La literatura es siempre magia

En la literatura todo se desvitúa y desrealiza para tomar un aspecto nuevo, para que lo que en ella aparezca nos invite a soñar. Es su principal propósito; si no se cumple, se convierte en un mensaje huero, en un insulso planteamiento. La vida en ella llega a su plenitud, pues lo que se sueña es lo que pervive, lo que se resiste a sucumbir.







miércoles, 30 de octubre de 2013













GIGANTES DEL CIELO



















                                                      



                                   A mi hija Raquel, que fue quien me sugirió esta historia.


























1



Hubiera creído que era un cuento de no haber sido por la guerra, de no haber sido por aquella horrorosa realidad que tuvimos que afrontar. La guerra, en efecto, lo arrasó todo, impuso sus ominosas leyes a cuantos vivíamos aquellos momentos. Nadie, en verdad, se salvó de ella, ni siquiera los que después conseguimos sobrevivir a sus crueles zarpazos: de alguna manera nos marcó a todos, nos dejó malheridos para siempre; sería imposible enumerar los efectos que causó en las gentes, las consecuencias que se derivaron de su terrible crueldad. Fue un acontecimiento que convulsionó el mundo, un acontecimiento horrible que sembró el mal en la tierra. Todos los supervivientes sabemos que estamos expuestos a fuerzas maléficas, a influencias que escapan a nuestros dominios. El bien, que sí existe, parece a veces anulado por el poder que ejerce el Enemigo; su reino tal vez sea del otro mundo, del que está libre de las amenazas y de los peligros que en este abundan.
De aquel tiempo oscuro, lleno de borrones y de sobresaltos, como si se tratara de una ensoñación, emergen los ojos negros de Ruth. De tanto recordarlos, casi los veo de nuevo posados en mí, repasándome sin pudor, con un fulgor indeclinable en sus pupilas, dos gotas cuajadas de líquido nocturno que brillaban en un rostro enjuto. Tenían una expresión siempre de sorpresa, de asombro causado por una realidad que siempre habría de ocultar algún secreto, algún misterio que solo ella entreviera. Eran ojos que invariablemente sonreían cuando la persona con la que Ruth se encontraba era de su agrado, cuando las cosas que la rodeaban podían suscitar su fantasía. En los instantes en que esto pasaba, parecían agrandarse, quizá por el efecto que en ella ocasionaba la posibilidad de trascender lo que estuviese viendo.
Han pasado muchos años y, sin embargo, todavía me acuerdo de ella: me acuerdo como si hubiera sido ayer cuando la hubiese visto, parada junto a mí en un rincón de aquel bosque donde a menudo nos encontrábamos. Lo hacíamos casi a escondidas, pues nuestras familias nos habían prohibido incluso salir después de que se hubieran percatado de nuestras fugas. He de añadir, llegado a este punto, que los dos pertenecíamos a religiones distintas, lo cual habría acentuado aún más la inconveniencia de nuestras reuniones furtivas si nuestros padres lo hubieran sabido: ella era judía y yo, católico, de un rancio abolengo que garantizaba la perpetuación de mis creencias. Vivíamos en el mismo pueblo, en una aldea casi perdida del centro de Francia. Por raro que pareciera, no nos conocimos hasta que el azar quiso que un día coincidiéramos. Las convenciones que mediaban en nuestras vidas habían hecho que entre nosotros existieran fronteras casi infranqueables, distancias tal vez invisibles que nos mantenían alejados. En aquel tiempo, además, las aldeas solían estar distribuidas de forma diseminada, por lo que los vecinos no contaban con una relación demasiado fluida.
Nuestro encuentro, por tanto, no fue algo que hubiese sido propiciado por las circunstancias en que nos movíamos; fue un hecho fortuito, producido por una serie de casualidades que nos habían llevado a coincidir en un determinado punto. Ya he dicho al principio que aquello hubiera parecido un cuento, un episodio desgajado de algún relato fantástico. Ruth, tal como ahora la recuerdo, parecía un ente de ficción, surgido de pronto ante mí como un prodigio, como una encarnación de una de esas criaturas fabulosas de las que están llenas las narraciones antiguas. Yo diría incluso que llegó precedida de una cierta sugestión, como si de algún modo yo hubiese sido capaz de intuir su presencia, la sutil corriente de energía que se desprendía de su pequeño cuerpo. Todo lo que sucedería después semejaba ya estar anunciado en su aparición, en el momento en que ella se presentó ante mí. Por uno de esos barruntos que solía tener entonces, supe que Ruth era una niña con la que me había de llevar muy bien: la misma rareza que ya advertía en ella me inclinaba a pensar que podía ser así, quizá porque yo en la infancia me dejaba impresionar bastante por todo lo que para mí no fuese normal. La vi casi como un ser superior, provisto de algún don que yo no poseía, de alguna fuerza oculta que a mí me hubiese estado vedada. El encanto que se desprendía de sus ojos era un poder con el que conseguía cautivar a cualquiera, con el que lograba embarcarlo en la misma empresa que ella ya hubiera iniciado. Era una mirada la suya que acababa persuadiendo a los demás de que era cierto lo que en ella se atisbaba, el sentido de lo que tal vez quería estar revelando.
Ahora que soy mayor, tengo una notable propensión a contar todo lo que a mí me ocurrió en aquel tiempo. Contar es de alguna manera inventar lo que ya existió: el pasado es por eso territorio de ficción; nadie que se ponga a recrearlo es capaz de reproducirlo como fue; lo más normal es distanciarse de él, referirlo como un sueño que tratamos de recordar, con lapsus y mezcolanzas que no podemos impedir; todo es fragmentario e inconexo cuando se recuerda, cuando se pasa por el filtro distorsionador de la memoria. Es una historia que se aparta de la realidad en virtud de lo que nosotros hubiéramos pensado, en virtud de lo que después hubiésemos sentido acerca de ello. Son hechos distintos que surgen ante nosotros de nuevo, como si estuviéramos dotados de una retina interior que los transformase y los presentase de una forma diferente, con un aspecto en el que no hubiéramos reparado cuando tenían lugar entonces. Cada vida es, pues, una historia especial, cuyo desarrollo no coincide con el que al principio tuvo, sino con el que tratan de reproducir nuestros recuerdos; el protagonista de ella siempre parecerá otro, será un personaje ficticio en el que costará reconocerse. Por eso, no es raro hasta cierto punto que ahora crea que aquel episodio de mi infancia sea un cuento, un relato que yo mismo me he referido en medio de aquel turbio pasado por el que discurría mi vida.
Para ambientar el relato, es necesario que describa el lugar donde comenzó todo. Cerca de la aldea donde vivíamos, a no mucha distancia de ella, casi como un elemento más del enclave geográfico en el que se hallaba situada, había un pequeño bosque. Estaba compuesto principalmente por robles y hayas. A mí me gustaba adentrarme en él por las tardes, cuando la luz era más vieja. En esos momentos del día, además, mis padres relajaban su vigilancia, pues era normal que los niños nos dispersáramos al salir de la escuela. Como desde esta hasta el bosque no había un trecho muy largo, yo no tardaba mucho en llegar hasta él. Un camino de tierra lo bordeaba; había muchas veredas que lo cruzaban, todas muy estrechas y tortuosas; algunas se perdían entre los matorrales; otras se borraban, como si hubieran dejado de ser holladas en un punto, a partir del cual las pisadas se hubiesen vuelto, movidas por un oscuro designio. Todo en él era en verdad misterioso para un niño; yo no tenía todavía once años, la edad en que parece que debe concluir la inocencia que suele presidir la infancia. Llevado por mi natural veleidoso, a veces me alejaba más de lo conveniente; en una de estas incursiones, me vi una tarde abordado por Ruth. Me dijo que me había seguido y que había querido saber adónde me dirigía. Siempre recordaré sus ojos, detenidos en los míos con determinación, con una seguridad que a mí no podía dejar de sorprenderme. Algunos días  me miran con tal intensidad que pienso que vivo bajo una especie de hechizo, que sigo todavía hipnotizado por ellos.
Aquella experiencia me marcó de forma decisiva, sobre todo por lo que ocurriría después. Ruth vino a ocupar un lugar muy importante en mi vida: encontré en ella un apoyo decisivo, sin el cual sería difícil explicar mi comportamiento posterior. Aprendí con ella a valorar el otro lado de la realidad, aquel que se oculta tras la superficie de las cosas. Aprendí también a confiar en el poder de fabulación del ser humano, con el que siempre podrá enfrentarse a todo lo que se le oponga, como sería en mi caso el triste panorama que sobrevendría después. El recuerdo de Ruth siempre me acompañó: a lo largo de los años continuó ejerciendo en mí una influencia que me había de condicionar bastante. Comprendí, gracias a ella, que yo no debía dedicarme a otra cosa que a luchar por el bien, muchas veces desplazado por las fuerzas del mal que gobiernan la tierra: yo conocía el secreto para llevar a cabo mi misión, los recursos que debía emplear para conseguirlo. Ruth me había enseñado que la vida del espíritu nunca concluye: si se tiene fe en ella, siempre se verá la muerte como un accidente, como un hecho físico que solo se cumple en este mundo.
Hay quizá personas a las que no les acabaríamos de agradecer lo que han hecho por nosotros, a veces sin darse cuenta, sin el propósito de dejar en los demás una huella que no se habrá de borrar nunca. Todo esto forma parte de la propia condición humana, en la cual siempre hay debilidades y carencias que solo se compensan con lo que esas personas aportan. La perfección es una suma de cualidades que no puede ser alcanzada por nadie; lo que nos hace distintos es acaso lo que no poseemos, aquello a lo que aspiramos para suplir nuestras faltas. Ruth, aunque no era perfecta, había desarrollado a su edad tal firmeza que casi parecía que lo fuera; todo en ella era sencillo, espontáneo: brotaba de una manera natural, como un fruto que de pronto madurase, como una corriente de agua que comenzara a deslizarse por la piel seca de una ladera y se ramificara por múltiples cauces. Se mostraba tan convencida de lo que decía, que por fuerza había que tomarlo por verdadero: era el producto de lo que ella pensaba, de lo que su mente creaba para cambiar la visión que de las cosas se tenía. Aunque sus historias eran ficticias, las presentaba como ciertas, como suplantaciones de mentiras y de supercherías en las que hubiera que creer.
Es verdad que se valora más a las personas cuando han desaparecido, cuando ya han dejado sobre el mar de la existencia una blanca estela que delata su paso. Quizá es el sentimiento de pérdida lo que las engrandece, lo que las mitifica en la memoria: hay despedidas muy dolorosas, ausencias que abren en el alma un vacío inmenso, aun cuando en ocasiones puede parecer que se cubre con juicios o con proyectos alentadores. Es muy difícil acostumbrarse a vivir sin la presencia de quienes mejor habían congeniado con nosotros durante un tiempo: nos resistimos a creer que ya no siguen a nuestro lado o que se han tenido que ir a un lugar del que ya nunca podrán regresar; pensamos que de un momento a otro volverán junto a nosotros, igual que hacían cuando se ausentaban por un periodo corto de días. En realidad, nunca acaban de marcharse: continúan pululando a nuestro alrededor como fuerzas invisibles, como fantasmas que siempre nos acompañarán mientras vivamos.
Ruth, como decía, se me aparece en el recuerdo constantemente: a veces se me representa imbuida de un poder extraño, como si fuera la encarnación de un ser benéfico. Su cuerpo, delgado y ligero, parece compuesto de una materia distinta, de una sustancia que se diluye y  se transforma con los años. Cuando sueño con ella, tengo la impresión de que es toda espíritu, de que la figura con la que me encuentro no es sino la imagen de lo que ella es por dentro.



































2


Yo nací en el seno de una familia campesina. Mi padre era agricultor, como muchos otros vecinos de la aldea. Aunque no tenía muchas tierras, disponía de las suficientes para llevar una vida más o menos cómoda, con los naturales contratiempos que ocasiona el trabajo en el campo. Su primera mujer había muerto poco después de dar a luz a mi hermana, por lo que ella y yo procedemos de distintas madres. La mía fue, pues, la segunda esposa que tuvo mi padre; se había casado con ella unos meses después de haberse quedado viudo, quizá por la necesidad que sentía de contar con una mujer que pudiera cuidar de su hija, entonces muy pequeña. Las circunstancias determinaron que yo tardara todavía unos años en nacer, ya que se consideraba conveniente que la situación familiar se estabilizara  para poderle agregar un nuevo miembro. Esto hizo que entre mi hermana, Florence, y yo existiera una gran diferencia de edad y que no nos lleváramos demasiado bien al principio; cuando yo todavía estaba necesitado de cuidados y de atenciones, ella se hallaba ya en disposición de salir con sus amigas y de alternar con más gente por las calles. Nuestro trato, sin embargo, iría mejorando con el tiempo, debido especialmente a la conciencia de consanguinidad que en los dos se hubiera asentado a pesar de pertenecer a madres diferentes. En la actualidad, es este, de hecho, uno de los afectos más grandes que me quedan, uno de los lazos más importantes que me siguen uniendo con el pasado, del cual nunca deberíamos prescindir si queremos que nuestra vida no pierda uno de sus cimientos más seguros.
Mi madre fue una mujer muy buena que supo adaptarse muy bien a las condiciones de la familia. A Florence la había educado de un modo ejemplar, como ponderan todos los que fueron testigos de su trato. De ella recuerdo principalmente la abnegación con que se entregaba a sus labores maternales: era tal la intensidad con que se afanaba en ellas que nunca caía en ninguna falta, por más que a veces sus tareas se complicaban cuando tenía que acudir a diversos asuntos. Se preocupaba mucho por nuestra salud, en especial cuando mi hermana o yo nos poníamos enfermos: seguía nuestra evolución con una meticulosidad excesiva, con un cariño desmedido; todo lo que los médicos prescribían lo cumplía al pie de la letra, con un cuidado exquisito por aplicar los remedios que a cada instante eran precisos. Ella decía que si se amaba no debía de ser virtud la abnegación, ya que era una cualidad que nacía del mismo amor. El amor era para mi madre servicio, entrega desinteresada, voluntad de hacer felices a todos los que nos rodean.
Por distintas razones, yo admiraba también mucho a mi padre. Lo tenía por un hombre seguro, capaz de afrontar todos los peligros. La confianza que en este terreno tenía en él era desmesurada: me gustaba seguirlo a todos los sitios adonde fuese, en especial si se trataba de alguna de las parcelas que labraba, en la cual  disfrutaba con las lecciones que él espontáneamente me impartía acerca de los cultivos que allí hubiese. Lo admiraba tanto que guardaba con fidelidad todo lo que me dijera. Me acuerdo de que a menudo me decía que nunca le debiera nada a nadie: era este, sin duda, uno de sus principios, en el cual se resumía gran parte de lo que pensaba acerca de la vida. Él, por supuesto, se refería a cosas materiales, con las que procuraba ser riguroso en los tratos en que con frecuencia andaba metido: para un hombre de campo, honrado como él, había de ser esto muy importante, pues las deudas que no se saldaban podían convertirse en motivo de disgustos y de distanciamientos indeseados. Él quería que todo el mundo lo respetase, por lo que tenía que ser puntual en los pagos y en las operaciones que se derivaban de su trabajo.
Las deudas a las que aludía mi padre se liquidan fácilmente con dinero o con productos de otra índole; sin embargo, hay otras que quizá no se pagan nunca, como son las que se contraen con personas que nos han enseñado a entender de otra manera la existencia, con las cuales alguna vez coincidimos. Ruth, sin lugar a dudas, es una de ellas, aunque entonces no era más que una niña, una niña que de forma prodigiosa había aprendido el modo de huir de las terribles amenazas que sobre ella se cernían.
El pueblo, como antes he descrito, se hallaba bastante diseminado. Las calles eran más bien caminos comunales que discurrían entre parcelas de tierra, entre pedazos de labor circundados por empalizadas y balates. Recuerdo una luz oscura que se deslizaba por el barro en los días invernales, cuando resultaba muy complicado transitar por ellos. Son instantes que todavía permanecen en mi memoria, estampas en las que se me representa el pueblo envuelto en una atmósfera cenicienta, en un crepúsculo grisáceo que poco a poco se va tornando de un tono violeta.
De aquel pasado nebuloso surgen de vez en cuando algunos personajes, provistos de algún rasgo que a mí me debió de impresionar especialmente. El señor Marcel, por ejemplo, es uno de ellos. Se trataba de un hombre robusto, de una estatura descomunal quizá para aquel tiempo. Tenía, como todo gigante, las facciones muy grandes, con el mentón algo prominente. A mí me cautivaban mucho sus manos, de un volumen casi desproporcionado, con las palmas enormes, los dedos muy recios y largos; yo imaginaba lo que podía hacer con ellas, la fuerza que habría de tener un manotazo suyo. Me llamaba la atención la calma con que vivía, la tranquilidad con que siempre actuaba: contrastaba mucho su figura procerosa con la mansedumbre que en él se reflejaba, con la docilidad con que se comportaba con todos sus vecinos. Yo lo veía con frecuencia en la puerta de su casa, sentado en una silla hasta que declinaba el día. Si alguien se le acercaba, lo trataba con mucho afecto, con una delicadeza que no parecía normal en un ser tan grande. Su voz era gruesa, un poco bronca, como si el aire al pasar por su garganta encontrase muchas asperezas. A veces sonreía, era sensible a todo lo que se le dijese, sobre todo si era algo ocurrente o gracioso: su sonrisa asomaba a su cara de pronto, afloraba de un modo instantáneo, por algún resorte que en él actuase mecánicamente.
Yo miraba con respeto al señor Marcel. Cuando iba solo, me impresionaba aún más verlo, quizá porque entonces me asaltaba la sensación de que no fuese de este mundo. Él, desde que sabía quién era, no dejaba de mirarme con cierto agrado. Un día que regresaba de uno mis paseos vespertinos lo vi lejos del pueblo, lo cual me sorprendió bastante. Caminaba por una pradera, detrás de una gallina que se le había escapado. Se desplazaba con cierta torpeza, con el cuerpo un poco inclinado hacia un lado; por su carencia habitual de movimientos, daba la impresión de que no estuviese muy acostumbrado a ellos, de que no supiese muy bien cómo coordinarlos. Yo le hubiera ayudado a capturar la gallina, pero preferí no hacerlo; temía que mi padre se enterase por él de que algunas tardes me alejaba de la casa para visitar el bosque. Continué con mucho sigilo mi paseo sin que él me viera: estaba tan afanado en la captura que no se percató de mi presencia. Desde lejos observé cómo daba varias vueltas en torno al ave, agitando los brazos alocadamente como si él pretendiese también batir unas alas. Al final no sé si consiguió atraparla, pues ya se me hacía algo tarde para regresar a la casa y seguí andando como si nada hubiese visto.
Otro personaje de aquellos años que a mí me producía un gran efecto era una señora mayor que no paraba de hacer mandados en el pueblo. Era una mujer humilde, con la cara cubierta de arrugas, entre las que siempre despuntaba una mirada muy serena. Vestía con andrajos, muchos de ellos remendados y sucios, sobre los que llevaba indefectiblemente un delantal muy viejo. Su cabello, invadido de canas, iba casi siempre tapado con un pañuelo, del que sobresalían de ordinario unos mechones grasientos. A simple vista, todo en ella era abandono, descuido inveterado; podía pensarse que era una indigente o una mendiga que pasara toda su vida pidiendo limosna. Sin embargo, a poco que se hablara con ella se descubría que era mujer de sólidos principios, entre los que contaba como principal misión la de asistir a todos los necesitados del pueblo. A instancias del párroco, era ella la encargada de llevar auxilios y víveres a las familias que estuviesen peor, a los enfermos que se hallasen en una situación más delicada. Iba de casa en casa solicitando socorros y transmitiendo mensajes de la parroquia, con los cuales los vecinos se sentían más reconfortados. Todos decían de ella que era una santa, un ser agraciado con los dones del espíritu para que elevara la fe de sus circunstantes. Arlette, que así se llamaba, tenía una voluntad inquebrantable, con la cual podía llevar a cabo todos sus encargos. En mis recuerdos se me aparece ataviada de la misma manera, con su mirada siempre risueña y tranquilizadora, inasequible al desaliento en el que otros hubiesen caído.
Mis amigos de aquel tiempo eran tres, dos de ellos de mi misma edad y otro que casi alcanzaba la de mi hermana, con el que a veces no era fácil entenderse. Charles y Philippe, los primeros, tenían casi las mismas aficiones que yo: nos gustaba adentrarnos en lugares prohibidos, en los que se arrumbaban trastos y objetos inservibles, llenos de polvo y de mugre; a veces descubríamos alguna cosa extraña que despertaba nuestra curiosidad y que nos animaba a cultivar la fantasía. Nos gustaba también corretear por las calles, chapotear con nuestras botas en los charcos que se formaban en ellas, subir a los ribazos más altos para mirar con orgullo el panorama que desde ellos se divisaba, con el pueblo tendido en una loma, sobre un telón de colinas pobladas de espesa arboleda. En los días húmedos las nubes se apelotonaban en el cielo, dejándolo todo envuelto en una penumbra gris: por los campos entonces no paseaba nadie; parecía como si el misterio que sobre el ambiente se cernía hubiera movido a las gentes a encerrarse en sus casas. En el aire macilento se oían en tales momentos graznidos espeluznantes, gritos agudos de aves que semejaban haber barruntado algún peligro.
De aquella infancia lejana, velada de brumas y de lluvias pertinaces, siempre surgen los ojos de Ruth, como si quisieran transmitirme un mensaje que todavía no me hubiese sido proporcionado, un mensaje secreto que volviera a encaminar mi vida en una dirección que jamás hubiera previsto. El día que se me apareció no era, sin embargo, como los que lo habían precedido. La primavera estaba ya cerca y lucía en el cielo un sol radiante, oculto a veces tras alguna nube pasajera. El campo brillaba con sus numerosos cuadros verdes, sobre los que se derramaba una hermosa luz de bronce. El aire estaba henchido de aromas, de olores muy diversos. Yo me había internado como siempre en el bosque y, animado por mi espíritu inquieto y aventurero, decidí alejarme aquella tarde más de lo conveniente. Había llegado ya a una zona que casi desconocía cuando oí un vago rumor a mis espaldas. Al principio creí que eran pisadas de animales, y me alerté bastante. Sin embargo, cuando me di la vuelta, comprobé que no había nadie; si se hubiera tratado de un animal, lo más probable era que continuara allí o que lo hubiese visto huir entre los árboles. Pensé, como era natural, que aquel ruido había sido cosa de mi imaginación, demasiado alterada en tales sitios. Continué, pues, mi paseo sin darle importancia a aquello. Anduve despreocupado unos cuantos pasos hasta que de nuevo llegó a mis oídos el mismo rumor, esta vez más nítido que antes. Eran pasos de alguien entre la hojarasca, pasos que se detenían cuando yo lo hacía y que dejaban por eso de oírse. Comprendí que alguna persona me seguía, lo cual me inquietó bastante. Fueron unos segundos de incertidumbre, tras los que apareció ante mí la figura grácil de Ruth. Lo hizo de pronto, emergiendo de entre unos arbustos.
−Te he seguido −me dijo−: quería saber adónde ibas.
−¿Quién eres?− le pregunté sorprendido.
−Me llamo Ruth, tengo doce años y soy judía.
−Nunca te he visto por aquí.
−He vivido en muchos lugares. Mi padre al final decidió que nos trasladáramos a este pueblo porque decía que era más seguro: él siempre tiene miedo, cree que nos persiguen por ser judíos.
Tras aquella declaración nos quedamos los dos callados: yo me puse a reflexionar en lo que me había dicho; ella, por su parte, parecía analizar el efecto que a mí me habían causado sus palabras.
−Yo me llamo Maurice, soy cristiano −dije al cabo, todavía perplejo por lo que me estaba sucediendo−. Creo que podemos ser amigos.
−El hecho de pertenecer a religiones diferentes no debe impedir que lo seamos −opinó con desparpajo ella.
−Estoy convencido de que creemos en el mismo Dios.
−Dios no puede dividirse.
−Yo lo he pensado muchas veces: si hubiera tantos dioses como religiones hay en el mundo, el mundo sería una locura.
−En mi familia me han enseñado que cuanto más buenos seamos más cerca estaremos de nuestro Creador. Me han enseñado también a confiar en él. Es el Dios de nuestros padres, el Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob.
−Es el mismo Dios de Jesús.
−Jesús también era judío.
Al decir aquello, Ruth sonrió: parecía como si hubiera planeado llegar a aquel punto, como si hubiese pretendido cerrar el diálogo con aquella afirmación. Tenía una voz clara, de un timbre más bien agudo; en ciertos momentos adquiría un ritmo más vivo, un ritmo muy parecido al que precede a una canción.
−¿Tienes muchos amigos? −le pregunté yo después de una breve pausa.
−Si te refieres a conocidos, te puedo decir que nunca me han faltado −respondió ella con una inusitada calma−. Sin embargo, amigos de verdad he tenido muy pocos.
−La amistad es algo que no se encuentra todos los días.
−La amistad es un tesoro que se debe conservar siempre: si no se valora como se merece, se puede acabar perdiendo.
−¿En qué consiste para ti la amistad? −inquirí yo al ver la importancia que le concedía.
−Es un sentimiento que une a las personas con un lazo muy fuerte −dijo de nuevo sonriente−: si yo quiero a un amigo, me siento ligada a él como si fuera un hermano. La amistad no se compra, no es algo que dependa de las cosas o de los objetos que pueda intercambiar con el otro. Si lo amo, seré capaz de entregarle todo lo que necesite para que sea feliz, igual que yo desearía que él hiciera conmigo en el caso contrario.
−Yo también lo he creído así, aunque nunca lo he logrado expresar de ese modo.
−Si pensamos lo mismo, es probable que nos entendamos muy bien: para que dos personas se quieran, es necesario que entre ellas exista un mismo parecer; si hay, en cambio, mucha distancia, será muy difícil que surja la amistad.
−Creo que podré entenderme contigo, quizá mucho más que con mis amigos, con los que no puedo hablar de estos temas. Desde hoy serás, si no te importa, mi amiga. Yo suelo venir muchas tardes a este bosque: es como mi refugio, el lugar donde me siento mejor. Nunca se lo había dicho a nadie: es un secreto que acabo de compartir contigo; quizá es esta una señal de que he empezado a confiar en ti.
−Yo me alegro de que así sea. Espero verte aquí muchas veces.
Después de decir aquello, Ruth se alejó corriendo: se esfumó como si se tratara de un ser de otro mundo que ante mí se hubiera aparecido para dejarme un alentador mensaje; había sido tan profundo y tan intenso el diálogo que habíamos mantenido, que yo lo habría dado por imposible si al día siguiente no hubiera vuelto a encontrarme con ella, si no hubiera comprobado de nuevo que no era irreal su figura.


































