La literatura es siempre magia

En la literatura todo se desvitúa y desrealiza para tomar un aspecto nuevo, para que lo que en ella aparezca nos invite a soñar. Es su principal propósito; si no se cumple, se convierte en un mensaje huero, en un insulso planteamiento. La vida en ella llega a su plenitud, pues lo que se sueña es lo que pervive, lo que se resiste a sucumbir.







miércoles, 3 de octubre de 2012

María (novela religiosa)

MARÍA A MODO DE PRÓLOGO Esta novela que presento no es sino fruto de un encuentro. En todo encuentro se produce un deslumbramiento, con el que el mundo cobra un nuevo sentido, con el que nada de lo que hubiese sido puede ya ser considerado de la misma manera: las cosas se revisten de un brillo que antes no tenían, como si hubieran vuelto a surgir. El amor, que durante mucho tiempo se creía perdido, renace con un vigor inusitado, un amor que todo lo transforma y lo convierte en algo imprevisto, un amor que como una savia nueva da consistencia a cuanto existe. La vida, vista de este modo, ya no es un camino viejo, en el que el sol parece que hubiese muerto entre las nubes: es, por el contrario, una calzada ancha, abierta entre frondosos sauces, en la que la luz es una gracia perenne que brilla con dulces reflejos. Mi encuentro con la fe tuvo visos de inopinado deslumbramiento: descubrí con ella una realidad inaudita, nunca entrevista antes por mi torpe entendimiento. Me di cuenta de que había estado ciego, a oscuras en un mundo opaco y vacío, sin riberas que delinearan los límites de una tierra promisoria. La fe me abrió las puertas de un paraíso cercano, rebosante de arboleda y de prados encantadores, vedado para quienes no estuviesen provistos de los dones necesarios para descubrirlo, un paraíso que estaba alojado en mis sueños y que yo no había sabido hallar hasta entonces. El amor, que nacía de aquella sabrosa luminaria, me guio hacia él, hacia aquel lugar mágico en el que nada era disonante. Me sentí embargado de una emoción extraordinaria, de una dicha que no paraba de crecer a medida que yo me iba abandonando a ella. Tal deslumbramiento se produjo en la Jornada Mundial de la Juventud, donde a fuer de curioso invitado tuve oportunidad de conocer lo que en verdad se estaba celebrando, una reunión de jóvenes de todo el mundo que se sentían hermanados por un mismo espíritu. Fue tal el efecto que provocó en mí tal unión que me vi transportado al centro del que partía toda su fuerza, un centro que no era sino el corazón mismo de Cristo. Esto me animó a seguir a aquellos jóvenes y a compartir con ellos todas mis vivencias, toda la alegría que experimentaba en la celebración de aquellos multitudinarios encuentros. Desde entonces quise escribir algo que estuviese relacionado con tan maravilloso acontecimiento. Enseguida me di a pensar en la vida de algún joven que pudiera servir como ejemplo. Me acordé de una figura casi olvidada del pasado granadino, a la que mi madre sin embargo siempre tuvo un gran aprecio. Se trataba de Conchita Barrecheguren, de la que yo tenía en la casa una biografía que se escribió poco después de su muerte. La leí con agrado y, aunque estaba escrita con un estilo muy alejado del actual, me dejó bastante sorprendido, sobre todo porque presentaba la historia de un alma que había tenido un solo empeño en la vida, sin duda el empeño más valioso que nadie pudiera albergar, el de ser santa como su amada Teresita, a la que tanto seguía. Era, a fin de cuentas, el ejemplo de una joven que había luchado por alcanzar su sueño, un sueño que le hubo de costar grandes sacrificios y denuedos. No tardé en comprender que podía inspirarme en ella, aun cuando su tiempo resultaba muy diferente del que ahora se vive; y con la osadía que requieren estos casos, me moví a intentarlo, para lo cual no tuve sino que empezar. No pretende ser esta novela una biografía de Conchita, pues si hubiera sido así habría tenido que recabar muchos más datos. Es solo un relato que parte de una realidad concreta, a la cual transforma y convierte en algo novelesco, muy distinto a veces de lo que hubiera podido ser el original. El resultado, en último término, solamente lo puede valorar el lector, a quien está dirigida esta obra para contribuir de una forma decidida a su edificación. El amor es lo más grande y hermoso del ser humano, por lo que será muy beneficioso profundizar en él: las páginas que siguen, inspiradas en la inefable figura de Conchita, no tienen realmente otra finalidad. 1 Nada en la vida ocurre de un modo fortuito: el azar, si es que existe, es solo una impresión de nuestra conciencia, a menudo sujeta al devenir de las cosas que más le convienen. El destino, si bien se piensa, no es más que un concepto que la mente ha inventado para justificar los hechos más graves que hubiesen acaecido, todos aquellos sucesos que escapan al afán de entendimiento que la preside. La suerte de cada ser está ya impresa en la parte más profunda de su carácter: se trata de una inclinación que en ella es gestada por las fuerzas misteriosas que la gobiernan, de una especie de condición contra la que sería inútil rebelarse. Hay casos, no obstante, en que esta realidad se observa de un modo más claro, casos en que queda patente la impronta que en ellos hubiera dejado la confirmación de unos principios sólidamente establecidos; nada, en fin, es más tenaz que lo que está profundamente arraigado, aun cuando a veces pudiera parecer que se tambalea, que no resistirá demasiados envites. La fortaleza no procede de lo que en el exterior se exhibe, sino de lo que cada uno en su interior alberga, de los impulsos o de las convicciones que lo mueven. Cada persona es distinta: no hay, en efecto, ninguna que sea idéntica a otra, a pesar de las numerosas probabilidades que existen para que ello ocurra. Es este un misterio evidente que asombra si realmente se medita: por extraño que parezca, nunca se encontrarán dos seres que se confundan; siempre se podrá hallar en ellos algún rasgo que los distinga, algún detalle que los haga diferentes. Las personas, por lo general, se emocionan casi por los mismos motivos: se ven sacudidas en ocasiones por miedos atroces, por vértigos que no dominan; se sienten vulnerables e inermes cuando un mal las amenaza, cuando un peligro las circunda; necesitan por eso con frecuencia sentirse protegidas, a salvo de las asechanzas que sobre ellas se ciernen; desean en muchos momentos huir, instalarse en un mundo en el que impere la alegría, en el que reine por fin la felicidad que desde siempre habían anhelado. Todo ello es cierto si bien se mira: aunque se diferencien físicamente, las personas tienden a coincidir en el modo de reaccionar ante el mundo, en la forma de actuar ante un hecho o una circunstancia que las desconcierta. Hay, sin embargo, en ellas algo mucho más hondo, algo que quizá resulte inescrutable cuando se intenta analizar: yo lo he comprobado repetidas veces con vidas que parecían ya determinadas desde el principio; igual que los ríos que nacen de un rico hontanar y que se vierten después por laderas de escarpado relieve, engrosando su caudal con diversos afluentes, tales vidas estaban ya destinadas desde su origen para derramar frutos de abundante pureza por todos los sitios por los que habían de discurrir después, a diferencia de otras que no han conocido tanto empuje o que se han deslizado por lugares de más plácido recreo. El ejemplo de María es, sin duda, muy significativo al respecto: desde que era pequeña, dio muestras de que estaba dotada de unos dones que no debían de ser muy comunes; parecía como si hubiera sido ya escogida para enfrentarse a la dura existencia que después le sobrevino, a las difíciles pruebas con las que luego habría de ir madurando su espíritu. Es, sin lugar a dudas, un ejemplo que sobrecoge a cualquiera, especialmente si se contempla desde la distancia que más tarde depara el tiempo, si se examina a la luz de los resultados que proporcionan después los años: daba la impresión, efectivamente, de que en su infancia estaba ya todo previsto, de que había en ella una suerte de premonición que se habría de cumplir irremisiblemente. Quizá María no fuera todavía consciente de ello: la seriedad que a veces asomaba a su semblante era solo un tímido reflejo de su carácter, un gesto involuntario al que apenas había que conceder importancia entonces. Como cualquier niña, María solía entregarse a sus juegos con un afán indomable: poseía, de hecho, una gran imaginación para inventar historias con sus muñecas de trapo, para soñar con rutilantes fiestas en las que ellas eran las prometidas de unos encantadores príncipes. Pasaba horas enteras encerrada en su cuarto: la vida era allí para ella como un juego interminable, en el que las cosas sucedían de un modo muy diferente al que en la realidad existía. El dolor, sin embargo, le habría de enseñar después que la vida era muy breve y que estaba sujeta a contratiempos y a imponderables contra los que era bueno precaverse; se daría cuenta también de que lo importante en ella no era el valor con que se acometiera, sino la capacidad de superación y de sacrificio que quedaba después de la lucha, después del combate al que continuamente había de estar expuesta. Maduró con una rapidez inusitada: igual que una corriente de agua que se precipita por una encrespada hoz, su existencia iba tomando unos contornos más precisos a medida que un repentino salto la sobresaltaba de nuevo. Su alma, acendrada con los golpes que recibía en aquella acelerada carrera, dio muy pronto signos de una prematura solidez: a una edad verdaderamente inusual, María parecía haber alcanzado ya una insospechada cota en su camino de perfección. Lo asombroso no era quizá que lo consiguiera, sino más bien la naturalidad con que aparentemente lo hizo, como si aquel hubiera sido un trabajo que ella ya hubiera aceptado con resignación desde el principio, desde el instante en que su conciencia despertó del sueño en que hasta entonces había estado sumida. La infancia de María discurrió entre paredes altas, en cuartos destartalados y oscuros, en los que la luz del sol aleteaba brevemente como una mariposa herida. Se acostumbró a vivir allí, en aquel ámbito invernal, preñado de misterios y de rumores antiguos, de crujidos de maderas y de plañidos de muros que imperceptiblemente se agrietan. Era su reino íntimo, en el cual ella era la moradora secreta, capaz de desenvolverse por él con la confianza que le otorgaba la seguridad de que todo estaba dispuesto allí para que lo utilizara a su antojo. Su madre era una mujer callada y humilde, de la que María no quería separarse nunca. Le gustaba que estuviera a su lado, entretenida en una de sus múltiples labores de calceta, mientras ella jugaba distraídamente a los pies del sofá en el que estaba sentada. Doña Luisa, que así se llamaba, era de talle muy delgado, con la cabeza teñida de canas, los ojos hundidos en un rostro demacrado, salpicado de manchas. Tenía una voz leve, de alondra cautiva: hablaba en un tono tan bajo que casi había que hacer esfuerzos por escucharla, sobre todo cuando era más interesante lo que decía. Parecía como si algo por dentro la atenazara, quizá la misma angustia con que a menudo afrontaba todos los avatares de la vida. María pudo intuir desde siempre que era de genio apocado, propenso a abatirse ante cualquier imprevisto que lo desalentara: su instinto de niña cariñosa y obediente la impulsaba de algún modo a tenerla contenta, a compensar así su falta de ánimo. El padre, por el contrario, era un señor muy elegante que iba vestido indefectiblemente de negro. Tenía la frente muy despejada, los ojos invadidos de dulzura, el mentón ancho, casi prominente. A veces adoptaba un aire reflexivo, como si la propia realidad lo indujera a meditar acerca de las mismas posibilidades que le deparaba. Don Ángel, que tal era su nombre, casi nunca se alteraba por nada, ni siquiera en los momentos en que tenía mayores motivos para ello: guardaba una compostura serena y gallarda, de hombre curtido en pruebas muy comprometidas, en riesgos muy variados. Su voz era siempre reposada y tranquila, como si ejerciese sobre ella un dominio inquebrantable: la modulaba con gracia y con mesura, de acuerdo con las circunstancias con las que tuviese que enfrentarse, con los interlocutores a los que hubiese de dirigirse para llegar a un determinado acuerdo. Era don Ángel un tipo que despertaba una gran simpatía en todas las personas que lo trataban, aun cuando pudiera planear sobre ellas la sombra de alguna duda insoslayable. Estaba dotado de un don especial, de un talante muy distinto del que por lo común presentan el resto de los mortales: a poco que se hablara con él, se echaba de ver que era incapaz de causar ningún mal a nadie. Era naturalmente bueno, de una bondad poco menos que exquisita, sin la cual sería casi imposible imaginarlo. Completaban el panorama del hogar dos o tres criadas que prestaban sus servicios desde muy antiguo. Con una de ellas, con Amelia, tuvo siempre María un trato muy íntimo, sobre todo cuando por alguna razón que ella nunca entendía sus padres tenían que ausentarse de la casa. Era esto lo que desde pequeña más la exasperaba: sin poderlo impedir, se veía entonces perdida, aislada en un mundo que de pronto carecía de sentido; era como si le quitaran de improviso la protección de la que antes había estado revestida, como si todo a su alrededor se le volviese entonces extraño y peligroso. Se sentía amenazada por mil monstruos que se ocultaban en el interior de las habitaciones, por invisibles alimañas que merodeaban por cañerías y por pasajes subterráneos. Su imaginación, alimentada con historias truculentas de casos horripilantes que por azar llegaban a sus oídos, inventaba en tales ocasiones bultos que se desplazaban en la oscuridad, sombras que adquirían ante sus ojos formas y tamaños imprevistos. Poco a poco, Amelia conseguiría tranquilizarla con el cariño que desde el principio no dudó en proporcionarle, con la ternura con que la acogía en sus brazos cada vez que la encontraba más acongojada. A falta de la madre, ella le dispensó el consuelo y la seguridad que necesitaba para arrostrar los miedos que la perseguían, para vencer las aprensiones que la asaltaban en los momentos en que se hallaba más vulnerable. Con Agustina, otra criada, no llegó María a congeniar tanto, quizá porque tenía un sentido del humor que la hacía más distante. Ella necesitaba por aquel tiempo muestras claras de afecto, caricias con las que olvidar la ausencia momentánea de la madre. A sus cuatro o cinco años no comprendía otra cosa: no alcanzaba todavía a entender nada que no estuviese relacionado con sus necesidades o con sus caprichos. El genio de María estallaba en ocasiones inopinadamente, por causas que tal vez ella misma no conocía, por situaciones que de repente la enervaban sin ningún motivo. Sus rabietas de niña se hicieron así muy frecuentes: lloraba con un furor incontenible, de una forma casi convulsiva, con sollozos e hipidos que se prolongaban de manera alarmante durante varios minutos. Como nadie la conseguía calmar, la madre un día probó a hacerlo derramando sobre su cabeza agua bendita: buscaba así un efecto milagroso con el que acallar sus protestas, un efecto que quizá no se habría de lograr por otros medios. Pero María, en lugar de tranquilizarse, redobló aún más sus quejas: con gestos desesperados, se puso a decir que no quería que la rociara con agua bendita. El episodio, como era natural, no pudo ser nunca olvidado por doña Luisa, igual que tampoco lo fue por María, para quien se hubo de convertir desde entonces en uno de los sucesos más vergonzosos de aquella época, en uno de los hechos que mayor dolor habían de causar en su alma. Tales accesos de rabia vinieron, efectivamente, a remitir poco a poco: en cuanto ella se percató mejor de las cosas, comenzó a tener también un dominio cada vez más claro sobre sus impulsos. Tomó de esta manera conciencia de cuáles eran los principios que a partir de entonces habían de regir su comportamiento: con una precocidad asombrosa, pasó a ser una niña muy prudente que todo lo calibraba con aplomo, temerosa de que algo no saliese como hubiese planeado. Se desvivía por complacer a sus padres, a quienes deseaba ver siempre alegres y satisfechos de los avances que se iban produciendo en su hija. Aprendió, por ejemplo, muy pronto a leer y a escribir: don Ángel, que era quien se había encargado de enseñárselo, no cesaba de ponderar la aplicación con que María se entregaba a tales tareas; decía que era tan grande el empeño que ponía en aprender que casi no se advertía que se esforzaba por conseguirlo. Le gustaba mucho, por otra parte, a María que su madre la sacara a pasear por Granada, la ciudad en la que residían. Le gustaba que la llevara de la mano por las calles, casi siempre atestadas de una muchedumbre bulliciosa, con seres muy variopintos que a ella no podían sino causar una honda impresión. Se veía conducida por la mano de la madre, a la cual siempre debía aferrarse si no quería perderse en medio de tanta gente. Era un mundo nuevo el que descubría, muy distinto del que hasta entonces había conocido, un mundo en el que tenía prisa por moverse con la desenvoltura con que lo hacían los demás ciudadanos, sin ningún miedo a extraviarse o a seguir un rumbo que la desviara del lugar al que hubiera de dirigirse. A veces, a instancias de la madre, se internaban por sitios por donde no habían deambulado antes, por callejones en los que parecía ocultarse algún secreto, algún enigma que aún no hubiera sido desvelado por nadie. Como tenía mucha imaginación, María no paraba de inventar posibilidades que hubieran debido de concurrir en la historia, posibilidades que quizá no se hubiesen realizado por la imposición de algún misterioso designio. Casi todas sucedían en un pasado árabe que a ella se le antojaba rutilante y fastuoso, del que Granada sin duda conservaba por todos lados numerosos vestigios. Imaginaba con frecuencia que era una princesa cristiana que algún rey moro tenía cautiva. Amelia, la criada, le había contado muchas leyendas que versaban sobre casos parecidos. En una de ellas, se narraba lo que les había pasado a tres hermanas que habían permanecido recluidas en una torre de la Alhambra: la menor, Zorahaida, no se había atrevido a escapar con el caballero cristiano que la aguardaba al pie de la fortaleza. Era una historia muy triste que a ella le había ocasionado siempre un gran dolor: con lo sensible que era, no podía tolerar María que Zorahaida hubiera quedado prisionera para el resto de sus días en la torre; muchas veces, conmovida de veras por su suerte, se preguntaba cómo había podido vivir separada de las hermanas, con quienes seguramente le habría gustado reunirse en compañía de los gentiles mozos que las cortejaban. Granada era una ciudad que reunía entonces muchos encantos. Por cualquier lugar por el que pasaran, María se veía sorprendida por algún nuevo detalle que volvía a excitar su fantasía. Era tanta la belleza que a sus ojos se le ofrecía que por fuerza se hubo de acostumbrar a valorarla, especialmente cuando paseaba con su madre por las tardes, en los momentos en que el sol comenzaba a declinar a lo lejos, cubriendo los edificios de una vieja pátina de cobre. Parecía todo entonces más antiguo, como si una legendaria ciudad resurgiera de pronto de sus cenizas, envuelta en los dulces velos que le proporcionaba la hora macilenta del crepúsculo. De los cuartos oscuros de su infancia había pasado ahora a moverse por espacios tumultuosos, en los que el contacto con la gente la predisponía a relacionarse con más confianza con las personas. Uno de los sitios que con más asiduidad visitaba con su madre en aquella época era la iglesia del Perpetuo Socorro, situada a no mucha distancia de donde ellas vivían. Desde muy pequeña, se había acostumbrado María a venerar las imágenes que en la casa sus padres tenían, a cuyo culto solía dedicar varias oraciones en diversos momentos del día. Se fue generando así en ella una práctica habitual que habría de reportarle grandes beneficios, pues en su corazón de niña empezó ya a gestarse una piedad muy tierna, de la que sería muy difícil que prescindiese. Le sirvió para confiar cada vez más en los dones divinos, con los que se sentía siempre segura ante las amenazas que le aguardarían. El ejemplo del padre había sido, en este sentido, determinante: don Ángel era, ante todo, un hombre muy piadoso que había sabido inculcar en la hija el inmenso fervor que dentro de sí albergaba; ella lo había visto con frecuencia arrodillado con gran unción en un reclinatorio de su alcoba, con los ojos clavados en la talla de un Cristo crucificado que colgaba de la pared. Oscuramente, ella intuía que estaba obligada de algún modo a imitar a sus padres: la fe se le presentaba así como algo muy sencillo, como un hábito del que jamás había de apartarse si no deseaba caer en los pecados que tanto abundaban en el mundo. Le pedía con insistencia a la Virgen del Perpetuo Socorro que saliera siempre en su auxilio cuando más falta le hiciera: ella, la gran remediadora, estaría en todo momento pendiente de los pasos que daba, de las decisiones que en adelante hubiera de tomar. Sabía que nunca la abandonaría si la invocaba con asiduidad, si la trataba como a una madre en la que debía depositar toda su confianza. A estos primeros esparcimientos se vino a sumar por entonces el grato recreo que para María supuso el período vacacional que pasó con su familia en un carmen situado en los aledaños de la Alhambra. Lo había adquirido el padre a cambio de sesenta marjales de tierra de cultivo; la operación, aunque no resultaba en principio muy beneficiosa, permitía al menos disponer de una residencia veraniega, reclamada siempre por doña Luisa para resarcirse de los enojosos trasiegos del invierno. En contraste con la lobreguez de los anteriores aposentos, el carmen presentaba habitaciones mucho mejor iluminadas, en las que la luz de las mañanas semejaba una risa de oro que percutía en sus paredes y que se expandía por ellas con renovada gracia. En un patio, festoneado de macetas con toda clase plantas, chorreaba una fuente su canción enamorada entre un murmullo constante de pájaros que anidaban en los tejados. Ubicada en lo alto de una ladera, disponía también aquella casa de unas vistas extraordinarias: desde el balcón de su dormitorio, María podía divisar un amplio panorama de colinas y de repechos que se multiplicaban, sobre perfiles de montes cada vez más escarpados; la sierra, con su ingente sucesión de dorsos y de testas recortadas, tenía ya para ella desde entonces un especial encanto que la embelesaba: aquella deprecación de piedra y de roca angulada suspendía de continuo su ánimo, sumiéndolo ya en abstracciones que no terminaban de aclararse. A María, como a toda niña, le gustaba jugar en el patio. Allí, al arrimo de las tapias para protegerse del sol, inventaba infinidad de historias en las que ella era la estimada hija de un preclaro monarca oriental: en su alocada fantasía era normal que se viese rodeada de una fastuosa corte de caballeros y de doncellas que le rendían tributo de cortesía y de sincera admiración; se complacía imaginando que actuaba con gran liberalidad con todos los menesterosos e indigentes de su reino, a los que quería ver siempre contentos y agradecidos por lo que por ellos hubiese hecho. Otras veces, cuando el sol ya arrojaba sus últimas lilas sobre los