ya desde entonces intuía el enorme fervor con que eran pronunciadas, la gran veneración con la que con ellas se apelaba a la Madre de Dios. Él estaba persuadido de alguna manera de que por muchos peligros y dificultades que sobre él se cernieran su alma nunca se perdería, ya que siempre habría de contar con la ayuda de su mejor intercesora, a la cual podría recurrir cuando más apurado se viera. Su madre a menudo se lo recordaba por las noches: “Reza a la Virgen para que ella nunca te abandone”, le solía decir al pie de la cama, mientras aguardaba unos minutos hasta que él se durmiera. El abuelo, que no era tan piadoso como ellas, solo mencionaba a Dios en contadas ocasiones: como ya había dado sobradas muestras, era más bien un hombre de mundo, curtido en los innumerables avatares que los sucesos de la vida suelen deparar. Él ya había pasado, en efecto, por duras experiencias, por lo que era difícil que se hubiese de sorprender por ninguna novedad: parecía como si todo lo tuviese ya previsto, como si nada lo pudiera ya inquietar. Por eso, quizá pocas veces acudía a Dios: cuando lo hacía, era para lamentarse de lo ingrato que con él había sido, de algún hecho que hubiera realizado en el pasado en contra de su voluntad. Se consideraba, ante todo, como un pecador, como así reconoció un día delante de Azarías, a quien no pudo por menos de causar un gran asombro tal revelación: −Yo soy de una condición muy débil, hijo: una y otra vez he cometido los mismos fallos, pero el Señor siempre me ha devuelto al camino correcto…; he seguido una trayectoria muy sinuosa, he dado muchas vueltas por esos mundos hasta llegar a donde ahora me ves; he sido muy testarudo, aunque más testarudo que yo era el Señor –le dijo sin dejar de mirarlo, con la misma seriedad con que se lo hubiera contado a un amigo. Azarías nunca hubo de saber a qué fallos se refería o en qué consistían las vueltas por las que se había desviado de la dirección que tenía que tomar. Presumía, en cualquier caso, que no se trataba de nada bueno y que su abuelo era quizá uno de esos seres enigmáticos con un historial oscuro que nunca se terminará de conocer: sus pecados debían de ser ya algo superado, unos restos de sombras que todavía vagasen por su memoria y que contrastasen ahora con las luces y claridades que predominaban sin duda en él. En sus sueños, se le aparecía en ocasiones como un tipo de leyenda, como uno de esos personajes que protagonizaban las películas de aventuras que por aquellos días él solía ver. Todo aquello iría cambiando, no obstante, a medida que se hacía mayor. El espacio en el que se desenvolvía empezó pronto a ensancharse y a tener nuevas dimensiones. Al ambiente cerrado de las habitaciones interiores le sucedió el de los patios y corralizas que había en aquella casa, en los que comenzó a jugar con otros niños de su edad que venían a ella para reunirse con él. Eran primos y compañeros de la escuela a la que ya por entonces acudía regularmente Azarías. Su vida había cobrado un inusitado impulso: en poco tiempo, casi sin darse cuenta, había pasado de una etapa muy feliz a otra que no carecía tampoco de peculiares atractivos, en la cual se iría encontrando también con nuevos rostros y con nuevas voces que habrían de cambiar notablemente la visión que hasta entonces había tenido de la realidad. Eran aquellos unos lugares umbríos, circundados por unas tapias muy altas y destartaladas, en cuyas bardas nacían en primavera matas dispersas de jaramagos. El patio, cercado de arriates, daba acceso a un pequeño jardín, dividido a su vez en dos partes por un estrecho pasillo empedrado que conducía al primer corral; en este había un pozo con un brocal muy grande y una pila de piedra donde las mujeres de la casa lavaban la ropa y fregaban a veces los pucheros y las ollas de la cocina. El segundo corral, más amplio que el anterior, era el sitio destinado en otra época a la entrada y salida de las bestias y de los carros de la labranza a través de un desvencijado portón que se hallaba al fondo; a un lado se alineaban los tinados y cuadras que los cobijaban, así como los graneros y trojes en los que se iba almacenando la cosecha del año. Cada estación tenía allí para Azarías y para sus congéneres un encanto particular. Después de los fríos meses del invierno, de cielos grises y anubarrados, llegaban los días azules de la primavera, en los que las tardes cubrían los tejados de tules y rasos de tonos amoratados, antes de que la noche lo envolviera todo con su manto negro de azabache, guarnecido de diminutas y relucientes lentejuelas. En verano, con el dispendio de las vacaciones, las emociones que allí se experimentaban eran aún más intensas si cabe: el tiempo, de forma casi caprichosa, se volvía más ancho y venturoso que antes; parecía como si la felicidad que entonces se sentía fuese a reinar siempre, como si nada se hubiera de oponer nunca a ella. Había, pues, que disfrutar antes de que el otoño lo tiñera todo de una suave coloración de oro, antes de que el cielo que se recortaba entre aquellas viejas tapias tornara a cubrirse otra vez de nubes aborrascadas. En la escuela, las clases seguían un orden determinado, de acuerdo con las ideas que sobre la enseñanza tenía el maestro. Don Antonio, que así se llamaba este, era un hombre de aspecto académico que infundía en los alumnos un gran respeto; al contrario de otros, él no empleaba nunca la violencia o el castigo para que sus programas didácticos se cumplieran: le bastaba casi con su presencia para que todos acataran con buena disposición sus métodos. Azarías aprendió con don Antonio a leer y escribir de un modo correcto; se acostumbró, sobre todo, a obedecer y a realizar siempre sus tareas de una manera impecable, con el mayor rigor que podía. Esto le sirvió para ser cada día mejor y para no ambicionar otra cosa que complacer a la persona que velaba por su aprendizaje, de la cual nunca hubiera dudado de la autoridad con que lo atendía. Don Antonio llegó a convertirse así en una de sus principales referencias, no solo por ser su instructor, sino también porque era una fuente constante de sabiduría y de experiencia: lo tenía por un ser extraordinario, por un tipo íntegro que no había de cometer nunca ningún desliz; tanta era, de hecho, su veneración que lo veía casi envuelto en un aura especial, casi como una de esas figuras a las que se rinde culto en los altares por su contrastada santidad. Si se dirigía por casualidad a él, no podía evitar sentirse azorado por haber sido objeto de su atención; por un momento no sabía qué decir y no era raro que tartamudease o que al final no respondiese con claridad a lo que él pretendía saber. Un día, sin embargo, toda esa admiración adquirió un nuevo cariz debido a un suceso imprevisto, quizá porque lo que se admira es algo alejado que se idealiza por efecto de ese mismo distanciamiento. Azarías tuvo ocasión entonces de conocer de una forma más concreta a su maestro. El motivo de este acercamiento fue una herida que él se hizo al caerse en el patio de la escuela cuando jugaba con otros niños; impresionado por la sangre que manaba de su rodilla, no tuvo más remedio que acudir a don Antonio para que lo sanase. De haber sido por otra causa, la verdad es que nunca lo hubiera hecho, pero aquella vez se vio impelido por el miedo descontrolado que sentía al pensar que aquello no tendría cura. Don Antonio, al ver que cojeaba, lo tomó en brazos y lo llevó a una habitación donde tenía diversos adminículos. Este comportamiento sorprendió bastante a Azarías, quien no esperaba que aquella persona tan respetable pudiera actuar de un modo tan sencillo. Sin perder en ningún momento la compostura, limpió primero con un algodón empapado en alcohol la herida; aunque la hemorragia no acababa de cortarse, a él se le disipó ya cualquier temor, pues estaba completamente seguro de que se restañaría. Don Antonio se comportaba en realidad como un padre, como un padre solícito que se afanara en auxiliar y en tranquilizar a su hijo. Por una repentina transformación, había dejado de ser el hombre distante al que había que seguir y honrar en las clases; parecía distinto, dotado de unas facciones más naturales, de una expresión más humana. “Esto no es nada”, le había dicho varias veces para que no se preocupase. Azarías había advertido que lo pronunciaba incluso con una voz más suave que la que a menudo empleaba cuando impartía sus enseñanzas, como si se hubiera despojado de toda la gravedad con que quizá trataba de revestirse ante sus alumnos. Una vez que lo hubo curado, don Antonio lo ayudó a incorporarse y, con gesto paternal, lo acompañó después hasta su pupitre para que pudiera reanudar sus estudios. Sin duda, no era lo que aparentaba: Azarías se dio cuenta desde entonces de que podía confiar en él y de que lo más valioso de un maestro no era su imagen, sino lo que era capaz de ofrecer y de dar a los niños, por muy duro o por muy serio que alguien pudiese parecer. Fue esta una lección que no olvidaría, una experiencia que habría de marcarlo y de orientarlo en el resto de los días que permaneció en aquella escuela. Al tiempo que progresaba en ella, iba conociendo también a nuevos amigos, entre los que ya había que incluir a Felipe, si bien entonces no destacaban en él con tanta firmeza las cualidades que después lo caracterizarían. En lo físico, para empezar, no tenía la hechura que después alcanzaría, sino que pasaba incluso por ser de los menos robustos que con él se juntaban, lo cual no representaba para aquella edad ninguna virtud, ya que lo que más se valoraba era precisamente la fuerza con que se podían acometer determinadas pruebas. Era una especie de desventaja que tenía que disimular del mejor modo posible si no quería que los demás se aprovecharan de ella, si no quería que alguno lo ridiculizara al demostrar que no era capaz de realizar lo que él hiciese. Para no verse comprometido, Felipe evitaba situaciones en las que seguramente había de quedar en evidencia; con cierta habilidad, desviaba su interés hacia otros asuntos, en los que sí podría competir con las mismas oportunidades que sus compañeros. Su carácter, con todo, no estaba aún forjado; se le veía carente de los recursos que después emplearía para su provecho. Era, como todos los niños, algo egoísta y caprichoso: no pensaba casi en otra cosa que en lo que a él más le pudiera convenir; en los juegos, por ejemplo, raramente cedía su lugar a nadie, si no era a cambio de algún beneficio que se le concediese. Azarías siempre congenió bien con Felipe, quizá porque su temperamento dócil y bonancible permitía que este confiara en él plenamente, algo que por lo común no se producía en el resto de sus relaciones. Lo apreciaba por esto mucho y trataba de complacerlo siempre que se le presentaba la ocasión de servirlo; de esta manera aseguraba su apoyo, que le era muy necesario cuando por algún motivo se sentía acosado o perseguido por alguien. Se veían casi todas las tardes en la casa de Azarías, donde encontraban lugares y rincones muy apropiados para sus primeras travesuras, sobre todo en los graneros y tinados que había en los corrales. Felipe ya empezaba a ser, en esto, más osado que su congénere, pues siempre era el que antes se decidía a escudriñar en los sitios más apartados, donde no parecía demasiado prudente que ellos investigasen. Descubrieron así objetos muy curiosos que permanecían escondidos en arcones olvidados: vestidos de muselina muy ajados que alguna dama hubiese lucido quizá en una fiesta importante, viejos daguerrotipos en los que aparecía una muchedumbre abigarrada y ociosa, medallones y monedas de plata de valor ya incalculable, libros de papel amarillento en los que figuraban anotaciones y registros sobre temas muy variados… A veces ellos, espoleados por su indómita imaginación, rastreaban entre aquellas cosas algún misterio, alguna clave secreta por la que pudiesen descubrir a lo mejor un tesoro enterrado, un cofre lleno de joyas y piedras preciosas que alguien hubiera querido ocultar por algún extraño motivo… Azarías temía que con aquellas pesquisas estuviesen profanando algo sagrado, quizá en contra de la voluntad de sus abuelos, a quienes posiblemente no les hubiera gustado que nadie violase el legado que habían heredado de sus antecesores. Él era ya más escrupuloso que Felipe, quizá porque nunca se había apartado de los principios y de las normas que desde siempre le hubieran inculcado: estaba acostumbrado a someterse a ellos y a hacerlo todo de acuerdo con unas pautas establecidas; su fantasía no se veía limitada, sin embargo, por ello, sino que se valía de los materiales que se le ofrecían a su alrededor para construir con ellos un mundo especial. Felipe lo alentó para que no se conformara con aquello, para que fuera más atrevido de lo que hasta entonces había sido. Le demostró con su ejemplo que no había que ser tan timorato ni tan precavido, pues había muchas cosas que todavía no había descubierto. Fue aquel un tiempo de continuos hallazgos, de metas que se superaban con una rapidez que jamás se hubiese previsto, de horizontes que parecían al principio muy lejanos pero que luego eran contemplados de un modo mucho más claro, de retos que no tardaban en asumirse con la confianza de que ya nada podría resistirse, de ilusiones que se iban sucediendo a medida que se realizaban nuevas conquistas… Todo era trepidante para Azarías entonces: los sueños de la infancia habían sido sustituidos por afanosos proyectos, por arriesgadas aventuras en las que lo real se presentaba también revestido de magia. III Hacía más de cinco años que no se había encontrado con Felipe cuando un día de verano volvió a coincidir con él frente a la puerta de entrada de unos grandes almacenes, donde ambos se habían detenido casualmente para mirar los artículos que se mostraban en los escaparates. Antes se habían visto con cierta frecuencia, aunque siempre habían sido encuentros muy puntuales, en los que los dos se habían limitado poco menos que a intercambiar parabienes. En esta ocasión, sin embargo, dado el largo periodo de tiempo que habían estado sin tratarse, se hallaron más proclives a informarse de lo que cada uno había hecho desde la última vez en que conversaron. Felipe, según reveló de inmediato, estaba ya próximo a casarse con la novia con la que había salido desde que era casi un adolescente, una joven bastante agraciada que pertenecía además a una de las principales familias del pueblo donde ellos se habían criado. Azarías, como era natural, se alegró mucho de ello, pues le gustaba ver contento y realizado al amigo con el que tan buenos ratos había pasado: movido por otros intereses, a él no le cabía envidiar los que habían impulsado a Felipe a anhelar la clase de felicidad que ahora había conquistado; le parecía, en cierta manera, legítimo que lo hubiera conseguido si ese era el propósito que desde siempre había albergado. La conversación, por tanto, no pudo por menos de girar al principio en torno a este crucial acontecimiento, sobre el que Felipe no pararía de ofrecer detalles que no hacían sino henchir aún más su orgullo. Azarías, como otras veces, lo escuchó con la atención que merecía la amistad que entre los dos ya se había creado, aun cuando en algunos puntos no compartía las opiniones que acerca de determinados asuntos el otro mantenía. El relato de los preparativos de la boda se alargó, por ello, más de lo esperado, pues de unas cosas se pasaba Felipe a otras casi sin que hubiera continuidad entre ellas, deseoso de dar a conocer todos los detalles que concurrían por aquellos días en la organización del casamiento. Cuando ya no le quedaba nada más que añadir, Azarías pudo derivar por fin el diálogo hacia temas en los que él hubiera de estar más implicado. Le contó que, como no corrían buenos tiempos para encontrar trabajo, había decidido prolongar sus estudios con los cursos de doctorado que se impartían en la Universidad, con los cuales pensaba algún día completar la especialidad para la que se veía más preparado. Azarías, en efecto, acababa de licenciarse en Filología Hispánica: su amor a las letras lo había llevado a escoger esta noble carrera, con la que pretendía ampliar y perfeccionar los conocimientos que sobre ella tenía. Desde que era casi un colegial le había dado por leer con asiduidad los libros que había en su casa, entre los que se hallaban algunas novelas de Julio Verne que le habrían de causar una honda impresión. La lectura fue para él como un alimento espiritual del que no podía prescindir, un alimento que le reportaba todos los nutrientes y vitaminas que a su alocada imaginación le podían hacer más falta. Empezó así un periodo muy prometedor que ya nunca más dejaría de ensancharse y de abrir inusitadas vías con los nuevos hallazgos literarios que lo irían deslumbrando. Había estudiado, en fin, lo que quería, lo que con más fervor siempre había deseado, como así le comunicó a Felipe aquel día de verano en que se encontraron. Se habían alejado ya de la puerta de aquellos grandes almacenes y paseaban ahora por una de las calles principales de la ciudad, atestada de gentes y de tráfico. Era quizá el momento en que más ajetreo había, el momento en que el calor comienza a atenuarse para dar paso a una temperatura algo más llevadera, influida por las primeras corrientes de aire que empiezan a circular desde las remotas heredades del campo. −Mi mayor sueño sería escribir una novela –se decidió a confesar Azarías, dispuesto a aprovechar el turno que ahora se le brindaba en la conversación para manifestar a su vez lo que pensaba−. Como tú ya sabes, yo siempre he sentido cierta inclinación por la escritura. Al principio eran solo poemas en los que trataba de expresar lo que sentía, casi siempre relacionados con el amor o con los ideales que en la adolescencia albergaba…Estaba de alguna manera destinado a hacerlo: me tenía que desahogar de este modo. Quizá no lo entiendas, porque tú siempre has actuado de otra forma… −No sé a qué te refieres –repuso con fingida perplejidad Felipe. −Tú has sido siempre más práctico: has mirado la vida según el provecho que de ella has podido sacar –se atrevió a recordar Azarías−. Para ti, la poesía, por ejemplo, no tenía ningún valor. Era una especie de debilidad, algo que nos asemejaba más bien a las mujeres. No entendías que los hombres pudieran ser tan sensibles…, eso me decías. Sin embargo, la mayoría de los poetas han sido siempre hombres, no sé por qué será… A ti te gustaban más entonces las ciencias, porque las ciencias lograban avances que las demás disciplinas no conseguían. A veces incluso debatíamos mucho sobre esto, porque ninguno quería en aquellos años dar su brazo a torcer. Discutíamos por cualquier motivo, con la fogosidad que entonces encendía nuestros ánimos. −A mí siempre me ha gustado ver el lado productivo de las cosas, porque lo demás son solo veleidades que no tienen ningún sentido. Con esto no quiero decir que no pueda haber gente que lo sienta de otra manera, como te pasa quizá a ti… Yo lo respeto, como tú me debéis respetar a mí… Yo, en fin, lo vi muy claro desde que comprendí que el mundo solo estaba hecho para los audaces, para aquellos que no están dispuestos precisamente a dejarse arrebatar por él; porque si no, el mundo te vence, el mundo acaba derrumbando al primer envite todo ese castillo de naipes que habías construido cuando creías que la realidad sería exactamente como tú la habías imaginado… Yo lo vi muy claro, como te decía; por eso me sobrepuse en seguida a lo que me rodeaba, por eso me procuré todos los medios que había a mi alcance para ganar esta continua batalla. Me arrimé a los buenos, como quien dice, porque yo no era nadie: mi familia, en fin, apenas tenía nada, sobre todo si la comparaba con las más pudientes. Y me vi pronto recompensado con la novia con la que dentro de poco me caso, porque ella, aunque era de una clase muy superior a la mía, no tuvo en cuenta esto para preferirme a mí. Fue, la verdad, una suerte, porque los padres al final aceptaron que yo pudiera salir con su hija: ella, como bien sabes, siempre estuvo enamorada de mí; era un hecho al que nadie se podía oponer, un hecho que hay que acatar si no se quiere provocar una situación bastante desagradable. Así que yo me aproveché en cierto sentido de esta pasión para lograr lo que me proponía, sin que por ello deba sentir ninguna culpa; porque yo tampoco era ningún pelagatos, tenía también mis cualidades, que no podían pasar desapercibidas… Pero no voy ahora a presumir de ellas, ya que eso es algo que deben estimar los demás… Al menos así lo he entendido siempre, porque si no uno corre el riesgo de parecer lo que no es. −Tú has tenido siempre mucha simpatía −replicó casi de inmediato Azarías al verse de pronto aludido con aquella última insinuación−. La simpatía es un don innato, una manera de ser y de actuar que quizá no se pueda aprender, porque yo, aunque muchas veces lo he intentado, nunca he logrado comportarme con la gracia con la que tú sueles hacerlo… Por eso siempre has caído bien a la mayoría, porque sabías mostrarte como a la gente le gustaba que fueses: eras, ante todo, un tipo muy divertido que se ganaba con gran facilidad la confianza y la atención de todos cuantos lo rodeaban; con tus ocurrencias conseguías alegrar cualquier reunión, contigo no había nadie que se aburriese, tenías esa capacidad… Quizá no fueras consciente de ella, porque a veces no somos conscientes de lo que tenemos…, aunque yo creo que sí lo eras y que por eso salías siempre airoso y contento de todas tus empresas. −Ahora que me lo recuerdas, debo reconocer que no me iba mal en aquel juego –sonrió, mientras lo decía, Felipe, como si se regodeara en la evocación de un acto que no hubiera sido completamente legítimo. Habían llegado a la altura de Puerta Real, donde era aún mayor la multitud que allí concurría: daba la impresión de que hubiese confluido en aquel preciso sitio, procedente de diferentes puntos de la ciudad. Reinaba por ello un gran bullicio, en el que se mezclaban voces y ruidos de distinto origen. La luz de la tarde languidecía ya tras los contornos últimos de los edificios, cubriéndolo todo de reflejos y de manchas doradas y cobrizas. La vida tomaba a esa hora un aire de magia y de misticismo, un aspecto de leyenda antigua que permaneciera aún oculta bajo un pliegue del tiempo. −Tú lo has dicho: aquello era más bien un juego en el que siempre terminabas ganando –se atrevió a comentar Azarías después de una breve pausa. −Ganaba porque era decidido, porque arriesgaba mucho en todo lo que emprendía –volvió a sonreír Felipe, orgulloso de haberse comportado de aquella manera−. Si no hubiera sido así, probablemente no te estaría ahora contando esto; no sé, la verdad, lo que sería de mí… No me lo imagino: es algo que no me cabe en la cabeza, lo que yo habría hecho si me hubiera resignado a vivir de un modo más modesto. −Yo creo que cada uno acaba siendo lo que estaba destinado a ser. −Nunca lo había pensado de esa forma; ya veo que eres un buen poeta. −La poesía es otra cosa: es una frase que simplemente se me ha ocurrido acerca de lo que tú estabas diciendo. −Cada uno acaba siendo lo que estaba destinado a ser –repitió Felipe como si tratara de grabar aquello en su interior−. Pues si eso no es poesía, entonces la poesía qué es. −Es la voz de nuestro espíritu, algo que quizá no se puede expresar con las palabras. −Los poetas siempre sois unos seres muy raros. −Tal vez tengas razón. −Yo, por lo menos, no os entiendo. No sé lo que pretendéis. Lo que no se expresa con palabras no tiene sentido, pues de qué me sirve a mí una cosa que después no se va a comprender. Ya no se trata de que seáis más o menos de esta o de aquella manera, sino que os la dais de misteriosos porque no os gusta ser como los demás. −Tenemos una forma muy distinta de entender el mundo. −Al final siempre acabamos discutiendo sobre lo mismo, así que será mejor que lo dejemos. Tú eres poeta, como yo soy empresario, qué se le va a hacer, eso es todo… La vida es una encrucijada de caminos, en la que cada cual toma el que mejor se adapta a sus condiciones… Yo no voy, en fin, a caminar por donde caminan los otros, porque eso, como comprenderás, es imposible. −Cada uno acaba siendo lo que estaba destinado a ser –insistió Azarías como si quisiera reconciliarse del todo con aquella fórmula con su casual oponente. Discurrían ahora por un lugar más sombrío, en el que la exigua luz que ya moría quedaba retenida entre las ramas de unos viejos plátanos, sobre las que temblaba después levemente antes de disiparse. Entre los edificios de aquella zona, se distinguían a lo lejos las cumbres de la sierra, envueltas en una suave coloración sonrosada. Sin apenas consultarse, se internaron por una plaza que conducía después a otra algo más grande, en la que todavía podían verse unos últimos resplandores encaramados a los pisos más altos, como retazos de un ocaso que aún se resistiese a apagarse. Por decisión de Felipe, torcieron a la izquierda para volver así mejor al sitio de donde habían partido, pues era aquel precisamente el punto en el que había quedado con su novia. Por tal motivo, le fue enumerando a continuación a Azarías las ocupaciones en las que estaba metido, casi todas ellas relacionadas con los preparativos del futuro enlace. Le dijo que él, a pesar de todo, trataba de escabullirse siempre que podía, pues eran cosas para las que no se consideraba demasiado preparado. −Yo, como comprenderás, no entiendo mucho de ajuares; lo mío son los negocios, todos los asuntos que tengan que ver con los ingresos y con los gastos que pueda generar una empresa –concluyó a modo de resumen, como si de esa manera se excusara de no haber querido cumplir con las obligaciones que se le hubieran asignado. −Estarás muy contento –comentó Azarías sin saber muy bien qué decir en aquel momento. −La verdad es que no me puedo quejar. −Yo estoy aún muy lejos de vivir lo que ahora tú estás viviendo. −Ya te llegará la hora, ten paciencia, es cuestión de esperar; pero hazme caso, elige bien, no te precipites, escoge a la mujer que más te convenga, a la que aporte a ti lo que más necesites, porque después no tendrás por qué arrepentirte; hay decisiones en la vida que son importantes, decisiones que no tienen vuelta de hoja y que pueden condicionar el resto de nuestros días. El matrimonio es una cosa muy seria, no es un juego de niños, para eso están los noviazgos, para dar marcha atrás si es preciso. Elige bien, Azarías, cuando te llegue la hora, porque estoy seguro de que te llegará, más o más temprano, cuando menos lo esperes tal vez… Apenas hablaron ya de otro asunto, pues casi sin darse cuenta habían regresado al lugar en el que Felipe se había citado con su novia. Muchos comercios habían cerrado ya sus puertas. Por todos lados deambulaba un gran gentío: un mar de cabezas y de peinados de diversas formas se agitaba por las calles en distintas direcciones. La luz era una débil pincelada a esa hora, una insinuación tan solo que se advertía en el aire soñoliento del crepúsculo. Tuvieron que esperar aún diez minutos antes de que apareciera Carmen, la prometida de su amigo. Él ya la conocía desde la infancia, aunque hacía ya más de siete años que no la había visto. La encontró al principio más guapa que antes, más guapa que la imagen que de ella él retenía en su cabeza. Parecía como si con la edad sus rasgos hubieran adquirido un matiz más preciso, como si sus facciones hubiesen tomado el dibujo que aún no había acabado de formarse. Azarías la saludó con el afecto que le inspiraba la relación que lo unía con Felipe, con la familiaridad que más se adecuaba a la situación con la que aquel día se había encontrado. Después de intercambiar con ella unas palabras de mutuo agasajo, se despidió de los dos con la promesa de asistir a la boda que después del verano habría de celebrarse. IV Hay quizá un momento en la vida en el que uno se da cuenta de que todo empieza a cambiar de repente, un momento en el que las cosas de pronto se revisten de una gravedad en la que antes no se hubiera reparado, un momento que tal vez a cada cual le puede llegar en una época distinta, después de haber atravesado una etapa de búsqueda en la que no se hubiera hallado quizá lo que de forma oscura y antojadiza se perseguía. Un momento que a Azarías le sobrevino precisamente después de abandonar la primera escuela a la que había ido, luego que hubo cambiado de clase y también de compañeros de grupo. Casi sin esperarlo, se vio inmerso en un medio diferente, al que muy pronto tuvo que acostumbrarse si no quería quedarse al margen de lo que en él habitualmente sucedía. Esto hizo que madurara con una rapidez imprevista, con un afán que no tardó en dar los frutos que entonces más deseaba. Tenía más de doce años cuando este cambio tuvo lugar; había alcanzado ya la autonomía suficiente para actuar por su cuenta, sin la necesidad de recurrir a ninguna persona mayor que le aconsejara lo que debía hacer. Él ya, en efecto, estaba capacitado para decidir lo que quisiera; podía, si así lo determinaba, desplazarse por espacios que antes casi se le habían vedado sin ningún motivo. Podía también opinar sobre los hechos que en su entorno más cercano ocurrían, pues él ya se había labrado una conciencia que le permitía enjuiciarlos con unos criterios propios. El mundo para Azarías no era ya tampoco como se le había presentado antes: había comprendido por fin que la realidad no había de confundirse con la fantasía, a pesar de que todavía se resistía a veces a admitirlo. Él era, ante todo, un ser minúsculo que estaba expuesto a innumerables peligros, un ser muy vulnerable y sensible que tenía que luchar por no sucumbir a ellos. Lo que más apreciaba en aquella época eran los sentimientos, las emociones que ante cada nueva situación en su interior se revelaban, la expectación con que aguardaba un acontecimiento que se le hubiera antojado muy importante, la curiosidad con que atendía a la comunicación de un secreto que alguien en privado se decidía a confiarle… Era aquello lo que más le pertenecía, la parte más íntima que había de conservar de sí mismo, el aspecto de su personalidad que sin duda más le interesaba a pesar de que en ocasiones tratara de ocultarlo a los demás, a pesar de que todavía no lo considerara preparado para darlo a conocer. La timidez era un rasgo que parecía impreso en su carácter desde antiguo, casi desde la edad de la que procedían sus recuerdos más remotos… Había sido tímido como una forma de salvaguardar su fantasía, como un modo de protegerse ante todo lo que pudiera resultarle sospechoso o espurio. Desde entonces, se había acostumbrado a comportarse con cautela, como si no quisiera involucrarse en nada que él no controlase, en ningún asunto que le hubiera de parecer extraño o demasiado tormentoso. Vivía con la delicadeza de un ave que solo se atreve a surcar los ámbitos conocidos, los parajes por donde su vuelo ya se hubiese desplegado con harta frecuencia. Si había algo que lo inquietaba o que lo excitaba por alguna razón especial, prefería no aventurarse más allá de lo que le dictaba su prudencia: el mundo de su infancia era suficientemente rico como para no codiciar nada que otros poseyesen; se conformaba con lo que tenía, con lo que en su mente se proyectaba a través de las imágenes que en ella se almacenaban. Con aquel cambio, aspiró a actuar de una forma más mundana, como si con los años se le hubiera despertado una necesidad que antes no hubiese sentido. La timidez, que ya albergaba, se le agrandó entonces hasta límites intolerables, pues ya no le bastaba con lo que dentro de él existiese, sino que deseaba que ello se cumpliera y que las cosas del exterior se adaptaran a sus gustos e intereses. Supuso una pugna tenaz contra sí mismo, una pugna por descollar en una realidad que antes había rehuido. Fue un duro contratiempo cuando una vez y otra comprobaba que carecía de las habilidades o de las destrezas necesarias para conseguirlo, cuando una vez y otra había de aceptar que él no estaba quizá preparado para actuar con la naturalidad con la que veía desenvolverse a la mayoría de sus amigos. Si en alguna ocasión lograba hacer lo que ellos, le asaltaba de repente una sensación inaguantable de pudor que lo llevaba a desistir de su empeño, convencido de que no era aquello adecuado para él o de que había representado un papel con el que nunca podría identificarse. Aquella voluntad de expandirse chocaba, pues, con los límites que de una forma o de otra le imponía su acentuada propensión a ausentarse: de pronto se enfrentó a un conflicto interior que le causaba una honda inquietud, a una difícil prueba que seguramente nunca sería capaz de superar. Todo esto lo desazonaba bastante: él hubiera querido no ser así, hubiera querido incluso renunciar a alguna de sus principales virtudes si de esa manera conseguía discurrir como los demás. Era una especie de rémora, un peso invisible que lo abrumara, una condición inexcusable que enturbiara sus ansias de libertad, sus deseos de volar por territorios aún inexplorados, por regiones por las que todavía no hubiera extendido sus alas. Aquella timidez innata, ahora agigantada por un sentido más agudo de su cortedad, casi lo convirtió en un chico hermético y huidizo a los ojos de su nuevo maestro, muy diferente del que en su anterior colegio le hubiese impartido las primeras letras. Don Ángel, que así se llamaba, no hacía en realidad ningún honor a su nombre, pues era un hombre agrio y sombrío, de modales muy toscos, al que los alumnos solían temer mucho. Era de baja estatura, más bien seco de carnes, un tipo cenceño y oscuro, de rostro cetrino y aguileño, con la mirada torva, siempre al acecho tras el cristal ahumado de sus inseparables lentes. Para hacer aún más detestable su figura, vestía un sobretodo gris que le confería una mayor seriedad, ante la que era muy difícil desentenderse. Igual que les pasaba a sus compañeros, a Azarías le infundía don Ángel un gran respeto, un respeto que no provenía de la autoridad que emanara de sus saberes, sino que era ocasionado en último término por el miedo que indefectiblemente inspiraba su persona, por el rigor con que desarrollaba sus explicaciones, por el modo con que escrutaba todo lo que delante de él se hiciese. Para que no se le escapara nada, don Ángel tenía además la maldita costumbre de pasear por toda la sala donde estaba ubicada la escuela. Se movía entre los pupitres como un pájaro de rapiña que está presto a saltar sobre su presa, a punto ya de dejarse caer sobre quien hubiese cometido un imperdonable descuido, algún desliz o falta que él no hubiera de permitir que quedasen encubiertos. Se desplazaba a veces despacio, quizá para hacer aún más ingrata o más odiosa su presencia, consciente de que así causaba un efecto más seguro en sus víctimas. Azarías, que solía ser una de ellas, conocía perfectamente ya sus pasos, el sonido de sus taciturnas pisadas por el pavimento enlosado de la clase, el rumor casi imperceptible que producía la áspera tela del sobretodo en cada uno de sus movimientos, el olor acre que se desprendía de su cuerpo cuando ya estaba cerca, la turbia asechanza con que lo vigilaba en los instantes en que permanecía detenido a su lado… Un día le ocurrió con él algo que lo habría de dejar bastante marcado, un incidente que jamás olvidaría. Azarías había presenciado ya diversas palizas con las que don Ángel conseguía doblegar a los alumnos más díscolos, a aquellos que no se atenían a las normas o a las directrices que él hubiese establecido. Le aterrorizaba la posibilidad de que alguna vez pudiera ser objeto de alguno de aquellos despiadados castigos, por lo que siempre intentaba someterse a los métodos o a los dictados que su maestro con tanto vigor les imponía. Aquel día, sin embargo, sucedió un hecho que él nunca hubiera previsto. Por una serie de circunstancias que nadie hubiera podido evitar, se produjo un notable retraso después del recreo que don Ángel solía concederles por las tardes. Por el motivo que fuese, se habían enfrascado tanto en sus juegos, que ninguno pudo reparar en que pasaban ya varios minutos de la hora convenida. Cuando se dieron cuenta de la tardanza, corrieron despavoridos para regresar cuanto antes a la escuela, atropellándose con gran alboroto en el estrecho pasillo que conducía al aula. Don Ángel, como no había de ser de otro modo, los estaba esperando de pie junto a la tarima sobre la que se hallaba colocada su mesa. Muy tieso, con la mirada más fiera que se le hubiera visto nunca, los fue observando uno a uno hasta que entraron todos. Parecía un militar que pasara revista a sus soldados, un militar airado que se enfureciera con facilidad si alguno de ellos transgredía el reglamento. Un silencio muy compacto se había adueñado de todo el recinto, un silencio en el que casi se palpaba el miedo con que allí se aguardaba la resolución de aquel desgraciado conflicto. Con pasos marciales, la regla de madera empuñada tras la espalda como si se tratara de un sable, don Ángel volvió a pasear entre los pupitres con la misma parsimonia de siempre, demorándose a veces en sitios donde creía percibir unos sospechosos latidos. Nadie se atrevía a levantar la cabeza por el temor de ser acusado, por el temor de ser requerido por aquel sañudo superior que con tanto celo se dedicaba ahora a inspeccionarlos. Pasaron tal vez unos minutos de angustiosa espera, unos minutos en los que solo se oyó el ruido desacompasado que hacían los zapatos de don Ángel al desplazarse por el suelo. Alguien pudo pensar, alentado por aquella demora, que les otorgaría un indulto. De pronto, sin embargo, estalló su voz, una voz estentórea de general que lanza una enérgica arenga contra el enemigo: de forma terminante, le ordenó a Azarías que lo siguiera hasta su mesa. Allí, delante de la tarima, a la vista de todos sus cómplices, lo conminó a que confesara el verdadero motivo por el que habían regresado tan tarde del recreo. Azarías, atemorizado, no supo en aquel momento qué decir. Permaneció callado durante unos segundos, como un reo al que se le acusa de un delito del que debe dar cuenta. Era tal su nerviosismo que la vista casi empezaba a nublársele, a punto de desvanecerse en una imagen muy borrosa. −Nos hemos entretenido demasiado jugando –balbuceó apenas, haciendo acopio del único resto de fuerzas que aún le quedaba. Pero no se conformó don Ángel con aquella respuesta. Sospechaba que había algo más, una especie de conjura o de conspiración de todos sus alumnos contra él, contra los métodos que habitualmente empleaba con ellos, quizá porque no las tuviera todas consigo, porque le remordiera en el fondo la conciencia por los abusos que hubiera cometido con alguno. −No me lo creo –insistió en un acceso de ira−: ustedes han tramado algo que no me quiere decir. Es muy grave lo que está ocurriendo aquí, muy grave, sí, señor. Lo que está ocurriendo aquí es intolerable. ¿Me entiende bien? Es una cosa que yo no puedo admitir. Así que no se haga más de rogar. Me lo va a revelar ahora mismo si no desea verse en un apuro mayor. Don Ángel lo amenazó con la regla, como si estuviera dispuesto a arremeter contra él si lo consideraba necesario. Hubo un instante de indecisión en el que los dos se miraron con cierta tensión, sin saber muy bien lo que hacer. Azarías pareció meditar antes de responder, hasta que por fin habló: −No hemos tramado nada contra nadie, don Ángel, se lo puedo asegurar. Estábamos muy animados jugando y casi nos habíamos olvidado de que teníamos que volver. Eso es todo. −¡No me lo creo! –rugió esta vez el maestro, el imaginario sable ya en alto, preparado para ensartar con él al contrincante, al que miraba de hito en hito con un furor incontenible. Azarías pudo quizá haber detenido su cólera si hubiera confirmado su recelo, pero él no sabía mentir. Se puso a contar de nuevo lo que había pasado, haciendo hincapié en el descuido en el que todos sin querer habían incurrido aquella tarde. Fue una suerte que no se viera fulminado, ya que por una extraña determinación don Ángel no llegó a cumplir sus amenazas, sino que se limitó a ofenderlo de la manera que en aquella ocasión juzgó más conveniente: −Usted no llegará nunca a ninguna parte –terminó por decirle en tono de desprecio, como si fuera este el mejor modo de zaherirlo. Aquel episodio, como era natural, afectó bastante a Azarías. Durante algunos meses, apenas pudo apartarlo de la cabeza: era como una pesadilla que se le enredaba en ella y que acababa por ensombrecer también sus pensamientos, como una maldición que constantemente lo persiguiera y que no lo dejara ser feliz. Sin embargo, no era aquella, por fortuna, una edad en la que las cosas tuvieran que discurrir de una sola forma. La naturaleza, muy sabia, predisponía para olvidar y para entregarse a todas las distracciones que en ella por fuerza habían de encontrarse, algunas halladas casi por azar, por ese afán inusitado de búsqueda y de aventura que por lo general se siente en los inicios de la adolescencia. Era, por lo demás, un tiempo