La literatura es siempre magia

En la literatura todo se desvitúa y desrealiza para tomar un aspecto nuevo, para que lo que en ella aparezca nos invite a soñar. Es su principal propósito; si no se cumple, se convierte en un mensaje huero, en un insulso planteamiento. La vida en ella llega a su plenitud, pues lo que se sueña es lo que pervive, lo que se resiste a sucumbir.







sábado, 7 de marzo de 2015

Nunca nos faltará el coraje













NUNCA NOS FALTARÁ EL CORAJE







                                    Pedro Ruiz-Cabello Fernández




























A mis amigos, en quienes siempre he creído.

















1

Nunca le había parecido más vieja su tierra que cuando vio la necesidad de trasladarse a otra. Fue cuando comprendió que nadie abandonaba lo que era suyo hasta que no descubría que había algo mejor que lo podía suplir. Lo pensó después de que aquellos insólitos viajeros se hubieran ido. Ellos fueron los que sin haberlo esperado lo habían inducido a discurrir así, después de haber vivido tantos años en aquel asentamiento. Le habían hablado de unas tierras nuevas, situadas al norte, a muchas leguas de allí. Se lo habían dicho con tal poder de persuasión que le hicieron creer que era bueno viajar para morar en ellas. Daniel, desde hacía mucho tiempo, se había convertido en el guía de su pueblo, al que todo el mundo respetaba e incluso admiraba por su capacidad de decisión. A su edad, había podido reunir una sabiduría suficiente para gobernar y dirigir a sus gentes con resolución, aunque a veces había quienes  cuestionaban su labor. Era ya un hombre entrado en años, con más de cincuenta, curtido en experiencias, resistente a fatigas y a sobresaltos. Aunque en más de un punto de su cuerpo habían aparecido ya los primeros síntomas de la vejez, conservaba  un gran vigor físico que le hacía tener una incesante actividad. Era grande, recio de pecho y de hombros, con la cara ancha, salpicada de una barba granate; bajo sus espesas cejas, asomaba su mirada de ensueño, de unos ojos que nunca perdían el relampagueo febril que en ellos ponía la ilusión.
La tierra de Fayad, que así era conocida, constituía una pequeñísima comarca situada al sur de un inmenso continente. Aunque no era muy fértil, disponía de los recursos necesarios para subsistir. Estaba situada al pie de unas colosales montañas de roca pelada y oscura, de cuyo seno descendía el único riachuelo que atravesaba la región. A ambos lados de él se sucedían estrechas franjas de terrenos de labor, muchos de ellos escalonados a modo de bancales, en los que los habitantes de Fayad cultivaban los productos que habían de ser indispensables para la alimentación. En las épocas de sequía, que con frecuencia eran muy prolongadas, todo aquello se transformaba casi en un erial, por lo que había que ir en busca de alimentos a otros lugares más fructíferos. Únicamente se salvaba en tales periodos una zona más baja, en la que se había labrado un pozo con el que se regaba un pedazo no muy grande de vega. La población se concentraba al borde de las estribaciones montañosas. Al principio se había reducido a un conjunto de tiendas de campaña de distintas proporciones y características, pero con el tiempo se habían ido construyendo casas de adobes y corrales cercados de piedras que habían conformado una aldea de considerable extensión.
A las penurias ocasionadas por las sequías se habían sumado más tarde los estragos sufridos por las invasiones de hordas sanguinarias, que habían sembrado el horror y la desolación entre los pacíficos pobladores. Lo hacían sin un objetivo concreto, movidos por su instinto de salvajes. A veces se llevaban consigo animales en buen estado y utensilios de labranza, destruyendo a su paso sembrados y rediles donde se guarecía el ganado. A los que presentaban resistencia los ejecutaban en el acto, atravesándolos sin piedad con una lanza o con una espada. Aunque estas incursiones eran más bien esporádicas, la gente vivía atemorizada, pendiente de cualquier extraño presagio que pudiera anunciar la llegada de las turbas de depredadores. Daniel, como jefe y guía espiritual de su pueblo, no sabía cómo sacarlo de aquel castigo; de vez en cuando había ideado sistemas de defensa e inventado armas y disposiciones para contrarrestar los furibundos ataques de los enemigos, pero siempre eran vencidos por la virulencia y por el mayor arrojo con que estos los acometían, acostumbrados a desarrollar artes de guerra y a practicarlas sin ningún miramiento. El último episodio había tenido lugar en el invierno pasado: por sorpresa habían aparecido varios grupos de hombres armados que se habían llevado varias piezas de plata y que habían causado la muerte a sus propietarios. Daniel, desesperado, convocó a todo el pueblo a la entrada de su casa y desde allí le dirigió un emotivo discurso en el que lo animaba a permanecer unido ante la desgracia; en su alocución, se refirió de forma muy tímida al viejo dios al que adoraban, a una especie de entidad santa con la que se habían comunicado en los momentos en que se habían sentido más necesitados.
La aparición de aquellos tres viajeros suscitó en él un alivio inusitado: el anuncio de algo nuevo siempre despierta la esperanza de superar los males que se estuviesen padeciendo. Se presentaron de pronto, como si hubieran cruzado por un espacio que fuera invisible para los demás. Un vecino los había visto en una esquina del poblado: los tomó por unos extranjeros que hubiesen hecho un descanso en su ruta; por su aspecto, no los consideró peligrosos, sino que incluso creyó que eran portadores de algo bueno para Fayad. Eran altos y esbeltos, de una elegancia que no era muy común por aquellos contornos; tenían el cabello largo y suelto, las facciones de la cara casi con un aire femenino, con los ojos de un azul cerúleo. Vestían unas túnicas blancas, ceñidas con cíngulos dorados. Transmitían desde el principio la impresión de que estaban dotados de unos dones extraordinarios, de que eran capaces de realizar grandes prodigios. Daniel, alertado por aquel vecino, fue enseguida con algunos de sus hombres en busca de ellos: quería conocerlos, estaba deseoso de saber cuál era la causa que los había conducido hasta allí. La entrevista se produjo en un rincón apartado, en una suerte de pasadizo que se formaba al término de una calle. A él también le había causado admiración la presencia de aquellos desconocidos: lo que más le había llamado la atención era la serenidad con que lo habían atendido, la mesura que parecía presidir todos sus actos.
−Somos mensajeros de un reino que no es de este mundo −le dijo uno de ellos.
−¿Qué mensaje habéis venido a traer aquí? −preguntó con curiosidad Daniel.
−Adondequiera que nosotros vamos llevamos siempre la paz −intervino otro de los viajeros, mirando con manifiesto interés a su interlocutor−. En los corazones de los hombres ya no reina la paz: están llenos de codicia, de ambiciones deshonestas, de deseos impuros... Los pueblos se enfrentan unos con otros, se enzarzan en luchas fratricidas, impulsados en la mayoría de los casos por el afán de imponer su dominio, por la necesidad de sobreponerse al empuje del contrario. Para que reine la paz, hace falta que todas esas condiciones desaparezcan, es necesario que los hombres se vuelvan menos beligerantes y que las naciones no se peleen. La paz, si esto no ocurre, será siempre un anhelo lejano, una especie de ideal que nunca se cumple.
−¿Por qué traéis la paz si no puede ser implantada? −inquirió el jefe de Fayad.
−Nuestra misión no es implantarla, sino traerla, invocarla, proponerla como el modo de vida más saludable −informó el tercer viajero, al que siempre se le había visto sonreír mientras hablaban sus compañeros.
−¿Existe algún sitio donde esa realidad sea posible? −preguntó Daniel entonces.
−Hay muchos lugares en la Tierra en los que la gente no está dividida; lo que pasa es que no se conocen −dijo el que primero había hablado−. Nosotros sabemos de uno que está al norte, un territorio virgen que aún no ha sido hollado por el pie humano, en el que la naturaleza es abundante en frutos y en recursos de toda índole. Está guarnecido por un círculo de montañas que lo aíslan del resto de las comarcas y que lo convierten en un lugar idílico para vivir.
−La felicidad está siempre ligada a un lugar −reflexionó Daniel sobre aquello, condicionado por lo que a él le ocurría en el suyo, por los temidos sobresaltos a los que debía estar expuesto.
−Así es −confirmó ahora el segundo de los viajeros−. La felicidad es un estado que en este mundo depende de las circunstancias que lo rodean, de las amenazas que lo acechan. El ser humano es, por naturaleza, muy débil: lo suyo es siempre transitorio si no está cimentado en algo más profundo, en una convicción que no lo haga tambalearse cuando llega la adversidad. Los hombres, por eso, han buscado siempre un lugar donde puedan sentirse más seguros, donde su vida se pueda desarrollar con más tranquilidad. La historia está llena de movimientos migratorios, de pueblos que se desplazan de un sitio a otro movidos por la necesidad.
−¿Está muy lejos el lugar que decís? −preguntó Daniel, que ya comenzaba a calibrar la posibilidad de trasladarse hasta él.
−Está al norte de aquí, como hemos dicho antes −informó el tercer viajero, siguiendo un orden de respuestas que parecía estar ya establecido entre ellos−. Para llegar a él, hay que recorrer, efectivamente, muchas leguas, pues todo lo que se persigue está siempre lejos del alcance de los seres humanos. En el trayecto, se ha de pasar por territorios muy distintos, algunos de ellos bastante peligrosos, cuyos habitantes no conocen más ley que la de la fuerza.
−Si decidís marchar hasta allí, habréis de contar con nuestra ayuda −continuó el primero−. Basta que os encaminéis para que nosotros velemos vuestro paso; si es necesario, saldremos en vuestro auxilio para orientaros y daros ánimo.
−Somos viajeros muy avezados −añadió el tercero, sin dejar de sonreír−: conocemos muy bien todos los caminos; aconsejamos las mejores rutas que se han de seguir, aunque a veces tengan que cursar por parajes escabrosos. Con nuestra ayuda, todo el que se haya perdido retorna a la senda que hubiese dejado. Hemos sido instruidos para ello, para auxiliar a los que se pierden, para animar a los que se sienten abatidos, para empujar a los que ya no tienen fuerzas.
−¿Cómo podemos estar seguros de que nos socorreréis? −preguntó finalmente Daniel.