tejados, María se quedaba absorta ante la belleza que la circundaba, presintiendo que tras la apariencia de las cosas se ocultaba algo misterioso, una alada presencia quizá que la sugestionaba aún más con el embrujo con que todo entonces se le representaba, con el canto melodioso de la fuente del patio, con la algarabía persistente de los pájaros que aún revoloteaban bajo los jirones sonrosados del cielo. Se trataba, por lo general, de impresiones que iban a dejar una profunda huella en el alma de María, disponiéndola para soportar experiencias que habían de ser muy estremecedoras. Aunque aún no contaba con los medios necesarios para la divagación moral, por un oscuro instinto barruntaba que la sensibilidad que en ella acababa de despertarse habría de tener una importancia decisiva en su futuro: de alguna manera estaba ligada a su destino, al rumbo que debían de tomar dentro de poco sus pasos. Empezó a comprobarlo unos meses después, en los días en que hubo de prepararse para recibir su Primera Comunión: como si la hubiera estado deseando durante toda su vida, aguardaba aquel acontecimiento con una ansiedad casi inaguantable. Tal como le habían enseñado, Dios mismo había de visitarla para unirse íntimamente con ella: en su mente infantil, ya muy despierta, no cabía mayor gloria, todo un Dios residiendo en su corazón, en un espacio diminuto que no estaba preparado para albergar otros sentimientos. Era increíble, se decía, que aquello ocurriera: por más vueltas que le daba, no entendía que un ser tan grande hubiera querido ponerse en relación con una persona tan insignificante. Le habían dicho que era el cuerpo de Cristo el que recibiría, el cuerpo de Cristo que se presentaba en forma de pan para que se comiese, para que pudieran participar de él todos los que quisieran. A veces se preguntaba cómo sería realmente aquella experiencia tan turbadora, pues por mucho que le contasen era casi imposible que se hiciera una idea cabal de ella: aturdida, le daba entonces por pensar que podía tratarse de una delectación muy gustosa, algo así como si saboreara una sensación que no acabara de concretarse. Cristo se había convertido ya para María en una especie de amigo: de tanto como le hablaban de él, había terminado por considerarlo como a un ser querido, con el que ella no había de tener ningún reparo en relacionarse. Su figura, clavada en la cruz, no hacía sino inspirarle mucha confianza, pues comprendía que su sacrificio no se había realizado en vano: según le habían revelado una y otra vez sus padres, su muerte había servido para redimir a la Humanidad del pecado. Siguiendo el ejemplo de ellos, se pasaba algunos días muchos minutos contemplando la imagen que de él tenían en su cuarto: creía que de ese modo le demostraba el inmenso agradecimiento que en su alma sentía, aun cuando en ocasiones su mente se distrajera pensando en cosas muy diferentes de lo que en aquellos momentos había de ocuparla. Con el fin de prepararse mejor para tan importante evento, María acudía con su madre a una catequesis que impartía el párroco de la iglesia del Perpetuo Socorro, con quien habían tenido siempre una relación muy estrecha. El padre Antonio, que así era conocido el presbítero, pasaba por ser un varón muy docto, como de hecho confirmaba continuamente con las citas de autoridades eclesiásticas con que solía adornar sus discursos. María, aunque era muy pequeña, le rendía prácticamente la misma admiración que le profesaban los mayores, influida sin duda por lo que a estos con frecuencia les oía. Moreno, con la faz ennegrecida, los ojos de un fulgor evangélico, resultaba un personaje que infundía cuando menos bastante respeto, sobre todo a quienes se dejaban todavía impresionar por lo que revelaban las apariencias. De palabra también encendida, el padre Antonio sabía atraerse los corazones de sus fieles, especialmente si en ellos observaba algún signo de resistencia o de inconformidad con lo que decía. María, como no podía ser menos, se doblegó también con docilidad ante el poder de persuasión de su párroco, de quien no quería perderse ninguna lección. Procuraba obedecerlo en todo lo que le aconsejaba, pues para ella era siempre algo que había sido inspirado directamente por Dios: si el padre, por ejemplo, la trataba de apartar por un tiempo de algún capricho ella no dudaba en hacerlo, convencida de que así encaminaba su alma de una forma más segura hacia la salvación. Se abandonaba a lo que él le dijese, a todo lo que le enseñase acerca del sacramento que próximamente había de recibir: apenas hubiera consentido que él la apercibiese por algún descuido en el que hubiese podido incurrir, por alguna distracción que la alejara de lo que con tanto afán le pretendiera inculcar. Cuando llegó la hora de su primera confesión, María apenas dejó resquicio de su conciencia sin escudriñar: reveló, sin ningún tipo de rodeos, todo lo que la perturbaba desde que tenía uso de razón, todas las faltas en que había llegado a caer desde aquel aciago día en que repelió el agua bendita con que su madre había querido acallar su rabieta. Se sintió tan bien que no pudo sino proclamar a todos los suyos cómo se veía: “¡Qué limpica estoy, qué limpica estoy”, profería una vez y otra, feliz de hallarse ya sin ningún pecado, sin ninguna mancha que oscureciese la albura que dentro de ella ahora reinaba. Se sucedieron después días de mucha ansiedad: María ya solo pensaba en el momento en que había de visitarla el Señor; lo imaginaba en ocasiones muy lejano, como un punto muy remoto al que se tuviese que acercar con mucho esfuerzo, después de superar dificultades que le habían parecido al principio insalvables, impropias para su edad. Se consideraba entonces muy pequeña, de una condición casi deleznable: quería que el tiempo corriera para llegar pronto a aquella meta, para comprobar si ella también era apta para alcanzarla. Sus padres, ocupados en los preparativos de la celebración, apenas llegaron a reparar en la inquietud que consumía a su hija: la trataban aún como a una niña a la que había que disponer para las cosas que ella todavía no dominaba, especialmente para las que tenían que ver con los asuntos espirituales. Acumuló, en fin, María tanta ansiedad que, cuando comulgó, sintió como si se liberara de un peso muy grande: en lugar de la anhelada visita, tuvo más bien la sensación de que disfrutaba de una paz insospechada; se preguntó, en tal caso, si no era aquella sensación un regalo que Dios le enviaba para recompensar todo lo que durante aquel tiempo lo había deseado. El día transcurrió después entre múltiples agasajos, todos ellos proporcionados por las personas que se reunieron en la casa para festejar un hecho tan memorable. Por razones que no acababa de entender, la gente la tomaba como la gran protagonista de una historia en la que solo había tenido un papel secundario, pues para ella era al Señor a quien habían de corresponder los principales honores. Comulgó muchas otras veces, hasta que en una misa de Navidad el Señor se le presentó de una forma que jamás hubiera soñado: de pronto, sin que se lo pudiera explicar, vio cómo su alma se llenaba de amor, de un amor que era su vez fuente de una dicha inconmensurable, de un gozo tan intenso que apenas podía trasladarse en palabras. Fueron tan solo unos instantes, dos o tres minutos quizá, durante los cuales llegó a perder la noción de donde estaba, pues fue tan grande lo que sintió que no importaba darse cuenta del lugar o del momento en que se encontraba. Cuando regresó a la realidad, tuvo la certeza de que había vivido una experiencia sobrenatural, solo reservada a quienes Dios hubiera escogido para alcanzar tamaño placer. Se supo desde entonces elegida para llevar a cabo la empresa que él le encomendara, aun cuando todavía no comprendiera en qué podía consistir. Cuando le contó a su confesor lo que le había pasado, este no dudó en recomendarle cierta prudencia, pues a veces se trataba de fenómenos que se confundían con los sueños que la persona tuviese. El padre Antonio, que la conocía ya bastante bien, debió de estimar que era todavía una niña, a la que había de conceder por ello cierto margen de tiempo antes de darse a barajar conjeturas que ninguna relación hubiesen de tener con la verdad. En contra de lo que cabía prever, la vivencia se repitió algunas veces más, si bien ya por entonces María había decidido guardarla en su interior como un secreto que a nadie más podía interesar. Dios se había convertido así para ella en un amigo íntimo y furtivo que solo se revelaba cuando él quería, sin que hubiese por lo general nada que lo anunciase. Todos aquellos encuentros dejaron en el alma de María un poso de confianza que le sería muy provechoso después, especialmente cuando fuera asaeteada por los tormentosos escrúpulos por los que habría de pasar. Con siete años, en efecto, dio en considerar que era muy vulnerable a las tentaciones que de continuo la acechaban: se había visto antes tan limpia que por nada creía que se podía manchar; cualquier pensamiento innoble que cruzara por su mente se convertía en un motivo más que suficiente para suscitar su preocupación. Como era natural, las visitas de Dios ya no volvieron a producirse, no porque María se hubiera vuelto indigna de ellas, sino porque su estado espiritual no era el más idóneo para que tuviesen lugar. Empezó así para ella un período arduo, en el que hubo de sobrevivir como pudo a su desazón. Como no se la comunicó tampoco a nadie, aquella comezón de los escrúpulos acabaría por abatirla bastante. Ella, que había sido de natural muy alegre, se iría tornando más reservada y sombría, sin que ninguno de sus padres acertara a atisbar lo que le pasaba. Coincidió esta época con su primera escolarización, hasta entonces postergada por decisión familiar. En el colegio de monjas donde ingresó, María pudo encontrar un ambiente muy propicio para ella: sor Francisca, la maestra con la que vino a dar, resultó ser una persona de genio muy templado y agradable, con una gran predisposición para la enseñanza. Enseguida se adaptó a sus métodos, siempre muy fáciles de llevar: a poco que se esforzaba, conseguía hacer todo lo que se le decía, mayormente si era algo que hubiera de ser muy importante. Con tales progresos, María a veces se desentendía de sus escrúpulos, ya que por fuerza tenía que dejarlos en un segundo lugar para que aquellos se efectuasen. Su atención fluctuaba así entre las inquietudes que la turbaban y sus deberes de escolar, de los que jamás hubiera osado olvidarse. Sor Francisca, con una paciencia admirable, fue sembrando en ella una semilla que habría de dar con el tiempo abundantes frutos. Su abnegada labor, a la que la conducía una vocación inquebrantable, no podía pasar inadvertida para María, siempre muy sensible a todo lo que por ella hacían los mayores. Vio en su maestra un ejemplo muy claro de entrega y de servicio, de celo desorbitado por lo que pudiera convenir al otro, especialmente al que se mostrase más necesitado de su ayuda; atendía a los demás sin reservas de ningún tipo, como si todo lo hiciese para beneficio propio, con el fin de obtener determinados objetivos. No solo enseñaba lo que sabía a sus alumnas, sino que también parecía que se desviviese por ellas, que no se reservara nada en su afán por verlas progresar en sus tareas. Casi nunca se enfadaba sor Francisca; su forma de ser se lo impedía: si observaba algún desliz o si no la complacía la manera de actuar de alguna de sus pupilas, casi siempre hallaba una justificación que restaba importancia a lo que hubiese sucedido, sabedora de que de ese modo conseguía ganarse la confianza y la estima de la infractora, a la que quizá habría alejado del área de su influencia si la hubiera intentado corregir con un castigo. Como era natural, María llegó a idealizar y a querer a su instructora desde que empezó a valorar lo que hacía: en su figura no podía por menos de ver representada a su propia madre, para quien tampoco había de suponer ninguna carga el trabajo que por ella diariamente realizaba. Fue tanto lo que la monja le influyó, que María no dudaba por entonces en proclamar que lo que más deseaba en el mundo era ejercer algún día la profesión de maestra, con la que podría dedicarse a los demás con la misma generosidad con que había visto hacerlo a sor Francisca. Se convirtió así muy pronto en la alumna más aventajada, en la más aplicada del grupo al que desde el principio había estado adscrita: no la animaba para conseguirlo el deseo de destacar o de ser la primera en las notas de la clase, sino que la movía sobre todo su anhelo de agradar a quien tanto se preocupaba por ella, su necesidad de corresponder con quien tanto se había afanado por educarla y por instruirla. “Todo se logra con empeño”, le había oído decir innumerables veces a sor Francisca. Quería de aquella manera inculcar en sus alumnas el prurito de tenacidad con que ella misma se entregaba a sus obligaciones, con que ella misma había superado tal vez todas las dificultades con las que se hubiera encontrado en su vida. Fue una especie de máxima que siempre hubo de tener presente María, en especial cuando más agobiada se hallaba ante la imposibilidad de resolver algún problema. También afirmaba a menudo sor Francisca que toda la sabiduría humana procedía de Dios: decía que había que rogarle con insistencia para que enviase los dones de su Espíritu, con los que los hombres podían aspirar a bienes muy diferentes de los que el mundo por lo común les ofrecía. Según ella, la mayor fuerza del cristiano había de residir en la oración, en la relación íntima y sincera con su Dios. Fue tan grande el efecto que todo aquello causó a María, que por fuerza hubo de tomar la suficiente confianza para revelar a sor Francisca lo que a veces le ocurría, los tremendos escrúpulos que en su alma anidaban como si fueran serpientes que hubiesen encontrado en ella cobijo. Después de que hubo escuchado su atormentado relato, la monja la tomó de las manos con cariño, tratando sin duda de sosegar de aquel modo su ánimo. Con la cabeza baja, como si estuviese atendiendo a un enfermo, la piadosa mujer le aseguró que aquellos no eran sino engaños del demonio, con los que procuraba hacer infelices a las personas. Le aconsejó que acudiera a un confesor con el que pudiera desahogar sus penas y que le hiciera en adelante caso en todo lo que él le propusiera: estaba completamente segura sor Francisca de que de esa forma lograría ahuyentar de su alma aquellas sierpes insidiosas. El remedio fue eficacísimo: en cuanto María se puso en manos del padre Antonio, este vio la manera de curar el mal que padecía; con toda la experiencia que acumulaba, supo insuflar en ella los auxilios espirituales que le hacían falta para combatirlo. “Lo importante es que confíes en el Señor –le decía cada vez que la entrevistaba−: él te quiere; no pienses que te abandona porque eres pecadora”. María, en efecto, no tardó demasiado en notar la mejoría: sin que se pudiera explicar cómo lo había conseguido, comprobó que ya no temía incurrir en ninguna falta grave; su alma, lejos de ser un impedimento, bogaba ahora por el mundo de forma expedita, con la seguridad que le confería la certeza de que por mucho que equivocara el rumbo nunca se perdería. Parecía como si no fuera la misma, como si la que hubiera sido antes cediera ahora el puesto a un ser nuevo, totalmente radiante de gracia y de animosas intenciones. Se dio cuenta con todo ello María de que Dios nunca la abandonaría, como continuamente le recordaba el padre Antonio en las consultas que con él a menudo realizaba. Como un amigo que recobra la privanza que siempre había tenido, Dios volvió a entrar en su alma con la misma naturalidad con que se había presentado cuando era más pequeña, cuando su relación con él era solo impulsada por la ilusión que por entonces la movía. Se inició así para ella la época más feliz de su vida, en la que prácticamente ninguna contrariedad llegaba a ensombrecerla. Liberada de las onerosas cadenas anteriores, podía ahora disfrutar de todo lo que era capaz de percibir en el medio en que normalmente se desenvolvía. Granada era de nuevo para ella una ciudad llena de embrujo, en la que el presente parecía revestido de una pátina antigua, igual que en las viejas estampas sucede con la realidad que en ellas se representa, la cual resulta muy alejada del modelo del que hubiese surgido. Todas las calles conducían hacia algún lugar oculto, hacia algún resto desprendido del pasado, hacia alguna escena remota que hubiera quedado disuelta entre la gasa vaporosa de un sueño lejano. Acompañada por su madre, a María le gustaba imaginar que se adentraba en un mundo fantástico, poblado por seres muy bondadosos, en los que nunca se albergaba ningún mal, quizá porque eran muy parecidos a ella, muy semejantes al concepto que sobre ellos previamente hubiera fabricado. A los paseos por Granada se vino a sumar pronto una nueva actividad, de la que María habría de salir con el tiempo muy beneficiada: de acuerdo con la extraordinaria sensibilidad que en ella continuamente afloraba, el padre consideró oportuno que recibiera clases de piano, entonces muy en boga entre las niñas de una posición social más o menos acomodada. Por supuesto, ella acogió la idea con gran entusiasmo, ilusionada con todo lo que aquello podía depararle: siempre se había visto capacitada para dedicarse a la música, para entenderla e interpretarla con el rigor que precisa su arte; cada vez que escuchaba alguna canción, su espíritu se enternecía de inmediato, sacudido por la emoción con que era emitida; se estremecía acaso con las coplas que cantaban las criadas en la cocina o en los dormitorios de la casa, con las saetas que de pronto atronaban en medio del gentío congregado en torno a un Cristo o a una Virgen de Semana Santa. Para facilitar la labor, don Ángel contrató a una reputada profesora para que acudiera por las tardes a impartirle a María las clases; compró un piano que hizo instalar después en un extremo del salón, al lado de un balcón que daba a la calle. La profesora resultó una mujer estupenda, un poco exigente quizá con las pautas que la alumna había de seguir para su aprendizaje. Era alta, de tez morena, con el pelo siempre recogido en un moño, los ojos marrones, de un tono algo desteñido. Sus dedos, largos y delicados, se desplazaban sobre las teclas con la suavidad de unas alas melindrosas, con el cariño que se pone en una caricia cargada de significado. María las seguía al principio con la fascinación de quien ha sido objeto de un poderoso hechizo, de una hipnosis a la que es imposible sustraerse. A veces tenía incluso la impresión de que aquellos dedos cobraban vida propia, independizándose del cuerpo al que hasta entonces habían estado unidos: los veía moverse por el teclado con una ligereza inaudita, con el gozo temprano que proporciona un feliz descubrimiento; era audaces y temerarios cuando acometían un movimiento más acelerado, cautos y sigilosos cuando interpretaban una pieza más sosegada. Fue, en verdad, asombrosa la facilidad con que aprendió a tocar el piano: le pareció algo prodigioso, una habilidad que tal vez estaba escondida en el fondo de su alma, a la espera de que ella supiera descubrirla para poder cultivarla. Se sorprendió a sí misma cuando comprobó que era capaz de hacer que la música brotara de las teclas, de reproducir lo que el compositor de una determinada obra hubiera pretendido plasmar en ella: parecía como si la creara de nuevo, gracias a la maravillosa facultad que con ayuda de la profesora había desarrollado. Con la música, se había vuelto aún más soñadora: si antes había sido proclive a imaginar mundos fantásticos, ahora ya nada la detenía a la hora de evadirse, especialmente cuando se abandonaba a las ondulaciones de una sonata o de una sinfonía; le bastaba dejarse arrastrar por unas simples notas para que su mente se trasladase a un espacio indefinido, donde todo era agradable y sereno. La vida, por acción de estos efectos melifluos, carecía de esta manera de aristas o de puntos astillosos: en ella, la realidad aparecía revestida de un aspecto nuevo, con tonalidades y matices de color que nunca se hubieran registrado, como si la misma naturaleza estuviera provista de secretas cualidades que solo fuesen visibles cuando sobre ella actuaba un poder mágico. Le gustaba, sobre todo, tocar el piano por las tardes, cuando la luz se desvanecía tras los cristales del balcón con reflejos anaranjados, cuando la ciudad de Granada se adormecía bajo la penumbra sonrosada que poco a poco iba invadiendo sus calles, cuando el mundo se volvía otra vez un ámbito extraño en el que nada pudiera reconocerse como hubiese sido, en el que las cosas ya no fueran sino como la antojadiza imaginación quisiese. Las notas sonaban entonces con un timbre insospechado, con una tensión insoportable: aleteaban con premura en el aire antes de ser reemplazadas por las siguientes, antes de formar parte de la composición de la que se hubiera creído que se desprendiesen; todas juntas constituían una bandada de acordes melodiosos, de aves armoniosas que se revolviesen en el cielo amoratado del crepúsculo. Todo era, en realidad, hermoso para María entonces. Vivía ensimismada, pendiente de las sensaciones que dentro de ella a menudo se generaban; por cualquier motivo, por nimio que pareciera, su corazón exultaba de satisfacción y de deleite. Dios, en tal estado, había vuelto a visitarla con la misma intensidad que en ocasiones anteriores, cuando su candor infantil se lo había representado quizá de un modo muy ingenuo, sin los atributos con que después había de imaginarlo. Dios ahora no era un ser lejano que tenía a bien comunicarse con ella, sino que se lo figuraba más bien como algo propio, como algo que misteriosamente viniera a confundirse en secreto con ella; aunque resultaba muy difícil de explicar, lo identificaba con el mismo amor que sentía, con la misma ternura que en tales momentos la embargaba. Con tanto fervor oraba cuando esto sucedía, que su actitud no podía pasar inadvertida para quienes con ella trataran, como les ocurría sin ir más lejos a sus padres cuando a la sazón asistían a aquellos desusados trances. María, arrodillada en su reclinatorio, parecía un ángel rendido ante la magnificencia de su Creador, con su negro cabello derramado en torno al óvalo macilento de la cara, los ojos vivamente iluminados por el fuego interior que dentro de ella irradiaba, las manos juntas, entrelazadas con indeclinable firmeza. El padre, ciertamente, guardaba en su memoria aquellas imágenes con honda emoción: aunque cabía tomar tales cosas como manifestaciones de un candoroso empeño, a él no se le ocultaba que podían ser signos también de una voluntad enardecida, de una vocación quizá irrefrenable. Él, que no era ajeno tampoco a las inmersiones del alma, veía en la hija cualidades y comportamientos que no debían de ser muy comunes en niñas de su edad, más propensas a vivir la fe de un modo menos profundo, en consonancia con las costumbres o con las normas que sus mayores les dictasen. Se daba cuenta de que María estaba dotada ya desde entonces de unas condiciones excepcionales, surgidas quizá del fondo de espiritualidad con que ella había nacido, por obra de una serie de factores heredados que Dios había destinado sin duda para ella. Todas las mañanas, antes de encaminarse hacia su trabajo, solía don Ángel besar en la frente a María: era aquel un gesto acostumbrado con el que pretendía