propicio para nuevos descubrimientos, para estremecedores sobresaltos, un tiempo de mañanas azules, con los tejados cubiertos de un barniz plateado de escarcha; de cielos adustos y fríos, semejantes a cúpulas de mármol veteadas de trazos diseminados de nubes; de tardes soñolientas y deliciosas, teñidas de malva o de rosa tras la silueta compacta de unos montes; de horas confusas y premonitoras, en las que el viento del invierno recorría como un furibundo fantasma las calles de los pueblos, levantando en las esquinas remolinos de hojas secas y de rumores insidiosos; un tiempo de lluvias grises que lo llenaban todo de melancólicos acentos y de vagos presagios, resonando con insistencia en los aleros de los patios y en los cristales de todas las ventanas; de nieblas espesas que cubrían los campos de un blanquecino velo y que eran después horadadas por un sol de bronce; de días claros y luminosos de primavera o de verano, en los que el paisaje de la vega cobraba un brillo especial, con cuadros verdes y marrones de sembrados y de barbechos, festoneados de gráciles choperas… A Azarías le gustaba entonces escaparse con los amigos y emprender con ellos arriesgadas excursiones por los riscos de la sierra. El deseo de aventurarse los llevaba a alejarse cada vez más, a descubrir lugares de los que no hubieran oído hablar nunca, lugares perdidos a los que no conducía ningún camino, a los que había que llegar por una estrecha vereda, a través de pedregales erizados de breñas y de tomillares, después de haber sorteado innumerables obstáculos, terrenos sembrados de jaras y de chaparros, peñas abruptas por las que habían tenido que trepar con gran dificultad, escarpadas cuestas que serpenteaban entre las rocas, sombrías cañadas que parecían tamizadas de humedad y de silencio, de mensajes misteriosos que quedaran ocultos bajo la tierra… Todo esto acentuaba, como no podía ser de otra manera, su sensación de libertad, su impresión de haber alcanzado un punto en su madurez desde el que le estaba ya permitido otear horizontes mucho más anchos. Aunque todavía era un niño, casi se consideraba ya al comienzo de un nuevo periodo, en el umbral de una etapa que prometía ser muy venturosa. Si en la escuela de don Ángel había debido afrontar situaciones muy enojosas, también se había visto compensado allí por otras que le iban a deparar experiencias bastante alentadoras. A los amigos con los que ya contaba, se les vino a sumar entonces Miguel, con quien llegaría a congeniar mejor que con todos los que antes había tenido. La amistad había sido un sentimiento sometido a los intereses o a las conveniencias que concurrieran a menudo en los juegos o en las diversiones más habituales de la infancia. Se había reducido a una especie de acuerdo afectivo, en el que cada cual aportaba lo que estimaba más oportuno para salir beneficiado en las operaciones que se efectuasen. Se actuaba en el fondo por puro egoísmo, por pura necesidad de sentirse integrados en un grupo que los protegiera y que los reconociera como individuos. En el caso de Miguel, fue distinto, quizá porque era muy diferente del resto, más parecido a él en la forma de entender y de enjuiciar las cosas. Lo había conocido precisamente allí, en la escuela de don Ángel, en la que muy pronto los dos habían coincidido en el modo de rehuir las duras diatribas del maestro. Era Miguel algo más alto que él, con el cabello de un tono pajizo, del que solía colgar un largo flequillo. Tenía los ojos azules, los pómulos muy pronunciados, el mentón un poco salido. Como la mayoría de los niños de aquel tiempo, estaba muy delgado, con un aspecto que podía pasar por enfermizo. Era muy tranquilo, en contra de lo que quizá cabía esperar de su fisonomía ligera y quebradiza. Lo primero que le llamó la atención a Azarías fue su carácter reservado, propenso a callar lo que no convenía que dijera para no ofender a los que pudieran verse aludidos. Tal prudencia era muy semejante a la que él tenía, a la que desde siempre había sabido conservar en su trato con los amigos. Quizá fue por ello por lo que comenzaron a llevarse tan bien, aunque era posible que hubiese algo más que los acercase y que los uniese con lazos más firmes que a los demás, algún tipo de coincidencia que fuera para ellos muy difícil de definir. Miguel fue quien más lo apoyó cuando don Ángel se ensañó con él. Lo apoyó con palabras de aliento, con gestos de confraternización que suponían para Azarías un gran consuelo. Le decía a menudo que no se desanimase y que no creyese que iba a ser verdad lo que le había vaticinado el maestro. “Tú no le hagas caso”, le repetía cuando lo veía más abatido, cuando se daba cuenta de que volvía a acordarse de aquel lamentable suceso. Para ayudarlo, muchas veces Miguel lo convencía para participar en lo que hacían los otros niños. Se iban a jugar a menudo a la casa de uno de ellos, donde había un corralón inmenso en el que podían campear a sus anchas, con un secadero de tabaco donde solían refugiarse cuando estaba lloviendo para salir después a corretear entre los charcos. Era un terreno grande que estaba invadido de hierbas en la mayor parte del año, cercado por unas tapias bajas de adobes a las que ellos se encaramaban de vez en cuando para espiar lo que se hacía en los corrales colindantes. Liberados del peso que suponían los deberes escolares, era aquel espacio un lugar en el que se sentían felices, un reino especial que hubiesen descubierto y que tuviesen que defender de alguna manera de asechanzas y de peligros. Se amontonaban allí arados y otros instrumentos que se empleaban en las labores agrícolas. Les gustaba subirse a los tractores y a los remolques cargados de sacos o de semillas. Les gustaba saber para qué servía cada herramienta, qué era lo que se estaba haciendo en el campo a cada momento. Llevados por una insaciable curiosidad, querían estar informados de todo, de las faenas que había que realizar para las siembras, de la cantidad de abono que se precisaba para una determinada parcela, del curso de los riegos, del tiempo exacto en que se habían de cosechar todos los frutos… Era un mundo casi primitivo, poblado por seres muy fuertes y curtidos, con las caras atezadas, las manos gordas, sucias de polvo y de callosidades; unos seres que habían sabido sobrevivir al rigor de los trabajos, a la inclemencia de las temperaturas, al cansancio de los años acumulados, inmunes al desaliento, capaces de esforzarse en sus faenas sin ningún gesto de fatiga o de enojo consentido; unos seres rudos a los que sin embargo ellos admiraban y con los que a veces hablaban cuando regresaban del campo, bajo la luz cenicienta del crepúsculo, con los sombreros de paja todavía ladeados sobre las cabezas, las camisas remangadas a la altura de los codos, las botas manchadas de barro y de hierbajos. Olían a tierra húmeda, a matojos tiernos, a zarzas y a cardos silvestres, a agua turbia de acequia, a sol ancho, a aire vibrante de hojas y de ecos, a azul alto y profundo… Eran los héroes anónimos de otros tiempos, de otras épocas perdidas ya en la nebulosa gris de la historia, hombres rudos, tallados a fuerza de sacrificios, con la piel tosca, salpicada de manchas oscuras, de arañazos sangrientos, acostumbrados a permanecer muchas horas inclinados sobre los surcos. Con la compañía de Miguel, Azarías pudo ingresar en nuevos círculos, en los que hasta entonces no había tenido acceso, quizá porque él solo nunca se hubiera atrevido a intentarlo. En el siguiente curso, tuvieron la suerte de librarse de don Ángel, por lo que se sintieron muy aliviados y contentos. Se incorporaron, por decisión del director, a una nueva clase, en la que vinieron a coincidir con varias chicas, a las que se les había hecho también ingresar en ella para que fuera una educación mixta, de acuerdo con los criterios que por entonces se estaban imponiendo en la enseñanza. Tal circunstancia alteró bastante el ánimo de los dos amigos, ya que la presencia de aquellas compañeras llegó a condicionar de algún modo sus actos: todo lo que hiciesen allí lo consideraban ahora examinado y tal vez censurado por ellas, a quienes no querían defraudar por una especie de orgullo masculino que los llevaba a cuidar de su imagen y a no caer en acciones o en dichos inoportunos que pudieran perjudicarla. Se creó así una situación muy tensa que se prolongó durante algunos meses, hasta que ellos por fin se acostumbraron a verlas y a tratarlas cada vez con más confianza. Se dieron cuenta de que no sabían más que ellos y de que las acuciaban las mismas obligaciones y necesidades con las que a menudo todos se encontraban. Como eran menos decididos, a Azarías y a Miguel les costó un poco más que a sus compañeros superar la barrera que los separaba de ellas. Lo consiguieron cuando ya existía allí un clima propicio que lo facilitaba, cuando ya ellas también se habían habituado a intervenir y a participar en las mismas actividades que ellos realizaban. Cuando ya mediaba el curso, cuando ya la primavera había comenzado a insinuarse en tenues tallos y en leves matices, a Azarías empezó a interesarle una de aquellas chicas. Todo se inició de repente, sin que estuviera prevenido. Era la primera vez que sentía algo semejante; nunca hasta entonces había experimentado nada parecido. Cuando unos años después le volvió a ocurrir, ya en el instituto, comprendería que el origen de su turbación había sido muy similar al otro, después de que él se viera observado sin esperarlo por unos ojos que lo perseguían, por unos ojos que se habían detenido en él con plácido abandono. En el instituto, tal comprobación sería el principio de una pasión muy devastadora que estaría a punto de consumirlo; en el caso anterior, se había limitado a ser solo una vaga atracción, de la que sin embargo quedarían muchos restos en su confundido espíritu. Se llamaba ella Angustias; era pequeña, con el cabello castaño, recortado a la altura de los hombros, con la cara muy graciosa, en la que solía relampaguear con frecuencia una sonrisa. Tenía, además, los modales muy finos; cuando hablaba, lo hacía en un tono moderado, como si hubiese educado su voz para emitirla siempre de aquella manera. Daba la impresión también de ser bastante sensata, de haber alcanzado a su edad una madurez de la que el resto de sus compañeras carecía. Desde que ella lo miró, todo se volvió ya distinto para Azarías: fue como si su vida hubiera adquirido a partir de aquel momento un sentido diferente, un sabor nuevo que ahora pudiese paladear en secreto. Supo casi en un instante que él ya no era un niño y que estaba capacitado para que lo amasen y para que correspondiese también con el interés que alguien hubiera mostrado por él. Fue un descubrimiento repentino que suscitó insospechadas posibilidades y que lo enfrentó a una realidad desconocida para la que ahora había de prepararse. Todos los sueños anteriores acabaron vencidos por aquella corriente alentadora, a la que él se complacía en abandonarse. Le gustaba verse arrastrado por ella, impelido por aquel cúmulo de emociones que con su empuje de continuo se despertaban. Cada vez que se encontraba con Angustias en la escuela o que coincidía con ella en algún lugar del pueblo, el corazón le daba un vuelco y un repentino rubor encendía sus mejillas, sin que pudiera hacer nada por evitarlo. Se ponía tan nervioso que apenas lograba balbucear algunas palabras, pronunciadas casi siempre con un timbre o con una entonación que a él mismo se le antojaban muy extraños, como si fuera realmente otro quien las dijese, otro el que actuase en aquellos precisos momentos ante Angustias, a quien casi veía entonces como un ser inaccesible, como un ser dotado de unas cualidades que difícilmente podrían concordar con las suyas. Lo raro era que nadie se apercibiera de nada, ni siquiera sus mejores amigos, con los que había tenido ocasión de tratar a Angustias de aquella ridícula manera. Cuanto más pensaba en ello, más obsesionado se sentía por lo que le estaba pasando. Lo consideraba anormal, propio quizá de alguien que no disponía todavía de ninguna experiencia sobre el modo de relacionarse con personas de una condición diferente. A veces lo tomaba como un hecho aislado que solo a él le ocurría, como una realidad de la que los demás parecía que estuviesen exentos. Si se lo hubiera contado a Miguel, tal vez habría comprendido que era algo natural, por lo que todo el mundo en aquel tiempo pasaba. Lo mantuvo, en cambio, en secreto, como si formara parte de una intimidad que solo a él hubiera de estar reservada. El curso, mientras tanto, avanzaba inexorablemente hacia su final. Los exámenes últimos trajeron nuevas preocupaciones que hicieron menguar otras que se hubiesen considerado más graves, como así vino a suceder hasta cierto punto con lo había comenzado a despuntar en Azarías, aquel amor incipiente que en él se había despertado de una forma tan torpe e imprecisa. En cuanto dejó de ver a Angustias con la frecuencia con la que antes la había visto, todo lo que había sentido por ella empezó a diluirse con la misma facilidad con que se había generado, como si aquello fuese gobernado por fuerzas caprichosas que pudiesen orientarlo en una dirección o en otra. El verano, con todas las expectativas y posibilidades que suscitó, fue poco a poco haciendo efecto en él, hasta que casi acabó por colocar en un segundo plano aquella especie de ídolo que antes había adorado, difuminándolo entre las tenues neblinas de una vaga lejanía. Azarías volvió a verse con los amigos casi todos los días, especialmente con Miguel, ya que era entonces con quien mejor se llevaba. A los juegos audaces de épocas pasadas les sucedieron ocupaciones menos temerarias, entre las que tuvieron un lugar preeminente los paseos en bicicleta que daban por los alrededores del pueblo cuando ya el calor había remitido un poco, a la hora en que la tarde dejaba sobre la vega regueros de rosa y de malva. Fue un verano de cielos de algodón, de calles y plazas inundadas de luz, pobladas tan solo por figuras desgarbadas de labriegos que regresaban de las duras faenas del campo, por perros escuálidos y errabundos que se movían de un lado para otro guiados por su instinto. Calles de ventanas enrejadas y de portales sombríos, en los que resultaba muy grato guarecerse, sentir la fría transpiración de sus mármoles. Tapias y almacerías de cal refulgente, de las que colgaban mechones de plantas trepadoras, de jazmines de olores exuberantes. Huertos y corrales cercados de altos muros, de los que llegaba a veces en el aire cálido de la siesta un racimo apretado de voces. Callejas que se empinaban y retorcían entre paredes sucias de polvo, sobre un horizonte plateado de olivares. Cuadras y graneros destartalados, de techos de cañizo, sostenidos por vigas alabeadas, habitados por sombras y por ecos de un pasado antiguo, por rumores imaginarios que se confunden con los crujidos de las maderas. Parajes solitarios en los que quedaba un regusto añejo de crepúsculo, con manchas de carmín y de violeta todavía adheridas a los aleros y a los tejados de las casas, lugares apartados por los que ya raramente pasaba alguien, lejos de las rutas y de los caminos por los que la gente más transitaba entonces. Patios emparrados en los que las horas transcurrían deliciosamente, al ritmo de las conversaciones que en ellos se entablaban sobre los asuntos que más interesasen, en muchas ocasiones sobre sucesos acaecidos en un tiempo muy lejano, sobre sucesos en los que se creía vislumbrar el origen de algunas de las situaciones que conformaban la realidad actual. Patios en los que era muy agradable demorarse hasta bien entrada la noche, bajo el manto añil del cielo, punteado de diminutas estrellas. En los ratos que tenían libres, Azarías y Miguel se entregaban a intensas y deslumbrantes lecturas, de las que luego hablaban apasionadamente sobre lo que más les hubiera gustado. Para ellos se había convertido ya en un auténtico placer adentrarse por las páginas de los libros y descubrir en ellas lo que los autores hubieran querido plasmar. Leer era un acto individual con el que cada uno podía recrear con su imaginación lo que en el libro estuviese escrito; de algún modo intuían que el lector era también coautor de aquello, colaborador indispensable de una obra que no concluía hasta que no hubiera sido rematada por él. A Azarías comenzó a interesarle muy pronto la poesía. Por su espíritu sensible y ensimismado, había encontrado en ella la mejor manera de encauzar los sentimientos que a menudo lo embargaban, todas aquellas emociones que guardaba con gran secreto en su interior y que no había sabido comunicar a otros. Miguel, por su parte, se inclinaba más por la prosa, especialmente por los relatos fantásticos de aventuras y de viajes arriesgados. Le gustaba enfrascarse en ellos, perderse por unos momentos por aquellos itinerarios de bosques intrincados y de mares procelosos. Miguel llegó a ser, en efecto, su mejor amigo, no solo por las aficiones que con él compartía, sino también por las muestras de amistad que de continuo le había dado. Al contrario de otros, Miguel sabía siempre ceder cuando la ocasión requería que uno de los dos fuera más beneficiado; no le importaba quedarse en el último lugar si después iba a tener también la oportunidad de disfrutar de lo que él ya hubiera disfrutado. Todo esto lo apreciaba Azarías, pues no había sido muy común en su trato con los demás amigos: lo normal era que fuesen egoístas y que pretendiesen aprovecharse de los beneficios que la suerte les deparaba en un determinado momento. Sin embargo, Miguel se tuvo que ir: por razones que él mismo no entendía, relacionadas tal vez con el trabajo del padre, su familia había de trasladarse a otro sitio. Lo había anunciado con antelación, aunque ninguno de los dos había dado excesiva importancia a aquello, quizá porque pensaban que no podía ser verdad, convencidos de que en el último momento se habría de producir cualquier circunstancia que obligaría a cancelar aquel viaje. Miguel, no obstante, desapareció. Una tarde se le echó en falta y ya nunca más se le volvió a ver por el pueblo. Se fue sin despedirse, como si el anuncio de su partida hubiera sido hubiera sido ya suficiente para ello. Azarías, al principio, albergaba la esperanza de que muy pronto habría de regresar; sin embargo, a medida que pasaban los días, se iría dando cuenta de que no era así y de que tenía que aceptarlo como algo irremediable, como una realidad que más tarde o más temprano debería asumir. La ausencia de Miguel fue cubierta de alguna manera por Felipe, quien al final del verano se aproximaría nuevamente a él. Felipe había cambiado ya bastante, no solo en el aspecto físico, sino también en el modo de pensar y de comportarse: casi se diría que había adquirido ya el perfil moral que lo caracterizaría más tarde, aquella especie de ufano optimismo con el que desde entonces pretendería alcanzar todo lo que se propusiera. Fue, por ello, una relación que no duró mucho tiempo, pues a Felipe ya empezaron a atraerlo otros intereses, muy diferentes de los que Azarías entonces tenía. Se juntó enseguida con una pandilla de chicos y chicas que presumían ya de ser mayores, con los que difícilmente él podría congeniar. Al compararse con ellos, parecía como si se quedara atrás, rezagado en una etapa de la adolescencia que tuviera todavía muchos restos de la niñez, en un periodo de contradicciones y de sobresaltos del que le resultaba muy complicado salir. Coincidió todo esto con la incorporación en el instituto, en el cual habría de esforzarse mucho por adaptarse al nivel académico que allí se exigía. En la escuela, los maestros habían sido por lo general más condescendientes con los fallos en los que solían incurrir sus alumnos, quizá porque los consideraban naturales a su edad, susceptibles de ser corregidos cuando hubiesen ya madurado. En el instituto, sin embargo, no se toleraban determinadas faltas, por lo que había que tener desde el principio mucho cuidado para no cometerlas. Tan agobiado se vio Azarías, que casi no pudo dedicarse más que a los estudios: se olvidó prácticamente de todo lo que no estuviera relacionado con ellos; salía poco con los amigos, prescindía de entretenimientos o de aficiones que antes lo tuviesen muy ocupado, se levantaba a veces muy temprano para repasar alguna lección que todavía no dominase… Lo hacía por un prurito de responsabilidad que no lo dejaba nunca tranquilo, por un exceso de preocupación o de escrupulosidad que lo llevaba a ser muy riguroso con todo lo que hacía. Durante los primeros meses, mantuvo allí Azarías una actitud reservada, más bien recelosa. Se encontró con nuevos compañeros, muchos de ellos procedentes de otros pueblos en los que no había instituto. Conoció también a tipos muy extraños, con formas de vestir y de actuar a las que no estaba acostumbrado. La mayoría de los profesores parecían dotados de un halo de sabiduría y de academicismo que los hacía muy distantes, poco accesibles para unos alumnos que todavía no debían de estar muy preparados para seguirlos. A Azarías le impresionó sobre todo don Gonzalo, el profesor de Ciencias Naturales, un hombre ya mayor que vestía con una chaqueta gris ya desvaída, un poco enjuto y cargado de espaldas, con dos o tres mechones de pelo mal distribuido. Más que un docente, tenía trazas de verdadero científico, afanado en proyectos y en interminables investigaciones. A Azarías le llamó la atención desde el comienzo el modo con que a menudo impartía sus clases, el entusiasmo con que explicaba su materia. Tenía la manía de pasear por el aula mientras hablaba, mientras exponía con evidente satisfacción todos sus conocimientos acerca de los temas que figuraban en el libro de texto. Parecía como si estuviera conversando con un interlocutor imaginario, con alguien al que pudiese confiar sus pensamientos. Fue un profesor al que rindió una gran admiración, quizá porque era muy diferente del resto. Sus exámenes, lejos de ser muy difíciles, como hacía presumir su aire estrafalario, resultaron bastante sencillos, ya que nunca preguntaba por cuestiones que fueran demasiado complejas, sino más bien por todo aquello que estimaba imprescindible y que había quedado más claro en sus explicaciones. Al cabo de un tiempo, Azarías trabó amistad con uno de sus compañeros, seguramente porque era con el que acabó sintiéndose más a gusto. Igual que le había pasado en la infancia, le daba de nuevo por juntarse con quien más se asemejaba a él, con quien más condiciones reunía para que se llevaran bien. Compartían el mismo interés por salir airosos de sus estudios, el mismo interés por superar de la mejor forma posible todas las pruebas que se les presentaban. Se llamaba José Antonio. Era alto, con el pelo lacio, con las mejillas siempre encendidas por el rubor que le causaban la mayoría de las situaciones con las que entonces se enfrentaba, por la tensión con que vivía cada uno de los compromisos que allí debía asumir. Su mirada era, igual que su semblante, bastante insegura y huidiza, con un temor mal encubierto que despertaba en seguida la compasión del que con él tratase. Provenía, igual que otros muchos alumnos, de un pueblo de las cercanías, desde el que tenía que desplazarse todas las mañanas en autobús. Azarías se dio cuenta de que congeniaba con él casi desde el primer momento, casi desde que empezaron a manifestar opiniones sobre los distintos pormenores de las asignaturas. Advirtió que era inteligente y que tenía una visión muy sarcástica de las cosas que veía, a pesar de la apariencia de mansedumbre y de desamparo que mostraba. Era muy agudo en sus observaciones: se percataba de detalles que podían ser muy significativos, de aspectos de la realidad en los que otros jamás hubiesen reparado. Compartió con Azarías ideas que no se hubiera atrevido a revelar a nadie, secretos que en otras circunstancias habrían de parecer a buen seguro muy comprometedores. Fue una amistad que se iba afianzando a medida que transcurrían los días, a medida que intercambiaban más impresiones sobre lo que en el instituto les estaba sucediendo. Esto hizo que se vieran un poco apartados del resto y que los demás tomaran con ellos ciertas prevenciones. Se convirtieron así en dos tipos peculiares, a los que nadie se decidía a dirigirse con plena confianza, quizá por el mismo respeto que su actitud a la mayoría ya le inspirase. Estaban tan concentrados en sus asuntos que apenas paraban mientes en lo que a otros compañeros más podía interesarles. Su relación social era muy precaria: se limitaba casi a rutinarios saludos o a conversaciones ocasionales de las que no sacaban ningún provecho. Con las chicas, por ejemplo, casi nunca hablaban: pasaban ante ellas como si lo hicieran prácticamente ante unas estatuas, ante unas figuras que muy poco tuvieran que ver con ellos. Fue, sin embargo, el tiempo el que terminó acercando posiciones, el que se encargó de actuar para que aquel distanciamiento se fuera haciendo cada vez menos severo. Sin que ellos lo hubieran podido predecir, se encontraron inmersos en un ambiente que les parecía cada día más familiar, en el que comenzaban a sentirse más integrados. Belén era una compañera que apenas había llamado la atención. Era delgada, morena, con el pelo corto, los ojos almendrados, detenidos en una vaga expresión de tristeza. Vestía con sencillez, casi con abandono, como si no se preocupara demasiado por ello. Habría pasado, en efecto, desapercibida si ella no se hubiera fijado en él con cierta obstinación, si él no se hubiera sentido observado por una mirada que buscaba con torpe determinación la suya. De pronto la imagen con que se la había representado empezó a ser distinta, dotada ahora de unas cualidades que antes hubiesen permanecido ocultas, anuladas por el aire de melancólica ensoñación en el que parecía estar envuelta. Ocurrió cuando ya casi concluía el curso, mientras aguardaban a la puerta del instituto para realizar uno de los últimos exámenes. Era una mañana muy luminosa de junio. El sol reverberaba en las copas de los árboles, en los sembrados de las hazas, en el azul plomizo de las montañas, cuyas cumbres se recortaban sobre la lámina inmaculada del cielo. Azarías se encontraba, una vez más, con José Antonio, conversando sobre los contenidos de aquel examen. Sin que ninguno de los dos lo esperara, se aproximaron a ellos varios compañeros, entre los que se hallaba a la sazón Belén, un poco rezagada del grupo, como si no participara plenamente de lo que a los otros más inquietaba en aquel momento. Azarías y José Antonio fueron consultados acerca de unos conceptos que no acababan de entenderse. Mientras su amigo se afanaba en explicarlos, él se vio de repente perseguido por aquellos ojos pesarosos, por aquella mirada pudibunda que ahora lo examinaba con una fijeza que jamás hubiese sospechado. Fue como un deslumbramiento, como una especie de constatación que lo dejaba bastante perplejo. Aquella adolescente tan tímida parecía interesarse por él, por un chico que era también muy reservado y que apenas se relacionaba con nadie. Esto, ciertamente, lo desconcertó, y durante unos días casi no pudo apartar su mente de lo que aquella situación significaba, como si hubiera sido hechizado por un extraño poder que hubiese empezado a influir en él entonces. Aunque todavía no sentía nada especial por Belén, albergaba la certeza de que muy pronto se vería atraído por ella, arrastrado por una fuerza irresistible a la que sería inútil oponerse. Cuando volvió a verla, se reafirmó en la idea de que Belén formaba ya parte de su vida y de que desde entonces todo para él iba a ser muy diferente. Comprendió que había iniciado de repente una nueva etapa, en la cual estaba obligado a desprenderse de todos los restos de inmadurez que aún conservaba: si se comportaba de la misma manera, era quizá muy probable que no fuera aceptado por quien ahora más le importaba; tenía que armarse de valor si quería escapar por fin de su ensimismamiento, si quería actuar con la gallardía y con la solvencia con que había visto contonearse a otros. Él ya no podía ser el niño inocente y retraído que hasta entonces había sido; debía esforzarse por cambiar, por aparecer ante los demás de un modo más seguro. Los hechos se precipitaron de una forma imprevista. A los dos o tres días de aquello, se hubo de producir un encuentro que sería aún más relevante. Azarías acababa de salir de la secretaría del instituto, donde le habían informado de la puntuación de una de las asignaturas. De improviso, coincidió con Belén, que se hallaba con otras amigas a escasos metros de allí. Él intentó pasar desapercibido, pues se sintió muy azorado por la sorpresa que le había causado aquella visión. Sin embargo, no pudo llevar a cabo su objetivo, pues de pronto se vio requerido por una de las presentes para que les dijera la nota que había obtenido. Notó que las mejillas se le encendían y que un temblor incontrolado comenzaba a recorrer todo su cuerpo. Sin poderlo evitar, se acercó al grupo para responder a lo que se le había preguntado. Con gesto indeciso, se limitó a decir que le habían dado un sobresaliente, ocasionando un murmullo de admiración entre todas las que allí se encontraban reunidas. Él no supo cómo reaccionar, y procuró escapar de la manera más airosa. Se volvió como si no hubiera dicho nada, con ánimo de proseguir su camino. Por un instante creyó que ya estaba a salvo de las miradas de ellas: con los nervios todavía muy alterados, empezó a alejarse por el pasillo que lo conducía hasta el vestíbulo. Estaba convencido de que su comportamiento había debido de parecer muy ridículo cuando se percató de que alguien lo seguía, de que alguna persona caminaba tras él. No se atrevió a detenerse, quería alcanzar cuanto antes la puerta de entrada del instituto, como si al franquearla pudiera ingresar en un ámbito distinto, en un terreno en el que se desenvolvería sin el embarazo que allí dentro había sentido. Por una súbita intuición, sospechó que quien lo seguía no debía de ser ningún desconocido, posiblemente alguna de aquellas compañeras con las que acababa de cruzarse. Lo confirmó cuando oyó su nombre, pronunciado sin premura, con la seguridad de quien no duda de la intención con que lo dice, del efecto que puede tener en el destinatario al que en ese momento se dirige. Azarías reconoció al instante la voz de Belén, la misma voz que muchas veces había escuchado y atendido con disimulo cuando él la espiaba en la clase, muy parecida a la que guardaba en su memoria como un tesoro que había de conservar con mucho esmero. Una voz menuda, de timbre sereno, de modulación muy definida, en la que él creía percibir los latidos de una voluntad que no hubiera dejado de rendirse. Al oírla, Azarías no pudo por menos de darse la vuelta. Se encontró con los ojos de ella, almendrados, del color de las hojas otoñales, a punto de desviarse del objeto en el que pretendían centrar su atención. “Enhorabuena”, acertó a decir Belén en el mismo tono de antes, con la satisfacción de haber llegado a cumplir lo que se proponía. Azarías, por su parte, no fue capaz de sostener su mirada: con gran esfuerzo, consiguió darle las gracias, sorprendido de nuevo por la insólita situación que se le había presentado. Ella aguardó unos segundos, como si no tuviera prisa en responder, como si se concediera deliberadamente una pausa para madurar mejor lo que ahora había que añadir. “Debes de estar muy contento”, le dijo. “La verdad es que sí”, musitó casi él con las pocas fuerzas que le quedaban para hablar. “Yo me alegro”, repuso ella de inmediato, al tiempo que esbozaba una gentil sonrisa antes de retornar al lugar del que había partido para seguirlo a él. Cuando salió del instituto, Azarías no sabía si estaba soñando. Lo que había vivido era tan asombroso que casi no podía decir que fuese real: lo embargaba tal emoción que sus pensamientos se enredaban en su interior, conformando una suerte de madeja sentimental que era muy difícil de desliar, un embrollo de inclinaciones y de afectos que tiraban de él y que apenas le permitían discurrir como hasta entonces lo había hecho. Con el verano, llegó la separación. Belén era de otro pueblo, por lo que ya seguramente no la vería hasta el comienzo del siguiente curso. Durante los primeros días, aunque la echaba de menos, tenía muy presente todavía el recuerdo de aquella inesperada conversación: cada vez que la evocaba, llegaba a la conclusión de que ella había actuado impulsada por los sentimientos que él debía inspirarle, pues no consideraba muy normal que se hubiera decidido a abordarlo de la manera como lo hizo. Rememoraba con maravillosa precisión todos los detalles, el instante en que oyó su nombre y él se volvió para ver quién lo llamaba, el modo tan resuelto con que después ella se quedaba mirándolo a los ojos, la cadencia tan suave con que a continuación emitía aquellas frases de felicitación… Henchido de gozo, apenas podía tener durante aquel tiempo otra ocupación que recrearse en ello: si se ponía a leer, sus pensamientos se remontaban a aquel dichoso punto, como si en él se ocultase un poderoso imán que enseguida los atrajese; si salía con Felipe o con cualquier otro amigo, tampoco podía evitar que mientras hablaba con ellos su mente se ausentase, seducida por las imágenes que de aquella escena con tanto afán recordaba. A medida que pasaban los días, sin embargo, se le iba haciendo más intolerable la idea de que ya no pudiera verla. Por momentos, albergaba la esperanza de que ella apareciese por sorpresa, quizá con el pretexto de visitar a alguna compañera del instituto con la que tuviese un trato especial. Era posible, por tanto, que se la encontrase de nuevo, tal vez en uno de los innumerables paseos con los que él solía entretenerse por las tardes con sus amigos. Imaginaba que era él ahora quien se atrevía a hablarle y a iniciar con ella un diálogo que habría de ser muy sustancioso, en el que al final llegarían a tomar acuerdos muy decisivos. Era tal su obsesión sobre este asunto que muchas veces confundía a Belén con otra chica con la que se cruzase por el pueblo, con la cual compartiese algún rasgo que desde la distancia lo indujese a cometer tal equivocación. Se daba cuenta entonces de que la figura que él retenía se le había difuminado un poco o no se ajustaba ya a la realidad de aquel lejano día de junio en el que la viera por última vez. Se le hizo tan intolerable la ausencia, que había instantes en que se sentía muy abatido, como si la esperanza de volver a encontrarla no hubiese de tener ningún fundamento, como si ella se hubiera convertido ya en un ser inasible, en un ser etéreo que nunca pudiera ya alcanzar. En sus sueños aparecía con frecuencia Belén con la consistencia con la que él la había visto en la vida real; algunas veces mantenía un fugaz encuentro con ella en el que todo daba la impresión que rodase con perfecta naturalidad, en el que las cosas se presentaban con la misma claridad que en un momento anterior, igual que en una etapa pasada de la existencia que ahora regresase a la conciencia en virtud de un extraño mecanismo que actuase en ella para mostrar como verdadero todo aquello que en un estado de vigilia no pareciese normal. La añoraba tanto que a menudo sentía deseos de buscarla, animado de pronto por la idea de que no sería improbable encontrarla en algún lugar del pueblo por el que pasara, quizá a la entrada de él, sentada en uno de los bancos de la avenida en la que estaba situado el instituto, a la sombra de uno de los viejos plátanos que se alzaban en sus aledaños. Tal afán de búsqueda se transformaba en una necesidad en las horas de la siesta en las que no tenía adónde ir, cuando una pesada atmósfera de sopor envolvía todas las estancias de su casa. La imposibilidad de moverse aumentaba en él las ganas de salir en su busca, de emprender un camino que quizá no lo llevaría a ningún sitio y que seguramente lo haría volver al mismo lugar después de un infructuoso trabajo. Todo esto motivó que Azarías se entregara definitivamente a la poesía, por la que desde siempre había sentido cierta inclinación. De los poemas que con anterioridad había leído le habían quedado algunos modos de expresión que ahora le iban a ser muy útiles para tratar de reflejar sus emociones, para escribir en forma de versos todo lo que en su interior se movía como una fuerza gigantesca que obligatoriamente había de expandirse. Al principio lo hizo con un lenguaje muy expresivo, en el que se sucedían las exclamaciones y las preguntas con las que intentaba formular de algún modo lo que sentía. Escribía con mucha frecuencia, al ritmo que marcaban los impulsos que lo movían: componía, además, los poemas sin ningún tipo de medida, sin ninguna pauta que pudiera poner freno a su inspiración. Fue aquel un ejercicio constante con el que poco a poco lograría avances insospechados, avances de los que él mismo quedaría muy sorprendido. Casi sin proponérselo, por pura necesidad, había acabado siendo un experimentado poeta, para el que el amor había pasado a ser un tema obsesivo, del que nunca conseguía desentenderse. Todo, en efecto, giraba en torno a él, como si fuera el eje a cuyo alrededor habría de circular ya para siempre su vida. Un amor que a veces estallaba en invocaciones desesperadas o que en ocasiones caía en un abatimiento que parecía irremisible, un amor que de repente se animaba y se convertía en un mar de dulzura cuando los recuerdos resbalaban con suavidad por su memoria, cuando con un esfuerzo de su imaginación lograba recomponer otra vez la imagen de Belén, detenida en un lapso del tiempo, en un punto indefinido del pasado, preservada de los avatares a los que la arrastraría la realidad cotidiana, rodeada de un halo de encantamiento o tal vez de misterio, mirándolo a él con unos ojos muy tiernos, con la franqueza que suele conceder ya la costumbre, el hábito de reparar siempre en lo mismo, en algo que resulta halagador y que nunca deja de satisfacer ya a quien lo contempla… Se volvió, por ello, más taciturno si cabe. Tenía tendencia a abstraerse y a ensimismarse en donde estuviese, tendencia a permanecer callado cuando los demás hablaban, indiferente a los asuntos que a ellos más entusiasmaban por entonces. Se trataba de una nueva actitud que no podía achacarse a su timidez, sino a una obstinación sentimental de la que no conseguía desembarazarse, a un deseo por mantenerse fiel a la enorme pasión que en su pecho albergaba. Fue un verano lento de mañanas tamizadas de azul, de calles rociadas de sol, de horizontes velados por una calina difusa. Un verano de huertos sombríos, de estancias oscuras y silenciosas, heridas por una raya de luz… Un verano de atardeceres malvas, de tejados y azoteas manchados de rosa y de carmín, de gentes que pasean o que se arraciman en una esquina a la hora del crepúsculo, de noches cuajadas de penumbra y de olores frescos de algún cercano jardín, de susurros casi imperceptibles de conversaciones que apenas se insinúan al otro lado de un tapial… Azarías asistía al devenir de los días con secreta impaciencia. En sus poemas, se mostraba cada vez más desasosegado, como si hubiera perdido algo que lo había mantenido animado y despierto durante el periodo anterior. Por más que lo intentaba, no conseguía hallar la causa de aquel sentimiento de derrota que ahora parecía dominarlo. Se trataba más bien de un vacío desconsolador, de una especie de anticipado fatalismo contra el que nada podría hacer; ni siquiera los recuerdos le servían para rellenar aquel enorme hueco que se había abierto dentro de él, eran como pájaros volanderos que no acababan de posarse en los lugares en los que antes lo habían hecho con cierta asiduidad. La ausencia lo desazonaba: cuanto más pensaba en Belén, mayor era la llaga que había ocasionado su pérdida; más intenso, el desencanto que lo invadía al pensar en el tiempo que había estado sin verla. Desesperado, le dio cuando ya mediaba agosto por ir todas las tardes en bicicleta al pueblo de donde era ella. Lo raro, sin duda, era que no se le hubiera ocurrido antes, que se hubiera conformado con aguardar que un golpe de fortuna o de casualidades algún día se la devolviera. De ese modo, paseándose por su mismo pueblo, aumentaban las probabilidades de que la pudiera encontrar, quizá en la misma calle donde viviera. El mero hecho de pasar por los sitios por los que ella habitualmente caminaría era ya un motivo para que su mente se ilusionara de nuevo, alerta ante la posibilidad de que Belén por fin apareciese en un punto cualquiera de su trayecto, sorprendida por él cuando se dirigía quizá a la casa de una amiga o cuando regresaba a la suya después de haber cumplido con un encargo que su madre tal vez le hubiera encomendado. Para llegar hasta allí, Azarías debía atravesar la vega por un estrecho y tortuoso camino vecinal que los agricultores transitaban a menudo con sus tractores y con sus vehículos de motor. A la hora en que él lo hacía, la vega se ofrecía como un vasto panorama de colores refulgentes que infundía en el alma un impulso halagador: hazas de maíz y de herrenes diversos se sucedían ante la vista con sus distintas tonalidades de verde, entre las que se intercalaban cuadros dispersos de choperas y cortijos medio derruidos, muñones de muros y de albarradas que emergían entre montones de escombros y de higueras. Azarías conocía ya cada detalle de aquel paisaje con el que se encontraba cada tarde. Le gustaba a veces detenerse al borde de una acequia o al pie de un frondoso árbol: se paraba un momento para descansar, para admirar con renovado deleite todo lo que desde allí se le mostraba, envuelto en la luz dorada que se derramaba desde el cielo. Aquello se le antojaba como un anticipo de la gloria que dentro de poco disfrutaría cuando lograra ver a Belén, surgida de improviso de un sueño en el que él estuviera ya también inmerso. Imaginaba que en un recodo de aquel camino coincidiría con ella: por un capricho dulce del destino, se habría visto movida para pasear en aquella dirección, sin saber muy bien por qué, por un instinto ciego que la guiaba hasta él, porque así debía de haber sido determinado desde el principio, desde que una voluntad superior había decidido que al fin se encontrasen. A pesar de su empeño, nunca hallaba ningún rastro de ella. Recorría las calles del pueblo con la esperanza de que su búsqueda no habría de ser infructuosa. Si no la veía, se decía que no era descabellado pensar que Belén sí lo hubiese hecho, asomada quizá a la ventana de su dormitorio en el momento en que él pasaba en su bicicleta sin saber exactamente adónde se dirigía. Llevado por su imaginación, se ponía entonces a discurrir acerca del efecto que a ella le habría causado tan inesperada visión, la emoción que de seguro habría experimentado en el caso de que todavía siguiese sintiendo algo por él, como así adivinaba desde el día en que tuvo la osadía de ir a felicitarlo por la extraordinaria nota que había obtenido. Lo más probable era que hubiese pensado que su presencia obedecía a un acto deliberado, quizá a la misma razón por la que ella se asomaba también todas las tardes a la ventana, impulsada por un inconfesado deseo. La ausencia se convirtió así para Azarías en un contratiempo más llevadero. La cercanía de ella, aunque no pasara de ser una mera intuición, lo animaba para continuar buscándola, para esperar con menos impaciencia el final de aquel paréntesis veraniego, tras el cual a él se le presentaría la oportunidad de entablar una relación que había estado a punto de iniciarse en las postrimerías del pasado curso. A las expresiones de desconsuelo vinieron a sustituirlas las manifestaciones de confianza y de sostenido aliento con que en sus poemas describía el estado en el que ahora se hallaba, la persecución de un sueño que casi ya vislumbraba al fondo de sus pensamientos, en un espacio que se le figuraba a cada paso mucho menos borroso. Septiembre fue un mes, por ello, muy esperanzador. Los días eran más cortos y se revestían de un tono distinto que los hacía aún más encantadores. Los colores del paisaje habían adquirido un matiz más apagado, como si hubiesen sido cubiertos de una pátina apenas perceptible que los volviese ahora más delicados. Tal apariencia hallaba concordancia con los sentimientos que embargaban habitualmente a Azarías: su amor tomó así un aspecto más lánguido, un carácter menos urgente; era como un recuerdo que reaparecía de continuo en su memoria sin necesidad de convocarlo, como un recuerdo que circulara por ella aun cuando no tuviera conciencia de que lo hiciera. Lo peor, sin embargo, sucedió después, cuando ya faltaba poco para que comenzara el siguiente curso. La tranquilidad de la que antes gozaba fue reemplazada por una premura incontenible, por un ansia irrefrenable por estar de nuevo junto a Belén, por comprobar si era cierto todo lo que durante el verano había imaginado acerca de ella, acerca del posible interés que él le hubiera suscitado. Apenas consiguió conciliar el sueño durante la víspera: una inquietud descontrolada lo dominaba, enervándolo hasta un punto que por momentos se le tornaba casi irresistible. Cuando se levantó, reinaba en él una mezcla intolerable de euforia y de ansiedad, acentuada por los nervios que cada vez sentía con más intensidad a medida que estaba ya más próxima la vuelta al instituto. El tiempo transcurrió para él con una lentitud exasperante: parecía que nunca iba a llegar la hora a la que estaban citados todos los alumnos. Azarías hacía todo lo posible por armarse de paciencia: igual que otras veces, se daba a imaginar cómo se desarrollarían los hechos que con tanta expectación aguardaba; de diferentes maneras todo concluía con el encuentro soñado, en el que él tenía al fin la oportunidad de hablar a solas con Belén y de trabar con ella una conversación que siempre terminaba de una forma muy prometedora. La realidad, sin embargo, le volvió a demostrar después que nunca podía ser abarcada por la mente, por más que esta en ocasiones tratara de funcionar de un modo más moderado: Belén, en contra de lo que esperaba, permaneció durante todo el día muy distante, como si no se hubiera apercibido de su presencia. Para Azarías, aquello representó un inesperado revés, del que no consiguió reponerse hasta la jornada siguiente, cuando las clases empezaron ya a discurrir con absoluta normalidad. Por una razón que a él le resultaba inexplicable, Belén vino a encuadrarse en un grupo distinto del suyo. Al principio, esta circunstancia hizo que se sintiera algo más tranquilo, pues ya no tenía que dar cuenta de su actuación ante ella. Sin embargo, a poco que lo consideró mejor, comprendió que le iba a ser muy dura esta nueva separación, de la que otros quizá podrían aprovecharse. Por primera vez, Azarías se veía atravesado por las agudas saetas de los celos, contra las que apenas disponía entonces de escudos o de parapetos con los que protegerse. Se sentía indefenso, incapaz de contrarrestar los ataques que desde todos los lados parecía ser objeto. Se volvió suspicaz y antojadizo, de una sensibilidad casi enfermiza: cualquier compañero que se acercaba a Belén era para él un enemigo que venía a usurpar lo que era suyo. Por mucho que razonara, no lograba verlo de otra forma: era algo imprevisto y casi monstruoso, un impulso ciego que lo arrebataba y que lo dejaba al final bastante abatido. El efecto de todo ello, como no podía ser de otro modo, fue una mayor idealización de la persona que lo originaba: sin saber muy bien por qué, la tenía ahora por un ser extraordinario, exento de los defectos que pudiera reunir cualquier otro; Belén era para él mucho más guapa de lo que había sido, mucho más interesante de lo que cabía sospechar de su delicada figura. Azarías se veía atraído por ella, sobre todo si hallaba algún motivo para no ceder en su lucha, propiciado por una furtiva mirada que él captara en un instante, por una sonrisa fugaz que de pronto sorprendiera en su rostro, por una palabra que ella pronunciara con cierta intención cuando Azarías acaso estuviera delante. La amaba tanto que se le hacía casi imposible pensar que Belén no hubiera de pertenecerle a él: oscuramente intuía que los dos estaban llamados a entenderse y que ninguna fuerza podría ya oponerse a su relación, de la que sin ninguna duda tendría que resultar algo muy provechoso. Aunque ya no la veía con la frecuencia de antes, a veces se presentaban ocasiones que causaban una honda huella en él. Así, un día, sin esperarlo, Belén volvió a dar claras muestras de que aún no pasaba desapercibido para ella, sino que debía de tenerlo en gran consideración. Fue durante el transcurso de una conversación que los dos mantuvieron con unos amigos a la salida del instituto. Belén se hallaba a la sazón entre ellos, escuchando con aparente interés lo que los demás decían. Azarías se había acercado con otro compañero por mera curiosidad a aquella espontánea reunión, de la que nada importante parecía dilucidarse. Se hablaba, en efecto, de asuntos triviales, extraídos casi todos de la realidad cotidiana con la que a diario tenían que enfrentarse. Por una serie de casualidades, los dos se pusieron a conversar sobre lo que allí se estaba diciendo y, de un modo asombroso, a él le dio por comportarse con una desenvoltura que jamás hubiese creído, sin los impedimentos que en otro tiempo lo habían retraído cuando más empeño ponía en lograrlo. Él se percató casi de inmediato de que a Belén le agradaba su compañía y de que no le resultaba inadecuado o improcedente lo que en aquel momento se le ocurría; la complacencia que notaba en ella le otorgó confianza para hablar de los temas en los que él de alguna manera estaba más versado, como era sin duda la práctica incipiente de la escritura, sobre la cual Belén no dejó de mostrarse de veras sorprendida, pues era algo que ella hubiera deseado ensayar alguna vez. Se interesó por saber desde cuándo lo hacía y cuáles eran los procedimientos que empleaba para conseguirlo, por lo que Azarías tuvo oportunidad de prolongar aún más la plática sobre la afición que ahora con tanto ardor y constancia cultivaba. −¡Cuánto te envidio! –llegó a bromear ella cuando hubo acabado de enterarse de aquello. −Es más fácil de lo que se piensa –comentó él con afectada humildad. −Pues yo creo que es una condición o una habilidad que muy pocos tienen –manifestó ahora Belén sin ningún asomo de envidia−. Además, yo estoy segura de que escribes muy bien, porque eres muy inteligente y siempre terminas alcanzando todo lo que te propones. −Si tú lo dices… Azarías no supo restar importancia a aquel desmedido elogio. En su fuero interno, casi se alegraba de que así fuese, aun cuando pudiera parecer quizá vanidoso. La estima que Belén le profesaba había sido un incentivo con el que nunca hubiera contado: durante muchos días se sintió recompensado de todos los sinsabores que había padecido, de todas las sospechas que últimamente había albergado. Lo que ella le había dicho al final tenía las trazas de una declaración: constituía la prueba con la que siempre había soñado, la prueba indiscutible de que ella lo apreciaba más que a ningún otro compañero del instituto. Si no lo hubiera sentido así, posiblemente no se habría expresado de aquel modo: la franqueza con que se lo había revelado era algo que no admitía ninguna duda; a él no le cabía en la imaginación que ella lo engañase, que ella pretendiese simular una adulación que después se pudiera descubrir. Sus poemas se llenaron desde entonces de luz, de paisajes donde nunca se proyectaban las sombras, de pájaros que cantaban con brutal algarabía al alba, de palabras que se susurraban al oído con meliflua entonación, de sonrisas que florecían en medio de un rostro, de miradas que se encontraban después de una larga y afanosa búsqueda… Cada vez que se encontraba con Belén en el instituto, volvía a experimentar lo mismo: era como si estuviera ya vinculado con ella por un lazo indestructible, como si un convenio sentimental se hubiera establecido ya entre ellos para siempre. Bastaba con que Belén lo mirara para que todo volviera a tener aquel sentido, para que una nueva corriente de ternura hiciera estremecer su corazón. Vivió así, en tal estado, durante algunas semanas, hasta que un día comprendió que nada en realidad había cambiado desde que empezó el curso: lo comprobó precisamente cuando la vio a ella conversar con otros chicos, con la misma confianza con que lo había hecho con él. Sin poderlo evitar, se sintió celoso otra vez: lo que parecía ya asegurado se le escapaba una vez más de su control; se dio cuenta de que Belén aún no le pertenecía y de que él no tenía ningún privilegio por el que pudiera disponer de su voluntad. Fue un duro golpe para las esperanzas que durante aquel tiempo había abrigado. De repente ella se le volvía extraña, ajena al proyecto que él había llegado a concebir; se le figuró que todo había sido un sutil engaño de su imaginación, confundida por sus deseos de conquistar lo que de forma tan arrebatada había anhelado. Casi sin quererlo, se refugió de nuevo en la poesía, como si hallara en ella un lugar más seguro en el que podía esconderse, un mundo muy distinto del que la vida a menudo le ofrecía. Comenzó así una etapa de febril creación, un periodo muy fértil en el que dio a luz numerosas composiciones, inspiradas por la nostalgia de un amor que él consideraba ya casi perdido. En febrero, después de unos días de muchas indecisiones y reservas, se confirmaron sus peores augurios: Belén, en efecto, era otra, muy parecida quizá a las demás chicas con las que hasta entonces se había relacionado. Se dejaba llevar por las mismas inclinaciones que ellas: a la hora de escoger, escogía, como ellas, lo que pudiera parecerle más práctico; no era verdad que albergase un alma muy sensible, como él alguna vez había creído, como él había pensado cuando se mostraba tan interesada por la poesía. Lo confirmó cuando la vio cogida de la mano de un compañero, paseando con él por los alrededores del instituto como si fueran novios. Ocurrió durante el recreo. Hacía una mañana muy fría y desapacible de invierno, con un cielo entoldado de nubes plomizas. A pesar del mal tiempo, él había salido también con unos amigos para despejarse un poco. La visión fue cruel, insoportable: Azarías creyó que se trataba de una pesadilla, de una escena que solo podía suceder en otra dimensión. Iban muy serios, casi sin hablarse, como si no quisieran llamar la atención de los demás, como si fuese la primera vez que acometiesen un acto semejante. Él era un chico normal, más bien feo, de aspecto desangelado, un tipo corriente, sin ningún atributo especial que pudiera concitar el interés de las compañeras. Para Azarías, tal elección suponía una suerte de humillación muy enojosa, pues significaba verse desbancado por alguien que no reunía aparentemente ningún mérito para hacerlo: si hubiera escogido a otro, a un individuo más apuesto o de condiciones más destacadas, quizá no lo habría sentido tanto; posiblemente lo habría aceptado como algo irremediable, como un hecho que más tarde o más temprano había de ocurrir. Durante unos minutos apenas logró articular ninguna palabra; se limitó a asentir a todo lo que los amigos le decían. Lo extraño era, precisamente, que ellos no notasen nada; hablaban como si tal cosa, con la misma locuacidad con la que se expresaban siempre, indiferentes a lo que sucedía ante sus ojos. Azarías se encontraba mal allí: tenía la impresión de que había caído en un círculo horrendo, en un lugar oscuro, cercado de unos muros infranqueables; tan embarazado se sentía, que no hallaba la forma de escapar de aquella situación; se sentía herido en su más profundo centro, aquejado de una fatal indisposición, de un dolor muy hondo ante el que seguramente tendría que sucumbir. Como si no fuera capaz de aguantar tanta desazón, por unos instantes llegaba a dudar de que pudiera ser real lo que acababa de ver: le parecía imposible, un engaño quizá de sus sentidos, demasiado aturdidos aquel día por la influencia de la hosca atmósfera que los envolvía; pensaba que ella, Belén, no se habría atrevido a traicionarlo, aun cuando entre ellos no existiese todavía ninguna clase de relación; sería, en todo caso, una broma de mal gusto, una rara conjunción de circunstancias que hubiera propiciado aquella insólita resolución, un suceso que muy pronto se desmentiría por todo lo que habría de sobrevenir después. Sin embargo, aquel acceso de confianza no duraba mucho, ya que Azarías no tardaba en regresar a la dura realidad, al duro momento en que había visto a Belén caminar de la mano de aquel supuesto novio. Aunque había sido una imagen fugaz, tenía la certeza de que ya nunca podría desentenderse de ella: movido por fuerzas de opuesta dirección, le daba ahora por creer que estaba ya impresa en su memoria, como si se tratara de una oscura premonición, contra la que de nada habría valido precaverse. Cuando regresó a la clase, apenas pudo concentrarse en los estudios. Todo le parecía insulso, falto de sentido; las cosas sucedían en una borrosa lejanía, en un lugar muy distante del que él se encontraba, en un mundo al que ahora se le hacía muy costoso volver. Sentía ganas de llorar, ganas de desahogar todos los sentimientos de tristeza y de fracaso que acumulaba en su interior. A veces trataba de disimular, llevado por un pudor inconsciente, por un repentino deseo de ocultar a los demás lo que estaba padeciendo. Cuando llegó a su casa, se encerró en su cuarto con el pretexto de que tenía que repasar unos apuntes muy importantes. No lloró, como hubiera sido quizá lo más habitual en estos casos; algo se lo impedía, tal vez la misma rabia que sentía cuando evocaba la causa que la había generado. Pasó por unos momentos de insoportable zozobra, hasta que por fin su mente se fue liberando de la enorme presión que sufría. Rememoró otras etapas anteriores, en las que Belén todavía no había aparecido en su vida: se veía feliz, con un espíritu más alegre y desenvuelto, sin ninguna preocupación que pudiera ensombrecer su existencia. Se preguntaba si el amor no era una dicha engañosa, una promesa que se presentaba más lejana cuanto mayor era el afán por cumplirla, una pasión desorbitada que acababa por emponzoñar el alma cuando más ilusión hubiese despertado. Se reprochaba a sí mismo haberse dejado embaucar por algo tan ficticio, por algo que no dependía de su voluntad y que por eso precisamente se había convertido en una obsesión desmedida, en un proyecto que no se sustentaba en una base firme, sostenido solo con los impulsos de un corazón inconsecuente. Se sentía de nuevo hundido, como un ave al que un cazador furtivo hubiera abatido en el momento en que era más alto y descollante su vuelo; con las alas rotas, apenas podía moverse entre el cieno en el que había caído, entre la repugnante materia que aprisionaba ahora su cuerpo. Era una sensación horrible: por más que lo intentaba, no lograba salir de la situación tan angustiosa que estaba viviendo; parecía como si aquel barro tan pegajoso lo succionase, atrayéndolo hacia una sima que se abría tras un vertiginoso remolino, hacia un lóbrego recinto donde siempre habría de permanecer confinado. La congoja lo vencía, lo dejaba sin fuerzas para procurar ninguna clase de huida. Igual que el ave, se abandonó con resignación a su suerte, a la dura realidad a la que lo había conducido quizá su destino. Si alguien lo hubiera visto, seguramente se habría compadecido de él: era un ser aniquilado, un ser inánime al que ya le hubiera de faltar muy poco para fallecer, para hundirse definitivamente en el lodazal inmundo de la muerte. Fue una experiencia muy dolorosa. Al cabo de unas horas, Azarías salió de su cuarto y comió un poco antes de volver a él. Esto sirvió para que se mitigase un tanto el inmenso malestar que sentía. Durante algunos minutos, de hecho, consiguió discurrir de una forma más tranquila. Recreó escenas en las que ella, Belén, se apiadaba de él al verlo tan abatido: una vez y otra la hacía pasar a su lado en compañía de aquel mismo chico; aunque este no lo percibiera, había un momento en que sus miradas se cruzaban, atraídas por una fuerza irresistible que las inducía a entenderse a pesar del distanciamiento que se había producido últimamente entre ellos. Era un instante lánguido en el que ella se arrepentía de haber rendido su voluntad a otro, en el que secretamente declaraba que era a él a quien había querido siempre. Movida por la compasión, llegaba a veces a desprenderse de la mano de su acompañante y se dirigía resueltamente a él para consolarlo de la mejor forma posible. Azarías casi volvía a experimentar una ráfaga de ternura a estas alturas de su recreación, en la cual él era de nuevo el depositario de todos los afectos que en el alma de Belén se originaban. Tal paliativo, como era de esperar, no duraba demasiado, ya que la cruda realidad terminaba siempre imponiéndose a aquel débil sueño. Durante algunos días, Azarías vivió como alelado, inmerso en un estado de postergación del que le costaba mucho regresar. Las cosas, para él, ya no tenían ningún valor; con enorme dificultad, conseguía no desvincularse de los estudios, con los que cumplía por una especie de rutinario esfuerzo que en él ya se hubiera instaurado. A medida que pasaba el tiempo, sus esperanzas de que Belén lo quisiera iban siendo cada vez más exiguas, por lo que comenzó a sentirse más afligido incluso que antes, como si ahora lo hubieran abandonado ya los últimos residuos de energía que le quedasen. Perdió el interés por todo: la vida se le representada como un desierto inconmensurable, como un mar infinito de arena por el que él vagaba sin cesar. Desolado, apenas hallaba remedio en las fuentes de las que antes había bebido: el hastío que entonces sentía se lo volvía todo absurdo, sin ninguna propiedad con la que él pudiera resarcirse. En su poesía aparecieron elementos extraños, convocados por un alma que no lograba asirse a nada seguro: surgieron preguntas retóricas con las que expresaba con más rigor el vacío en que se debatía por dentro, deprecaciones angustiosas dirigidas a un interlocutor siempre ausente, exclamaciones inspiradas por un hondo desasosiego que no conseguía calmar de ningún modo, dudas existenciales que cavaban en él un tenebroso abismo… El paisaje que evocaba en sus versos se cubrió de nieblas y de oscuros manchones: a los verdes de los sembrados y de las arboledas les sucedieron los grises y marrones de un otoño turbio y macilento, los morados y los pardos de un invierno hosco y funerario. A todo ello se sumó el traslado de domicilio: por decisión de los padres, la familia tuvo que abandonar la casa donde hasta entonces había vivido, amenazada por aquel tiempo de ruina; sería derribada para construir en su lugar un edificio de varios pisos. Al principio no le afectó demasiado el cambio a Azarías, embebecido como estaba en el desarrollo de su conflicto. Se adaptó como pudo a las condiciones que la nueva residencia reunía, sin conceder demasiada importancia a aquello. En su caso, la verdad es que daba igual el sitio en el que se alojase, pues su mente se hallaba abstraída por entonces de coordenadas de cualquier tipo. Bastante tenía con sobrevivir al desastre sentimental en que se había convertido su vida, al caos de ideas y de pensamientos que bullían por su atolondrada cabeza. Lo que no podía prever, sin embargo, era que aquel hecho había de ser para él un acontecimiento decisivo, un hito indiscutible al que siempre debería acogerse para explicar muchos comportamientos que después tendría en el futuro. A su tendencia a ausentarse se vendría a unir a partir de aquel momento una insoslayable propensión a la melancolía, causada por la añoranza de un mundo perdido. Comprendería con el paso de los años que su felicidad había de estar para siempre ligada a aquel sitio, a aquel ámbito cerrado y caduco en el que había transcurrido por fortuna su infancia. A finales de mayo, Azarías pareció resucitar, en contra de lo que hacían presagiar las previsiones menos optimistas. La primavera, siempre reconfortante, infundió en su ánimo un impulso desconocido, al que ayudó bastante también el interés que de forma inesperada Azarías comenzó a sentir por otras chicas. Aunque ninguna llegó a reemplazar a la que antes tanto lo había atraído, el efecto que en él ocasionó aquella inclinación fue también muy determinante, como así pudo comprobar en los instantes en que empezaba a despertársele una pasión inaudita, un amor desbocado por todo lo que a partir de entonces podían depararle aquellas nuevas expectativas. El curso terminó así de un modo bastante prometedor. En pocos meses, Azarías había tenido que afrontar experiencias muy distintas: de una situación harto dolorosa había pasado a otra que le resultaba muy estimulante, en la cual él se veía impelido por beneficiosas corrientes. Por diversas coincidencias, empezó a juntarse durante aquel verano con una pandilla de chicos con los que se llevaba bastante bien, algunos mayores que él. No eran, al menos, tan mundanos como los que había tratado antes: se sentían atraídos por lo común por temas mucho más serios, sobre los cuales opinaban y discutían a veces con gran vehemencia. Azarías aprendió muy pronto a actuar y a debatir como ellos, manifestando lo que pensaba en cada momento. En alguna ocasión, se atrevió incluso a dar a conocer sus aficiones literarias, por las que más de uno confesó sentirse también interesado. Todo ello sirvió, sin duda, para que él se viera cada vez más integrado en el grupo, de lo cual habrían de derivarse consecuencias muy importantes. Aunque él al principio no lo advirtiera, un nuevo cambio se estaba produciendo en su vida: la condición de poeta o de soñador que antes lo había distinguido ya no era algo oculto que lo diferenciaba de los demás, sino que podía formar parte naturalmente de su propia personalidad; se trataba, más bien, de un rasgo que lo caracterizaba y que los otros habían de aceptar ahora como tal, de un sello peculiar que lo hacía parecer más culto o más interesante a los ojos de todos los que por aquel entonces tenían alguna relación con él. V La tarde en que Felipe se encontró con Azarías cuando pasaba una procesión, notó en él algo raro, un rictus de preocupación que antes no había visto nunca en su semblante. Parecía, además, como abstraído, como si su mente estuviera en realidad en otro sitio, muy lejos de donde entonces se hallaba, en una esquina de la Gran Vía donde la gente se congregaba para ver la procesión. Sin embargo, por no parecer demasiado suspicaz, Felipe nada le dijo acerca de su observación, sino que prefirió que fuera él quien después se lo revelara. Era la tarde del Miércoles Santo. Hacía un sol radiante. El aire, de una suavidad muy grata, aparecía ya henchido de aromas y de pinceladas primaverales. Las calles de Granada hervían a aquella hora de personas que se concentraban y que casi se apretujaban en las acercas para ver pasar los desfiles procesionales. Los dos amigos habían coincidido en aquel punto después de recorrer caminos muy diferentes: a Felipe lo animaba el ansia de zambullirse en el ambiente de fiesta y de alegría que por todos lados reinaba; en el caso de Azarías, algo, efectivamente, lo había impulsado a salir del apartamento en el que residía para despejarse un poco, para tratar de mitigar la sensación de malestar que por aquellas fechas precisamente lo dominaba. Después de los consabidos saludos, Felipe se refirió con la mayor naturalidad a la ocasión por la que aquella vez se habían encontrado, al esplendor y al ornato con que allí se celebraba a su juicio la Semana Santa: dijo, entre otras cosas, que a él le gustaba mucho y que por nada del mundo se la perdía cada año. Azarías, por su parte, se limitaba a asentir de modo maquinal, como si fuese aquel un gesto con el que procuraba disimular lo que le pasaba. Para él, la Semana Santa, si algún valor tenía, era el de rememorar lo que verdaderamente sus imágenes y estatuas representaban, la Pasión del Señor por la que se redimió al género humano de sus pecados y de sus inclinaciones más abyectas, tal como él de niño recordaba. −Yo no lo sé explicar, pero siento una emoción muy especial cuando veo estas cosas, cuando llegan estos días tan señalados –manifestó, después de aquello, Felipe sin ocultar las señales de aquel entusiasmo−. Yo, si te digo la verdad, no soy un cristiano muy piadoso: voy a misa todos los domingos y cumplo con los preceptos más importantes; lo hago quizá por rutina, porque así desde siempre me lo han inculcado. Sin embargo, en Semana Santa todo me parece distinto: me vuelvo más fervoroso, como si el espíritu que en ella reina despertara en mí sentimientos olvidados. −Yo lo vivo quizá de otra manera –musitó Azarías, casi sin ánimo para dialogar. Felipe estuvo entonces a punto de preguntarle qué le ocurría, pero no quiso desviar la conversación hacia otros temas y continuó hablando en el mismo tono: −A veces las personas necesitamos que se nos presente la fe de una forma más plástica, como es esta que ahora tenemos delante –reflexionó cuando ya se acercaba el primer paso, un Cristo colgado de una cruz de taracea envuelto en una nube de incienso−. La fe no es una creencia abstracta, contenida en unos mandamientos que todos hemos de cumplir para alimentarla: la fe también entra por los ojos, no solo por los oídos, como siempre se nos dice para que prestemos más atención a lo que se nos predica. Debe ser también una cosa tangible que se pueda ver y tocar con nuestras manos, una cosa que estimule y que halague todos los sentidos… No sé si me entiendes, lo que oyes no es más que lo que yo pienso, lo que a mí me inspiran estas imágenes que ahora contemplo, este Cristo crucificado que pasa ante nosotros como una figura real a la que hay que rendir culto. Azarías no dijo nada esta vez; se quedó mirando con fingido interés el discurrir del paso, llevado con estudiada parsimonia por la cuadrilla de costaleros, a los que dirigía con escueta voz el capataz, vestido con un terno negro muy elegante. Parecía un barco que se balancease levemente por un mar de cabezas agolpadas en torno a él, un barco de un solo mástil que descollase sobre un acantilado de edificios vetustos, con balconajes de hierro mugriento. −Yo lo siento así –continuó diciendo Felipe después de una breve pausa−: de nada sirven las predicaciones o los golpes de pecho si después no tienen un efecto práctico; a la gente no la mueven las palabras, sino las acciones con que se llevan a cabo los proyectos que con tanto fervor se defienden… Yo soy muy sincero, ya lo sabes, me gusta decir lo que pienso… Estos pasos que ahora vemos son la expresión de la religiosidad de un pueblo; si prescindiéramos de ellos, seguramente el pueblo lo acusaría bastante… −Dichosos los que creen sin haber visto −recordó al hilo de aquello Azarías, sin salir todavía de su ensimismamiento. Quien se quedó ahora callado fue Felipe, ya que no esperaba aquella audaz respuesta. Durante unos segundos simuló que seguía el devenir de la procesión, animada en aquellos momentos por la banda de música que amenizaba el cortejo. Sin saber qué argüir, decidió cambiar el carácter de su discurso, prestando más atención a los aspectos más superficiales de aquel evento: −En los últimos años las cofradías de Granada han progresado mucho −dijo−: si te fijas bien, ahora se ven más penitentes que antes; las hermandades cuentan cada vez con más recursos, por lo que se pueden acometer nuevas obras que mejoren sus efectivos… Una doble fila de negras peinetas pasaba ahora con lentitud por encima de las cabezas. Los ojos de Azarías parecían por un momento pendientes de ellas, como si contuvieran un secreto hechizo que de pronto los atrajese. Felipe aprovechó la ocasión para tomarse una tregua: sin dejar de mirar el desfile, en su mente daba continuas vueltas a sus ideas para tratar de inculcárselas a Azarías. −Es un espectáculo maravilloso –comentó al fin, convencido de lo que decía−. En la vida todo se representa, todo ha de ser representado para que la gente pueda entenderlo. La vida, de hecho, es puro teatro: nada en ella tiene significado si no se corresponde con una imagen. Si lo piensas bien, verás que es así… Los significados no son nada si no se relacionan con un significante, es la ley de la lógica, la ley del mismo lenguaje… Pues a la fe le pasa igual: está necesitada de un soporte, de un elemento físico que la convierta en algo realizable. El paso de la Virgen se adivinaba ya a lo lejos, con su palio granate recamado de oro. Azarías fijó entonces la vista en él, como si quisiera rehuir la realidad que a su lado tenía, ante la que casi ya no le quedara nada que decir, después de que hubiera agotado todos sus argumentos. Felipe, por su parte, ante el mutismo de su compañero, daba la impresión de que se crecía y de que echaba en olvido aquello que hubiese barruntado antes. −Es la cultura que se nos ha legado desde el Barroco –continuó exponiendo−. Las imágenes que ahora vemos fueron realizadas por nuestros mejores escultores del aquel tiempo. Si no se valoran por lo que significan, deben ser al menos estimadas por el mérito artístico que sin duda tienen. El paso se había detenido antes de llegar a la Gran Vía. La procesión hizo lo mismo para que no se alterara el orden que en ella se seguía: era una de las múltiples paradas con las que se daba descanso al grupo de costaleros, a algunos de los cuales se sustituía por otros que estaban a la sazón más frescos. Esto permitió que Felipe abundara en más detalles sobre todo lo que sabía acerca de las principales tallas de la Semana Santa granadina; sin que Azarías se lo pidiera, le fue enumerando las características más destacadas que sobre los distintos casos conocía, los rasgos en los que había que fijarse ante cada uno de los pasos que conformaban aquel extraordinario elenco. Tal era el entusiasmo de Felipe, que se quedó de veras arrobado cuando tuvo delante de sí a la Virgen que presidía aquella procesión. Sin dar muestras de ningún entusiasmo, Azarías la observó también. Era de rostro moreno, con los labios muy finos, la nariz recta, los ojos anegados en dolor. Tenía las pestañas muy largas, el cabello recogido bajo el manto del mismo color del dosel, la cabeza ceñida por una reluciente corona de plata. Prevenido por las palabras de Felipe, Azarías pudo apreciar la pureza de sus líneas, la perfección con que había sido perfilado todo en aquel busto tan admirable. Él, que se las daba hasta cierto punto de artista, no podía dejar de considerarlo, aun cuando su estado de ánimo estaba entonces lejos de emocionarse por ello. Cuando ya hubo acabado de pasar el desfile, decidieron los dos amigos emprender juntos un paseo por otras calles de la ciudad, atestadas de viandantes de todas las condiciones que se cruzaban y que tendían a confundirse y a mezclarse en algunos puntos, haciendo cada vez más dificultosa y lenta la marcha. Felipe aprovechó entonces el cambio de escenario para hablar de otros asuntos, casi todos relacionados con su vida familiar. Le contó, entre otras cosas, a Azarías que se llevaba muy bien con su mujer y que, fruto del buen entendimiento que existía, ya habían tenido su primer hijo, un varón muy gracioso que ya contaba con ocho meses de edad, muy parecido a él en lo físico, según revelaban la mayoría de las personas que lo conocían. Se llamaba, por decisión de la esposa, igual que el padre, de lo cual declaró sentirse bastante orgulloso, pues así veía de alguna manera corroborada su descendencia. Dijo que lo quería mucho y que su vida ya no era la misma desde que él había nacido: era algo muy grande que no podía expresarse con palabras, un sentimiento que no era comparable con nada que hubiese experimentado antes. Pasaba muchas horas con el hijo, a veces hasta le cambiaba los pañales si la mujer estaba ocupada en otros menesteres. Para él, era un deber inexcusable, pues los padres tenía que colaborar en la crianza y en la educación de los hijos: su papel era, de hecho, tan importante como el de las madres, a las que sin duda había que ayudar para que no estuvieran tan cargadas de responsabilidades. Sin que hubiera ninguna transición, pasó después Felipe a referirse a sus éxitos profesionales, propiciados por la acertada gestión con que desde siempre había conducido su empresa. A su juicio, lo que más la había distinguido era el rigor con que había actuado en cada una de sus funciones, de lo cual se derivaba un crecimiento económico que no había hecho más que aumentar las expectativas de venta. Azarías, a aquellas alturas, estaba ansioso por contar a Felipe lo que le ocurría, pero no encontraba el momento más oportuno para hacerlo. Cuando ya casi se disponía a referirlo, consideraba que su actitud podía resultar bastante ridícula en medio de aquel ambiente de fiesta en que se movían, por lo que el otro continuaba hablando casi sin interrupción sobre lo mismo, sobre los progresos que en los últimos años había experimentado la empresa que tan sabiamente dirigía. Aunque Azarías estaba ya cansado de aquel discurso, trataba de soportarlo de alguna manera porque así disimulaba mejor la tristeza que por dentro lo abatía. Bajaron por el Zacatín hasta la plaza de Bibarrambla, donde se movieron con mucha dificultad entre el enorme gentío que a esa hora la inundaba. La estampa que allí encontraron era de una gran belleza: parecía un cuadro en el que se representase una pintoresca escena de un tiempo ya casi olvidado. Los rayos del sol poniente teñían de oro y de bronce las fachadas de los viejos caserones de la plaza, dejando en las vidrieras de los balcones múltiples reflejos de fuego y de sangre. Los tilos, con sus amplios campanarios de renovado follaje, aparecían envueltos en un apacible encanto, dueños de un importante secreto que no hubieran de revelar nunca a nadie. Mientras cruzaban aquel poblado espacio, apenas pudieron intercambiar más de dos o tres palabras. Azarías seguía cabizbajo, inmerso en el problema con el que en sus adentros continuaba batallando: al ver el panorama que ante sí tenía, lamentaba que la pena que tan profundamente sentía le impidiera entonces apreciarlo. A instancias de Felipe, se encaminaron hacia la calle Mesones, pero allí una nueva multitud los obligó a retroceder sobre sus pasos. Sin que ello supusiera ningún contratiempo, intentaron después proseguir su paseo en otras direcciones. Por una calleja que partía de la misma plaza de Bibarrambla, lograron salir a Reyes Católicos, no sin antes haber tenido que sobreponerse a varios tropezones. Por la tribuna oficial, circulaba en aquellos precisos instantes otra procesión, aunque todavía no se llegaba a distinguir ninguna de las imágenes. Solo se veían dos hileras continuadas de capirotes de color morado sobre la nube de cabezas que se asomaban para contemplarlos. En vista de que no podían dirigirse hacia ningún sitio sin topar con un nuevo obstáculo, optaron por aguardar allí hasta que acabara de pasar aquella hermandad, de la que muy pronto comenzó también Felipe a ofrecer datos y detalles sobre todo lo que él parecía estar informado. Tuvieron que permanecer allí durante más de media hora. A Azarías se le hizo muy larga la espera. A las intervenciones del amigo les sucedían momentos en los que ninguno de los dos hablaba, en los que la única ocupación que tenían era mirar lo que delante de sus ojos se estaba desarrollando. Cuando ya concluyó todo, Felipe dijo que era muy tarde y que se marchaba ya a su casa. Sin embargo, llevado por un repentino impulso, Azarías de pronto lo contuvo, instándolo a que siguiera con él un rato más, pues había de comunicarle algo muy importante. −Una de mis mejores amigas ha muerto –le confió enseguida. Felipe, como era natural, se quedó sorprendido, sin saber qué decir. −Se llamaba Gabriela –continuó Azarías−. Llevaba ya algún tiempo sin verla. Un amigo con el que los dos nos juntábamos me dio ayer la noticia. Aunque ocurrió hace dos meses, el efecto que me ha producido su muerte ha sido muy impactante. Por lo visto, tenía un cáncer en la cabeza, del que no ha conseguido curarse. Me encuentro muy mal, Felipe: un dolor muy grande atraviesa mi espíritu; me parece que todo en lo que había creído se derrumba… Nada tiene para mí ya sentido: no somos nadie, por mucho que nos empeñemos a veces en que valemos algo… −Debía de ser Gabriela para ti una persona muy especial –lo interrumpió Felipe. −Me he dado cuenta ahora, después de haberla perdido –confesó Azarías−. Ella era una excelente amiga, con la que había convivido mucho en otra época. Pertenecía al grupo de compañeros con los que yo solía relacionarme cuando estudiaba en la facultad. Salía entonces con uno de ellos, aunque después llegaría a cortar con él. Era muy simpática. Yo la recuerdo siempre alegre, siempre dispuesta a ayudar a los demás. Lo que pasa es que no valoramos realmente a las personas hasta que no las echamos en falta. −Lo siento, es lo peor que nos puede ocurrir. −Se llevaba muy bien conmigo, congeniábamos bastante, era una de esas mujeres con las que uno acaba sintiéndose a gusto. Fue una de mis mejores amigas, como te decía; si las cosas hubieran sucedido de otro modo, yo creo que Gabriela habría podido significar mucho más para mí: si alguno de los dos hubiera insistido algo más en aquella amistad, quizá hubiéramos llegado a tener una relación más íntima, por qué no… Lo pienso ahora, después de que ella se haya ido. −Es una pena. −Desde ayer no se me va de la cabeza, no lo puedo olvidar, recuerdo sobre todo su sonrisa, ella sonreía siempre, era encantadora, una mujer que nunca discutía con nadie, que nunca se metía en lo que no era de su incumbencia, con ese don de la oportunidad que muy pocos tienen, era el alma del grupo, todo el mundo acataba al final lo que ella decía, quizá porque no la movía ningún interés concreto, ningún interés del que ella pudiera beneficiarse… Siempre quería lo mejor para cada uno, esa era su fuerza, la fuerza que unía también al grupo… Lo pienso, en fin, ahora, porque entonces no lo valoraba en su justo sentido. −Es una