−Si las palabras que ahora os decimos no bastan, confiad en el modo en que os miramos −respondió esta vez el segundo, deseoso de satisfacer al jefe de Fayad−. Nadie os habrá mirado con más amor que nosotros, seguramente porque todo el que haya tratado con vosotros lo ha hecho con un interés determinado. En nuestro caso, solo nos mueve el deseo de ayudaros, el afán de conduciros hacia el bien que verdaderamente merecéis.
Daniel, animado con aquello, no podía por menos de agradecer el trato que se le dispensaba: de una forma muy efusiva, se puso a corresponder a los visitantes con fuertes abrazos, con los cuales quería sellar una amistad que debía perpetuarse en el tiempo. Ellos, al ver que su misión estaba ya allí cumplida, se despidieron de él con el mismo sigilo con que habían llegado. Daniel los vio alejarse, envueltos en la penumbra sonrosada del crepúsculo: eran tres sombras macilentas que se confundían con la sombra parda de los sembrados.
Ahora, después de varios meses, repasaba los pormenores de aquel encuentro. Sospechaba cada vez con más insistencia que se trataba de algo providencial, de un hecho que quizá estaba ya previsto en el destino, en el destino de un pueblo que solo había pretendido vivir en paz en el lugar donde había tomado asiento. Muchas veces paseaba su vista por su entorno: miraba la aldea, diseminada al pie de unos cerros negruzcos, sobre un fondo de montañas altivas, de pelada superficie; veía los campos cultivados, alineados de modo escalonado en torno al cauce del riachuelo, con sus cercas de espinos y de pedruscos; veía las tierras yermas, de un color violáceo, tras las que se extendía un pequeño mar de colinas, todas ellas amarillentas, entreveradas de verdes mechones de matorrales. Había amado aquella tierra, sin duda porque en ella había transcurrido la mayor parte de su vida, ligada a una serie de hechos que lo habían marcado definitivamente. Uno de los más importantes había sido el casamiento con Noemí, cuyo amor habría de acompañarlo siempre. Él había contraído sus primeras nupcias con Dora, a la que quiso con la pasión que se concibe en los albores de la juventud. Con ella había tenido tres hijos, pero al dar a luz al último Dora falleció. El dolor que ocasionó su muerte en Daniel llegó a ser tremendo, pues era aún demasiado joven para soportarlo: fue como si hubieran hundido en su pecho un  afilado acero, cuya herida no dejaría de sangrar durante mucho tiempo. Sin que él lo pudiera evitar, se vio arrastrado por una pesadumbre muy grande, contra la que era prácticamente inútil luchar: su abatimiento se acentuaba en los momentos en que más intenso se hacía su recuerdo, cuando una especie de nudo parecía oprimir su garganta. Se creyó tan afectado por aquello que difícilmente podía pensar que se restablecería de su desgracia: se limitaba a cumplir con el mantenimiento de los hijos, cuyo cuidado había sido encomendado a una de sus hermanas. Estaba muy lejos de su imaginación que pudiese trabar relación con otra mujer: en su corazón solo crecían los abrojos que habían sembrado en él los sufrimientos y los desgarros pasados. Vivió así durante más de tres años, hasta que de un modo que nunca hubiera podido sospechar el amor lo golpeó de nuevo. Noemí, que había llegado con una oleada de inmigrantes, lo atrajo  al momento de una forma irresistible: sus ojos, de un azul casi ceniciento, encendieron de nuevo en él el fuego del arrebato. Con una rapidez increíble, se sintió otra vez arrastrado por una corriente impetuosa de pasiones desorbitadas. Noemí, al contrario de Dora, era una mujer de atractivo donaire, con una seguridad que resultaba muy extraña en una persona que no había encontrado aún arraigo en ningún sitio. Daniel tuvo pronto la sensación de que había sido destinada a él desde siempre, de que todo lo que había vivido hasta entonces conducía inevitablemente hasta aquel encuentro. Lo supo cuando comenzó a relacionarse con ella, cuando llevado por el enamoramiento que ya lo cegaba le declaró fervientemente lo que sentía.
Noemí, que le dio otros cinco hijos, se convirtió en su principal apoyo, especialmente en los momentos en que más debilitado se sentía. Ella, con su natural empaque, lograba que su ánimo al final no desfalleciera: nunca dejaba de confiar en sus posibilidades, en los dones de los que desde siempre estaba dotado. La entrañable comunión que entre los dos se había creado le servía a Daniel para sobreponerse a todo lo que le ocurría, para afrontar todas las circunstancias de las que se veía rodeado. Ahora, después de tanto tiempo, comprendía que también se hallaba ante un momento crucial de su vida: debía tomar una decisión de la que dependía el destino de su pueblo, pues si optaba por seguir allí se arriesgaba a continuar viviendo bajo las mismas condiciones, siempre a expensas de lo que a sus fieros enemigos se les antojase; mas si se decantaba por irse, se aventuraba a arrostrar peligros desconocidos, aun cuando contase con la promesa que aquellos extraños viajeros le habían hecho. La divinidad en la que otras veces había confiado no parecía inspirarle últimamente ningún sentimiento claro: tenía la sensación de que se había alejado, de que era algo muy vago que había acabado por difuminarse. Llevado por la necesidad, acudió una vez más a su esposa para confesarle sus dudas. Noemí, con su aplomo, consideró que era un caso muy distinto de los que anteriormente le había consultado: le dijo que no había de retardar demasiado su resolución, pues cuanto más la postergara más confuso se podía sentir. Tardó, no obstante, más de tres días en decidirse, tras de los cuales reunió a toda su gente a la puerta de su casa, como en otras ocasiones había sucedido. Daniel iba revestido de una túnica celeste, recogida con un cíngulo marrón; la llevaba remangada a la altura de los codos, por lo que mostraba parte de sus brazos, erizados de un vello rojizo. Lo acompañaban Noemí y todos sus hijos, junto a dos hombres en los que siempre tenía depositada su confianza. Con gesto constreñido de patriarca, Daniel miró a la concurrencia para comunicarle lo que había decidido: todos comprendían que debía de tratarse de un mensaje muy importante, por lo que la expectación era en aquellos instantes mayúscula. Antes de hablar, intercambió con la esposa una mirada de complicidad, con la cual los dos procuraban transmitirse los afectos que durante todos aquellos años de vida conyugal habían sentido. Ya más seguro, Daniel abrió bien los brazos para que todos lo atendieran, como si con ellos pretendiera abarcarlos para ofrecerles su protección.
−Sabed que ha llegado la hora de tomar una determinación −les dijo con atronadora voz−. Somos un pueblo de campesinos y de ganaderos que siempre ha querido vivir en paz. Debemos estar agradecidos a esta tierra que nos ha dado los frutos con los que nos hemos sustentado. Sin embargo, la tierra es solo el lugar que habitamos mientras vivimos aquí. Como sabéis, existe otro mundo que está más allá de los horizontes que divisamos. Nosotros queremos hacer méritos para llegar a él, pues estamos seguros de que en él alcanzaremos la gloria que tanto añoramos. Unos mensajeros tal vez de ese mundo me han anunciado que hay otra tierra más al norte en la que podremos disfrutar de los bienes que en ese otro mundo abundan. Llevamos dentro de nosotros la impronta de peregrinos que nuestros antepasados tuvieron, así que no nos resultará difícil encaminarnos hacia allí. Esos mensajeros han prometido que saldrán siempre en nuestro auxilio para que no nos perdamos. Estoy convencido de que es lo que más conviene. Mañana mismo dispondremos de todo lo necesario para salir.






























2



Hacía una mañana espléndida de primavera. El sol derramaba sus dorados rayos por las montañas y los campos de Fayad, refulgía en las peñas y en los balates de los recuestos, cubría con un halo tornasolado las frondas y el riachuelo que serpenteaba entre los labrantíos. Era todo muy bello, de una belleza antigua, acendrada por el paso  del tiempo y por la labor meticulosa de los hombres.
A la salida del poblado, todas las gentes de Fayad aguardaban ansiosas la orden de partida. Se habían reunido allí con todos sus animales. En carros tirados por mulos y por bueyes que habían sido utilizados para la labranza, transportaban todos los enseres que les habrían de hacer falta para el camino. Las mujeres y los niños ocuparían la parte trasera de la caravana, al cuidado de los rebaños de cabras. Los hombres, de más brío, se encargarían de la parte delantera, siempre dispuestos a afrontar todas las dificultades con las que se encontrasen. Daniel, con su familia, apareció el último, con una calma que parecía haber sido infundida en él por disposición divina. Llevaba, como el día anterior, la túnica celeste, con la cual gustaba revestirse en las ocasiones más señaladas. Se apoyaba en un recio báculo de madera de chopo, al estilo de los grandes patriarcas que se han erigido en protagonistas de historias destacadas. Sin ningún asomo de duda, con la cabeza bien erguida, se puso de inmediato al frente de la caravana y, con la misma voz estentórea de la víspera, instó a todos para que se pusieran en marcha.
De acuerdo con lo que habían indicado los viajeros, siguieron la ruta que les llevaba hacia el norte. Con paso al principio ligero, caminaron por la falda de las montañas que se elevaban a espaldas del pueblo. Por un estrecho sendero, salieron a un espacio más ancho, en el que decidieron descansar al fin unas horas. El sitio era ameno y tranquilo, con pequeñas lomas en las que crecían arbustos y matorrales silvestres. El día llegaba ya a su plenitud cuando tomaron asiento allí. Daniel improvisó una tienda al arrimo de unos acebuches; por un tiempo estuvo conversando con algunos de sus principales ayudantes, a los que tenía encomendados varios servicios. Uno de ellos era Afir, un hombre robusto que frisaba ya en los sesenta años, con la mirada serena, la barba rala, distribuida sin ningún orden por un rostro surcado por amplios pliegues. Desde hacía varios años, Daniel había delegado en él misiones importantes, satisfecho con la prudencia con que normalmente actuaba. Lo tenía ya como su mejor consejero, con el cual podía consultar todo lo que quisiese, sin miedo a ser traicionado por una infidencia que hubiera de poner en peligro su credibilidad. Afir lo acompañaba siempre, lo seguía a todos los sitios con la lealtad de un amigo fiel: después de su mujer, era la persona con la que Daniel se sentía más seguro, sobre todo por el grado de intimidad que había llegado a tener con él. Muchas veces, llevado por su discreción, Afir había logrado contener sus impulsos, orientándolos hacia un fin más razonable, hacia un objetivo que considerara más adecuado con la realidad en la que vivían. En el caso de que él faltara, Daniel había pensado en muchas ocasiones que era quien mejor podía guiar a quien hubiera de sustituirle, en el supuesto de que él por edad rehusase tomar el mando y la dirección de su pueblo.