conceder a cada jornada un valor más sentimental, ligándola con lo que él más había de estimar en la vida, con lo que él nunca debía olvidar en sus afanes diarios. La hija, por su parte, consideraba aquello como un hecho casi ritual, como un acto del que jamás podría prescindir. Le gustaba que el padre sellara con aquel beso todo lo que sentía por ella, todo lo que por ella era capaz de hacer; estaba completamente segura de que él no la decepcionaría: por muy duras que fueran las circunstancias que la rodearan, ella nunca habría de dudar de que él la socorrería, de que siempre comparecería para satisfacer su mayor necesidad. Un día, sin embargo, don Ángel no la besó en la frente: a la hora de salir se le acumularon tantas preocupaciones que pasó a su lado casi como si no la viera, casi como si no representara nada para él. Al principio se cuestionó María por qué actuaba de aquella forma, por qué no se detenía a besarla como siempre; pensó que no era cosa del padre, sino de ella, por algo que quizá hubiese hecho sin querer, por alguna falta de la que después había de arrepentirse. Se preguntó si lo que intentaba no era sino hacerla más responsable, obligándola a madurar y a prestar más atención a los deberes que le competían, en cuya realización a veces incurría en pequeñas negligencias. Pasó el resto del día un poco angustiada por lo que el padre le hubiera querido demostrar: aunque trataba de concentrarse en sus tareas, sus pensamientos se le iban con frecuencia al punto en que él salió precipitadamente de la casa sin fijarse siquiera en su presencia, casi como si hubiera dejado de existir para él. Cuando regresó, cerca ya de principiar la noche, apenas observó María ningún cambio en su talante: con la misma seriedad que por la mañana, se dispuso a hacer lo que había hecho siempre. Ella, sentada a la mesa del comedor, aguardó a que fuera la hora de la cena, convencida de que todo entonces había de aclararse. Fueron unos minutos de espera que le parecieron larguísimos, durante los cuales aumentó su preocupación. El padre, ya ante la mesa, dio gracias al Señor por los alimentos que iban a tomar; todas las miradas de los comensales se concentraban en él, incluida también la de María, que escrutaba con disimulo en su semblante las huellas de una posible desazón. De una forma asombrosa, don Ángel volvía a cobrar para ella los mismos rasgos que siempre había tenido: con cariño filial, lo veía de nuevo como el mejor padre del mundo, con el que ella debía sentirse muy a gusto. Sin pensarlo dos veces, se levantó de su asiento y fue a darle un beso en la frente, tal como él acostumbraba a hacer por las mañanas antes de salir de la casa. Lo hizo movida por un impulso repentino, por una necesidad imperiosa de congraciarse con él. Se quedó mirándola con sorpresa, un tanto aturdido por lo que la hija acababa de realizar: sin saber muy bien a qué obedecía aquello, algo le hacía sospechar que debía de tratarse de un gesto muy importante, una especie de respuesta con la que ella procuraba compensar un fallo que se hubiera producido quizá en sus relaciones, tal vez un error que hubiese cometido sin querer en su comportamiento, una omisión que para ella resultara imperdonable. Se acordó así de pronto de que aquella mañana él no la había besado: se le habían juntado tantas ocupaciones en su cabeza que no reparó en ella cuando se iba; lo consideró en ese momento, efectivamente, como una falta muy grave, y llevado también de un súbito arrebato, la tomó de los brazos y la apretó con paternal ternura contra su pecho, dejando que ella abandonase por unos instantes en él su cara, bañada entonces por unas lágrimas de embargadora emoción. Desde entonces, no quiso don Ángel dejar de cumplir con aquella primera obligación, y siempre que se dirigía a su trabajo por las mañanas, posaba un beso en la frente de nardo y de azucena de María. Ella lo quería mucho, igual que a la madre, de quien no deseaba tampoco apartarse nunca. Si ellos por desgracia le hubieran faltado en aquella época, el mundo para ella habría cambiado por completo de sentido; no lo habría concebido de ninguna manera sin su aliento, sin su cálida presencia. Por eso, en sus oraciones de aquel tiempo, lo primero que le pedía a Dios era que ellos nunca desaparecieran de su lado, al menos mientras ella fuera tan pequeña. Vivía así rodeada María de tiernos afectos, de reconfortantes halagos. A la afición por la música se unió pronto la de pasear por el campo, impulsada por la necesidad que sentía de ejercitar también las piernas y de moverse por espacios más anchos, por espacios muy diferentes de los que en la ciudad encontraba. Tenía el padre unas posesiones en terrenos colindantes con Granada, arrendados a colonos de Santa Fe y de Atarfe. Con el fin de ver el estado en que se hallaban, tomó la familia al principio la costumbre de visitarlos cuando el tiempo lo permitía; eran salidas muy cortas que poco a poco se hicieron más regulares, con las cuales María empezó a tener contacto con una realidad que hasta entonces casi desconocía. El padre le había hablado mucho de las labores del campo, pero realmente nunca había tenido ocasión de asistir a ellas o de comprobar los resultados que de ellas se lograban. Ahora le parecía todo prodigioso: le gustaba contemplar las hazas recién aradas, las besanas de surcos broncíneos, los tomatales de intrincado ramaje, los trigales de ondulado perfil... En otoño, el paisaje presentaba unos contornos más difuminados, como si se tratara de una estampa que perteneciera a otra época, a una época quizá muy lejana de la historia: bajo una luz macilenta de rosa o de amaranto, todo semejaba diluirse en una lámina de colores apagados, en una mancha confusa de ocres y de marrones indefinidos. La sierra, con las canas de sus primeras nieves, era una formidable muralla que se alzaba en el horizonte, velado por las gasas azules de las neblinas otoñales. Con la primavera, lo que parecía triste y mortecino se tornaba poco a poco alegre y jubiloso, pletórico de vida y de soterrados impulsos. Cubierto con el barniz de las mieses, el campo se convertía en un hermoso lienzo, repleto de paletadas verdes. Bajo el cielo azul, el panorama que se extendía ahora ante María era claro y maravilloso, de una luminosidad de mar rutilante, con cabrilleos de luz en ondas y en figuraciones de espuma, en frondas que se mueven cuando una ráfaga de aire las agita, en juncos que murmuran cuando la voz de la brisa entre ellos se enreda. La muralla gris de la sierra aparecía entonces empavesada de blancos pendones, con galas y esplendores de fiesta. Uno de los destinos más habituales de aquellas excursiones era una extensa chopera que había en el término de Atarfe, a no mucha distancia de donde se hallaban las posesiones de don Ángel. Se llegaba a ella a través de un estrecho sendero, flanqueado de balates en los que crecían yerbajos y árboles silvestres. Era un lugar propicio para el recreo en los días soleados, cuando resultaba grato guarecerse en las sombras para disfrutar de unas horas campestres. A María le gustaba corretear de un lado a otro, perseguida a veces por las amigas que la acompañaban hasta aquel sitio. Le gustaba también transitar sola por aquellos asombrosos parajes, bajo aquella bóveda de pintoresca verdura, con troncos alineados como esbeltas columnas de una catedral majestuosa, llena de recovecos y de misterios insondables, animada por los trinos de los pájaros que anidaban en ella. Todo era bello y emocionante allí: aquellos mismos trinos se le figuraban a María que eran cantos de serafines, cantos emitidos por voces celestiales que rendían culto al Creador; la luz del sol, filtrada entre las hojas, parecía descender también de las alturas divinas, semejante a un haz de alados átomos de oro que se juntasen para dar aquella impresión; a veces se detenía a mirar el vuelo de unas mariposas, dotadas de unos colores insospechados, de una tonalidad que jamás hubiese visto; se paraba acaso a aspirar un aroma nuevo, procedente quizá del mismo suelo sobre el que aquel mundo paradisíaco estaba asentado, de aquella mezcla de légamo y de ásperos matorrales que a menudo tenía que esquivar para ir por un camino más seguro. Apenas había, de esta manera, cosa que no fuese motivo de profunda emoción para María. Gozaba con todo lo que la naturaleza le proporcionaba entonces, con todo lo que Dios en el fondo disponía para que ella recreara y fortaleciera cada vez más su espíritu. Se sentía muy feliz, colmada de bienes y de privilegios de muchas clases, inmersa en un estado sentimental en el que nada podía resultarle contrario a sus intereses, en el que cualquier suceso que le ocurriese se convertía sin que ella lo mereciera en un nuevo foco de inopinadas satisfacciones. Le daba gracias a Dios por ello, por todos los beneficios que a diario de él recibía, por todas las mercedes que de sus inefables dones se aprovechaba. Una de sus mejores amigas de aquel período, con la que pasaba muchas tardes, era Rafaelita, hija de unos vecinos muy simpáticos con los que la familia acabó teniendo mucha relación. Igual que los padres, era ella de genio desenvuelto y gracioso, dado al chiste y a la ocurrencia pronta y fácil. María la apreciaba mucho por su franqueza y espontaneidad, por su trato sencillo y amistoso: siempre la encontraba dispuesta a jugar con ella, a hacer lo que ella quisiera, sin pedir nunca nada a cambio. Su alegría, natural y bulliciosa, la inducía a sonreír siempre: en su semblante, agraciado con unos ojos muy bonitos, solía lucir una expresión muy risueña, acentuada con los pliegues que se le formaban en las comisuras de los labios. Como aún no habían dejado de ser niñas, jugaban a lo que en ellas era más corriente entonces: imaginaban que eran princesas y que se vestían para suntuosas fiestas en un salón cortesano, en el cual llamaban la atención por la fineza y rica apostura de sus trajes; en su ensueño conversaban como si fuesen interlocutoras de un diálogo importante, con duques o con condes que se acercaban a ellas atraídos por su inusual belleza. María, muy propensa a pensar siempre en los más necesitados, se salía a veces de tales ensoñaciones para imaginar que eran señoras de alta alcurnia que habían decidido socorrer a los pobres: su labor consistía entonces en despojarse de sus riquezas para repartirlas entre menesterosos y hambrientos, a los que no dejaban de prestar atenciones. Otras veces las dos niñas se entretenían con el piano: María lo tocaba para que Rafaelita entonara canciones que su madre, muy aficionada al folclore, le había enseñado. Se figuraban en esas ocasiones que eran artistas y que tocaban ante un selecto auditorio: formaban así un dúo cuya fama se iba extendiendo, por lo que habían de intervenir en muchos sitios, todos ellos de reputado prestigio. Tales sueños de felicidad y de gloria solo tenían lugar en sus juegos. Comprendían luego que se trataba de una licencia de su fantasía, de un acuerdo establecido por las dos para escapar de la realidad en la que se hallaban. La llegó a querer mucho María a Rafaelita: encontraba en ella un corazón muy bueno, capaz de compadecerse también de las necesidades ajenas; a poco que la animaba, conseguía que la imitara en las acciones con las que solía atender a los pobres que acudían a pedir a su puerta. A María le habían dado siempre mucha lástima: veía en ellos una representación de la figura de Jesucristo, desamparado y cubierto de miserias, con su rostro macerado por el dolor y la fatiga. Otras tardes la ponía también a Rafaelita a rezar con ella. Se arrodillaban las dos en el reclinatorio del padre ante una estampa de la Virgen, cuando ya la luz agonizaba tras los visillos de las ventanas: con mucho fervor, María elevaba entonces sus oraciones a la Madre de Dios, convencida de que la escuchaba y de que había de rogar en aquellos instantes para que nunca se apagara en ellas la llama de la fe, la llama que en su interior ya ardía con inextinguible fulgor. Al lado de la amiga experimentaba un inusitado empuje para incrementar su piedad, para no ceder ante las tentaciones de una vida más relajada. "La Virgen nunca nos abandona", solía decirle a Rafaelita en el intervalo de sus preces, cuando las dos se sentían más sugestionadas por los misterios que sobre sus almas se cernían. Rafaelita, siempre más espontánea, le replicaba a veces que la Virgen debía de estar ya cansada de sus peticiones y que quizá tuviera otros casos a los que hubiese de atender entonces con más urgencia. "Es difícil que una madre se canse de los ruegos que le dirigen sus hijos", le contestó a su vez en cierta ocasión María, contenta de demostrar nuevamente la confianza que le inspiraba la Virgen. Fue un tiempo que, sin embargo, pasó muy ligero, al menos para ella. Un tiempo que parecía lleno de impresiones agradables, de sorpresas que siempre deparaban sentimientos muy hondos, de emociones que enardecían el espíritu y que lo trasladaban a un estado de indecible gozo, de inopinados encuentros con situaciones que resultaban muy edificantes, de paisajes de una extraordinaria belleza que dejaban siempre en la memoria una perdurable huella, de visiones que se esfumaban o que cobraban una inesperada nitidez a medida que se contemplaban con mayor fijeza, de deseos que parecían realizarse cuando más intenso era el arrebato que los acompañaba, de intuiciones que despuntaban en la mente y que dejaban en ella un reguero de posibilidades imprevistas, de llamaradas cándidas que prendían en su pecho y que lo embargaban de goces y de pasmos inauditos... Fue, en efecto, un tiempo feliz que a ella le había de parecer muy corto: cuando menos lo esperaba, el mal irrumpió en su cuerpo de un modo muy cruento; como hasta entonces apenas había padecido dolores, la forma en que se presentó le hubo de causar un profundo quebranto. Sin poderlo evitar, se vio muy abatida cuando comprobó que una enfermedad desconocida se abría paso por ella con despiadada insistencia. Algo que no comprendía la hacía sentirse muy molesta, una especie de retortijón en el estómago que le revolvía la digestión y que la obligaba al final a vomitar de una manera casi convulsiva. Un día y otro se repetía el mismo cuadro, sin que ella pudiera hacer nada por impedirlo. Los padres, alarmados por lo que le ocurría, decidieron llevarla al médico de confianza de la familia; el cual, después de un concienzudo análisis, afirmó que no tenía nada grave y que con una dieta más ligera pronto se le pasaría. El remedio, después de una breve mejoría, resultó pronto ineficaz, ya que los síntomas parecieron repetirse con mayor virulencia: a los vómitos se les vinieron a sumar temblores incontenibles, producidos sin duda por la endeblez que ya padecía. Angustiados por ello, los padres no dudaron entonces en consultar con un especialista, resueltos a gastar el dinero que hiciera falta por devolver la salud a la hija. El especialista, tras una serie de pruebas, confirmó el diagnóstico del médico de cabecera: ante la falta de un motivo concreto, dijo que podía tratarse de un mal crónico, provocado quizá por los cambios que con la edad se estaban produciendo en el organismo de la niña. 2 Entró así en la adolescencia con acusados problemas físicos. Las molestias del estómago apenas le daban tregua: cuando ya creía que se encontraba mejor, una nueva recaída volvía a despertar su dolencia, acentuada algunos días con una angustia muy grande que no la dejaba tranquila. Fue un período de frecuentes sobresaltos, a los que ella no tuvo al final más remedio que acostumbrarse como podía: comprobó que un poco de pollo asado lo toleraba con más facilidad que otros alimentos, por lo que no se dio a comer otra cosa cuando le sobrevenía una de aquellas crisis; de igual manera, pudo advertir que los huevos no le sentaban bien, sobre todo si eran fritos, así que se vio obligada a abstenerse de ellos, del mismo modo que había hecho con otros muchos sacrificios. A pesar de lo que sufría, ella no perdía nunca su buen humor, del que siempre había dado claras pruebas. Decía, por ejemplo, sobre aquello que cuando llegara al Cielo se iba a hartar de huevos fritos, ya que en la Tierra no había podido hacerlo. Era algo con lo que soñaba a menudo, apostillaba ante quienes la estuviesen atendiendo, algo de lo que decía sentirse segura después de todos los méritos que en la vida hubiese acumulado. Como estaba muy delicada de salud, tuvo que quedarse más tiempo del habitual en la casa, donde ya había aprendido a desarrollar aficiones con las que entretenerse. Además de la del piano, vino María a hallar otra que la satisfacía muy bien, como era la de la lectura de libros piadosos, en la que ya su padre la había iniciado. Llevada de su celo religioso, gustaba de leer todo lo que pudiera incrementarlo, especialmente las historias en las que se relataban hechos ejemplares, obras realizadas por personas que habían sido capaces de renunciar a todo por amor. Leyéndolas, ella se identificaba con los protagonistas, le entraban irrefrenables deseos de ser como ellos, de imitar lo que ellos hubieran hecho, todo lo que les hubiera servido para conquistar la gloria de la que ya disfrutaban. Le bastaba con imaginarlo para sentirse embargada de piedad, de inefables anhelos que la llevaban a soñar con un mundo mejor, en el cual estuviese suprimida la maldad, la inicua condición que apartaba a los seres humanos de los caminos del bien. Hubo un libro que la habría de marcar ya para siempre; cayó en sus manos casi por casualidad, como tantas otras cosas que ocurren en el mundo de un modo que parece azaroso, regidas tal vez por una voluntad superior que las hace posibles: alguien se lo había aconsejado en una reunión a su padre, quien no había dudado en adquirirlo en vista de la afición que ya mostraba su hija por tales lecturas. Se trataba de Historia de un alma, la autobiografía de Teresa de Lisieux, con la cual María entró pronto en comunión. Vio en ella enseguida un elevado ejemplo, un modelo muy claro de lo que a partir de entonces habría de hacer: si santa Teresita había ofrecido su vida por la redención de las almas, convencida de que esa era su misión, a ella, a María, no le cabía sino aspirar a emularla, aunque para ello hubiese de pasar por los mismos trances que se referían en el libro. Le venían, en esto, a la cabeza varios pasajes de los Evangelios en que se decía más o menos lo mismo, como aquel en que se asegura que quien trate de salvar la vida la perderá, al contrario del que la gana por entregar la suya a los demás, especialmente a los que menos tienen, a los que están faltos de lo que a los otros les sobra, a los que se encuentran solos y desamparados, tal vez enfermos o en la cárcel, desasistidos de quienes pueden ayudarles si quisieran. María pensaba también en los débiles, en los que habían caído en la tentación, en aquellos que por distintas circunstancias habían tomado derroteros que nos les convenían. Nadie era malo, se decía para animarse: lo que desviaba a la gente del camino justo era el mal, cuyos tentáculos se ramificaban por el mundo, atrapando a todos los que por descuido o por arrogancia se aproximaban a ellos. El mal que se multiplicaba y que se manifestaba de mil maneras diferentes, en formas a veces muy atractivas para quienes no estuviesen advertidos de sus embelecos. Para combatirlo no había mejor método que el sacrificio, que la entrega a un bien que nada tenía que ver con los que habitualmente proporcionaba la realidad. Se lo había enseñado santa Teresita con su ejemplo: ahora María estaba segura de que sus sufrimientos no serían en vano; si los aceptaba con resignación cristiana, encontrarían un merecido premio, el premio de verse recompensada con los favores divinos, con todas las gracias que del Cielo bajan a los justos, a los que deciden seguir las enseñanzas de Cristo. Entró así en un tiempo de reclusión, al que la obligaban las molestias que sufría en el estómago. Se acostumbró a renunciar a los placeres mundanos de los que normalmente está sembrada la existencia, pues no solo hubo de abstenerse de algunas comidas que antes le habían gustado, sino que también tuvo que conformarse muchas veces con la vida de austeridad que parecía tocarle, condicionada por las enojosas limitaciones que su enfermedad a menudo le imponía. Mientras sus amigas salían ya por entonces a fiestas y a celebraciones de postín, ella había de quedarse en la casa debido a su maltrecha salud, sin poder lucir los vestidos con que las otras se engalanaban para tales eventos. En lugar de envidiarlas, se daba sinceramente a alegrarse por la suerte que tenían, al tiempo que rogaba también a Dios por ellas para que no se dejaran seducir por los lujos y esplendores de los que iban a verse rodeadas. Amante de la música, lo único que María no se quería perder eran los conciertos que se celebraban por el Corpus en la Alhambra. Su alma sensible no podía prescindir de espectáculos tan sublimes, con los que se seguía elevando a estados de inefable goce. Un día, sin embargo, tuvo que dejar de ir a uno de ellos a causa de un inoportuno accidente; aunque al principio supuso para ella un gran contratiempo, muy pronto comprendió que podía tratarse de una nueva mortificación que Dios le mandaba, propiciada en aquel caso por la quemadura que en la mano derecha había padecido. Como hubiera hecho santa Teresita, aceptó aquella contrariedad como un regalo, como un medio que Dios le enviaba para purificar aún más su espíritu. Con tantas renuncias, aprendió también a conformarse con la imagen que acerca de ella pudieran tener los demás. La verían como una chica pacata, con escaso vuelo para desenvolverse en medios sociales. Aunque no era fea, la larga enfermedad que padecía había dejado en su rostro notables secuelas, de las que ya era imposible resarcirse: al color cetrino de su piel se había venido a sumar el brillo apagado de sus ojos, acentuado por los ribetes morados que de continuo los circundaban. Cada vez que se miraba al espejo, comprendía que ella no podía gustar a nadie: al aspecto ajado que presentaba se unía además la falta de atributos y de donaires con los que otras sabrían atraerse la atención de las personas que les interesasen. Ella, por otro lado, nunca se había visto arrebatada por el amor de ningún chico: si alguno le había gustado, se había tratado siempre de algo pasajero, de un sentimiento indeciso que no había acabado de concretarse, de una especie de atracción que en ella no podía tener demasiado arraigo. Lo había vivido sin la pasión que consumía a la mayoría de sus congéneres, pues la adolescencia era una época muy propicia para emociones desmedidas: según observaba en su entorno, el amor debía de ser lo primero, el objetivo principal por el que se había de regir la vida; todas sus amigas hablaban constantemente de posibles novios, de tipos que reunían condiciones muy apreciadas, de individuos muy apuestos con los que coincidían en reuniones y saraos. María, por lo común, permanecía más bien ajena a tales conversaciones, pues para ella todo aquello eran veleidades que habían de pasar pronto, sentimientos volanderos de los que no cabía esperar que dieran demasiados frutos. "Yo no he nacido para presumir", solía decirle a su amiga Rafaelita cuando iba a visitarla. "El Señor ha querido apartarme del mundo", reflexionaba con frecuencia después ante la mirada atenta de la otra, que no se decidía a replicarle. Esta renuncia no fue, con todo, comparable con la que la enfermedad le