3


El sol esparcía sus cabellos de oro por el campo. El bosque, envuelto en su luz, parecía un pabellón lleno de magia, un recinto sagrado en el que hubiesen de ocurrir hechos extraordinarios. El aire agitaba levemente las ramas de los árboles, produciendo un rumor sordo que sonaba a veces como un murmullo lánguido. Los pájaros cantaban con trinos muy agudos, con gorjeos que semejaban quebrarse para recomponerse después con más brío. A la entrada del bosque había varios ribazos, blandos de hierba, salpicados de tiernos lirios morados. Yo disfrutaba de todo esto sentado en el borde de un pequeño balate, esperanzado ligeramente con la idea de ver otra vez a la niña a la que había conocido la tarde anterior. Por momentos mis pensamientos se evadían de donde estaba, atraídos por la enorme inquietud que sacudía la realidad de aquellos días: la guerra, como una epidemia tremenda, se extendía por Europa, sembrándolo todo de cadáveres y de odio; a los pueblos de Francia iban llegando noticias muy preocupantes; la mayoría de ellos se habían quedado ya casi sin hombres, pues muchos de ellos habían tenido que alistarse en el ejército para frenar el avance del enemigo. La guerra, al parecer, estaba todavía lejos de donde yo vivía; la gente soñaba con que algún día se detuviese, con que pudiera acabar antes de que alcanzara proporciones más alarmantes. Mi padre, que se había librado de ella por ser ya mayor, aseguraba que a nuestro pueblo nunca llegaría: la veía como un acontecimiento lejano que a nosotros no había de afectarnos demasiado, quizá porque no quería que en su familia cundiera el pánico. Me imaginaba un mundo sin guerra, en el que se podía vivir feliz, un mundo sin conflictos, presidido por el amor que había predicado Jesucristo, en el que no hubiese diferencias ni distinciones de ningún tipo, una sociedad perfecta en la que las personas eran tan generosas que compartían todo lo que tuviesen. En mis sueños de niño siempre lo había ideado así; no entendía por qué los hombres se mataban, por qué las naciones se dividían para luchar por unos territorios. Para mí era absurdo lo que estaba ocurriendo: aunque sucedía lejos de mi pueblo, no por ello dejaba de repudiarlo; lo consideraba un tremendo error, del que la humanidad más tarde habría de arrepentirse.
Estaba tan abstraído en estos pensamientos que no me percaté de la llegada de Ruth. Había aparecido otra vez ante mí por sorpresa, como si tuviese el don de presentarse ante los demás de manera asombrosa, por algún poder que a ella le hubiera transferido un hada protectora. Llevaba aquella tarde el cabello suelto, lo cual otorgaba a su semblante un aire de indómita resolución que el día anterior no había tenido. En sus ojos brillaba una luz lejana, como un resto de prometedora ilusión que hubiera quedado prendida en el fondo de sus pupilas.
−¿Me esperabas? −me preguntó al verme.
−Así es −reconocí, sorprendido todavía por su presencia.
−Estaba segura de que me esperarías. Por eso he venido. El bosque será a partir de ahora nuestro lugar de encuentro; en él podremos, además, jugar a nuestras anchas, sin nadie que nos estorbe.
−Si quieres, puedo enseñártelo. Ayer recorrimos un camino muy corto. El bosque tiene muchos escondites que tú seguramente no conoces.
−Tú serás mi guía −proclamó ella al tiempo que yo ya me levantaba para conducirla.
Nos adentramos por el mismo sendero por el que ambos nos internamos el día anterior. Después de un breve trecho, el sendero se ramificaba en múltiples veredas. Escogimos al azar una de ellas, una trocha muy angosta que zigzagueaba entre abrojos y cañaverales, bajo  un manto verde de hojas que nos protegían de los rayos del sol. Muy contenta, Ruth me propuso entonces un juego: el juego consistía en imaginar que aquellas veredas eran caminos por los que se regresaba a diferentes épocas del pasado; tenía que escoger cada uno la que primero se le antojase y convertir con su imaginación los lugares por donde discurríamos en los sitios en los que aquel pasado se desarrollaba; para que me animara a jugar, me instó a que fuera yo quien eligiera aquella tarde la época a la que nos encaminábamos. Llevado por mi instinto patriótico, escogí el siglo XVII, un periodo brillante para Francia en el que destacó El Rey Sol. Los abrojos y cañaverales que flanqueaban la vereda se transformaron en setos y en macizos de flores, entre los cuales errábamos camino del palacio en el que habíamos de ser recibidos por el anhelado monarca, en una corte fastuosa de tesoros y de espejos deslumbrantes; los haces de luz que se filtraban entre las ramas de los árboles y que se descolgaban como flecos áureos representaban los brillos que se desprendían del salón en el que nosotros habíamos sido agasajados.
El juego se prolongó durante varios días: fuimos caballeros que volvían a sus castillos después de haber acometido afanosas aventuras, errantes peregrinos que se dirigían con inquebrantable fe al lugar donde se habían de perdonar sus culpas, audaces exploradores que se enfrentaban a infinidad de peligros, pastores trashumantes que se dirigían con sus rebaños a tierras donde hubiese más pastos, miembros de una tribu de homínidos que se aventuraban por sitios escabrosos...
Con Ruth, aprendí a transformarlo todo: la realidad, a menudo insulsa o falta de sentido, era cambiada a nuestro antojo; me di cuenta de que con la imaginación podía hacer lo que quisiera, de que contaba con una fuerza extraordinaria para vencer todos los obstáculos que se me presentasen. «Las cosas que no cambian terminan perdiéndose», solía decir Ruth. Para ella, era esto fundamental: todo lo que tenía vida evolucionaba, era un principio por el que se regían los seres que habían sido creados; lo que se estancaba tendía a anquilosarse y a perecer. Se trataba de una ley natural que ella aplicaba también a los objetos que más cautivaban su ánimo, a las imágenes que más excitaban su fantasía. Hoy pienso, después de que hayan transcurrido tantos años, que su mente estaba dotada de un gran poder, posiblemente mucho mayor que el que entonces era capaz de sospechar. Siempre recordaré la manera como me miraba, la fijeza con que sus ojos acababan apoderándose de los míos, subyugándolos con su irresistible hechizo.
Otro día que nos encontramos me sorprendió con un nuevo invento, engendrado por su ilimitada imaginación. En esta ocasión, la naturaleza dispuso un escenario diferente, con un cielo aborrascado en el que cada vez se acumulaban más nubes. El tiempo parecía ser nuevamente invernal, con un viento fresco que soplaba por momentos con gran furor. Las ramas de los árboles crujían, agitadas por el vendaval. Ruth imaginó que asistía a un concierto, en el que las hayas y los robles componían una espléndida sinfonía, con un tema que se iba repitiendo y que adquiría de pronto un ritmo más trepidante, con una mezcla de trompetas y de contrabajos que resultaba muy conmovedora. Inventaba frases de violines, rumores de arpa, quejidos de oboes, susurros de flauta muy tenues, en una sucesión ininterrumpida en la que también se intercalaban plañidos de violoncelos y chasquidos de piano muy veloces. Según ella, era el himno con que la naturaleza impulsaba a los hombres a reunirse, a juntarse en una armonía fraternal.
−Las guerras son cosas del demonio −me dijo a continuación.
−Dios siempre quiere que seamos buenos −repliqué yo.
−A veces parece que el mal vence al bien. El mal, cuando se desata, se convierte en una fuerza terrible: es un viento huracanado que lo destruye todo. El bien, en cambio, es solo una semilla muy pequeña que germina en los corazones.
−En muchos juegos siempre triunfan los más fuertes.
−Los más fuertes no suelen ser los mejores.
−A mí me gustaría que todo fuese al revés.
−Lo que sucede en el mundo no es lo que ocurre en nuestra imaginación.
Siempre nos gustaba opinar sobre lo que estaba pasando: sabíamos que nuestra visión era muy diferente de la que podían tener los mayores, sobre todo porque ellos trataban de encontrar las razones que justificaran los hechos, los motivos por los que las naciones se enzarzaban en crueles enfrentamientos. Para nosotros, las cosas eran mucho más simples: en nuestra mente no cabían razonamientos alambicados, como se esgrimían a menudo en nuestro entorno para explicar aquello; la guerra, por muy justa que fuese, era una acción violenta que no podía justificarse de ningún modo; los seres humanos, según creíamos, habían nacido para vivir en paz, en una armonía fraternal, como había imaginado Ruth que sería el himno que la naturaleza componía para que los hombres se sintiesen hermanados.
Todo lo que pensaba ella lo refrendaba luego yo ante los demás: de alguna manera se convirtió en mi principal mentora, en la persona que más influencia habría de tener en mí en aquellos días. Algunas veces mis padres o mis amigos se sorprendían de que yo tuviese una opinión tan segura: notaban un cambio que no sabían explicar, un cambio que quizá era para ellos signo de una madurez que les resultaba inadecuada para mí. Hoy creo que Ruth continúa influyendo en mis ideas igual que en aquella época: cada vez que me acuerdo de ella, lo pienso así; desde entonces, todo lo que yo he pensado estaba de algún modo marcado por lo que ella ya me había dicho, por lo que había hablado conmigo a lo largo de aquellos encuentros. Mi propia condición actual no halla tampoco otro motivo: lo que viví con Ruth señala el punto inicial de una carrera que me ha llevado por muchos lugares hasta concluir en la situación en la que ahora estoy.






