verdadera pena –manifestó Felipe−. No sé cómo animarte, cuenta conmigo para todo lo que te haga falta. A lo mejor mañana ves las cosas de otra manera… −Eso espero –musitó Azarías. −Me tengo que ir, se me ha hecho ya muy tarde –volvió a decir Felipe. Los dos amigos estrecharon sus manos en señal de despedida. Cada uno tomó después la dirección que más le convenía: Felipe subió por Reyes Católicos camino de su casa; Azarías, por su parte, tuvo que abrirse paso entre una nueva riada de gente para dirigirse hacia la suya. En la mente de este último continuaba aún muy viva la imagen de Gabriela. Le parecía mentira que hubiese muerto, que hubiese dejado de existir tan joven. Consideraba que era una pérdida irreparable, una pérdida con la que nunca hubiese contado… Tenía la impresión de que era un náufrago desesperado que tuviera que sobrevivir en medio de aquella marea humana que lo rodeaba y que casi lo arrastraba con su empuje, obligándolo incluso a cambiar el rumbo que hubiese llevado. Se veía impelido, empujado por una fuerza que no dominaba, a punto de ser absorbido por una multitud que le resultaba cada vez más extraña, por una masa indefinida de rostros y de gestos que se mezclaban en una especie de máscara monstruosa que lo perseguía por todos los lados. Lo único que quería entonces era huir, escapar de aquel mundo que no acababa de atraparlo. La rabia que hubiera sentido antes se le convertía ahora en una angustia insoportable. De buena gana hubiese gritado para ahuyentar la desazón que tanto lo agobiaba, las sombras de inquietud que se tendían sobre su afligido espíritu. A veces incluso braceaba para desasirse de las manos que amenazaban con prenderlo, de los cuerpos que a cada paso se interponían en su camino. Era una pesadilla de la que no sabía cómo salir, una pesadilla oscura que había llegado a adquirir proporciones horribles. Al arribar a un lugar más despejado, experimentó algún alivio, propiciado quizá por la sensación de libertad que aquel medio menos concurrido le proporcionaba: le parecía de nuevo que era un náufrago, un náufrago que por fin hubiera alcanzado la playa que había vislumbrado entre las brumas que a su alrededor se levantaban. La figura de Gabriela volvió a aparecérsele en su imaginación, envuelta esta vez en un inesperado halo de misterio, como si se hubiera revestido de una gracia especial que a él se le resistía. Durante algunos minutos quiso retenerla en su cabeza, pues era algo que inopinadamente infundía en su ánimo cierta tranquilidad. Los ojos de Gabriela sonreían con la misma viveza, aunque ahora había quizá en ellos una expresión indefinible, un gesto de complicidad en el que él antes no hubiese reparado, tal vez porque no había sabido comprender lo que ellos de algún modo pretendían decirle. Se trataba, sin duda, de una oportunidad perdida, aunque su amor hubiera sido en realidad muy corto, ya que se habría visto truncado por aquella muerte tan temprana. En lugar de lamentarlo, Azarías casi deseó que así hubiese ocurrido: de algún modo experimentaba un poco de consuelo si él representaba a la víctima, si él era ahora la persona afectaba que recibía todas las condolencias por el fallecimiento de Gabriela. Se daba cuenta de que la quería, de que en el fondo la había estado queriendo sin saberlo durante todo aquel tiempo: su recuerdo lo animaba ahora, le hacía sentirse mejor que cuando se había apenado por su fatal desaparición. La escasa fe que había conservado lo inducía a creer que su espíritu continuaba vivo y que tal vez lo acompañaba en su marcha por las calles de una ciudad tumultuosa, mientras regresaba a su casa en una noche de abril que se había vuelto oscura pero que gracias a sus últimos pensamientos recobraba para él de pronto el embrujo que siempre había tenido. VI Los cursos finales del Bachillerato, en contra de lo cabía suponer, fueron para Azarías más llevaderos que los anteriores. El amor que hubiera sentido por Belén se había ido esfumando a medida que ella se alejaba cada vez más de él; en su lugar, fueron apareciendo otros que apenas dejaban en su alma otra huella que la que produce un sentimiento volandero, despertado acaso en una reunión en la que él hubiera conocido a alguna chica con la que hubiese podido hablar con cierta resolución. Esto, sin duda, permitió que viviera más a gusto, liberado por fin de la obsesión que el amor suele causar en quienes se dejan arrebatar por él. Coincidió, además, aquella etapa con el inicio de una amistad que habría de deparar a Azarías grandes beneficios, a una edad en la que necesitaba desligarse precisamente de las condiciones que habían determinado antes su vida. El sujeto con el que tuvo ahora la dicha de relacionarse se llamaba Francisco; era nuevo en el instituto, pues acababa de instalarse con su familia en el pueblo. Aunque al principio Azarías había creído que no encajaría con su carácter, después comprobó que se llevaba bastante bien con él y que podía referirle con la mayor confianza todo lo que quisiera. Francisco, que era alto y de tez muy morena, se reveló pronto como una persona muy atenta y cordial, dotada de una gran facilidad para comunicarse con la gente y para entablar con ella nuevas relaciones que ensanchasen su trato social. Era, en definitiva, muy diferente a él, lo cual no fue impedimento para que los dos se entendiesen, sino que se convirtió por el contrario en el principal motivo de que congeniasen y de que poco a poco se fuera afianzando su amistad. Al espíritu soñador y un tanto cohibido de Azarías se oponía el genio audaz y desenfadado de su acompañante, para el que nada habría de parecer imposible. Entre las muchas aficiones que compartieron por aquel tiempo, fue la más importante la de pasear en bicicleta por los alrededores de la vega. Según la época del año que fuera, escogían el camino que más les convenía. Así, en invierno, se alejaban más bien poco: elegían por lo general rutas más cortas, en torno a los límites territoriales del pueblo. Muchas veces se internaban por senderos rurales, llenos de barro y de charcos que habían de sortear de la mejor manera posible. El objetivo que perseguían no era otro que el de disfrutar de la sensación de libertad que experimentaban con estas evasiones, lejos de las vigilancias o de las obligaciones a las que antes hubieran estado de algún modo sometidos. Uno de los sitios que más frecuentaban en tales ocasiones era una pequeña explanada que había en la falda de una sierra, desde la que se divisaba un magnífico paisaje que colmaba con creces todos sus deseos de expansión. Se trataba de una vista muy amplia de la vega, dividida en múltiples cuadros de labor de distintos tonos y dimensiones: los había de un color grisáceo, correspondiente a los barbechos y a los baldíos que entonces no cultivase nadie; los de una tonalidad rojiza, en los que se podían ya adivinar las estrías paralelas de los surcos; los de un verde esmaltado, propios de labrantíos feraces en los que ya comenzaban a despuntar las primeros sembrados. Se veían también innumerables choperas desperdigadas en la distancia, como restos de un oleaje que hubieran quedado estancados en diferentes lugares. Al fondo de aquel vasto panorama, aparecía la ciudad de Granada, apenas esbozada en la lejanía, con su ramillete de edificios agolpados al pie de la inmensa montaña donde tenía asiento. A veces el paisaje adquiría una tonalidad más parda, en los días del invierno en los que sol no hubiese conseguido descollar entre las nubes. En primavera, por el contrario, todo cambiaba. Ellos prolongaban sus paseos más allá de los sitios por donde hubiesen discurrido antes. La vega se les ofrecía entonces como un mar cercano, abundante en bríos y en ondulaciones, en colores y en notas de procedencia muy variada. Ellos se adentraban en él por las tardes, a las horas en que se mostraba aquello envuelto en una vaga llamarada de oro. Había hazas sembradas de ajos, parcelas rebosantes de alfalfa, trigales de un verdor casi azulado, melocotonares cuajados de flores, cortijos semejantes a barcos encallados, choperas de un frescor exuberante… Por todas partes se hallaban labriegos que trajinaban sin descanso, hombres del campo que trabajaban la tierra con un denuedo admirable. Pasaban por varios pueblos: en Fuente Vaqueros solían detenerse para beber agua en un pilar que había a su entrada; en Valderrubio alcanzaban el punto más alejado de su recorrido, desde que el regresaban por una carretera comarcal que los conducía hasta Pinos Puente, donde a menudo paraban un rato para charlar con sus compañeros del instituto. A su vuelta, el paisaje presentaba un aspecto más ensombrecido, con el sol a punto ya de ocultarse tras los montes occidentales, sobre los que dejaba después una franja de luz amoratada. Con un espíritu renovado, se entregaban entonces Azarías y Francisco a sus estudios, muchos de ellos aplazados hasta que tuviesen la mente un poco más despejada. Con dos tres o tres horas les bastaba para tener resueltas sus tareas: la verdad era que habían adquirido ya mucha soltura para tales menesteres; su trabajo se había convertido en una rutina, en una práctica muy habitual con la que cumplían sin que realizaran demasiado esfuerzo. Algunas asignaturas incluso les gustaban, por lo que su estudio era para ellos algo que casi hacían con verdadero placer: para Azarías, por ejemplo, la Literatura era una fuente constante de saberes que venían a enriquecer aún más su nutrida cultura, de la que luego daba cuenta en sus propios escritos. Su ansia de conocer y de formarse lo llevaba a leer a nuevos autores, que siempre lo sorprendían por alguna ingeniosidad o por algún atrevimiento formal que él no barruntase. Las clases, por tanto, no representaban ningún obstáculo para Azarías. Con gran facilidad, las fue solventando todas, dando siempre muestras de un asombroso progreso. Los cursos finales del Bachillerato le ofrecieron así la oportunidad de hacer valer sus méritos, hasta entonces un tanto apagados bajo la apariencia de cortedad y de ensimismamiento que lo había caracterizado. Su personalidad mejoró ostensiblemente, como así le reconocieron la mayoría de sus profesores. Si algo conservaba de su antigua timidez, era un resto que apenas debía de llamar la atención, quizá contrarrestado por las nuevas cualidades que con el curso de los años había desarrollado. Francisco, en ese sentido, había contribuido bastante con su ejemplo a que se fuera desembrazando de aquel pesado lastre. Satisfecho de esta reacción, Azarías dio en mostrarse de una forma más desenvuelta ante sus amistades, entre las que a veces aparecían algunas chicas. La presencia de Francisco lo ayudaba a no caer en anteriores complejos: la sensación de ridículo con que en otro tiempo hubiera acometido sus acciones ya no la tenía; se veía seguro, capaz de comportarse con naturalidad ante todo tipo de interlocutores. Él era, además, consciente de que sabía más que muchos de sus congéneres, por lo que no había de temer que ninguno de ellos le reprobase nada. Terminó el Bachillerato, como cabía esperar, de una forma muy brillante. Se cerraba así un periodo que había tenido cambios muy notables, algunos quizá demasiado tormentosos, ocurridos en una época en la que él no hubiera podido tal vez actuar de otra manera. En el verano, tuvo Azarías nuevas experiencias, con las cuales se fue ensanchando su conocimiento del mundo. Ante todo, pudo comprobar que ya disponía de la madurez suficiente para no depender de nadie; se convenció por fin de que era estimado por los demás y de que ocupaba entre ellos un lugar muy destacado. Su vida ya no circulaba de un modo marginal, sino que se desarrollaba en medio de la corriente que a todos arrastraba, en medio de los embates con que entonces eran empujados hacia un destino que les parecía deslumbrante. Francisco solía decir que no podían desaprovechar las oportunidades que se les brindaban: para él, lo más importante era vivir sin ninguna prevención, sin ningún temor a lo que pudiese sobrevenir después. La vega, en el verano, mostraba una estampa singular: con los trigales ya segados, aparecían en su sazón nuevos frutos que se recolectaban después; vista a la distancia, semejaba un mosaico en el que se integraban numerosas piezas de distinto color; contemplada de cerca, volvía a parecer un mar inabarcable que invitaba a internarse en él, cuyas aguas cabrilleaban levemente cuando soplaba una ligera brisa por las tardes. Los maizales, cada vez más crecidos, ocupaban grandes extensiones en medio de los rastrojos que hubieran quedado después de las últimas cosechas. Los melocotoneros, con su fruta ya casi sazonada, eran un lugar ideal para recrearse con los olores que se desprendían de sus ramas, con los aromas de colmada naturaleza que descendían siempre de ellas. Las choperas, con su irresistible reclamo, eran un laberinto salvaje en el que era grato perderse en los momentos de mayor calor, un laberinto de troncos espigados en el que las sombras eran acuchilladas por haces de luz. Los dos amigos surcaban aquella llanura de apariencia marina con la alegría de quienes ya habían visto cumplidos sus deseos. Las vacaciones que disfrutaban tenían allí un ancho espacio donde manifestarse: la carrera que por él emprendían era, ciertamente, la mejor forma de expandir el espíritu de libertad que los animaba. Aquel escenario de la vega tenía para ellos, por lo demás, un particular encanto: casi se diría que se veían atraídos por él, atrapados por el hechizo que sutilmente emanaba de su belleza, sobre todo cuando el sol ya languidecía en el horizonte, envuelto algunas veces en rojos celajes. El pueblo quedaba entonces oculto tras los montes de Elvira; Granada, a lo lejos, se difuminaba tras el rastro de luz que iba velando las distancias, mientras en la sierra aún permanecían vivos destellos sonrosados que hacían más grandes los contrastes. A los paseos en bicicleta les sucedieron al final del verano los que empezaron a realizar a pie por las calles de Granada. Como tenían ya suficiente autonomía para ello, gustaron también de recorrer la ciudad para conocer de primera mano todo lo que se les había de deparar en ella, un mundo por lo general variopinto y proteico con el que hasta entonces no estaban familiarizados. Francisco, siempre más decidido que Azarías, era quien se abría antes paso en los distintos medios con los tenían que enfrentarse. Visitaron exposiciones de pintura, tertulias de personas mayores en las que casi podían considerarse como unos intrusos, conferencias de gente muy ilustre en las que comenzaron a instruirse sobre los principales tesoros arquitectónicos que existían en la capital nazarí… En la segunda quincena de septiembre, disminuyeron bastante sus actividades ante la inminencia del nuevo curso. El ingreso en la Universidad debía de ser para ellos un acontecimiento, un acontecimiento que aguardaban con gran ansiedad. Azarías comenzaría la carrera de Filología Hispánica, de acuerdo con los gustos e inclinaciones que para tales estudios había ya demostrado; Francisco, por su parte, cursaría Derecho, pues era algo que se adaptaba más a las preferencias profesionales que en él habían empezado a despuntar. Los días, por entonces, habían adquirido un color otoñal: a la luz radiante del verano la había sustituido otra mucho más tenue, de un matiz más bien anaranjado desde que el sol principiaba ya a declinar. El paisaje parecía que se adormeciese, dominado por un sueño dulce y placentero al que finalmente tuviese que ceder: más que una visión real, daba la impresión de que se estuviese divisando un panorama extraído de otro tiempo, de una época muy lejana de la historia que se confundiese con las leyendas que en torno a ella circulasen. Tal languidez acabó por aparecer en los versos que escribía entonces Azarías, muy alejados de las turbulentas pasiones que antes los habían inspirado. El amor figuraba en ellos como un recuerdo melancólico del que él no quisiese desprenderse, como una llaga dulce que condicionara ahora su modo de expresarse. El diez de octubre, como estaba previsto, tuvo lugar la apertura del curso universitario. A Azarías lo que más hubo de impresionarle fue el ambiente que había en las aulas en los primeros días de clase: una multitud de jóvenes procedentes de sitios muy distantes se daba cita en ellas con la expectación que ocasiona el inicio de algo que promete ser muy importante; algunos aparentaban ya conocerse por la familiaridad con que se habían tratado desde el principio, como si entre ellos existiesen ya unos lazos de amistad muy consolidados. Él, como sucedía a menudo en tales situaciones, tomó la costumbre de sentarse en uno de los últimos pupitres, siempre al acecho de lo que en aquel abigarrado entorno podía concitarse. Desde allí, sin duda, se sentía mucho más a gusto, libre de las miradas de vaga indagación que sus nuevos compañeros hubieran de dirigirle. Era, a buen seguro, un resto de su antigua timidez: aquella propensión suya a ausentarse, adquirida durante su etapa de adolescente, le hacía adoptar una posición más cómoda, desde la que había de seguir con más tranquilidad el desarrollo de las clases. No le duró mucho, sin embargo, aquel aislamiento, ya que en seguida comenzó a intimar con algunos de los alumnos que también habían dado en ocupar aquellos postreros lugares. Uno de ellos, quizá con el que antes tuvo confianza, era un joven de Úbeda que se alojaba con varios amigos en un piso alquilado, según se apresuró a revelarle en una de sus primeras charlas. A Azarías le pareció muy simpático, pues reunía a simple vista grandes condiciones para comunicarse con los demás sin ningún tipo de traba. Aunque era más bien grueso y no muy agraciado, no por ello se sentía acomplejado ante los atributos que otros pudieran lucir: era alegre, de genio vivaz y emprendedor, siempre con ganas de reír y de tomarse las cosas con un talante divertido. Tal amistad le sirvió a Azarías para contactar con más compañeros, entre los que muy pronto empezó a destacar también uno que procedía de un pueblo del norte de Almería, un joven que hablaba muy poco, de aspecto algo enfermizo y mirada siempre anhelante. Con los dos compartió muchos momentos durante los tres primeros meses del curso. Su trabajo consistía prácticamente en tomar rápidos apuntes acerca de lo que en las clases se les dictaba. Ninguno de los profesores respondía a la imagen que Azarías previamente se hubiese fabricado sobre ellos: se limitaban casi a leer lo que con la suficiente antelación hubieran preparado. Era, en realidad, bastante decepcionante para él, en gran parte debido al concepto tan elevado que tenía de las materias que se le impartían. Lo único que verdaderamente mereció la pena fue la lectura del Quijote, del que habían de dar cuenta al final en un examen de Literatura. Azarías lo había leído parcialmente en su etapa del Bachillerato: desde entonces le había parecido un texto esencial, del que ningún amante de las Letras podía prescindir. Ahora se le presentaba la ocasión de leerlo en su totalidad, aunque para ello había de organizarse muy bien con el fin de tenerlo acabado en la fecha prevista. A medida que transcurría el tiempo, la verdad era que él se encontraba cada vez mejor en las aulas de aquella facultad. Una facultad de trazado muy moderno, con recios muros de hormigón y grandes ventanales que daban al exterior; enclavada en lo alto de una colina, se hallaba rodeada de un paraje muy agreste que invitaba al estudio y a la meditación. Las clases eran por las tardes. A partir de diciembre se hacía de noche muy pronto: Azarías, siempre sentado en una de las últimas filas de pupitres, veía languidecer la luz al otro lado de las vidrieras, al tiempo que la profesora de Literatura continuaba con voz monótona el dictado fiel de sus apuntes. Fue aquel un periodo que no deparó grandes sorpresas a Azarías: una vez que se hubo adaptado a los hábitos que imponía la vida universitaria, todo resultó ya más fácil para él. A los amigos iniciales se vinieron a sumar algunos otros que coincidían con ellos a la salida de la facultad: los unían más o menos las mismas aficiones, si bien ninguno parecía estar interesado en escribir. En primavera, cuando ya los días empezaban a ser más largos, solían todos tomar unas cervezas en un bar antes de volver a sus respectivas residencias. Aquel esparcimiento sirvió para que él se sintiera más integrado con sus nuevas amistades, muy propensas en aquella época a solazarse y a comentar con cierto tono sarcástico todo lo que les hubiese ocurrido en las aulas. A finales de mayo, concluyeron las clases. Azarías, en vez de quedarse en su casa, subía todas las mañanas a la biblioteca de la facultad para estudiar. Era aquel un recinto muy amplio, rodeado también de inmensas cristaleras, por las que podía divisarse el paisaje de la vega, envuelto en una calina azulada en las horas en que aumentaba el calor. Como no podía ser de otra manera, Azarías se quedaba un rato contemplando aquel panorama en los descansos que se concedía en su afanado estudio: la vega, vista desde allí, aparecía como una masa verde de sembrados, entre la que era difícil reconocer las lindes o las marcas que los separaban. La biblioteca era, por lo demás, un lugar en el que uno se sentía muy tranquilo, gracias sobre todo al silencio que en ella solía reinar, propiciado sin duda por el respeto con que la mayoría de los estudiantes acudían allí. Constituyó una de las impresiones más gratas que hubo de recibir él de su paso por la Universidad: de alguna manera, aquello le recordaba la veneración con que la gente asiste en los templos a un ceremonial sagrado; los objetos de culto eran, en este caso, los libros, lo cual no podía dejar de sorprender y de alegrar a quien en tan alta estima los tenía. Satisfecho de los resultados de los últimos exámenes, Azarías emprendió el periodo de vacaciones que se le brindaba con más ilusión incluso que en ocasiones anteriores. Francisco, a quien no había visto durante el curso con la misma frecuencia de antes, volvió a ser otra vez el compañero inseparable de sus andanzas y de sus paseos por el campo. Lo más importante, con todo, de aquel verano fue para Azarías la consolidación de su vocación literaria. Llevado por nuevas inquietudes, comenzó también a cultivar la prosa poética, hacia la cual se sentía especialmente inclinado. Primero lo hizo en forma de apuntes muy breves, siguiendo acaso el estilo con que pudiera haber compuesto un diario; después, a medida que se ejercitaba en aquella nueva práctica, fue agregando otros elementos, algunos tomados de las mismas experiencias que habían conformado su vida, por lo que sus escritos empezaron a cobrar también un carácter narrativo, al modo de un discurso que alternase el relato con anotaciones y pinceladas de un matiz más lírico. Para tal ejercicio, fue de gran provecho la influencia que pudo tener en él Cervantes: con la lectura del Quijote, se había adentrado en un mundo fabuloso, creado por la imaginación del autor con materiales que extraía de la propia literatura, a los que agregaba otros que hubiese conocido en la realidad cotidiana, un mundo en el que el mismo autor se involucraba de manera asombrosa. Para Azarías, suponía toda una lección aquel derroche tumultuoso de ingenio, con el cual había ido naciendo una historia maravillosa, protagonizada por unos personajes que formaban al mismo tiempo parte de la propia idiosincrasia humana. Tal hondura no la había hallado, ciertamente, en ningún libro de los que hasta entonces había leído: se preguntaba cómo había podido atesorar tanta sabiduría un hombre del siglo XVII, un hombre que además había pasado por innumerables penurias antes de escribir el Quijote. Pensaba que quizá fuera aquella precisamente la causa de que así hubiera ocurrido, el hecho de que se hubiese tenido que enfrentar a incontables contratiempos a lo largo de su azarosa vida: eso le había permitido conocer el lado más oscuro y doloroso de ella, le había desvelado de forma descarnada la verdadera condición de los seres humanos. Cervantes era, pues, un escritor que se había forjado a fuerza de lecturas y de numerosos infortunios. Eran sus primeros pasos en el camino de la prosa, para los cuales tuvo que proveerse de los medios necesarios para no desfallecer en el intento: en su improvisada mochila fue echando todo lo que le hiciera falta para ello, anécdotas que luego pudieran convertirse fácilmente en materia novelesca, recursos y modos de expresión que aportaran más versatilidad y dinamismo a su relato, técnicas adecuadas para cada una de las modalidades textuales que hubieran de conformar sus escritos… El segundo curso de la facultad, al contrario del primero, le hubo de deparar a Azarías sorpresas muy agradables, encuentros que nunca hubiera esperado y que iban a condicionar de forma muy determinante su vida. Algunas de estas novedades surgieron de aquel mismo ambiente de las aulas con el que él ya parecía estar familiarizado: habían permanecido ocultas precisamente allí, como posibilidades que aún no se hubieran anunciado, posibilidades larvadas que él no hubiese sabido percibir, perdidas entre aquella multitud tan variada de alumnos que lo rodeaban por todas partes. Poco a poco, casi sin que lo pretendiera, Azarías se fue apartando de los amigos anteriores, al tiempo que comenzaba a entenderse con otros con los que tenía sin duda más afinidades. Uno de ellos le sería presentado por el compañero de Úbeda, cuyo círculo de relaciones no paraba de ampliarse debido a las facilidades que reunía para comunicarse con todo el que se lo propusiera. Pedro, el nuevo amigo, resultaría ser un joven bastante competente, de ideas muy parecidas a las suyas en cuanto al papel que había de ejercer la literatura; tenía, como él, un concepto muy romántico de los escritores, imbuidos de un espíritu privilegiado y generoso para dar rienda suelta a su desbordante imaginación. Según le revelaría más tarde, él también practicaba la escritura creativa desde que era un adolescente, aunque en su caso la mayor parte de sus composiciones eran relatos breves, inspirados por los modelos que entonces estaban más en boga. Su estampa, por lo demás, apenas se desviaba un ápice de la que podía presentar un tipo corriente: ningún rasgo especial la distinguía, sino que todo en ella parecía ya consabido, de acuerdo con las convenciones que mayormente eran aceptadas en aquellos años. Pedro era alto y enjuto, con el cabello rubio y la tez muy clara, los ojos de un azul casi desvaído, el mentón estrecho y algo prominente; lo más llamativo de él era quizá el tono confidencial con que siempre se dirigía a sus interlocutores, como si quisiera ya desde el principio contar con su aquiescencia. Junto a Pedro, se fueron acercando también a Azarías otros compañeros del curso, entre los que no tardó en cobrar una mayor confianza una joven de aspecto muy risueño que mostraba también mucho interés por la literatura. Aunque no estaba dotada de una gran belleza, pasaba por tener cierto atractivo, quizá por la gracia que habitualmente apuntaba en su rostro. La sencillez con que discurría y actuaba la inducía también a vestir de un modo desaliñado, sin ninguna clase de acicalamiento. Eva, que así se llamaba, solía hablar muy poco: su papel consistía más bien en asentir y en apoyar lo que los demás dijesen. Con Eva, se vino a agregar más tarde al grupo Gabriela, a quien ella conocía desde hacía algún tiempo, pues las dos habían cursado el Bachillerato en el mismo instituto. Según contarían después, se habían tratado mucho desde entonces, hasta el punto de que casi no habían dejado de verse desde que se instalaron en Granada para continuar sus estudios. Gabriela, a diferencia de ellos, estudiaba Filosofía, lo cual le otorgaba una autoridad que todos admitían, quizá porque la hacía parecer más inteligente que el resto, más capacitada para abstraerse y para escudriñar los arcanos del pensamiento. Ya desde el comienzo se mostró con un carácter muy dócil y alegre, propio de un alma que no encontraba ningún obstáculo para los proyectos que hubiese concebido: en las reuniones a las que pronto se sumó llegó a convertirse en el principal referente, en torno al cual giraban con frecuencia la mayoría de los asuntos que en ellas se debatían. Igual que le pasaba a Eva, su forma de ser le confería un encanto que quizá de otro modo no tuviese, un encanto que de manera particular era acentuado por la exuberante melena que se derramaba por sus hombros. Gabriela solía ir acompañada de su novio, un estudiante de Medicina algo mayor que ella, con trazas de intelectual muy bien formado. En sus intervenciones, daba a menudo cuenta de todos los conocimientos en los que estaba versado, aunque no pasaba por ello por ser un tipo demasiado pedante, tal vez porque lo que pretendía no era otra cosa que compartir con sus amigos todo lo que sabía acerca de los temas sobre los que a la sazón se estuviese hablando. No solo dominaba los asuntos relacionados con su carrera, sino que también entendía acerca de otros que pertenecían a disciplinas muy alejadas de la suya. En el futuro, sería incluso consultado para que resolviera determinadas dudas, para que aclarara ciertos conceptos que los demás no comprendían. En poco tiempo se formó un grupo que tenía visos de ser muy duradero. Al principio comenzó a reunirse en la cafetería de la facultad, antes de que se iniciaran las clases. Luego, a medida que se incorporaban nuevos integrantes, lo fue haciendo en distintos puntos de la ciudad, dependiendo de las circunstancias que concurrían en cada momento. Uno de los sitios más visitados sería un bar que había cerca de la plaza de la Trinidad: como era un local muy grande, tenía amplitud suficiente para que se ocupara un rincón apartado donde nadie pudiese molestar. Acudían allí muchos jóvenes, casi todos estudiantes que coincidían en los mismos lugares para divertirse después de las obligaciones a las que se hubieran tenido que enfrentar. Desde el mes de febrero, las reuniones se celebraron cada vez con más frecuencia. Los sábados por la tarde, si no había ningún inconveniente, solían juntarse todos los componentes del grupo en aquel mismo bar. Azarías, animado por las expectativas que se le brindaban, apenas faltaría desde entonces a ninguna cita. A las tertulias sobre literatura les sucedían ratos de necesario solaz, con los cuales se irían estrechando aún más los vínculos que entre ellos ya existían. Coincidió más o menos todo esto con la nueva primavera. El aspecto de Granada había cambiado notablemente: los días se habían vuelto más templados, como si se hubieran desembrazado de la fría envoltura que antes los cubriera; el aire, más suave, se había llenado de leves impulsos, de tiernas oleadas de aromas y de ecos lejanos. Las calles parecían rociadas de cándidas promesas, de ilusiones y esperanzas que no acababan de concretarse. Un aliento renovado recorría todos los ambientes: los bares y cafeterías donde la gente se reunía, las plazas donde el agua de una fuente percutía con monótona insistencia en una taza de mármol, las arboledas en las que una multitud de pájaros sorprendía a los viandantes con su ensordecedora algarabía, los jardines guarnecidos de cipreses y de arrayanes en los que hallaban descanso por unos momentos algunas personas mayores, las avenidas anchas de edificios elegantes por las que transitaba a todas horas una muchedumbre variada… Ebrio de poesía y de palabras rutilantes, Azarías veía a Granada cargada de magia, impregnada de un embrujo al que era casi imposible sustraerse: como un enamorado que contempla con embeleso a la mujer que lo tiene cautivado, él se sentía hechizado por todo lo que en Granada encontraba, por el color rojizo de sus torres, por el sugestivo esplendor de sus palacios encantados, por un muñón de muralla que hubiese quedado al descubierto en medio de otras construcciones, por un tapial enjalbegado sobre el que asomase la cabellera abundante de unas plantas trepadoras, por un dédalo sombrío de callejuelas estrechas y empinadas, por un conjunto abigarrado de tejados y de miradores que se ciñesen a la falda de una colina, por una recia fachada de sillares erosionados por la humedad y por el tiempo, por un campanario mudéjar que se alzase sobre el lienzo inmaculado del cielo, por un zoco atestado de tiendas que guardase aún el regusto de las mercancías viejas… Junto a tales encantos, Azarías encontró también un mundo distinto en la facultad, el mundo del saber y de la investigación que siempre había anhelado. Si los profesores del primer curso no habían satisfecho sus expectativas, los del segundo se mostraron desde el principio muy bien dotados. Uno de ellos, don Juan González, se ganó muy pronto su admiración por la autoridad con que impartía las clases de Lengua Española, por el rigor con que desarrollaba cada una de sus explicaciones. A diferencia de otros, lo llevaba todo perfectamente estudiado: nada de lo que decía ante sus alumnos era gratuito, sino que se basaba en un trabajo previo, en un contrastado análisis de los textos que le pudieran hacer falta para apoyar sus tesis. Gracias a él, Azarías empezó a leer manuales y tratados de Gramática, con los cuales sus conocimientos sobre aquella materia se fueron ampliando. Don Juan era bajito, con la frente muy despejada, la nariz recta, los ojos llenos de una cálida dulzura. Su voz tenía un timbre claro, con modulaciones muy precisas. Le gustaba vestir con elegancia, a tono con la prestancia que su oficio le exigía. A un aspecto tan comedido añadía una actitud muy serena, inasequible a las influencias que pudiesen ejercer en él factores externos. Se mostró como un hombre extremadamente responsable, preocupado por el devenir de su asignatura, a la cual otorgaba la misma importancia que se podía conceder a otras de mayor estima. Otro profesor que le causó una grata impresión en aquel curso fue don Fulgencio Márquez, catedrático de Literatura. Al contrario de don Juan, era más ameno y desenfadado en sus exposiciones, quizá porque su carácter así lo determinaba. Tenía, además, unos rasgos físicos que le conferían un sello muy característico, una impronta personal que no era fácil de olvidar: el cabello lo llevaba a menudo despeinado, debido tal vez a la imposibilidad de sujetarlo por la propia configuración del cráneo; sus ojos azules, de una expresión siempre muy risueña, contrastaban bastante con sus pobladas cejas, bajo las cuales semejaban dos perlas casi perdidas entre un nutrido ramaje; los labios, gruesos y carnosos, aportaban a su semblante un matiz extraño, de una naturaleza muy diferente a la que parecía desprenderse del conjunto de sus facciones. Hablaba, por lo general, en un tono muy alto, de acuerdo con el entusiasmo que solía despertar en él la literatura. Todo ello hizo que los alumnos se interesaran vivamente por sus enseñanzas, pues lo veían como un tipo peculiar, casi como un personaje extraído de una de las innumerables historias que poblaban el universo literario. Sabía tanto sobre su materia que los tenía a todos poco menos que hipnotizados con lo que les decía: apenas había día en que no los sorprendiera con una divertida anécdota, con algún suceso que ellos no conocieran acerca de la vida de los autores sobre los que estuviese tratando. Su sistema de evaluación no se basaba en la realización de unos exámenes puntuales, como era común en las demás asignaturas. Aquello, ciertamente, suponía una novedad que concitaba grandes ilusiones entre su alumnado: lo reducía todo a la ejecución de unos trabajos acerca de la época sobre la que él estaba explicando, para los cuales estableció una serie de normas que debían ser respetadas. Azarías eligió para el primer trimestre el tema de España en el Teatro crítico universal del padre Benito Jerónimo Feijoo; el compañero de Úbeda, algo más indeciso, se decantó al final por la Poética de Luzán; Pedro, el amigo de este, escogió el espíritu ilustrado en los escritos de Melchor de Jovellanos; Eva, siempre más reservada, se inclinó para sorpresa de todos por las Noches lúgubres de Cadalso, obra en la que ya se podían detectar los primeros síntomas de una nueva manera de entender el arte literario. Fue aquella, sin duda, una experiencia muy instructiva, de la que hubieron de sacar conclusiones muy valiosas. El segundo trabajo de Azarías versó sobre las Cartas desde mi celda de Bécquer: desde que lo había leído, siempre le había interesado de un modo particular aquel texto; lo consideraba el más audaz del autor, el que aportaba rasgos más modernos. Ahora se trataba de hallar los motivos que justificaban su opinión, las razones por las que valoraba tanto aquel libro. Lo que más lo había cautivado era su estilo, el modo tan espontáneo y tan poético con que Bécquer había conseguido plasmar sus vivencias: al estudiarlo con más profundidad, se fue dando cuenta de que tal característica obedecía en gran medida al carácter epistolar que presidía toda la obra, al propósito fundamental que había movido a aquel a escribirla. Las Cartas desde mi celda, compuestas desde el monasterio de Veruela, donde Bécquer estuvo unos meses recluido para reponerse de su debilitada salud, reunían verdaderamente muchos valores, algunos de ellos tal vez ignorados o inadvertidos por la mayoría de los lectores. La pasión que el escritor sentía por el periodismo era, por ejemplo, una de las facetas que a Azarías más le llamaban la atención: siempre lo había tenido por un poeta romántico, muy alejado de las circunstancias históricas que se daban en su tiempo; pero ahora, al leer con más detenimiento aquellos escritos, se percataba de que era una imagen muy equivocada, fabricada quizá por quienes habían intentando mitificar su figura. La realidad, tal como demostraban las cartas, era muy distinta: Bécquer era un hombre casado, con varios hijos, un hombre que había sido testigo de los avatares de su época y que había informado de ellos en el periódico para el que trabajaba. Los datos autobiográficos que allí aparecían lo llevaron, además, a descubrir que su estancia en Veruela fue la causa más determinante de su separación matrimonial: la mujer, Casta Esteban, se vio desplazada por el marido cuando este la abandonaba para salir de excursión por aquellos contornos con sus amigos. Todos estos detalles los comentaba después Azarías con los compañeros del grupo. Cada uno refería en las reuniones lo que más le hubiera impresionado: casi rivalizaban por ser más originales que los demás, por haber llegado más lejos en sus investigaciones. Gabriela y su novio, un poco ajenos a lo que a los otros tanto enardecía, eran quienes enjuiciaban después lo que les hubiera parecido más interesante. La afición por la literatura se fue convirtiendo así en una de las cuestiones que más identidad daban al grupo. No solo leían lo que se les demandaba en la facultad, sino que también hacían sus incursiones por obras que se publicaban por aquellos años. A Azarías le seguía atrayendo todo lo que se relacionase con la poesía: la poesía, quizá porque en ella se había formado, continuaba siendo para él el género predominante, el género esencial que surtía de recursos y de efectos a todos los demás. A veces exaltaba con vehemencia incontenida a los poetas que estaba leyendo, especialmente si eran de su agrado, si concordaban más o menos con su propio estilo. El contrapunto a aquellas disertaciones de Azarías lo ponía a menudo Pedro, más partidario de lo que tenía que ver con la narrativa. Consideraba que esta ofrecía más posibilidades, pues admitía en la literatura contemporánea una amplia gama de modalidades y de técnicas expresivas. Solía argüir para apoyar sus teorías que en la vida uno de los hábitos más arraigados era el de la narración: “Todos somos narradores”, decía a menudo con el orgullo de quien ha descubierto una máxima importante. Admiraba sobre todo a los escritores hispanoamericanos, de quienes no paraba de resaltar los grandes logros que habían conseguido. Uno de los que más hablaba era Borges, a quien no dudaba en juzgar como su principal maestro. Gabriela, en consonancia con lo que estudiaba, replicaba a las intervenciones de sus compañeros con encendidos elogios de Unamuno. Para ella, no había ningún autor que pudiera compararse con él: era el que reunía más virtudes, el que era capaz de manejar más registros, el que tenía una visión más profunda sobre la realidad y sobre la historia… Su novela Niebla, por ejemplo, era una clara muestra de las capacidades de Unamuno: Gabriela afirmaba con contundencia que representaba un hito en la literatura, un avance en la forma de concebir la narración que todavía no estaba suficientemente valorado. Todo ello lo decía con gran aparato expresivo, con ademanes muy exagerados con los que pretendía convencer mejor a su concurrencia. Un día, por casualidades quizá del destino, se encontraron en una calle con don Fulgencio cuando se dirigían al bar de sus reuniones. Lo que nunca hubieran podido imaginar era que accediera a acompañarlos cuando se informó de cuáles