vino a imponer también después, ya que debido a su precario estado tampoco podía aspirar a culminar la vocación religiosa que poco a poco se le iba despertando con los libros piadosos a los que ahora se había dado a leer. Por el interés que en ella había suscitado Historia de un alma, quería ser como santa Teresita monja carmelita: servir a Dios, como le pasó a ella, se había convertido en su mayor ilusión, en una ilusión que alimentaba con los continuos sacrificios y oraciones a los que ahora se entregaba a lo largo del día. Más que una decisión, se trataba de un secreto, pues intuía que era muy difícil que se llevara a cabo: lo tomaba como un sueño, como una conquista que su imaginación fabricaba de un modo parecido al que le había impulsado a construir aquellas historias fantásticas que de niña tanto la atraían. La fe volvía a ser así en ella una energía interior que le daba fortaleza: como el árbol que en invierno se muestra oscuro y decrépito a pesar de las oleadas de savia que lo recorren por dentro, ella se sentía revitalizada por la gracia de Dios a pesar de su aspecto enteco y decaído. Durante muchos días le dio por revivir aquel sueño con el que siempre escapaba de la dura realidad de su vida. Permanecía quizá varias horas absorta en su desarrollo, pendiente de los giros que iba adquiriendo en su imaginación. Cuando regresaba de él, no le quedaba más remedio que volver a afrontar su situación, sustentada en las corrientes de fe que por sus adentros fluían. Esto no podía sino causarle cierto sinsabor, motivado por la impresión de haber perdido el tiempo en cosas irreales, de las que por fuerza había de sacar poco provecho. Así, un día, insatisfecha en el fondo con aquello, se atrevió a revelarle a su padre lo que le ocurría. "Me da por imaginar que soy monja y que me consagro por entero al Señor, igual que he leído que hacía santa Teresita; luego, cuando me canso de pensar en ello, comprendo que es una ilusión insensata, pues a mí nunca me admitirían en un convento por lo débil y enfermiza que me encuentro", le dijo casi balbuceando, transida de emoción. "Lo mejor será que te conformes con lo que tienes: Dios te ha hecho así y te quiere seguramente como eres", le dijo en aquella ocasión él, atrayéndola para sí con objeto de reclinar su cabeza en el pecho, igual que hiciera cuando ella era pequeña para protegerla contra algún miedo, contra alguna mala sospecha que en su mente apuntase. Tal revelación tuvo un efecto casi inmediato, pues a María se le disiparon pronto aquellas inquietudes. Si Dios la quería como era, estaba segura de que no había de quererla como monja, sino como una seglar dispuesta a seguirlo en los sitios que él dispusiese, rodeada de las personas con las que él hubiese determinado que se relacionase. Con esta resignación, vivió mucho más tranquila. El mal, cuando la sacudía, era solo un medio con el que podía santificarse, un medio que Dios quizá había puesto en su camino para alcanzar las gracias sobrenaturales que a ella hubiesen sido destinadas. En verano, cuando se encontraba algo mejor, acostumbraba a salir a pasear con la madre por los bosques de la Alhambra. Lo solían hacer por las tardes, como habían hecho tantas veces juntas en otro tiempo por las calles de Granada. Era también aquella una afición que María no había perdido; a pesar de su debilidad, realizaba un esfuerzo por ejercitar las piernas, a menudo entumecidas en invierno por la falta de movilidad. Le servían también aquellos paseos para relajar su espíritu, para empaparlo otra vez de naturaleza, con la que siempre había tenido un contacto muy fructífero. María, por su especial condición, no dejaba de sentirse parte de ella, parte de las mil caras con las que ella se le ofrecía a cada instante, parte del aliento que parecía desprenderse de su accidentada superficie. Como en los veranos residían en el carmen, les resultaba a las dos muy cómodo caminar por aquellos contornos, siempre llenos de encantos y de sugerencias muy variadas. Aquellos bosques centenarios, poblados de sombras y de silencios, ejercían un singular influjo en el alma de María, predispuesta siempre a dejarse seducir por todo lo que fuera digno de ser admirado. Impulsada por su imaginación, creía estar asistiendo a una escena de otra época, en la cual ella se adentraba con su madre en un mundo misterioso, en una suerte de cueva gigantesca que sostenían aquellos recios troncos de álamos y castaños descomunales. La luz del sol, detenida en las alturas, era una canción susurrada que se deslizara entre las frondas, una nota tierna que no hubiera terminado de formularse. Los pájaros celebraban la belleza de la hora con sus cantos innumerables, con sus requiebros agudos de alacridad y de fervor. El agua de las acequias no paraba de tintinear, dejando en el aire soñoliento un largo sartal de risas y de murmullos indeclinables. Acostumbrada a orar y a mantener frecuentes diálogos con el Creador, María lo contemplaba todo como obra suya, admirándose de cuanto veía y gustaba en los paseos que daba con su madre. Se sorprendía a menudo de las cosas tan bellas que atesoraba Granada, de los secretos que en cada rincón ella podía vislumbrar, como si fueran los restos de un tiempo antiguo que no hubiera acabado de marcharse. Granada era, sin duda, una ciudad mágica, una ciudad que resurgía de su pasado a cada momento, en un pasaje sombrío que atravesase una grácil alameda, en un fragmento de muralla que descollara en un ribazo cubierto de maleza, en un torreón de color amelocotonado que se levantase sobre un poniente rojizo, en una calleja empedrada de casas crepusculares que se precipitara por una empinada cuesta sobre un fondo de tejados decrépitos... En medio de tantos padecimientos, la vida le deparaba, pues, a María reconfortantes emociones, la mayoría de ellas propiciadas por su espíritu inquieto e inconformista. Además de la lectura de libros piadosos, dio también en meditar todos los días los Evangelios, en los cuales encontraba argumentos muy valiosos para que su fe siguiera madurando. Muchos de ellos los anotaba, llevada por un celo exacerbado de registrar todo lo que en sus meditaciones se le ocurría, ya que sospechaba que era algo que Dios le inspiraba directamente a ella. Anotaba no solo los pensamientos que al hilo de la lectura concebía, sino también las impresiones y los propósitos que a tenor de ellos llegaba a hacerse. Fue tal la fuerza de su costumbre en la realización de aquel ejercicio que lo convirtió en una práctica diaria de la que ya no podía prescindir: con ella se desahogaba, se arrepentía de las faltas en las que hubiese caído, reflexionaba acerca de sus intenciones, escrutaba rincones de su alma que hasta entonces hubieran permanecido ocultos a su propia conciencia... Uno de los temas en los que más meditaba por aquel tiempo era la humildad: tenía afán por ser perfecta, por corregir todos los excesos de orgullo o de soberbia que en ella pudieran asomar; no consentía que se hubiera molestado por haber quedado en un segundo término, por no haber sido reconocida en una reunión en la que se celebrasen los losgros o los éxitos de los demás; si notaba alguna concesión en este sentido, por muy leve que fuese, su deseo de ser humilde la llevaba a deplorar su actitud, a recrearse incluso con aquel asomo de despecho o de contrariedad que hubiese sentido. Quería ante todo seguir la voluntad de Dios, aferrarse a ella como a una tabla segura que la hubiera de conducir al puerto de su salvación. Sabía que su mayor peligro consistía en creer que los dones que tenía solo eran suyos: para combatirlo, se decía con frecuencia en sus ratos de oración que todo procedía de Dios y que ella nunca podría cumplir lo que se propusiera sin él. "Sin Jesús nada soy, nada valgo, nada puedo, nada merezco", escribió en cierta ocasión como si pretendiera convencerse así mejor de aquello, sobre lo que no deseaba ya tener ninguna duda. La oración le daba fuerzas: aprendió a apoyarse en ella, a tomar de ella el impulso que le faltaba para vencer todas sus fatigas, para dominar todas aquellas inclinaciones que la inducían a llevar una vida más cómoda, una vida muelle en la que nada venía a ser pecado, en la que las cosas no tenían otro valor que el provecho o el placer que cada uno pudiera sacar de ellas. Repudiaba tanto esta forma de vivir que le pedía a Dios con ahínco que alejara las tentaciones de ceder a sus seducciones. "Si yo soy débil, él es la fortaleza; si estoy ciega, él es la luz; si pobre, él es la riqueza", anotó en otro momento de apuro en el que volvió a acogerse a la benevolencia de Dios. Escribía mucho María. Cada vez lo hacía con un estilo más depurado, con una fluidez mayor: a medida que se ejercitaba en la escritura, encontraba nuevos recursos, nuevos modos de expresar los pensamientos y sensaciones que en su mente o en su corazón afloraban. Era tanto lo que quería decir que a veces había de escribir muy deprisa, al ritmo con que todo aquello fluía. Eran sentimientos en ocasiones muy hondos, en los que por necesidad tenía que pararse a fin de hallar la forma más adecuada de describirlos: se sorprendía entonces de que no hubiese en la lengua palabras o expresiones para plasmar con fidelidad todo lo que sintiese, para comunicar a otros toda la riqueza de emociones que en su interior albergaba. Por ver de lograrlo, ensayaba con metáforas o con imágenes que pudiesen transferirlo, con paradojas o con repeticiones que retorciesen el sentido de sus oraciones para extraer de ellas una sustancia nueva. Sus escritos se hacían así extraños para los que los leyeran, para los que no estuviesen versados en los misterios de la fe. "¿Para qué quiero yo la vida si no la empleo en amaros?", le dijo a Dios un día en que se sentía henchida de satisfacción, después de haber comprobado que todos los placeres del mundo eran vanos y desdeñables en comparación con el gozo que se experimentaba en los encuentros con el Creador, en los instantes supremos en que su alma entraba en contacto con el Hacedor de todo. No, no podía haber nunca nada más grande, nada más intenso que disfrutar del mayor bien al que los humanos debían aspirar, un bien que solo era concebible en una dimensión celestial y que Dios daba a gozar en la Tierra a aquellos que ponían todo su empeño en conseguirlo. Había comprobado además que el amor era el único medio para obtenerlo, una especie de llama con la que alma se incendiaba toda en presencia de quien tanto quería: si ella amaba, estaba segura de que Dios siempre le correspondería, aun cuando a veces hubiese de pasar por pruebas muy dolorosas, por momentos en que la vida le pareciera un desierto inhóspito. Le ayudaba mucho para meditar la música. Interpretándola, su corazón se sentía embargado de ternura, predispuesto para elevarse hasta las alturas místicas, hasta los cielos por los que a veces su imaginación discurría, en los que creía por un instante encontrar la gloria que en el mundo le era negada. Se ponía a tocar el piano por las tardes, antes de abandonarse a la oración vespertina, con la cual iniciaba una serie de prácticas piadosas que concluían casi al anochecer. Era este un ejercicio que le servía para relajarse, para limpiar su conciencia de las impurezas que antes se le hubieran adherido: a medida que tocaba, iba sintiendo cómo su espíritu se volvía más liviano, de una naturaleza casi angelical, agraciada con dones que ella no hubiese calculado, con facultades que de pronto estaban a su servicio, en virtud de aquellas notas que sonaban, de aquella melodía que repercutía en su interior. Era como si toda ella se tornase materia musical, un ser alado que sobrevolase por encima de las circunstancias a las que antes había estado sujeto, un ser libre en el que ya nada pesase, inmune a los dolores o a los insidiosos sobresaltos que habían conmovido antes su existencia. La música la trasladaba así a una región de la que nunca quería volver, en la cual después su oración hallaba siempre un campo propicio, un campo abonado de ternura y de dúctil ensoñación, sin piedras que hiciesen escabroso su tránsito, sin maleza que hubiese que arrancar para que las plantas que en él se cultivasen no tuvieran ningún impedimento para crecer. Con todos aquellos ejercicios María iba madurando en fe y en seguridad. Sus meditaciones sobre los Evangelios le habían otorgado una firmeza que antes no tenía: todas sus palabras estaban ahora inspiradas en ellas, en las ideas que de sus numerosas reflexiones hubiese extraído. Por eso, cada vez que se le presentaba ocasión, se explayaba comunicándoselas a otros, deseosa de darlas a conocer a los demás para que en ellos también arraigaran, de la misma forma que ocurría en la parábola evangélica con la semilla que se arroja en un terreno fértil y da abundante fruto. Se veía así en esos instantes como una continuadora de la obra de Jesucristo, como una discípula aventajada que quisiese imitar en todo al Maestro, al Rabbí que predica con el ejemplo y que trae la redención a los oprimidos por el pecado. Las criadas de la casa eran casi siempre las destinatarias principales de sus discursos. "Cuando se pone a hablarnos de Dios, no hay quien la pare", le decía Amelia con frecuencia a don Ángel, que se veía obligado entonces a sonreír a causa de las energías que empleaba su hija en la difusión de la fe. "Con ella al lado nos vamos a volver todas muy beatas", apostillaba a veces la criada ante el regocijo de aquel. No solo mostraba María fervor por la Palabra, sino que también trataba de cumplir fielmente lo que en ella se decía, pues de lo contrario de nada servía entusiasmarse por algo que después no había de dar ningún resultado: la prueba más clara de que se creía en ella debía ser la actuación que generaba, el comportamiento que necesariamente tenía que propiciar. Uno de sus frutos, acaso el más importante, era el de atender a los más desfavorecidos, a los que vivían a expensas de la caridad de los demás. María se preocupaba mucho por ellos: los tenía presentes siempre en sus peticiones al Señor; los consideraba como unos hermanos, como unos hermanos desvalidos a los que estaba obligada a socorrer. Si alguno de ellos iba a pedir a su casa, salía enseguida a su encuentro, dispuesta a hablar con él y a ayudarle en lo que pudiera. Eran la mayoría mendigos, hombres y mujeres desarrapados que pululaban por las calles de Granada en busca de una limosna, con rostros curtidos por el frío y la desolación, en los que ella creía ver reflejado el rictus de dolor de Cristo. Le gustaba hablar con ellos, interesarse por la clase de vida que llevaban, por la dureza a la que cada día tenían que enfrentarse. Ellos le contaban con creciente confianza las tristes experiencias que habían tenido, las vejaciones y denuestos a los que por fuerza habían de someterse por culpa de su malhadado destino; le revelaban todo lo que sentían, todo lo que en sus corazones albergaban como un secreto, como un valor oculto que no quisiesen dar a conocer sino a quienes ellos más estimasen, tal vez un resto de conciencia con el que se sintiesen todavía asidos al mundo, la certeza quizá de que no eran en el fondo como la gente pensaba, de que aún conservaban un reducto de dignidad que los salvaba del abismo de abyección y de impurezas al que parecían condenados. Como si fueran representantes de una turba de indeseables leprosos, acudían todos los días a las casas de las únicas personas que no se habían mostrado reacias a atenderlos, temerosos de que su presencia pudiera despertar todavía algún recelo, algún gesto de contrariedad o de rechazo que los obligara a retroceder entonces sobre sus pasos. Ellos, los pobres, no estaban seguros de nada: carentes de todo, no abrigaban tampoco ninguna esperanza acerca de su suerte; se veían sujetos a un estilo de vida que difícilmente podían abandonar, a un régimen de pobreza que los hacía esclavos de la desgracia con la que habían nacido. Iba, a propósito de ello, a la casa una mendiga que a María había de dejar una especial huella. Su figura escuálida y envejecida siempre le había impresionado mucho: tenía el cabello lacio, manchado de canas y de mugre; los ojos turbios, de un verde casi desvaído; el cuello lánguido, cuarteado de arrugas. Su imagen desvalida le recordaba la de los menesterosos que habían debido de acompañar al Señor por los caminos de Galilea, gentes llegadas de todos los sitios que se decidían a seguirlo atraídas por todo lo que sobre él se decía. Más que lástima, le inspiraba ternura aquella mujer, casi siempre sola, embutida en un sayal raído, con una cesta de mimbre bajo el brazo, en la que guardaba todo lo que le daban, a menudo sobras de comida, mendrugos de pan duro que luego habría de roer con los escasos dientes que le quedaban, porque tenía la boca descabalada, como seguramente había de tener otros órganos de su cuerpo, macerados por las faltas que padecía, por las prolongadas fatigas que a lo largo de su existencia se habían ido acumulando. Para ayudarla, María disponía de una pequeña caja de madera, en la cual depositaba todas las monedas que de forma inesperada le daban en la casa, proporcionadas en la mayoría de los casos por familiares que iban a visitar a sus padres, tíos y primos que de alguna manera se venían a compadecer del estado de salud en el que ella se encontraba. Con aquellas generosas dádivas, Rosalía, la mendiga, se sentía con frecuencia satisfecha, pues muchas veces le permitían granjearse algunos alimentos con los que mantener provisionalmente a su familia. Se conformaba en realidad con muy poco, como en más de una ocasión reveló a su benefactora. "La suerte que tengo, señorita, es haberla encontrado", solía decirle cuando hablaba con ella. "Es una suerte muy grande contar con un alma caritativa, con una persona tan buena como usted", trataba de aclararle con su voz hueca, agrietada por las penurias, por el aire descompuesto y agriado que se escapaba de su boca. Un día en que había llegado más abatida que otras veces, Rosalía acabó por besarle las manos después de que ella hubiera dejado en las suyas la consabida limosna. A María no pudo por menos de sorprenderle aquel gesto: lo consideró al principio excesivo, provocado quizá por algún dolor oculto que le corroyera las entrañas, por alguna frustración reciente que no hubiera podido contrarrestar todavía. "En el mundo no hay caridad, señorita", le dijo a modo de justificación después, mirándola con inmensa tristeza a los ojos, como si no tuviera ya otra forma de mirar en la vida. Repuesta de su sorpresa, María trató de consolarla: "Confíe en Dios, que él siempre la escucha", le replicó con seguridad, procurando insuflar en su alma la fe que le faltaba. Fue un diálogo muy intenso el que mantuvieron aquel día: Rosalía intentó en todo momento soslayar el motivo de su tormento, quizá porque no supiera cómo nombrarlo, porque realmente no tuviera una causa concreta; María, por su parte, continuó hablándole de Dios, le aseguró que para él no debía haber nada imposible, según le declaró el arcángel san Gabriel a la Virgen. Como si un rayo de luz se hubiera colado subrepticiamente en sus entrañas, al final pareció vislumbrar la mendicante una salida en el oscuro túnel en el que se encontraba: las palabras de María, aunque dichas con mesura, habían surtido en ella el efecto de un bálsamo remediador, de un lenitivo capaz de paliar por unos momentos el alcance de su desgracia. Se le vio incluso sonreír cuando se iba, como una prueba quizá del agradecimiento que entonces sentía, del barrunto de fe que en ella había comenzado a insinuarse. Aquella experiencia le vino a demostrar a María que podía cambiar el corazón de las personas si les hablaba con amor, si las trataba con el respeto y la atención que todas merecían: lo que había hecho con Rosalía era un pequeño milagro, una pequeña obra de caridad con la que había conseguido devolver la tranquilidad al alma quebradiza de una pobre mendiga. Con quince años, se había sobrepuesto ya María a muchas dificultades, en cuyo vencimiento había ido ganando en templanza y en seguridad. Su confianza en Dios era firme, apuntalada por continuos ejercicios y meditaciones que la encendían cada vez más en amor, en un fuego ardiente que la depuraba y que la hacía crecer espiritualmente ante los demás. Sin embargo, aún hallaría en su camino más escollos y rudezas que tendría que salvar, como muy pronto habría de comprobar cuando su madre cayó en un estado de depresión del que no sabía cómo escapar. Quizá a causa de su misma enfermedad, había desarrollado un espíritu pusilánime y tornadizo, proclive a dejarse arrebatar por mínimos temores, por vagas sospechas que en él despuntaran. Tan agudo fue el cuadro que presentó, que el médico de cabecera no dudó en internarla en un centro hospitalario, en el cual se le podía dar quizá el tratamiento adecuado para su recuperación, alejada así por unos días del lugar en el que se había gestado su mal. Para María, fue muy doloroso este trance. Sin poderlo evitar, se culpó a sí misma de lo que le pasaba a la madre: había vivido tan pendiente de ella que por fuerza había tenido que enfermar; su mente, agobiada por tantos padecimientos suyos, se había resentido finalmente de aquella manera, poblándose de miedos y de turbias asechanzas. Don Ángel, el padre, no perdió nunca la compostura: con un aplomo asombroso, fue capaz de arrostrar la difícil situación; se creía quizá imprescindible para llevar el timón de aquella nave que estaba a punto de naufragar, víctima del embate de un oleaje embravecido y cruel. Él fue, ciertamente, quien la animó para sobrellevar la ausencia de la madre, para aguardar con esperanza el momento de su recuperación. "Es algo transitorio", le decía una vez y otra, confiado en que así había de ser. Alentada con su ejemplo, María trataba de no caer en la desesperación; se acordaba de pronto de lo que ella misma le había dicho a Rosalía y hacía un esfuerzo por levantarse y por recuperar su confianza en Dios, de quien nunca había de dudar a pesar de las asperezas de las que estaba inevitablemente sembrada la vida. Fue, realmente, muy duro lo que María tuvo que soportar. Cada vez que iba con el padre al hospital para visitar a la madre, sufría un gran impacto, no tanto por el aspecto que presentaba como por todo lo que allí la rodeaba, por la sensación de impotencia y de abatimiento que le producía verla en aquel sitio, postrada en una cama muy estrecha, en un cuarto de paredes desangeladas, con el techo excesivamente alto. Tenía la impresión de que se la hubieran secuestrado a la madre, de que la hubiesen depuesto a un cuartel frío, a una suerte de cárcel o de infierno de los que no pudiese salir. Su mirada anhelosa era un puñal que atravesaba su pecho, una daga muy fina que la hacía conmoverse de un modo incontrolado: aquellos ojos vidriosos, sumidos en sombra, buscaban con ansiedad los suyos siempre que acudía, siempre que se acercaba a ella con paso precavido, con el temor de descubrir un nuevo síntoma que viniese a acentuar sus temores. Impresionada por su estado, María dejaba que fuera el padre quien se relacionara con ella, quien tratara de consolarla para mitigar su dolor: admiraba en su progenitor la serenidad con que en tales momentos respondía a las apuradas peticiones de la madre, a los desesperados requerimientos con que siempre los recibía. En lugar de descomponerse por ello, parecía como si entonces cobrara nuevos impulsos para afrontar tan embarazosa situación: se le veía incluso