Estaba casado Afir con una mujer pequeña, con la que había tenido siete hijos, dos de ellos ya desaparecidos por distintos males. La mujer, Ariana, era de condición muy alegre y desenvuelta, con la cual había conseguido sazonar en más de una ocasión la vida del esposo, a veces proclive a ensombrecerse por el exceso de responsabilidad que frecuentemente tenía. Igual que Noemí, había cumplido un papel decisivo en su familia, un papel que Afir no podía por menos que valorar sobremanera, especialmente cuando se paraba a considerarlo al cabo de los años.
Otro de los que se reunieron con Daniel aquel día fue Judá, un hombre maduro de frente ancha y de ojos sagaces, más delgado que recio, con las piernas muy largas, un poco desproporcionadas en relación con el resto del cuerpo. Tenía Judá entre otras cualidades la de prever aciagos acontecimientos: su don de la profecía estaba reservado solo para hechos luctuosos, entre los que se contaban algunas de las incursiones que habían asolado Fayad en otro tiempo. En sus sueños, solía advertir funestas señales, contra las que había que estar prevenidos. Daniel quería ahora tenerlo a su lado para que lo alertara de posibles peligros: cualquier cosa que él barruntara había de ser tenida en cuenta, sobre todo por si podía evitarse de algún modo.
También asistió a la reunión el hijo mayor de Daniel, que había tenido con su primera esposa. Barac, que así se llamaba, lo hacía más en calidad de invitado que de consejero: el padre estaba interesado en que aprendiera, en que tomara buena nota de todo lo que se deliberaba para el bien de su pueblo. Era alto Barac, de facciones muy parecidas a las de su progenitor, a quien semejaba tomar como modelo también en todas las facetas de su comportamiento. En sus ademanes, se echaba pronto de ver la misma disposición del padre, el mismo ánimo con que él acometía todas sus obligaciones. Daniel, viendo su buena actitud, soñaba con que fuera precisamente él quien algún día lo sustituyera.
Lo que se dirimió en esta ocasión fue el camino que se debía seguir a continuación: si se elegía el más corto, se corría el riesgo de caer en manos de algunos de sus más sanguinarios enemigos; pero si se escogía el más largo, se retrasaba la marcha quizá de forma inconveniente, con las consecuencias que de seguro de ello se derivarían. Por consejo de Afir, siempre asistido por su natural prudencia, se determinó que se elegiría este último, aun a riesgo de verse acosados por el cansancio y por la sed.
Después de aquel necesario descanso, la caravana continuó la ruta por una senda algo escabrosa que bordeaba peñascos de gran altura. Cruzó por un paraje yermo, sin otra vegetación que unos cuantas chumberas que crecían entre las rocas. Durante varias horas, las gentes de Fayad caminaron sin desmayo, en un día que se volvía cada vez más caluroso. Con las provisiones de agua que transportaban, consiguieron llegar con cierta facilidad hasta el término de aquella primera jornada, cuando ya el sol empezaba a declinar por el horizonte. Acamparon, según tenían previsto, en un rincón más apacible que los sitios por los que habían pasado, en una especie de hondonada que se formaba por el declive de dos macizos montañosos, situados uno enfrente del otro; era un espacio sombrío, un poco más ancho que un desfiladero, por el que discurría una corriente de agua diminuta, de un frescor muy reconfortante. Había, además, mucha hierba en las orillas de aquel arroyuelo, por lo que pudieron tener en ella un plácido acomodo.
Pernoctaron, como era natural, allí. Muchos durmieron en los propios carros; otros, en tiendas que se habían montado de forma provisional; los más atrevidos incluso lo hicieron a la intemperie, confiados en que la temperatura en aquel paraje se lo había de permitir. Daniel, mientras todos dormían, permaneció mucho tiempo fuera de su tienda, contemplando el cielo de aquella noche primaveral: aparecía cuajado de estrellas, tachonado de pequeños brotes de luz; en cada uno de ellos quería ver una señal, un mensaje secreto que no lograba descifrar; de tanto mirar las estrellas, llegaba a creer que componían dibujos y que en esos dibujos estaba esbozado de algún modo el destino, todo lo que en el futuro a él y a los suyos le había de aguardar. Era tanta su concentración que se sintió en presencia de la divinidad a la que tantas veces había invocado, la cual ahora le hablaba a través de todas esas luces que veía parpadear en el cielo. Era como si notara el amparo de una gran fuerza que lo había de auxiliar, de un dios al que ya no se lo representaba lejano sino que lo sentía incluso latir dentro de él, como una voz que poco a poco se iba conformando en su mente y en su espíritu para animarlo a continuar, una voz que no se comunicaba con él con palabras humanas sino con un lenguaje hecho con corazonadas y con impulsos que lo embargaban de plenitud. Sin darse cuenta, se había dejado invadir por aquella divinidad: en su pecho ya no cabía más gozo; era un gozo exultante que lo inducía a confiar y a tener fe en la empresa que acababa de iniciar.
A la mañana siguiente, con la seguridad que le deparaba aquella revelación, Daniel se dirigió de nuevo a su pueblo antes de comenzar la segunda jornada:
−Nada os resultará difícil si confiáis en vosotros mismos −les dijo a todos−. Vuestra fuerza está en vuestro interior, no en los brazos con los que os enfrentáis al mundo. Es una voz que os llama, que os urge a caminar. Al final del camino hallaremos nuestra recompensa: hallaremos esa tierra nueva donde podremos vivir en paz. Adelante, pues.
Todos los siguieron, mujeres, niños y hombres de todas las edades, algunos ya enfermos o en plena senectud. Caminaron durante este segundo día por una estrecha franja de terreno que se hallaba al borde de un precipicio, en cuyo fondo parecía reinar el silencio que hubo antes de la creación del mundo. La franja semejaba alargarse de forma indefinida, con prolongaciones de lomas y de suelo calizo que se hacían interminables. A veces se interrumpían para descansar un rato, para tomar un poco de aliento con el fin de no desfallecer en la marcha. Los había más débiles que eran partidarios de demorarse más tiempo en los descansos, de postergar el momento de reanudar el camino. Llegaron así, con tanta parada, a un lugar más alto, desde el que se oteaba un paisaje espléndido. Se trataba ya de un territorio desconocido, en el que nadie hasta entonces se había aventurado. Estaba precedido de una serie de dunas, entre las que asomaban las pelambreras amarillentas de unos matorrales. Luego se sucedían unas lomas pobladas de encinas, tras las que se alineaban varios campos de cultivo. Más lejos, se columbraban unas hileras de álamos, entre los que debía de discurrir algún río. Al fondo, cerrando ya el horizonte, se elevaban unos collados de color ceniciento, envueltos a aquella hora en una tenue neblina. En su falda, parecía adivinarse el contorno de un pueblo, difuminado por el hervor azul de la distancia. Acamparon esta vez al borde de los campos de cultivo, a la sombra de las encinas. El día era azul, aunque a esa hora comenzaba el cielo a cubrirse de sucios garabatos de nubes. Por decisión de Danniel, se iban a quedar allí el resto de la jornada y toda la noche, pues no era bueno cansar demasiado a la gente con largos trayectos. El sitio, además, parecía pródigo en recursos de todo tipo, de los que podían valerse para garantizar la subsistencia durante varios días si así lo determinaba el destino. Descubrieron, a poco de instalarse allí, que aquellos campos pertenecían a unos industriosos labriegos, vecinos de aquel pueblo que se divisaba a lo lejos. Gracias al buen trato de Afir, se pudo negociar con ellos la adquisición de algunos productos a cambio de varias mercancías que con ellos llevaban. Los labriegos dieron muestras en todo momento de ser bastante acogedores y hospitalarios: eran, por lo que se echaba de ver, muy parecidos a ellos en las trazas y en el aspecto que manifestaban. Su vida, según declararon, estaba condicionada por lo que a un señor que moraba en una lejana fortaleza se le antojaba: por el temor que les infundía, se veían obligados a entregarle gran parte de sus ganancias, por lo que el trabajo que con tanto denuedo realizaban apenas les resultaba productivo. A la propuesta de Daniel de que los acompañasen en su éxodo hacia otras tierras dijeron que no se atrevían a seguirla, pues era mayor el miedo que tenían al señor que la posible ilusión que ello les despertaría. Afir adujo razones para convencerlos, pero ellos se negaron a admitirlas, quizá porque les faltaba la fe que a los de Fayad los animaba para abandonar su tierra. Preguntados por el modo que tenía el señor de amedrentarlos, los labriegos respondieron que disponía de un poderoso ejército, compuesto por soldados que actuaban con una gran fiereza.
Tanto se alarmó Daniel por aquella información que constituyó un pequeño destacamento con algunos de sus hombres para extremar la vigilancia mientras estuvieran allí. Ordenó, además, que se ocultasen los carros y los animales tras las encinas y que no se montasen tiendas para no ser avistados por los vigías enemigos. Pasaron así el tiempo con mucho recato, sin hacer ningún ruido que pudiese levantar sospechas acerca de una extraña presencia en aquellos lugares. En el silencio de la noche, Daniel volvió a elevar sus deprecaciones a la divinidad: con tanto ahínco la invocó que no tardó en sentir la confianza que ella le transmitía, si bien en esta ocasión no se revelaba en gozo infinito, sino en cierto consuelo que en el fondo de su alma experimentaba, muy parecido al que se siente ante una importante promesa que habrá de ser cumplida.