4


El bosque nos deparaba muchas sorpresas: bastaba tener un espíritu sensible para apreciarlas, para dejarse arrebatar por ellas, para soñar con lo que ellas sugerían. Una tarde, después de habernos alejado un poco, fuimos sorprendidos por el canto de una alondra: era un canto melodioso, de trinos agudos que se encadenaban armoniosamente, con notas muy tiernas que no parecían emitidas por un ave, con acentos muy extraños que abrían en el alma un cálido surco... Ruth soñó que la alondra era un mensajero de Dios, un enviado especial que trataba de transmitir algún comunicado importante; decía que invitaba a gozar de las grandezas del Creador y que animaba a todas las criaturas a amarlo y a tenerlo por el mayor bien. En el Cielo, añadía, se le rendía continuamente culto con cánticos muy parecidos al que aquel mensajero ante nosotros entonaba, muchos de ellos inspirados en los que el propio rey David había compuesto en sus salmos. Yo, ciertamente, nunca había escuchado nada igual; impresionado por lo que ella me decía, me dejé por unos instantes arrastrar por aquella música, hasta el punto de que casi perdí la noción de donde estaba: me vi transportado a un lugar idílico, en el que todo era alegría y gozo, un lugar muy plácido que yo imaginaba revestido de nubes blancas, con azules de un cielo de verano, por el que surcaban ángeles y querubines de rostro sonrosado, cantando para Dios himnos muy emocionantes.
Fue una experiencia inolvidable que yo después recrearía de muchos modos, tratando de reproducir en mi interior lo que había sentido entonces, todo lo que me sugirió aquella inefable melodía. A lo largo de mi vida la música ha sido una de las artes que más he estimado, sin duda porque nos ayuda a evadirnos de las circunstancias que nos rodean, especialmente de aquellas que nos resultan más desagradables. Por mor de la música yo he aspirado a vivir en un mundo ideal, poblado por los seres que inventaba mi fantasía, en un espacio que se iba multiplicando con las imágenes que acudían a mi mente, muy semejantes a las que en los sueños se suceden. Son instantes en los que el alma regresa a su estado más puro, a aquel en que el ser queda reducido a la esencia que lo constituye, a la esencia básica que ha sido insuflada en él por el Creador, por el gran Hacedor que todo lo gobierna. Sería casi imposible describir lo que en tales momentos se experimenta: durante muchos años he gozado con la audición de hermosas creaciones musicales, con las que he recibido innumerables beneficios de carácter espiritual. Muchas veces he llegado a pensar incluso que no sería el mismo si no hubiera contado con esta ayuda, si no hubiera podido sentir en mí el influjo beatífico de la música. Bach y Mozart son dos genios que me han marcado decisivamente: sin ellos, sería muy difícil para mí concebir la vida; sus obras han iluminado una vez y otra mi mente, predisponiéndola para desarrollar conceptos que solo están al alcance de los espíritus más puros.
Había tardes en que no nos veíamos. A Ruth o a mí nos prohibían salir de las casas por diferentes motivos. Cuando alguno de los dos no comparecía, el otro se quedaba esperándolo hasta que al final se convencía de que ya no llegaría. Si era a mí a quien le sucedía esto, casi no podía soportar la idea de quedarme solo: estaba tan acostumbrado a tratar con Ruth que no sabía lo que hacer cuando faltaba ella; todo me parecía, en verdad, distinto en su ausencia, lo cual era una clara señal de que la tenía ya por una gran amiga. La primavera, siempre cambiante, se volvía a veces muy lluviosa, con días de abundantes precipitaciones que nos obligaban a permanecer en las casas; era un tiempo desapacible y oscuro que se prolongaba incluso durante algunas semanas, sepultándolo todo bajo una sucia capa de nubes. Ruth, para que no desesperara, me solía decir que en tales días imaginara que la lluvia nos hacía retroceder a una época lejana, en la cual podíamos experimentar sensaciones que creíamos perdidas, quizá porque estaban escondidas en algún lugar de nuestra memoria. Decía que nada se olvidaba y que todo podía regresar a nuestra cabeza si nos lo proponíamos. No sin esfuerzo, yo me veía otra vez acurrucado junto a mi madre, en una sala que se me aparecía en el recuerdo más grande que la que realmente existía, en una atmósfera turbia que era muy propicia para el ensueño; las cosas se me alejaban cuando intentaba apoderarme de ellas, los objetos cobraban formas y proporciones que jamás habían tenido, con propiedades que yo mismo les atribuía.
En el pueblo, continuaba la misma rutina de todos los días, un ritmo que parecía instalado desde que yo tenía conciencia de las cosas. A veces me acordaba de lo que Ruth repetía: «Las cosas que no cambian acaban perdiéndose». Daba la impresión de que la gente no quería apartarse de las costumbres a las que ya estaba habituada, de que se sentía más segura con la reiteración de unas mismas acciones. Yo seguía jugando con Charles y Philippe en muchos momentos del día. A causa de cierta prevención, no les había revelado aún la nueva amistad que tenía; por lo que hablaba con ellos, intuía que algo sospechaban: me dirigían en ocasiones preguntas comprometedoras, tras las que yo quería adivinar un interés concreto por conocer todo lo que hacía cuando no nos veíamos. Por una razón que no hubiera sabido explicar, aquello era para mí un secreto que no debía traicionar: si no lo guardaba, corría el riesgo de perder la confianza que Ruth había depositado en mí; la consideraba ya como mi mejor amiga, por lo que tenía que serle fiel por encima de cualquier concepto. Era quizá la primera vez que me sentía unido con alguien hasta ese extremo: nunca hasta entonces había experimentado nada igual; seguramente era una nueva señal de madurez, con la cual comenzaba una etapa que habría de ser muy importante para mí.
Al tiempo que avanzaba la primavera, lo hacía también la guerra por Europa de un modo brutal. Ya no era una realidad lejana, un acontecimiento que a nosotros difícilmente nos podía afectar. A las tropas alemanas ya no había forma de frenarlas; se temía que, igual que habían invadido otros territorios, también lo hiciesen con los de Francia. A los niños ya no se nos ocultaba esta posibilidad: advertíamos en los mayores una preocupación que antes no habían tenido, una inquietud que los obligaba a estar atentos a todas las noticias que iban llegando; muchas veces sorprendíamos en sus conversaciones referencias a un hecho que nunca acababan de nombrar, perífrasis con las que evitaban pronunciar algo que nosotros no debíamos oír. Tal disimulo incitaba aún más nuestra curiosidad, nuestro afán por conocer lo que con tanto cuidado se nos trataba de ocultar. Por las precauciones que ellos tomaban, comenzamos a sospechar que la guerra estaba cada vez más próxima. Sin embargo, lejos de lo que pudieran esperar, nuestro ánimo apenas se veía alterado por ello; lo considerábamos como un suceso inevitable, como un suceso que más tarde o más temprano había de ocurrir. Continuábamos jugando como si nada extraordinario acaeciese, como si la guerra fuera un asunto que solo a los mayores les podía preocupar.
−Mi padre dice que los alemanes no nos vencerán −había dicho Philippe una vez que estábamos hablando sobre ello.
−Francia nunca se podrá rendir −opinó Charles, para quien lo más importante era el orgullo nacional−. Acordaos de todo lo que hemos aprendido en nuestras lecciones de historia: los franceses siempre hemos amado a nuestra patria y la hemos defendido con honor; jamás la podremos entregar a un enemigo que solo tiene el mérito de contar con un gran ejército. También nosotros lo tuvimos con Napoleón.
−Yo lo que no quiero es que la guerra se extienda hasta aquí −tercié al fin yo.
−Si llega hasta aquí, no nos pasará nada −continuó Charles−. Viviremos episodios muy emocionantes. Los alemanes tratarán de invadir este territorio, pero todos sabemos que en él hay muchos escondites, en los cuales nosotros podemos refugiarnos para atacarlos después.
−No pienses que la guerra es un juego −objeté yo.
−Será como un juego, no lo dudes −replicó de inmediato Charles, sin poder contener el entusiasmo que lo embargaba−. Muchos generales se lo toman así, dicen que algunos planean los ataques en un tablero de ajedrez. Podemos comprobarlo nosotros si queréis, podemos imaginar que nos invaden los alemanes y que nos ocultamos para prepararles una emboscada, ante la que ellos tendrán que sucumbir.
El juego consistió en aquella ocasión en escondernos tras una especie de barricada que hicimos con los muebles del cuarto de Philippe, donde a la sazón nos hallábamos. Imaginamos que éramos soldados de una eventual resistencia, formada con los escasos integrantes de una tropa que acababa de constituirse. Desde allí observábamos los movimientos de las  huestes enemigas, que se distribuían por una hondonada que había a no mucha distancia del pueblo. Aunque eran bastante superiores, no les temíamos, pues estábamos seguros de que con nuestro orgullo patriótico y nuestra astucia podríamos vencerlas. Tramamos una serie de operaciones, tras las que decidimos abalanzarnos sobre el rival con la confianza que nos otorgaba nuestra valentía. Fue así como vencimos, como en pocas horas conseguimos expulsar a los alemanes de nuestras tierras. Éramos los nuevos héroes de Francia, a los que las futuras generaciones habrían de rendir admiración.





























5



Lo que yo imaginaba con Ruth era muy diferente de lo que podía inventar con mis amigos, entre otras cosas porque era ella principalmente quien llevaba la iniciativa, quien se anticipaba a transformar la realidad de acuerdo con los antojos que cruzaban por su fantasía. El bosque seguía siendo el lugar de nuestros encuentros. Un día que nos adentramos en una zona más escabrosa, vimos de pronto aparecer ante nosotros un ciervo de retorcida cornamenta. Tenía el pelaje marrón, los ojos como dos carbones encendidos. Fue una imagen fugaz, pues enseguida se esfumó de nuestra vista con la misma rapidez con que se había presentado. Más que un animal, parecía una criatura fantástica del bosque, un ser extraordinario que hubiera tenido el don de traspasar los límites de su mundo para que nosotros lo viéramos. Para Ruth, era un príncipe que había sido convertido en un ciervo por el efecto de un hechizo. Decía que procedía de un país muy lejano, erizado de montañas y de riscos; en él residían unos pérfidos engendros que causaban grandes estragos en la población. El príncipe, como representante del bien, era perseguido por ellos con toda suerte de insidias y de poderes maléficos. Cuando ya estaba próximo a heredar el trono, fue arrojado sobre él el hechizo para que no se consumara tan importante acontecimiento. Desde entonces andaba perdido por el mundo, a la espera de que alguien le restituyera la naturaleza que había perdido. Yo propuse que lo siguiéramos. Sin pensarlo dos veces, corrimos en la dirección que él había tomado. Soñábamos con la esperanza de encontrarlo; no temíamos que nos acometiera con su recia cornadura. Nos animaba el ardor de la búsqueda, el deseo de seguir sus huellas hasta el lugar adonde él hubiese ido. Casi estábamos convencidos de que era verdad lo que soñábamos, de que aquel animal salvaje no era tal, sino un príncipe que había sido objeto de un hechizo. «Es posible que se haya escondido», pensó Ruth. «A lo mejor tiene miedo», añadí yo. Subimos por una ladera, llegamos a una explanada en la que crecían unas plantas que olían muy bien, torcimos por una vereda que serpeaba entre los robles..., por ningún lado aparecía el ciervo, el príncipe al que unos seres inicuos habían hechizado. Ninguno de los dos, sin embargo, desesperaba: sabíamos que nos habíamos embarcado en una noble empresa, de la cual debíamos sentirnos orgullosos. Continuamos buscando durante más de una hora. Al final, regresamos al mismo punto del que habíamos partido. Para resarcirnos de algún modo de nuestro esfuerzo, nos dimos a imaginar que el ciervo se aparecía de nuevo y que se quedaba allí un rato para entablar relación con nosotros.
−Es injusto lo que con vos se ha cometido −le dijo Ruth con el respeto que merecía.
−Unos malvados me han convertido en el pobre animal que veis −contesté yo por él.
−No hay que dejar que el mal triunfe en la Tierra −manifestó Ruth.
−Busco a alguien que crea en mí para que me ayude a escapar del hechizo; para conseguirlo, necesito que me dirija palabras de aliento, palabras que no nazcan de la mentira que reina en el mundo, sino de la verdad que se esconde en los corazones.
−¿Creéis que nosotros podremos lograrlo? −preguntó Ruth con cierta impaciencia.
−Nada se pierde con intentarlo −repliqué yo por el ciervo, con voz que me parecía muy extraña.
−Nosotros te queremos; estamos aquí para salvarte −dijo Ruth con mucha dulzura, casi como si cantara.
En nuestra imaginación, el ciervo emitió un bramido muy raro, parecido a un lamento que hubiera estado durante mucho tiempo postergado en sus entrañas. Después comenzó a desfigurarse, en una sucesión de movimientos muy rápidos: en menos de dos segundos se convirtió en un apuesto joven, vestido con un jubón azul y unas calzas de suave terciopelo granate. Tenía el cabello rubio, los ojos aceitunados.
−Nunca he perdido la esperanza −acerté a decir yo en lugar del príncipe.
−La esperanza nace de la fe −intervino Ruth−. ¿Tenéis fe, creéis en Dios?
−Si no hubiera creído en él, no habría podido llegar hasta aquí para que vuestras señorías me liberaran del hechizo que los representantes del mal aplicaron en mí. Dios siempre nos acompaña, como acompañó al pueblo de Israel en su travesía del desierto −respondió el príncipe en el que me había transformado yo.
Ruth asintió, satisfecha de lo que había oído.
Otro día, ya de finales de mayo, seguimos el sendero que bordeaba el bosque. El sendero nos llevó a una casita semiderruida, con el tejado casi hundido. Con la osadía que entonces nos asistía, nos internamos en ella. Era probablemente un refugio de pastores o de guardas del propio bosque. Tenía las paredes desconchadas, los postigos de las ventanas arrancados. El suelo estaba lleno de escombros, entre los que nacían algunas florecillas silvestres. Ruth posó sus ojos en las vigas apolilladas de la techumbre; por unos instantes los tuvo detenidos en ellas, como si las examinara. Yo me fijé en el hueco de una alacena, donde habían quedado unos restos de vajilla. Tras la estancia en la que nos encontrábamos se hallaba otra, de aspecto muy parecido. El cuadro que observábamos no era muy halagüeño. Sin embargo, Ruth, impresionada quizá por lo que veía, dijo que estábamos en un palacio. En su mente, lo ideó con columnas de jaspe, con artesonados de caoba; era allí todo fantástico: las paredes estaban revestidas de tapices, los muebles habían sido fabricados con madera de cerezo, las cortinas eran de cretona; de los techos colgaban arañas de varios brazos, envueltos en cuentas de cristal. Allí, en el palacio, las voces tenían una resonancia muy suave; de vez en cuando se oían las notas de un piano que alguien tocaba en una sala contigua. Por una puerta secreta nos adentramos en una galería que nos condujo a un recinto privado, al despacho de un gran conde, que en aquel momento se encontraba de viaje. Había mayordomos que nos atendían y que nos agasajaban con exageradas muestras de afecto. En un salón al que accedimos había una enorme biblioteca, en la que se alineaban libros de todos los tamaños, con los lomos de cuero, escritos algunos con letras de oro. Nos sentamos en sendos sillones; vimos pasar ante nosotros damas lindamente ataviadas, con los cabellos recogidos con tirabuzones, seguidas por caballeros de elegante y afectado porte que trataban de cortejarlas. Ruth imaginó que se celebraba en el palacio una fiesta y que nosotros habíamos sido invitados por la hija del conde, con quien habíamos de cumplir por el afecto que ella nos había demostrado. Decía que se llamaba Anne y que la queríamos como si fuera una hermana; aunque era superior a nosotros, nos tenía como iguales, pues para ella no existían diferencias cuando quería a alguien. Nos sentíamos muy orgullosos de estar allí; muy pronto la vimos, se acercó a saludarnos con la alegría que produce un encuentro que se ha deseado durante largo tiempo. Era pequeña Anne, con la tez clara, con los ojos relumbrantes de anhelo. A mí me dio un beso en la mejilla; a Ruth le estrechó la mano. Tenía muchas ganas de estar con nosotros, decía. A través de una portezuela que se camuflaba entre los estantes de la biblioteca, llegamos a una estancia muy oscura en la que se acumulaban cuadros y esculturas cubiertos con lonas; de ella pasamos después a una cámara en la que había muchas vitrinas, en las cuales se exponían joyas y reliquias de incalculable valor. Sin detenernos a mirarlas, continuamos por un pasadizo que nos llevó a una escalera. Subimos por ella hasta un desván, un cuarto lleno de luz en el que había muchos juguetes esparcidos por el suelo. Mientras los mayores celebraban la fiesta, nosotros nos entretuvimos en jugar. Ruth, con su imaginación, nos trasladó a las orillas de un mar, donde asistimos al arribo de numerosos barcos, procedentes de países que nunca habíamos oído nombrar. La tripulación estaba compuesta por jóvenes de gallarda estampa. Para nosotros, eran héroes que habían participado en una guerra muy lejana, tal vez en la de Troya, a la que habían asediado durante muchos años. Al final estuvimos hablando con uno de ellos: tenía la piel morena, el cabello muy largo. Nos contó que no regresaba de Troya, sino de unas islas del Pacífico, donde se había enfrascado con sus compañeros en gran número de aventuras. En presencia del joven, la historia de Ruth se complicó con nuevos episodios, extraídos todos de su prolífica imaginación. Habría seguido agregando personajes de forma indefinida si hubiera dispuesto de más tiempo. El sol ya se ponía en el horizonte cuando emprendimos el camino de vuelta a nuestros hogares. Hacía una tarde espléndida de finales de mayo: el sol derramaba su última luz por las colinas, envolviéndolas en una suave coloración anaranjada. Algunos rayos se quedaban enredados en los árboles, tiñéndolos de oro. Había también reflejos sonrosados en algunos montes más alejados, como restos de un incendio que aún no se hubiesen apagado.