gallardo y animoso, siempre dispuesto a conversar con la enferma con la misma complicidad que hubiera empleado en otra ocasión, en cualquier otro instante de su matrimonio; tenía mucha facilidad para atraer su atención, para suscitar su interés sobre determinados temas, para sonsacarle su opinión acerca de ciertos asuntos, por lo general muy alejados del entorno en el que ahora ella se encontraba, de aquella fría habitación del hospital, de aquel destartalado recinto donde se consumía. Amparada por su próvida afabilidad, María procuraba mantenerse en un segundo plano, atenta a lo que ellos entonces dialogaban, como si el papel que le correspondía consistiera precisamente en espiar lo que hiciesen, en vigilar con discreción sus movimientos. Por espacio de más de una hora, su conversación se prolongaba casi de forma ininterrumpida: a la intervención del uno le sucedía pronto la respuesta del otro, sin que en ningún momento pudiera decirse que decayera lo que hablaban, aunque solo fuera sobre aspectos muy livianos, sobre detalles que en otro contexto apenas hubieran tenido importancia. En cuanto su madre se quejaba de algo que no soportara, su padre la alentaba del modo más oportuno, con palabras que parecían más bien inspiradas por la necesidad. Durante muchos días se repitió de manera casi indefectible la misma escena: ella se quedaba a unos pasos de la cama en la que yacía la madre, como un personaje secundario que se limitara a asistir a la acción principal que ejecutaban los protagonistas, disimulando que escuchaba con especial cuidado todo lo que ellos entonces decían. A veces, afectada por lo que veía, se asomaba a la única ventana del cuarto, desde la que contemplaba un jardín umbrío, con varios macizos de boje alineados en torno a una vieja fuente de mármol, con enhiestos cipreses de copa verdinegra, cuajada de gritos agudos de pájaros y de misterios. A María no podía sino causarle un profundo efecto aquello, especialmente en el instante de la partida, cuando tenía que despedirse de la madre, que se quedaba de nuevo sola en aquel lugar inhóspito, en aquel lecho incómodo en el que había de permanecer la mayor parte del día, al cuidado de unas enfermeras que de ningún modo podían tratarla como lo hubiera hecho su padre. Como si quisiera retenerla con ella, la madre la tomaba de las manos antes de que se marchase: durante un rato se las apretaba con cariño, mirándola al mismo tiempo a los ojos para que no se le olvidara lo que estaba viviendo, para que guardara quizá en la memoria su imagen, para que de esa manera las dos pudieran seguir estando unidas. El áspero contacto de las manos de la madre le parecía a ella tierno, dotado de una suavidad interior que lo convertía en algo muy agradable, en algo con lo que quizá hubiera soñado alguna vez, una caricia tenaz que se extendía por su piel de un modo sigiloso, igual que si lo hiciera el ala de un ángel, el impulso de unos dedos que se clavan en el dorso de sus manos abandonadas, entregadas a la fuerza con que otras las oprimen, con que otras las retienen para que no se escapen. María hacía entonces un gran esfuerzo por no llorar: sabía que no le quedaba más remedio que resistir; tenía que ser dura, aguantar los sentimientos que en aquellos instantes ablandaban su corazón; presumía que si lloraba a su madre no le habría de sentar bien, sufriría aún más de verla a ella sucumbir al dolor, a la pena tan grande que le causaba su enfermedad. La despedida se prolongaba hasta que la madre decidía por fin soltarla: lo hacía con inmensa tristeza, como si se desprendiese de una pieza esencial, de una parte de sí misma sin la que nada hubiera de tener ya para ella sentido. ¿Qué haría entonces, confinada en aquella especie de celda? ¿Con quién se desahogaría allí si no tenía a los seres que podían proporcionarle algún consuelo? ¿En qué ocuparía el tiempo hasta que ellos regresasen, ansiosos por visitarla de nuevo? Sería muy penosa su soledad, abrumada por pensamientos siempre muy tristes, por oscuros barruntos de los que nunca lograría zafarse. A María le preocupaba mucho que su madre jamás se repusiera, que siempre tuviera que permanecer en aquel hospital. Le pedía a Dios que la iluminara, que la sacara de aquella postración: él, que todo lo podía, era capaz de hacer que ella cambiase, que su mente se volviera más fuerte de lo que era. Por eso, todos los días, siempre que regresaba de la visita, se encerraba en su cuarto para abundar en sus peticiones, confiada en que Dios habría de acceder al fin a ellas si le rogaba con insistencia. Al cabo de un mes, la madre volvió a la casa: en vista de que no se producía en ella ninguna mejoría, los médicos habían aconsejado su vuelta. La estancia en el centro hospitalario le había permitido al menos a doña Luisa comprobar que era allí, rodeada de los suyos, donde debía superar su mal. Para María, por su parte, significó aquel traslado una nueva concesión que Dios le hacía, una concesión quizá pequeña, adaptada a la medida de sus necesidades. Esto sirvió para que se estrechara aún más el vínculo que la unía con su madre. Durante varias semanas, apenas quiso apartarse de su lado. La sacaba incluso a pasear con ella por Granada, igual que habían hecho en otro tiempo, cuando era la madre quien la llevaba de su mano por las calles. Era entonces primavera, por lo que se percibía en el ambiente un cambio notable de decoración, con una nueva luz que empezaba a sonreír y a cabrillear por todas partes. La ciudad parecía rejuvenecer también, con una población remozada que crecía a cada instante, concentrada en las plazas y en las puertas de los mercados, una población bulliciosa, compuesta por personas llegadas de los más variados rincones. A las dos les gustaba codearse con ella, verse rodeadas por una multitud variopinta, por rostros de distintas expresiones, por caras exultantes de alegría, por semblantes en los que se dibujaba inopinadamente el temblor de una emoción contenida, el aleteo de una esperanza cierta. Les gustaba deambular entre la gente, confundirse con ella, participar de las acciones o de los movimientos en los que estuviese ocupada. A veces se paraban, reponían fuerzas, se fijaban en un detalle cualquiera, en un gesto extraño, en una voz aguda que se elevara por encima de las demás, en el vuelo de una falda, en la donosa desenvoltura de una capa o de un mantón graciosamente abrochado, en un revuelo plácido de amigos que se encuentran en una esquina, en el brillo tornasolado de un escaparate, en la cabellera nacarada de un surtidor, en el bozo apenas apuntado de las hojas de unos árboles, en el rosa desvaído de una fachada antigua, en la atmósfera morada de un crepúsculo... Al cabo de un tiempo, doña Luisa se fue encontrando mejor. Lo notó en las ganas que tenía de salir con la hija, en el ánimo resuelto con que acogía todo lo que ella le propusiese, sin reparar siquiera en lo que le había sucedido, en la crisis por la que había pasado. Ya no pensaba tanto en la salud de su hija, no se preocupaba por ella con la misma intensidad de antes: se sentía más segura, como si aquella vulnerabilidad hubiera remitido poco a poco ante el empuje de una nueva fuerza, de un nuevo modo de entender la vida. Quizá fuera, se decía, el aliento que María le insuflaba, la actitud con que ahora se desenvolvía: su ejemplo la animaba, la impulsaba a hacer ella lo mismo. Le había dado, además, por pensar que Dios nunca le permitiría ceder otra vez a la turbación, rendirse al miedo que tanta incertidumbre y desasosiego en ella había generado. Fue, en definitiva, un tiempo propicio para la dos, en el que las cosas parecían por momentos volver a su cauce después de la tormenta que las había alterado, después de los tristes episodios que ambas habían vivido. Mientras tanto, don Ángel seguía enfrascado en sus asuntos, entre los cuales concedía un lugar prioritario a la suerte de su familia. Sin desmayar nunca en sus inveterados principios, no dejaba de encomendarse a Dios cada día para que jamás le faltara su impulso, el golpe de gracia con que había de sobrellevar de la mejor manera posible todo lo que le deparase la existencia. 3 Con quince años, María daba muestras de una madurez poco usual: se había acostumbrado desde pequeña a sobreponerse a sus propias limitaciones, a los efectos de una salud muy precaria. Al contrario de otras chicas de su edad, ella no se venía nunca abajo, sino que siempre sacaba fuerzas de flaqueza para soportar todo lo que le sobreviniera, para extraer siempre de sus experiencias algo positivo, algo que le sirviera para ser cada vez más buena. A su amiga Rafaelita le confesaba en muchas ocasiones lo que sentía; las dos se habían decantado ya a aquellas alturas por un derrotero muy diferente del que seguían por entonces la mayoría de las adolescentes, demasiado inclinadas por lo común a imitar los modelos que la sociedad les ofrecía; en lugar de repudiarlos, ellas preferían transitar por caminos menos trillados, vagar por sitios en los que sus almas se sintiesen mucho más aliviadas, lejos de los parques y de las florestas artificiales que saturaban el mundo. Llevadas por su celo espiritual, querían consagrar sus vidas a Dios, aunque todavía no supiesen muy bien cómo hacerlo: María, debido a su enfermedad, no podía seguir el ejemplo de santa Teresita, de quien hubiera deseado imitar su vocación religiosa; Rafaelita, por su parte, no tenía aún muy claro el modo de encauzar sus buenos propósitos, indecisa todavía ante la llamada que comenzaba a insinuarse en su interior. A las ansias contenidas de aquella se venían a sumar a veces los ideales incumplidos de esta, sin que llegaran entonces a ningún acuerdo, a ninguna solución que a las dos contentasen. De buena gana se hubieran ido a alguna misión, en la cual habrían colaborado sin descanso para el logro de unos fines comunes, para el cumplimiento de unos objetivos heroicos. Soñaban con haberlo conseguido si hubieran contado con unas circunstancias propicias, si los ambientes en que se habían criado hubiesen sido distintos. Las amigas de ambas, advertidas de lo que sentían, se daban a pensar y a decir que eran unas mojigatas: como no hacían lo que ellas, las tenían en poca consideración para los asuntos en los que normalmente andaban metidas; a María, especialmente, la veían como una especie rara, muy diferente de la que ellas encarnaban. Sin embargo, lejos de inquietarlas, tal desafecto solo servía para que las dos se reafirmaran aún más en lo que querían, ya que lo tomaban más bien como una prueba de que las amigas estaban equivocadas y de que eran ellas precisamente quienes habían de disuadirlas del error en que caían. El mundo, como decía a menudo María, siempre acaba venciendo a los débiles, a los que se dejan arrebatar por sus continuas seducciones. Lo más fácil era, sin duda, pecar, ceder a una tentación que se presentaba de un modo ambiguo. Las cosas, según la visión que ambas tenían, eran siempre más complejas y difíciles de lo que frecuentemente se piensa, como más de una vez se destaca en los Evangelios, en los cuales Jesús llega a decir que siempre se ha de pasar por la puerta estrecha. El Cielo, si había que ganarlo, solo se alcanzaba a fuerza de sacrificios y de obras buenas, gracias a trabajos y a ejercicios con los que se iba depurando cada vez más el alma. Lo que hacían las otras era, por ello, lo más cómodo, lo que no costaba ningún esfuerzo. Bastaba con reunirse, con lucir vestidos elegantes que atrajeran la atención de los más apuestos varones, con cruzar miradas de regocijo y de falso beneplácito, con responder con cumplidos y con fáciles ocurrencias a las muestras de fementida simpatía con que se agasaja a los presentes. Bastaba con vivir al modo de los gustos más comunes, con frecuentar fiestas y reuniones en las que se congrega una multitud bulliciosa, con danzar y reír en celebraciones de loco desenfreno. Ellas, por sus propias condiciones, no podían caer en tales banalidades. Estaban al margen de modas y corrientes, al margen de todo lo que en la sociedad triunfase. No les importaba, en este sentido, lo que sobre ellas se dijese, lo que en medios más o menos próximos se opinara sobre su estilo de vida. Sabían que se hallaban en el camino cierto, el que guiaba hacia la fuente de una felicidad eterna, por muy ásperos que fuesen a veces sus pasos, su tránsito por un espacio escabroso, erizado de obstáculos y de penosas fragosidades. Les aguardaba una dicha sin término, una dicha de la que ya disfrutaban en los momentos en que se ponían a meditar en ella, por la cual nunca habían de echar de menos aquel mundo rutilante y vacío que las rodeaba. "Si tenemos a Cristo, nada nos puede faltar", le había dicho María en más de una ocasión a su amiga por ver de animarla. En las fiestas de Carnaval la ciudad de Granada bullía de grupos muy ruidosos, disfrazados con trajes y máscaras de aspectos muy diversos, en gran parte animados por los excesos de alcohol con que se celebraba tal evento. Coincidieron, por desgracia, aquellos días carnavalescos con una nueva recaída de María, que se vio otra vez atormentada por sus problemas intestinales. Al apercibirse de la alegría que parecía reinar en la calle, no mostraba ningún pesar por lo que a ella le sucedía, más acusado si cabe por el contraste a que daba lugar. Para asombro de quienes la asistían, ofrecía sus dolores por los desmanes que la gente cometía entonces, alentada sin duda por las concesiones con que solían desarrollarse aquellos festejos. "Parece como si todos se hubieran vuelto locos", le decía a la madre cuando le llegaban los ecos de aquellas desenfrenadas celebraciones, alarmada de veras por los efectos que podían ocasionar, por las consecuencias irremediables a que habrían de conducir si no se paraban a tiempo. Sentía un desvelo vivísimo por las almas que estaban a punto de perderse, por las personas que quizá se condenaban sin saberlo, engañadas por los señuelos de una vida más placentera; le hubiera gustado salir también a la calle para vocear los pecados a los que estaban expuestas, para alejarlas de las tentaciones a las que dentro de poco tal vez sucumbirían. Le dolía, ciertamente, aquel desenfreno, aquella inconsciencia colectiva que parecía presidir todas las actuaciones, todos los encuentros festivos que a cada momento se producían. "Los placeres de este mundo no valen nada en comparación con los que nos esperan en el Cielo", escribiría unos días después en su cuaderno entre otras muchas notas y apuntes que le inspiraron aquellos espectáculos callejeros. Por mucho que la sociedad lo proclamara, el Carnaval no era más que una festividad pagana, en la cual se ejecutaban una gran cantidad de tropelías contra la moral de los cristianos. Para ella, el sentido que había de presidir la vida era muy distinto, pues debía estar encaminado hacia un bien imperecedero, hacia un bien común que no pudiera ser contaminado por aspiraciones de otro tipo, por criterios espurios que hubieran sido gestados en ambientes de reputación muy confusa. "El que quiera venirse conmigo, que se niegue a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga", recordaba haber leído en el Evangelio: se lo decía Jesús a los discípulos para mostrarles el verdadero camino, para aclararles cuál había de ser la misión de los que habían decidido seguirlo, la misión que él mismo estaba dispuesto a cumplir para lograr la redención del mundo. María deseaba que toda la gente se salvara: como fiel discípula de Jesús, quería que nadie se perdiera; su celo apostólico la movía a preocuparse por los demás, especialmente por los que se habían alejado de Dios, ya que para ella no había un pecado mayor que aquel. La libertad humana permitía tamaño desatino; por eso, igual que el buen pastor evangélico, ella anhelaba salir en busca de la oveja descarriada, perdida en alguno de los numerosos vericuetos de que estaba llena la existencia, en algún rincón oculto al que hubiese ido a parar, atraída por sugerentes reclamos a los que no hubiera sabido sustraerse. Sentía deseos de orar por los pecadores, por los que conducían sus pasos por sitios equivocados: profundamente apenada por lo que hacían, los seguía considerando como hermanos a pesar de la distancia a la que podían encontrarse, a pesar de las diferencias que entonces la separaban de ellos. Le pedía a Dios que los iluminase; le ofrecía sus sufrimientos para que él los convirtiera en materia redentora, en materia necesaria para la salvación de las almas extraviadas, para el retorno de las ovejas que habían perdido el rastro del rebaño con el que hubiesen partido. No disponía, en realidad, de otros medios. Todo lo confiaba al poder de la oración, a la fuerza que con ella había de recibir de Dios. Su misión ya no estaba en un convento carmelita, como hubiera sido en otro tiempo su mayor deseo, sino que se hallaba por el contrario en su propia casa, en un cuarto humilde que estaba lleno de estampas religiosas, presidido por un crucifijo antiguo que colgaba de una de sus paredes, ante el cual se situaba el reclinatorio en el que ella solía arrodillarse para elevar sus preces. "Sin la oración nada podemos; somos como una nave sin timón expuesta a la furia de las olas", había escrito también en el cuaderno, después de haber experimentado las gracias que de ella habitualmente recibía, sin las cuales sería casi imposible que resistiera. A su edad, se hubo de conformar con el estado que tenía. Si estaba enferma, era porque Dios así lo quería, porque Dios así la hacía cada vez más buena. El dolor era como un cincel que esculpía en su alma hasta conformar la figura deseada, la figura quizá de una santa que el Redentor del mundo deseaba unir al número de sus elegidos. La vida era, de todas maneras, muy breve: por más que durara, apenas podía ser tenida en cuenta si se la comparaba con la eternidad; era menos que una gota de agua en el océano, como María a menudo se la representaba. Por eso, era normal que solo aspirase a la conquista de la Gloria, para la que no dejaría de hacer méritos con los sufrimientos que casi padecía a diario. Quería vivir exclusivamente para Dios, dedicar todo su tiempo a quien tanto había hecho por ella: le faltaban incluso horas para consagrarse a su adoración, para admirar la grandeza de su amor, las maravillas con que este se había manifestado para el bien de la Humanidad. Cuando estaba mejor, salía con su amiga Rafaela a dar un paseo por Granada: como ya no eran niñas, tenían de sus padres cierto permiso para desenvolverse solas por la ciudad, para moverse por un radio de acción cada vez más amplio, por territorios que incluían espacios que nunca hubiesen visitado. Granada se les ofrecía con su tumulto de calles recortadas, con su dédalo de callizos empinados, con cantones y rinconadas que se desdibujaban bajo la luz mortecina de una farola, en un pliegue del tiempo en el que latían ecos desperdigados de una edad muy remota, de una época que yaciera allí abandonada de una forma imprecisa. Les gustaba adentrarse por aquel mundo, por aquel abigarrado cúmulo de vetustos caserones y de jardines clausurados, con murallones decrépitos por los que se extiende vorazmente la hiedra que nace en sus bordes, con verjas oxidadas tras las que se exhibe la maleza indómita de un huerto olvidado. A veces se detenían en una iglesia y oraban un rato ante el Sagrario, abismadas en los sentimientos que la presencia del Altísimo sugería en sus corazones, sentimientos que con frecuencia se les aparecían envueltos en las múltiples sensaciones que hubieran experimentado antes, todos ellos de un sabor muy tierno, de una dulzura muy honda, producida sin duda por el gozo de verse allí amparadas, bajo la protección de un Dios que nunca habría de defraudarlas. Aquellos paseos, sin embargo, se hubieron de hacer cada vez más esporádicos. A la enfermedad habitual de María se vinieron a sumar otros achaques, por lo que quedó al final muy mermada: si proyectaba una salida, casi siempre aparecía algún síntoma que se lo acababa impidiendo, alguna súbita manifestación de su mal que la obligaba incluso a permanecer en la cama para que no se expandiera. Su padre, al ver que se encontraba peor, no paraba de encomendarla a la Virgen de Lourdes, de la que alguna vez había recibido un recipiente con el agua que nacía de su manantial, llevado a la sazón por algún familiar para que se obrara un milagro en María. Él, don Ángel, no quería dejar de creer en ello: pensaba que, si se tenía fe, todo era posible y que nunca debía abandonar la esperanza que el caso de su hija merecía, aun cuando a veces nada hacía presagiar que se repusiera. Si era voluntad de Dios, estaba seguro de que la Virgen de Lourdes lo conseguiría: por algo ella había querido interceder por todos los que se lo pidiesen, por todos los que estaban enfermos o impedidos, sin un consuelo con el que mitigar los duros quebrantos que sufrían. Durante algunos días aguardó que se produjera el milagro: pensaba que sería cosa de un instante, un hecho prodigioso que tenía lugar en el lapso de unos segundos, un hecho que quizá viniese recubierto del brillo de la cotidianidad, como un suceso más que apenas se diferenciase de los otros y que habría de pasar desapercibido si no hubiera de ser continuado por el efecto que de él cabía esperar. Lo aguardaba sin ansiedad, convencido de que tendría que llegar en cualquier momento, cuando Dios lo determinase. Se trataba de un bien que no había que forzar, concedido como una gracia que solo se otorga a las personas que la han merecido, como una virtud no calculada, concebida por un ser generoso que solo piensa en la felicidad de sus deudos, a quienes desea ver siempre contentos con los dones que les distribuye. María, sin embargo, no mejoraba: el mal parecía ya arraigado en su macerado organismo, como si formara parte sustancial de él. Ninguna señal se producía en ella que pudiera presagiar lo que habría de ocurrir. El milagro se retrasaba: era como una ilusión que se marchitase, como algo ya muy ajado que se perdiese en una vaga lejanía, en un fondo oscuro de esperanza que casi ya se disolvía en la distancia. Don Ángel creía por momentos que tenía que ser así: las cosas, según pensaba, había que merecerlas, había que pedirlas con resolución. En lugar de abatirse, volvía a redoblar sus peticiones, esperanzado con la idea de que al final habrían de dar resultado: de esta manera, se ponía también a prueba su fe, la confianza con que siempre se había entregado a los planes de Dios. Al cabo de varios meses, sin embargo, se tuvo que convencer de que no debía de ser aquella una petición conveniente: dedujo incluso que sería bastante egoísta, pues en el mundo también existirían muchos otros casos que atender. Se dijo, para conformarse, que no siempre concordaban los deseos de uno con lo que hubiera dispuesto Dios: él, que era Padre, sabía muy bien lo que había de convenir a sus hijos, lo que cada uno de ellos sería capaz de soportar. Así que era mejor que se resignase y que no volviese a implorar otro auxilio que el que Dios le quisiese dar. La enfermedad de su hija, vista de otro modo, era quizá un medio para lograr la santidad, un camino para alcanzar unos frutos que de otra manera no se podrían conseguir. Ajena a lo que hubiera proyectado su padre, María continuaba viviendo con las limitaciones que le imponía su precaria salud. Aprovechaba los ratos de mayor dolor para unirlos, como ya había hecho otras veces, a los que hubiera padecido Cristo en la Cruz, para transformarlos