Para evitar desagradables encuentros, a la mañana siguiente se decidió que no atravesarían aquella llanura, sino que darían un rodeo, torciendo el camino por otros parajes. Salieron después de varias jornadas de viaje a un lugar casi yermo, por el que anduvieron sin otra protección que la que sus propios carros les deparaban. Era un paisaje árido el que se tendía ante su vista, con montañas de un tono grisáceo que parecían encadenarse de un modo ilimitado. A aquellas alturas comenzaban a menguar los alimentos, por lo que hubieron de sacrificar algunos animales para tener asegurada la comida. Muchas cabras habían dejado de dar leche y algunas la daban en escasa cantidad, con un sabor muy agrio que apenas podía ser tolerado por unos pocos. El agua, transportada en grandes cántaros de barro, también se vio disminuida: se calculaba que con un moderado suministro habría para tres días más; el fantasma de la sed empezaba a pulular por sus cabezas, especialmente en los momentos en que hacía más calor. Ante tanta adversidad, Daniel se dirigía a su dios cada vez con más frecuencia: le pedía sobre todo que lo condujera a un sitio donde manara el agua en abundancia, donde la vida resultara mucho más fácil que en aquel páramo en el que entonces se hallaban. Quizá debido a la propia necesidad con que lo rogaba, ya no sentía el consuelo que había experimentado otras veces: tenía la impresión de que todo había sido producto de su imaginación, excitada con la idea de que era alguien elegido para salvar a su pueblo del oprobio al que era sometido. Su corazón se encontraba seco, como aquel espacio inculto que lo rodeaba: se sorprendía de que en tan solo unos días hubiese cambiado tanto, de que se hubiera vuelto insensible a las posibles señales que los astros le transmitían, a la belleza austera con que el cielo todas las noches se presentaba. Se daba cuenta así de lo voluble que era, de lo vulnerable que seguía siendo a los duros contratiempos con los que a menudo tenía que enfrentarse: era más débil de lo que normalmente parecía, acaso porque siempre se había acostumbrado a fingir ante los demás que era capaz de realizar todo lo que de él se esperaba.
Como había ocurrido en otras ocasiones, Daniel acudió a Noemí para que lo consolara. En ella siempre había hallado el auxilio que necesitaba, el apoyo que le faltaba para continuar confiando en sus propias fuerzas. Aquel caso, por ser quizá el último, le parecía más angustioso y perentorio que otros: si aquella situación se prolongaba en el futuro, podía resultar bastante dramática. Noemí, consciente del problema, contrarrestó su malestar con alentadoras caricias, con besos que en él dejaron un rastro de ternura que lo concilió de nuevo con el mundo, con las formas y los matices con que éste se manifestaba, con las quebradas y los abismos que por aquel oscuro territorios abundaban, con la sequedad de un horizonte que semejaba arder en los ocasos.
−No es bueno que los hombres estén solos −proclamó él después de verse reconfortado−. Gracias a vos, mi ánimo se ha recuperado. La compañía de los demás es siempre muy necesaria para combatir los males que nos oprimen, para afrontar las desgracias que nos abruman. Nuestra fuerza está, sin duda, en la unidad, en el arrojo que experimentamos cuando nos sentimos arropados por los que más nos quieren.














3



El día siguiente amaneció muy despejado, con un azul casi transparente, de una pureza inusitada. El sol emergió tras unos collados lejanos, precedido por una mancha cobriza que había aparecido tras las cumbres y que las había teñido de un tono amelocotonado; después de una breve espera, expandió sus rayos con una esplendidez inaudita por tozales y laderas, por roquedales pardos y barrancos azules que parecían llenarse de ecos y de gritos apagados.
Judá, llevado por su instinto, se había levantado antes de lo ordinario, cuando todavía se tendía alrededor un mar de sombras, iluminado por la luz pálida de una luna que ya menguaba. Un silencio sobrecogedor reinaba en el páramo, un silencio sideral que descendía del cielo y que se precipitaba sobre el suelo como una lluvia mansa. Judá tenía intención de explorar por su cuenta el territorio, animado con la idea de que tenía que haber un límite para aquel desolado yermo. Como era temprano, se había alejado bastante del lugar donde había acampado la caravana. A la tierra seca y resquebrajada la había sucedido un pedregal áspero, por el que le costó mucho transitar sin cuidado. A lo lejos ya se divisaba un resplandor encarnado, casi disuelto en la acuarela azulada del cielo. El terreno comenzaba a ascender levemente, con peñascos que parecían ser cada vez más grandes. Por una especie de senda que se abría entre ellos, Judá llegó hasta un sitio desde el que se veía la otra vertiente de la suave elevación que había coronado. Con gesto de satisfacción, paseó su vista por aquel espacio, de una tonalidad quizá algo más oscura que la de la parte por la que había andado. Sin pensárselo mucho, quiso seguir investigando y, movido por el mismo impulso de antes, continuó alejándose. Un hombre, envuelto en una túnica blanca, caminaba a escasa distancia de él. Tuvo la impresión de que había aparecido de pronto de entre las sombras, de entre las últimas figuraciones de la noche. Era alto, de andares parsimoniosos. Sin querer, se puso a seguirlo, tratando de adaptar su ritmo al de él. El insólito caminante lo condujo por una vereda hasta un sitio menos escabroso, con el suelo cubierto de una incipiente maleza. Era muy extraño todo: Judá creyó por un momento que se trataba de un sueño, en el cual se cumplía lo que en la vigilia no podía realizarse; actuaba impulsado por un oscuro magnetismo, llevado por aquel sorprendente sujeto que tenía delante, como si su voluntad se hubiera rendido a lo que él determinase. Al llegar a un pronunciado recuesto, vio que se paraba por un instante y que le indicaba algo, tal vez una señal con la que pretendiese guiarlo: se dio cuenta  de que, en efecto, lo dirigía hacia el final de aquella pendiente, por la que resbalaba la luz de limón de un sol que ya descollaba tras las cumbres. Judá, como había hecho hasta entonces, se dejó conducir por él y en poco tiempo estuvo donde lo había querido llevar, en un rincón muy apacible que estaba poblado de sauces, entre los que se apercibió de que nacía un fresco hilo de agua. El hocino, estrecho al principio, se ensanchaba después a medida que la corriente descendía por el terreno, abriéndose paso entre cañas y matorrales de un verde translúcido. Era lo que ansiosamente buscaba Judá, un tesoro que estaba oculto en aquella región olvidada, en medio de aquella superficie seca de aristas rocosas y de sombríos barrancos, por los que no parecía pasar nadie desde el mismo origen del mundo. El hombre al que había seguido ya no se hallaba ante su vista: sin que él se percatara, mientras contemplaba aquel prodigio, se había ido, quizá porque su misión estaba ya cumplida. Asombrado por aquello, Judá resolvió retroceder enseguida sobre sus pasos para comunicar a los demás lo que había encontrado. Lo hizo con la rapidez que le permitían sus piernas y su corazón acelerado, desbocado por el entusiasmo que le proporcionaba la esperanza de haber hallado la solución para el problema que tanto agobiaba al pueblo de Fayad. Su anuncio fue, como no podía ser de otro modo, muy celebrado: Daniel, en nombre de todos, pidió que los llevara hasta aquel sitio, donde ahora acamparían durante varios días para resarcirse de todas las fatigas que habían pasado.
−Aquellos hombres tenían razón cuando me aseguraron que nunca nos abandonarían    −confesó Daniel al llegar a aquel paraje−; sin duda, el que se le ha aparecido a Judá ha sido uno de ellos, tal vez advertido de nuestra desgracia, de la tremenda angustia que padecíamos. Tenemos que confiar en esos hombres: ellos son probablemente los mensajeros de la divinidad en la que nosotros desde antiguo hemos creído.
Después de varias jornadas de viaje, había muchos carros ya averiados, por lo que era necesario repararlos antes de continuar el camino. Algunos animales, como ya queda dicho, habían tenido que ser sacrificados; otros, enflaquecidos por la carencia de alimentos y por los esfuerzos a los que habían sido obligados, se sostenían ya apenas sobre sus extremidades, sin fuerzas para proseguir la marcha. Se trataba, por tanto, de una buena oportunidad para reponer cosas y energías que habían de hacer mucha falta. Daniel, consciente de ello, decidió que se quedarían allí por un tiempo indefinido, hasta que por lo menos hubieran vencido gran parte de aquellas dificultades.
El hallazgo del agua fue un verdadero revulsivo para las gentes de Fayad. Su ánimo, antes decaído, experimentó un insospechado impulso por todas las expectativas que ahora se les presentaban con aquel descubrimiento. Volvían a tener fe en la vida, en lo que esta podía depararles, en lo que el destino les hubiese reservado: por muy oscura y aciaga que a veces les pareciese la existencia, siempre habría una luz que los sacase de las tinieblas, una estrella acaso que los condujese hasta un lugar más iluminado, en el que pudiesen hallar su salvación; por muy tortuoso y largo que se les hiciese el camino, siempre habrían de encontrar un sendero más descansado, por el que no tuviesen que pasar los sufrimientos que antes hubieran soportado. La vida, con el agua, se les representaba más fácil, de unos colores más destacados: solo bastaba con confiar en ella, con dejarse llevar por sus suaves acometidas.
Daniel plantó su tienda cerca de la fontana, mientras que los demás hicieron lo propio a lo largo del estrecho valle que se formaba en torno al riachuelo. Se encontraron tan bien allí, que más de uno pensó que debía de ser aquel el sitio al que aquellos hombres habían querido encaminarlos. Según Afir, con quien Daniel consultaba mucho por aquel tiempo, no era descartable que fuera aquel el sitio al que los mensajeros habían querido encaminarlos; reunía aparentemente todas las condiciones para vivir sin sobresaltos, con espacios de tierra que podían ser muy buenos para el cultivo. Aunque había sido el sujeto escogido para que se obrase aquel milagro, Judá creía que aún era muy pronto para tener una opinión formada sobre ello, pues podía ocurrir también que alguna sorpresa desagradable los disuadiera de lo que hubiesen pensado antes.
Después de todas las reparaciones que se efectuaron, los carros quedaron reducidos solo a diez, en los cuales deberían transportar a partir de entonces todos los enseres. Tras el sacrificio obligado de algunos animales, muchos salieron a cazar por los alrededores de donde habían acampado, y, aunque en los primeros días no se encontraron con ninguna pieza viviente, en posteriores incursiones dieron con liebres y con aves de distintas especies, a algunas de las cuales cazaron con los rudimentarios instrumentos que llevaban. Fue aquel el comienzo de fructíferas cacerías con las que se procuraban el sustento durante varias jornadas. Se volvieron así los de Fayad muy duchos en el arte de manejar las armas y de despellejar las piezas después de ser tomadas: la necesidad los había hecho cambiar las hoces y los bieldos de la labranza por los arcos y las flechas y las redes con que ahora faenaban. Tanto fue el contento que hallaron, que pidieron a Daniel permanecer allí al menos todo el verano: de esa manera evitarían también los agobios que el calor seguramente habría de causarles. Daniel consideró buena su propuesta y, después de debatirla con sus más allegados consejeros, dio el permiso para que se cumpliera. De este modo, el pueblo de Fayad pudo disfrutar del sosiego que en tal apartado rincón  había encontrado: a no pocos les recordó aquello la dicha que en algunos momentos habían experimentado en su tierra, cuando ninguna amenaza todavía turbaba la paz que entonces tenían.