6


Cerca del bosque, había unos roquedales de tono rojizo, entre los que solían crecer ranúnculos y lirios. Muchas veces, Ruth y yo nos acercábamos hasta allí para prolongar nuestros juegos. Nos gustaba, sobre todo, internarnos en una pequeña gruta, donde la fantasía de ella encontraba suficientes motivos para inventar nuevas historias. Según sus imaginarias pesquisas, en un rincón había estado enterrado en otro tiempo un maravilloso tesoro. Lo había escondido allí un grupo de contrabandistas, que huía de la justicia. Durante muchos años, nadie había sabido de su existencia, hasta que un labriego de la zona lo había encontrado cuando buscaba un refugio para guarecerse de una terrible tormenta. El tesoro, compuesto de deslumbrantes joyas, encandiló de tal modo al labriego que no creyó al principio que era verdad lo que veía. Después de dudarlo mucho, lo ocultó de nuevo, pues no sabía adónde llevárselo. Temía que lo acusaran de un robo que no había cometido, de un latrocinio por el que podía ser condenado. Aunque nunca había sido avaro, se despertó en él tal codicia que no dejaba de pensar en ningún momento en lo que le había de deparar aquello. Se trataba de una gran fortuna con la que evidentemente se haría rico; lo difícil sería tal vez justificarla, pues no era fácil que los demás creyeran que se debía a un casual hallazgo. Estuvo así varios días meditando acerca de ello, sin que se le ocurriera nada definitivo. Cuando acudió otra vez a la gruta, comprobó que el tesoro ya no estaba allí; en su lugar, había quedado un hueco, que alguien había rellenado con papeles de periódicos. Pensó que había sido objeto de un engaño o que unos ladronzuelos habían actuado en su ausencia para hurtarle el tesoro, avisados por algunas señales que tuvieran. Cayó después de tal comprobación en un gran abatimiento: todos los sueños que había concebido se le desvanecieron de pronto, sustituidos por una desazón muy angustiosa. Esta experiencia, según Ruth, le sirvió para no ilusionarse con cosas que podían desaparecer. Se volvió, de esta manera, más generoso con el prójimo, con el cual estaba dispuesto a compartir en adelante todo lo que tuviese. Vivió más feliz, sin los recelos que maniataban su anterior vida: la práctica de la caridad le reportó satisfacciones que nunca había tenido, pasó de codiciar lo que no era suyo a servir a los demás en la medida de sus posibilidades. Hubiera deseado, en tal caso, contar con las riquezas de la gruta para compartirlas con los más necesitados, con aquellos que por caprichos del destino vivían en peores condiciones. Tanto lo deseaba que la suerte lo hubo de conducir de nuevo hasta allí: lo movía, según Ruth, la curiosidad, pues era hombre que no se conformaba con la apariencia que pudiesen tener las cosas. Buscó otra vez en el mismo rincón hasta que halló nuevamente el tesoro, envuelto ahora en unos trapos viejos. Fue tal la alegría que recibió, que se olvidó al momento de sus proyectos y se dio a cavilar sobre lo que podía hacer con él. Igual que en la otra ocasión, acabó por enterrarlo también a la espera de aclarar sus intenciones. Los hechos se llegaron a repetir varias veces: el tesoro volvía a desaparecer después de que el labriego tornara a pensar en sus propios intereses; su vida, a partir de entonces, se hacía más desprendida, hasta que un nuevo golpe de fortuna le devolvía lo que había perdido. Parecía como si alguien pretendiera darle una lección: le demostraba que tenía que ser generoso, ya que era esa la única forma de lograr lo que se proponía. Contó Ruth que el labriego tomó la firme decisión de dirigirse a la gruta con el fin de compartir con los pobres todo lo que en ella hallase, tal como otras veces había ideado antes de que la codicia le impidiese hacerlo. Se percató así de que lo que había sospechado era cierto: en el momento en que dejaba de ser egoísta, se hacía realidad su sueño; si quería que aquellas joyas no se perdiesen, había de procurar que su proyecto se mantuviera, para lo cual debía renunciar definitivamente a su afán de enriquecerse. El relato terminaba con esta resolución, si bien Ruth a veces lo alargaba para referir el sacrificio que el protagonista había de realizar para no ceder a las tentaciones que de continuo lo asaltaban. Libraba un duro combate que se saldaba con la transformación de un corazón que siempre había existido para sí mismo y que nunca había experimentado el gran goce que se siente cuando se da lo que a los otros les falta para ser felices.
−La generosidad es el mayor tesoro que podemos tener −concluyó en cierta ocasión Ruth.
−Las personas tendemos a ser egoístas, como le ocurría al personaje de tu cuento −dije yo.
−En ese personaje nos vemos todos representados −continuó ella−. Creemos que la felicidad se consigue con la posesión de lo que deseamos; codiciamos incluso lo que otros tienen, los envidiamos por disfrutar de lo que nosotros no tenemos. Es una manera muy estrecha de vivir: la felicidad ha de llegar por caminos más anchos, por cielos más despejados. No sé cómo decírtelo. Son las nubes de nuestro egoísmo las que no nos permiten ver el horizonte, las que no nos dejan ver el sol que debe alumbrar nuestros pasos. Cuando yo me comporto como una egoísta, me ocurre eso: la oscuridad me envuelve, mi vida se hace más sombría, parece como si me hubiera ocultado en un cuarto secreto para que nadie me encuentre. Sin embargo, cuando decido compartir con los amigos lo que tengo, todo cambia: me veo bañada de luz, radiante de claridad. No sé si a ti te habrá pasado lo mismo: cuando nos entregamos a los amigos, nuestra vida se alarga, es como si traspasara unos límites para proyectarse en los demás.
Ruth se expresaba así casi siempre, con una madurez que sobrecogía. Estaba más preparada de lo que hacía creer su aspecto, quizá porque a su edad ya había leído mucho. Era una lectora casi compulsiva, según me contaba ella misma. De sus frecuentes lecturas había adquirido, sin duda, un vocabulario muy rico, que ella era capaz luego de emplear con gran soltura. Tenía un don especial para expresar todo lo que quería, con imágenes que resultaban a veces muy sorprendentes, pues costaba mucho pensar que las hubiese inventado. Sin embargo, yo, que la conocí bien, puedo dar crédito de que era así: tenía una imaginación prodigiosa, con la cual podía recrear con palabras mundos insospechados. Parecía, ahora que lo pienso, un personaje que se hubiera escapado de sus propios  relatos. Ya he dicho desde el principio que me asalta con frecuencia la impresión de que todo aquello fue un cuento, una historia también imaginada que hubiera tenido lugar dentro de la misma realidad, quizá porque el recuerdo transforma las cosas hasta un extremo que jamás cabía presumir, igual que ocurre a menudo con los hechos que se sueñan, a los que es difícil encontrar un parecido con los sucesos en los que se inspiran. Todo lo que se recuerda es, en fin, similar a un sueño: la distancia con la que se cuenta el pasado le confiere a la narración un carácter ficticio; parece como si lo que en ella se refiere hubiera sucedido en un tiempo muy diferente del nuestro, en una dimensión que no se corresponde con la que actualmente reconocen nuestros sentidos.
−Lo peor que nos puede ocurrir es que los amigos nos rechacen −agregué yo en aquella ocasión−. Si estoy solo, veo el mundo de una manera muy triste. En cambio, cuando estoy con ellos, me siento mejor: es como si con su compañía recibiera un impulso que me animara a disfrutar de todas las cosas buenas que tiene la vida.
−La unión que con ellos sentimos despierta en nosotros emociones nuevas       −añadió Ruth−. Experimentamos una alegría que no se puede explicar.
−El egoísmo es un pecado muy grave −comenté yo−. Mi madre siempre me lo recuerda cuando voy a confesar; me aconseja que no sea egoísta si quiero que los demás acepten mi amistad.
−El mayor pecado que se puede cometer es agraviar a Dios −replicó Ruth−. Dios quiere que seamos felices; por eso nos ha creado, nos ha hecho semejantes a él. Siempre trata de conducirnos por el buen camino, igual que al pueblo de Israel. Sin embargo, muchas veces los seres humanos nos apartamos de él, adoramos a otros dioses que quizá nos parecen más cercanos. Es la mayor ofensa que se puede hacer, volver la espalda a quien más nos quiere, a quien siempre ha procurado nuestro bien.
−El que ama a Dios ama también a sus semejantes −reflexioné yo sobre aquello−, es lo que siempre he oído decir al párroco de nuestra aldea, dice que todos los mandamientos se encierran en esos dos, en amar a Dios y amar al prójimo como a nosotros mismos.
−Ahora hay una guerra muy cruenta, los hombres se matan, los países se enfrentan unos contra otros, es una locura.
−Los hombres a veces se vuelven locos, se olvidan de que son hermanos, de que han sido todos creados por Dios, como tú has recordado.
−Las guerras siempre han existido, forman parte de la historia de la humanidad, Dios no tiene que ver con ellas, ellas son consecuencia de la maldad que en el mundo hay: si obedeciéramos a Dios, no existirían las guerras.
−Eso sería el paraíso, un mundo en el que siempre reinara el bien.
−El paraíso desapareció en cuanto el hombre cayó en el pecado. En el Cielo, al que todos aspiramos, volveremos a encontrar lo que habíamos perdido.
−En el Cielo, viviremos en paz −concluí yo.
































7


Un día que paseábamos casi por los límites del bosque vimos unas mariposas que revoloteaban en torno a unos arbustos. Eran de distintos colores, amarillas, marrones, grisáceas, de un tono lila, con franjas verdes... Ruth se quedó mirándolas; casi parecía que intentaba atraparlas con los ojos, envolviéndolas en la red que tendían con vago ensueño sus pupilas. Animado por su actitud, yo también traté de seguir su vuelo, de descansar mi mirada en ellas. Eran pequeñas, con un temblor incierto en sus antenas diminutas, en el borde de sus élitros transparentes.
Después de observarlas un rato, Ruth dijo que eran hadas que tenían su morada en el bosque, hadas secretas que solo se aparecían a quienes tuviesen un corazón más puro. Vivían allí desde tiempos inmemoriales, confundidas con las hojas y con la grama que crecía en los balates. Formaban parte de una corte fantástica que había rendido tributo a una reina engreída, de la cual habían tenido que separarse. Eran, según ella, muy atrevidas, de un natural inquieto y atolondrado. Aunque no se relacionaban habitualmente con los humanos, les gustaba espiar lo que hacían, sobre todo si andaban metidos en asuntos extraños. Una de las que vimos, de un color azulado, estaba enamorada de un elfo que se había ido a vivir muy lejos de aquellos contornos. Soportaba la ausencia como podía, muchas veces sumida en recuerdos azarosos, de los que siempre regresaba con el alma llena de nostalgia, transida de un vago dolor sin remedio. Tal costumbre la había tornado melancólica, de movimientos mucho más lentos que los de sus compañeras, a las que siempre se las veía ir con mucha prisa de un lugar hacia otro, como si entre sus hábitos fuese este el que más las caracterizara.
El elfo era un ser que reunía unas condiciones fabulosas: estaba dotado de una belleza salvaje, con unos ojos rasgados que miraban profundamente, con una expresión muy seria que lo hacía bastante misterioso. Casta, que así se llamaba el hada, no pudo resistirse a sus encantos, a pesar de que él había dado muy pocas señales de haberse prendado de ella. Lo seguía a todas partes, con una determinación que no conocía freno. Decía, para justificar su decisión, que nada había de perder en aquel seguimiento, en aquel modo tan sutil de acosarlo. Cuanto más distante se mostraba él, más deseos sentía de continuar su labor: de algún modo, la esquividad del elfo era una manera de espolear su interés, de desatar su fantasía. Se conformaba con verlo, con tenerlo siempre a su alcance, con observar lo que hacía. De tanto examinarlo, había creído ver en él a una criatura muy semejante a ella, con un destino común que por fuerza había de juntarlos.
Un día, por razones desconocidas, el elfo desapareció: Casta lo había dejado en aquella ocasión marchar, convencida de que habría de volver pronto. Lo había visto alejarse, acompañado de otros seres de su especie; nada en sus gestos hacía presagiar lo que después ocurriría: más bien parecía que se desplazaban hacia algún lugar concreto, del que no tardarían en regresar. Ella se había quedado en el bosque con sus amigas: estaban organizando una fiesta para celebrar la próxima entronización de una de ellas, a la cual querían tomar como la nueva reina.
El tiempo pasó, no obstante, sin que su amado volviera: pasó un día, y después otro, hasta que por fin Casta comprendió que aquel viaje podía durar más de lo que hubiese creído. Supuso para ella una dura experiencia, con la que se había de probar su templanza. Lo buscó al principio por los sitios más próximos, por los parajes en los que  hubiera sido más fácil el asentamiento de los elfos; todas las pistas que de ellos encontró le indicaban que se habían ido muy lejos, tal vez a una región donde nunca los hallaría. Fue una búsqueda infructuosa, de la que volvió con una pena inconsolable. Durante varias jornadas estuvo hundida en el desaliento, hasta que una leve esperanza se suscitó en ella para que nunca dejara de aguardarlo, mantenida con los sueños que de vez en cuando soliviantaban su mente.
Ruth, al llegar a aquel punto de su relato, imaginó una conversación que con el hada manteníamos. Para hacerlo, había tirado de mi brazo para que nos acercáramos hasta donde se hallaban las mariposas. Las vimos revolotear, ajenas todavía a nosotros. En nuestra imaginación, eran ya hadas muy desenvueltas, ataviadas con ropajes muy finos de muselina. Tenían el cabello rubio, recogido en trenzas. Sus ojos eran verdes, del color de las aguas en un lago rodeado de floresta.
Cuando ya estábamos casi a un paso de ellas, las mariposas se fueron, con movimientos muy leves que apenas rozaban el aire. Nosotros, a pesar de ello, no abandonamos nuestro imaginario diálogo.
−¿Cómo os encontráis? −preguntó Ruth a la supuesta hada.
−La primavera hace milagros −repuso ella−. Ya no siento tristeza por lo que ha sucedido, sino que ahora estoy ilusionada por lo que puede ocurrir. Pensar en el pasado me vuelve melancólica; el futuro, en cambio, alegra mi corazón. Todas las ilusiones vienen del futuro. El pasado es una tierra húmeda en la que se hunden nuestros recuerdos, en la que acaban sepultadas nuestras ideas.
−La primavera levanta el ánimo, despierta esperanzas que se creían olvidadas −tercié yo.
−Nuestra patria es el aire −imaginó Ruth que diría Casta−. Por el aire vamos ligeras como los vilanos, felices como las mariposas que se mueven entre las flores.
−Muchas hadas tienen amores contrariados −volví a intervenir yo.
−El amor no siempre es correspondido.
−Cuando no es correspondido, causa un gran enojo.
−Todos los enojos desaparecen con el tiempo.
−Uno no debe obsesionarse nunca con lo que le sucede.
−En el aire nada pesa, todo es liviano como el pájaro; por eso, la gran misión de las hadas es volar por el espacio, volamos en busca de nuevos corazones con los que podamos soñar.
−El elfo aquel que se fue con sus compañeros algún día regresará.
−Eso espero, es lo que más deseo en el mundo: el destino nos volverá a unir; estoy segura de que si en el destino está escrito que nos juntemos nada podrá oponerse a ello.
−¿Os casaréis con él?
−Yo solo me conformo con tenerlo a mi lado y con declararle mi amor.
−También os gustará que él os confiese el suyo.
−Ese es un consuelo de los que no conocen el amor.
La conversación hubiera proseguido con parecidos conceptos, pero la interrumpimos para continuar nuestro paseo. Las mariposas ya se habían ido muy lejos, sostenidas por una brisa fresca que se había levantado de repente. En su lugar, había quedado la evocación de unas hadas volanderas que se movían en torno a una flamante reina que se había revestido con los colores de la primavera. Había efluvios suaves, aromas tiernos que dejaban en el alma una dulce emoción.
Otro día Ruth inventó que el elfo había vuelto. Por su carácter reservado y huidizo, nadie había podido averiguar qué razones lo habían impulsado a volver. Había regresado solo, rodeado de un aura de misterio y poesía, como en él había sido habitual en otro tiempo. Para Casta, supuso una gran alegría: según comentó a sus amigas, se trataba de un milagro de la primavera, en el que ella había confiado siempre. Lo vio con su gallardo porte desfilar entre los árboles, sin reparar apenas en lo que hubiese a su alrededor: a ella la seguía atrayendo toda su figura, especialmente sus ojos de nostálgico bucanero, cuyo hechizo era capaz de perpetuarse en la memoria hasta trastornarla completamente. Entre sus costumbres, destacaba la de caminar por las noches a la luz de la luna, como un noctámbulo empedernido que se hubiera obsesionado con la persecución de un secreto. Caminaba por los claros del bosque, por sitios en los que la luz resbalaba con sigilo de serpiente. Casta a veces lo espiaba desde las ramas de los árboles: se conformaba casi con eso,  con observarlo desde las sombras, como un ángel tutelar al que se le hubiera encomendado acompañarlo. Lo había aguardado tanto tiempo que no le importaba ahora no estar a su lado: lo podía ver, tenía constancia de su presencia, se sentía impregnada de su espíritu, siempre altivo y melancólico.
Todo esto me lo contaba Ruth como si estuviese ocurriendo entonces, como si aquellas dos figuras irreales pasearan ante nosotros, una de roblizo aspecto, con los ojos repletos de un fulgor marino; la otra, pequeña, del tamaño de un pétalo, con la cara sonrosada, los ojos de un verde acuoso. Vimos al hada acercarse al elfo: lo abordó sin rodeos, con una audacia desconocida, quizá llevada por un repentino aliento, por una imperiosa necesidad de comunicarse con él. Hablaron de cosas cotidianas, de asuntos relacionados con el bosque, sobre los que los dos opinaron con absoluta naturalidad. Fue una conversación que transcurrió sin sobresaltos, hasta que ella, por un nuevo acceso de osadía, le declaró su amor: «Te quiero con toda el alma», le dijo. Él no contestó, la miró casi con pesadumbre, como si le hubiera molestado aquella intromisión. Tras aquel encuentro, dejaron de hablarse, aunque ella continuaba siguiéndolo en secreto, amparada en las penumbras del bosque. La historia parecía concluir de aquella manera, casi como había empezado, con un enamoramiento atolondrado que no encontraba respuesta por parte de la persona que lo había ocasionado. Sin embargo, una tarde, según contó Ruth, él le sonrió a ella: fue una sonrisa cálida, de unos labios que temblaban con súbita emoción. Para el hada, fue aquella una señal muy clara de que la quería, aunque nunca llegaría a confirmarlo. Se hicieron muy amigos. Ella fue feliz. A él, aunque era difícil demostrarlo, se le vio desde entonces más contento que antes.