en materia redentora, para convertirlos en fuente inagotable de gracias. Vivía así mucho más tranquila, mucho más conforme con su suerte, con lo que Dios hubiera destinado especialmente para ella: se daba cuenta de que no servía para otra cosa, de que debía consagrarse por entero a aquella misión; sus sufrimientos tenían de esta forma un alto valor, que no podía medirse con criterios mundanos, con juicios que solo tuvieran en cuenta los logros materiales de una empresa. Cuando se encontraba un poco mejor, le gustaba tocar el piano: era una práctica que nunca había abandonado, con la cual se evadía de la realidad cotidiana, de la rutina en la que caía con frecuencia su vida cuando la enfermedad la obligaba a recluirse en su cuarto, de los actos más triviales en que quedaba a veces reducida la existencia. El piano la devolvía a otra dimensión, en la que sus dolores se convertían en una sombra lejana, en una mancha deforme que se disolvía en una niebla vaporosa, en una sensación oscura que acababa anulada por otras más recientes, por todas las impresiones que el transporte alado de la música le deparaba. Cada nota suponía un impulso secreto, un tácito revuelo con el que su corazón se agitaba, inmerso en un mundo fantástico, en un espacio íntimo que no estaba hecho de materiales sólidos, sino de una sustancia muy blanda que absorbía todos sus sentimientos, todas las emociones que al pasar sus dedos por las teclas del piano experimentaba. Era un contacto dulce, un toque cándido que levantaba una nota apresurada, un sonido quizá inaudito que se unía a otros de distinto timbre para configurar un vuelo concordado, un vuelo por una región desconocida del alma, en la cual los recuerdos aleteaban como pájaros recién despertados. Otra de sus ocupaciones preferidas continuaba siendo, por supuesto, la lectura, sobre todo la de los libros piadosos. Le gustaba imitar el ejemplo de los santos, la estela dejada por ellos en la tierra. Ella, que no se consideraba tan agraciada, se esforzaba en seguirlos, soñaba con realizar las mismas proezas que ellos habían sido capaces de hacer, de las que sus biografías daban cumplida cuenta. Santa Teresita, especialmente, constituía todavía su principal modelo: tanto la había leído, que se identificaba plenamente con ella, con todo lo que refería en el relato de su vida, con todas las meditaciones que en su libro se incluían. En las conversaciones con sus padres la citaba mucho, como si fuera su punto más importante de referencia: se colegía fácilmente que había asimilado muy bien lo que decía, pues tales citas no podían ser sino fruto de una prolongada lectura, de un pormenorizado análisis de lo que en ella descubría. Tanto era, en fin, su entusiasmo por la santa carmelita que el padre, deseoso de complacerla, le prometió un día viajar a Lisieux. Se lo dijo casi sin pensarlo, casi sin reparar en los posibles inconvenientes a los habrían de enfrentarse, derivados seguramente de las crisis de salud en las que solía recaer la hija. A esta, como era natural, la propuesta le pareció estupenda: sin fijarse tampoco en aquello, prorrumpió en una serie de frases entusiastas con las que trataba de revelar lo que sentía, muchas de ellas intercaladas de breves hipidos, de sutiles suspiros con los que hilvanaba su discurso. "Es una feliz idea, papá", proclamó al fin ante la perpleja mirada de don Ángel, que no estaba ya tan seguro de que se pudiera llevar a cabo el proyecto. "A mí también me hace mucha ilusión", se esforzó en decir este en vista de la reacción de María, a la que se veía en esos momentos henchida de gozo, despreocupada por completo del estado de postración en el que algunos días se hallaba. Las cosas, sin embargo, sucederían después de un modo muy distinto a como ella entonces hubiera soñado. La promesa se quedó en un propósito muy lejano, del cual el padre tal vez ya había tenido tiempo de arrepentirse. Ella, por prudencia, no la quiso mentar, pues confiaba en que fuese él quien lo hiciese, resuelto por fin a cumplirla. Con dieciocho años, que eran los que María a la sazón tenía, la vida ya no es tan dúctil como se hubiese creído antes, sino que aparece con aristas y con crestas con las que inevitablemente hay que contar, con escollos y angosturas que se tienen que eludir, con escarpas y recuestos que a la fuerza se deben acometer. La vida, a los ojos de una joven, se presenta ya como un paraíso trillado, atravesado de caminos y de sendas tortuosas, sembrado de trampas camufladas en las que no es difícil caer. María, por su propia experiencia, lo sabía ya mejor que nadie: sabía que los sueños no siempre se cumplían y que ella había de aguardar siempre lo peor para que después la desgracia no la sorprendiera; había sufrido ya mucho para que su imaginación pudiera desbocarse, para que todas sus ilusiones acumuladas se lanzasen en un vuelo incauto y apresurado. Como si desestimase algo que no le conviniese, pronto dio en arrinconar aquel proyecto, sustituyéndolo por asuntos más cotidianos, por tareas de las que había de depender en primera instancia su suerte. Comprendía así que tenía que sacrificarse, que aquella podía ser una nueva renuncia, quizá una de las más costosas, con la cual su espíritu habría de seguir fortaleciéndose, aun cuando en otros momentos lo viera ya casi exhausto, sin posibilidades de ser rehabilitado para una empresa mayor. Se daba cuenta, de este modo, de que era Dios quien la animaba en el fondo a sobreponerse a su situación, pues de otra manera no se explicaba que ella pudiese discurrir así: era él, sin duda, el que actuaba con sus innumerables gracias para que no se viniera abajo, para que su fe no se tambalease en medio de tanta fatalidad. El dolor, aunque pareciera paradójico, la había ayudado a sobrevivir, la había hecho más fuerte y decidida que antes, cuando todavía confiaba en lo que hubiera sido capaz de conseguir. Le bastaba con mirarse a sí misma para reparar en su antiguo error, para comprender que su mayor fortaleza consistía precisamente en acogerse a su Redentor, el cual nunca le habría de fallar, pues era infinitamente misericordioso, infinitamente caritativo con quienes eran sus hijos. A veces tenía la impresión de que había vivido mucho, de que ya le quedaba muy poco por conocer: se asomaba al filo de sus dieciocho años para contemplar todo lo que había andado para llegar hasta allí; le parecía que había completado un ciclo y que ya no se le había de pedir más, quizá porque la existencia no se mide por el número de jornadas o de días que la componen, sino más bien por la intensidad con que se hubiese cubierto, por los frutos espirituales que de ella se hubieran obtenido. Lo mismo daban, en este sentido, dieciocho años que ochenta; la vida era muy corta, en cualquier caso, y había que vivirla en plenitud, ya que la Gloria, que era lo que de ella se esperaba, era un premio que de ningún modo podía compararse con nada. En verano, como ya venía siendo costumbre, la familia se trasladaba al carmen de la Alhambra, por lo que las visitas de Rafaela y de otras amigas se hacían más esporádicas. María salía a pasear con la madre cuando las dos se encontraban bien. Al paso que les permitían sus piernas, solían atravesar los bosques que conducen al interior de la alcazaba, donde su vista se recreaba con la contemplación del panorama que desde los aledaños del Palacio de Carlos V se divisaba: a un lado, las murallas y las torres de la fortaleza, de un tono amelocotonado; al otro, el abigarrado conjunto del Albaicín, con sus numerosas edificaciones arracimadas sobre la colina en la que tiene asiento, intercaladas de palmeras y de cipreses augustos. Cautivadas por tanta belleza, les gustaba detenerse para admirar lo que se descubría a sus ojos, todos los detalles de los que se componía aquel hermoso paisaje, desplegado ante ellas como un fastuoso tapiz oriental, como un cuadro de incalculable valor, teñido de naranja o de rosa en los momentos en que el sol comenzaba a declinar tras los tejados de la ciudad. Algunos días, animadas más que de costumbre, se internaban en los palacios nazaríes, donde hallaban un mundo reservado a la ensoñación, con su encaje de enyesados y de celosías combinados de modo asombroso, con sus recintos poblados de secretos y de ecos imaginarios, con sus patios y sus jardines envueltos en un sutil encanto, en los que el agua parece una melodía estancada, llevada hasta allí por un misterioso conjuro, todo detenido, parado en un instante del tiempo, en una ocasión perdida del pasado, perteneciente quizá a una época de la historia que aún no se hubiera acabado de delimitar. Una vez que paseaban por aquellos lugares, la madre se extrañó de que ella, María, no se quejara nunca de sus males. Aminorando el paso, la hija le respondió que no lo hacía porque Dios le procuraba las fuerzas necesarias para ello, en lo cual demostraba nuevamente la madurez a la que su propio estado la había conducido, fruto también de innumerables reflexiones y de diálogos secretos con quien ella decía que la ayudaba a comportarse así. Doña Luisa, más sorprendida aún, le propuso que descansaran en una especie de poyete de piedra, a la sombra de unos árboles. "No es normal que a tu edad razones así", continuó con un hilo de voz, como si no le quedase ya resuello para seguir hablando. "Será que Dios me quiere mucho", conjeturó María, al tiempo que en su rostro resplandecía una amplia sonrisa. Doña Luisa, sin salir de su asombro, la miró complacida, contenta sin duda con la resolución de la hija, con la fácil disposición que mostraba para escapar de sus quebrantos. "Te quiere mucho porque no tienes pecados", dijo después de contemplarla en silencio, clavando en ella sus ojos vagarosos, en los que una luz indecisa parecía haberse insinuado por un instante. "Mis pecados son de los que no se ven ni se oyen", replicó de inmediato María, deteniendo su vista en un pedazo de cielo azul que se recortaba entre el follaje. "Son pecados de pensamiento y de omisión, de tristezas y desconsuelos que a veces inundan mi alma sin que yo haga nada por evitarlo, de retraimientos y concesiones que a mí me impiden actuar como quizá hubiera deseado", prosiguió después de una breve pausa sin apartar su mirada del cielo, como si en él leyera las culpas de las que ahora había dado cuenta a la madre. "Tu conciencia es muy estrecha", comentó esta en el mismo tono del principio, en un susurro casi inaudible. María sonrió de nuevo, segura de que aquellas faltas que había confesado eran disculpables, pues su confianza en la misericordia de Dios era ya ilimitada, una vez que había comprobado que nada era comparable a lo que él la amaba, a lo que él ya había hecho por ella para orientarla hacia la Gloria. "Mi conciencia ya no es estrecha, mamá; eso era antes", replicó sin dejar de sonreír, con los ojos bañados de cielo. La conversación continuó después entre los castaños que bordeaban el sendero que las conducía hasta su casa, con un murmullo de agua latiendo entre la fronda, como una voz del pasado que hubiera quedado enredada en el paisaje, en un momento del día en que todo parecía mágico. En otoño y en invierno, las cosas sucedían de otro modo, a un ritmo que resultaba quizá más lento, como si el transcurso de las horas se ajustara a otra medida, a un paso que solo fuera regido por el sujeto que lo percibiera. La vida ya no tenía la ligereza de otras épocas, cuando el tiempo parecía volar con la premura de un ave afanosa. La luz de los días adquiría unos tonos más viejos, como si se hubiera vuelto más melancólica, de un trazo más impreciso: la lluvia a veces lo envolvía todo en una atmósfera soñolienta, con su cadencia de voces y de ecos agolpados en un rincón de la memoria, en una estancia gris donde solo morase el misterio. A María, por una razón que no acababa de entender, le gustaba aquel ambiente: en lugar de deprimirse, como les solía pasar a otras personas, a ella le daba por tornarse más sentimental, más proclive a soñar con los mundos que su imaginación fabricaba, con las ideas y proyectos que hubiera albergado en secreto desde hacía mucho tiempo. Se veía en muchos momentos invadida por una paz inaudita, por un silencio estremecido de dulzuras y de vagas promesas, por una bondad que no hallaba la orilla en la que declinar su empuje. Fue en uno de estos días, impregnados de tal sentimentalismo, cuando María recibió la feliz noticia de que en la próxima primavera iba a viajar a Lisieux, como su padre le había prometido. Se lo anunció, naturalmente, este aprovechando que ella se hallaba más optimista que de costumbre: se lo dijo sin muchos rodeos, con el laconismo que en él era habitual, consciente de que esta vez de ningún modo podía decepcionarla, aunque solo fuera para aplazar con algún tipo de excusa el viaje. María, impelida por todo lo que estaba sintiendo, se arrojó a sus brazos como una niña pequeña a la que se hubiera concedido algún deseo, algún capricho que se hubiera visto postergado sin motivo durante algún tiempo. "Lisieux está muy lejos, papá", casi sollozaba después de haberlo conseguido, como si ahora dudase de que pudiese ser cierto. "Iremos los dos solos, mamá se quedará aquí con las criadas", continuó informando el padre, contento con el éxito que había tenido su propuesta, refrendada ahora con la seguridad que trataba de transmitir a su mensaje, un mensaje que a buen seguro había de alentar aún más a la hija, a quien quería ver feliz aun a costa de sí mismo. Desde que nació María, la vida de don Ángel no había girado en torno de otro objetivo. Se le despertó un sentimiento de paternidad muy fuerte que se iría haciendo incluso más agudo con el paso de los años, a medida que ella era cada vez más grande. Tenía conciencia de que no había de faltarle, sobre todo a partir de que la esposa comenzó a dar alarmantes síntomas de decaimiento; él, a la fuerza, tenía que llevar el timón de la familia: era un capitán responsable que debía cuidar de su debilitada tripulación mientras durase la travesía, una travesía dura e ingrata por el piélago de la vida, con olas a veces gigantescas a las que había de hacer frente con la gallardía y disponibilidad que había demostrado siempre, sin dar nunca señales de fatiga, confiado en que por muy contrarios que fuesen los vientos siempre habría de contar con la ayuda de Dios, igual que sucedía en el capítulo del Evangelio en que Jesús se quedaba dormido en la barca en medio de la tempestad, mientras sus discípulos temblaban de miedo. Él, don Ángel, recurría en todo momento a Dios: sabía que lo acompañaba y que saldría a socorrerlo de algún modo cuando mayor fuese su angustia, lo mismo que había hecho con su pueblo elegido a lo largo de los siglos, con todos los grandes patriarcas que en él habían puesto su confianza. De vez en cuando se acordaba nuevamente de todo esto en los instantes en que María reclamaba su atención, cuando la veía sufrir con resignación los embates de un dolor que ya se había hecho casi crónico, casi consustancial con su propia existencia. Ahora, llevado por el mismo sentido de la paternidad, dejaba que la hija lo abrazase, agradecida seguramente por la promesa que acababa de hacerle, igual que en la infancia era él quien la tomaba en los brazos para que se sintiera amparada, protegida por un afecto que se comunicaba a través de las caricias que le proporcionaba continuamente con sus manos, con las yemas ásperas de sus dedos de comerciante, de hombre avezado a mil tráfagos con las cosas que habitualmente manejaba. Era una ternura que hubiera estado oculta, desplazada por todos los quehaceres cotidianos, una ternura que continuase viva en el fondo de su alma y que resurgiese con una fluidez inopinada cuando algo la invocaba, suscitada por un sutil afecto que de pronto cobraba proporciones imprevistas, por un diálogo cargado de emoción que de repente despertaba un recuerdo arrumbado, por una sonrisa dulce que iluminaba débilmente un rostro, por una atención inesperada que aporta a quien la recibe un consuelo momentáneo… María, su hija, con la cabeza reclinada aún en su pecho, parecía soñar bajo su cobijo, abandonada a la mansa corriente por la que debían de fluir sus propios pensamientos, las imágenes en las que estos aparecían envueltos, todas las ideas que los acompañaban en su lento deslizamiento hacia el punto en el que habían de concentrarse, quizá hacia el lugar que él mismo había nombrado, Lisieux, al que ella siempre había querido viajar, llevada por la veneración que sentía hacia santa Teresita del Niño Jesús… Irían allí en primavera, le había dicho, en una época en la que posiblemente ella estaría algo más repuesta. La madre, su esposa, por decisión de ella misma, se quedaría en casa al cuidado de las criadas, con quienes siempre se había llevado muy bien. El proyecto, pues, era una realidad: bastaba solo con ultimar los preparativos, con planear los medios de transporte en que se desplazarían hasta Lisieux, todas las cosas que habrían de necesitar para el viaje… María confiaba plenamente en él: sabía que lo programaría todo con el máximo rigor, con la misma diligencia con que se afanaba siempre en cumplir con su deber. Por eso ahora se abandonaba a sus brazos, convencida de que su sueño por fin comenzaba a hacerse real. Faltaba ya poco, en verdad, para que se produjera, para que llegase a su plenitud: la primavera estaba muy cerca, se anunciaba ya casi en el aire, en la tibieza morada de las tardes, en el ufano tumulto con que las aves a veces levantaban el vuelo por las mañanas… Impulsada por un súbito presentimiento, María se apartó un poco del padre y miró con cierta inquietud a su alrededor, deseosa de hallar una señal que le confirmase lo que había barruntado en su interior, un indicio que la llevase a pensar que la primavera quizá se hubiese adelantado. 4 Faltaba, realmente, un mes para que aquello se cumpliera, un mes que a María se le hacía muy largo, como si el tiempo volviera a discurrir a un ritmo imprevisible, envuelto en las espesas nieblas del invierno, en sus días de lluvia interminables, en el temblor macilento de sus atardeceres de febrero, sumidos en el sopor de un ocaso lánguido, con una luz amarilla que se iba poblando de lunares rojos. La ciudad parecía adquirir también un pulso antiguo, como si hubiera retrocedido a una edad pretérita, a una época que estuviera exenta de los rigores de un paso rutinario del tiempo. Una ciudad que semejaba una aldea perdida en el pasado, habitada por unos pobladores que se conocieran desde años muy remotos, unidos por unas costumbres que tendían a perpetuarse eternamente. María, desde la ventana del salón de su casa, miraba con una mezcla de angustia y de esperanza todo lo que en la calle sucedía, sin que en ningún momento pudiera atisbar nada extraordinario que se sobrepusiera a lo que ya hubiese observado antes. Tenía la impresión de que todo lo que veía se había vuelto viejo, como si la vida hubiera perdido ya la propiedad de remozarse, la facultad de regenerarse en virtud de un proceso cíclico. El invierno, una vez más, la dominaba, sumergiéndola en un mundo impregnado de tristeza, sobre el que se cerniera una atmósfera gris que tendía a inmovilizarse, un mundo invadido de penumbra, de sombras crepusculares, de aleteos indecisos de una luz que se difumina. María, sobrecogida por aquel ambiente, se esforzaba por no sucumbir a su contagio, por escapar de su influjo con el poder de la imaginación, anticipándose a lo que dentro de poco había de ocurrir, cuando su padre decidiera emprender el viaje soñado, aquel que había de llevarle al lugar al que siempre había querido ir, recreado por ella cada vez que leía el libro de la santa de Lisieux. A las recaídas de su enfermedad se sumaba ahora la melancolía de aquellos días inacabables, el tedio que inevitablemente sentía siempre que se ponía a contemplar la ciudad, la ciudad que tantas veces había admirado cuando paseaba con su madre o con alguna amiga, con su dédalo de calles empinadas y decrépitas, sus avenidas de trazado más moderno por las que no dejaban de transitar vehículos, un conjunto abigarrado y pintoresco de edificios y de espacios repletos de gente, todo ello animado constantemente con voces y con ruidos de diversa procedencia, confundidos por momentos en una suerte de tumulto continuo. La primavera de aquel año llegó, pues, de forma pausada, con pasos ingrávidos de persona ausente. Llegó en un día gris de lluvias desiguales, muy similar a los que lo habían precedido, en una semana monótona en la que el invierno parecía haberse adueñado de todo, como un monarca poderoso y despótico que quisiera sembrar de miedo y pesadumbre su reino, un reino en el que no lucía el sol desde hacía algún tiempo, prisionero en un calabozo de nubes que se iban relevando en su asedio. Bajo la tiranía de aquel invierno, María presenció la llegada de la primavera con un entusiasmo contenido, sin atreverse a pensar que ya pronto se realizaría su sueño. Temía que este tuviera que aplazarse a causa de las condiciones atmosféricas, poco propicias para viajar por Europa, con una salud que además podía resentirse ante las incomodidades del trayecto. Su padre, apercibido de tales eventualidades, así se lo hizo saber, con la serenidad que en él era tan habitual, sin que en su semblante se dibujara ningún signo de contratiempo, ninguna señal por la que María pudiera colegir que lo que decía no fuera cierto. Estaba segura de que su padre no la mentía, de que su promesa alguna vez tendría que cumplirse. Se trataba, en cualquier caso, de una nueva adversidad a la que había de enfrentarse, de un nuevo motivo para ofrecer a Dios su sacrificio con el fin de que todas las almas se salvasen. Ella, que estaba acostumbrada a renunciar a todo, no debía tener tampoco ahora ningún reparo en hacer lo mismo, en aceptar la voluntad de Dios si era eso precisamente lo que él quería. Le bastaba con esperar, con armarse de paciencia y mansedumbre para resistir lo que viniera, para aguardar a que las cosas tomaran otro derrotero, una orientación que para ella fuese más beneficiosa. Sabía, por lo demás, que si era buena Dios se lo premiaría: si buscaba, hallaría siempre lo que necesitara, como decía el Evangelio, como decía el mismo Jesús a sus discípulos, en uno de los numerosos momentos en que procuraba instruirlos. Tenía, pues, que buscar si se consideraba seguidora suya, buscar en ella misma la raíz de todo bien, la fuente de energía con la que había de afrontar todos los combates. Era necesario que no cediese al desaliento, vencida por unas circunstancias que en cualquier otro instante podían volverse más benévolas: su vida era, en definitiva, un camino, un camino que estaba obligada a proseguir de manera continua, sin hacer detenciones o descansos que pudieran conducirla después en otra dirección, quizá por un fementido atajo que no la llevaría al final a ningún sitio. Lo importante era que no abandonara lo que ya había emprendido, la ruta que había iniciado desde que estuvo convencida de que era Dios quien la guiaba, quien salía siempre en su auxilio cuando más descorazonada se sentía. Alguien, mientras tanto, le había aconsejado a don Ángel que era mejor que viajase en verano, pues la primavera solía dar lugar a cambios inesperados del tiempo. Con la misma tranquilidad de antes, convino con la hija en que debían seguir aquel consejo: sin las inclemencias atmosféricas a las que podían estar expuestos, viajarían mucho más seguros, disfrutando de todo lo que se encontrasen en