Fue un verano de altas temperaturas, con cielos que amanecían muy claros pero que luego se iban cubriendo de telones de nubes blanquecinas. Daniel, en sus ratos de meditación, podía sentir nuevamente el influjo de aquella fuerza benefactora con que en otros instantes la divinidad se le había manifestado. A veces creía elevarse sobre aquel lugar brumoso, en el que un pueblo que peregrinaba hacia una tierra prometida había encontrado un reconfortante descanso. Barac, testigo de algunos de estos éxtasis, veía cómo su padre adquiría el aspecto de alguien que ha perdido el contacto con la realidad en que se halla: su mirada, antes ansiosa, se había tornado opaca, como si hubiera perdido el don de proyectarse y de captar lo que delante de ella hubiese, como si estuviera dirigida hacia un punto que solo existiese en el interior de él, en algún rincón soterrado de su mente, en un recoveco de su pueril memoria.
−¿Qué barruntáis, padre? −preguntó en cierta ocasión Barac.
Por unos instantes continuó callado Daniel, absorto en sus misteriosos pensamientos: daba la impresión de que, en efecto, su espíritu había desertado de él y de que vagaba por un espacio insomne, poblado de imágenes y de sensaciones inefables, en el que una fuerza desconocida lo arrastraba y le hacía volar con indeclinable ímpetu.
−Creo que no estamos solos, hijo −contestó al fin, saliendo de su éxtasis−. Esos mensajeros de los que hablamos nos han acompañado desde el principio, aunque nosotros no los veamos.
−Yo a veces he soñado con ellos; los he visto y me han sonreído; en los sueños, me parecen amigos con los que siempre hubiese tratado −informó Barac, mirando con satisfacción a su padre.
A lo lejos, el sol de la tarde coloreaba de amarillo y de rojo la cortina de nubes, dándole una apariencia muy extraña. Era un decorado ideal para lo que habían hablado: todo invitaba a pensar que existía un mundo que superaba los límites de lo racional, habitado por seres extraordinarios que en ocasiones estaban facultados para visitar a los humanos.
Ya casi al final del verano, sucedió un hecho que cambiaría los planes que se habían hecho. Un grupo de cazadores que había salido del campamento se encontró de improviso con un hombre de descomunal aspecto: era más alto que dos de ellos, de una corpulencia inaudita, con unos brazos anchos y rocosos, con la frente enorme, los ojos como dos cuévanos hondos y oscuros. Lo vieron avanzar hacia ellos con pasos torpes, como si le costara mucho mover las piernas. Antes de que les pudiera dar alcance, salieron corriendo, disparados hacia el campamento para informar a los otros de la fabulosa aparición, contra la que no estaban prevenidos. Los demás no concedieron importancia al principio a lo que decían, aunque por el susto que todavía tenían hubieron de admitir que tal vez fuera cierto. Daniel, reunido una vez más con Afir y con Judá, dispuso que se desplazara de nuevo un grupo de hombres hasta el lugar que los cazadores les hubiesen indicado y que con mucho sigilo investigaran si aún continuaba allí el gigante. Los hombres enviados por Daniel no encontraron a nadie aunque sí pudieron comprobar que en el suelo había huellas de pisadas que no se correspondían con las que hubiera podido grabar cualquiera de los naturales de Fayad. Así se lo hicieron saber a todos cuando regresaron de su misión, ante lo cual se convino en extremar las precauciones ante las posibles sorpresas que les pudieran sobrevenir.
El verano concluyó con días más diáfanos, con tardes de un azul muy claro que se iba volviendo de un tono sonrosado cuando el sol declinaba tras los montes, dejando sobre ellos una banda de luz anaranjada, con manchas que se teñían de lila y de malva a medida que llegaba la noche. Era todo muy bello allí, como lo había sido también en Fayad, cuando ningún peligro perturbaba el ánimo de sus pobladores.
Ninguna novedad se había producido desde que aquel gigante sorprendiera a los cazadores; casi parecía que había sido una invención suya si no fuera por aquellas huellas delatoras. Daniel, en vista de la situación, volvió a convocar a los suyos para saber si estaban dispuestos a continuar el camino: todos, por unanimidad, coincidieron en decir que vivían muy bien allí y que podían aguardar una temporada hasta que viesen con más claridad la ruta que habían de seguir. A Daniel le pareció bien y, para estar más seguro de lo que tenían que hacer, resolvió mandar a dos de sus hombres más preparados para inspeccionar los caminos que desde allí partían con el objeto de escoger el que más les convenía.
Los hombres elegidos en esta ocasión eran Maciel y Augustín. Los dos eran jóvenes y bien avenidos, con lazos de amistad que ninguna circunstancia podría ya destruir. Maciel era alto y fornido, con la cara ovalada, los ojos rasgados, el bigote espeso, rematado por una barba que solo crecía en torno a su mentón. Augustín era, por el contrario, bajo, de complexión delgada, con la mirada anhelante, muy hábil en el manejo de todo tipo de armas y de instrumentos útiles. Los dos partieron con gozo de haber sido los escogidos, sin miedo por lo que les podría ocurrir. Viajaron por sitios pedregosos, por los que era casi imposible que transitaran los carros de la caravana, entre cerros abruptos que parecían vigías de una fortaleza oculta, de un castillo en el que morasen seres espectrales. Después de explorar por varias direcciones, retrocedieron hasta el campamento para seguir otras rutas, deseosos de encontrar la que fuera más practicable para los fines de Fayad. Hallaron así un trayecto más llano que les podría servir: discurría por lugares más despejados, aunque a veces también se internaba por parajes escabrosos que habrían de salvar de alguna manera con los medios más convenientes. El trayecto se dirigía hacia el norte, como así estaba convenido, si bien en algunas zonas se desviaba y describía grandes rodeos que evitaban escarpas y ascensiones muy complicadas. Tanto anduvieron Maciel y Augustín que al final se toparon con un nuevo gigante, quizá de un aspecto más fiero que el anterior, por lo que los cazadores habían contado: tenía las cejas muy pobladas, la nariz aguileña, la boca de encías inflamadas, con los dientes muy salidos. Llevaba un chaleco marrón de cuero y un calzón del mismo color atado con un cordel de esparto. A poco que los vio, levantó los brazos en señal de arrebato, a la vez que emitía unos gruñidos muy roncos. Maciel y Augustín no se lo pensaron y, sin intercambiar ninguna mirada, se pusieron en fuga con la celeridad de unos gamos que hubiesen sido intimidados por una fiera de gran calibre. Igual que hicieran los cazadores, ellos también dieron cuenta de lo que habían visto, subrayando los detalles que más les habían llamado la atención en la ingente figura. Todos creyeron su relato, aun cuando a algunos les pareciera en algunos puntos un tanto exagerado, quizá por efecto de la sensación que les había producido la presencia de un ser tan grande.
Se acordó, después de nuevas consultas, que lo mejor era continuar en el campamento, ya que a él no había llegado todavía ningún ejemplar de aquella temida raza. Para que no ocurriera, se dispuso también que se destacaría un grupo de vigilantes en la cima de un collado: desde allí, arrojarían piedras sobre cualquier visitante con el fin de ahuyentarlo.
Hubieron de pasar más de dos meses para que se cumplieran aquellos temores. Estaba ya el otoño en su plenitud cuando ocurrió. Hacía una mañana espléndida, con un sol que parecía expandirse por el paisaje como una miel dorada que se derramara suavemente por todos los lados. Los vigías apostados en la cumbre, relajados de sus funciones, no se habían apercibido de la presencia lejana de una turba de jayanes. Se percataron de ellos cuando ya estaban muy cerca, a unos cien pasos de la posición que ocupaban. Eran más de doce: por las trazas que tenían, no se podía sospechar que llegaran con ánimo belicoso, sino que más bien se diría que iban de paseo, sin otra intención que la de solazarse un rato. Eran todos casi de la misma estatura, con rasgos muy semejantes a los que en las descripciones que de ellos se habían hecho aparecían. Con gran precipitación, comenzaron los de Fayad a apedrearlos como habían previsto. Los gigantes, al ver que eran atacados de aquella manera, se refugiaron en un bosquecillo de álamos que no lejos de allí se hallaba. Aquello envalentonó mucho a los atacantes, hasta el punto de que se animaron incluso a bajar de la cumbre para rodear a los refugiados con el objeto de intimidarlos. La temeridad con la que actuaban fue la causa de que se vieran sorprendidos por la respuesta de los acosados, que en lugar de amilanarse salieron de su escondite con voces desaforadas y gestos amenazantes, dando a entender claramente que su actitud había cambiado. Los de Fayad lo comprendieron enseguida y, antes de que fueran alcanzados, salieron disparados hacia el campamento para informar a los demás del peligro que sobre todos se cernía.
Por razones que solo ellos conocían, los jayanes no cumplieron su amenaza: se conformaron más bien con asustar a los inesperados asaltantes, a quienes no debieron de considerar como demasiado peligrosos. Los de Fayad se quedaron esperándolos durante más de dos días, montando guardia rigurosa en las entradas del paraje donde estaban acampados. Daniel, después de reunirse con los suyos, no paraba de dar órdenes e instrucciones para que nadie se relajase: según él, la única posibilidad que tenían de zafarse de aquellos monstruos residía en la unidad con la que todos debían mostrarse, sin la cual sería muy difícil que contrarrestaran la fuerza de más de una docena de brutos. Cuando se dieron cuenta de que no iban a ser atacados, tomaron medidas menos severas, hasta que finalmente todo volvió a la normalidad que había presidido su vida antes.