8


En junio, los días eran más despejados. La primavera, en todo su vigor, alcanzaba su punto culminante en los campos, en los que reverberaba la luz en las parcelas de la labor. Un rebaño de verdes colinas se apretaba en el horizonte, sobre el cristal azul del cielo. El aire era diáfano: parecía dotado de una suavidad de pétalos de rosa, de una ligereza de mariposas campestres; a veces lo surcaban bandadas de palomas torcaces, que describían círculos antes de posarse de nuevo en el rodal de donde habían partido. A la atmósfera gris de los días nublados la había reemplazado un tiempo claro, de un fulgor de oro. A mí me gustaba tenderme con mis amigos en los balates, desde donde observaba todo el panorama que ante mí se ofrecía. Miraba con curiosidad el ajetreo de los labriegos, todos ellos de una edad bastante avanzada, pues los más jóvenes habían sido llevados a los frentes de la guerra. En lugar de caballos, empleaban ahora para sus trabajos pesados bueyes, cuyo cansino paso no dejaba de llamar mi atención. Charles y Philippe intercambiaban conmigo las nuevas informaciones, muchas de ellas obtenidas por la creciente preocupación que iba embargando a los padres; según habíamos podido averiguar, el avance del ejército alemán era ya incontenible: muy pronto, si un milagro no lo impedía, llegaría a París, con la consiguiente conmoción que ello supondría.
Para mis dos amigos, los encuentros que yo tenía con Ruth no eran ya un secreto. Al contrario de lo que había creído, no se sintieron desplazados por mi reciente amistad, sino que la vieron incluso como algo natural, como algo que yo había tenido la suerte de conocer: si a ellos les hubiera pasado lo mismo, posiblemente habrían actuado igual que yo. Lo que más les sorprendía era el hecho de que Ruth fuese judía y de que entre nosotros se hubiera podido entablar una relación: por viejos prejuicios que tenían, consideraban que las diferencias de religión constituían un obstáculo insalvable para que dos personas se entendiesen.
−¿Cómo es Ruth? −me preguntó una vez Philippe.
−Es muy ingeniosa −respondí yo−. Siempre se le están ocurriendo historias; algunas son increíbles, no las podéis imaginar. A mí me causa mucha admiración todo lo que dice; es también muy inteligente. Con ella hablo de muchas cosas, hablo de cosas en las que jamás había pensado. Aunque es judía, me llevo muy bien con ella.
−¿Cuántos años tiene? −inquirió ahora Charles.
−Tiene doce años, aunque a veces me da la impresión de que es mayor.
−¿Es guapa? −quiso saber Philippe.
−Sus ojos son muy bonitos; miran con mucha intensidad, como si estuvieran examinando lo que en ese momento están viendo. A mí nunca me habían mirado igual.
−¿Cómo la conociste? −le tocó ahora preguntar a Charles.
−La conocí por casualidad, un día que fui al bosque para dar un paseo. Me había seguido sin que yo lo supiera. Aquella vez me había alejado más de lo que acostumbro. De pronto, oí un ruido; era como un rumor de pisadas. Cuando me di la vuelta, no vi a nadie. Pensé que podía ser algún animal y continué mi camino. Sin embargo, aún no había andado diez pasos cuando volví a oír el mismo ruido de antes. Entonces ella se me apareció; me confesó que me había seguido.
−A mí también me gustaría conocerla −declaró Philippe.
−Debe de ser una niña muy curiosa −añadió Charles.
−Es una niña que tiene mucha imaginación −ponderé yo.
La conversación se reanudó unos días después, en esta ocasión sobre las historias que Ruth inventaba. Querían mis amigos que yo les contara algunas de ellas: tanto había alabado a mi nueva amiga que no se conformaban hasta que yo se las refiriese. Lo que más mueve a la curiosidad es, sin duda, que se resalte algo de un modo general, sin dar detalles con los que se justificaría la importancia que le concedemos.
Como lo tuviera más fresco, les conté lo que le había sucedido al labriego que había descubierto el tesoro en la gruta donde algunas veces me internaba con Ruth. Tanto les impresionó el relato que llegaron a pensar que era cierto lo que en él se narraba. A propuesta de Charles, nos encaminamos hacia el lugar en que principiaba la historia. En sus mentes no se descartaba la idea de que aún estuviese allí enterrado el tesoro. Philippe afirmaba que se habían dado en la zona muchos casos de joyas y de monedas de oro con las que se habían hecho ricas las personas que habían tenido la inmensa suerte de hallarlas. Charles ya soñaba con que nuestra aventura acabase así, con el descubrimiento de algo maravilloso, capaz de transformar para siempre nuestras vidas; soñaba con un futuro fastuoso, en el que él se encontraba rodeado de toda clase de comodidades. Philippe, por su parte, decía que él no se cansaría de hacer viajes: cuando ya concluyese la guerra, iría a todos los países que más habían excitado siempre su imaginación. Oyéndolos hablar, yo pensaba precisamente en lo que le había ocurrido al personaje de aquel relato: me daba cuenta de que ellos actuaban lo mismo que él; los cegaba en aquellos momentos la codicia, el deseo de apoderarse de una fortuna con la que podrían ver cumplidos sus sueños.
En cuanto llegamos a la gruta, Charles y Philippe escarbaron con unas piedras en el suelo; durante varios minutos se afanaron con ahínco en su labor de desenterramiento, hasta que por fin se convencieron de que allí no había nada. «Las cosas que se inventan no siempre se cumplen», dijo con cierta decepción Charles. «No sé por qué nos hemos dejado engañar por un cuento», agregó Philippe. Yo traté de explicarles que en las historias era todo ficticio y que cualquier realidad aparecía en ellas alterada, convertida en materia novelesca: lo que se contaba no era precisamente lo que había ocurrido, sino más bien lo que hubiera podido suceder si las cosas se hubieran desarrollado de otro modo, si no hubieran acaecido tales o cuales hechos, con los que el destino había acabado por cumplirse. En las historias no había destino, sino un afán ciego por seguir unas determinadas trayectorias, guiadas a veces por un azar veleidoso. Les dije que era la inspiración del autor la fuerza que las movía; en el caso de Ruth, estaba muy claro: ella no se paraba a considerar nada, sino que todo le salía de manera espontánea, por impulsos de una voluntad que se volvía entonces antojadiza y caprichosa.
Con el fin de que lo comprendieran, les propuse cambiar aquello que habíamos vivido para transformarlo en un relato, en una narración en la que nosotros apareciéramos como protagonistas. Conté que al llegar a la gruta habíamos descubierto unas huellas bastante sospechosas; era evidente que alguien había estado allí antes que nosotros. En el hueco donde presumiblemente debía estar el tesoro no había nada, quizá porque se lo hubieran llevado. Movidos por la curiosidad, continuamos escudriñando en otros puntos de la gruta. No había nada extraño en ella, aparte de aquellas pisadas que habían quedado grabadas en la tierra: eran muy grandes, de un ser que quizá tenía unas dimensiones extraordinarias. Charles, en el cuento, opinó que podían corresponderse con varios seres, posiblemente con dos o tres gigantes que hubiesen vivido allí. Lo peor era que se hubieran apropiado del tesoro, con el cual tal vez habrían decidido trasladarse a otro sitio para custodiarlo mejor. Philippe propuso que buscáramos también por los alrededores de la cueva, ya que podíamos hallar nuevas huellas que delatasen la dirección que esos gigantes hubiesen tomado. Vimos que, en efecto, las pisadas se repetían, aunque había trechos también en que casi se perdían. Después de consultarlo un poco, determinamos seguirlas; comprobamos que configuraban un recorrido muy sinuoso, pues a veces caracoleaban entre las peñas, describiendo complicados dibujos que casi se confundían. Descendimos por un escabroso barranco, entre zarzas y juncos. En un momento doblamos a la izquierda y después de cruzar por un frondoso pasaje dimos con un hermoso prado, con hierbas muy crecidas, entre las que cabeceaban rojas amapolas y jaramagos. Philippe advirtió la presencia de unas criaturas misteriosas; se hallaban a unos doscientos pasos de nosotros, a la orilla de un riachuelo. Nos dimos cuenta enseguida de que eran los gigantes que estábamos buscando. Tenían la espalda un poco curvada, el cabello a la altura de los hombros. Nos acercamos a ellos con cautela, tratando de contener los recelos que nos inspiraban. Charles iba delante; yo, detrás; Philippe, a la retaguardia. Vimos que eran muy altos, más altos incluso que el señor Marcel. Tenían las piernas más largas que el cuerpo; la cara ancha, de rasgos prominentes. Escondidos entre las hierbas, observamos sus movimientos. Eran tres. El que parecía más desenvuelto llevaba un chaleco que dejaba al descubierto un torso oscuro, enmarañado de pelos. Hablaban con voz cavernosa, con sonidos broncos que apenas podían ser distinguidos. Para llevar a cabo nuestra misión, no teníamos más remedio que abordarlos. Charles aventuró que tal vez fuesen ciegos, pues miraban con cierto aturdimiento. Aquello nos animó bastante a proseguir la empresa: con gran sigilo nos deslizamos casi hasta donde ellos se encontraban; nos percatamos, al estar ya más cerca, de que tenían un cofre. El cofre, entre sus manos, era como un juguete: era de color marrón, con remaches dorados. Charles quería que se lo arrebatáramos, pero a Philippe y a mí nos pareció que sería un robo, pues ellos habían sido los primeros en hallarlo y debían ser considerados por tanto sus propietarios. Debatimos unos segundos, tras de lo cual yo tomé la determinación de salir a su encuentro: estaba seguro de que no eran unos seres malvados y de que incluso podíamos negociar con ellos el contenido del cofre. No eran ciegos, como Charles había pensado. Al vernos, se mostraron muy sorprendidos: durante un rato nos escrutaron con sus ojos grises, del color del acero.
−¿Quiénes sois? −preguntó el del chaleco.
−Unos niños intrépidos −repliqué yo sin descomponerme.
Aquello les hizo mucha gracia: soltaron unas carcajadas estentóreas que debieron de oírse en varias millas a la redonda.
−¿Cómo habéis llegado hasta aquí? −preguntó otro, con la boca todavía torcida por la risa.
−Les hemos seguido −volví a intervenir yo con el mismo desparpajo de antes.
−¿Qué queréis? −inquirió el tercero.
−Sabemos que han encontrado un tesoro en una cueva y queremos que lo compartan con nosotros −se animó a decir Charles.
−Es un tesoro magnífico −ponderó el del chaleco.
−De enorme valor −añadió el segundo.
−Sobre todo para los niños −destacó el tercero.
−Suponemos que está en ese cofre que tienen ahí −apuntó Philippe.
−Así es, pero antes de que compartamos lo que en él hay debéis resolver con acierto una cuestión −dijo el primer gigante.
Ninguno de los tres se atrevió a preguntar cuál era por miedo a no responderla bien. Los gigantes se miraron con cierta inquietud, como si tampoco se decidiesen a formular la cuestión. (Mientras yo refería la historia, a Charles y a Philippe casi les pasaba lo mismo que en el relato: se hallaban expectantes, a la espera de que yo planteara la pregunta.)
−¿Cuál es la historia más antigua de la humanidad? −lanzó con voz protocolaria el gigante.
Lo más fácil hubiera sido responder que la de Adán y Eva, pero convinimos entre nosotros en que esa historia pertenecía a una determinada tradición, a la que recogía la Biblia en el Génesis para contar el principio de la Creación. Dudamos por un momento; Charles dijo que podía ser la que se cuenta en ese mismo libro sobre la tentación de la serpiente; Philippe recordó que Eva era posterior a la aparición de Adán; yo entonces aproveché la objeción de Philippe para apuntar que tal vez fuera el relato que Adán, el primer hombre, inventó para sí mismo con el fin de combatir su aburrimiento, y con las dudas que el caso nos suscitaba, así se lo expuse a los gigantes:
−Yo creo que fue la historia que imaginó Adán cuando estaba solo en el paraíso y que no se encuentra recogida en ninguna parte.
El mismo gigante que lanzara la pregunta cogió el cofre y extrajo de él tres libros, con los cuales premiaba nuestro acierto. En el cofre no había perlas ni joyas, como nosotros habíamos creído, sino libros de contrastada valía que alguien había depositado en él para que otros se enriqueciesen con su lectura. A Charles le correspondió La isla del tesoro de Robert Louis Stevenson; a Philippe, Viaje al centro de la Tierra de Julio Verne y a mí, Capitanes intrépidos de Rudyard Kipling.
La isla del tesoro es el libro que siempre nos recomienda el maestro −dijo Charles cuando ya hube acabado el relato.
−Julio Verne es el autor preferido de mi padre −dijo Philippe.











9


Cerca de la iglesia, había un caserón abandonado. Según contaban en el pueblo, pertenecía todavía a unos marqueses que habían preferido vivir en otro sitio; desde hacía ya muchos años, permanecía cerrado, invadido por la soledad y por el polvo. Tal abandono había dado lugar a varias leyendas sobre su origen, sobre la posible causa que motivara la deserción de sus moradores. Se decía, entre otras cosas, que en su interior se oían voces y ruidos aterradores, lo cual alentaba la idea de que la casa podía estar habitada por fantasmas o por espíritus que cumpliesen alguna condena. Estas habladurías, como era natural, despertaban la curiosidad de los niños, fáciles de impresionar por historias tenebrosas. Yo me acuerdo de que cada vez que pasaba por delante de aquel vetusto edificio lo hacía siempre con recelo, sin atreverme a mirar hacia las ventanas o hacia los balcones, por el miedo de descubrir en ellos la siniestra figura de algún aparecido.
Estos temores no impedían, sin embargo, que yo hablara con mis amigos a menudo sobre el misterio que se encerraba en aquello y que incluso aceptara con ellos el reto de entrar algún día en el caserón para ver si era verdad lo que de él se murmuraba. Ocurrió precisamente que por aquel tiempo se nos presentó la posibilidad de hacerlo, después de que otros amigos del pueblo nos avisaran de que el postigo de una de las ventanas estaba abierto. Los tres, sin pensarlo mucho, decidimos que no podíamos desaprovechar la ocasión, y con una temeridad insospechada nos colamos una tarde por aquella abertura para explorar lo que había dentro. Nos encontramos con un salón oscuro, atestado de muebles, con las paredes cubiertas de cuadros antiguos, de daguerrotipos viejos. La primera impresión que uno recibía era la de entrar en el salón de otra época, olvidado ya de la historia y de la rutina. Yo pensaba en Ruth, en lo que ella hubiera inventado a propósito de aquella vivienda. A tientas nos movimos hasta otra pieza, en este caso un dormitorio, con una cama de matrimonio guarnecida de dosel. Tenía también un armario, adosado a un testero. Como no tenía salida el dormitorio, desanduvimos los pasos para retornar a la habitación anterior, desde la que pasamos al vestíbulo de la casa. En él pudimos orientarnos mejor, ya que penetraban algunas rayas de luz a través las rendijas de la puerta de entrada. Un pasillo nos condujo después a otra sala, en la cual podía verse el bulto de un piano en un rincón; Charles se acercó para tocarlo y arrancó de él unas notas desabridas, unos sonidos cautelosos que se dispersaron pronto por el cuarto. Philippe advirtió que no debíamos tocar nada, pues podíamos despertar a los espíritus maléficos, de los que aquel caserón estaba lleno, según contaban las gentes del lugar. Tras aquella advertencia, volvimos al pasillo, que concluía en una ancha escalera que llevaba al piso superior. Se componía de varios tramos, con una baranda de caoba. Ya arriba, dimos con una crujía muy larga, a cuyos lados se distribuían las distintas habitaciones, con las puertas de cuarterones. Nos condujimos por ella, guiados por una luz amarillenta que se derramaba desde un balcón. El balcón daba a un patio, con el suelo erizado de hierbajos. Al regresar, oímos unos ruidos, que provocaron en nosotros un gran sobresalto. Al principio, los atribuimos, como era natural, a los fantasmas. Con el oído aguzado, los volvimos a percibir, esta vez por la escalera. Nos dimos cuenta de que eran pasos acelerados, quizá de otras personas que habían coincidido con nosotros en el interior de la vivienda. Si hubieran sido fantasmas, habríamos escuchado un chirriar de cadenas, un roce estridente de pesados hierros que se desplazaban por el pavimento. Corriendo, nos dirigimos hacia el sitio donde habíamos percibido los sonidos. Bajamos la escalera, regresamos al pasillo, salimos por una puerta al patio que habíamos visto desde el balcón. No había nadie por allí. Los pasos habían dejado de escucharse; en su lugar, reinaba un silencio sobrecogedor. Charles opinó que debíamos proseguir nuestra exploración; Philippe, ya cansado de la aventura, se manifestó partidario de retroceder. Yo, por mi parte, nada dije; me atraía el sitio: pasados los temores iniciales, me parecía que reunía un cierto encanto, quizá el que emana siempre de las cosas abandonadas, de las mansiones donde ya no vive nadie. Al final, hicimos lo que decía Charles. El patio, inundado de hierba, desembocaba en un corral, en un espacio empedrado que cercaban gruesos muros de mampostería. Había cuadras y trojes medio destruidas, carros de la labranza que semejaban esqueletos de tablas y de herrumbre. Desde uno de ellos nos llegó entonces un proyectil imprevisto que casi estuvo a punto de alcanzar a Philippe. Nos refugiamos en una de las cuadras, desde cuyo ventanuco pudimos apercibirnos de lo que realmente pasaba. Era una banda de gamberros del pueblo, a los que conocíamos bien. Trataban, sin duda, de amedrentarnos para que nos fuéramos de aquel territorio, del que seguramente se consideraban propietarios eventuales. Tras varios segundos de espera, volvimos a ser asaeteados con piedras, que lanzaban con gran furia sobre nosotros. Por desgracia, no disponíamos allí de nada arrojadizo con lo que contrarrestar su ataque; nos resignamos a aguardar, escondidos en aquella suerte de refugio. Una piedra, lanzada con más brío, rebotó en el marco del ventanuco y fue a estrellarse contra la cabeza de Philippe. Fue un impacto que le ocasionó una gran herida, de la que empezó a manar abundante sangre. Asustados, salimos los tres de allí corriendo, dando a nuestros adversarios evidentes indicaciones de que aquel cruel juego había terminado. Como ya conocíamos el camino, no tardamos mucho en volver a la calle, desde la que nos dimos prisa para llegar cuanto antes a la casa de Philippe. La madre, como si lo hubiera sospechado, se hallaba a la puerta con una vecina. En cuanto lo vio, lo metió en el comedor para curarle la herida. Con gran aplomo, consiguió contener la hemorragia, aplicando con fuerza una venda sobre el lugar donde se había abierto la brecha. Al ver las caras que teníamos, intentó tranquilizarnos: dijo que no era importante y que eso nos ocurría por jugar con niños tan malos. Fue un contratiempo que se solventó pronto, gracias a la pericia con que la madre de Philippe supo restañar la herida.
Aquella experiencia nos enseñó que, en efecto, debíamos andarnos con cuidado y que no habíamos de emprender aventuras que encerraban ciertos peligros, contra los que todavía no estábamos demasiado preparados. Aquel caserón abandonado sería tomado desde entonces por aquellos pérfidos inquilinos, de los que nosotros guardaremos siempre una triste memoria.

































10



Un día, cuando regresábamos del bosque, nos encontramos Ruth y yo con Arlette, la mujer que solía hacer mandados para la parroquia. Fue a la entrada del pueblo, en una encrucijada de la que partían varias callejas, todas sombrías y de irregulares proporciones. Una vez que llegábamos a aquel punto, cada uno tomaba la dirección que le llevaba hasta su casa; Ruth torcía por la calleja de la izquierda mientras que yo hacía lo propio por otra que bordeaba una pequeña loma. Aquel día, sin embargo, nos hubimos de parar con el objeto de saludar a la parroquiana, que también se había detenido para hacer lo mismo. No tuve que presentarle a Ruth, puesto que ya la conocía, como así demostró desde el principio. La verdad es que con aquella mujer era muy fácil el trato: tenía un don natural para ponerse en el lugar del otro, para comprender al instante lo que le estuviese pasando. Casi parecía que adivinaba los problemas de la gente, no con la morbosa intención de solazarse con ellos, sino con el propósito sano de solucionarlos, de realizar lo que estuviera a su alcance para que los demás se sintiesen menos agobiados.
−¿De dónde venís con tanto secreto? −nos preguntó sin ánimo de molestarnos.
Ruth y yo nos miramos un momento, sin saber lo que le habíamos de decir. Ella enseguida reparó en nuestro apuro e hizo lo que pudo para sacarnos de él:
−No temáis, no les diré nada a vuestros padres −añadió con un gesto muy expresivo de las manos.
−Venimos del bosque −musité yo.
−El bosque es un lugar maravilloso para vosotros −afirmó con rotundidad ella.
−Es el lugar donde transformamos el mundo −contestó Ruth con un movimiento de las manos muy parecido al que había hecho Arlette.
Nos miró Arlette con sus ojos de santa, dos puntos oscuros que brillaban entre los pliegues de su rostro. Pareció relampaguear en ellos una sonrisa, una sonrisa débil de vieja que casi era un estallido suave de dulzura.
−Aunque la gente piense que no está bien que dos niños anden solos por ahí, vosotros no hagáis mucho caso −nos dijo−. A veces los mayores son demasiado críticos con lo que hacen los niños, todo les parece mal si no está de acuerdo con sus principios. Vuestros mismos padres, si se enteraran de que os veis a escondidas, quizá también lo reprobarían como algo bochornoso. Pero vosotros no temáis: defended siempre vuestra inocencia cuando sea posible. Yo creo en vuestra inocencia, es el mayor tesoro que tenéis.
−¿De dónde viene usted? −inquirí yo.
−Vengo de distribuir alimentos entre los pobres −contestó ella, con un punto de luz en sus ojos negros.
−¿Hay muchos pobres en el pueblo? −preguntó a su vez Ruth.
−Los pobres siempre han existido −replicó la anciana con un hilo de voz azucarada−. Siempre hay algunas familias que lo pasan mal, pues no tienen apenas medios para subsistir. Yo hago lo que puedo: les llevo los alimentos que a mí me dan en la parroquia. Es una labor muy necesaria, sobre todo porque esas personas a las que asisto están también faltas de cariño. En el mundo hay muchos tipos de pobreza; hay una pobreza que no se ve y que es quizá la más importante: es la del espíritu, la de saberse débil y necesitado de Dios. Como decía san Pablo, el apóstol de los gentiles, nuestra fortaleza está precisamente en nuestra debilidad.
−Yo siempre había pensado que los pobres son los que no tienen nada que comer, los que pasan hambre −dije yo.
−Es muy humillante eso de no tener nada que comer: para comprenderlo de verdad, habría que padecerlo; yo, que también me he visto en ocasiones así, os lo puedo garantizar. Esa ausencia de recursos causa una gran aflicción; es una situación que en muchos casos se repite a diario y que puede ser muy angustiosa; para paliarla, solo cabe la caridad, porque debemos pensar que todos somos seres humanos y que a todos nos podía haber tocado la misma suerte.
−¿Cuál es el caso que más le ha impresionado? −preguntó esta vez Ruth.
−El de una viuda que tiene seis hijos y que no dispone de otra ayuda que la que yo le llevo de vez en cuando. El marido trabajaba de albañil y murió de repente. Vive con los hijos en una especie de cobertizo que un granjero generoso le ha prestado mientras busca algo mejor. Es un sitio húmedo y maloliente, en el que se han resignado a vivir. La mujer, que se llama Louise, llora con frecuencia ante mí cuando los hijos no están: dice que es el único consuelo que tiene, desahogar su pena conmigo para compensar los numerosos ratos en que no puede hacerlo. Lleva una tragedia encogida en el alma, como muchas veces me dice. Es terrible. Vosotros, como tenéis buen corazón, no debéis olvidar nunca que los pobres existen y que la obra mejor que puede realizar uno en la vida es llevarles un poco de amor.
Ruth y yo asentimos, pues en muchas ocasiones habíamos pensado lo mismo, aunque no lo habíamos expresado quizá de aquella manera. Para un niño, en efecto, no hay mayor injusticia que la que divide a ricos y a pobres, la que se separa mediante una franja indecorosa a los opulentos y a los que son dignos de compasión. Es una realidad cruel, impuesta por las arbitrariedades de la vida, contra la que el niño se rebela de un modo natural. El color grana de la tarde acentuaba nuestras figuras en aquel punto de la encrucijada, sobre un fondo de colinas que parecía adquirir un tono amoratado.
−Yo no me canso de socorrer a nadie −prosiguió la anciana−. Creo, además, que es mi deber. Veo en el necesitado a un hermano al que tengo que auxiliar, a un hermano desvalido al que yo he de querer más que a ningún otro. Esa viuda que os he dicho, Louise, es para mí un ser especial: la quiero tanto que casi llego a sentir el mismo dolor que a ella la traspasa, la misma angustia con la que vive. Su desgracia es también la mía; las lágrimas que vierte las vierto yo también. Yo creo que Jesús sigue sufriendo con cada uno de estos pequeños que sufren; el dolor no desaparecerá hasta que no acabe el pecado en el mundo. Quizá no me entendáis; sois todavía muy pequeños para entender ciertas cosas.
−Ruth es judía −recordé yo al oír mencionar a Jesús.
−Ya lo sé, es una niña muy bonita que cree en el Dios de sus padres, en el Dios que ellos le han enseñado.
En los ojos de Arlette volvía a insinuarse una sonrisa relampagueante, quizá un reflejo de la misma sonrisa con que Jesús acogería a sus pobres, a los que él predicaba por los caminos de Palestina el reino de Dios.


