eran sus intenciones. Aquel catedrático al que ellos admiraban tanto se convertía de repente en alguien muy cercano, en un hombre con el que podrían conversar durante un rato de todo aquello que más les apeteciera. A Azarías le sorprendió la sencillez con que desde el principio los había tratado, la gentileza con que respondía a cada una de sus preguntas. Ya en el bar, se puso a hablar con ellos de asuntos relativos a la materia que les impartía, demostrando en todas sus intervenciones que el dominio de sus conocimientos se extendía mucho más allá de lo cabía haber sospechado. No solo opinaba sobre el periodo que abarcaban sus clases, sino que también lo hacía sobre el vasto mundo que componía la creación literaria, de modo que apenas había autor o estilo que a él se le ocultase, pues de todos era capaz de decir algo, aunque solo fuera algún dato que su memoria de pronto recuperase. La conversación duró más de dos horas. Movido por el interés que manifestaban sus interlocutores, don Fulgencio abordaba las cuestiones que ellos le planteaban cada vez con más entusiasmo: viéndolo allí, rodeado de aquellos jóvenes tan animados, parecía más bien un maestro que estuviese aleccionando a sus discípulos, a los cuales motivara de una manera más efectiva con los gestos de exaltado idealismo con que les hablaba. Entre otras cosas, les dijo que la lectura los haría siempre más libres. Para prevenirlos, les anunció también que en la literatura encontrarían muchas veces el lado más oscuro del ser humano. “Los escritores eligen con frecuencia los casos más escabrosos, los aspectos más sórdidos de la realidad, quizá porque son los que despiertan mayor curiosidad en el lector –les explicó después−. Lo importante será que descubráis el sentido último que subyace en las obras literarias, la intención principal con que fueron compuestas por sus autores”. Como se dio cuenta de que lo escuchaban con suma atención, se animó a decir que todo era relativo, que nada era absoluto en lo que había sido producido por los hombres. “Tenéis que ser críticos con lo que leáis –apostilló con más énfasis si cabe−; no os conforméis nunca con lo que os digan: pensad que vosotros no sois inferiores al sujeto que os lo ha dicho; buscad, buscad en los textos la verdad que late en ellos, cotejadla después con vuestras ideas, con el concepto que vosotros albergáis del mundo”. Si al grupo le faltaba un mentor, estaba claro que ya lo había encontrado en la figura de don Fulgencio, un mentor proclive a satisfacer sus deseos, a disipar las dudas que siempre en los comienzos de una empresa suelen plantearse. Para Azarías, fue aquel año un periodo decisivo, en el cual parecía haber alcanzado una cima, un punto desde el que podría después dirigirse a otro aún más alto si era capaz de persistir en su empeño. Le bastaba con no ceder en sus pretensiones, con no desfallecer en la búsqueda de la que les había hablado don Fulgencio. Sin embargo, en el curso siguiente, por muy buenos que fueran aquellos augurios, las cosas empezaron a perder la intensidad que habían tenido, quizá porque era natural que se produjera un descenso después de haber coronado aquella especie de cumbre. Al grupo se le habían agregado dos componentes más, incorporados una vez más gracias a la gentil mediación del compañero de Úbeda. Manuel y Valeriano, como así se llamaban los nuevos adeptos, eran también estudiantes de la misma clase, por lo que no fue difícil entenderse con ellos acerca de los temas sobre los que normalmente discurrían. Las reuniones eran al principio muy animadas, especialmente cuando contaban con la participación de don Fulgencio, al que a veces invitaban para que continuara formándolos con todos los saberes de los que era depositario. El otoño en Granada se había presentado con la misma agitación de siempre: en las calles reinaba un incesante bullicio, un infatigable trasiego de jóvenes que iban de un lugar a otro apremiados por las nuevas responsabilidades que habían contraído con el inicio del curso. A la luz radiante del verano la vino a sustituir otra de un matiz más delicado, de una tonalidad más dulce. Era de nuevo un tiempo propicio para la ensoñación y la poesía, un tiempo ideal para la reflexión y el enajenamiento. Nada hacía presagiar que la suerte pudiera cambiar de rumbo, arrastrada por una desviación imprevista del destino. En la Facultad de Letras, no obstante, los profesores que impartían clases ya no tenían el mismo carisma de los anteriores. Aunque estaban muy bien preparados, no disponían quizá de suficientes recursos para entusiasmar a los alumnos: por supuesto, ninguno podía ser comparable con don Fulgencio, a quien se echaba mucho de menos. La falta de este se acusó aún más cuando dejó de asistir también a las reuniones del grupo. A partir de noviembre sus visitas empezaron, en efecto, a ser más esporádicas. Todos lo habían achacado al comienzo a las obligaciones académicas a las que debía de estar sujeto; lo raro era para algunos que hubiera acudido con la frecuencia con que lo hizo. A medida que transcurrían los días, sin embargo, su ausencia se iba convirtiendo en un vacío irreparable, en una carencia que acabaría por ser muy notoria, en especial cuando decaían las conversaciones o cuando debatían sobre un problema que no terminara de dilucidarse. La incorporación de Valeriano determinó que las charlas derivasen en muchas ocasiones hacia la política. Había participado activamente en la formación de algunos grupúsculos universitarios de extrema izquierda, por lo que disponía de una considerable experiencia sobre ella. Estaba tan imbuido de sus proclamas que todo para él había de tener un significado político: la misma literatura de la que hablaban se reducía, en último término, a una pugna de principios, a una lucha en la que siempre salían perjudicadas las clases más desfavorecidas. Si se trataba de un poeta, aducía que sus sentimientos obedecían a un deseo de huida o a un rechazo de la sociedad en la que vivía. Los otros, descontentos con lo que decía, muchas veces le replicaban, aportando razones o ejemplos que contrarrestaran lo que él hubiera defendido. Esto llevó la discusión al terreno que Valeriano prefería, en el cual siempre jugaba con ventaja con respecto a sus osados oponentes. La fuerza de sus argumentos tambaleó más de una vez los principios en los que algunos creían; Azarías, en aquellos casos, no podía por menos de acordarse de las palabras de don Fulgencio, y se resistía a admitir lo que aquel trataba de inculcarles. La política llegó a ser de esta manera uno de los temas más recurrentes. La situación actual los obligaba de algún modo a tomar partido, a no quedarse indiferentes. Los versos exaltados de la poesía social volvían a ponerse de moda en aquellos tiempos: el escritor tenía que comprometerse; no podía permanecer al margen de lo que estaba ocurriendo. Para Pedro, el más cercano a las ideas que Valeriano proclamaba, la narrativa había de reflejar de nuevo lo que en la realidad había: se debían contar casos que fueran verídicos, casos que tuvieran que ver con lo que entonces se estaba viviendo. Azarías, en cambio, era más reacio a admitir la influencia que podía tener el medio en las creaciones artísticas: por fuerza no había de existir una relación directa entre estas y las circunstancias que rodeaban al escritor en el momento en que las estuviera produciendo. Gabriela, por su parte, no acababa de decantarse por ninguna de las dos posturas, mientras que su novio se mostraba más proclive a aceptar la primera. Fue tanta la intensidad con que se debatía sobre aquello, que la literatura casi pasó a un segundo plano, del cual a veces la rescataba alguna intervención de Eva, siempre muy comedida en la forma de expresarse. Al cabo de un tiempo, Azarías comenzó a sentirse un poco desencantado de las reuniones, más parecidas por entonces a asambleas de signo político que a unas verdaderas tertulias culturales. Sin que los demás lo acusaran demasiado, le dio por faltar incluso a algunas cuando lo creyó necesario: puesto a elegir, elegía en esas ocasiones quedarse en la casa ocupado en un menester más provechoso. Las cosas, sin lugar a dudas, ya no eran las mismas: aquella ilusión con que antes las vivía había empezado a menguar, sin que a él se le pudiera ocurrir nada por evitarlo. A primeros de marzo, no obstante, sucedió algo bastante sorprendente: por razones que nunca revelaría a nadie, Gabriela había roto con el novio. Tal novedad desvió en seguida la atención del grupo hacia la protagonista de aquel inesperado lance: la simpatía de ella era muy apreciada por todos, por lo que resultaba normal que el hecho de que ahora no estuviera comprometida despertara los deseos de interesarse por ella, hasta entonces contenidos por la presencia ineludible del novio. Una noche, sin que él lo esperara, Azarías se encontró a solas con Gabriela a la salida del bar donde habían estado reunidos. Los otros, casi sin que ellos se dieran cuenta, se habían marchado ya. Al verse en aquella situación, Azarías no tuvo más remedio que acompañarla hasta donde ella se dirigiera. Al principio, la conversación discurrió más bien por cauces convencionales: casi era una prolongación de lo que antes habían hablado con los amigos, de lo que antes habían discutido acerca de las consecuencias de involucrarse en una acción política. Ella manifestó nuevamente lo que pensaba, que lo importante era tener unas creencias muy firmes en las que sustentarse: en su opinión, las obras debían estar precedidas por unas ideas; si no, era fácil que no tuvieran ningún efecto, contrarrestadas por otras que fueran más contundentes. Él casi le dio la razón en aquellos instantes, sugestionado por la rotundidad con que ella exponía sus pensamientos: se limitó a apuntar que era muy difícil mantener una línea coherente, ya que a su juicio las personas solían actuar de un modo muy precipitado. Cuando ya hubieron andado un buen trecho, el diálogo comenzó a tomar un cariz diferente, un tono más íntimo. Llevada por un acceso de repentina franqueza, Gabriela contó que había acabado con el novio porque su relación había dejado de tener sentido: se habían dado cuenta los dos de que no se querían como al principio y de que si prolongaban su noviazgo podían hacerse al final bastante daño. “Es inútil insistir en algo que ya está muerto”, concluyó con la misma seguridad que había mostrado siempre. Desde entonces, aseguró, se sentía más suelta, como si se hubiera desprendido de un peso que no le permitía comportarse como ella quisiera. Las cosas, cuando llegaban a un punto, no tenían otra salida: si no se actuaba, se corría el riesgo de que se pudrieran, como había sucedido en muchos casos que Gabriela conocía. Azarías, al que no le quedaba otro papel que el de escuchar con el mayor interés aquella revelación, se fijaba ahora con más detenimiento en las facciones de ella, hasta entonces veladas por una suerte de respeto que había difuminado su rostro. Como la veía con más frecuencia de perfil, se apercibía de que este reflejaba un espíritu muy emprendedor, con la nariz levemente curvada por el centro, los labios algo prominentes. Cuando volvía la cabeza para dar más énfasis a lo que decía, su cara parecía dotada de una gracia singular, acentuada por la luz que irradiaba de sus ojos primaverales. Azarías había de reconocer que era más bella de lo que había considerado, seguramente porque nunca se había puesto a observar aquellos rasgos como ahora lo hacía, sin la prudencia con que antes había tratado de fijarse en ella. No era una belleza que se desprendiera de un conjunto hermoso, en el que todo estuviera ultimado de una manera muy loable, sino que más bien procedía su beldad de una cualidad que se adivinara en su semblante, de una impronta personal que la caracterizara de un modo muy acusado. Cuando tuvo la oportunidad de hablar, Azarías dijo que tenía razón, pues él también pensaba que era un error tratar de ocultar la realidad. “La realidad siempre se acaba imponiendo”, destacó al final con resignado acatamiento, dando a entender que él de alguna forma había pasado también por aquellos mismos trances. Gabriela replicó casi en el mismo tono: dijo que nada había peor que negarse a aceptar un hecho. Según ella, la gente solía ser muy hipócrita por esto, porque le costaba mucho admitir que los proyectos en los que tanto hubiese creído estaban ya fracasados. Volvió a asegurar que su caso era bien distinto, ya que a ella no le había dado por aparentar o por lamentarse de lo que había perdido. Como antes le confesara, su noviazgo había ya expirado, así que no tenía por qué quejarse ya de nada. Había de ser sincera consigo misma si quería que los demás la valoraran: hubiera sido una fatuidad imperdonable que ella se hiciera entonces la víctima, la víctima a la que todos tuvieran que consolar para que no se sintiera despreciada. Azarías dijo de nuevo que sí, que él volvía a estar de acuerdo con ella. Agradecía en nombre de los amigos que así hubiera actuado, pues de lo contrario quizá habría abusado de la confianza de ellos. Gabriela se decidió entonces a revelar que lo más importante para ella era la amistad, a la cual colocaba sin duda por encima de todas las cosas. “Yo os quiero a todos”, profirió con el mayor entusiasmo, casi con lágrimas en los ojos. Aquella luz que envolvía su mirada se tornaba ahora casi acuosa, confiriendo a su rostro una ternura de la que tal vez antes había carecido: era la señal de que aquello era cierto, la prueba más evidente de que lo que había dicho no podía ser falso. “Sí, os quiero a todos –insistió, ahora con la voz velada por la emoción−: la amistad es también una forma de amor, quizá la menos egoísta de todas, porque en ella no cabe ningún tipo de reserva, ningún tipo de aprovechamiento de lo que el otro nos pueda dar, no sé mi entiendes, la verdad es que resulta muy difícil expresar lo que una siente. Antes yo solo estaba atenta a las necesidades de una persona; ahora, después de haberme liberado de ella, os puedo atender a todos. Me da miedo decirlo, Azarías, pero me considero en estos momentos muy feliz… Me considero muy feliz porque amo, porque deseo lo mejor para toda la gente que conmigo se relaciona… Posiblemente la felicidad consista en esto, en no pensar solo en una misma, en abrir la mente y el corazón para que en ellos tengan cabida los demás”. Con esto, llegaron hasta donde ella vivía. Cuando se despidió, Azarías tuvo la impresión de que aquellas palabras de Gabriela contenían un significado que tal vez él no era todavía capaz de discernir. Por mucho que lo intentara, no conseguiría descubrirlo, quizá porque él no había alcanzado aún la cima de madurez en la que ella parecía que ya se había encaramado. Lo raro, se dijo, era que no le acabase de gustar Gabriela: había algo en su carácter que no se lo permitía, quizá la misma seguridad con que se comportaba, el modo tan desenvuelto con que habitualmente manifestaba todo lo que se le ocurría. Él, desde siempre, había sentido más bien atracción por mujeres más reservadas, en las que pudiera entreverse alguna clase misterio, alguna clase de secreto que las hiciera diferentes de las demás y que al mismo tiempo despertara el interés por descubrirlo y por adueñarse para siempre de él. Le habían gustado, en efecto, las mujeres tímidas, las mujeres melindrosas y remilgadas que ocultaban una personalidad que no hubiera acabado de definirse. Los casos como el de Gabriela, en cambio, tan francos y tan naturales, no terminaban de complacerle, quizá debido a algún impulso instintivo que le impidiera congeniar plenamente con ellos. Francisco, por aquella época, ya salía con una compañera de su clase, por lo que se había producido entre ellos un cierto distanciamiento; solo se veían ocasionalmente, cuando coincidían a lo mejor en el autobús camino de sus respectivas facultades. En la vida era normal que ocurriesen estas divergencias, motivadas casi siempre por razones de índole privada a las que no era fácil sustraerse. Al contrario de Francisco, a él le costaba mucho encontrar a la persona que mejor se adaptara a sus condiciones. A veces pensaba que la culpa era suya, que tenía una condición muy rara que suponía un gran obstáculo para que aquello se hiciera por fin realidad. En el verano, después de que se publicaran las últimas notas, cada uno regresaba a su lugar de origen. Azarías, por tanto, se veía de nuevo en su pueblo, donde en ocasiones volvía a reunirse con Francisco, en los días en que este no se sentía tan melancólico por la ausencia obligada de la novia. El verano propiciaba, pues, un reencuentro con todo lo que hubiera dejado atrás durante el curso, un reencuentro no solo con las viejas amistades, sino también con el sitio, con aquel pueblo recostado al pie de unas colinas pobladas de olivares, con aquel coro de cerros pedregosos y de serrijones plateados que lo rodeaban, con aquella sucesión indefinida de heredades y de choperas con que se presentaba a los ojos el paisaje de la vega… Por las tardes, cuando ellos salían a pasear en sus bicicletas, todo aquello aparecía revestido de un dulce esplendor, en el que se combinaban colores y brillos de tonalidades diferentes: predominaba el verde de los maizales y de las choperas, sobre el que aleteaba el azul de las montañas más distantes. Eran pinceladas gruesas, vigorosas, ligeras, de un toque muy suave… Con la vuelta a las clases, se reanudaban las actividades interrumpidas desde el inicio de las vacaciones. Granada se convertía otra vez en el centro en el que venían a confluir todas las voluntades: recuperaba así el pulso que tenía habitualmente, con aquel trasiego constante de personas que tanto animaba sus calles. Las aulas de las facultades se llenaban de estudiantes nuevamente, estudiantes que procedían de puntos muy diversos, algunos de sitios muy alejados, de pueblos o ciudades pertenecientes a otras regiones de España. Para Azarías, se abría un periodo decisivo en su carrera: las asignaturas del cuarto curso despertaban en principio mucho entusiasmo en él; todas eran materias de la rama de Filología Hispánica, por lo que habían de ser fundamentales para su formación. Los profesores encargados de impartírselas no desmerecían en verdad a los anteriores: algunos tenían un estilo antiguo, acuñado a lo largo de muchos años de docencia; otros, más jóvenes, utilizaban unos métodos más modernos, de acuerdo con las principales novedades que en el terreno de la enseñanza se habían producido. El grupo de amigos, mientras tanto, parecía haber perdido la cohesión que en los años precedentes lo había mantenido. Continuó reuniéndose casi por inercia, por una costumbre que estuviera ya muy consolidada en todos sus miembros. Hasta el mes de diciembre, apenas ocurrió nada reseñable; sin embargo, después de Navidad, comenzó a detectarse un cierto declive en la intensidad con que tenían lugar las reuniones. El compañero de Úbeda empezó a faltar a algunas de ellas, atraído sin duda por otros intereses. Pedro, uno de los pilares del grupo, se hizo novio de Eva, por lo que también los dos se fueron retirando poco a poco de él, ansiosos por hallar una intimidad que en presencia de los demás no podían tener. Se trataba de deserciones muy importantes, cuyos efectos muy pronto se empezaron a notar. Las conversaciones languidecían en cuanto ya se hubiesen debatido los asuntos más acuciantes, a pesar de la contumacia con que Valeriano a veces se aferraba a sus antiguas posiciones. Además de este, los únicos que quedaban ya de los anteriores encuentros eran Azarías, Manuel y Gabriela. Con tal ambiente, era en realidad muy difícil que pudiera subsistir el mismo clima de antes: se echaban de menos otras voces que hicieran más animadas las tertulias, otras opiniones que encendieran la polémica sobre lo que se estuviese diciendo. En ausencia de los que se fueron, tomó cada vez más protagonismo Manuel, hasta entonces relegado a un papel más bien secundario. Era bajo, de pelo rojizo, con la cara salpicada de pecas; andaba muy rápido, llevado por una energía que lo obligaba a llegar lo más pronto posible a los sitios. A tal ligereza de movimientos estaba asociada una condición muy afable y dispensadora, propia de un espíritu que siempre estaba pendiente de lo que a su alrededor sucedía. Su palabra tal vez no tuviera el brillo que destacaba en otras, quizá porque su forma de expresarse nunca sobrepasaba los límites de un lenguaje corriente. Durante aquel año, la política en España había sufrido un proceso de estancamiento: el gobierno había comenzado a aplicar medidas muy alejadas del ideario con que había llegado al poder; los partidos de la oposición, inseguros y divididos, apenas tenían fuerza para reorganizarse; se advertía en la gente, a causa de todo esto, un cierto desencantamiento, más acusado sin duda en los sectores más desfavorecidos de la sociedad, especialmente en las personas que se habían quedado sin empleo o que no sabían ya lo que hacer por conseguirlo. Tal desengaño se había de acusar también en Valeriano, debido a la pasión con que acometía todo lo relacionado con la política: esto hizo que sus comentarios no tuvieran el vigor que antes habían tenido; daba la impresión de que hubiera perdido la fe que en otro tiempo lo había animado. Harto de lo que veía, opinaba que el mundo estaba corrompido y que tarde o temprano habría de terminar de hundirse. Durante varias reuniones, no se cansó de repetir los mismos conceptos, hasta que finalmente le dio también por ausentarse, sin que hubiera mediado ninguna excusa. Fue esta una falta que los demás casi agradecieron, pues la verdad era que ya estaban cansados de sus discursos apocalípticos. Azarías, Gabriela y Miguel continuaron reuniéndose en los mismos lugares; por una suerte de orgullo inconsciente, se empeñaron en mantener el espíritu del grupo, si bien sabían que aquello habría de durar más bien poco. Además de los bares, visitaban otros muchos sitios de Granada, la mayoría de ellos muy concurridos debido a la celebración de alguno de los muchos eventos culturales que allí se organizaban. Una tarde, llevados por las ganas de expansionarse que la primavera infundía entonces en sus almas, se desviaron de los caminos que habitualmente seguían. A impulsos de Gabriela, se fueron internando por las empinadas callejas que suben al barrio alto del Albaicín, todas empedradas de guijarros muy pequeños que hacían quizá más trabajosa la ascensión. A veces se sentaban en algún poyete de piedra para reponer un poco las fuerzas; aprovechaban entonces para dialogar un rato sobre lo que considerasen más oportuno, en gran parte relativo a las sensaciones que estaban teniendo. Desde el principio se había mostrado Gabriela con muchos deseos de hablar: en todas sus intervenciones no hacía sino resaltar lo bien que se sentía aquella tarde; lo decía sin otra intención que la de contagiar su alegría a los dos amigos que la acompañaban, a quienes querría ver seguramente inundados por la misma felicidad que a ella parecía embargarla. “Es todo muy bonito”, solía comentar a menudo, con los ojos clavados en algo que le hubiese llamado poderosamente la atención. Tenía tal sensibilidad que se fijaba en aspectos que habrían pasado casi desapercibidos si ella no los hubiera destacado. Un simple balcón, desbordado de geranios, era para Gabriela un motivo suficiente para que se sintiese emocionada: lo habría pintado si hubiera dispuesto de las facultades y de los materiales necesarios, según había llegado a manifestar en algún momento. El sol, mientras tanto, había empezado ya a declinar. Una luz de tono anaranjado se extendía por los tejados, bañaba con una suave pátina las fachadas de las casas, dejaba manchas de oro y de bronce en las bardas de los huertos, en el ramaje oscuro de una frondosa arboleda, en los muros de mampostería de un edificio caduco… Aquella vez estuvo Azarías a punto de enamorarse de Gabriela. A medida que avanzaba la tarde, se veía cada vez más atraído por el aura de desenfrenado optimismo que constantemente irradiaba de ella. En contra de lo que él hubiera sospechado, aquella falta de armonía que entre los dos podía existir se había diluido. De forma sorprendente, Gabriela se convertía para él en una mujer distinta: parecía como si se hubiese desprendido de una especie de máscara que desvirtuaba su verdadera personalidad. Ahora había en su figura algo que la volvía diferente, algo que le confería de modo asombroso una donosura que resultaba muy cautivadora. A veces los tres amigos se paraban a observar la Alhambra, encaramada en la colina de enfrente en medio de un paraje muy agreste. La vista de la Alhambra los embebecía durante algunos instantes. Extasiada, Gabriela repetía su fórmula favorita, a la que añadía alguna nueva exclamación, propiciada por el estado de arrobamiento en que se encontraba. Más moderados, Azarías y Manuel callaban durante aquel tiempo, no sin reconocer en su fuero interno que tenían ante sí una de las panorámicas más hermosas que se pudiesen contemplar nunca, tan bella y extraordinaria que se diría surgida por efecto de algún tipo de encantamiento, por la acción de un mágico conjuro que la rescatase de alguna olvidada historia, de alguna de las muchas leyendas que en torno a ella circulaban. Envuelta en la luz sonrosada del atardecer, parecía por momentos una vieja embarcación que hubiese encallado en lo alto de un promontorio: cuanto más se miraba, mayor era la impresión de extrañeza que causaba su soñolienta estampa; mayor, el halo de misterio que se desprendía de ella, del color amelocotonado de sus torreones, del silencio aireado de sus almenas, del embrujo que anidaba como ave huidiza en sus altos miradores… Cuando llegaron a Plaza Larga, la luz era un quebrado lamento que se perdía a lo lejos, una pincelada suelta que casi se borraba entre las negras siluetas de los cipreses, semejantes a agudos mástiles de ensortijada sombra que se recortaran sobre el cielo morado del crepúsculo. Cansados, decidieron sentarse en un banco para continuar hablando sobre sus cosas. Manuel dijo que estaba muy atrasado en sus estudios. Gabriela, siempre animosa, reveló que ella disfrutaba con lo que hacía: “Para mí no hay nada más gratificante que estudiar lo que me gusta”, recalcó sonriente, sin apartar la vista del arco de una ventana, en el que tal vez su imaginación le hubiese hecho creer que veía a un apuesto galán. Azarías, por su parte, contó que había aprendido mucho de las asignaturas de aquel curso, aun cuando algunos profesores no satisfacían todas sus expectativas: él hubiera preferido que fueran más dinámicos, que no se limitaran a leer unos apuntes. Dijo después que su concepto de la docencia universitaria distaba bastante del que en las aulas generalmente se daba, por lo que se sentía un poco decepcionado, un poco desengañado de la falta de competencia y de motivación con que a menudo se impartían las clases. Gabriela replicó que no había nada perfecto y que se debía conformar con lo que tenía: “Lo importante no es lo que tú recibas, sino lo que puedas hacer a partir de ello”, le reconvino a continuación, mirándolo con decisión a los ojos. Su sonrisa ahora se había esfumado, disuelta en un vago gesto de ponderación. Azarías, por supuesto, no contestó nada, ya que el desconcierto en que había caído le resultaba muy embarazoso. Manuel quiso entonces intervenir, pero Gabriela se le anticipó para enumerar los beneficios que obtenía de todo lo que estudiaba. Se le notaba contenta, ilusionada con las ideas filosóficas con que a diario se enfrentaba, con las consecuencias que de ellas se deducían, con los proyectos que de ellas en el futuro podían derivarse… Una oleada de ternura invadía en ocasiones el alma desprevenida de Azarías mientras escuchaba a Gabriela. No sin cierta sorpresa, empezaba a barajar la posibilidad de que tal vez le gustara. Para cerciorarse de ello, la miraba con más atención que antes: se daba cuenta de que su rostro le resultaba agradable, de que su voz poseía un timbre muy seguro que a él le transmitía unas sensaciones que hasta entonces no había sentido. Mientras regresaban, Azarías no hizo sino confirmar sus tímidas sospechas. Gabriela seguía mostrándose con la misma desenvoltura del principio, con la misma alegría con que la había visto durante toda la tarde comunicar sus impresiones. “¡Qué loca estoy!”, decía ahora de pronto, después de haber cometido algún ligero desliz. Era ella así quien continuaba animando la marcha, mientras dejaban atrás aquel laberinto de callejas empinadas. Fue, sin duda, un paseo muy especial, sobre todo por lo que habría de suceder después. De lo que había experimentado Azarías solo quedó un débil reflejo el lunes siguiente, cuando volvió a tomar contacto con la realidad cotidiana. Por alguna desconocida razón, Gabriela había dejado de tener el atractivo que para él había tenido en el Albaicín: seguía siendo una mujer muy extrovertida, dotada de una indudable simpatía; sin embargo, le faltaba aquel encanto que a él tanto le había influido, aquella suerte de hechizo que de ella a cada instante emanaba. Lo peor, con todo, ocurrió más tarde, cuando los tres amigos comenzaron a separarse. Durante los últimos meses del curso, con la excusa de que habían de preparar los exámenes finales, Azarías, Gabriela y Manuel fueron perdiendo la costumbre de verse. Lo hacían ocasionalmente, cuando coincidían en la biblioteca de la facultad o a la salida de las clases. Intercambiaban opiniones sobre la marcha de sus estudios, en los cuales tenían puestos a aquellas alturas todos sus pensamientos; apenas hacían referencia a otras cosas, como si ya no les interesasen. Fue realmente a la vuelta del verano cuando la disolución del grupo se convirtió en un hecho definitivo. Después de algunas reuniones, cada uno de ellos tomó el camino que más le convenía, sin que hubiera hecho falta ningún acuerdo para ello. Sucedió así porque era inevitable que sucediera: Azarías y Manuel siguieron rumbos paralelos, sin que en ningún momento tuvieran necesidad de volver a encontrarse; Gabriela, centrada en su filosofía, casi no hallaba tiempo para otra ocupación. Lo vieron como algo natural, como algo que más tarde o más temprano habría de producirse. Azarías se vio de este modo otra vez solo. Alejado de los amigos, se refugió nuevamente en los quehaceres que más satisfacción le deparaban: las asignaturas que cursaba volvían a ser bastante atractivas, especialmente la de Literatura Contemporánea, con la cual estaba en principio muy ilusionado; la práctica de la escritura, por aquel tiempo muy madura, había cosechado ya importantes logros, de los que no podía sino sentirse muy contento. Por raro que se creyera, pasaba por una etapa más tranquila, en la que el amor parecía que también se hubiera ausentado: lo veía asimismo como una posibilidad muy lejana, como una posibilidad que no hubiese encontrado aún las condiciones necesarias para que fermentase. Durante algunos meses apenas añoró nada. Estudiaba con ahínco, casi con veneración. Escribía cuando se sentía más inspirado, llevado por una fuerza interior que era muy difícil de contener. Después de todas las actividades en las que había estado implicado, agradecía casi que la vida discurriera ahora de un modo más sereno. Lo que no podía prever, sin embargo, era que aquella misma falta de inquietudes iba a ser la causa de un hondo desconsuelo. La soledad, como una tenaz carcoma, había de abrir en él un hueco que cada vez se iría haciendo más grande. Un hueco oscuro que no podía rellenar con los materiales que habitualmente venía manejando: de nada le servían los recursos de la vieja poesía, ni los nuevos temas con los que estaba ampliando sus conocimientos. El aislamiento en que casi sin darse cuenta había caído acabó por convertirlo en su ser abúlico, cuyo contacto con el mundo casi se reducía a un trato maquinal, exento de las emociones que suelen caracterizar las relaciones sociales. Fue realmente extraño el proceso en el que se vio envuelto, lo cual demostraba lo vulnerable que es en el fondo la especie humana: en pocos meses había pasado de un estado casi de euforia a una situación muy lamentable, en la que todo le resultaba falto de interés, falto del sentido con que antes se le hubiera presentado. El desaliento que sentía hizo que rehuyera el trato con la gente: en la facultad se movía como un autómata, como una persona que solo se limitara a cumplir con lo que ya estuviese establecido; lo extraño, sin embargo, era que nadie se percatara de lo que le sucedía: todos sus compañeros actuaban ante él como siempre habían actuado, con la misma camaradería o con la misma indiferencia con que lo habían hecho casi desde que se conocieron. Durante varias semanas estuvo muy abatido: las fuentes de inspiración se le agotaban, cegadas por aquellos sentimientos de desolación que lo tenían tan hundido; por más que lo intentaba, no lograba pergeñar ningún poema, ningún escrito en el que pudiese al menos expresar lo que le pasaba. Todos sus esfuerzos los concentró en la continuación de sus estudios: fue lo único que consiguió salvar de aquel nefasto periodo. En el mes de mayo, cuando ya veía más próxima la conclusión de la carrera, experimentó un inopinado impulso, surgido de alguna región de su alma que no hubiera sido invadida por el mal que lo había dominado. Sin que él lo esperara, comenzaba a recuperar sensaciones que creía perdidas: la cercanía del verano era una ancha promesa que lo inducía a sentirse algo más animado. Su mente se poblaba de sueños, al principio muy tímidos o muy poco consistentes, sueños que regresaban a ella después de una aciaga etapa, igual que las aves migratorias vuelven con el buen tiempo a los sitios que abandonaran ante la proximidad del frío invierno. Empezaba también a interesarse por cosas cotidianas que antes le habían parecido inocuas, por cosas que ahora tenían de nuevo para él el brillo que siempre habían tenido. Tal rehabilitación se vio refrendada con los resultados que cosechó en aquel último curso. Para Azarías casi era milagrosa la recuperación que se había producido: después de la grave crisis por la que había atravesado, era poco menos que impensable que aquello al final pudiera salir tan bien. Aprovechó las vacaciones para leer y escribir. Lo hizo con una ilusión inusitada, como si después de aquellos meses de privaciones se hubieran despertado en él unas ganas incontenibles de resarcirse de ellas. Una de las experiencias que más lo habían marcado en las postrimerías de la carrera fue el descubrimiento de Gabriel Miró, de quien conocía muy poco. La lectura de El humo dormido, recomendada por el profesor de Literatura Contemporánea, llegó a ser verdaderamente decisiva. La prosa del escritor alicantino deslumbró a Azarías: si se exceptuaban algunos poemas, casi podía decirse que no había encontrado en su vida nada tan bello, nada tan rico en vocabulario y en matices sensitivos. Gabriel Miró era, como bien decía Pedro Salinas, el gran poeta de la naturaleza. La admiración que sintió por él llevó a Azarías a leer durante el verano algunas de sus obras más conocidas. Nuestro Padre San Daniel fue, en este sentido, una auténtica revelación, ya que jamás había pensado que en una novela pudieran utilizarse tantas figuras retóricas. Todo esto lo animó a que cultivara con más asiduidad la prosa. Su estilo de poeta hacía que escribiera de un modo muy lírico, con un ritmo y unas expresiones que apenas se diferenciaban de los que había empleado antes. Se trataba por lo común de estampas o de recuerdos de un tono muy nostálgico, en los que los sentimientos tenían siempre un papel fundamental. Tanta fue la fe que puso en aquella tarea, que al año siguiente no dudó en matricularse en los cursos de doctorado para seguir profundizando en los valores literarios que tanto abundaban en las novelas de Gabriel Miró. Con vistas a la elaboración de una posible tesis, tomó contacto con don Amaro, el profesor que le había impartido la asignatura de Literatura Contemporánea en el último tramo de la carrera. Lo hubiera hecho de veras con don Fulgencio, pero este no estaba especializado en lo que él quería. Don Amaro era un hombre bajo y regordete, con el pelo ya muy escaso; parecía mayor de lo que era, pues aún no había alcanzado los cincuenta años. Tenía la cara redonda, los ojos saltones, la nariz no muy pronunciada. Su aspecto no respondía en general al de un profesor avezado, sino más bien al de un tipo vulgar, al de un tipo que solo se preocupase por sobrellevar la existencia de la mejor manera posible. Vestía, además, sin ninguna clase de atildamiento, con una chaqueta gris que debía de estar ya deshilachada por sus bordes a causa del excesivo desgaste al que la exponía. Sus movimientos eran lentos, de una parsimonia que podía resultar exasperante para quienes tuvieran el genio más vivo. Sus manos, muy gruesas, tardaban bastante en ejecutar lo que él pretendía; daba la impresión de que disponían de vida propia y de que actuaban con negligencia, conducidas por su particular instinto. Lo que más le agradaba de él a Azarías era su voz, una voz también gorda y pausada, interrumpida a veces por profundos hipidos, en la cual solía percibirse sin embargo un acento muy cálido. Oyéndolo hablar, creía tener ante sí a un padre que se desvelase por la suerte de sus hijos, por las cosas en que ellos estuviesen entretenidos. Tan cordial era su trato, que Azarías nunca se sentía incómodo cuando charlaba con él en su despacho. Lo visitaba con bastante frecuencia, a las horas en que no tenía que dar clase. Hablaban preferentemente del tema sobre el que había de versar la futura tesis, el sentimiento del paisaje en la obra de Miró. La orientación de don Amaro fue en este sentido muy precisa: le recomendó que estudiara primero los antecedentes, las posibles fuentes en las que el escritor de Alicante pudo inspirarse; le dijo que los autores del 98 habían conseguido grandes avances en aquel terreno; le aconsejó que empezara por ellos, sobre todo por los que más habían cultivado el arte de la descripción, como podían ser a su juicio Unamuno y Azorín; destacó con especial énfasis la labor realizada por este, muy próximo en el tiempo y en el espacio al autor de Nuestro Padre San Daniel. Le recordó, asimismo, que el punto de origen de todo aquello estaba en el Modernismo, sin el cual era casi imposible entender lo que sucedería más tarde. La huella de este movimiento estaba muy clara en Gabriel Miró, afirmaría para que no lo olvidase. A medida que avanzaba en su estudio, se iba familiarizando cada vez más con el mundo que poblaba aquellas grandes creaciones, un mundo de seres primitivos que habitaban en arrabales sórdidos, de labriegos de tez ennegrecida que trabajaban duramente la tierra en un campo escalonado de bancales, de personas recelosas y huidizas que vivían escondidas en caserones de lóbregas estancias y de húmedos pasadizos, de presbíteros de atildada estampa que recorrían con paso acelerado los sombríos callejones de una ciudad catedralicia… Se daba cuenta, a medida que avanzaba en su estudio, de que toda aquella pintura solo podía ser ejecutada por un artista que tuviera una sensibilidad exquisita. Miró, evidentemente, la tenía, como así corroboraba Azarías una y otra vez conforme se adentraba en su maravillosa obra. Descubría también que había en ella personajes que representaban de alguna forma al mismo escritor, personajes dotados de las mismas condiciones para captar la esencia poética que se ocultaba en todas las cosas. Sigüenza y don Magín eran, a este respecto, prototipos indiscutibles de ese alter ego del autor que se paseaba por sus historias. Fue por aquel tiempo cuando se encontró con Felipe a la salida de unos grandes almacenes. La conversación que mantuvo con él le hizo ver que estaba muy lejos de sus ideales: llevado por sus propias inclinaciones, había seguido un rumbo muy distinto del de Felipe. Pensó que quizá el destino no estaba escrito en ninguna parte, sino que era la consecuencia natural de lo que en el corazón del hombre se alojaba. En su caso, la afición que desde siempre había sentido por la literatura lo había conducido hasta el punto en el que actualmente se hallaba; para llegar a él, había tenido que discurrir por el único camino que se le ofrecía después de haber descartado otras opciones. En el caso de Felipe, su ansia por situarse bien lo había guiado por una dirección muy diferente, en la cual habían concurrido otros factores. Comprendió también que a cada uno de los amigos que había tenido le había pasado algo parecido: todos se habían ido dispersando según los intereses o las necesidades que se hubieran presentado en sus vidas; Francisco, con quien tantas experiencias había compartido, se había separado últimamente de él también después de que hubiera hallado trabajo en el pueblo de su novia. Por unos motivos o por otros, todos iban desapareciendo, concluyó con cierto agobio; él era quizá el único que permanecía fiel al mismo sitio en el que había vivido, tal vez porque las