Aquella experiencia sirvió para que se dilatara aún más la estancia en aquel sitio. Por acuerdo de todos, se consideró que era más aconsejable esperar que tomar riesgos innecesarios. Afir apeló una vez más al sentido de la prudencia, con el que hasta entonces se habían conducido: adujo que en momentos de incertidumbre y de desconcierto era el mejor criterio por el que podían guiarse. Daniel, convencido también de que era lo más apropiado, animó en un breve discurso a confiar en la divinidad a la que siempre habían invocado: aunque a veces parecía que los abandonaba, él estaba seguro de que seguía sus pasos y de que siempre había de estar dispuesta para ayudarlos, sobre todo cuando en más apuros se vieran.
El invierno se presentó con días destemplados y con nubes oscuras que emborronaban el cielo. En el paisaje predominaban los ocres y los grises de las arboledas desnudas, de los suelos alfombrados de hojas marchitas. Los collados y los montes se cubrían por las tardes de un temblor dorado, de una suave pátina que los hacía más distantes, como si perteneciesen a un mundo mágico, a una realidad que estuviese muy alejada en el tiempo. Por las noches el cielo se llenaba de cándidas estrellas, entre las que destacaba en ocasiones la luz de una luna enrojecida, impregnada  de silencios. Daniel se sentaba a la entrada de su tienda para invocar a su dios, con quien tenía ratos de unción muy intensa, momentos en que creía oír su voz soterrada, grávida de acentos y de delicados susurros. Se comunicaba con él para encontrar una respuesta a sus apuros, con el fin de hallar el consuelo que en otros instantes había sentido, la paz que tanto necesitaba para aguardar el futuro sin pesimismo. El resultado de tales contactos solía ser bastante beneficioso para su espíritu, que se veía de pronto fortalecido por una seguridad muy reconfortante.
A mediados del invierno, el tiempo se hizo muy crudo: después de unos vientos muy fuertes, sobrevinieron unos días de lluvias casi torrenciales, a las que el grueso de las gentes de Fayad sobrevivió a duras penas. Aunque protegían las tiendas y los carros con maderas y con lienzos, el agua los acababa inundando con demasiada frecuencia, hasta el punto de que muchas veces tenían que desalojarlos para buscar un mejor refugio. Algunos ancianos perecieron, víctimas de enfriamientos y de indisposiciones causadas por las abundantes precipitaciones. A muchos niños hubo que protegerlos con abrigos y con pieles para que la humedad no calara sus huesos. Animales que habían quedado por descuido a la intemperie fueron arrastrados de improviso por riadas que descendían de los barrancos o de las cárcavas que se formaban entre los pedruscos. Daniel, angustiado por lo que pasaba, cayó en una gran desesperación, de la que solamente lo había de sacar más tarde la mejoría que se produciría en el tiempo, propiciada por un brusco giro en la dirección de los vientos. Comprendió que había sido algo inevitable, una de las muchas catástrofes a las que a lo largo de su peregrinaje habían de estar expuestos.
Cuando ya se hubieron recuperado, vieron todos mucho más claro que tenían que marcharse: había llegado la hora de partir, de reanudar el viaje que habían interrumpido por el miedo que les ocasionaban los gigantes. Habían de desafiarlos si querían seguir viviendo, si pretendían continuar la ruta que les conduciría hasta las tierras del norte. Se determinó que si se encontraban con los feroces enemigos recurrirían a toda su grandeza de ánimo con el fin de evitarlos, con el fin de eludir tan ingrata presencia. El camino que siguieron fue el que ya habían descubierto los exploradores, el mismo que ya habían trazado en un improvisado mapa ante Daniel, que había estado muy atento a sus explicaciones.
Durante varias jornadas, todo transcurrió sin sobresaltos, sin sorpresas que pudieran alterar los planes que se hubiesen programado. La caravana discurrió por terrenos más o menos transitables, entre abrojos y otras matas silvestres. A veces se divisaban a lo lejos columnas de humo azul que poco a poco se disolvían en el paisaje, signos acaso de la existencia de otras vidas a las que hubieran podido acercarse. Las mañanas, casi ya de primavera, eran espléndidas, con neblinas de color nacarado que se quedaban prendidas de un trozo de sierra, colgadas de un alcor que se alzaba sobre una planicie de tierras encarnadas. Cada vez se iban adentrando en unos lugares menos escabrosos, en los que los recuestos eran mucho más suaves, con rellanos en los que crecía una hierba muy abundante, con florecillas moradas y lilas que embalsamaban el aire con los delicados aromas que despedían. A las sierras adustas por las habían pasado antes las sustituyeron ahora otras de roca plomiza, más bien cerros que se elevaban sobre llanuras de vegetación exuberante, en las que ya comenzaban a vislumbrarse los cuadros diminutos de algunos sembrados.
El miedo que habían albergado a los gigantes se disipó cuando se encontraron con un ser de aspecto muy diferente al que presentaban los descomunales personajes. Se trataba de un pastor que estaba al cuidado de su ganado, esparcido por el campo por el que ellos a la sazón pasaban. Al verlos, se había aproximado con cierta desenvoltura a saludarlos. Era joven, de una edad que apenas frisaría con la veintena, vestido con ropajes muy viejos, a la usanza quizá de aquellos sitios. Tenía el cuerpo pequeño, sobre todo si se le comparaba con las portentosas moles de sus vecinos; la cara era muy morena, con el mentón muy salido, los ojos de un verde casi amarillento.
−¿De dónde venís? −les preguntó con una voz bronca, como surgida de la propia tierra.
Hablaba, por lo que comprobaron, su misma lengua, aunque lo hacía tal vez con un acento distinto, como después tendrían ocasión de analizar.
−Venimos de Fayad, un lugar que se halla muy lejos de aquí −contestó Danniel, que se había adelantado para responder al inesperado visitante.
−Veo que sois muchos y que os desplazáis con todo lo que tenéis hacia alguna parte, tal vez huyendo de algo que os haya pasado −dedujo el mozo con cierto desparpajo, con voz que se hacía más oscura por momentos.
−Habéis pensado bien −replicó Daniel−. Caminamos hacia una tierra prometida, en la que no nos faltará nunca la felicidad.
−La felicidad no se encuentra en ninguna parte −contestó el pastor−. Es cosa del corazón.
A Daniel le hizo bastante efecto la respuesta y, por un instante, permaneció callado, sin saber lo que había de decir. Lo hizo, en lugar de él, Afir, que también estaba presente en la conversación:
−Es el corazón el que nos impulsa a caminar, el que nos insta para que sigamos buscando la paz que todos anhelamos.
−Yo, con mi ganado, soy a veces muy feliz; no necesito más, me basta con lo que tengo, no ambiciono lo que otros dicen que han visto en las grandes ciudades, en los sitios en los que las gentes se obsesionan con alcanzar lo que no tienen.
−La vida está en muchos momentos amenazada por fuerzas extrañas que no controlamos −terció de nuevo Afir, acordándose de los gigantes de los que se habían librado.
−Nadie puede estar seguro de nada −respondió el pastor−. La misma naturaleza encierra muchos peligros que no podemos predecir. Por aquí han aparecido de vez en cuando monstruos que parecen venidos de otro mundo, de un mundo quizá anterior al nuestro, a este en el que estamos. Yo los vi un día, aunque llevan apareciéndose mucho tiempo, según cuentan los más viejos. Son unos gigantes de más de cinco varas de altura, con los brazos muy gruesos, el cuello como un tronco de álamo, la cabeza del tamaño de la de un toro, con los ojos inyectados en sangre. Son fieros, aunque se les puede burlar fácilmente. Yo por estos riscos los estuve burlando, hasta que se cansaron de perseguirme, porque son más lentos y más torpes que nosotros. Fue la única vez que los vi, aunque dicen que hace poco se le presentaron también a un hombre, que logró rehuirlos con la misma facilidad que yo. Según refiere este vecino, uno de ellos se cayó por un ribazo y los demás tuvieron que acudir para levantarlo y para ponerlo otra vez en camino, si bien su aspecto ya no era igual, pues dice el vecino que se arrugó mucho y que parecía como si hubiese menguado y como si se hubiese hecho igual que nosotros. Quizá no sean seres tan extraños y haya que pensar que una especie de hechizo los tiene así. Yo les tengo lástima después de todo, pues eso de ser diferente es algo que resulta a veces muy pesado.
Todo esto lo dijo casi mascullándolo, por lo que todos los de Fayad que estaban presentes hubieron de hacer un gran esfuerzo para entenderlo. Daniel, después de escucharlo, quiso mostrarse con él agradecido por todo lo que tan gentilmente les había contado:
−Os habéis mostrado muy atento con esta caravana de peregrinos −le dijo−. Es una suerte para nosotros hallar a alguien tan acogedor. Nos gustaría saber ahora qué ruta sería mejor que siguiéramos para encaminarnos hacia el norte, que es la dirección que llevamos. Aunque nosotros sabemos muy bien orientarnos, creo que es más conveniente que nos guíe un lugareño como vos, al cual no se le debe ocultar todo lo que en estos terrenos se halla.
−Será un honor para mí aconsejaros en ello −respondió el mozo, demostrando con sus gestos que era verdad cuanto decía−. Si camináis derecho, os encontraréis de aquí a poco un sendero de tierra que discurre entre almendros. Por él, si no os desviáis, llegaréis a un valle, con pegujales escalonados. Torciendo a la izquierda, se continúa por un camino empedrado que conduce al cabo de dos días a una ciudad, en la que la lujuria y otros vicios se han desatado.
Daniel, en nombre de todos, se despidió del pastor con grandes muestras de afecto. Le aseguró que siempre lo habrían de tener en cuenta y que si era cierto que en las tierras del norte se hallaba la paz que buscaban habían de mandar por él para que se juntase con ellos.
Tras esto, hicieron lo que se les había aconsejado: caminaron derecho hasta que encontraron el sendero de tierra por el que habían de dirigir sus pasos.











4



El viaje se les hizo menos pesado que otras veces, quizá porque ya habían adquirido la mentalidad de andariegos empedernidos, de caminantes que resisten las durezas y las incomodidades a las que los condena su destino. Sabían a tales alturas que no tenían más remedio que andar, que su misión no era otra que seguir caminando, siempre hacia un punto muy lejano que determinaría el fin de su trayecto. Si se paraban, sabían también que era solo algo transitorio, un pequeño descanso que hacían para reponer las energías que hubiesen perdido, para proveerse quizá de víveres con los que poder continuar su camino.