su recorrido. El verano llegó con sus días plácidos, con sus noches de magia atiborrada. El verano de rubios labrantíos, de rutilantes florestas, de ciudades adormecidas en el sopor de una tarde lánguida, de cuestas que se esfuman en medio de la calina, de paredes enjalbegadas en las que la luz reverbera con brillos nacarados, de murallas embadurnadas de musgo seco y de tiempo exudado, de frondas que se espesan sobre el lomo de una colina, de montes grises que se apelotonan en una maraña de cumbres agudas, de cielos azules que se tiñen de rosa o de violeta cuando el sol declina en el horizonte... Para María, supuso un alivio la llegada de un tiempo tan beneficioso, en el que el aire era una dulce caricia que apenas se percibía, un aliento cándido que no llegara a formarse... Convencida de que su padre nunca la decepcionaría, aguardaba con paciencia el momento en que le anunciara la anhelada realización del viaje, el cumplimiento fiel de la promesa que había tenido que postergar en contra de su propia voluntad. Como confiaba plenamente en él, apenas le importaba esperar, segura de que al fin todo se resolvería a su favor: las cosas se confabularían de tal manera que nada se podría oponer al resultado que de ellas cabía sospechar; la vida, con esta certidumbre, era realmente mucho más fácil de sobrellevar: solo bastaba con abandonarse a ella, con dejarse conducir por las olas de aparente cotidianidad con que se desarrollaban ahora las jornadas. Como todos los veranos, la familia se trasladó a vivir al carmen de la Alhambra, donde los calores parecían atenuarse con las brisas que a veces oreaban aquellos encantadores lugares. Desde su cuarto, María divisaba todas las mañanas un pedazo de montaña azul, tapizada de tupido boscaje, sobre la que caía una catarata de luz sonrosada, una luz de tono intenso que luego se desleía hasta volverse de un color pajizo. Desde allí, escuchaba como siempre el canto ardiente de las aves, una especie de melopea infantil que nunca acabara de desembrollarse. Lo escuchaba con ánimo alegre, contagiado del bullicio con que las aves parecían interpelarse y confundirse en medio de sus conversaciones. Tenía la certeza de que todo en esos momentos estaba acordado, de que asistía a una sinfonía del color y del sonido que hubiera sido compuesta de un modo virtuoso, una sinfonía en la que nada era disonante, en la que todos los elementos estaban perfectamente ensamblados, sin ninguna fisura o resquicio que pudieran poner en peligro el conjunto, todo bellamente trazado, dispuesto para que se enunciase de la mejor manera posible, algo insólito que sorprendía y admiraba a quien se hubiera decidido a seguirlo. Por las tardes daba la impresión de que el tiempo transcurriese más despacio, quizá a causa de la repetición de unos actos que acababan por ser un poco monótonos. Cuando se encontraba bien, María salía a pasear con la madre por los alrededores del carmen: era ya para las dos una costumbre que les beneficiaba bastante, sobre todo porque así se desentendían mejor de los males que las acechaban. En sus oraciones, María anhelaba una mayor conformidad con el presente, con las cosas con las que se enfrentaba a diario, en las que creía advertir en ocasiones una disposición especial, con la cual habían de ajustarse sus deseos. Tenía claro que había de vivir cada momento como si fuera el último, con la plenitud que le exigía su conciencia, con el amor que le inspiraba la figura de Jesús cada vez que se ponía a meditar en ella. A finales de julio, el padre le anunció que el día 5 de agosto emprenderían el prometido viaje. El sueño de María se hacía por fin realidad, un sueño que ahora adquiría proporciones inusitadas, como si nunca hubiera sido capaz de sospecharlas, tal vez porque siempre había procurado ser comedida en la concepción de su futuro. Los días que siguieron a aquella anunciación estuvieron presididos por la prisa, por la ansiedad que le deparaba la ultimación de todos los preparativos. Partieron los dos en tren hasta Madrid, donde hicieron escala durante varias horas para tomar otro tren que los llevara hasta Francia. A María le impresionó especialmente la travesía por los Pirineos, donde pudo apreciar un paisaje maravilloso, al que ella no estaba acostumbrada. Admiró las paredes de boscaje impenetrable, las laderas que se tendían por los estrechos márgenes por los que pasaban, cubiertas de un verdor paradisiaco, con riachuelos que culebreaban entre las piedras tapizadas de musgo. Contempló embelesada los montes que se alzaban en torno de ellos, parecidos a gigantescas criaturas emergidas de la tierra, a cíclopes formidables que salieran de los oscuros antros donde hubiesen estado recluidos, con sus cumbres espolvoreadas de nieve, recortadas sobre el cielo blanquecino del verano. Como había programado el padre, hicieron una segunda escala en Lourdes, donde permanecieron hasta el día siguiente. Después de descansar un rato en la pensión donde tenían pensado hospedarse, visitaron la gruta en la que la Virgen se apareció a Bernardette. Estaba enclavada en un paraje rocoso, al pie de una colina sombreada de árboles. María quedó impresionada de ver aquellos santos lugares, el sitio exacto en que la Señora del Cielo se mostró a los ojos deslumbrados de Bernardette. Con su imaginación revivía aquel prodigioso instante, el momento en que aquella misma figura que ahora posaba ante la gruta se presentó con la apariencia de una mujer maravillosa, con los atributos que siempre se le han asignado en cuadros y tallas. Se veía a sí misma ante ella, sorprendida por la aparición, temerosa de que no fuera verdad lo que estaba contemplando: la mujer, con una faz resplandeciente, le sonreiría entonces con dulzura, reconociendo en ella a la joven a la que había estado buscando. Sintió un gozo inefable, una tranquilidad de la que jamás había disfrutado, irradiada de aquella imagen de la Virgen que ahora tenía delante, una imagen que parecía connaturalizarse con aquellas rocas negruzcas que la rodeaban, en medio de una vegetación exuberante. Supo que ella también había sido escogida, escogida para una misión que no era quizá como la que a Bernardette se le encomendara, seguramente porque a cada uno le tenía reservado Dios un papel distinto, según las condiciones o las circunstancias que concurrieran. Lo supo con una certeza absoluta, inspirada en ella por la Virgen, a la que ahora rendía culto: no le importaba sufrir si era eso lo que tuviese destinado; el amor estaba por encima de cualquier padecimiento físico, por muy desagradable que le pareciera. Un amor que actuaba en ella a modo de una fuente salvífica de salud, con la cual todo su ser renacía, fortalecido con las gracias que ahora abundaban en él, muy diferentes de las que solían reconfortar el cuerpo, a las que a veces un nuevo daño las hacía retroceder. Después de aquella breve estancia en Lourdes, continuaron su camino hasta París, donde se quedaron dos días para recorrer los lugares más emblemáticos de la ciudad. A María le hizo mucha ilusión subir a la torre Eiffel, desde donde se contemplaba una hermosa panorámica: nunca había visto nada igual, se sentía privilegiada por poder disfrutar de aquello, por tender su vista con delectación por aquel conjunto abigarrado de tejados, con cúpulas y campanarios que se alzaban en el aire macilento del verano, bajo una neblina azul. Todo era muy bello desde allí: el Sena se abría paso entre los edificios como un río prehistórico, un río de mitos y náyades estelares; discurría como una cinta de plata entre paredes de piedra gris, en las que reverbera la luz de un día canicular. A la experiencia de Lourdes se sumaba ahora esta otra, por la cual podía apreciar la belleza con que se revestían a veces las cosas de esta vida, con una naturaleza que parecía que hubiese sido creada solo para que el hombre la admirara. Le daba gracias a Dios por aquel regalo, por aquella manifestación de su grandeza. Todo lo atribuía, ciertamente, a él: por su infinita bondad, había dispuesto que todas las obras de sus manos fuesen bellas; había infundido también en los hombres una inteligencia natural para que colaborara con él, para que con el desarrollo de ella contribuyera a su formidable creación. París la deslumbró con sus calles pobladas de misterios, con sus puentes curvados sobre el Sena, con sus arcadas de solemne distribución, con su catedral coronada de gloria, con sus arboledas tejidas de silencios. El último destino de su viaje fue Lisieux. Llegaron en una tarde apacible, en la que la luz del sol lo envolvía todo en una atmósfera muy dulce. Las calles y plazas de la ciudad tenían un aspecto tranquilo, casi melancólico; había muchos jardines, alfombrados de césped, con flores de diversos colores. María no podía creer que se hallara en Lisieux, en la patria de santa Teresita. De pronto se sentía transportada a su tiempo, al ambiente en que ella hubiese vivido, muy similar al que ahora contemplaba, al que sus ojos ahora examinaban con la alegría de un encuentro largamente deseado. A la mañana siguiente visitaron el Carmelo. María volvió a experimentar una impresión muy honda bajo aquellas bóvedas, en aquel sacro recinto donde había residido la santa. Era algo indescriptible para ella, un sentimiento que no hubiera podido trasladar con palabras, un aleteo muy suave y muy tenaz que se grababa en su corazón. Cuando se encontró ante el sepulcro de su amada Teresita, se arrodilló con gran devoción, enormemente agradecida por estar allí, por haberle concedido Dios el favor de visitar aquella tumba. Oró durante un rato, pidió por todos los que le encargaron que los tuviera presentes en aquel momento, suplicó a la santa que le diese parte del amor que ella había sentido por Jesús. Acompañada por su padre, oyó después varias misas y recibió al Señor en el mismo comulgatorio donde lo recibiera otras veces Teresita; se vio pecadora, llena de miserias y de imperfecciones; le rogó a Jesús que se adueñase de su corazón y que nunca lo soltase, pues de esa manera se haría más puro, sin las contaminaciones a las que estaba expuesto en medio del fragor del mundo. Por la tarde, estuvieron en la casa de santa Teresita. Estaba rodeada por un jardín muy bonito, en el cual se hallaba la estatua de un ángel que señalaba el sitio donde ella había pedido permiso a su padre para ser carmelita, justo detrás de la casa, donde otras dos estatuas representaban aquella escena, la figura de ella en actitud suplicante, la del padre con los ojos elevado al cielo, como si ofreciera a Dios el sacrificio que para él suponía entregar a aquella amada hija al Carmelo. El comedor de la vivienda conservaba los mismos muebles que había en tiempos de Teresita. La alcoba, en la parte alta, había sido convertida en oratorio, con un lindo altar y una hermosa talla de la Virgen, la misma que había parecido sonreír a la santa cuando estaba enferma. María se asomó a la ventana del cuarto: contempló el cielo, igual que lo habría hecho ella muchas veces. Emocionada por este pensamiento, siguió recorriendo otras habitaciones: vio la cama donde ella había dormido, la mesa sobre la que había escrito y dado sus lecciones, con todos los juguetes y utensilios que a ella habían pertenecido, presididos por un crucifijo que descollaba sobre ellos. Más tarde visitaron la catedral, situada en la plaza de San Pedro. En ella había también una capilla dedicada a la santa, en la cualella solía reunirse con su familia. Estuvieron a continuación en el colegio de las benedictinas, donde Teresita había estudiado, un edificio muy antiguo que todavía conservaba el aire silencioso y austero que había tenido entonces. Fueron todos encuentros llenos de emoción, en los que María pudo sentir en su corazón un eco del espíritu de la joven francesa, todavía vivo entre tantos recuerdos. De buena gana se hubiera quedado allí, pero tuvieron que partir hacia España. Al llegar a Irún se encontró muy molesta y tuvo que acostarse en el hotel. Era el comienzo de una nueva enfermedad, los síntomas de un mal que habría de ser mucho más dañino que los anteriores. En Madrid tenía fiebre y le dolía mucho la garganta; tenía que sobreponerse como fuera para llegar a Granada, para volver con su madre, que estaría esperándola. 5 En Granada, a poco que llegaron, la enfermedad tomó un curso cada vez más preocupante. Una mañana María se quedó completamente ronca: parecía como si la voz se hubiera anulado, como si el aire inspirado que la hacía posible se perdiese en los pulmones, enredado en una maraña de tejidos purulentos que le impedían salir. Era una sensación muy desagradable para ella, pues tenía la impresión de que un órgano esencial había desaparecido: por más que lo intentaba, no conseguía recuperar la voz; con gran esfuerzo solo lograba emitir al día siguiente un hilo de sonidos muy tenues, un remedo muy defectuoso de lo que había sido antes ella, como si la exhalase una persona extraña, un ser anónimo con el que no se identificase. Al cabo de una semana, después de comprobar que aquello no cedía, los padres decidieron llevarla al médico, quien al principio no quiso pronunciarse sobre lo que podía ser. Esperó a realizar varios análisis que corroborasen el diagnóstico de sus primeras exploraciones. Era algo realmente grave, les anunció a los padres cuando ya lo tuvo más claro, un día que fueron a hablar a solas con él para que María no estuviese presente. "Es tuberculosis", les aseguró al final, después de insinuarles lo que él había deducido de todas sus pesquisas. La madre estuvo a punto de desfallecer en ese momento, incapaz de asumir aquel nuevo revés que tan crudamente se le anunciaba. Don Ángel tuvo que recostarla en un sillón, más alarmado por el estado de ella que por lo que el médico acababa de decirles, pues él de algún modo ya lo sabía, casi lo había intuido unos días antes, cuando la hija no terminaba de recuperarse de su afonía. A María no le dijeron nada; la trataron con especiales cuidados, como habían hecho siempre cuando enfermaba. Por consejo del doctor, decidieron trasladarse nuevamente al carmen de la Alhambra, donde el aire era más puro que en la ciudad. Allí María podía encontrarse también mejor, sin las estrecheces del piso de Granada; ella siempre había dado muestras de hallarse más a gusto en aquella residencia veraniega, donde el ambiente que la rodeaba contribuía a serenar su espíritu. Doña Luisa, sin embargo, no podía ocultar en su semblante las huellas que le dejaba aquel dolor, con el cual de nuevo su mente se contraía, retorcida por viejas angustias. María, siempre atenta a lo que en ella se traslucía, no tardó en adivinar que la suya no debía de ser una enfermedad común, un simple constipado del que pronto había de restablecerse. No obstante, nada dijo: prefirió callar, guardar su pena como un secreto inconfesable, ya que si lo comunicaba podía causar un mayor desgarro a su madre, o al menos eso creía ella, después de verla todos los días acudir a su cama para comprobar si había dormido bien, si no le faltaba algo con lo que podía sentirse más cómoda. Llegó el otoño con sus días turbios, con sus tardes de agua. María pasaba mucho tiempo en la cama, donde se entretenía rezando o meditando los Evangelios. A veces escribía en un cuaderno que le llevaba la madre, un cuaderno de tapas duras donde iba anotando sus reflexiones, todo lo que acudía a su mente entonces. No quería pensar en lo que le pasaba, se resistía a enfrentarlo, quería adormecerlo en su conciencia, como un baúl donde se conservan trastos inútiles. Sus pensamientos saltaban a otro tiempo, retrocedían hasta la época en que ella había sido lejanamente feliz, en la que soñaba con un mundo que quizá no le pertenecía, un mundo distinto al que se encontraba en la realidad, construido con las ideas que en su fantasía se iban enredando, con las sensaciones que se grababan en su interior, todas ellas agradables, inspiradas por la confianza que entonces le deparaba el Creador. Sin embargo, también pensaba que aquel tiempo dulce estuvo presidido por agrios panoramas, por temores que cruzaban por su cabeza como nubes de una tormenta que estaba a punto de estallar: recordaba los escrúpulos a los que había sido tan proclive, a los que había cedido casi sin querer, por una predisposición innata en ella, por oscuros impulsos que no lograba entender. Todo esto lo escribía ella en su cuaderno, trataba de apresarlo para que no se le olvidase, como si de ello dependiera la estabilidad que pudiera hallar ante el dolor, ante aquella nueva enfermedad que ahora se cernía sobre ella. Quería aferrarse a su pasado, no como una forma de huida sino como un modo de reconocer mejor sus pasos, el camino que la había conducido hasta allí, hasta aquel estado de postración en el que ahora se hallaba: la vida era realmente muy corta, le parecía que todos sus años habían transcurrido en un espacio muy breve de tiempo; podían caber acaso en un solo día, en una sola jornada en la que estuviesen representadas todas sus etapas, desde la infancia hasta su ajada juventud. Tenía la impresión de que había vivido muy rápido, de que apenas había podido hacer todo lo que hubiese querido, todo lo que Dios había dispuesto para ella. A finales de octubre, tuvo un acceso de tos, seguido de un pequeño vómito de sangre. Se trataba de un nuevo síntoma de la tuberculosis, con el cual vio claro María que la muerte no estaba muy lejos. El médico, consultado nuevamente por los padres, dijo que tenía uno de los pulmones muy lesionado. A veces pensaba que no actuaba bien: se comparaba con santa Teresita y creía que su actitud era muy diferente a la de ella. Sin embargo, todas las personas que la asistían no podían por menos de sorprenderse de su entereza, de la sonrisa con que casi siempre los recibía. Dios la amaba, se decía con frecuencia. Él quería lo mejor para ella, quería que fuera feliz, tenía toda la eternidad para serlo. El sufrimiento formaba parte de la condición humana, una condición muy limitada con la que él mismo se había identificado, encarnándose en su Hijo. Una condición que sin embargo era superada por el espíritu que en el alma albergaba, por la fuerza que de él surgía. No había nada más grande que el amor: el amor la salvaba, el amor la impulsaba a creer; era incluso algo superior a ella, una realidad en la que estaban todos los corazones confundidos, todos los corazones que latían acompasados por un mismo sentimiento. El amor era eterno, el amor no se acababa nunca, lo llenaba todo, enlazaba la tierra con el Cielo, igualaba a los hombres con los ángeles, con todos los seres que rendían culto al Creador. A finales de año le subió a María mucho la fiebre. Por más remedios que doña Luisa le ponía, la temperatura no bajaba: era como si el mal se hubiera adueñado definitivamente de su cuerpo, como si este ya no pudiese reaccionar ante ningún antídoto, incapaz de desembarazarse de los oscuros tentáculos que por él se hubiesen extendido. Era una fiebre que sumía a María en un estado soñoliento, solo perturbado por los dolores de garganta que a veces la angustiaban, por los accesos de tos que siempre la sacudían antes de expeler algún esputo. Se había acostumbrado a vivir así, pendiente de cada síntoma que en su organismo se anunciase, dispuesta a no dejarse vencer por los embates de su camuflado enemigo: en sus ratos de mayor lucidez, se daba cuenta de que la vida no tenía otro sentido que la lucha, que el empeño por no sucumbir a las fuerzas que se oponen a ella. Fue un tiempo tempestuoso que cedió casi de forma milagrosa, quizá porque la causa que lo había originado ya no actuase como antes, mitigada por alguna extraña mutación que en María se hubiera operado. Durante varios días se encontró más tranquila, libre de los sobresaltos a los que la fiebre de ordinario la entregaba. Su madre seguía pasando muchas horas con ella, sentada en el borde de la cama, espiando todas las señales que en la cara de su hija se esbozaban, aun cuando a veces fueran anuladas por su sonrisa, de la que nunca parecía desprenderse. Cada mueca de María tenía algún significado oculto para doña Luisa: cada gesto constreñido que en su rostro se perfilase delataba una tensión particular, una determinada actitud ante el dolor que ella estaba obligada a descubrir, temerosa de no poderla ayudar cuando ya fuera demasiado tarde. En enero, algo más repuesta, María solía pasar todas las mañanas en un sofá del salón: asistía con cierta delectación a todo lo que ocurría al otro lado de un ventanal, desde el que divisaba una parte del patio, cercada por gruesos muros de mampostería, a los que se aferraba la áspera osamenta de una enredadera; se veían también desde allí los tejados parduscos de la vecindad, cubiertos a una hora temprana por el frío cristal de la escarcha, sobre los que despuntaban las manchas tornasoladas de los montes, confundidas con la neblina violácea que sobrevenía después del amanecer. Había momentos en que creía que la tuberculosis estaba ya vencida: respiraba con suavidad, sin las broncas sacudidas de tos que otras veces casi la acercaban a la agonía. Contenta por esta momentánea recuperación, podía discurrir también de una forma más tranquila, imaginar que brincaba por aquellos montes azules que se vislumbraban en lontananza, resplandecientes de sol a partir del mediodía, cuando la luz recobraba ya todo su esplendor. Habías días también nublados, días de lluvia y de viento que se batían contra el ventanal del salón, dejando sobre el cristal gordos lagrimones que no tardaban en borrarse, sustituidos por otros que llegaban arrastrados por una ráfaga de aire. Aparecía todo entonces envuelto en una sucia penumbra, como si el anochecer estuviera ya próximo: los tejados de las casas semejaban la oscura arboladura de un buque, encallado en una costa decrépita; detrás de ellos el horizonte se había convertido en una masa grisácea, en la que apenas podía distinguirse ningún relieve. Era este, sin duda, un tiempo muy propicio para la ensoñación y el recuerdo: María, plácidamente, se abandonaba a su memoria, por la que iban pasando muchas escenas de su pasado, sobre todo del más reciente, escenas rescatadas de su viaje a Lisieux, en el que ella había sido tan feliz; se veía otra vez en los mismos lugares en los que había vivido santa Teresita, en los que había soñado y hablado con Dios. Una emoción muy intensa la embargaba de nuevo, sabedora de que aquellas impresiones no se habían disuelto, sino que todavía continuaban grabadas en su alma con la misma claridad con que se habían presentado: no eran algo remoto que hubiera de reconstituir pacientemente, algo que perdiera fuerza a medida que se alejaba de la realidad de la que hubiese partido; las llevaba dentro, guardadas en su mente y en su corazón como las piezas de un tesoro que tuviera que custodiar; podía, si se le antojaba, exponerlas ante sí, sentir las mismas sensaciones que entonces le habían causado. El sufrimiento le revelaba ahora el verdadero valor de aquellas experiencias, el sentido tan importante que habían de tener: todo lo que padecía, si se lo ofrecía al Señor, alcanzaba un mérito incalculable, se convertía en una fuerza corredentora, en una fuente de gracias y de auxilios espirituales que ella misma no sería capaz de entender. A mediados de febrero mejoró bastante el tiempo, aunque el estado de María volvió a experimentar una recaída. Lo supo ella misma desde que se quedó de nuevo afónica, con una especie de nudo en la garganta que le impedía otra vez