11



De pronto empezó a caer un fuerte aguacero. Ruth y yo nos refugiamos debajo de un roble. En poco tiempo, el cielo se había cubierto de una nube muy oscura; la tarde parecía haberse hecho más vieja, como si hubiera retrocedido hasta una época en la que reinara una espesa penumbra. Caía el agua de forma brusca y oblicua, dejando en el aire un ruido áspero de metal que se estrella. A veces hasta nosotros llegaban gruesos goterones que se filtraban entre las ramas o que resbalaban desde las hojas. En el suelo empezaban a formarse algunos charcos, en los que se reflejaba una luz de plomo. Aquello no duró más que unos minutos, pues con la misma rapidez con que se había presentado aquel chubasco devino en una llovizna muy menuda. En el cielo comenzaron a salir grandes claros, en los que brillaba un azul de paraíso. El sol de junio, rubicundo y alto, emergía de nuevo entre las nubes, ribeteándolas de encajes dorados. Era todo muy bello, de una hermosura prístina, apenas manchada por el roce de los años. Las colinas, cubiertas de paños verdes, refulgían con la lluvia que había caído: semejaban, desde la distancia, haber sido rociadas de un agua divina. Era un espectáculo maravilloso, ante el que estuvimos un rato embelesados, atraídos por tanta belleza. Sobre un trozo de monte que había quedado anegado de sol, surgió el arco iris, tenso, radiante, como una emanación de la propia naturaleza, como la señal de una antigua alianza que volviera entonces a rememorarse.
Ante la vista de aquel paisaje, Ruth aseguró que nos hallábamos ante un territorio legendario, habitado por unos seres que estaban dotados de unas condiciones extraordinarias. Eran de mediana estatura, muy parecidos a los humanos en el talle y en los rasgos de la cara; lo único que quizá los hacía distintos era la abundancia de su pelo, que en algunas partes de su cuerpo los asemejaba bastante con el de ciertos animales. Los de sexo masculino eran de tez terrosa, de un tono casi negruzco en las comisuras de los ojos; la mayoría de ellos tenían además la barba hirsuta, lo cual les confería un aspecto casi de salvajes. Las hembras, en cambio, eran de piel más clara, con las mejillas casi siempre encendidas; disponían de un talento natural para mostrarse atractivas, para despertar el interés de quienes las estuviesen mirando. Eran más bien bajas, estrechas de cintura, con los pies muy pequeños. Al contrario de los machos, solían vivir en grupo, formando comunidades en las que se sentían más seguras.
Tal raza, inexistente en otros contornos, era de una sensibilidad extrema, de gustos exquisitos. Eran conocidos por las especies vecinas como los neots, aunque nunca se supo a qué se debía tal denominación. Vivían desde tiempos remotos en aquellas tierras, como así aseguraban los testimonios más antiguos. Entre sus principales habilidades, destacaba la de distinguir matices y aspectos que pasaban desapercibidos para otros, detalles que a menudo tenían que ver con la belleza que los rodeaba, con el país en que residían. Tenían tanta sensibilidad que se expresaban siempre de un modo inusual, con voces y giros cargados de sugerencias, con un estilo que no dejaba de sorprender nunca, en el cual a veces se advertía un ritmo muy bien acordado, con acentos y rimas que cautivaban los oídos. Sus temas de conversación más habituales eran el color de los prados, los ruidos del amanecer, los silencios abrumadores de la noche, el latido hondo de la tierra, el murmullo del agua en las fuentes y en los arroyos... Hablaban sin apresurarse, respetando un turno riguroso de palabra, con pausas que en ocasiones se prolongaban más de lo imaginable.
A la fama de amenos conversadores se sumó la de sabios muy bien instruidos, con fórmulas y sentencias que se remontaban a tiempos pretéritos, cuando la cultura se transmitía todavía de forma oral, sin los arreglos o las conveniencias a que conduce la mente de un creador individual. Muchos forasteros llegaban de otras comarcas para consultarlos, para aprovecharse de sus copiosos saberes: se creía que estaban capacitados para resolver todos los problemas, para guiar con su perspicacia a todos los que andaban perdidos en medio de la ciénaga del mundo. Su inteligencia, a fuerza de ejercitarse en múltiples casos, había adquirido también la intuición que es necesaria para penetrar en los misterios, para aclarar los enigmas con que a veces se presenta la naturaleza.
De un reino que se hallaba al oeste del territorio ocupado por los neots, habían llegado representantes de la corte para que les ayudasen a acabar con los conflictos sucesorios, planteados a raíz de la muerte del anterior comarca. Con la clarividencia con que a menudo discurrían, aconsejaron que reinase el último de los candidatos al trono; aducían que Dios, a lo largo del Antiguo Testamento, había escogido siempre a los últimos o a los más pequeños para dirigir a su pueblo.
A un joven que se  había presentado con dolencia de amores lo tuvieron en cuarentena para que se atenuaran un poco sus quebrantos. Después, al comprobar que no mejoraba, se dispuso que volviera al punto en que se habían originado sus males para saber si eran ciertos o no, pues era frecuente que el amor moviese a engaño a los más descuidados, a los que no estuvieran prevenidos contra sus embelecos. El joven regresó a  su tierra y, tras varios días de comprobaciones, retornó de nuevo con los neots para referirles sus experiencias. Según había visto, el rechazo del que se quejaba no había sido sino un producto de su cerebro, propenso a equivocar las cosas que en materias sentimentales se daban. Había entendido por fin que su amada lo quería y que desde el principio había sentido por él una pasión desmesurada. No lo había expresado por no contradecir la voluntad del padre, a cuyo mandato siempre se sometía. Ahora, ante la desazón que en ella había causado la ausencia, se había animado sin ningún pudor a decírselo, dispuesta a arrostrar todos los inconvenientes que tal decisión conllevaba. El joven quería saber ahora cómo vencer la resistencia paterna, quizá el único obstáculo que ya le quedaba para alcanzar su objetivo. Los neots le recomendaron que se armara de paciencia y que demostrara con su conducta que era un tipo servicial y agradable, pues de esa manera ganaría el prestigio que le hacía falta para cambiar la opinión que sobre él se tuviese. El joven, guiado por aquel consejo, se afanó desde entonces en cuantos trabajos le eran encomendados, aun cuando no sabía a veces para qué los hacía. El padre de su amada, a quien habían llegado ecos de sus méritos, depuso su anterior actitud y consintió al fin que fuera el hombre elegido para su hija.
En cierta ocasión, se presentaron también otros que buscaban un remedio contra la envidia. Según contaban, la vida se les había hecho muy complicada con las insidias y las trampas que unos envidiosos urdían contra ellos. El motivo no era otro que la prosperidad que habían alcanzado, fruto en gran parte del trabajo y de los sacrificios que a lo largo de muchos años habían realizado. Tanto habían progresado en sus negocios, que se habían convertido en el objeto de las miradas y de las atenciones de todos sus vecinos, especialmente de los que no habían logrado los resultados que ellos sí habían obtenido. La frustración de algunos de estos últimos es lo que había despertado la envidia, un sentimiento innoble que nace del deseo malogrado de conseguir lo que otros ya han conseguido. Los neots, sensibles al tema, aconsejaron que para combatir la envidia no había mejor método que la inhibición. Era inútil tratar de persuadir a los envidiosos con razones o con pruebas de generosidad o de perdón, ya que esas pruebas o esas razones podían ser utilizadas a su vez por ellos como argumentos para defender su postura, para embrollar aún más la situación. Era más conveniente, pues, inhibirse, ausentarse durante un tiempo indefinido para evitar que la envidia fuera creciendo en el seno de quienes la habían engendrado. Los envidiados hicieron caso de los neots y se marcharon del país donde vivían para instalarse en otro donde no hubieran de ser tan vigilados.
Resolvían muchos asuntos, no solo relacionados con la vida cotidiana, sino también con pensamientos o con manías de índole privada. A uno que tenía la obsesión de que lo perseguían le aconsejaron que fuera él el perseguidor para comprobar que eran solo fantasmas los que de él huían; a otro que tenía sueños de destrucción le dijeron que se dedicara a reconstruir lo que en sueños con tanta saña destruía; a un tercero que languidecía por un amor enquistado desde hacía mucho tiempo le prescribieron que lo extirpara cuanto antes y que lo curara con el bálsamo y los aceites que le proporcionara el amor que para él había sido destinado; a uno que sufría altibajos emocionales le advirtieron que no era bueno que tuviera grandes aspiraciones para que su equilibrio no se resintiera; a otro que hablaba solo le dijeron que no era con él mismo con quien hablaba, sino con otro ser con el que deseaba comunicarse, por lo que lo animaron a salir a la calle y a entablar conversaciones con la gente. A los tímidos les aseguraban que eran muy necesarios para los demás; a los de genio vivo y lenguaraz les decían que guardasen silencio varias veces al día, porque en el silencio se adquirían dones que ellos de otro modo nunca podrían alcanzar. A los timoratos les infundían valor; a los audaces, prudencia; a los engreídos, capacidad para reconocer sus defectos; a los humildes, constancia para mantener su condición; a los negligentes, rigor para cumplir sus obligaciones; a los esforzados, esperanza para no sucumbir nunca al desaliento; a los secos de corazón les arrojaban brasas de emociones para que se quemasen con los fuegos en los que otros ardían; a los de corazón enamoradizo los empapaban con las aguas que de la razón se vertían para que sus humores se enfriasen; a los que tenían su confianza puesta en la política les mostraban todos los casos en que los buenos propósitos se habían perdido; a los que en los logros de la ciencia creían les hacían ver que siempre habría misterios que la ciencia no podría resolver; a los que eran esclavos de algún vicio les enseñaban todas las cosas buenas de las que estaban privados; a los que eran serenos de espíritu les daban aliento para que no desfallecieran jamás ante la adversidad. Para todos, en fin, tenían los neots remedios, muchas veces acompañados de licores y otros bebedizos que ellos mismos fabricaban, con los cuales disponían el ánimo de sus beneficiados para conseguir con más facilidad lo que se proponían.
Eran, por lo general, muy felices, hasta que una horda de bárbaros aguerridos quiso acabar con ellos. Los movía solamente el puro placer de matar, sobre todo a criaturas como los neots, que habían dado pruebas de una gran bondad. Estos, como estaban dotados de una extraordinaria intuición, supieron enseguida el modo de esquivarlos, refugiándose en escondites que nadie hubiera podido descubrir. Existía, en efecto, un dominio secreto, al que se accedía a través de unos pasajes ocultos que se habían excavado en los troncos de los árboles. Cuando llegaron los invasores, se encontraron con un territorio despoblado, en el que ni siquiera pudieron hallar ninguna señal de vida. Les pareció al principio que habían sido víctimas de una especie de engaño, quizá tramado por ciertos enemigos para conducirlos hacia aquel terreno. Como no tenían a nadie a quien matar allí, pronto lo abandonaron para trasladarse a un lugar en el que pudieran seguir haciendo sanguinarias tropelías.
De aquella amenaza les quedó a los neots un miedo casi atávico a los grupos desordenados, a las tribus de depredadores que solo obedecían al impulso de sus instintos. Ellos, que eran muy pacíficos, no sabían cómo enfrentarse a gentes despiadadas, a ejércitos de desaprensivos que eran capaces de cometer los mayores desafueros. El propio miedo los hizo aún más sensibles, pues vieron en el cultivo del arte y de la literatura un medio para escapar de sus temores. Componer poemas o tejer animadas conversaciones no sería ya solo una forma de entretenimiento, sino un modo muy sano de olvidar y de refugiarse en un mundo de ficción. Fue así como crearon una maravillosa leyenda, construida con todos los materiales que ya habían empleado, una leyenda que después se escribiría en versos de una gran belleza, con un estilo en el que se mezclaba de una manera muy armónica lo épico con lo lírico, lo trivial con lo instructivo.
Después de muchos años, la amenaza casi se disipó: fue solo una sombra del pasado, un oscuro episodio del que ya nadie más hablaría. Los neots volvieron a ser visitados por los pueblos vecinos, atraídos por su fama. Siguieron siendo grandes conversadores, hábiles constructores de diálogos en los que insertaban todo tipo de manifestaciones literarias. En los crepúsculos se volvían casi místicos: con los últimos resplandores del ocaso, el espíritu de los neots se elevaba hasta alcanzar un estado de inefable dicha, un gozo mayúsculo que solo podía ser explicado por el contacto con algo que trascendía los límites de cualquier realidad. Ruth contaba que eran capaces entonces de entonar unos cantos muy inspirados, con los cuales trataban de expresar todo lo que en aquellos momentos sentían.












12



 Las tardes de junio tenían un encanto indecible. Los cielos eran amelocotonados, con tonos rojizos: parecían telones decorados con pinturas antiguas, con colores de un matiz indefinible. Ruth y yo apurábamos demasiado el tiempo: nos gustaba tanto la temperatura que hacía, que a veces nos entreteníamos más de lo debido en nuestros paseos por el bosque. Cuando regresábamos, era ya la hora del crepúsculo: desde las colinas descendían sombras espesas que envolvían los campos en una penumbra morada. El cielo se volvía entonces violeta, con manchas sonrosadas. En él comenzaban a brillar las primeras estrellas: al principio eran puntos casi insignificantes, diminutos destellos que casi se perdían en la inmensidad del espacio. Luego, más tarde, cobraban un brillo más intenso: semejaban pequeños diamantes incrustados en el paño azul del firmamento. A los dos nos atraía el misterio que las estrellas suscitaban: nos habían dicho en la escuela que muchas de ellas estaban ya apagadas, aunque su luz permanecía todavía en el universo, como un fulgor aislado que vagase entre los demás astros. Era una explicación, sin embargo, que nos resistíamos a creer: resultaba tan fabulosa como las historias que Ruth inventaba sobre los hechos que observaba en su entorno. Un día me contó que las estrellas eran las velas que los ángeles encendían para alumbrar a los seres humanos por la noche.
−¿Con qué intención lo hacen? −pregunté yo.
−Con esas luces quieren demostrarnos que no estamos solos, que Dios sigue velando nuestros sueños −contestó ella sin dejar de mirar el cielo−. La noche es oscura para nosotros: engendra miedos y sospechas, nos asaltan en ella dudas que no resolvemos. Con esas velas, encendidas por los ángeles, Dios nos transmite confianza. Sabemos que no estamos solos: Dios, que nos ha creado, sigue cuidando de nosotros. A lo largo de la historia se ha ido manifestando a su pueblo para que no camine en tinieblas. Él, que es infinitamente bueno, nunca nos abandona, aunque muchas veces parece que está escondido. El miedo es de los hombres; la seguridad siempre viene de Dios.
Permanecimos un rato mirando las estrellas. Ya había muchas en el cielo: nos representábamos el cielo como un gran altar en el que lucían todas aquellas velas que los ángeles habían encendido. Era todo muy hermoso, un espectáculo que nuestros ojos no acababan de asimilar. Pensábamos que dentro de poco se encenderían otras, quizá más lejanas, con un brillo más tenue. Aunque no los veíamos, nos imaginábamos a los ángeles surcando aquel mar de negrura. Dios, con su infinita sabiduría, estaría dirigiendo sus movimientos: los estaría animando para proseguir su misión, para continuar alumbrando el mundo a fin de que los hombres no dejaran de confiar en él.
−Vivimos en un mundo en el que hay mucha incertidumbre −comenté yo con pesar.
−Hemos perdido la esperanza −repuso ella.
−La guerra está cada vez más cerca; cada vez hay más muertes. Es muy triste lo que está ocurriendo. En otros momentos de la historia, ha debido de pasar lo mismo, pero yo creo que ahora es peor.
−Cuando los hombres se olvidan de Dios, les sucede esto. El mal se ha adueñado ahora del mundo. Vivimos otra vez en las tinieblas, en una noche que parece perpetua. Volvemos a tener miedo, por todos lados nos acechan peligros que amenazan nuestra tranquilidad.
−Todo es muy oscuro.
−Por eso, las estrellas que vemos brillar deben ser nuestra esperanza. A la esperanza siempre se la ha visto como una luz, como una luz que ilumina nuestros corazones y que alumbra el sendero por el que debemos caminar. Si esa luz nos falta, caemos en el desaliento con toda seguridad, como nos sucede precisamente en este momento. El que camina a oscuras siempre se acaba perdiendo, pues termina siempre escogiendo la senda que no le conviene. Una vida sin esperanza es como un campo yermo en el que nunca podrá germinar ningún fruto, es como un espacio vacío en el que jamás se representará nada.
−Las velas que los ángeles encienden en el cielo deben ser nuestra esperanza.
−Así es, lo has entendido muy bien. Si te fijas con atención, ellas no se apagan: parpadean, titilan en lo alto para que no nos olvidemos de lo que significan. Dios vela nuestros sueños, aunque muchas veces no lo parece.
−Él nos quiere siempre.
−Nos querrá hasta el final de los tiempos.
−A lo mejor ese final ha llegado ya.
−Antes tendrán que suceder una serie de hechos que aún no han sucedido.
−Es posible que en tu religión todavía los estéis esperando; en la mía, sin embargo, lo que había de ocurrir ya ha ocurrido: el amor de Dios ya se ha encarnado, se ha hecho presente en Jesús, a quien mataron por impostor y por blasfemo. Su muerte, sin embargo, nos ha traído la redención: es algo que quizá la mente humana no entienda; bien pensado, es una locura, de ahí que haya muchos que todavía no lo crean.
−El amor de Dios se manifiesta de muchas maneras −replicó ella−. Si tú crees en Jesús, tu esperanza debe centrarse en él. Si yo creo en lo que Dios prometió a los hombres, mi esperanza se cifra en esa promesa, en una promesa que nunca se dejará de cumplir. Esos ángeles que encienden las velas por la noche son enviados por el mismo Dios.
−El Dios de Jesucristo no puede ser diferente del tuyo −convine yo.
Era ya de noche cuando llegamos al pueblo. El cielo aparecía cuajado de estrellas, con leves polvaredas blanquecinas. A los dos nos impresionaba el misterio de aquel espacio cósmico que se hundía hasta el origen de los tiempos. Había momentos en que nos quedábamos abstraídos observándolo, como si tratáramos de sorprender el paso de los ángeles entre aquella miríada de cirios.
Tras despedirme de Ruth, yo me fui para mi casa con la sensación de que Dios siempre estaba presente en nuestras vidas.
Fue una experiencia que me influyó bastante, quizá porque habría de estar para siempre ligada a lo que sucedería después.
Dos o tres días más tarde, la ciudad de París fue tomada por el ejército alemán. La mayoría de los parisinos huyeron despavoridos ante el peligro que sobre ellos se cernía. Fue un éxodo masivo que estuvo marcado por la prisa y por la precipitación. Muchas carreteras se colapsaron de vehículos que transportaban a personas y enseres en una huida que no parecía tener ningún destino. Todo el mundo comentaba en el pueblo el suceso sin poder ocultar el pavor: ya era inútil disimular los sentimientos que aquellas aciagas noticias causaban. Si París había caído, lo más probable era que todo el territorio de Francia corriera muy pronto la misma suerte.



