Llegaron a la ciudad de Osmorra de acuerdo con las previsiones que el pastor les había pronosticado. Se trataba de un centro muy grande, donde se daba cita una población muy bulliciosa. Al principio quisieron más bien pasar desapercibidos, pues podía ser un poco arriesgado mezclarse con la multitud, según el mismo pastor les había advertido. Ellos, que eran de principios más sólidos y de costumbres más sanas, no estaban dispuestos a contagiarse por lo que allí se respiraba, por los ambientes de desenfreno y de abyección con los que podían encontrarse.
Después de deambular por varias calles, todas abarrotadas de gente, se detuvieron en una explanada muy amplia que se abría delante de una especie de fortaleza, con torres almenadas en las que hacían su turno de guardia centinelas armados. A un lado de aquel ancho espacio había un pilar muy largo, en la que abrevaban las bestias. Los de Fayad se arrimaron a aquel sitio para que las suyas también lo hiciesen. El pilar se hallaba protegido por una techumbre de madera que sostenían unas gruesas columnas de piedra, por lo que podía servir muy bien para que descansasen un rato. Como eran más de trescientos los que componían la tropa, fue inevitable que los centinelas y muchos ciudadanos se fijaran en ellos, sobre todo cuando se percataron claramente de que eran viajeros que se trasladaban a otro lugar por algún motivo. Esto, como era natural, despertó el interés de conocerlos, aun cuando ellos no quisiesen que así fuera. Enseguida se vieron rodeados por una muchedumbre ansiosa, ante la cual tuvieron que dar explicaciones acerca de sus proyectos. Aunque hablaban distintas lenguas, no era difícil entenderse, ya que entre una y otra había bastantes semejanzas que permitían una comprensión más o menos fluida.
Los centinelas de las torres debieron de avisar a sus superiores, pues al poco se presentó una delegación de ellos para interesarse por lo que hacían, para saber cuáles eran las intenciones exactas con que habían llegado. Daniel, como representante del grupo, aclaró que no los movía nada en concreto y que su visita solo se debía a la necesidad de atravesar la ciudad para proseguir su viaje. Después de consultarlo a sus superiores, los delgados volvieron para decirles que les era permitido quedarse allí el tiempo que quisieran y que si tenían algo bueno que ofrecer era mejor que lo compartiesen, pues allí, en Osmorra, todo lo que era aprovechable se compartía. Aquello alertó bastante a los de Fayad, que comprobaron cómo las previsiones del pastor se cumplían.
Por decisión de Daniel, acamparon en aquella misma explanada. Era aconsejable permanecer unos días en Osmorra a pesar de los riesgos que conllevaría la estancia. Estaba seguro Daniel de que ninguno de los suyos caería en los feos vicios que en la ciudad abundaban; para alejarlos de las tentaciones, dispuso no obstante que nadie se apartara del grupo si no era por una razón justificada, si no era por una causa que a todos convenciese.
Pasaron la primera noche allí, en torno a aquel pilar. Tuvieron la mayoría un sueño tranquilo, sin que ningún ruido o ninguna presencia extraña llegaran a perturbarlo. Ya de madrugada, pudieron oír algunos los primeros rumores de una ciudad que se despereza, de una población que regresa al ajetreo de la vida. La luz matizaba ya de oro y de amaranto los muros de la fortaleza cuando los de Fayad retomaron las faenas que habían quedado suspendidas durante la noche: había que reparar carros, algunos de ellos con las ruedas ya desportilladas, con los ejes torcidos; había también que remendar lienzos y cubiertas, sin los cuales era difícil soportar las inclemencias del sol y de las lluvias. Seguía todo un ritmo regular y acordado, en el que cada uno sabía perfectamente la función que le correspondía, las obligaciones a las que debía atender para el bien de la comunidad, para el bien de un pueblo en el que todos se sentían hermanos. Daniel era el único que disfrutaba de más privilegios por su calidad de jefe, por el puesto que los demás de forma unánime le habían otorgado; al contrario de otros jefes, Daniel no los tiranizaba ni les exigía más de lo que él mismo podría hacer.  Era un guía atento y comprensivo en el que todos veían encarnadas las propias virtudes del grupo, la confianza en una fuerza superior que los ayudaba y que los animaba a continuar caminando, la esperanza de alcanzar algún día la meta propuesta, el deseo de vivir en mutua concordia, con lazos de confraternización que fueran indestructibles, el rechazo de toda forma de violencia o de terror que pudiera subyugarlos...
Osmorra se presentaba ante ellos como una ciudad tumultuosa, en la que convivían tipos de las más diversas condiciones, seres revestidos de túnicas que parecían sacerdotes de misteriosas religiones, hombres y mujeres ataviados con ropas de todos los colores que se desplazaban con grácil abandono por las calles, mozos de torso desnudo que reían a carcajadas en una esquina o en el umbral de una puerta, rapaces de rostro atezado que escarbaban en un montón de arena... Los de Fayad lo miraban todo con extrañeza, con cierto recelo por lo que pudiesen encontrar. Al principio apenas se separaban del lugar donde habían fijado su residencia, como Daniel les había recomendado; sin embargo, después algunos se atrevieron, un poco a hurtadillas, a dar sus primeros pasos entre aquella multitud enardecida. Vieron que por las tardes el bullicio era aún mayor, sobre todo en las callejas donde había más comercios, con tiendas que mostraban sus productos en el exterior. Los más atrevidos repitieron sus escapadas por aquellos sitios tan concurridos, hasta que al final se decidieron a conocerlos mejor; se internaron, por las noches, en tugurios donde triunfaba el vicio, donde la gente se comportaba sin ningún pudor. La mesura con que estos oriundos de Fayad acudieron fue vencida pronto por todos los atractivos con que la vida allí se mostraba, deslumbrante de brillos y de pieles aceitosas, pródiga en gritos y en palabras lascivas. Casi sin poderlo evitar, se dejaron arrebatar por aquellos ambientes obscenos, por aquel cálido embrujo que los arrastraba y los absorbía.
El más joven de ellos, Abdar, fue quien más se vio atrapado por aquello. Como era alto y fuerte, enseguida fue requerido por muchachas de bella estampa, ante las que era casi imposible resistirse. Después de la segunda noche, tuvo Abdar contacto con una de ellas: era tal el hechizo que irradiaba de sus ojos de plata que no pudo sustraerse al poder de atracción que en él ejercía, especialmente cuando se quedaba mirándolo con lúbrico desafío, tratando de proyectar en él los deseos que en su interior cobijaba. Talina, que así se llamaba ella, lo envenenó de lujuria y de fulgurante placer, y durante varios días se entregó a ella, demorándose con lascivia en los besos y en los abrazos que ella sagazmente le daba. Mientras los otros acabaron huyendo de tales tentaciones, Abdar no lo pudo hacer, pues tenía la voluntad rendida a lo que aquella licenciosa joven decidiese sobre él.
Cuando llegó la hora de la partida, se planteó un grave problema para la comunidad, pues Abdar se negaba a marcharse. Tanta era la pasión que sentía por Talina que por nada del mundo quería abandonarla. Daniel intentó varias veces convencerlo, pero el joven se resistía a entrar en razones: aducía que acababa de encontrar allí lo que nunca había encontrado en ningún sitio. Sucedió también que por aquel tiempo tuvo Judá un sueño premonitorio, en el cual se le presentaba uno de los mensajeros para anunciarle que Osmorra iba a ser destruida próximamente por un terrible cataclismo. Judá, en cuanto despertó, se lo comunicó a Daniel, el cual no tardó en tomar rápidas decisiones, pues sabía que aquel no solía errar en sus pronósticos. Lo primero que hizo fue dar a todos la orden de salida: según él, había que partir pronto, antes incluso de que amaneciera. Cuando ya lo hacían, se dieron cuenta de que faltaba Abdar: todavía no había regresado de sus tugurios, en los que seguramente continuaría entregado a los placeres que le ofrecía Talina. Aunque muchos eran partidarios de marcharse sin él, Daniel, como un buen padre, no estaba dispuesto a dejarlo allí, así que para no dilatar más el tiempo de la espera fue él mismo en su busca. Lo encontró, después de varias pesquisas, en un callejón oscuro, abrazado a la hermosa joven. «He venido por ti», le dijo, sin que él diera apenas señales de haberse apercibido de su presencia. Tenía los ojos entornados, el cuerpo flácido, debilitado quizá por los efectos del vino que hubiese tomado durante toda la noche. Talina lo sostenía en sus brazos, como si se hubiera desmayado en ellos. Daniel volvió a hablarle, esta vez con más ímpetu: «No queremos irnos sin vos, vos sois de los nuestros». Abdar abrió un poco más los ojos al oír aquello: parecía haberse despertado por fin de su aturdimiento, del estado de laxitud en que había caído. «No puedo irme», repuso el joven, aferrándose a la amada. Esta le acarició el pelo y le dio un beso precipitado en la frente, dando a entender así que era ella la propietaria de aquel ser inerme. Daniel sabía que en cualquier momento podría sobrevenir el cataclismo que había sido anunciado a Judá en el sueño: cuanto más tardara en convencer a Abdar, más riesgo había de que la ciudad se desplomara de pronto. Consciente de ello, trató de tirar del paisano en un intento por alejarlo de la joven, de la que no quería desprenderse de ninguna manera. Se produjo así un tenso forcejeo, del que salió al final aquel despedido, cosa que aprovechó enseguida Daniel para interponerse entre él y Talina. «Se irá conmigo», le dijo a ella en tono de desafío. Ella probó a quitárselo, pero pronto desistió de la empresa al ver que no podía. Se fue alejando sin decir nada, un tanto airada por la derrota que había sufrido.