circunstancias que lo habían rodeado así se lo hubiesen permitido. La amistad, si se pensaba bien, era algo inconsistente, un afecto que estaba condicionado por muchos imponderables: bastaba con que alguno irrumpiera para que todo se resquebrajara de pronto, para que aquello que se creía seguro se fuera disgregando en poco tiempo. De algún modo, nadie se escapaba a aquella especie de fatalidad: él mismo, Azarías, lo comprobó con claridad cuando le presentaron la oportunidad de trabajar como profesor de español para estudiantes extranjeros. Era una oferta que no podía desaprovechar, una oferta única que lo obligaba quizá a renunciar a otros proyectos. Durante varios días estuvo calibrando las ventajas y los inconvenientes de aquella elección: si aceptaba la propuesta, podría ya vivir con plena independencia, sin la necesidad de recibir ninguna ayuda de sus padres; si la rechazaba, lo más probable era que después se arrepintiera, ya que sería muy difícil que surgiera otra parecida. Como era natural, se decantó finalmente por ella: consideró que a su edad era la mejor opción, con la cual había de dar a buen seguro un salto muy importante en su vida. Durante los primeros días, la verdad era que apenas pudo ocuparse de otra cosa que de las tareas que se derivaban de su flamante trabajo. Lo ejercía en la antigua facultad de Filosofía y Letras, ubicada en el centro de la ciudad. Las aulas eran pequeñas si se comparaban con las que él había conocido a lo largo de su carrera; tenían los techos muy altos y las paredes cubiertas de tapices. Le tocó al principio un grupo reducido de alumnos, pertenecientes a diversas nacionalidades. Les tuvo que enseñar las estructuras gramaticales más básicas, con las cuales habrían de valerse para ir construyendo sus primeras frases. Fue en realidad mucho más fácil de lo que imaginaba, debido sin duda a la gran colaboración que halló en las clases. Por aquel entonces quiso además la suerte que se topara con Valeriano en la calle. Prácticamente lo había dejado de ver desde que decidió apartarse de los compañeros con los que se reunía. Físicamente, había cambiado muy poco, de manera que casi se podía creer que era el mismo de antes. Se le notaba alegre, como si se hubiera liberado por fin de una invisible atadura que le hiciese mucho daño. Sus ojos grises tenían un brillo casi acerado, especialmente cuando se disponía a decir algo que se le antojara muy interesante. −No acabé los estudios –le contó a Azarías en aquella ocasión con afectada humildad−: así como iba, era imposible; cada año suspendía dos o tres asignaturas que luego tenía que recuperar durante el curso siguiente; mi padre, que no perdía detalle de lo que a mí me ocurría, un día me lo dijo, me dijo que escogiera, o estudiaba a fondo o dejaba en seguida de hacerlo, porque para él lo peor de todo era desaprovechar el tiempo. Me aseguró que era un burgués que se había acostumbrado a vivir de las rentas. Aquello me dolió mucho, como comprenderás: lo que más había repudiado me lo achacaba mi propio padre, así por las buenas, porque él era así de radical… Y yo reaccioné: le dije que sí, que había decidido abandonar para siempre mis estudios. Él no se lo tomó a mal, como no se habría tomado tampoco a mal si hubiera optado por la decisión contraria: lo que quería era que hiciera algo provechoso, algo que no tuviera que ver con lo que hacía hasta ese momento. Y la solución que le di al problema fue la mejor: por recomendación suya, pasé a formar parte del personal de una empresa, en la que todavía sigo contratado de operario. −Yo ahora trabajo de profesor de español para estudiantes extranjeros– informó Azarías sin poder ocultar su sorpresa por lo que Valeriano acababa de contarle. −No sabes lo que me alegro –replicó este. Se le notaba, en efecto, de un talante más abierto, capaz de comunicarse con los demás sin ningún tipo de reparo. Por un momento sintió Azarías la tentación de preguntarle por sus aficiones políticas, pero no fue necesario que lo hiciese porque él se anticipó a sus intenciones: −Antes pensaba de un modo muy raro −admitió−. Me gustaba ser rebelde, quizá porque desde la adolescencia siempre lo fui. Me oponía a todas las convenciones, a todas las normas que me dictasen. Adopté así unas ideas con las que trataba de parecer original. Yo, por ejemplo, no podía pertenecer a alguno de los partidos políticos más respaldados: eso era propio de gente adocenada, de gente que se conformaba con secundar a una mayoría… No, yo tenía que ser diferente, tenía que creer en unos principios distintos. Por eso me hice de extrema izquierda, porque así expresaba mejor mi oposición al sistema, al sistema capitalista que nos oprimía. Leí a Marx y a Engels, me confesé ateo y anarquista, solo porque aquello era lo que se esperaba de mi postura. Actuaba en el fondo por puro capricho, por una rebeldía mal dirigida… Si bien se mira, era todo impostado, todo falso, todo condicionado por unos esquemas ideológicos que yo mismo me había fabricado. Era, como te decía, una manía de adolescente, un antojo que estaba a punto de convertirse en una verdadera obsesión, porque ese era el peligro que corría, que aquello acabara siendo una obsesión, es lo peor que tienen las ideas, que pueden encerrar a uno en un círculo vicioso del nunca logrará salir. Es lo que a mí me habría pasado, pero por suerte encontré un agujero por el que conseguí escapar, quizá el único agujero que había en aquel círculo vicioso en el que me vi envuelto. Yo ya tenía mis sospechas, me sentía un poco desanimado, un poco descontento con lo que a mi alrededor sucedía. La política, en fin, no es algo que nos convenza si no existen unas creencias muy sólidas, no es algo que perdure si uno no lo tiene muy claro. Fue lo que me ocurrió a mí: cuando le dije a mi padre que dejaba los estudios, pensaba también en ella, en la política. Lo abandonaba todo, todo lo que había constituido mi mundo anterior. La declaración de Valeriano no podía dejar indiferente a Azarías. Nunca lo hubiera esperado de él: lo tenía por un tipo fanático, incapaz de aceptar otros principios que no fueran los que él profesaba con tanto ahínco; si le hubieran dicho que había renunciado a ellos, seguramente no lo habría creído. De algún modo recuperaba a un amigo, por el cual nunca había dejado de sentir cierto afecto a pesar de la obcecación de la que había sido preso. Fue aquel un tiempo muy próspero, no solo por el trabajo que ya ejercía, sino también por las posibilidades que este ahora le proporcionaba. Tuvo la impresión Azarías de que se abría para él, efectivamente, una nueva etapa, igual que en el pasado se habían abierto asimismo otras muchas: evidentemente, ya no podía vivir con la misma indolencia de antes, con la misma laxitud que parecía haber presidido todos sus actos; ahora debía cumplir con unas exigencias, con unas pautas a las que necesariamente había de estar sujeto. Su vida discurría por un cauce seguro, del que era quizá descabellado pretender apartarse. Se sentía tan realizado con lo que hacía, que un día decidió incluso suspender los cursos de doctorado que venía siguiendo; consideró que su formación académica podía completarla por su cuenta, sin la necesidad de acudir obligatoriamente a unas clases reglamentarias. La decisión no era realmente costosa si no tuviera que comunicársela a don Amaro, a quien estimaba ya a aquellas alturas como un auténtico maestro: su sentido de la fidelidad le había hecho creer que se trataba de una especie de traición, con la cual era posible que él no hubiese contado nunca; había puesto tanto entusiasmo en el tema de su futura tesis, que no podía ser sino una decepción que ahora lo abandonase. Don Amaro, en contra de lo que pensaba, apenas pareció inmutarse cuando se lo comunicó. Escuchó todas sus explicaciones con el mismo respeto con que un confesor atiende a un pecador arrepentido cuando este le da la relación de sus culpas. Sin descomponerse, con la misma serenidad con que se habría mostrado el confesor, le dijo al final que no se preocupase, que todo aquello era absolutamente normal. “Lo más importante es que seas feliz”, concluyó casi a modo de absolución, agarrándolo fuertemente de los hombros con sus gruesas manos. Nunca olvidó a don Amaro, como tampoco habría de olvidar las obras de Gabriel Miró, cuya lectura tanto lo había marcado últimamente. Adoraba al escritor alicantino, lo tenía ya como uno de sus principales modelos. Su influencia era muy significativa cuando cultivaba la prosa: casi sin poderlo evitar, tendía a imitar su estilo, sobre todo cuando trataba de realizar alguna descripción; era consciente de que lo seguía, de que utilizaba el mismo modo de formular las sensaciones. Tan entusiasmado se hallaba entonces con lo que escribía, que empezó a concebir la idea de componer una novela. Por las tardes disponía de mucho tiempo para ello; solo era necesario que se decidiera. Si no lo hacía, era probable que se sintiera frustrado por no haberlo intentado siquiera. Para animarse, se decía que no le faltaban cualidades para conseguirlo: era ya un lector consumado, con criterios para discernir lo que habría de necesitar para ejecutar su obra. Como si se tratara de un sueño, se ponía a pensar en los pormenores de un posible argumento, en el cual iban apareciendo personajes de diferentes condiciones, algunos muy alejados de la realidad de su tiempo. Temía cometer algunos anacronismos si finalmente se inclinaba por una novela histórica: esto le hacía desistir de un determinado proyecto para dedicarse a otro menos embarazoso. Al final, después de varios intentos, creyó que lo mejor era escribir sobre uno mismo, sobre las cosas que a él le habían ocurrido en su infancia. Muchos autores, de hecho, habían vuelto una vez y otra a su niñez, en la cual habían encontrado el territorio más idóneo para situar sus historias. Pensaba en algunos de ellos, en algunos de los que había leído; él haría lo mismo, recrearía episodios de su pasado, les otorgaría quizá una importancia que no habían tenido. Para facilitar su tarea, anotó en un cuaderno todos los recuerdos que de forma desordenada inundaban su memoria. Lo más difícil sería el comienzo, el tono que habría de dar al principio a su relato. Sin embargo, ocurrió por aquellos días algo que desbarató sus planes, algo que después había de ser también decisivo para lo que se proponía. Una mañana que regresaba de su trabajo se encontró con Manuel, a quien casi había dejado de ver desde que finalizaron sus estudios. Se saludaron con cierta familiaridad, como correspondía a dos amigos que habían compartido tantas experiencias en otra época. Azarías quiso preguntarle a Manuel por lo que entonces hacía, pero este lo cortó para decirle que Gabriela había muerto. Se quedó tan aturdido que por un momento perdió la noción de donde estaba. Llegó a creer que no era incluso verdad lo que acababa de oír. Aunque ya solo la veía de vez en cuando, tenía aún muy fresca la imagen de Gabriela: ella había sido también una excelente amiga, a la que quizá no había apreciado como debía. Manuel le informó a continuación de la causa de su fallecimiento, de lo mal que lo había pasado desde que cayó enferma. Era para Azarías un golpe muy duro, un golpe inesperado que había dañado gravemente sus entrañas. De forma balbuciente, logró confesar que lo sentía, que lo lamentaba profundamente. Manuel intentó consolarlo, dándole una afectuosa palmada en la espalda: le dijo que había sido para todos muy doloroso, pero que había que seguir viviendo. Azarías no supo qué responderle; con gesto contraído, estrechó su mano en señal de despedida. Le costó mucho recuperarse de aquello. Al día siguiente tuvo un nuevo encuentro con Felipe, a quien se vio en la necesidad de comunicar la luctuosa noticia. Le sobrevino después una enorme tristeza, quizá acentuada por el ambiente de falsa alegría que lo rodeaba. Estuvo verdaderamente a punto de sucumbir a ella, pero un inusitado impulso nacido de su interior al final se lo impidió. De tanto pensar en Gabriela, se daba cuenta de que la quería, aun cuando entre ellos no hubiese existido nunca ningún tipo de aproximación. La quería como a una amiga, como a una amiga tal vez muy especial, con la que quizá se habría entendido de un modo más íntimo si hubiera porfiado algo más en aquella relación. Estaba seguro también de que su espíritu continuaba vivo, acaso en virtud de ese mismo amor que en la actualidad le profesaba: lo sentía como un aliento muy tierno que moviera ahora con persistencia su ánimo, como una invisible presencia que no dejara de acompañarlo en cada uno de sus pasos, como un ángel tutelar que lo preservara de todos los peligros que sobre él se cernieran. Muchas veces incluso se dirigía a ella para hablarle, para comunicarle todo lo que últimamente estaba sintiendo: aunque se trataba de un monólogo, tenía la impresión de que Gabriela lo escuchaba y de que de alguna manera le respondía, inspirándole lo que había de decir a continuación; parecía, ciertamente, la prolongación de una conversación que hubiese quedado interrumpida en un tiempo anterior, retomada ahora por la necesidad de expresar lo que entonces no se hubiera dicho. Gabriela se convirtió así en su principal confidente, con el cual mantenía en secreto diálogos muy reconfortantes. Durante varios días estuvo en contacto con ella, sobre todo en los momentos en que se veía amenazado por un brusco abatimiento. La invocaba con vehemencia, amparado en la seguridad de que siempre habría de atenderlo. Bastaba, en efecto, con que musitara su nombre para que sintiera su influjo, para que volviera a notar su alada presencia. Cada vez que se acordaba de Gabriela, rememoraba escenas que resultaban muy significativas, como aquella del Albaicín en que casi llegó a amarla, atraído sin duda por el hechizo que entonces irradiaba de su persona. Recordaba asimismo algunas de sus entusiastas intervenciones, promovidas siempre por su espíritu alegre y volandero. “Os quiero a todos”, le había confiado una noche en que los dos regresaban juntos de una reunión. Ella era así, quería a todos sus amigos, no tenía quizá predilección por ninguno después de haber cortado con el novio: su amor no hacía exclusiones; deseaba lo mejor para cada uno de ellos, como también le dijo. A él, a Azarías, poco a poco le fue pasando algo parecido: influido por Gabriela, comenzó a sentir las mismas inclinaciones; de buena gana hubiera reunido a los amigos para decirles lo mismo que ella le había revelado entonces. Aquel grupo que formaban se había dispersado ya, pero él se resistía a aceptarlo: en nombre de ella, estaba dispuesto a reconstituirlo, aun cuando era consciente de las enormes dificultades que seguramente encontraría para que lo consiguiera. Trataría de lograrlo solamente para honrar su recuerdo, como si se empeñara en cumplir una vieja promesa que a Gabriela le hubiese hecho. Para empezar, tendría que conocer el paradero de los diferentes integrantes del grupo: cada uno había seguido un camino distinto, estaba quizá en un lugar muy distante del resto, posiblemente ajeno a lo que a los demás sucedía. El único que parecía que no se hubiese alejado mucho era Manuel, según le había demostrado al darle la noticia del fatal desenlace de Gabriela. Aunque había hablado con él, al final no había podido enterarse de dónde vivía: el dramatismo de la situación le había impedido informarse de ello. Le quedaba, no obstante, la esperanza de poderlo encontrar otro día, como le había ocurrido precisamente en aquella ocasión. De Valeriano sabía que trabajaba en una empresa de su pueblo, según le había contado él mismo hacía poco tiempo. Si así lo determinaba, podía ir a verlo con el fin de renovar su amistad; pensaba, además, que quizá él supiera dónde se hallaba alguno de los miembros del grupo. El cambio que en Valeriano se había producido lo animaba a visitarlo: había descubierto que era mucho más sensible de lo que aparentaba, quizá porque la política lo tuviera entonces bastante trastornado. En cuanto a Pedro y a Eva, casi lo desconocía todo. Los había visto alguna vez durante los últimos cursos de la carrera, pero apenas se había parado a hablar con ellos. Debían de seguir juntos por la forma en que parecían tratarse; era posible que al cabo del tiempo hubieran decidido incluso contraer matrimonio, después de que alguno de los dos hubiese conseguido algún trabajo. A diferencia de él, habían cursado la especialidad de Filología Inglesa, a buen seguro a instancias de Eva, cuyas preferencias habrían de imponerse siempre a las de su novio. Juan Luis, el compañero de Úbeda, no debía de andar muy lejos de su pueblo, como muchas veces había llegado a predecir. Quizá preparase oposiciones para el cuerpo de profesores de instituto, igual que otros muchos licenciados de aquel tiempo. Azarías los fue recordando a todos hasta que por fin dio en pensar también en don Fulgencio, considerado de alguna forma como el guía espiritual del grupo. A él lo podía visitar cuando quisiera: como bien había comprobado, continuaba ejerciendo de catedrático en la facultad; lo había saludado repetidas veces cuando se dirigía al despacho de don Amaro, con quien había proyectado realizar su ansiada tesis. Don Fulgencio, según recordaba, era un hombre muy cercano: la muerte de Gabriela le habría de conmover bastante, aun cuando habían transcurrido ya algunos años desde que la conociera. Azarías esperaba que, afectado por el caso, lo pudiese poner en contacto con los secretarios de la facultad a fin de obtener algunos datos sobre el destino de sus compañeros. Después de barajar distintas posibilidades, Azarías se decantó por esta última, convencido de que era la que presentaba menos inconvenientes. Abordar a don Fulgencio no debía de ser muy difícil: solo hacía falta vencer el pudor que al principio le podía causar su visita. Fue a verlo al poco tiempo, pero él no se encontraba en su despacho. Armado de paciencia, permaneció sentado un rato en un banco que había enfrente de la puerta. Alguien que lo conocía le dijo que había salido don Fulgencio y que no iba a volver aquel día. Azarías no lo tomó a mal: sabía que tarde o temprano se había de cumplir lo que se proponía. Se marchó, y regresó a la mañana siguiente, aprovechando que sus clases eran por la tarde. Don Fulgencio, tal como esperaba, se hallaba en el despacho tratando de ordenar unos apuntes. Apenas lo vio, dejó lo que estaba haciendo para atenderlo como solía. Era fácil advertir que se acordaba de él, que lo seguía teniendo en gran aprecio. Con semblante distendido, le estrechó la mano y le indicó que tomara asiento. Azarías le explicó que no había ido por motivos profesionales, sino por un asunto de índole afectiva. Ante la cara de asombro del catedrático, no tuvo más remedio que aclarar que una amiga a la que quería mucho había muerto; le dijo que se trataba de Gabriela, una de las chicas que formaban parte del grupo con el que él también estuvo reunido. La recordó de inmediato: con repetidos gestos de asentimiento, comentó que era una irreparable pérdida. Por el tono de voz se echaba de ver que le había afectado bastante. Ninguno de los dos habló durante varios segundos: se estableció entre ellos un silencio muy tenso que costaba romper con palabras que no fuesen demasiado triviales; cualquier cosa que se dijese podía resultar incoherente, inapropiada para aquel contexto. Con más experiencia, don Fulgencio preguntó al cabo qué era lo que se le ofrecía, con qué planes se había decidido a verlo. Azarías manifestó que no lo movía ningún interés concreto: solo pretendía dar a conocer la noticia a quienes habían sido amigos de Gabriela. “Me he dado cuenta de que ella representaba el espíritu que nos unía a todos; su muerte no puede ser en vano”, le dijo sin vacilación, dispuesto a llevar a cabo lo que fuera para honrar la memoria de Gabriela. Sorprendido, el admirado maestro replicó que lo sentía mucho pero que no sabía qué se podía hacer después de tanto tiempo para homenajear a la fallecida. Azarías adujo que no era eso exactamente lo que se proponía: se proponía quizá reunir otra vez a todos los amigos en nombre de ella, para lo cual estaba necesitado evidentemente de ayuda, ya que desconocía adónde había ido a parar cada uno. Don Fulgencio negó ahora con la cabeza, dando así claras muestras de que aquello no tendría a su juicio ningún resultado. Azarías, ante tal actitud, dio por acabada en aquel punto la visita. Para despedirse, dijo que se alegraba de haberlo visto y que esperaba volver en una ocasión más propicia. El maestro, por su parte, se levantó para estrechar de nuevo su mano, aunque esta vez lo hacía quizá con menos fuerza que antes. A pesar de lo ocurrido, la estima en que tenía a don Fulgencio no sufrió ninguna mengua: para él seguía siendo una autoridad incontestable, de la que había que continuar tomando ejemplo. Si se había negado de alguna manera a ayudarle, era seguramente porque escapaba a sus dominios, porque estaba fuera de su alcance. Lo suyo, bien pensado, eran los libros, todo lo que con ellos se relacionase; quizá en otra ocasión, como le había deseado, podía llegar a ser nuevamente la figura venerada, el mentor que lo instruía con su inveterada sapiencia. Tras esto, no le quedaba más opción que buscar a Valeriano, de quien sabía al menos que trabajaba en su pueblo. Sin dudarlo, se encaminó hacia allí un sábado por la mañana en que se hallaba libre de responsabilidades. El trayecto lo hizo en autobús, ya que no disponía de vehículo propio. La hora y media del viaje la empleó en leer, como era costumbre en él cuando no tenía otra cosa en que ocuparse. Cuando llegó al pueblo, preguntó por Valeriano García Mendoza, que era natural de allí, de 25 años, un joven robusto, con el pelo moreno, que era empleado en una empresa de la localidad, quizá en una fábrica o en algo así. Al principio, no supieron dar con nadie que respondiese a esos datos, pero luego hubo una persona que lo orientó. Dijo que no había muchos individuos con aquel nombre y que por las señas que le había dado deducía de quién podía tratarse. Le facilitó la dirección a la que había de ir, no muy lejos, por cierto, de donde entonces se encontraba. Para Azarías fue casi un prodigio hallar con tanta facilidad al amigo. Este, como era natural, no pudo por menos de sorprenderse con su visita, aunque después, cuando se enteró del motivo que la había ocasionado, consideró casi razonable que se produjera. Él también había estimado mucho a Gabriela, estuvo a punto de llorar cuando se puso a recordarla, cuando evocó los momentos que pasó junto a ella en aquel bar de Granada. Como ya había notado Azarías, Valeriano era un tipo más sensible de lo cabía sospechar de él. Durante varios minutos se dedicaron los dos a echar de menos a la desaparecida: coincidían en destacar el aire desenfadado con que normalmente se mostraba, la alegría que de forma prodigiosa brotaba siempre de ella. Pasaron el día juntos. Su conversación apenas se desvió del punto en el que se había originado: una vez y otra volvía a él, como si fuera un lugar común al que por fuerza habían de referirse, dispuesto en un guion previo que entre los dos hubieran confeccionado. Sin embargo, cuando Azarías propuso hacer algo por Gabriela, Valeriano se mostró reticente: adujo que su puesto estaba ya allí, en su pueblo, y que se consideraba muy alejado de aquel mundo en el que antes había estado inmerso. Azarías no quiso insistir; prefirió respetar su voluntad, el firme propósito que lo había llevado a abandonar todo lo que no fuese provechoso para él. Después de haber contactado con Valeriano, ya no le quedaba ningún recurso. Se acordó de que Eva había conocido antes a Gabriela, con quien había coincidido en los últimos cursos del instituto. Pensó que ella debía de estar ya informada del caso, aunque también era probable que se hubiera ido a vivir con Pedro a otro sitio y que se hubiera desentendido así de los demás, como les había ocurrido en realidad a todos. Sin perder el ánimo, Azarías no paraba de revolver en sus recuerdos, hasta que un día encontró el número de teléfono de Juan Luis, anotado en el margen de un libro. Al verlo, le vino a la memoria que era el de su casa de Úbeda: lo había apuntado allí al término del primer curso para hablar con él durante el verano, aunque después no lo hizo. Sin pensarlo dos veces, trató de probar suerte: le respondió una voz grave, propia de un hombre maduro, que le dijo que volviera a llamar más tarde, pues Juan Luis había salido. La alegría que sintió en aquel momento Azarías fue inmensa, no tanto por la posibilidad que aquello suponía como por el hecho de poder conversar de nuevo con un amigo, del que ya nada sabía. Llamó dos horas después y le dijeron que todavía no había llegado, pero él no se desesperó, no se debía desesperar por algo tan insignificante. En un tercer intento logró comunicar con él. Juan Luis ya estaba enterado de que iba a recibir la llamada de alguien, pero nunca hubiera sospechado que se trataba de Azarías. Se sorprendió bastante, aunque luego se entristeció cuando Azarías le informó de la desaparición de Gabriela. Durante unos segundos permaneció callado, sin saber qué decir. Después recordó con manifiesto esfuerzo que había sido una gran mujer, de la que todos quizá estaban enamorados, aunque nunca se hubieran atrevido a decírselo. Aseguró que él, en efecto, la había estimado mucho y que siempre la había considerado como una de sus mejores amigas. Azarías, por su parte, corroboró aquella opinión con nuevos elogios dedicados a la desaparecida. Al final, coincidieron en que era una pena y en que habían de echarla mucho de menos. Hablaron también de sus proyectos, de lo que pensaban hacer en un futuro más o menos inmediato; el compañero de Úbeda resaltó la ilusión con que se estaba preparando las oposiciones para profesor de instituto, a pesar de que la oferta de plazas era realmente muy exigua. Azarías desvió en ese punto la conversación hacia el tema que la había suscitado: dijo de pronto que estaba dispuesto a juntar a los amigos; en nombre de Gabriela, había que restituir el espíritu que los animaba, todo lo que en aquella época de estudiantes los unía, la pasión por las letras principalmente, los grandes ideales que descubrían en los libros… El mundo estaba falto de imaginación, continuó cada vez con más ímpetu: el mundo carecía de personas soñadoras, de personas capaces de luchar por una realidad más justa, por una sociedad en la que no primasen los intereses de tipo materialista; lo más importante habían de ser los sentimientos, los sentimientos de amistad que a ellos los movían precisamente entonces, muchas veces ahogados por un egoísmo exacerbado, por un afán desmedido por alcanzar un estado más beneficioso. Juan Luis volvió a quedarse callado; parecía que no iba a contestar, hasta que finalmente opinó que aquello era ya algo irrealizable, algo que no tenía para él ninguna lógica después del tiempo que había pasado. Antes de despedirse, le facilitó a Azarías la dirección de Pedro, casado ya desde hacía algunos meses con Eva, de la que nunca había llegado a separarse desde que empezó a salir con ella. Vivían en Jaén, en un piso que habían alquilado con lo que él ganaba de secretario en una empresa de la construcción. “Me extrañaría que Eva no estuviese informada después de todo lo que ha compartido con Gabriela”, comentó con la voz un poco afligida Juan Luis. En términos muy parecidos a los que había empleado para dirigirse a este, se puso Azarías a redactar una carta para los nuevos esposos. En ella les daba cuenta de todo, especialmente de su decisión de restaurar el grupo, aun cuando no creía que se llevara a efecto, debido a la propia dispersión de todos los que habían formado parte de él. Durante varias semanas esperó con cierta ansiedad la respuesta. Llegó a pensar que no habían recibido la misiva, quizá por un error involuntario en las señas que le había proporcionado Juan Luis. También barajó la posibilidad de que ellos no se hallasen en su domicilio a causa de un viaje que se hubiesen visto obligados a realizar por algún motivo, lo cual podía hacer que se retrasase aún más la contestación o que la carta definitivamente se perdiese, después de que fuera quizá sustraída de su buzón por algún malintencionado vecino. Lo que Pedro y Eva al final le respondieron apenas difería de lo que los demás habían dicho. Referían que era una gran desgracia lo que a Gabriela le había sucedido pero que no creían que se pudiese hacer nada por reparar su pérdida. Como en los casos anteriores, Azarías no se sintió molesto por lo que decían. Después de todo, era lo que de alguna manera había esperado. Manuel habría contestado lo mismo si hubiera podido dar con él; no hacía falta tampoco que lo hiciera, pues Manuel ya estaba al menos informado de lo que había ocurrido. Los comprendía, sin embargo, a todos; los comprendía y los disculpaba porque ahora los quería. Le pasaba como a Gabriela: sí, los quería de un modo incondicional, solo porque eran sus amigos, con un amor que se parecía mucho al que se podía sentir por unos hermanos. Manuel, Pedro, Eva, Juan Luis, Valeriano, don Fulgencio, eran ya para él como una nueva familia, de la que ella, Gabriela, era la mejor valedora; su espíritu, siempre vivaz y alegre, insuflaría ánimos a todos, como ya lo venía haciendo con él desde que se vio reconfortado con su recuerdo. Aunque no se reunieran, estaba seguro Azarías de que daba igual, de que habría ya algo común que los definiera, algo que no se podría olvidar nunca en el resto de sus vidas. Aunque no lo hubiesen advertido entonces, entre ellos se habían creado unos lazos invisibles que los unían fraternalmente, a pesar de las diferencias que muchas veces parecían distanciarlos. Se trataba de pequeños vínculos, de sutiles acuerdos con los que acababan entendiéndose, de espontáneos encuentros que surgían al calor de las palabras que estuviesen profiriendo, con el brillo de las copas de vino o de cerveza con que acompañaban frecuentemente aquellos encendidos diálogos. La memoria, sin lugar a dudas, tendía a presentarlo todo de un modo más idealizado, eliminando del conjunto aspectos que pudiesen resultar menos deseables: para Azarías, como aquel grupo era ya muy difícil que se juntase ningún otro; cada uno de sus componentes tenía un carácter propio, un carácter que tal vez no volvería a darse nunca, por lo que la suma de ellos constituía también un resultado irrepetible. Se percataba ahora de ello, después de que la muerte de Gabriela hubiera avivado de una manera imprevista sus recuerdos. Manuel, por ejemplo, era inigualable por su llaneza; Pedro, más testarudo, por la enorme convicción con que defendía generalmente sus ideas; Eva, un poco más tímida, por el tesón con que al final conseguía sus objetivos; Juan Luis, por su parte, era famoso por la facilidad con que se relacionaba con toda clase de sujetos; Valeriano, contumaz en sus planteamientos políticos, escondía quizá una personalidad bastante deleznable; don Fulgencio, siempre brillante y ampuloso en sus alocuciones, era la autoridad a la que todos atendían y veneraban continuamente; Gabriela, simpática donde las hubiere, aportaba una energía que no parecía conocer ningún desmayo, y él, Azarías, intentaba transmitir a los amigos su gran afición por la literatura… Sí, los quería a todos, le pasaba como a Gabriela, de eso se percataba ahora, cuando ya no era posible que volvieran a reunirse. Lo importante no eran los proyectos que hubiesen tenido, sino las experiencias y las sensaciones que habían compartido durante el tiempo que permanecieron juntos, los momentos en que se habían sentido hermanados después de haber concluido un apasionado debate, la magia que en ellos actuaba cuando se veían deslumbrados por un nuevo descubrimiento… Era el amor, en definitiva, lo que impulsaba a Azarías, lo que lo movía a evocar incansablemente aquellos extraordinarios encuentros. Un amor que a buen seguro estaba inspirado por Gabriela, por el que ella a su vez había albergado en los años quizá más decisivos de su existencia. Un amor que no reparaba en condiciones, un amor sin límites, animoso, exultante, capaz de sobrepasar fronteras, de abrirse camino por territorios inexplorados, de remontarse a regiones inauditas. VII Azarías acometía todos los actos de su vida con la alacridad de quien ya ha subido a la cumbre que se hubiera propuesto alcanzar. Se veía libre de problemas, desembarazado de las preocupaciones que como un lastre acaban por agobiar la existencia de cualquiera, sumiéndola en un estado que se antoja a cada instante muy enojoso. Acudía a sus asuntos muy diligente, seguro de que cumplía con un deber que estaba para él destinado, al tiempo que realizaba un servicio que redundaba en beneficio de sus más allegados. Las clases para extranjeros las impartía así con muchas ganas, cada vez más preparado para el oficio que un día le fuera otorgado. Los alumnos, algunos de su misma edad, se mostraban por lo común muy agradecidos con su trabajo, sobre todo si comprobaban los adelantos que con él se producían. Una tarde de finales de junio regresaba Azarías de la facultad donde ejercía como docente. Estaban muy próximos los hechos que tanta influencia habían tenido en la nueva orientación que tomaba ahora su vida; no hacía más de una semana que había recibido la carta en la que Pedro y Eva respondían a la suya. Se hallaba, pues, en un periodo de cambio, de inversión de los valores que hasta entonces había fomentado. Las cosas para él habían variado de rumbo: si antes habían girado en torno a sí mismo, ahora discurrían por caminos más anchos, por los que era fácil encontrarse con seres necesitados de su ayuda. El verano había comenzado sin los rigores habituales de otros años, por lo que era muy grato pasear por las calles a una hora ya muy avanzada de la tarde, en la que el calor parecía además que se hubiese atenuado un poco. Azarías volvía a su casa con la conciencia henchida de satisfacción después de haber cumplido con uno de los últimos trámites administrativos del curso. Tenía el ánimo dispuesto para ponerse a escribir: llevaba ya tiempo postergando el inicio de una novela, sobre la cual había tomado ya suficientes notas. Ahora que no tenía demasiado trabajo, era probable que la empezase, quizá de un modo que nunca hubiese previsto. Las calles estaban repletas de gente y de ruidos. Se respiraba en ellas un ambiente festivo, en el que no se apreciaba nada que pudiese perturbar la alegría que reinaba en medio de aquel bullicio. Por todas partes se notaba el mismo ajetreo, el mismo afán por moverse y por mezclarse con una multitud voluntariosa. Azarías era uno más, un individuo más que se incorporaba a aquella masa humana que se desplazaba en distintas direcciones, siempre guiada por una especie de mandato común, por un deseo de divertirse y de ser feliz. El sol declinaba ya en un horizonte lejano, recortado por los edificios; un resplandor dorado se expandía por todos los sitios, cubriéndolos de un halo indefinido de poesía. A Azarías le hubiera gustado quizá entretenerse, demorarse entre las personas que a él lo rodeaban; pero había otro interés mayor que lo reclamaba entonces, el deseo de redactar el inicio de aquella novela, tras el que seguramente sus ideas fluirían con más facilidad, sin las trabas que a menudo encontraba cuando su pensamiento reparaba en ello. Escribir era en cierta manera tirar de un hilo, darle continuidad a un carrete que se ocultaba en su cabeza: si no se tiraba del hilo, era probable que nunca se supiera lo que podía llegar a ser. Mientras caminaba, se iba fijando en todas las imágenes que se sucedían ante él. La ciudad presentaba un aspecto encantador, con sus fachadas teñidas de rosa y de lila, los colores con los que la tarde ya se despedía, bajo un cielo azul que palidecía paulatinamente. Al llegar a un cruce, estuvo a punto de detenerse, pues allí se congregaba un gran número de transeúntes que parecían atraídos por algún tipo de espectáculo que él no alcanzaba a ver. Se desvió por una calleja por la que apenas transitaba nadie; en ella la luz era ya un débil eco que tendía a disiparse pronto, integrado en las sombras que empezaban a extenderse y a cuajar en todos los rincones. Salió por allí a una amplia avenida en la que el tráfico era muy denso. En lugar de molestarse por ello, lo consideró como algo que también formaba parte de la fisonomía de la ciudad. Estuvo detenido después ante un semáforo, desde el que pasó a un sector más despejado. Anduvo un buen trecho sin que nada le llamara la atención. Pensaba de nuevo en su postergado proyecto, en la frase inicial con que daría comienzo la historia que pretendía escribir. Cuando llegó a una plaza, el sol ya se había ocultado por completo, dando lugar a un crepúsculo lento que se anunciaba con una penumbra muy tenue. La magia de la hora lo inducía a soñar, a entrever las posibilidades de su obra. Como tenía ya pensado, iba a crear en ella un mundo imaginario, construido con los materiales que le proporcionaba la realidad en la que estaba inmerso. Su trabajo consistiría más bien en una labor de recomposición: sería como rehacer un puzzle de una forma arbitraria, combinando a su gusto las piezas que previamente hubiera seleccionado. Cuando ya se encontraba cerca de su domicilio, divisó en la acera de enfrente a Felipe. Se hallaba acompañado de su mujer y de su hijo, al cual llevaba él en un cochecito. Al verlo, hizo ademán de cruzar la calle, pero luego se contuvo al considerar que tal vez actuaba con imprudencia. Su movimiento, sin embargo, no pasó inadvertido, pues en seguida Felipe se percató de su presencia, saludándolo con una mano de un modo que resultaba bastante efusivo. Azarías, como era natural, respondió a su saludo con el mismo gesto, en tanto que se trasladaba por un paso de peatones hacia la acera contraria. Fue, sin embargo, un encuentro muy breve que se limitó a unas cuantas frases de obligado cumplimiento. Por lo que fuera, Felipe se mostró menos expresivo que en ocasiones anteriores, quizá porque no hacía mucho tiempo desde la última vez que se vieron. Lo poco que hablaron estuvo casi reducido al hijo, del que el padre volvía a asegurar que se sentía muy orgulloso. Cuando se disponía a irse, Azarías quiso decirle a Felipe que ya había superado el dolor que la muerte de Gabriela le había infligido; pero en un último instante desistió de su intento por no parecer delante de la esposa demasiado indiscreto. Continuó así su camino con el mismo ánimo con que lo había emprendido. Bien mirado, él no necesitaba demostrar a nadie que había sido capaz de sobreponerse a aquella desgracia. Se trataba de algo muy íntimo, de algo que quizá solo tenía que ver con la persona que había fallecido. Una vez que llegó a su casa, se acomodó en un sillón con un bolígrafo y unas cuartillas para empezar a escribir la novela. Lo primero que pensó fue que debía comenzar por una presentación de Gabriela, quizá por la forma con que ella se atusaba el cabello en el transcurso de una conversación; porque en su novela Gabriela nunca moriría, sería un personaje vivo, con un irresistible poder de atracción, tal como él la había de recordar siempre. VIII Tenía Margarita las manos largas, huesudas, con los dedos muy finos; su piel era delicada, casi transparente, sin ninguna arruga o granulación que alterase su textura; se podía decir que estaban hechas para tocar superficies suaves, para coger objetos que no tuvieran demasiado peso. Eran manos para tañer instrumentos musicales con dulzura, una vieja arpa de la que arrancaran notas que estuvieran dormidas en sus cuerdas. Muchas veces las posaba en el borde de una mesa cuando conversaba; las dejaba allí con blanda resignación, ligeramente curvadas por los nudillos. Cuando las desplazaba, lo hacía sin brusquedad, con movimientos estudiados. Pablo se quedaba por momentos mirándolas, sin que Margarita se diera cuenta. La veía atusarse con ellas el cabello, que llevaba casi siempre recortado a la altura de los hombros: era un gesto que repetía también con cierta frecuencia, quizá cuando más interesada estaba por algo que hubiese entrevisto. El día que regresó don Feliciano a la tertulia, esas mismas manos se agitaron de forma inusual; parecían afectadas por un acceso de inquietud, por una repentina conmoción que las obligara a actuar de aquella inopinada manera. Pablo, que estaba enfrente de ella, vio cómo se movían, cómo señalaban con precipitación hacia la puerta del local donde estaban reunidos con sus amigos. Junto a ellos, se encontraban allí Gerardo, Esther, Anselmo, Federico y Ramón; no faltaba ninguno aquella vez. El local estaba lleno de parroquianos, distribuidos en distintos grupos, algunos arracimados delante de la barra del bar, otros acomodados con evidente improvisación en torno a una mesa, sobre la que descendía la luz macilenta de una lámpara de diseño muy antiguo. A pesar de que no era todavía demasiado tarde, se hallaba todo impregnado de humo, saturado de voces que se atropellaban