13


Durante varias semanas, dejé de ver a Ruth, pues mis padres me impidieron que saliera de la casa si no era por estricta necesidad. Suponía que a ella le había ocurrido lo mismo con los suyos; en su caso, además, concurrían motivos más serios, ya que el hecho de que fueran judíos los debía de condicionar bastante. La gente tenía mucho miedo: se temía que en cualquier momento pudieran aparecer por el pueblo las primeras avanzadas del ejército invasor. Como era ya verano, yo había dejado de ir a la escuela; pasaba los días encerrado en mi cuarto, entretenido con lecturas que apenas despertaban mi curiosidad. Muchas veces pensaba en Ruth: me preocupaba por lo que a ella le hubiera podido ocurrir. Deseaba tanto hablar con ella que me enfrascaba en conversaciones imaginarias, en las cuales yo inventaba lo que cada uno había de decir: hablábamos principalmente sobre lo que estaba ocurriendo, sobre las posibilidades que teníamos para huir de aquella angustiosa situación; como siempre, Ruth me sorprendía con su copiosa fantasía, con el modo que tenía para evadirse de la realidad. Me di cuenta, con aquellos ejercicios, de que yo disponía del mismo don: era capaz de fabricar un mundo muy diferente del que estaba viviendo, en el cual hacía prevalecer los valores que a mí me hubiera gustado que predominaran en la sociedad.
Las prohibiciones suelen tener a menudo un efecto contraproducente. El encierro al que estaba sometido despertaría cada vez más en mí las ganas de escapar y de encontrarme con Ruth. No podía aguantar ya más tiempo sin verla: su ausencia se había convertido para mí en un vacío insoportable, en un vacío que no conseguía rellenar con las propuestas que mi propia imaginación sugería. Necesitaba estar con ella, sentir su angelical presencia a mi lado: actuaba casi como un enamorado que no descansa hasta que vuelve a tener a su amada con él, sin la cual ya no sabe vivir. Aprovechando un descuido de mis padres, me escapé de la casa con la intención de concertar una cita con Ruth; y con una osadía inusitada, me presenté en su casa con una esquela para ella. Salió, por suerte, a abrirme la madre, con quien Ruth parecía tener cierta complicidad. Le dije que era un amigo de su hija y que había escrito aquel mensaje para que lo leyera. La madre, con una condescendencia que yo jamás hubiera imaginado, me prometió que no dejaría de cumplir mi encargo. Me fui con la convicción de que en el lugar que le había indicado en la esquela volvería a verla: era ya para mí una costumbre necesaria entrevistarme con ella, pasear juntos por las veredas del bosque, escuchar de nuevo su voz preñada de silencios, sentirme otra vez observado por sus ojos de maga.
La cité al día siguiente en el mismo punto donde nos habíamos encontrado muchas tardes, justo a la entrada del bosque, en un sitio que parecía ya predestinado para nosotros, en una especie de pequeño rellano del que partían distintas direcciones. Con mayor facilidad de la que había previsto, burlé nuevamente la vigilancia de mis padres para estar allí a la hora establecida. Yo suponía que ella habría hecho lo mismo con los suyos. Me animaba la idea de que Ruth no podría defraudarme: confiaba tanto en ella que no concebía la posibilidad de que no acudiese a la cita. Llegué con varios minutos de adelanto, por lo que tuve que esperarla. El campo parecía dormitar bajo el sol de junio: se veía desde allí compuesto de cuadros diversos, delimitados por empalizadas y por cercas de adobes; alternaba el verde de los últimos sembrados con el rubio esclarecido de los trigales, ya a punto de segarse. El pueblo, diseminado por el paisaje, reposaba a aquella hora en un silencio de siglos; lo circundaba un mar de colinas, bañadas por la luz de bronce de la tarde.
Ruth apareció un poco después de lo que yo le había propuesto en la misiva. Igual que la primera vez que la vi, la precedió un rumor incierto de pasos. Llegó corriendo, con un jadeo casi agónico que tardó bastante en aplacar. Llevaba el pelo suelto, un poco pegado a las sienes por el sudor que le había causado la carrera. Tenía la cara todavía congestionada por el esfuerzo, por la fatiga que le había costado llegar hasta allí. Sin embargo, sus ojos sonreían: había un brillo astral detenido en ellos, encerrado en el fondo de sus pupilas.
−Quería estar contigo, pero mis padres no me permitían salir −me dijo cuando ya se hubo repuesto del cansancio.
−-El mundo se ha vuelto loco −comenté yo.
Nos internamos en el bosque como habíamos hecho tantas veces. Allí dentro parecía reinar la paz, una paz antigua que no hubiera sido nunca violada por los afanes humanos. Daba la impresión de que fuera un lugar prehistórico, anterior a los cataclismos que después convulsionarían la Tierra. Los pájaros piaban en las  ramas de los árboles. Olía a resina y a maleza, a humus y a cortezas desgajadas. Era un olor bronco y húmedo, de naturaleza exuberante y pertinaz.
−Yo no tengo miedo −confesó Ruth−. Quien cree en Dios no debe tener miedo. La vida no se acaba aquí. Esta belleza que ahora contemplamos no es sino un reflejo de la que en el Cielo encontraremos.
−Todavía no entiendo por qué tiene que haber guerras −dije yo.
−Hay cosas que no se entienden.
−Si no hubiera guerras, el mundo sería maravilloso.
−Sería un paraíso -añadió Ruth moviendo con ampulosidad los brazos, como si quisiera abarcar con ellos todo el espacio en el que nos hallábamos.
−Vivimos momentos muy trágicos −volví a recordar yo.
−Es cierto. Lo que hoy vivimos será quizá motivo para que otros se salven.
−Los errores humanos siempre se repiten.
−Lo que se repite es tal vez la causa que los origina.
−Haría falta crear a los hombres de nuevo.
−Podemos transformarlos con nuestra imaginación: las cosas que no cambian se acaban perdiendo −recordó ahora ella, volviendo a posar en mí sus ojos sonrientes.
−Todo resulta fácil para ti −le dije yo después de una breve pausa.
−Lo que en esta vida  parece inamovible puede ser sustituido por un sueño plácido.
Habíamos llegado al sitio donde nos habíamos visto por primera vez. Llevados por una oscura determinación, nos habíamos encaminado hasta allí los dos. Era como si volviéramos al principio, deseosos de comenzar de nuevo un sueño que nos había sido tan provechoso. Al darnos cuenta de ello, nos dio por hablar de lo que había significado para los dos nuestro encuentro.
−Tú siempre serás mi mejor amiga −le revelé yo.
−Nunca he dejado de confiar en ti −replicó ella−: desde que te conocí, supe que jamás me decepcionarías.
−Contigo he aprendido mucho: he aprendido a mirar el mundo desde dentro, no desde lo que mis ojos me presentan.
−Lo importante es la mirada interior.
−Me has enseñado también a soñar con la imaginación, a crear un mundo muy diferente del que encontramos en la realidad.
−La fe es el mayor bien que podemos imaginar −apostilló Ruth.
En ese momento, se oyó un ronquido sordo en el cielo, un aleteo metálico que se hacía cada vez más persistente. A través de un claro del bosque, divisamos dos aviones que surcaban con un fragor indecoroso el aire. Ruth, después de unos segundos, dijo que eran gigantes del cielo, formados con fragmentos de nubes y de truenos. Los vimos planear sobre nosotros antes de alejarse. En nuestra imaginación, se nos aparecían monstruosos, con las barrigas protuberantes, con los brazos cubiertos de espinas y de excrementos de pájaros. Cuando ya se alejaron, Ruth expuso todo lo que sabía sobre ellos:
−Son gigantes que se engendran en las tormentas y que viven para siempre en las capas más bajas del cielo, aunque muchas veces no los veamos. Aparecen en los momentos en que son convocados por el demonio, al que siempre obedecen. Si se juntan, son capaces de constituir un ejército muy poderoso. Utilizan como armas los relámpagos que vemos zigzaguear entre las nubes, convertidos en unos sables de pedernal que pueden atravesar superficies muy duras. Cuando más intenso es su furor, arrojan de sus fauces pedriscos del tamaño de un puño que se abaten con gran estrépito contra la tierra. No hablan: emiten  a veces unos gritos descomunales que resultan ensordecedores. Tienen mucha fuerza, aunque sus movimientos son más bien torpes. A diferencia de otros monstruos, disponen de un sentido de la vista muy desarrollado. Lo mejor es ocultarse cuando aparecen; lo más normal es que pasen de largo si no consiguen localizar un objetivo concreto. El único modo de vencerlos, si es que existe alguno, es dejar que descarguen su furia contra enemigos imaginarios,  contra enemigos que ellos mismos se inventen.
−No lo entiendo.
−Al mal no se le puede responder con el bien, porque acabará engulléndolo. Ellos, esos gigantes, representan el mal. El cielo atormentado en el que se engendran es obra del pecado en el que los hombres han caído. Las tinieblas cubren la Tierra cuando los hombres se olvidan de Dios, cuando ceden a las inclinaciones que dentro de ellos surgen.
−¿Cómo será eso de que los gigantes del cielo serán vencidos cuando se enfrenten a los enemigos que su imaginación invente? −pregunté yo, tratando de aclarar aquello.
−Los monstruos solo deben pelear contra otros monstruos −contestó Ruth, dejando que su mirada resbalara por mi semblante−. La imaginación de un monstruo es capaz de concebir criaturas semejantes a él. Su misión solo consiste en destruir, en aplastar todo lo que se presente a su paso. Si no encuentra nada que abatir, creará enemigos ficticios con los que pueda saciar su sed de destrucción.
−No lo acabo de entender.
−El mal solo se sacia con el mal −concluyó ella.
De pronto se oyeron varias explosiones lejanas: parecían los truenos de una tormenta distante, capaz de engendrar gigantes como los que Ruth acababa de describir en su relato. Eran las bombas que aquellos dos aviones habían arrojado sobre algún objetivo concreto. Ruth y yo, un poco alarmados, decidimos regresar enseguida a nuestras casas. Por el camino pudimos descubrir varias columnas de humo que se dispersaban en el aire. Era un crepúsculo soñoliento del mes de julio, muy parecido a otros que ya habíamos presenciado. Tras las verdes colinas, colgaba el telón malva del cielo, manchado de rosa y de naranja en sus bordes. Antes de despedirse, Ruth me dio un beso en la mejilla.