hablar, un nudo terco que le apretaba y que incluso le dolía cuando se esforzaba en comunicarse con los demás. Nunca se había dado cuenta como entonces de la importancia de la comunicación verbal, esa facultad connatural con el ser humano de poder trasladar con palabras a sus semejantes lo que cada uno quiere decir, surgido como una necesidad, como una necesidad de expresarse y de transferir a otro lo que se siente o lo que se opina acerca de una determinada situación. Aquello la espoleaba, sin embargo, para escribir, para anotar en su cuaderno todos los pensamientos que en aquellos días se le iban ocurriendo, la mayoría de ellos inspirados por la cruda realidad en la que se encontraba, por la ingrata sensación de estar asistiendo a un declive físico que no parecía tener ya final. Era este un modo de enfrentarse con gallardía a su propio dolor, al sufrimiento que amenazaba con angustiarla por dentro, con hacer de ella un vil despojo, igual que debió de ser el cuerpo macerado del Redentor, traspasado y humillado por los crímenes de la Humanidad, como un cordero llevado al matadero, despreciado y evitado por todos, tal como había anunciado el profeta Isaías. Se lo imaginaba al Señor en el Calvario, transido de dolores, entregando su vida en el madero para el rescate de los hombres, sabiendo que su sangre era valiosísima, que aquel era precisamente el máximo gesto de amor: tenía que morir, sí, para que su misión se completara, para que el amor pudiera culminarse, para que la misma cruz venciera al mundo. Ella, sin ningún esfuerzo, se trasladaba con su mente a ese último momento, a ese conmovedor paroxismo en que Dios llevaba a la cumbre su obra salvadora, el instante supremo en el que el pecado era por fin derrotado. Viéndolo así, a María ya no le importaba sufrir, pues sabía que nada que le pasase podía ser ya inútil: todo tenía su valor, un valor que resultaba en realidad incalculable, ya que tenía su correspondencia en atributos y propiedades de una vida que nunca se acababa. Si sufría, era porque Dios deseaba que participase en su acción redentora, por lo que se consideraba privilegiada, agraciada con unas oportunidades que solo Dios destinaba a quien él más quería. Nada era importante comparado con eso, cualquier cosa terrenal era insignificante ante esa otra visión, ante la que llega a desvelar el verdadero sentido que se oculta en la existencia. Con pulso tembloroso, María registraba todas sus reflexiones en el cuaderno para que sus padres las leyeran: estaba interesada en que ellos las conocieran para que su fe tampoco se tambalease, para que estuvieran seguros ante la prueba que Dios les mandaba, consciente de lo que ellos también habrían de padecer al verla en aquellas condiciones, aquejada de una tuberculosis de la que era muy probable que no se curaría, tal como hacían presagiar los síntomas que en ella iban apareciendo. Don Ángel, el padre, había dejado sus negocios en manos de un hombre de confianza para atender diariamente a su hija. Quería estar presente en todos los instantes de su enfermedad, celoso por asistir a María ante cualquier necesidad que tuviese. Para él continuaba siendo muy edificante el modo en que ella había aceptado lo que le sucedía: se admiraba de su entereza, de la forma tan tierna con que siempre sonreía cuando él se interesaba por su salud. Era la sonrisa de un ángel, le había dicho en más de una ocasión a su mujer, reconfortado interiormente con aquella imagen, con aquel rostro adusto de su hija en el que de pronto se descubría un relámpago de felicidad. Un día que estaba con ella a su lado lo sorprendió de nuevo con una reacción que jamás hubiera sospechado. Le había leído el capítulo correspondiente del Evangelio, sobre el cual había manifestado su modesta opinión, ya que ella no podía emitir ninguna a causa de su dolencia. Ella lo había escuchado, como siempre, con suma atención, sin apartar los ojos de él, como si escrutara con ellos lo que en los suyos se estuviese expresando. Él estaba más afligido que de costumbre, preocupado por lo que en el futuro habría de sobrevenir, por el proceso de aquellos padecimientos que tan cruentos podían ser. María, como de ordinario, parecía haber penetrado en su interior, en el hueco donde se cobijaban sus sentimientos más íntimos, aquellos que tal vez no sería capaz de revelar a nadie, confundidos con la encarnadura de su propio ser. Casi se sonrojó don Ángel de verla, de saber que a su hija no podía ocultar lo que sintiese, el estado de desvalimiento en que se hallaba en ese momento: de seguro comprendía lo que le pasaba, el malestar tan grande que experimentaba al comprobar que era más débil de lo que siempre había demostrado, más vulnerable de lo que los demás hubiesen pensado de él, de lo que su misma hija hubiera creído hasta entonces. Ella quiso hablar, a duras penas logró pronunciar algo, algo que quizá tenía relación con lo que él le había leído, fue un sonido turbio, repetido cada vez con menos fuerza, una suerte de aspiración prolongada, un silbido que no había acabado de articularse. Se mostraba emocionada, quizá porque el pasaje evangélico que acababa de oír tenía para ella un especial significado, una importancia decisiva para entender mejor la postura que había adoptado, la inmensa confianza con que afrontaba su situación. Dios nunca nos abandona, dijo por fin él ante la actitud que en ella observaba. Sin dejar de mirarlo, María asintió levemente con la cabeza, con un gesto casi imperceptible que a él no le podía pasar inadvertido. Permaneció callado, sin saber lo que añadir; desvió la vista hacia un rincón de la habitación, como si encontrara allí un asidero donde reposar su mirada, cansada de bregar por aquel espacio cargado de tensión. Era la primera vez que le ocurría aquello, la primera vez que se sentía de veras afectado por la enfermedad de su hija. Sonriendo, María agarró un crucifijo que había sobre su mesita de noche y se aferró fuertemente a él, como si allí estuviera contenido todo lo que antes le había pretendido decir. Don Ángel comprendió que aquella era la respuesta a todos los interrogantes que él se había planteado, el símbolo al que él también había de aferrarse para soportar con mejor talante lo que el destino le había deparado en aquella ocasión. Perdió completamente la voz y ya no pudo recuperarla nunca. El proceso que había emprendido resultaba irreversible: era como si hubiera resbalado en el filo de una pendiente y hubiese rodado inevitablemente por ella, primero de una forma indecisa, hasta que de pronto la misma velocidad que adquiría la empujaba hacia el abismo. Al no poder hablar, su mente se fue llenando de palabras importantes, portadoras de un significado preciso, al que ella otorgaba unos matices muy sorprendentes, una resonancia muy diferente a la que al ser pronunciadas habían tenido, una resonancia que su imaginación modulaba a cada instante a su capricho, creada con las repercusiones que se generaban en su interior. Eran palabras que parecían inyectadas de magia, de un sentido que se le escapaba incluso a ella misma: comprendía oscuramente que el pensamiento había nacido de la propia necesidad de expresarse y que una vez que lo había hecho se había adaptado a la misma naturaleza del lenguaje, a las posibilidades y limitaciones con que este se manifestaba. Se daba cuenta así de que el pensamiento era mucho más ancho, de que no podía estar reducido al corto espacio de unas frases. En marzo, con la llegada de la primavera, María experimentó un nuevo empeoramiento: a la pérdida de la voz, vinieron a sumarse unos accesos de tos que eran cada vez más continuos, acompañados en ocasiones de esputos sanguinolentos, con los cuales ella advertía que la tuberculosis no tenía ya ningún remedio. Doña Luisa, por entonces, había caído en una nueva depresión, esta vez quizá más profunda; más que por su afección, María se preocupaba por el estado en que veía a su madre, por el abatimiento en que se hallaba sumida a causa de lo que a ella le ocurría. Era algo que no soportaba, un dolor aún más intenso que el que en su propia garganta padecía. Ver a su madre hundida, con los ojos anegados en pena, con un rictus de angustia o de desolación siempre dibujado en su perfil macilento, con los brazos inertes, abrumados por el peso de una tensión incontrolable, era algo que María no aguantaba a pesar de los esfuerzos que hacía por comprenderlo, por asumir una situación que era muy superior a la que ella hubiera podido imaginar. No le importaba incluso morir con la condición de aquella imagen fuese anulada: si su madre no se hubiera encontrado tan deprimida, estaba segura de que la muerte para ella no sería prácticamente nada, un mal sueño acaso del que habría de despertar para arrojarse en brazos del Creador, para entrar en la Gloria que tanto deseaba. El estado de la madre era ahora su cruz, una cruz áspera, de madero astillado y tal vez podrido, al que sin embargo había de aferrarse si no quería caer ella también en la desesperación. Durante la Semana Santa, ya que no podía hacer otra cosa, meditó mucho en ello. Sus ejercicios espirituales consistieron en una larga reflexión sobre el sufrimiento, sobre el sentido que este había de tener cuando se presentaba de un modo tan crudo, sin los lenitivos que en otras ocasiones lo mitigaban un poco. Esta vez no era un dolor más o menos severo que hubiese de resistir, no era tampoco un contratiempo inesperado que tuviese que vencer: esta vez se trataba de una herida más honda, una herida quizá del alma que la quemaba y que le causaba por ello un profundo malestar, una desazón contra la que no hallaba por el momento ningún antídoto, si no era precisamente el abandono en la cruz. Por mucho que pensaba, no encontraba otra solución: era un nuevo paso en su camino hacia el Calvario, un nuevo paso que había de dar si estaba decidida a seguir a Jesús, a colaborar con él en su obra redentora. Ya no podía retroceder, no le quedaba más remedio que continuar: lo sabía muy bien, pues en su vida no había hecho más que caminar hacia delante, siguiendo la inspiración que guardaba en su interior, la luz que la guiaba en medio de las tinieblas que se cernían sobre el mundo. La Eucaristía le daba siempre valor: la unión íntima con Jesús le devolvía la confianza que en él siempre había tenido, la certeza de que en todo momento estaba haciendo lo que el Padre hubiese querido. El Pan eucarístico era su alimento, el alimento con que tenía que cobrar fuerzas para enfrentarse a su situación, para soportar con resignación todo lo que ahora se le presentaba, aun cuando pareciese que a veces no lo conseguía. Desde mediados de abril, María ya no se levantaría más de la cama. Para llamar a sus padres, se tenía que valer de una campanilla, pues la voz ya no le servía. La debilidad en que había caído la había llevado a aquella postración, desde la cual en ocasiones hacía todo lo que podía por sonreír. Como decía don Ángel, la sonrisa nunca la había perdido: era el modo con que ella se expresaba en el discurrir de su vida, el modo natural con que afrontaba todos los obstáculos que en él se encontraba; parecía a veces algo sobrepuesto, una mueca que se le hubiera quedado impresa en la cara, tallada en ella a fuerza de repetirse ante situaciones menos angustiosas, un resto tal vez de su antigua alegría, de la manera como se divertía cuando era todavía una niña. Para don Ángel lo seguía siendo aún a pesar de los cambios que se habían ido sucediendo en ella: la continuaba considerando como una hija pequeña a la que tuviese que atender con mimos y cuidados, con la misma delicadeza con que la había tratado cuando era todavía una recién nacida. Casi todo el tiempo de que disponía lo dedicaba plenamente a ella: solo se retiraba de su lado para cumplir con asuntos en que era inexcusable su presencia. La madre, mientras tanto, se volvía cada vez más taciturna. Su depresión había llegado a tal punto que se pasaba muchas horas llorando a solas, refugiada en su alcoba para que nadie la viera. Era incapaz de realizar ninguna tarea doméstica; cualquier problema, por nimio que fuese, le resultaba muy complicado para ella. Prefería por eso vivir apartada de la gente, lejos del mundo. Si visitaba a María, lo hacía por breves minutos, como si tuviera miedo de contagiar a los demás su tristeza. Al final don Ángel tuvo que volver a internarla en el hospital, donde quizá hallaría unas condiciones más adecuadas para su recuperación. Para María fue otra vez aquella separación muy dolorosa, pues era consciente de que se moría y de que probablemente su madre ya no volvería a estar con ella. Durante algunos días apenas pudo apartar su pensamiento de ello: sentía la ausencia de la madre como nunca la había sentido, como un hueco oscuro que no conseguía rellenar de ningún modo, un hueco que crecía de forma desmesurada siempre que intentaba asomarse a él. Le costaba mucho aceptar que ella no estuviese presente: lo consideraba como algo muy cruel, como un nuevo castigo del destino contra el que ya nada podía hacer. En medio de su angustia, trataba de encontrar ayuda en alguna idea consoladora que cruzara por su mente, pero su mente era un páramo vacío e inhóspito en el que nada había de hallar. Para conformarse con lo que le ocurría, cogía nuevamente el crucifijo de la mesita de noche, buscando en él una respuesta desesperada a su dolor, una respuesta agónica con la que sofocar la desazón que la sacudía. Se daba cuenta de que su fe aún no se había apagado: permanecía intacta a pesar de las pruebas tan duras a las que volvía a enfrentarse, a pesar de los jirones de oscuridad que se cernían a su alrededor. La fe era una llamada interior, una especie de impulso que aún no se había desvanecido, una confianza ciega que la inducía a seguir creyendo en un mundo muy distinto del que percibían sus sentidos. Jesús, en su agonía, posiblemente hubiese experimentado algo similar: aquel crucifijo que sus manos apenas sostenían era más que un símbolo, pues un símbolo era solamente un signo que representaba una realidad virtual; aquel crucifijo tenía para ella ahora un valor inestimable, ya que con él alcanzaba a comprender que el sufrimiento era el único camino que llevaba a la Gloria. En mayo, María vio cómo sus fuerzas desfallecían. Sin ningún apuro, requirió el cuaderno en el que anotaba sus reflexiones. Con la ayuda del padre, logró incorporarse en la cama para anotar sus últimos pensamientos. Escribió, con no poco esfuerzo, lo que entonces oscuramente sentía: sus frases, trazadas con algunas vacilaciones, contenían un tono sereno de despedida; se refería a las flores que engalanaban los jardines en aquella época, a los ruiseñores que alegraban con sus cantos las alamedas, a los colores con que se vestía y adornaba la naturaleza en aquellos días. Invocaba finalmente a la Virgen, con quien parecía tener un trato muy íntimo: «Oh madre mía dulcísima –le decía−, propongo en este mes de mayo hacerlo todo por vuestro amor, sufrirlo y padecerlo todo por Vos». El día 3, fiesta de la Santa Cruz, María no dudó en pedir la Extremaunción. La idea de que Jesús iba a volver a visitarla la llenó de una ternura indecible, de un gozo que le hacía recordar el que había sentido otras veces de niña. Con un hilo de voz, llegó a balbucear algunas palabras; parecía un milagro, después de haber estado tanto tiempo callada: «Cubrid las escaleras de rosas», dijo. Era tal vez su última voluntad: quería que se recibiera al Señor de aquella manera, con la alegría que su visita siempre había de inspirar. Era un sueño, se decía: el Señor volvería a unirse con ella de nuevo, en este caso con motivo de una situación especial; estaría con ella hasta el último momento, para acompañarla en su trance final. Él ya había vencido a la muerte, así que nada había de temer: era solo un paso, un paso tal vez oscuro que la conduciría a un mundo mejor, en el cual todo sería venturoso, pues ante la presencia de Dios todas las almas se sacian de gozo. A media mañana, el párroco de san Cecilio le llevó el Viático, acompañado de dos monaguillos. Aunque ella no lo pudo ver, el camino que hubo de recorrer desde la puerta trasera de la casa estuvo sembrado de pétalos de rosas, tal como ella había deseado. El padre, como siempre, se había afanado por conseguirlo después de que María lo hubiese pedido, aunque no le resultó demasiado difícil, pues en los cármenes colindantes había muchos rosales que estaban cuajados de flores en aquella época del año. Para una causa como aquella, los dueños no opusieron ningún inconveniente para don Ángel dispusiera de todas las rosas que le hicieran falta. A la cita acudieron algunos vecinos, atraídos por la curiosidad de asistir a un hecho tan notable. El sacerdote, enfundado en una reluciente casulla, se abrió paso entre la gente con la solemnidad que requería el acto, seguido muy de cerca por sus acólitos, que no había dejado de tocar la campanilla. Más que acudir al encuentro con una moribunda, parecía que se asistiese realmente a una fiesta, preparada para recibir a un rey que no tenía parangón con ningún otro de la tierra. María, postrada en la cama, vivió aquella visita como si hubiese sido la primera, con el mismo entusiasmo con que recibiera su primera comunión cuando era muy pequeña. Aunque estaba a aquellas alturas libre pecados, quiso confesarse antes de que se produjera aquel deseado momento: necesitaba estar aún más unida con el Señor, depurar su alma para que él no hallase en ella ninguna sombra de los males que antes la habían ocupado, cuando el miedo a penar la hacía más reservada, más indecisa a la hora de aceptar lo que él le hubiese mandado. Cuando ya se sintió perdonada, llegó el instante supremo de la comunión. Un olor a rosas se había extendido por la estancia, mezclándose con el hedor que allí dentro ya se había instalado, producido por los malsanos sudores que el cuerpo de la enferma expelía. Incorporada sobre los almohadones, María comulgó con los ojos cerrados, concentrada en lo que para ella suponía aquello. Tuvo una sensación muy dulce, un gozo que quizá nunca lo había sentido, quizá porque fuese el último, el último que allí en la tierra se le ofrecía antes de resucitar de forma gloriosa, un adelanto tal vez de lo que en el Cielo había de aguardarle. Los pájaros devanaban su madeja de cantos sobre los aleros del patio. María, desde su cuarto, los escuchaba con atención, todavía degustando aquel sabroso momento. Su padre había acompañado al sacerdote hasta la puerta del carmen, donde lo despidió con profundo respeto. En el patio había quedado un aroma muy tierno, un olor a flores recién arrancadas que dejaban en el ambiente un rastro de perfume que jamás se podría olvidar, como si fuese el perfume de los nardos con que se habían bañado los pies del Señor. Después de la visita, María cayó en un estado de decaimiento del que ya nunca se habría de levantar. Su ánimo, disuelto en una vaga somnolencia, terminó por sumirse en un letargo prolongado, interrumpido tan solo por esporádicas punzadas de dolor, por accesos de tos que no podía controlar. Al cabo de varios días, pareció que perdía incluso la conciencia, pues ya no respondía a ningún estímulo. Apenas la hubo reconocido, el médico que la atendía aseguró que había entrado irremisiblemente en su fase final. El mes de mayo, mientras tanto, lucía espléndido con sus mosaicos de refulgente verdor, con sus amarillos y sus rojos diseminados sobre el esmalte de sus exuberantes jardines, con sus azules de alamedas que casi se difuminan en la distancia, entre grises y marrones de tierras labrantías y de lejanos collados, sobre sierras que se recortan contra un fondo violáceo de cielo, todo presidido por el triunfo manifiesto de la vida, al que un coro de pájaros dedica instintivamente los arpegios sostenidos de sus cantos. Una fugaz impresión de paraíso cruza por la mente de quienes contemplan tan maravilloso cuadro, paraíso vislumbrado por un instante en la conmovedora belleza con que el paisaje se ofrece a determinadas horas, exaltado por los chorros de luz que sobre él se vierten. María, sumida en su pesado sueño, no podía ya disfrutar de estas maravillas, a las que ella siempre había sido tan sensible. El Señor, recibido en su última comunión, se había instalado definitivamente en su alma, en la que aleteaba como una visión nueva, con la suavidad de una nota de piano que no acabara de expirar. La fe era un pábilo encendido, una llamada interior que no hubiera dejado de anunciarse, una especie de impulso que aún no se hubiese desvanecido, una confianza ciega que todavía continuara existiendo en medio de las oscuridades del último momento. El padre, don Ángel, apenas se apartaba de su lado. Sentado en una butaca, muy cerca del cabecero de la cama, asistía con resignación a la lenta agonía de su hija, pendiente de cada nuevo síntoma que en ella apareciera. María permanecía dormida, con la respiración muy pausada, como si en lugar de estar en coma se hubiera hundido en un sueño muy placentero. Ya no sufría fuertes convulsiones, como en ocasiones anteriores: se diría más bien que se fuese apagando, reducida ya a su condición más débil, en la que apenas contaba con fuerzas para volver a un estado más sólido. A veces pestañeaba, quizá a causa de una agitación interior que procediera de un núcleo muy remoto de su sistema nervioso, un leve parpadeo que casi no se notaba, una suerte de rictus indefinido que se perdiera en la piel de su rostro. Don Ángel lo observaba todo: con paciencia escrutaba cada pequeña alteración que en el cuerpo de María se produjera, a veces un breve ronquido, un resuello tenue que se escapara de su boca torcida. A ratos le hablaba, le recordaba que estaba allí, junto a ella, a la espera de que le pudiera decir algo, una frase suelta con la que se iniciara a continuación un diálogo, una conversación parecida a la que en otros momentos habían mantenido; le decía también que la madre estaba a punto de llegar, pues ya se encontraba mejor, se había recuperado pronto, le aseguraba, dentro de poco habría de volver para abrazarla, porque ella la quería mucho, la quería quizá más que él, aunque el cariño era algo que no se podía medir. María, sin embargo, permanecía callada, anulada por un sueño largo, por una fiebre dulce que no acababa de ceder. A don Ángel no le importaba que la tuberculosis se le contagiara: lo consideraba en cualquier caso como un hecho natural, como una circunstancia que él no podría evitar; si permanecía allí, al lado de la hija, era porque no albergaba ningún temor. Duró la agonía menos de lo que él había pensado. María murió en la madrugada del día 13 de mayo, festividad de la Virgen de Fátima: él, don Ángel, se encontraba despierto, pues se había dado cuenta por varios indicios de que María estaba peor. A la luz de una lámpara, observó que su respiración era ya un hilo muy fino de aire, un soplido casi imperceptible que se interrumpía y que volvía a emitirse cada vez como menos empuje, un susurro escaso que dejaba de oírse y que de pronto retornaba como un eco lejano que ya se daba por perdido; don Ángel sabía que en cualquier momento se produciría el fatal desenlace: aquel hilo de aire se rompería para siempre, en un instante que no tardaría mucho en llegar. Ocurrió como él había barruntado: María entreabrió de repente los labios, en un gesto que no traslucía ningún dolor; fue como si se cortase algo que ya estuviese a punto de terminar, como si un corazón enfermo hubiera dejado de latir.