y se perdían, reemplazadas por otras de una sonoridad quizá más definida. Habían pasado más de dos meses desde que don Feliciano dejó de aparecer por allí; todos pensaban que ya no volvería, acuciado por otros deberes que habían de ser para él más importantes. De ahí la sorpresa que ocasionó a Margarita su aparición: sin poderlo creer, hacía señales con las manos para que todos miraran en la dirección que con tanto interés les indicaba. Llegaba el venerado catedrático embutido en un gabán gris, con el semblante todavía aturdido por el ingreso en un medio que contrastaba grandemente con el que debía de haber en el exterior. Con ciertas dudas, se acercó hasta donde ellos estaban reunidos. Por iniciativa de Gerardo, se pusieron todos de pie para dar la bienvenida al maestro, de quien no hubieran gustado separarse después de todo lo que habían aprendido. Con no disimulada alharaca, intercambiaron con él los indispensables saludos, tras de los cuales don Feliciano se despojó de su gabán para acomodarse mejor en su asiento. Se le notaba alegre, feliz de haberlos hallado otra vez allí. Como si les pasara revista, los fue mirando uno a uno a fin de ganarse nuevamente su confianza. Sin dejar de sonreír, les explicó después los motivos por los que se había ausentado durante aquel tiempo: como ellos bien habían presumido, había estado muy atareado en la realización de unos proyectos académicos, de los que dependía en buena medida el prestigio del departamento al que él estaba adscrito. −Yo sabía que me comprenderíais –continuó diciendo, con la voz cada vez más segura−: a poco que os miro a los ojos, puedo comprobar que nunca me fallarías, de lo cual he de estar muy agradecido. Sois unos seguidores muy fieles, quizá porque habéis visto en mí al maestro que vuestra fe necesita. No me gustaría, por ello, defraudaros: me da miedo que algún día no pueda satisfacer vuestras expectativas. Porque yo no soy más que un hombre, un hombre que quizá reúne cierta cultura pero que también está lleno de muchos defectos, de los que tal vez ahora no os deis cuenta. Debéis valorar a las personas no por lo que poseen, sino por lo que serían capaces de ofrecer en el caso de que lo tuviesen… No, yo no quiero ser ningún ejemplo; tomadme solo como un guía, como un guía que os orienta al principio para que encontréis el camino que más os convenga. −En la juventud es natural que se tengan algunos ídolos –objetó Margarita, rizando con sus largos dedos una de las puntas laterales de su cabello. −Es cierto –admitió enseguida don Feliciano−: yo solo intento preveniros, pues cuando uno es joven no ve quizá los peligros, no es consciente de las dificultades con las que seguramente tropezará en el futuro. Mi labor consiste precisamente en eso, en despejaros las dudas que ahora mismo tengáis, en sembrar en vosotros inquietudes que más adelante puedan fructificar. Pero depende en última instancia de vosotros, porque sois libres para escoger después lo que consideréis más apropiado para vuestros intereses, lo que veáis que se ajusta mejor a vuestras inclinaciones. Ya os he dicho que yo no soy más que un sembrador…, no sé si recordáis la parábola evangélica, en la que la semilla va cayendo en distintos lugares, al borde de un camino, donde los pájaros se la comen; en un pedregal, donde no tarda en secarse; en un sitio erizado de zarzas, en el que estas la ahogan; en un terreno fértil, donde finalmente da granos abundantes. Ojalá seáis vosotros ese terreno fértil en el que mi semilla cae. Ojalá seáis vosotros también sembradores de semilla. Así, de esta forma, comenzaba la novela de Azarías. En ella trataba de contar lo que pudo haber sucedido en su pasado si las cosas se hubieran desarrollado de otro modo, si no hubiesen sido desviadas de su curso por los obstáculos impuestos por la realidad. Para que nadie estuviese tentado de identificar a los protagonistas, había cambiado los nombres de las personas en las que se había inspirado: él, Azarías, aparecía como Pablo; Gabriela, como Margarita; don Fulgencio era don Feliciano; a Pedro lo llamaba Gerardo; a Eva; Esther; a Juan Luis, Anselmo; a Valeriano, Federico; a Manuel, Ramón. Los rasgos físicos, para que no quedasen dudas, también serían distintos: a él lo presentaría algo más robusto de lo que realmente era; a Gabriela, con la cara ovalada, con los labios menos prominentes; a don Fulgencio, con el pelo más ordenado, con las cejas menos hirsutas; a Pedro, con un poco de melena, tal como en aquellos años se llevaba; a Eva, con las mejillas siempre encendidas a causa del rubor del que solía ser víctima… Así los iría cambiando a todos, de modo que no se parecieran al modelo natural del que surgían. Los caracteres, por el contrario, habrían de ser muy similares, quizá porque Azarías pretendía mantener en el relato la identidad del grupo, las características que lo habían definido. Al único que tal vez haría variar un poco sería a Valeriano, a quien procuraría otorgar probablemente una seguridad que en su vida no había tenido. Por las tardes escribía; por las mañanas, como era preceptivo, acudía a su trabajo, del que cada día parecía sentirse más contento, posiblemente porque la satisfacción que le deparaba la escritura acababa redundando en todo lo que hiciese. Con sus alumnos se llevaba muy bien, especialmente con algunos, con los que más trato había llegado a tener. Al no estar regulados aquellos estudios por unas convenciones demasiado estrictas, se podían permitir ciertas confianzas y acercamientos que no se daban en otros ámbitos educativos. Algunas noches, de hecho, había quedado con tres de estos alumnos para cenar en un restaurante de la ciudad. Tenían algunos años menos que él. Habían llegado a Granada después de haberse licenciado en sus respectivas universidades. Se hallaban, pues, en una edad propicia para el recreo y la diversión. Matías, uno de ellos, era alemán, natural de Hamburgo; alto, con el talle escueto, tenía una forma de andar muy rítmica y elegante. Peter era irlandés, con el pelo castaño, los ojos de un verde muy claro: se había trasladado a España porque amaba el país, según declaraba con frecuencia. Ruth, finalmente, era una joven austriaca, con la cara salpicada de espinillas; aunque no era muy agraciada, reunía mucha simpatía para hablar y para atender a los demás. Cuando estaba con ellos, Azarías no podía por menos de recordar a sus amigos, con los que también se había reunido para conversar y para intercambiar pareceres y opiniones sobre los temas más variados. En lugar de echarlos de menos, como hubiera sido lo más normal, se veía impelido por su recuerdo para acoger y para amparar a sus nuevos interlocutores, con los cuales casi ya charlaba con la misma familiaridad con que trataba a los otros. Por algunos momentos incluso los comparaba con ellos y creía estar asistiendo otra vez a la antigua tertulia, que él intentaba reproducir de algún modo en su novela. Los alumnos, por su parte, se daban cuenta del aprecio que les tenía, pues era algo que saltaba a la vista de una manera muy clara, el cariño con que uno se interesa por el prójimo, la atención que le dedica desde el primer instante. Fue, en definitiva, una relación muy amistosa, de la que Azarías obtuvo no pocas satisfacciones. Su vida había alcanzado ya un punto culminante, desde el que avistaba todo el camino que lo había conducido hasta él; advertía que había sido un trayecto farragoso, lleno de curvas y de sinuosidades que casi le habían hecho retroceder. Por aquel tiempo, sin embargo, ocurrió un suceso que no pudo sino causarle una honda conmoción. A la pérdida de Gabriela se sumó ahora la de su padre, que murió casi de repente después de una corta enfermedad. Aunque se había distanciado bastante de él, para Azarías supuso una gran contrariedad, a la que trató pronto de sobreponerse con la fuerza interior que había adquirido después de sus experiencias más recientes. Tras la muerte del padre, viajó con más frecuencia a su pueblo, del que también se había separado casi desde que se instaló por su cuenta en la ciudad. Lo hacía, sobre todo, para ver a su madre, a la que quería tener asistida con sus continuas visitas. El reencuentro con ella fue, sin duda, decisivo: sirvió para reconciliarse con una parte de su pasado que tenía ya casi olvidada; recuperó, por ejemplo, su concepto religioso de la existencia, del cual se había apartado por hábitos muy distintos de los que con él habría de prodigarse. Su conciencia se tranquilizó por efecto de aquel cambio: la idea de Dios, casi arrinconada en ella, volvió a ocupar el puesto que siempre había ocupado en su infancia, un puesto preeminente que no debía ser disputado por aspiraciones de carácter mundano. Advertía que la fe no estaba reñida con nada que antes hubiese hecho: constituía uno de los principios fundamentales del alma humana, tanto si se la acogía como si se la repudiaba sin motivo. Las visitas que realizaba a su madre hicieron que también se reencontrara con su pueblo, con el ambiente en el que habían transcurrido los años más importantes de su vida. Cuando paseaba por sus calles, una nube de recuerdos se agolpaba en su memoria, derramando sobre ella una lluvia impetuosa de imágenes que se sucedían de un modo impredecible. Chorreando de nostalgia, se iba parando en los sitios donde había tenido lugar algún hecho significativo. A veces le asaltaba la impresión de que el tiempo aún no hubiera pasado, de que estuviese detenido allí por obra de un sutil encantamiento. Todo le parecía mágico en el pueblo: creía estar asistiendo a una escena en la que él era un visitante extraviado, llegado de un mundo en el que las cosas ocurrían de una manera muy diferente. Las casas de recia fábrica, los muros de piedra de los corrales, los portones de madera carcomida, las rinconadas invadidas de humedad y de tristeza, lo devolvían de pronto a un territorio antiguo, poblado por seres de condición fantasmal, entre los que se hallaba casualmente él, corriendo con todas sus fuerzas por la acera empedrada de una callejuela, perseguido por otros niños que se afanaban por cogerlo. El paisaje de la vega, con todos sus cuadros de sembrados y de barbechos, también lo cautivó de nuevo. Semejaba una formidable acuarela en los meses veraniegos, en los que las hazas de maíces y de alfalfa formaban una mancha de verde fulgor, con trazos de una tonalidad más oscura en los bordes de acequias y de ribazos, sobre los que crecía una hierba compacta moteada de gráciles florecillas. Las pinceladas más gruesas de las choperas cercaban los últimos retazos de la vega, sobre un horizonte difuminado de secanos y de olivares apenas esbozados, todo disuelto en una vaga lejanía, en un resplandor cobrizo, tras el que el resaltaba la inmensa mole de la sierra, casi confundida con el lienzo azul del cielo. En el mes de diciembre, que era cuando más tiempo Azarías permanecía allí, aquel decorado sufría una mutación importante, derivada sobre todo de los cambios que la naturaleza imponía a los terrenos. En lugar de una acuarela, ahora el paisaje parecía un óleo de colores más apagados: junto al verde incipiente de algunos labrantíos, destacaban el ocre y el marrón de los terruños apretujados, el gris y el amarillo de los matorrales secos. Los chopos eran cirios de llama diminuta, a punto de ser ya extinguida por los vientos helados del invierno. La sierra aparecía cubierta del blanco tocado de sus primeras nieves. En los días más nublados, la vega se mostraba envuelta en el jubón de una luz cenicienta, bajo el que los contornos de sus distintos componentes adquirían un matiz impreciso. Una tarde de finales de marzo llegó don Feliciano a la tertulia con la propuesta de llevar a cabo un trabajo colectivo. Lo que pretendía, según explicó después, era unir al grupo, cohesionarlo en torno a un proyecto que resultaba muy ilusionante. Con gestos que quizá parecían aparatosos, trataba de infundirles el entusiasmo que a él lo embargaba. Decía que llevaba ya algún tiempo madurando aquello pero que todavía no se había decidido a planteárselo, tal vez porque le faltaban detalles para concretar lo que se proponía. “Yo quiero que seáis felices: si os embarcáis en esta empresa, estoy seguro de que lo seréis, porque lo que hace más feliz a la gente es trabajar con unos objetivos comunes”, dijo a modo de conclusión ante las caras de expectación de sus discípulos. Gerardo, el más atrevido de ellos, le pidió entonces con cierta impaciencia que les aclarara de una vez qué era lo que quería que hicieran. −Muy sencillo –contestó abriendo con ampulosidad los brazos, como si pretendiera abarcarlos a todos−. He pensado que sería mejor centrarse en alguna parcela de la literatura que yo domine, en alguno de los periodos literarios de los que yo soy especialista. Ya sabéis que los catedráticos somos en esto muy escrupulosos: no nos gustaría desviarnos de lo que ya está convenido. He escogido un tema, un tema que vertebre las distintas partes de las que estaría compuesto el trabajo: sería, si no os parece mal, la presencia de la sociedad española del último tercio del siglo XIX en las obras literarias de su tiempo. Lo que predominaba entonces era, evidentemente, el Realismo, por lo que se puede estudiar también el alcance de este, el modo en que se acerca a la realidad de su época; porque es muy difícil que haya algo absolutamente fiel al modelo que imita, algo que no se distorsione o que no aparezca de una forma difusa. Podemos llegar entre todos a conclusiones muy interesantes acerca del papel de la literatura, acerca de la intención que en el fondo mueve a quienes la practican. Yo intentaré orientaros: procuraré que no os perdáis en la realización de vuestras tareas. Para ello, estaría bien que tengáis en cuenta que todas las clasificaciones que se han hecho en la historia literaria son siempre forzadas y tardías, pues en la trayectoria de un autor se suelen dar muchas variables. Una escritora como Emilia Pardo Bazán, por ejemplo, presenta sorprendentes desviaciones a lo largo de su producción: aunque comparte al principio muchos rasgos con el Naturalismo, después ensaya estilos muy diversos, sumándose así a las nuevas tendencias que descuellan entonces en Europa. Lo mismo podría decirse de Galdós con respecto a su evolución ideológica: su postura radical del comienzo es sustituida en una etapa posterior por un espiritualismo de carácter evangélico. −Necesitaremos mucho tiempo para hacer todo eso –lo interrumpió Federico, entusiasmado ya con el proyecto. −Solo se requiere mucha paciencia –replicó sin dudarlo el catedrático−: no tenemos ninguna prisa; el peor enemigo para un investigador es la prisa, no lo olvidéis. En nuestro caso, además, podemos invertir varios años, todos lo que nos hagan falta. −¿Cuándo empezamos? –preguntó Anselmo, con ganas ya de involucrarse en aquello. −Mañana mismo si estáis dispuestos –sonrió don Feliciano, volviendo a abrir los brazos con holgura−. Yo os pediría que comenzarais por leer algunos artículos: de esa manera os informaréis previamente de algunos aspectos que después habréis de analizar con más detalle en los textos. −¿Qué textos? –interrumpió de nuevo Federico. −Los que yo os proponga: cada uno de vosotros leerá unos determinados libros de aquel periodo. Lo más importante será que conozcáis a los autores a través de sus obras. Sin temor a equivocarme, os puedo decir que son autores muy interesantes, quizá los de mayor calidad de nuestra literatura después de Cervantes. Me gustaría que los conocierais a fondo, que os empaparais de ellos. Son escritores realistas, a veces con rasgos muy pronunciados del Naturalismo, del que algunos tomaron buena nota. En sus obras se retrata muy bien la sociedad de su época: si uno las lee, podrá tener una idea muy completa de cómo vivían los españoles en aquel tiempo. −Es un tema apasionante –comentó Ramón. −Yo solo he leído La regenta y algunos episodios nacionales de Galdós… −recordó Margarita. −El año pasado leí Fortunata y Jacinta, es uno de los libros que más me han impresionado –dijo Pablo. −Ahora tendréis la oportunidad de leer esos mismos libros con un enfoque más abierto –intervino entonces don Feliciano, sonriendo otra vez a la concurrencia−. El campo de investigación es muy extenso: no se agota tampoco con esos títulos. Galdós, por ejemplo, tiene muchas otras novelas, que también son muy importantes, aunque quizá sea Fortunata y Jacinta la que mejor lo representa. Lo que quiero es que os entusiasméis con estas lecturas, que os zambulláis en ellas, que descubráis todos los tesoros que encierran. Vais a ser exploradores de unos territorios vírgenes, por los que habéis de caminar a vuestro antojo, guiados solo por la intuición que a vuestra mente asista. Yo solamente os oriento, como os decía antes: no quiero condicionar vuestros pasos. Todo lo que descubráis es vuestro, nadie os podrá disputar el mérito de haberlo encontrado. Lo que debéis hacer después es compartirlo con los demás, con todos los que han emprendido la misma aventura. Don Feliciano hizo una pausa. Pidió un café al camarero. Los otros contertulios habían dado ya cuenta de varias rondas de cerveza. Él, en cambio, prefería casi siempre el café para acompañar sus discursos: esta bebida parecía infundirle ánimos para expresar con más elocuencia lo que se proponía. Gerardo se interesó entonces por el modo en que se llevaría a cabo el trabajo, pues aún no estaba claro cómo se organizaría. Don Feliciano, después de frotarse las manos, respondió con la calma necesaria a su pregunta: Pablo y Margarita se encargarían de los textos de Galdós, por los que ya habían mostrado cierta preferencia; Gerardo y Esther se ocuparían de los de Leopoldo Alas Clarín, entre los que tenía un lugar preeminente La regenta; a Anselmo le adjudicó don Feliciano la obra de Juan Valera; a Federico, la de Emilia Pardo Bazán; a Ramón, la de Vicente Blasco Ibáñez. Solo restaban dos o tres autores más, de los que él mismo podría realizar un exhaustivo examen. Después de dar varios tragos al café, don Feliciano expuso de una forma más detenida algunas de las características en las que debían fijarse. Pablo y Margarita habían de tener en cuenta las frustraciones y los padecimientos de las clases medias, sin olvidar tampoco las situaciones de extrema pobreza en las que muchos desventurados se encontraban en los años en que Galdós ambientaba sus novelas. Gerardo y Esther tenían que prestar atención a los personajes marginales que en muchos relatos de Clarín aparecían. Mirándolos alternativamente a los ojos, el maestro les advirtió que en La regenta hallarían el retrato de una sociedad cerrada y tradicionalista, llena de convenciones y de prejuicios muy restrictivos para los individuos; les dijo que si se aventuraban por sus páginas descubrirían la propuesta de un espíritu religioso auténtico, liberado de los condicionamientos sociales que constriñen la fe dentro de unos parámetros muy severos. A Anselmo le anticipó que se las habría de ver con una de las prosas mejor construidas del siglo XIX. Las novelas de Valera ofrecían una visión costumbrista de los ambientes populares en que se sitúan, lo cual no suponía ningún demérito para don Feliciano: el costumbrismo, según él, era una de las tendencias más cultivadas de la literatura española; estaba de alguna manera emparentada con el realismo, de modo que era a veces complicado deslindar dónde empezaba uno y dónde terminaba otro. Cuando ya había apurado el café, se dirigió a Federico para decirle que en las obras de doña Emilia Pardo Bazán se iba a encontrar con una sociedad muy atrasada, en la que predominaban por momentos los instintos más rastreros, en un medio casi salvaje y primitivo, envuelto en el halo de magia y de oscurantismo que solía presidir el mundo rural gallego. De Blasco Ibáñez, finalmente, dijo que tenía una gran fuerza expresiva y que trataba temas muy escabrosos, quizá porque era el autor más influido por el Naturalismo. Cuando hubo acabado de hablar don Feliciano, todos manifestaron su conformidad con lo que había dispuesto. De forma unánime, vinieron a resaltar que era algo muy atractivo y que no tardarían en empezar a trabajar la parte que les correspondía. La reunión terminó así, con estas espontáneas promesas. Después de aquel día, Pablo y Margarita se veían con más frecuencia para tratar del asunto que les había encomendado don Feliciano. Se citaban en la cafetería de la facultad, una hora antes de que comenzaran las clases. De esta forma, intercambiaban opiniones sobre lo que estuviesen descubriendo, sobre todo lo que les llamase la atención acerca de la época sobre la que debía versar su tratado. Leyeron varios artículos, como les había aconsejado el maestro; la mayoría de las novelas de Galdós estaban ambientadas en el último tercio del siglo XIX, por lo que habían de estar bien documentados sobre este periodo. Margarita, más audaz, propuso que consultaran también manuales de Historia y de Filosofía, todo aquello que les pudiera facilitar datos acerca de lo que ellos estaban estudiando. Tales encuentros los unían, casi los hermanaban en torno a un mismo objetivo, como había sido la intención de don Feliciano. A diferencia de otras, la suya era una relación que iba tomando un cariz más íntimo: aquel intercambio de ideas servía para que se acercaran más, para que entre ellos se fuera tramando algo más duradero; casi sin querer, se confesaban secretos acerca de lo que en sus almas albergaban, acerca de las impresiones que en un determinado momento tenían. Una noche en que los dos regresaban juntos de una de aquellas tertulias, pudieron alcanzar un grado mayor de intimidad. Por una serie imprevista de casualidades, se habían visto de pronto solos, después de que todos los otros amigos ya se hubieran despedido. Margarita, como era ya su costumbre, se mostraba con un genio muy alegre: por nada estallaba en risas o se ponía a comentar con manifiesto alborozo algo que le hubiese sucedido. Pablo, como hacía casi siempre, la escuchaba con atención, tratando de celebrar también lo que ella refería de una manera tan divertida. Al contrario de otras veces en que un exagerado sentido del pudor lo contenía, ahora se dejaba arrastrar por la corriente de simpatía que de Margarita emanaba, por todo ese flujo de palabras y de jocosas expresiones que de ella procedía. El encanto de la primavera se había adueñado ya de Granada, envolviéndolo todo en una atmósfera nueva. La realidad se revestía de gracia, de dones imponderables, de aires de leyenda. Circulaban sutiles aromas, provenientes de jardines clausurados, de frondas desparramadas por escarpas y por terrenos solitarios. Por todos lados la primavera florecía, mostraba su aspecto más risueño, el que hubiera estado oculto tras una superficie opaca. Parecía la vida otra vez un sueño, un cuento en el que las cosas volvían a suceder de un modo inusitado. Se oían voces, ráfagas de canciones, rumores de pasos, ecos de una actividad sostenida. La gente salía a la calle, se paseaba de un lugar a otro, se congregaba en una plaza, se dispersaba luego en distintas direcciones, según los intereses que concurrían en cada caso concreto. La noche devenía después de un crepúsculo largo, en el que las sombras llenaban de oscuras banderolas la ciudad. Todo se mostraba después vago, cuajado de indefinibles misterios. Después de haber andado un rato, estuvieron sentados Pablo y Margarita en un banco que habían hallado por el camino. La conversación cambió de tono a partir de entonces: del carácter desenfadado de antes se pasó a otro menos distendido, en el que cobró importancia lo que ambos hubiesen hecho en una determinada época de su pasado. Margarita contó que no hacía más de tres meses que había cortado con su novio, del que sin embargo no guardaba un mal recuerdo. Dijo que la relación había sido muy fluida al principio pero que después había ido languideciendo poco a poco, quizá porque el amor que se tenían no estaba basado en un afecto sincero. Los dos, al ver que ya no se querían, habían decidido suspender el noviazgo antes de que se pudiera convertir en algo más molesto. Confesó que no se sentía mal después de aquella ruptura, pues la había considerado como un hecho necesario, del que ahora incluso había de estar contenta. Pablo, por su parte, refirió que a él no le había pasado nada parecido; quizá a causa de su gran timidez, nunca había llegado a intimar con nadie: siempre surgía algo que se lo impedía, una circunstancia ajena a su voluntad que desbarataba todos sus sueños. Había sufrido mucho, le dijo a Margarita, sobre todo cuando veía que el objeto de su amor era inalcanzable, cuando comprobaba que solo era un ídolo que se le esfumaba en el momento en que estaba ya a punto de apresarlo. Ella sonrió antes de dar a conocer el estado en que se encontraba: reveló que, a falta de nadie concreto a quien querer, ahora su corazón los abarcaba a todos, a todos los que formaban aquel grupo de amigos con el que ella salía. Pablo la volvía a notar otra vez contenta, dispuesta a divertirse y a solazarse con lo primero que se le ocurriese; ante tal actitud, él no podía por menos que imitarla, simulando una alegría que quizá no tuviese. Cuanto más la miraba aquella noche, más sorprendente le parecía la imagen que presentaba, quizá porque hubiera en ella rasgos en los que no se había fijado bien, rasgos que tal vez pasaban desapercibidos en otros momentos del día y que entonces tornaban a delinearse en su cara por efecto de una transformación interior. Después de aquella parada, reanudaron su camino por calles que se iban quedando desiertas. Sin proponérselo, se habían desviado de la ruta que hubiera sido más corta para llegar al bloque de pisos en el que vivía Margarita. Aunque su intención era dirigirse allí, no les importaba alargar su recorrido, alejándose de la trayectoria que hubiera parecido más normal. Ella se había puesto a hablar de las sorpresas que deparaba la vida, de las cosas que aún había de descubrir. Hablaba con ilusión, con un impulso que solo cabía atribuir a un espíritu adolescente, para el que ninguna sombra de malestar o de recelo podía enturbiar su visión del futuro. Dijo que no le temía a nada, ni siquiera a la muerte: era tanta su pasión por vivir que no se planteaba que pudiese haber un final, un punto a partir del cual ya se dejase de existir; aseguraba que había un más allá, una dimensión que escapase al afán de medición del ser humano, en la que por fin se alcanzase la felicidad que siempre se hubiera anhelado. No mentó a Dios, pero de sus palabras se traslucía que pensaba en él: tenía que haber una Mente Suprema, un Creador que lo hubiese planeado todo desde el origen del mundo; la prueba más clara de su existencia la debía de constituir para Margarita la propia vida, concebida por ella como una especie de regalo, de don gratuito. Su pensamiento volvía una y otra vez a ella: afirmaba que era nuestro mayor tesoro: la vida ofrecía continuas ocasiones para ser feliz, para compartir con los demás todos los buenos sentimientos que dentro de cada uno se alojaban. Margarita no creía en la maldad de las personas: decía que, si existía, era solo producto de una situación particular, en la cual debían de concurrir factores muy determinantes. Sobre ese punto, Pablo no pareció tenerlas todas consigo: opinó que quizá no era así, que quizá había casos que no admitían ninguna excusa; aunque él no los había conocido, no descartaba la posibilidad de que los hubiera, sobre todo cuando no se daban las condiciones a las que ella se refería. Contumaz, Margarita insistió en sus creencias: dijo que todas las personas eran en el fondo buenas, aun cuando a veces no lo pareciesen; lo malo estaba probablemente en sus acciones, determinadas siempre por el medio en el que hubiesen sido hechas. Apenas se dieron cuenta de que casi ya habían llegado al inmueble en el que residía Margarita. Pabló observó a continuación que sus ideas tenían una clara influencia del Naturalismo, de cuyas proclamas estaban ya suficientemente instruidos. Ella asintió con una sonrisa, al tiempo que detenía ya el paso al reparar en la proximidad de su vivienda. Se despidieron con la promesa de que habían de seguir hablando sobre aquellos mismos temas. Él se quedó parado mientras ella se encaminaba hacia la entrada del inmueble. Con gran sorpresa vio que se volvía y que lo miraba por última vez con inmensa ternura, convencida de que él no se iba a mover de allí hasta que desapareciera. Fue tan solo un momento, dos o tres segundos quizá, durante los cuales su vida experimentó un vuelco. Después de haber conversado en tantas ocasiones con ella, después de haber coincidido tantas tardes con ella en la cafetería de la facultad, bastó con un instante para que lo que no hubiera sentido entonces lo sintiese de golpe, por efecto de una sola mirada, de unos ojos que se posaban con febril determinación en los suyos. Era posible que la magia de la noche de marzo hubiera contribuido grandemente para que aquello se produjera, para que aquella suerte de milagro se obrara en él, para que sus entrañas fueran de improviso atravesadas por una daga de felicidad. Azarías estaba cada día más contento con la evolución de su novela. Su estilo, gracias al ejercicio al que lo sometía, iba adquiriendo más ligereza y funcionalidad, quizá las dos condiciones que eran necesarias para que el trabajo de un narrador diera sus frutos. A veces, no obstante, lo aderezaba con expresiones más o menos poéticas, con las cuales aumentaba la calidad de lo que hacía, como si con ellas consiguiese incrustar en su creación unas gemas de valor incalculable. En los capítulos que siguieron a aquel en que Pablo se sintió por fin atraído por Margarita, Azarías trató de resumir los avances que se producían en el proyecto de don Feliciano. Contó las aportaciones que realizaba cada miembro del grupo, las tareas en las que estaba ocupado, los pormenores de la investigación, las dificultades con las que cada cual se encontraba para alcanzar los objetivos propuestos. Por momentos se daba cuenta de que el relato se demoraba demasiado, de que era tal vez un tanto minucioso. Para aligerarlo, le añadía alguna anécdota divertida, propiciada en la mayoría de los casos por el ingenio vivaz de Margarita, a las que todos solían seguir cuando procuraba alegrarlos. Cuando no se le ocurría nada, tenía por costumbre concederse un descanso, una tregua en su escritura que no venía a durar más de dos semanas. En esos intervalos, se dedicaba a otros menesteres, algunos de ellos postergados por su afán de escribir. Le gustaba sobre todo pasear por los escenarios en que tenía lugar la acción que desarrollaba en su novela; de esa manera, tomaba nota de detalles en los que hasta entonces no había reparado, de aspectos que podían ser muy importantes para la ambientación de una determinada escena. Aquellos paseos le servían también para meditar en lo que había escrito, en las posibilidades que se le abrían a partir del momento en que había decidido interrumpir la historia. Por lo general, renovaba sus ideas, conseguía depurar las intenciones que lo habían de mover para lograr lo que desde el principio se había propuesto. Descubría, no sin sorpresa, que algunos personajes habían llegado a tener un protagonismo que él no había previsto: el mismo desarrollo de los hechos les había otorgado un mayor relieve, quizá porque desde el comienzo poseían ya en germen unas cualidades de las que él, el autor, no había sido consciente. Otras veces advertía que la novela se había desviado en algunos puntos del plan que había trazado cuando empezó a escribirla: como ya no podía arreglarlo, se veía obligado a continuar por los caminos por los que ya se había internado, igual que el aventurero que determina seguir una ruta que se ocultaba entre la maleza. Un día, paseando al azar por Granada, comprendió que a su relato le faltaba una dosis mayor de interés: había en él algo consabido, algo quizá previsible que haría que el lector tal vez se desentendiera del argumento. Aunque no era la suya una narración en la que primara la intriga, como de hecho ocurría en otros tipos de novela más al uso, debía por lo menos incorporarle algún suceso que avivara la curiosidad de los que la leyeran. El arte del buen narrador consistía precisamente en eso, en conseguir que la atención de los lectores no decayera: para ello, había de valerse de una tensión, de un modo de contar las cosas en el que el final no estuviera implícito. Una novela era una sucesión de anécdotas y de episodios diversos, algunos más relevantes que otros; lo importante era saber organizarlos, darles el orden más adecuado para que el conjunto resultase atractivo. Pensó así que con el enamoramiento de Pablo no sería suficiente: el enamoramiento era hasta cierto punto un proceso natural que no debía de sorprender demasiado a nadie; para que tuviera más interés, se le ocurrió que había de añadir algún elemento nuevo, quizá algún personaje que se opusiera a los deseos de Pablo, una especie de antagonista que no hiciera sino presentar dificultades para el logro de sus objetivos. De ese modo conseguiría que no fuera todo bueno en la novela, sino que hubiera también en ella una cierta maldad, una inclinación quizá más turbia que complicase la resolución de la trama. Para ello, consideró que tal vez el antiguo novio de Margarita podía encarnar perfectamente a ese personaje. Con algunos rasgos del que había tenido Gabriela, construyó uno nuevo: lo hizo parecer algo más engreído, un poco más pedante en la exposición de sus pensamientos. Surgiría de pronto, cuando ya Pablo se consideraba afortunado por los indicios de complacencia que constantemente observaba en Margarita. Durante algunos días no hizo otra cosa Azarías que darle vueltas al mismo asunto. Quería tener las ideas muy claras antes de reanudar su obra, antes de ponerse a escribir aquel nuevo y sorprendente capítulo. Leonardo, al que más tarde se le conocería como Leo, se presentó una noche en la reunión sin avisar. Era un tipo alto, con la cara enjuta, los ojos de un tono agrisado, la nariz fina y prominente. Vestía con cierto aire deportivo, con una elegancia que se diría casi estudiada, según los patrones que dominaban en aquel momento. Gesticulaba, por lo demás, de manera exagerada, con manotazos que no tenían ninguna justificación, quizá porque de ese modo pretendía dar más énfasis a sus intervenciones, a todo lo que pronunciase ante su desconcertado auditorio. Según se supo después, Leonardo había sido novio de Margarita, a la que había mirado desde que llegó con instintivo recelo. Ella, por el contrario, apenas se había descompuesto cuando lo vio aparecer. Mantuvo la serenidad que siempre había mostrado, como si su presencia fuera una más que viniera a sumarse a aquel círculo de amigos. La tertulia versaba aquel día sobre las situaciones de extrema pobreza que se daban en España en la segunda mitad del siglo XIX. Se llegó a afirmar que en aquella época la pobreza era una verdadera lacra, a la que quizá los españoles estaban acostumbrados. A ella se unía en muchos sitios el elevado índice de analfabetismo, contra el que ya se venía combatiendo con el fomento de la enseñanza pública. El atraso de España era, en opinión de los contertulios, muy grande, como así se deducía claramente de las obras literarias que todos estaban leyendo. Los ambientes por los que se movían la señá Benigna o Nazarín en las célebres novelas de Galdós constituían un significativo ejemplo de ello. Margarita confesó que se había sentido asombrada de la cantidad de miseria que había en la sociedad española de aquel periodo: dijo que si se la comparaba con la actual se podían comprobar los adelantos que en ella se habían producido en poco más de un siglo, a pesar de los ominosos acontecimientos que a lo largo de esa misma centuria tuvieron lugar. Leonardo había permanecido callado, hasta que por fin encontró oportunidad para intervenir: fue con motivo de una opinión de Federico, en la que resaltaba el papel desempeñado por los políticos para el logro de aquella mejora. Con dos o tres aspavientos, aseguró que no se debía asignar el éxito a los políticos, sino más bien a todo el pueblo español, que había sabido sobreponerse con gran esfuerzo a todas las dificultades con las que se había ido encontrando. Intervino unas cuantas veces más, sin que en ninguna se desviase del tema sobre el que se estaba tratando. En ese sentido, fue capaz de comportarse con inteligencia, lo cual demostraba que no era individuo al que le faltase luz en el uso de su entendimiento. Cuando Pablo se enteró de quién era, no pudo por menos de tomar ante él ciertas reservas, sobre todo cuando se percató de las verdaderas intenciones con las que había decidido incorporarse al grupo. En lugar de haberlo hecho para participar en unas tertulias culturales, muy pronto se comprendió que lo movía un interés concreto, como era el de volver así al lado de la que había sido su novia, con la que parecía estar otra vez a gusto. Una noche en la que él todavía no había llegado, Margarita reveló a los demás que le había pedido salir de nuevo con ella: según le había dicho, durante el tiempo en que habían dejado de verse la había echado de menos, lo cual era un claro indicio de que aún la quería; le había planteado así a Margarita retomar aquella relación, ya que era a su juicio un error no concederse una nueva oportunidad si todavía no estaban muy seguros de lo que realmente sentían. Alguien le preguntó entonces qué iba a hacer, qué actitud iba a adoptar ante tan imperiosa petición. Trazando con sus huesudas manos un imaginario dibujo sobre la mesa que entonces ocupaban, manifestó que le resultaba muy violento oponerse a su voluntad y que había determinado que fuera él mismo quien se cerciorara de lo que había de cierto o de falso en lo que decía. Pablo, sin embargo, estaba seguro de que ella no le fallaría. Desde aquella noche, supo que se enfrentaba a una especie de prueba, de la que al final había de salir reforzado. Tenía, pues, que esperar: no le quedaba otro remedio que aguardar a que aquello por sí mismo se resolviera, a que por fin Leonardo admitiera que lo que él había creído no era más que un engaño de su fantasía. Durante algunas semanas, todo siguió como al principio: Leonardo y Margarita continuaron viéndose en las reuniones del grupo, sin que en aquel se hubiera visto otra intención que la de participar en los debates que en ellas se suscitaban. Sin embargo, a partir de cierto día empezó a repetirse un hecho que acabaría por alertar bastante a Pablo, a pesar de los esfuerzos que hacía por no perder la paciencia que desde el comienzo se había propuesto: al término de las reuniones, Leonardo y Margarita procuraban siempre marcharse juntos, como si entre ellos ya existiese algún tipo de acuerdo con vistas a mantener un trato más íntimo. Sin poderlo evitar, se ponía a espiar sus gestos, movido por la creencia de que habría de hallar en ellos indicios de lo que en su interior sentían; escrutaba con disimulo cada uno de sus movimientos, cada una de las expresiones que de forma espontánea llegaban a dibujarse en sus caras. Dedujo que no debía de haber nada significativo: todo era aparentemente normal; todo seguía el mismo proceso que se había desarrollando desde que Leonardo apareció. El único cambio era ese encuentro último que se producía después de que finalizaran las tertulias, cuando ya todos principiaban la vuelta a sus distintas residencias. Ella se comportaba con absoluta normalidad, con el mismo desparpajo con que había actuado siempre. Él, por su parte, trataba de ser más comedido en sus intervenciones, consciente quizá de que debía cuidar su imagen. Todo esto sucedía en los últimos días de noviembre, cuando ya el otoño había dejado sobre Granada un temblor incierto de ramas y de alas huidizas, un reflejo amoratado de charcos y de aljibes emborronados de hojas muertas, un atisbo de claridad difusa que se pierde en la atmósfera gris de una tarde de lluvia, un eco de ilusiones lejanas que se desvanece enseguida entre las duras aristas de un viento frío… En diciembre, con las primeras heladas, ocurrió de improviso algo que preocupó bastante a Pablo: cuando menos lo esperaba, Leonardo se atrevió a tomar del brazo a Margarita antes de emprender la marcha. Lo hizo con la mayor naturalidad, como un gesto del que todos ahora debían percatarse, quizá para dar a entender que su relación con ella había experimentado ya un importante avance. Lo peor, con todo, fue que Margarita no se mostró contrariada por ello, sino que incluso permitió que él la tratara con aquella confianza. Pablo no supo en un primer momento qué pensar: consideró que Leonardo no procedía con mesura, pues a la vista de los demás no necesitaba demostrar nada; a la única persona a la que realmente le había de interesar aquello era a Margarita, pues era con quien debía entenderse. Fue para Pablo un golpe muy duro, del que sin embargo no tardó en reponerse: luego que hubo asimilado lo ocurrido, lo vio como algo que tenía que ocurrir