14



Siempre recordaré aquel beso: fue un contacto suave, de unos labios que se posaban en la piel con grácil delicadeza. Fue un roce tan solo que sin embargo abrió en mi alma una llaga de inopinada dulzura. Es un recuerdo que pervive en mi memoria, un recuerdo hondo que no deja de causar en mí tiernos arrebatos. Está unido ya para siempre a aquella hora trágica en que vimos cómo se cernía sobre nosotros el mal.
El pueblo fue invadido a la semana siguiente por las tropas alemanas: una ola de terror se extendió por él, obligando a todos sus habitantes a permanecer en las casas. Los caminos se llenaron de silencio, solo turbado por los pasos intermitentes de las patrullas de soldados. El verano, con sus mañanas azules y sus tardes de calor, parecía haber perdido la gracia con que antes se mostraba revestido: era como si todo se hubiera vuelto más triste, como si la propia visión que se proyectaba sobre las cosas las tornase de un tono más desvaído. Las gentes se volvieron también más taciturnas: el miedo había agrietado sus pensamientos,  aplastado sus conciencias con gruesas costras de incertidumbre; en sus ojos había una pálida luz detenida; en sus labios, el temblor de una queja que no acabara de formularse. Se desplazaban de forma cautelosa, temerosas de despertar sospechas o recelos infundados: se sentían perseguidas, vigiladas por miradas inquisitivas, por oídos que atendieran detrás de las puertas o de las paredes de sus habitaciones, ocultos en las sombras que las rodeaban por las noches.
En algunas casas se alojaron oficiales del ejército alemán. En la nuestra tuvimos la suerte de no hospedar a ninguno, quizá porque no reunía las condiciones necesarias para ello. Las existencias de alimentos se fueron acabando pronto, por lo que hubo que buscarlas fuera, en los mismos campos de cultivo que habían quedado abandonados después de la invasión. Mi padre, con gran sigilo, consiguió traer bastantes provisiones, con las cuales podríamos sustentarnos unos días más. Según averiguó en su salida, se habían efectuado requisas de caballos y de armas de fuego que los campesinos ocultaban entre los aperos de la labranza. Se habían suprimido todas las actividades: más que un pueblo de agricultores, parecía un pueblo habitado por espectros, por seres que se hubieran desprendido a la fuerza de su antigua condición.
Fueron jornadas muy angustiosas, durante las cuales se hacía muy difícil sobrevivir. Se tenía la impresión de haber caído en un estado en el que primaban los instintos más básicos, en el que se desechaba todo lo que resultase superfluo. En tales situaciones, uno se da cuenta de que el ser humano es más simple de lo que se cree y que le bastaría muy poco para verse realizado; si no lo consigue, es porque ha llenado su vida de cosas que no son imprescindibles para ser feliz. Renacen inclinaciones y sentimientos que hubieran estado postergados, tendencias que quizá estaban dormidas y que proporcionan un poco de calor y de consuelo en medio de las desgracias que entonces se padecen. Yo, en aquellos momentos, me sentí más unido que nunca con mi familia: era lo único que tenía, el único bien al que me podía asir; compartía con mis padres y mi hermana unos mismos deseos, un mismo afán por escapar de aquella terrible pesadilla; parecíamos los supervivientes de un naufragio, de un horrendo cataclismo al que nos habíamos tenido que enfrentar.
Después de algunas semanas, la situación comenzó a ser menos tensa, quizá por esa suerte de conformidad que asiste a la gente para adaptarse a todo lo que le sobrevenga. Mi padre, ya más libre de acechanzas y de temores, pudo salir de la casa con cierto desembarazo para realizar las tareas que consideraba más convenientes. A veces incluso se entretenía con parientes y conocidos, con los que intercambiaba impresiones sobre lo que estaba pasando.
−Una familia de judíos que vivía en la parte alta del pueblo ha sido detenida    −informó mi padre un día.
−¿Adónde se la han llevado? −pregunté yo con ansiedad, sin acabar de creer lo que había oído.
−Eso nunca se sabe, es muy probable que ya no esté aquí −contestó él con aparente tranquilidad, como si fuese algo de lo que no cabía sorprenderse demasiado.
El sol de julio se nubló para mí. Sentí un dolor muy intenso, una desazón muy grande que casi me impedía respirar. Por unos momentos no supe qué hacer: me vi sacudido por un temblor incontrolable, por unas convulsiones que no lograba detener. Mi madre, alarmada, me preguntó qué me ocurría. A modo de respuesta, yo rompí a llorar. Era un llanto incontenible, en el que se mezclaban sollozos de hondo desconsuelo. Lo que había temido se cumplía de un modo inexorable: de alguna manera, me sentía vapuleado, desplazado de la vida por un hecho brutal.
Cuando me repuse, expliqué a mis padres y a mi hermana de qué se trataba: les conté brevemente todo lo que había vivido con Ruth, todos los secretos que habíamos compartido. Les confesé que era mi mejor amiga, de la que nunca hubiera querido separarme. Ellos entendieron enseguida el motivo de mi llanto; mi padre dijo que a mi edad me había tocado vivir acontecimientos muy duros.
Por la noche, ya en mi cuarto, volví a llorar. Necesitaba hacerlo: las lágrimas eran como un desahogo para mí, como un modo de evacuar mi dolor, la pena que por dentro me consumía. Era un niño, pero comprendía que a veces era necesario expresar en forma de lloro lo que se siente: conviene que las lágrimas afloren y corran por las mejillas como un río cálido, sin diques que lo contengan, sin razones o prejuicios que lo frenen o que lo aminoren para que no sea tan escandaloso. El recuerdo de Ruth era como una fuente de la que surtía todo aquel caudal, todo aquel continuo fluir de gotas saladas que partía de mis ojos y que resbalaba por mi piel de manera incesante. Si no lo hubiera hecho, la verdad es que no sé lo que habría sido de mí, quizá el dolor hubiera causado un hondo agujero en mi interior, lo hubiera horadado con furor implacable hasta dejar en él una incurable llaga. Lloré quizá durante una hora, sin pensar en otra cosa que en lo que Ruth habría sentido en el momento en que había sido detenida, en el instante fatídico en que unos soldados se habían presentado ante ella para sacarla a empellones de la casa. No podía imaginar la impresión que a ella le habría ocasionado aquella inusual visita entonces, con un gesto congelado de pavor acartonándole la cara, dilatándole las pupilas hasta un extremo insoportable. Yo siempre la había imaginado feliz, con un rostro sereno, con una mirada que se posaba tranquila en todo aquello que concitaba su interés.
Mi madre, siempre atenta, apareció después en mi cuarto para consolarme. Sabía que había estado llorando; por una intuición maternal, comprendía perfectamente el sentimiento que entonces me embargaba, la amargura que me consumía al pensar en la suerte que correría en aquellos momentos Ruth. Dijo que quería hablar un rato conmigo porque no era bueno que los niños como yo se enfrentasen a solas con su pena.
−¿Cuántos años tiene tu amiga? −me preguntó.
−Tiene doce años, aunque podría parecer que es algo mayor −le contesté igual que a mis amigos.
−¿La quieres? −me interrogó sin tapujos, con la naturalidad que le confería su condición de madre.
Yo me quedé callado, no porque no supiese qué responder sino porque me sorprendía enormemente su pregunta. Ella me observaba, ansiosa por lo que pudiera contestar. Muchas veces había sentido sobre mí aquella mirada, aunque nunca la había notado con tanta intensidad: era como si todos sus desvelos y todas sus atenciones estuviesen concentrados entonces en aquella forma de mirar, en aquel flujo de ternura que de sus ojos se derramaba.
−Sí, la quiero mucho −asentí sin titubeos, con un aire de triunfo que yo jamás hubiera sospechado en mí.
−Aunque sois de distintas religiones, os habéis llevado muy bien.
−La religión no es ningún obstáculo para que dos personas se lleven bien. Tenemos el mismo Dios.
−Es verdad. No hay nada que pueda impedir que dos personas se entiendan. Querer a alguien no es ningún pecado; Dios nos ha hecho precisamente semejantes a él para que nos queramos, porque él todo lo hace por amor.
A aquellas alturas, yo comenzaba a encontrarme mejor. Mi madre, con su sola presencia, había conseguido envolverme en un aura de bondad que me alejaba del desaliento y que  hacía que me sintiera más tranquilo.
−Ruth piensa lo mismo que yo: está convencida de que Dios nos ama, aunque a veces parece que se aleja de nosotros. Las estrellas que vemos por las noches en el cielo son los mensajes que él nos envía para que confiemos en su amor.
−Es un pensamiento muy interesante −comentó mi madre, al tiempo que redoblaba su atención.
−Ruth me ha enseñado que existe otra vida que no vemos, una vida que está formada por todos los sueños que hay en nuestra mente.
−Aunque se haya ido, el recuerdo de Ruth siempre permanecerá contigo.
−Es posible que no la vea ya más.
−En este mundo nunca podremos estar seguros de nada.
−Pero a los judíos los matan.
−La realidad es muy dura, como dice tu padre.
−Yo no quiero que a Ruth la maten, ella no puede morir.
Mi madre acarició el dorso de mis manos con mucha suavidad, demorándose en cada movimiento, como si quisiera transmitirme con aquel contacto su aliento. Era, en efecto, un modo muy sutil de animarme, de acompañarme en la desgracia que había padecido. Se había dado cuenta de la magnitud de mi tragedia, del grado de dolor que me había atravesado por dentro. Yo me abandoné a su caricia, como me abandonaba de pequeño cuando sentía sus manos sobre mi pelo, cuando se inclinaba sobre mi lecho para besarme por las noches antes de que me durmiera. Mi madre no me respondía, parecía madurar la respuesta con la prolongación de aquel instante; yo sabía que de alguna manera ya me la estaba dando, me estaba predisponiendo para ella.
−Ruth no morirá −me dijo al fin−; la muerte no puede derrotarnos, es solo cosa de este mundo, en el cual todo parece que ocurre sin ningún control. Ella continuará viviendo: será un ser nuevo que ascenderá entre las nubes y que subirá al Cielo, donde encontrará a Dios, al mismo Dios en el que ella y nosotros creemos. Allí la volverás a ver, cuando tú algún día también subas a él. Te estará esperando, pues a los amigos siempre se les espera; su imagen quizá no habrá cambiado, será posiblemente la misma que guardas en tu memoria, porque es esa, y no otra, la imagen que al final prevalece, la que en nuestro corazón hubiera quedado grabada. Sentiréis una gran alegría al veros, un gozo inmenso que no se podrá expresar con palabras, porque no hay mayor alegría ni mayor gozo que los que depara el encuentro entre dos amigos que se quieren, sobre todo si se produce en un lugar donde ya se han anulado todas las amenazas, donde todo es propicio para que la felicidad no tenga ya pausa.
Yo había empezado a llorar de nuevo, aunque esta vez no lo hacía por los arañazos de la pena sino por el adelanto de una dicha con la que jamás había contado. Al ver que sonreía, mi madre me besó en la frente, con la misma dulzura con que me besaba en la cama cuando era pequeño.
No se supo ya nada más de Ruth. Había desaparecido de pronto, arrebatada del escenario de la vida por fuerzas desconocidas, por orden de una voluntad superior que lo dominaba todo, por decreto de una mente perversa que sembraba la maldad y el terror en el mundo. Otro día, mi padre comentó que un vecino le había dicho que a aquellos judíos del pueblo se los habían llevado a un campo de concentración de Alemania, de donde nunca ya más regresarían; probablemente serían exterminados junto a otros muchos prisioneros de la misma raza. Habían sido trasladados allí como corderos que se llevan al matadero, como ovejas que son conducidas hasta el esquilador.
Después de lo que había conversado con mi madre, aquella noticia no podía afectarme ya tanto como lo hubiera hecho en otro momento: gracias a Dios, disponía ya de antídotos contra ella, de reservas suficientes para contrarrestar sus terribles efectos; estaba, por decirlo de otra manera, vacunado contra la inmensa impresión que podría causarme.
A medida que pasaban los días, se insinuaba en mí cada vez con más insistencia la esperanza de que todo aquello que estaba sucediendo no fuese cierto. Aunque no tenía ningún motivo para creerlo, barruntaba yo en mi interior la posibilidad de que Ruth no hubiera muerto. Era una idea a la que acababa aferrándome con denuedo, con una pasión casi obsesiva. Cualquier hecho que ocurría llegaba a ser para mí un indicio alentador de que continuaba viva, quizá en algún sitio que nadie del pueblo podía sospechar por el momento. Más que una esperanza, era un deseo que seguía creciendo, un anhelo que tomaba a cada instante más fuerza, quizá porque la mente de un niño se resiste a claudicar ante lo que no es más que una suposición de la gente.
En una ocasión en que estuve reunido con Charles y Philippe, pudimos hablar también del caso. Ellos, igual que yo, no podían creer lo que se contaba: siempre habría de existir alguna forma de escapar de la drástica realidad que se estaba viviendo; por muy rígidas que fuesen las directrices del ejército enemigo, siempre habría algún medio para sortearlas, algún subterfugio para evitar su cumplimiento. En nuestra imaginación, Ruth aparecía rodeada de una multitud entristecida, en medio de un campo cercado de alambradas. Ella, por un golpe de inspiración, conseguía escabullirse entre los presos, siempre guiada por su extraordinario instinto. En un descuido de los centinelas, lograba pasar por debajo del cerco de alambres y se alejaba con paso firme de aquel infierno. Caminaba durante varias jornadas por las carreteras de Francia hasta que volvía a recalar en nuestro pueblo. Nosotros, al verla, la recibíamos como a una heroína, como a una patriótica que había sido capaz de desafiar con su actitud a un poderoso rival.
Una tarde, sin previo aviso, irrumpió en la casa uno de los representantes de aquel temible bando. Era un oficial joven, con la cara rolliza. Por sus modales, comprendimos enseguida que no llegaba con muy buenas intenciones. Hablaba en francés, con un acento claramente alemán, lleno de aspiraciones y de bruscos arrebatos. Más que su voz, me impresionaba su semblante, hosco, atrabiliario. A mi madre, a mi hermana y a mí nos conminó a encerrarnos en la cocina mientras él hacía con mi padre un registro por las demás habitaciones de la casa. Yo me acuerdo perfectamente de la tensión y el miedo con que viví aquellos aciagos momentos. Se oían de vez en cuando ruidos de puertas y de cajones que se abrían o se cerraban con mucha violencia. Mi madre, con el fin de tranquilizarnos, nos decía a mi hermana y a mí que no nos iba a pasar nada y que había cosas que en un estado de guerra como aquel eran inevitables. Después de un buen rato, volvieron el oficial y mi padre a la cocina, donde casi ya no podíamos aguantar la angustia que nos consumía. Al comprobar que mi padre llegaba ileso, nos relajamos un poco. El joven alemán, siempre muy serio, escrutó con minuciosidad nuestros rostros antes de marcharse, quizá porque aún desconfiaba de nosotros. Fue un examen intenso; todavía recuerdo sus ojos de lince clavados en los míos, tratando de hallar en ellos una sombra de culpa, un reguero quizá de impaciencia mal contenida. Yo, que era un niño, temblé mientras duró el escrutinio. Tenía la certeza de me encontraba en un instante crucial de mi vida, del que había de dar cuenta después.
Cuando se fue, comprendí que la realidad era mucho más cruel de lo que yo imaginaba y que Ruth seguramente no se salvaría nunca del suplicio al que había sido condenada.
El verano aquel pasó, cargado de dolores y de nostalgias. Yo me acordaba mucho de mi amiga: a veces la creía tener a mi lado, susurrándome al oído cualquier historia que ella hubiera inventado. Había días incluso en que casi no dejaba de pensar en ella: la tenía presente en cualquier momento; era una obsesión de la que no podía desprenderme y que en ocasiones resultaba casi enfermiza cuando sucumbía a la tristeza, cuando mi vida volvía a nublarse como si ya nunca en ella pudiera lucir el sol.
Tardé mucho en acostumbrarme a su ausencia. Fue ya a finales de septiembre cuando comencé a sentirme más liberado de aquella presión. El pueblo había quedado bajo la vigilancia de un pequeño destacamento, pues muchos soldados habían sido movilizados hacia otros destinos. Los cielos se habían vuelto a cubrir de nubes; una luz cenicienta resbalaba por las colinas, envolvía los campos en un sudario mugriento. Una tarde, llevado por un repentino impulso, regresé al bosque donde me veía con Ruth. El bosque estaba teñido por los amarillos y los rojos del otoño. Parecía un recinto sagrado, un templo en el que reinaba un ambiente de devoción y de respeto, guarnecido de brocados y de molduras de oro, con vidrieras y ventanales por los que se tamizaba una luz macilenta. Partían las veredas hacia sitios recónditos, hacia rincones del pasado que no hubieran sido manchados aún por el orín del pecado. Yo avancé por una de ellas; llegué entre zarzas y matorrales secos a un espacio más ancho, en el que crecía una hierba sencida. Con los ojos de la imaginación vi un ciervo detenido a escasos metros de mí, observándome con una atención desmedida. Cantó una alondra, a la que contestaron otras, posiblemente cobijadas en las ramas de los árboles. De pronto oí a mis espaldas un ruido, un rumor quedo, un murmullo que se apagaba entre la hojarasca. Miré. No había nadie. Comprendí al instante que era el espíritu de Ruth, que me seguía y que tal vez me espiaba desde las sombras. Lo sentí entonces dentro de mí, como una blanda caricia que pulsase mi pecho. Noté un roce en la mejilla, un contacto muy suave, de unos dedos que parecían de raso: era un beso, un beso cándido, de unos labios que se posaban en la piel con grácil delicadeza. Imaginé entonces a Ruth montada en un caballo alado, con las crines de espuma. Pasaba ante mí con la cabeza erguida, mirándome con ojos agradecidos, como si con ellos tratara de sellar una amistad que nunca debía interrumpirse. En aquel momento, me acordaba de lo que me había dicho mi madre la noche que estuvo en mi cuarto para consolarme. Deseaba ya haber muerto para ir a donde ella fuera, para encontrarme de nuevo con ella en el Cielo. Imaginé, con más ilusión que pesar, que me moría y que mi espíritu se liberaba por fin del cuerpo en el que había vivido. Yo era de pronto, como decía mi madre, un ser nuevo: me sentía liviano, con capacidad para volar y para alzarme por el aire a lomos de mi deseo, por un espacio virgen que semejaba estar hecho de plumas invisibles. Las nubes eran retales de seda, copos de algodón entre los que yo pasaba con creciente ligereza. A medida que ascendía, el silencio se hacía más persistente: parecía una impresión física que no conociese límites, un sonido muy profundo que se hubiera desprendido de su origen. Viajé sin desmayo, a impulsos de unas alas que yo no percibía; atravesé espacios azules, estadios que eran cada vez menos inclinados, como si en lugar de subir me estuviese desplazando por la superficie terrena, por sitios que hubieran quedado vacíos, disueltos en la intemperie. En ningún momento me sentía aturdido; la sensación del desplazamiento era muy diferente de la que se tiene sobre la tierra; era como si todo se hubiese vuelto blando, amoldable a mi cuerpo, favorable al movimiento que yo seguía. Tampoco sé el tiempo que duró aquel viaje, pues también la noción del tiempo se había borrado: allí nada podía ser medido, allí todo sucedía de un modo puntual, en un punto en el que estuviesen contenidos a su vez todos los puntos, tanto del pasado como del futuro, era un presente continuo, un presente que se prolongaba de manera ininterrumpida. Comencé a oír entonces unas voces, quizá eran de ángeles, tenían el timbre agudo, el acento de una formulación indefinida; resultaban muy gratas al oído, pues su tono era siempre bajo, de inflexiones muy bien moduladas, con cadencias que dejaban en el alma ecos imprecisos, suaves desviaciones de la forma que habían tenido de manifestarse. Yo me quedé extasiado: aquellas voces ejercían en mí un influjo irresistible, parecían componer cantos muy mesurados que elevaban mi ánimo y que casi lo preparaban para disfrutar de un gozo inusitado. Era un hilado de llamadas que se perpetuaban, una madeja de insinuaciones que acababan por trastornarme. Continuaba viajando por la acción del mismo impulso, en una dirección que yo nunca hubiera sospechado: era como cuando uno sueña que cae por una pendiente o que  recorre un camino muy largo y sinuoso, tras el cual nunca sabe lo que le aguarda. Quise ver a Dios, aunque realmente solo alcancé a divisar una luz muy intensa que casi me cegaba. Vi entonces algunas figuras que se movían por aquel espacio sonoro, siluetas muy delgadas que de pronto se convertían en sombras huidizas. Ruth apareció entre ellas, con el pelo suelto, con la tez más clara que la que en la realidad tenía. La reconocí por el delantal a cuadros con que se revestía, el mismo que llevaba la última vez que la vi. Sonreía con dulzura, casi de un modo lánguido, con ojos penetrantes, fieles a la expresión que siempre habían tenido. Intenté hablarle, pero las palabras se me descompusieron en la boca, como si hubieran perdido la fuerza con que habían de ser emitidas. Fue un encuentro breve, pues enseguida la imagen se desdibujó, quizá porque era más nítida y definida de lo que cabía esperar. Me quedó la certeza de que Ruth seguía viva, como mi madre me había asegurado.















15



Ha pasado mucho tiempo, tanto que aún creo a veces que aquello fue un sueño, un sueño maravilloso que tuvo lugar en medio del horror de la guerra. Aquella experiencia me sirvió para entender que dentro de mí existía un mundo  interior, que yo había de preservar de las influencias del que había en la realidad. Ruth me había enseñado a amar aquel mundo, a respetar las leyes por las que él se rigiese, los valores que en él más destacasen. La fe que yo tenía en Dios me ayudó también a verlo así; me resistía a creer que los seres humanos fueran tan malvados como en las guerras se mostraban, como en los momentos de máximo furor parecían. Si Dios los había amado tanto debía haber en ellos cualidades que lo avalasen, intenciones que quizá no había descubierto yo todavía. Me dediqué durante varios años a investigarlo, hasta que me convencí de que el precio pagado por Jesucristo no había de ser en balde: su sangre, derramada en la cruz, había tenido como fruto la redención del género humano, con el cual él se había identificado hasta el extremo. Me hice sacerdote después de reflexionar mucho sobre todas estas cosas: era mi camino, el camino que de algún modo Ruth me había mostrado con su ejemplo, con los relatos que de forma tan caudalosa ella inventaba cuando estaba conmigo. Era la vereda que yo tenía que seguir para encontrarme conmigo mismo, para encontrarme con el tipo de persona que Dios había determinado que fuese. Siempre que lo analizo, llego indefectiblemente a esta conclusión: siempre me asalta la sospecha de que había sido precisamente Ruth quien me había señalado la dirección que yo tenía que seguir. Me había salido una vez más al encuentro para darme un último consejo, para guiarme hacia el lugar que ya estaba determinado en mi destino. Es, por tanto, muy grande la deuda que tengo contraída con ella: casi le debo todo lo que posteriormente he sido, todo lo que desde entonces he hecho al servicio del prójimo, porque mi vida no ha tenido nunca otro sentido. Lo que ahora escribo quizá no es sino un intento de rendirle tributo, un homenaje que al final le hago para que se reconozca el valor que realmente tuvo. Hasta ahora ha podido pasar por un secreto, pues aparte de mis padres, mi hermana y unos pocos amigos no ha habido prácticamente nadie que lo supiera; incluso ellos, los que lo han sabido, probablemente lo hayan olvidado en el transcurso del tiempo, pues todos tendemos a olvidar lo que no nos afecta de una forma concreta. Es, por tanto, casi un secreto, de cuyo alcance solo yo he sido consciente, en especial después de haber evocado aquellos trascendentales momentos. Las deudas que en la vida no se pagan se saldan sin duda con el recuerdo, como me pasa a mí ahora con esta pequeña historia que escribo, con esta especie de cuento que más bien se parece a un cuento salido de la fértil imaginación de un niño.
Para concluir, he de reseñar lo que les ocurrió a los otros seres que han aparecido también conmigo en este relato. Mis padres, como es natural, ya han muerto: primero, como era también de esperar, falleció mi padre, al que el rigor de los trabajos en el campo ya habían mermado bastante; luego, en la década ya de los setenta, murió mi madre, víctima de una larga y penosa enfermedad que le hizo sufrir mucho. Mi hermana se casó, y tuvo tres hijos; con ella, como ya he dicho en otro momento, me une un lazo muy estrecho. Mis amigos, por su parte, siguieron derroteros distintos: Charles es ingeniero y Philippe, médico; sé que viven en París, aunque por diversos motivos no he podido mantener el contacto con ellos.
Han pasado, en efecto, muchos años: el tiempo ha mitigado ya gran parte de aquellos dolores que padeció la humanidad; las cosas dejan de ser como habían sido, pierden  la dureza con que se hubieran presentado al principio. Con el ejercicio de mi sacerdocio, me he encontrado con numerosos casos en los que se evidenciaba esto, en los que se hacían más patentes los efectos del tiempo en las personas que más habían sufrido los zarpazos del dolor. Me he dado cuenta también de que hay heridas que tardan más en cicatrizarse, heridas que no dejan de sangrar a pesar de los emplastos y de los apósitos con que han intentado restañarse: han sido ocasionadas generalmente por el odio y por los deseos acumulados de venganza, que pueden alcanzar una proporción desorbitada si no son vencidos con los remedios que propone la razón.
Las obras del mal son aparatosas;  causan por lo común mucho ruido, un ruido a veces atronador. Son los gigantes del cielo que amenazan con su furia desatada y que se abaten con saña contra todas las criaturas que encuentran a su paso. El reino de Dios, en cambio, se encierra en una semilla minúscula, en un grano ínfimo de mostaza, en un núcleo insignificante de vida que germina en los corazones y que se expande en forma de fruto y que crece y se ramifica y se puebla de pájaros.
Será difícil que me olvide de Ruth. Muchas noches sueño con ella: se me aparece igual que antes, con la misma gracia que tenía cuando paseaba conmigo por el bosque. La veo a veces cruzar ante mí, se mueve con resolución entre los árboles, persiguiendo quizá a un niño que le ha llamado mucho la atención, a un vecino del pueblo con el que ahora quiere entablar amistad. Yo le hablo entonces, descubre en mí a ese niño al que perseguía, sonríe, me habla ella también con una voz entrecortada, quizá soñolienta. Las palabras se difuminan, parece que no tienen peso, que están constituidas de agua, de un agua que se derrama y que apenas forma un manantial muy leve, un caudal sigiloso de sonidos que acaban convertidos en un rumor casi imperceptible, en una hilera de ecos que se confunden y que se pierden. No nos hacen falta, sin embargo, las palabras para entendernos; nos comunicamos con las miradas, con los gestos, con el modo que tenemos de callarnos. Junto a ella surge de pronto un ser extraño, parece un salvaje, pues va ataviado con ropajes muy toscos. Es alto y fuerte, con el torso emboscado de pelos, con la tez aceitunada y reluciente. Los ojos son negros, profundos, de un mirar grave y adormecido. Observo que las orejas se le agrandan y se le estiran de repente hasta hacérsele puntiagudas, como signos contumaces que lo identificaran entre todos los demás habitantes del planeta. Es un elfo, quizá el mismo que había desairado al hada y que luego había vuelto. Camina con donosura en torno a  Ruth, a quien da la impresión de que corteja. Por raro que pueda parecer, yo no me pongo celoso, sino que me muestro incluso cortés ante los dos, como si ya hubiera previsto aquella escena. Los celos, por otro lado, no existen para mí. Estoy completamente seguro de que Ruth es mi amiga y de que por nada del mundo me reemplazará a mí por otro. Hay un momento en que el elfo se trueca por un niño rubio, en quien reconozco a Philippe. Aunque presenta rasgos muy diferentes de los que tenía mi amigo, no puedo dudar de que es él. Lo veo jugar con Ruth, igual que habría hecho si la hubiera conocido. Yo me uno a ellos, juego también con los palitroques con los que están entretenidos. Es un sueño, en fin, muy agradable, en el que también ocurre que Ruth se aparta de nuestro lado y se monta en un caballo con las crines de espuma. Con una rapidez asombrosa, se eleva y surca el espacio. Philippe y yo la vemos alejarse hasta que ya casi se pierde de vista. En el cielo parpadean en ese instante numerosas estrellas. Son las velas que encienden los ángeles para demostrar a los hombres que Dios sigue velando por ellos.