inevitablemente; si Margarita no hubiera dejado a Leonardo obrar así, él se habría sentido probablemente humillado, lo cual solo hubiera servido quizá para alimentar su orgullo, un orgullo del que él ya había dado sobradas muestras. Ella, que lo conocía bien, intentaba sobrellevarlo para que no se ofendiese, para que no se ofuscase con una obsesión a la que jamás habría de ceder. Así, discurriendo de esta manera, Pablo consiguió tranquilizarse: él siempre había confiado en Margarita; estaba convencido de que nunca lo decepcionaría, pues aunque no se lo hubiera dicho, algo había empezado a sentir por él. Una vez que había llegado a aquel punto, no dudaba de su honradez: sabía que, por muy adversas que fuesen las circunstancias que la rodeaban, ella habría de regresar más tarde o más temprano con él, seguramente porque así estaba determinado en su destino, o quizá porque esa era su voluntad, la voluntad que a Margarita la animaba, la que la llevaba en aquellos precisos momentos a soportar el asedio de Leonardo, confiada en que muy pronto había de desistir de su empeño, en cuanto se diera cuenta de que entre ellos no podía brotar ningún tipo de amor. La situación se prolongó hasta mediados de diciembre. Con el comienzo de las vacaciones navideñas el grupo se dispersó nuevamente, por lo que Pablo debía esperar aún más tiempo. En su fuero interno, no obstante, albergaba la certeza de que todo se resolvería pronto: intuía que aquella relación había llegado a un límite, a partir del cual ya nada podía ser lo mismo. En enero, antes de que se reanudara el curso, vio cómo se confirmaban sus sospechas, quizá un poco antes de lo que hubiera imaginado: llevada por un repentino impulso, Margarita lo llamó por teléfono para citarse con él al día siguiente. Quedaron a las cinco de la tarde en una esquina de Plaza Nueva, en un punto en el que ya se habían reunido muchas veces con sus amigos. Aunque lo tenía muy claro, Pablo no quiso hacerse demasiadas ilusiones hasta que ella no le dijera el verdadero motivo de su cita: pretendía así evitar una nueva decepción en el caso de que no se cumpliese lo que había previsto. Después de haberse saludado, se encaminaron juntos hacia el Albaicín. La tarde era azul, con blancos garabatos de nubes. La luz del sol era ya un grito apagado entre las sucias fachadas de los edificios, un bostezo lánguido que se perdía entre las sombras que poblaban los rincones más húmedos. Subieron por la cuesta de San Gregorio, en la que las cosas parecían retroceder hacia una época muy antigua. Torcieron luego por calles muy tortuosas, con paredes que se combaban por el peso de los siglos, con balcones que casi estaban a punto de desplomarse por la acción de la herrumbre. Hablaban de asuntos relacionados con el trabajo que les había encargado don Feliciano; durante las últimas semanas apenas habían podido reunirse, acuciados por otras necesidades a las que habían tenido que dar preferencia. Poco a poco, sin que ellos lo hubieran premeditado, la conversación se fue desviando hacia el tema que a los dos más interesaba por aquel tiempo. Aunque no terminaba de nombrarlo, Margarita una y otra vez se refería a él con cierto aire de misterio, como si de ese modo quisiera atraer la atención de su interlocutor. Contó, entre cosas, que había tenido una experiencia decisiva, de la que sin duda habrían de derivarse hechos muy importantes. Pablo, aunque deseaba que lo descubriera, no se atrevía a decir tampoco qué podía ser: prefería que fuera ella quien finalmente se lo revelase, movida por un súbito acceso de sinceridad. Llegaron a un lugar más despejado, a una especie de plazoleta desde la que se divisaba la Alhambra. Se quedaron por unos momentos extasiados contemplándola: la imagen que presentaba a aquella hora de la tarde era de una belleza singular, envuelta en los jirones de luz azafranada con que el sol lentamente moría; más que una imagen que pertenecía al presente, parecía la estampa de un siglo lejano, perdido entre la nebulosa de un tiempo de leyenda. Sobrecogidos aún por tan hermoso panorama, continuaron su ascensión hacia la parte alta del Albaicín. Pasaron por callejones estrechos, invadidos de una penumbra misteriosa. A veces les asaltaba la impresión de que se adentraban en un reino prohibido, en un territorio acotado en el que ellos debían de ser unos intrusos, unos aventureros intrépidos que habían de someterse a las leyes que en él rigiesen. Sus pasos los llevaban al azar hasta una puerta entreabierta, hasta un lugar en el que las cosas parecían retroceder hacia un mundo antiguo, hacia un mundo que no tuviera parangones con ningún otro. Al final desembocaron en Plaza Larga, en un crepúsculo lánguido que se enredaba entre las frondas de los huertos. A instancias de Margarita, se sentaron en un banco para reponer las fuerzas que habían gastado en la subida. La conversación volvió a tomar entonces el carácter que antes había tenido, como si el sitio en el que se hallaban propiciara que así fuese. Margarita no hacía más que destacar que era muy feliz aquel día. Se la veía radiante, dispuesta a sonreír por todo lo que se dijese. Pablo estaba cada vez más convencido de que aquella actitud obedecía a algún motivo, quizá a algún hecho concreto en el que ella misma hubiera participado. Aunque Margarita era por naturaleza así, la felicidad que irradiaba entonces no debía de parecer muy común. A veces lo miraba a los ojos a Pablo, como si deseara encontrar en ellos un reflejo de los mismos sentimientos que a ella la embargaban. Eran instantes que a él le resultaban muy dulces, de una intensidad que se le antojaba casi insoportable, como ocurrió sobre todo cuando ella por fin se decidió a revelarle el secreto, la causa que había originado aquel regocijo tan grande. “Soy muy feliz –le confió−: ayer recibí una carta de Leonardo en la que me decía que no podía seguir saliendo conmigo; ha comprendido que somos muy diferentes y que entre los dos nunca puede surgir un amor que sea auténtico”. Margarita hizo una pausa antes de continuar. Pablo, desconcertado, no sabía en ese momento qué decir. El cielo había adquirido un tono violáceo, como si sobre él se hubiera derramado una espesa tinta de ese color. De los bares de la plaza llegaban hasta ellos sordos rumores de voces y de vasos de café. Pablo reparaba en estos detalles, sin atreverse a mirar a Margarita. Nunca se había sentido tan tímido desde que en la adolescencia se vio obligado a hablar con chicas que eran de su interés. “Estoy muy contenta de lo que ha ocurrido porque a partir de ahora ya solo podré pensar en ti”, oyó que le decía ella de pronto. Creyó que estaba soñando o que no era realmente a él a quien Margarita se dirigía con tanta resolución. Por un instante no supo qué hacer: se hallaba tan azorado que no se veía capaz de comportarse con normalidad. Ella propuso entonces prolongar el paseo hasta el Mirador de San Nicolás. Durante el trayecto, solo intercambiaron dos o tres frases insustanciales acerca de las impresiones que les causaban los sitios por los que iban pasando. La Alhambra semejaba desde el mirador un castillo embrujado, con sus murallones y sus torres de cartón, envueltos en la penumbra azulada de un frío anochecer de invierno. Aparecía todo mezclado en una masa difusa de formas y de contornos imprecisos, sobre los que se elevaban las lanzas puntiagudas de unos cuantos cipreses. En un primer término, destacaban algunas casas de aquella zona del Albaicín, con sus tejados y sus azoteas amontonados en la ladera sobre la que estaba asentado aquel lugar. Ofrecía el paisaje para Pablo un raro encanto, nacido quizá del mismo misterio del que parecían rodearse todos los elementos que en él confluían. Al principio le había atraído la Alhambra con sus múltiples encajes de almenas y de arcadas, pero después fue desviando su atención hacia otros puntos, todos dispuestos de un modo muy distinto del que él recordaba, como si las cosas obedeciesen a esa hora a un orden extraño. “A partir de ahora ya solo podré pensar en ti”, volvió a decir entonces Margarita. Movido por una fuerza interior, Pablo se decidió por fin a mirarla. En su cara comenzaba a esbozarse una sonrisa, una sonrisa todavía incipiente que aún no hubiera terminado de aflorar en su semblante, una especie de gesto contenido que despuntaba débilmente en las comisuras de su boca, en el temblor incontrolado de sus párpados, en el brillo que ya había empezado a insinuarse en sus ojos de esmeralda. “Me siento muy feliz contigo”, le dijo Margarita, clavando en él la vista con decisión, segura de lo que a continuación había de ocurrir. Como si ya lo hubiesen acordado, acercaron a la vez sus labios para besarse, para sellar con un beso el inicio de su relación. Fue para Pablo una sensación muy dulce, de una dulzura muy distinta de la que hasta entonces hubiese percibido: era un gozo de una intensidad casi insoportable, el gozo de amar a alguien con quien se desea compartir ya para siempre la vida, el gozo de sentirse querido por la persona a la que más se aprecia en el mundo. Pablo tenía la impresión de que había hallado un tesoro, oculto entre los pliegues de su corazón, al que había podido llegar después de haber desbrozado toda la maleza de caprichos y de malas inclinaciones que sobre él se extendía; lo había descubierto después de un largo camino, lleno de obstáculos y de sinuosidades, luego de haber pronunciado la fórmula mágica que le franqueaba el último paso, el que había de dar para que se produjera definitivamente el encuentro, cuando ya se insinuaba en su interior el presentimiento de que estaba a punto de suceder algo extraordinario, un acontecimiento que habría de conmover fuertemente sus entrañas. Tenía la impresión de que había experimentado un placer muy profundo, reservado solo para las almas gemelas que se deciden a buscarlo, un placer que no estaba relacionado con ninguno de los que a menudo se sienten, todos ellos efímeros, de un sabor que quizá parece muy intenso pero que se desvanece pronto, diluido entre las banalidades que con frecuencia lo rodean y disipan. Se trataba de algo único que solo ellos, Pablo y Margarita, podían disfrutar, un deleite muy hondo, nacido precisamente del amor que ya se profesaban, un amor que había sido corroborado de forma espontánea con aquel beso que se habían dado en el Mirador de San Nicolás, frente a aquella Alhambra embrujada que la noche de enero envolvía en una azulada penumbra, en un vago temblor de leyenda olvidada. Descendieron del Albaicín por callejuelas estrechas, alumbradas débilmente por la luz de los faroles. A veces creían que se adentraban en un laberinto, del que les había de resultar muy complicado salir. Sin embargo, a ellos no les importaba perderse, correr una aventura juntos por aquel dédalo de callizos tortuosos, por aquel entramado de rutas que no parecían conducir a ningún sitio. Se veían presos en una maraña de paredones decrépitos, de muros desollados por la humedad y el abandono, de tapiales alabeados por el empuje de los siglos, de sombras que se alargaban y que adquirían la forma de sinuosos fantasmas, de parajes recónditos en los que únicamente anidaba el silencio. Bajaban abrazados, confiados en la suerte que ahora les había deparado el destino, seguros de la unión que entre ellos ya se había establecido. Se sentían inmersos en un sueño del que ya nunca deseaban despertar, en un mundo muy diferente del que hasta ese momento habían habitado, en el cual las cosas cobraban de pronto un aspecto irreal, muy parecido al que toman por lo común los objetos soñados. La presencia de Margarita infundía en Pablo una enorme confianza, como si su cercanía tuviera el poder de alejarlo de todos los males, como si le confiriese una gracia especial de la que siempre hubiese de estar imbuido. Cada vez que ella lo miraba o que estrechaba con fuerza su mano, Pablo volvía a sentir aquella dulzura maravillosa del primer beso, aquella embriagadora agonía que había experimentado entonces en su pecho. La noche de enero se tornaba a cada paso más oscura. El cielo aparecía poblado de estrellas, cuajado de puntos luminosos que semejaban diamantes engarzados en un suntuoso manto de terciopelo. Casi se diría que era una noche mágica, impregnada de un vago aroma oriental, quizá procedente de alguno de los viejos relatos que tejen el acervo tradicional de muchos pueblos. Parecían dos príncipes que hubieran acabado de comprometerse, dos jóvenes ilusionados con el futuro halagador que les aguardaba, con el fin para el que tal vez habían sido desde siempre convocados. Al llegar a aquel punto, Azarías dio ya casi por terminada la historia que había emprendido. Prefirió que no concluyera, que no tuviera un remate definitivo: pensó que era quizá más atractivo para los lectores que la novela no fuera algo cerrado, algo que se les ofreciera de un modo íntegro, con un final que no admitiera ninguna duda, ninguna sugerencia por parte de quienes se hubiesen enfrascado en su lectura. La novela, por el contrario, debía ser para él un género abierto, pues de alguna manera lo que con ella se hacía no era otra cosa que imitar la vida, en la cual nada puede considerarse acabado hasta que la muerte no la trunca. Pablo, uno de los protagonistas principales de su relato, había alcanzado ya a esas alturas la gloria que con tanta fe hubiera anhelado, después de haber confiado plenamente en que al final lo conseguiría. Lo que había de suceder después era quizá previsible, a no ser que fuera sometido a azares que lo hubiesen obligado a torcer su curso, de lo cual era indudablemente la imaginación de cada lector la que se había de encargar de determinarlo. No obstante, como todavía quedaban algunos hilos sueltos, Zacarías quiso añadir a su novela un epílogo, en el cual tuvo a bien resumir lo que a continuación ocurriría con el grupo al que Pablo y Margarita pertenecían. El grupo, como era de esperar, proseguiría su labor, de la que al cabo de dos años se habrían de obtener grandes provechos. Por intervención de don Feliciano, el trabajo se publicaría en forma de libro, con resultados que habrían de ser muy alabados por los críticos que se dedicarían a enjuiciarlos en los diversos medios en que escribían. Lo más importante, con todo, había sido el sentimiento de confraternización que entre todos los integrantes de aquel círculo había surgido, cuyas consecuencias tal vez nunca se habían de olvidar en la vida, pues en ella no había nada que uniera más que compartir unos mismos objetivos. Del futuro de Pablo y Margarita, Azarías solo mencionaba que constituyeron una feliz pareja; su amor, lejos de separarlos de sus amigos, llegaría a ser un elemento integrador, pues sirvió para que la corriente de bondad que constantemente irradiaba de ellos se difundiera al resto. La amistad que entre todos se había creado sería a partir de entonces una fuerza muy importante, en la cual habrían de confiar siempre para no sucumbir a las amenazas a las que a veces se veían expuestos. El recuerdo de aquella hermandad sería para ellos un recurso infalible, un conjuro con el que podrían vencer todas las dificultades que hallaran en su camino. Luego que hubo acabado la novela, Azarías se dio con mucho afán a corregirla. En contra de lo que pensaba, se encontró con bastantes errores e incoherencias, de los que a la hora de escribirla no se había apercibido. Evitó también repeticiones innecesarias que hacían su lectura muy molesta, palabras o expresiones que casi sin querer utilizaba una y otra vez en su discurso. Fue este un trabajo arduo, del que finalmente hubo de quedar muy satisfecho. La corrección abarcó más de dos meses, durante los cuales Azarías no pudo pensar sino en ella. Tan absorbida estaba su mente por lo que hacía que a ratos casi confundía la realidad con la ficción: por momentos llegaba a dudar si Margarita de veras existía, si ese personaje que él había creado estaba vivo; Gabriela, en quien tal vez se había inspirado para engendrarlo, se reencarnaba de algún modo en la otra, gracias a la cual cobraba nueva vida. Se dio cuenta así de que en su novela había construido un mundo ficticio, en el que los sucesos tomaban un derrotero muy distinto del que hacían prever los cálculos más realistas. Un mundo en el que brillaba una verdad que nada tenía que ver con la que en la realidad existía, con la que en ella se mostraba mezclada con gran número de mentiras. La realidad era dura, imponía sus leyes a todo el que tratara de amoldarla a su gusto: a un momento de exaltación le sucedía otro de signo muy diferente; nada era claro en ella, siempre había un lado oscuro de las cosas, un lado difícil y espinoso que quizá hacía malograr muchos proyectos. Azarías había conocido también el sabor amargo del desengaño: de todas sus ilusiones siempre le había quedado una sensación de derrota que había acabado por modificar su carácter, por hacerlo cada día más precavido, menos propenso a dejarse arrebatar por repentinos deslumbramientos. Había sabido, no obstante, sobreponerse a ello, sobre todo desde que había aprendido a valorar lo que había de duradero en los asuntos mundanos. La muerte de Gabriela le sirvió especialmente para madurar en este sentido: a partir de ella ya nada podía afectarle como antes, pues había entendido que lo importante era el espíritu que latía en el fondo de los acontecimientos, el espíritu que a todas las personas había de unir bajo unos mismos ideales. En unas serían las esperanzas de un mundo más justo; en otras, los deseos de conseguir un bien que desde hace mucho tiempo se anhela; en otras, la fe en un Dios que redime a la Humanidad con la entrega de su propio Hijo. Muchas veces, cuando sus reflexiones llegaban a este punto, Azarías se ponía a recapacitar sobre lo que había sido hasta entonces su vida. Por efecto de ese cambio que en él se había producido, se había acercado cada vez más a ese Dios del que un día casi inconscientemente se hubiera apartado. Su camino hacia él había sido circular: a partir de una edad había emprendido una ruta que lo había llevado por ambientes muy distantes del que en su infancia había conocido, en los cuales nunca se hablaba de aspectos relacionados con la fe en Jesucristo, como si esta fuera una cuestión que se tuviese que soslayar para centrarse en otras que se consideraban más interesantes. Ahora, a causa de una de esas circunstancias que suelen ser determinantes en la vida, regresaba al punto del que había partido, al ambiente en el que él se había formado como cristiano, siempre al amparo de su madre, fiel seguidora de la fe que un día hubiera recibido de sus mayores. Volvía de esta manera a encontrarse con sus raíces, con las señas de identidad que continuaban impresas en sus entrañas, por muy variadas y contradictorias que hubiesen sido las experiencias por las que había pasado durante aquellos años. Se daba cuenta así de que aunque se había alejado de Dios, Dios nunca se había retirado de él: siempre había permanecido a su lado, atento a cada una de sus decisiones, resuelto quizá a intervenir si cometía un error que podía acarrear fatales consecuencias. Él, por supuesto, no era consciente de su presencia: se trataba tal vez de un aliento imperceptible, de un hálito muy suave que no acabara de notarse, quizá porque su alma no estaba entonces capacitada para percibirlo. Pero ahora comprendía que Dios se encontraba allí, siempre al acecho de su espíritu, insuflándole acaso sentimientos positivos, con los cuales él pudiera apartarse de otros que hubieran de resultarle muy peligrosos. Dios lo había amado siempre, lo había amado en silencio, como una madre ama al hijo que ve partir hacia un país lejano. Él era su Padre y nunca podía abandonarlo: lo seguía allá donde fuese, allá donde sus pecados quizá lo hubieran conducido. En correspondencia con lo que lo quería, Azarías debía ahora mostrarse complacido: por eso oraba mucho, oraba en agradecimiento por el celo tan grande con que lo había seguido, por todo lo que había hecho para que regresara por fin al seno en el que su fe había nacido. No, no había sido el suyo un camino circular, sino más bien un camino recto, jalonado de estaciones muy diversas, de pasos que quizá hubieran parecido a veces muy escabrosos. Una vez que hubo corregido la novela, se atrevió a mandarla a una de las editoriales de mayor prestigio del país, a una de las que él más apreciaba. Tuvo que esperar más de cuatro meses para recibir una respuesta. Aunque no se había hecho muchas ilusiones, la respuesta fue un agudo punzón que lo dejó muy dolorido: se le venía a decir que había gustado bastante el original de la obra pero que no encajaba dentro de los planes previstos por la editorial. Comprendió al instante que era una fórmula rutinaria, escogida para contestar a todos los escritores noveles que no reunían todavía las condiciones necesarias para ser aceptados. Durante varios días, le dio solo por pensar que no valía para la escritura: se sintió rechazado por ello, desalojado del lugar donde en algún momento había creído que merecía estar. Luego, animado por la esperanza que por entonces lo asistía, se dijo que no debía desistir de su empeño: si su deseo era escribir, no tenía que dejar de hacerlo por aquel contratiempo. Había de seguir intentándolo si quería que su novela se publicase: lo veía como un deber ineludible, pues era un bien del que se podían aprovechar todos los que la leyesen. Lo intentó, en efecto, al cabo de unas semanas, después de haber reflexionado ya suficientemente sobre aquello. Por un amigo se enteró de un concurso literario al que todavía podía tener acceso. Hizo las copias que se pedían en las bases y las envió a la dirección que se indicaba en ellas. Era aquella otra salida, en la que no había pensado hasta entonces: consideró que los concursos debían de ser los medios que las editoriales ofrecían para la publicación de los originales que merecieran la pena. En este caso, había de esperar más tiempo que la primera vez, pues el fallo del jurado no se daría a conocer hasta la primavera siguiente: faltaba aún más de medio año, por lo que tenía que armarse de paciencia para no ceder al desaliento. Aprovechó para leer algunos libros, en tanto que tomaba también notas para su próxima novela. En ella, un personaje inconformista y estrafalario se ve desengañado por el mundo, todo él distorsionado por las supercherías y los embelecos con que la gente trata de obtener los mayores beneficios. Después de múltiples experiencias, decide hacerse ermitaño para buscar la verdad que siempre se le había ocultado, la verdad que de ninguna manera había podido encontrar en el mundo. La descubre no en su interior, que también se halla contaminado por todo lo que ha visto, por todos los instintos que todavía en el fondo de sí mismo conserva. La descubre en una realidad superior, en un Ser que no puede verse manchado por todas las inmundicias que a los hombres asfixian. Comprende así que la verdad únicamente pertenece a Dios: es uno de los atributos que lo caracterizan, una de las cualidades que lo distinguen. Desde la cueva en la que ahora habita, se dedica todos los días a adorarlo: lo adora, por supuesto, en la naturaleza que lo rodea, en el paisaje por el que con frecuencia tiende su vista, en los pegujales de tierra sonrosada que labra para su propia manutención, en los riscos azules que se levantan a su alrededor, en los chopos de esbelta silueta que crecen a la orilla de los arroyos, en la faz del agua cristalina que por ellos discurre plácidamente, en las montañas que se alzan en la lejanía como gigantescos monstruos de piedra, en la luz de cereza que languidece por todos lados en los crepúsculos, en los hilos de silencio que por las noches cuelgan de su cueva, en el canto aflautado de los pájaros que siempre lo despiertan al amanecer… Después de hallar la verdad que tan afanosamente había buscado, el tal personaje se dedica a orar con insistencia, a meditar en las imperfecciones de las que están llenas las almas de los hombres, a pensar en los recursos de los que estos se pueden valer para liberarse de sus pecados. Le pide a Dios todos los días por ellos: le pide que los saque del engaño en el que se hallan inmersos; le pide, sobre todo, que descubran el amor, con el cual sin duda podrán encontrar el camino que los conduzca hacia la felicidad. La novela de Azarías no fue premiada en el concurso, quizá porque el jurado tenía unos criterios muy diferentes de los que a él le convenían. Después de este nuevo fracaso, la envió a tres o cuatro editoriales más, hasta que por fin se convenció de que era casi imposible publicarla por aquellos cauces. Tardó más de dos años en percatarse de ello, durante los cuales continuó madurando su siguiente proyecto. En el decurso de la historia, el protagonista había de pasar por sitios muy diversos, dominados siempre por el embuste y por la hipocresía. En algunos casos, sin embargo, debía despuntar un atisbo de verdad, un atisbo de luz que se insinuase por un momento en medio de la oscuridad que reinaba en el corazón humano. Fue inventando Azarías nuevos personajes, con los cuales se encontraba el protagonista en su peregrinaje por el mundo. Personajes a los que atribuía unos rasgos concretos, unas cualidades más o menos definidas con las que lograba distinguirlos de los demás. Cuando tenía muy avanzado su trabajo, recibió la noticia de que en Granada había una editorial modesta que quizá podía publicar su novela. Con ciertas prevenciones, probó suerte también con ella. El editor, un hombre que resultó bastante campechano, acabó por proponerle una edición conjunta: para que se llevase a cabo la publicación, él se tenía que comprometer a sufragar una parte de ella. Aunque no era lo que al principio había deseado, no dudó en aceptar la oferta que se le hacía. De este modo, conseguía que la novela viera la luz: de este modo, alcanzaba lo que tantas veces había pretendido, lo que tantas veces había soñado para que su obra pudiese tener al fin algún provecho. IX Felipe expelía el humo de su cigarrillo con cierta delectación, como si al hacerlo expulsase también todos los malos pensamientos que bullían en su interior. Se le notaba cada vez más abstraído: a la euforia del comienzo la había sustituido un estado de inquietante reflexión. A medida que charlaba con Azarías, iba recalando en la gentil desenvoltura con que este ahora se comportaba, en la madurez emocional con que discurría. Era la primera vez que sentía envidia del amigo, una envidia sana que no era motivada por el logro de unos objetivos que él no hubiese cumplido, sino más bien por la conquista de otros a los que jamás hubiera aspirado, por el aire de suficiencia intelectual con que ahora lo veía, mientras conversaban en el bar al que una hora antes habían arribado. Reconocía que el camino seguido por Azarías había sido muy distinto del suyo, siempre lleno de compromisos y de planes presuntuosos. Por unos momentos dudaba del valor de sus empresas, del mérito que hasta entonces se había afanado en atribuirles. “Yo solo busco la verdad dentro de mí”, le había oído decir poco antes a Azarías con la seguridad de quien no ha dejado de hacer nunca lo que su conciencia le dicta. Tal vez tuviera razón, pensó Felipe: tal vez la verdad no se hallaba en ninguna parte; tal vez se trataba de algo escurridizo, algo que quizá no tenía sentido hasta que no se buscaba, hasta que no se escudriñaba en lo profundo del alma con el desvelo de un conquistador empedernido. Los grandes tesoros nunca se encontraban en la superficie: había que indagar en los sitios más recónditos, descubrir las pistas que conducían al lugar en el que hubieran sido enterrados. −Las mentiras del mundo están disfrazadas de verdades –porfió Azarías después de unos instantes de silencio. −Puede ser –respondió sin mucha convicción Felipe, sin salir todavía de las cavilaciones en las que estaba sumergido. −Nuestra misión sería desenmascarar al mundo: a las cosas que él nos ofrece hay que responder con las que uno guarda dentro; es una batalla como otra cualquiera, ante la que hay que estar muy preparados. Una batalla en la que sin duda nuestra principal arma ha de ser la sensatez, porque es muy fácil que el mundo nos seduzca si no estamos prevenidos, si no hemos calibrado antes el alcance de las fuerzas con que pretenderá sorprendernos nuestro enemigo. La vida es así, Felipe, es una lucha continua, un ejercicio constante en el que nunca debemos ceder. −Yo siempre me he considerado un vencedor… −No se trata solo de ganar o de perder. Lo que yo quiero decir es que no tenemos que bajar la guardia, porque si no la bajamos, es muy probable que nunca nos veamos en la obligación de combatir. −La vida es una lucha continua –repitió Felipe, al tiempo que indicaba con la mano al camarero que les sirviera dos nuevas cervezas. −No sé si has entendido –prosiguió Azarías−: lo importante es no dar ninguna señal de debilidad, impedir que el enemigo nos tienda una emboscada… Si somos sensatos, como te decía, nada podrá vencernos; seremos nosotros quienes nos adelantaremos a los acontecimientos. Azarías se encontraba cada vez más animado: aunque no quería seguir bebiendo, la cerveza que ingería por no contrariar al amigo continuaba inflamando su espíritu, hasta el punto de que era capaz de manifestar todo lo que pensaba sin ningún tipo de tapujo. Felipe, por su parte, había apagado el cigarrillo y había dejado otro sobre el cenicero para encenderlo más adelante: parecía como si el consumo del tabaco fuera para él un elemento imprescindible, sin el cual sería difícil que actuara con la efusividad con que normalmente lo hacía. −En la vida, el dinero es solo un medio con el que conseguir determinados fines –aseguró después de meditarlo un poco, con la vista fija en el cenicero. −Es otro de los peligros, el dinero –comentó Azarías antes de empezar a beber la nueva cerveza, que ya había dejado el camarero sobre el mostrador−: si no se administra como es debido, se puede convertir en una gran tentación. Los hombres se mueven por dinero, Felipe: cuanto más ricos son, más ambiciosos se vuelven; es una cosa que no tiene freno. −Yo lo único que he hecho es invertir. −Si se invierte para una causa justa, no existe ningún problema. −Yo siempre he intentado afianzar mis empresas: si se las deja, se hunden; el dinero es, desde ese punto de vista, necesario para que sobrevivan, para que sigan creciendo. Eso no es ambición, creo yo. Es solo sentido de la responsabilidad, porque el empresario tiene que saber lo que hace: no puede ser una persona a la que todo le da igual, a la que no le importe nada de lo que ocurra a su alrededor. Felipe se bebió su cerveza casi de un solo trago. Estuvo a punto de llamar otra vez al camarero, pero no lo hizo, quizá porque hubiera parecido excesiva la rapidez con que consumía su bebida. −Todo depende de la intención con que uno realice las cosas –opinó Azarías. −Mi intención es buena –replicó en seguida Felipe−. Yo no creo que haya hecho nada malo a nadie; me he movido por unos determinados intereses, es cierto, pero eso no significa nada, porque yo siempre he pensado en el futuro, en el futuro no solo de mis empresas, sino también de mis hijos, de mi familia…, a la que he tenido siempre en cuenta. Si se mira bien, se puede decir incluso que me he comportado como un buen padre de familia, lo cual me llena de orgullo, como ya te he comentado alguna vez. −Yo me alegro de todo eso. −En el fondo, nunca he sido un hombre egoísta. −La vida siempre colocará a cada uno donde se merece. −A veces la vida no es justa, creo que hemos dicho ya antes. −La justicia no tiene ninguna relación con eso. −Siempre nos gusta recibir alguna recompensa –reflexionó Felipe, no sin mirar de reojo al cenicero−. Si no existieran los premios, sería muy difícil que se cumplieran los objetivos. −El amor no pide nada a cambio –interrumpió Azarías antes de dar un nuevo trago a la cerveza. −Tú eres muy romántico. −No es cuestión de romanticismo, Felipe. El amor es lo único que nos salva de las mezquindades de este mundo, es lo único que nos eleva a la categoría de seres humanos. Te lo digo por experiencia, porque así lo he sentido: yo amo, Felipe, amo a todas las personas que conmigo conviven, incluso a las que no piensan como yo o a las que tienen algo contra mí. Amo también a la gente a la que no conozco, con la que quizá nunca habré de tener ningún trato. −Hablas como un sacerdote –dijo Felipe casi con admiración. −Como un converso más bien –replicó Azarías. −Como tú digas. −Yo lo veo así. −Ya se nota –murmuró Felipe, a punto de coger el cigarrillo que había dejado en el cenicero. −Cuando uno está convencido de lo que dice, no siente ningún reparo. −A mí me gustaría hablar como tú. −Solo hace falta que te conviertas, que te abras al amor. Felipe se calló. Tenía ya el cigarrillo entre los dedos, aunque no se le veía todavía con ganas de encenderlo. −Quizá parezca exagerado lo que digo, pero es así –continuó Azarías−. Las cosas no se conocen hasta que no se experimentan. Después de haber vivido muchos años apartado de Dios, he vuelto a él por una serie de circunstancias con las que me he ido encontrando, posiblemente porque él lo hubiera determinado de esa manera. Después de una conversión como esta, lo único que se puede sentir es felicidad, ganas de corresponder a quien ha estado tanto tiempo a nuestro lado sin que nosotros lo supiéramos. Porque Dios nos ama, Felipe, nos ama hasta el extremo de que entregó a su Hijo para que nos salváramos. Quizá esto lo hemos escuchamos muchas veces, pero es necesario que lo meditemos para que nos demos cuenta de lo que verdaderamente significa, para que sintamos el amor de Dios en nuestros propios corazones. Felipe sostenía el cigarro como si ya lo hubiese encendido, como si se dispusiera ya a fumarlo. −Yo me considero cristiano −replicó−: nunca he dejado de ir a misa los domingos; siempre he cumplido con los preceptos más importantes… −Todo eso está muy bien, pero no es suficiente. Seguramente te acordarás del episodio del joven rico, cuando Jesús le responde que debía desprenderse de todos sus bienes para entregárselos a los pobres. El seguimiento del cristiano tiene que ser total, Felipe: si amamos a Jesús, hemos de hacerlo sin condiciones, sin reservas de ningún tipo. Si él murió por nosotros, como te decía, nosotros también debemos actuar en la misma medida: el amor no llega a su plenitud si no se inmola, si no se da por completo; la semilla tiene que morir en la tierra para que germine, para que pueda dar después frutos abundantes. Felipe volvió a callar, sin saber qué decir. Por un momento tuvo intención de pedir otras cervezas, pero luego no lo hizo al ver que Azarías no había terminado todavía la suya. Se le notaba ahora más inquieto que antes, sin duda porque las palabras de su amigo no lo dejaban tranquilo. Su miraba parecía buscar algo a su alrededor, alguna imagen que pudiera servirle de asidero para escapar por unos instantes de su desasosiego. En el bar no había muchos parroquianos, pues se habían ido ya bastantes después de haber departido un rato en él. −A todos no nos puede exigir Dios lo mismo –musitó Felipe. −Eso es verdad –repuso Azarías−. La experiencia de la fe es algo personal, algo que depende en última instancia de cada uno. Felipe se sintió aún más interpelado por aquello. Se le veía aturdido, casi ya con ánimo de irse. De vez en cuando miraba el cigarro, como si no supiera muy bien lo que hacía con él. −Nos tenemos que dejar seducir por Dios, como dijo el profeta –manifestó de nuevo Azarías−. Porque él nos quiere, él está siempre pendiente de lo que hacemos. Lo que pasa es que no lo hemos descubierto: el que verdaderamente lo descubre, como me ha ocurrido a mí, experimenta un goce inmenso. Dios no es ningún juez, como a veces se nos ha pintado: es nuestro Padre, un Padre que nos ama como somos y que siempre está deseando que confiemos en él. −Es una visión muy diferente a la que nos han enseñado –se atrevió a comentar Felipe. −Siempre nos habían inculcado que había que temer a Dios: si no se cumplían los mandamientos, se corría el riesgo de ser condenados –dijo Azarías. −Era una religión quizá equivocada. −En tiempos de Jesús pasaba lo mismo. Él vino precisamente a cambiarlo todo: con su muerte y su resurrección, hemos nacido a una vida nueva, como se encargó de recalcar San Pablo. −Tenemos que pensar más en ello –dijo Felipe. −Jesús no vino a condenar al ser humano, sino a salvarlo del pecado. −Si es así, no habría que tener ningún miedo. −Dios es nuestro Padre, te vuelvo a decir. Felipe se llevó el cigarro a los labios sin saber lo que hacía. Cuando se dio cuenta de la inutilidad de su gesto, retiró muy azorado la mano de la boca, depositando otra vez el pitillo sobre el cenicero, de donde ya nunca más lo movería. −Las cosas se ven de otro modo cuando alguien te las razona –acabó por decir con cierto aturullamiento. −No se trata de razonarlas, sino más bien de sentirlas –contestó Azarías, sorprendido de la torpeza con que ahora actuaba Felipe. −Yo creo que a todos nos falta que de vez en cuando se nos aclaren las ideas. −Yo nunca hubiera imaginado lo que a mí me iba a suceder, pero Dios quiso que así fuera, de una forma que yo quizá tampoco habría sospechado. Somos muy débiles: muchas veces pensamos que lo sabemos todo o que con nuestra acción podemos transformar el mundo, pero después comprobamos que no es así, que nuestras fuerzas son muy limitadas. Ahora, después de la experiencia que he tenido, estoy convencido de que no valgo nada, de que podría incurrir en los mismos errores que cometen los seres más depravados. Si algún valor tengo, no hay duda de que procede de Dios, que es quien me lo otorga todo. La fe misma es un regalo, es un don que él nos concede y que nosotros tenemos que cultivar para que no se marchite, para que no se pierda entre las banalidades de las que vivimos rodeados. −Es posible que tengas razón –concedió al fin Felipe. −Como ves, he cambiado mucho desde la última vez que nos vimos. −Yo pienso que en el fondo no cambiamos demasiado. Para mí, tú seguirás siendo el mismo, a pesar de que tus ideas sean ahora muy distintas de las que antes tenías. −Lo que cambia en realidad es la manera de ver la vida. −Pues yo opino que es la vida más bien la que hace que nuestra visión no sea la misma. −Eso es muy ingenioso. −Lo he pensado muchas veces, no creas. Lo que pasa es que ahora es cuando lo he expresado de una forma más madura. −Pues yo me alegro de que así sea, porque eso demuestra que no estás lejos de lo que a mí me ha sucedido. Felipe sonrió, al tiempo que cogía ya el gabán que había dejado colgado del respaldo de un taburete. −¿Te vas? –preguntó Azarías, disponiéndose también para salir del bar. −Sí, es ya muy tarde –respondió Felipe−. Espero que podamos continuar esta conversación algún día. −Ha sido muy productiva. −Siempre es bueno hablar con los amigos. −Los amigos son un tesoro que a veces no apreciamos. −Hemos estado mucho tiempo sin vernos, pero eso no ha impedido que nuestra amistad continúe. Ninguno de los dos se iba. Al final tuvo que ser el camarero quien se acercó para cobrarles lo que debían. Cuando salieron del bar, había ya anochecido. Antes de despedirse, Azarías quiso darle un nuevo consejo a Felipe, como si no hubiera quedado satisfecho con todo lo que ya le había dicho: −Si te dejas guiar por el espíritu, encontrarás lo que siempre habías deseado. El espíritu nunca desfallece: es el amor que nos queda. Cada uno seguía poco después el camino que lo había de conducir hasta su casa. Azarías iba contento, feliz por haber podido transmitir todo lo que pensaba al amigo. Felipe, por el contrario, no parecía tenerlas todas consigo, pues había comprendido que en él aún no se había producido el cambio del que antes había hablado Azarías: igual que el joven rico del Evangelio, él quizá no se decidía tampoco a dar el paso decisivo. Tenía que ser más generoso, se decía ahora con insistencia, mientras caminaba con paso apresurado por las calles de la ciudad, coruscantes de luces y de escaparates festoneados de adornos navideños. Había un gran bullicio, sobre todo en los sitios más concurridos. La gente andaba también deprisa, como si quisiera recogerse pronto en los hogares para empezar a celebrar la Navidad. Al llegar a una esquina, Felipe reparó en una presencia, en un bulto que se removía tras un parapeto de cartones. Se trataba de un mendigo, de un hombre de tez renegrida, cubierto de harapos. Movido por un inopinado acceso de compasión, Felipe se detuvo, atento a lo que le podía deparar aquel insólito encuentro. El mendigo, al reparar en él, le tendió una mano para que depositara en ella una limosna. “Es Navidad”, balbuceó con dificultad, aquejado de un repentino escalofrío. Sin pensárselo dos veces, Felipe extrajo su billetera de un bolsillo del gabán para socorrer a aquel menesteroso, al que no dudaría después en considerar como un hermano al que él tenía el deber de ayudar. Sí, quizá tenía razón Azarías: el espíritu nunca desfallece, es el amor que nos queda.