Daniel incorporó como pudo a Abdar y le propinó varios coscorrones por ver de despabilarlo. Lo consiguió no sin esfuerzo y se lo llevó a rastras por las calles con la ayuda de otros paisanos que habían ido a su encuentro. La caravana se puso en marcha en cuanto Abdar fue acomodado en uno de los carros. La ciudad, muy bella a aquella hora, aparecía bañada por un sol de oro. Los de Fayad, con la mayor rapidez posible, fueron saliendo de ella por un callejón empinado que daba a una de sus puertas. Después de trasponerla, continuaron por un camino pedregoso que ascendía por la ladera de una colina. Al llegar a lo alto, notaron que el suelo se movía de forma violenta, al tiempo que oían a sus espaldas un estruendo enorme, un ensordecedor ruido que procedía de la parte en que había quedado Osmorra; en lugar de ella, vieron una inmensa nube de polvo que se hacía cada vez más espesa. Tuvieron la sensación de que el mundo se desplomaba a sus pies, de que todo se volvía deleznable por efecto de un fuerte movimiento telúrico. Creyeron que ellos mismos iban a ser succionados por la tierra al abrirse, se veían ya en el fondo de un abismo muy oscuro, en una sima siniestra de la que nunca podrían ya salir. Muchos se pusieron a proferir gritos desaforados, aullidos más bien provocados por el terror, por el pánico soberano que en aquellos momentos los dominaba. Fueron unos instantes de mucho desconcierto, en los que nadie era capaz de controlar lo que pensaba: todas las ideas que habían abrazado antes se borraban ante la realidad inmediata, ante el espectáculo de horror que estaban presenciando. Todos, en fin, esperaban ya lo peor cuando la tierra dejó de temblar de pronto, cuando una calma inopinada se extendió de repente por toda la superficie que pisaban. Fue como si renacieran a la vida, como si un milagro los transportase de nuevo a la dimensión de la que hubiesen salido. Daniel, conmovido todavía por lo que había observado, se dirigió entonces a los suyos para continuar avanzando. Estaban ya a punto de coronar la colina y de descender por la otra vertiente. El camino discurrió después por lugares muy tortuosos, por los que se hacía muy complicado el paso, sobre todo para los carros que iban más cargados de víveres y de enseres necesarios. La marcha se prolongó durante varios días, con descansos cada vez más largos, en los cuales las gentes se reponían de las fuerzas que habían gastado, especialmente los que hacían a pie todo el trayecto.
En una de estas pausas, habló Daniel con su esposa sobre las cosas que les habían sucedido. Ella, como siempre, tenía una visión más optimista y segura que la de él: mientras él a veces vacilaba o no creía que se pudiese lograr lo que se había prometido, ella no dudaba nunca de que todo esfuerzo tenía al final su recompensa, sobre todo si está avalado por el amor, por la ilusión que se pusiese en la empresa.
−Hay momentos en que me siento muy indefenso −reveló Daniel, sentado sobre un improvisado catre−. Cuando se derrumbó la ciudad, creí que el mundo se acababa y que nosotros feneceríamos también. Son instantes en que pierdo la fe que albergaba en la divinidad, por muy sólida que hubiese pensado que era en otras ocasiones. Los sentimientos o las ideas son muy débiles si no están asistidos permanentemente por una fuerza superior, si no hay algo más que los sostenga y que les dé la consistencia que en esos instantes les falta.
−Si tuvierais verdadera fe, no la perderíais −replicó ella, sentada a su vez sobre un baúl−. Los sentimientos o las ideas que inspira la divinidad deben ser inamovibles, por muy contrarios que fuesen los vientos que sobre ellos soplen. Es suficiente que se alberguen una vez para que nunca se borren; si se borran o son anulados por las circunstancias que concurren en un determinado momento, es porque no están arraigados en el corazón. Por eso, lo primero que habría que hacer sería preparar el corazón, cultivarlo para que todo lo que en él germine tenga raíz y dé frutos abundantes.
−¿Cómo se habrá de conseguir eso? −inquirió Daniel.
−El corazón solo puede ser cultivado mediante el amor −contestó Noemí, abriendo mucho los brazos−. No hay otra forma de lograrlo: el amor es lo que lo nutre y lo que le proporciona más vigor, el amor que se profesa a la esposa y a los hijos, el que se tiene a los amigos y a todos los que se cruzan en nuestro camino, un amor universal que se expande y que reina sobre todo lo creado y que triunfa sobre cualquier cataclismo, sobre cualquier contrariedad que nos obliga a detener el paso.
Daniel se quedó pensativo: aquello le hacía recapacitar sobre sí mismo, sobre los posibles fallos que él hubiese cometido en el curso de su dilatada existencia; las palabras de Noemí lo interpelaban de una manera especial, casi desvelaban lo que hubiera habido en él de inconsecuente o de inseguro, lo que no hubiera estado basado en una identidad propia. Se daba cuenta de que había sido inconstante y de que no había sabido guardar los principios que en otro momento lo enardecían, los impulsos que dentro de él lo habían movido a tomar decisiones de gran envergadura. La presencia de la esposa lo animaba ahora a levantarse y a volver a creer en lo que entonces había creído, en las infinitas posibilidades que en sus exaltados arrobos vislumbraba.
−Cuanto os oigo, tengo la impresión de que he caído y de que necesito que vos me levantéis −reconoció con humildad, mirando con sincera gratitud a la esposa.
−A veces es bueno caer para comprender que no debemos estar nunca seguros de lo que hacemos.
−Hay caídas que pueden resultar muy dolorosas.
−Lo que no duele nunca podrá servir para nada.
Daniel volvió a meditar: las palabras de Noemí lo sacudían de nuevo, lo obligaban a pensar sobre su pasado. Siempre que conversaba con ella, aprendía algo nuevo: Noemí era una persona que atesoraba una gran sabiduría, aun cuando en ocasiones no lo pareciera.
−Solo el dolor enseña −prosiguió ella antes de que él replicase.
−Los momentos felices también cuentan −objetó Daniel casi sin pensarlo.
−Si no existiera el dolor, la felicidad no podría sentirse.
−La vida es siempre contradictoria.
−Lo importante es reconocerlo.
−Yo reconozco que me he visto débil y que he dejado de confiar en el dios que siempre me ha asistido −admitió con cierto pesar Daniel.
−Yo pienso que ese dios en el que creéis permite que os sintáis así para que después os acojáis a él de un modo más intenso.
−Es posible que me deje vacilar y caer por algo, tal vez porque sabe que mis vacilaciones y mis caídas no son definitivas.
Noemí ya no dijo nada: parecía como si después de haber llegado a aquel punto ya se considerase satisfecha de la conversación que había mantenido con el esposo.
El camino se hizo después menos áspero y duro: dejaron los de Fayad los pasos estrechos por cañadas muy amplias, festoneadas de setos y de intrincados espinos, entre los que nacían bellas campanillas de tono malva que en algunas partes se mezclaban con flores amarillas y moradas. Caminaban entre dos paredes de verdura que hacían más llevadera y agradable la marcha, bajo cielos azules que parecían cuajados de algodón, en los que descollaba siempre un sol de paja. Los horizontes, antes erizados de escarpas y de picos agudos, ahora se tornaban livianos, con lomas y colinas de un contorno muy suave, envueltas en el tinte azulado que difumina las distancias. Tras aquel pasaje tan grato desembocaron en una zona ancha, poblada a trechos de grises olivares, entre los que despuntaban las barbas de unos matorrales espesos, todo ello disuelto en un hervor muy tenue, en una vaga ensoñación de estación mediterránea. Sin apartarse de su ruta, caminando siempre por las sendas que mejor les convenían para su paso, se fueron acercando al espejo centelleante de unas aguas que se divisaban al fondo, tendidas tras la línea amarillenta que demarcaba aquel entorno. A veces tenían la apariencia aquellas aguas de un espejismo, producido por la reverberación de la luz en las superficies más claras. Advertían, a medida que se aproximaban, que era una especie de lago que cubría un inmenso espacio, una extensión que alcanzaba proporciones cada vez más grandes. Como nunca habían visto nada igual, les sorprendía mucho aquello: les parecía un espectáculo maravilloso, del que en cierta ocasión habían oído hablar a unos viajeros que habían pasado casualmente por Fayad; en su imaginación se lo habían representado como algo más pequeño, de acuerdo con las dimensiones que ellos estaban acostumbrados a considerar. Al comprobar que excedía con creces sus cálculos, se quedaron muy pasmados, como si tuvieran ante sí una suerte de revelación, la plasmación de un fenómeno que les costase mucho asimilar. El lago era, ciertamente, tan amplio que su vista no podía abarcarlo: se confundía con la curva zarca del cielo, en una mancha de azules que se tornaba grisácea por momentos. Daniel, cautivado por el encanto que tenía tan sorprendente visión, no dudó de que se trataba de una nueva demostración del poder que había que conceder a la divinidad. «Esto que contemplamos ha sido creado por un ser al que debemos siempre rendir admiración y culto», dijo con verdadera unción ante los suyos.
Como era un lugar que les agradaba mucho, decidieron quedarse allí por un tiempo. Aparentemente, el sitio reunía muchas condiciones para vivir de un modo tranquilo: la presencia del agua volvía a garantizar además su subsistencia diaria, como muy pronto confirmarían también con la abundancia de peces que albergaba el lago. Con la rapidez que proporciona la necesidad a los seres avispados, enseguida se adaptaron los de Fayad al nuevo medio que en su azaroso caminar habían encontrado: después de haber labrado la tierra y de haber sobrevivido con las piezas a las que su arte de cazar daba alcance, ahora las circunstancias los obligaban a procurar su mantenimiento con el ejercicio de la pesca, al cual se hubieron de entregar con el mismo ardor que habían puesto en el desarrollo de sus anteriores oficios. En menos de un mes construyeron embarcaciones y labraron utensilios con los que se dieron a pescar todo lo que en aquellas aguas habitaba, con resultados que en un principio jamás se hubieran podido sospechar.
Sucedió por entonces un hecho que vino a animar bastante la vida de la comunidad. El protagonista no fue otro que Barac, el hijo mayor de Daniel, al que ya tocaba tomar cierta relevancia en aquella historia. Por motivos que solo tienen que ver con la debilidad de la propia naturaleza humana, acertó Barac a enamorarse perdidamente de una joven de la caravana, hija única de una mujer viuda que había caído en desgracia desde la muerte del esposo. Al contrario de la madre, era la joven alegre y desenvuelta, con un carácter que llamaba de inmediato la atención de quienes con ella tratasen. Tenía Arsina, que tal era su nombre, los ojos de un azul profundo, parecido al que cobra el cielo cuando en el crepúsculo algunas nubes lo emborronan. Aunque Barac no carecía de atractivos, acentuados por el prestigio que le concedía el ser hijo del jefe, a Arsina no le cayeron en gracia al comienzo sus requiebros, sino que los vio incluso ridículos y exagerados en un hombre por el que entonces no sentía nada: él, en efecto, había intentado en varios momentos abordarla, sin que en ninguno hubiera encontrado una disponibilidad apropiada para llevar a cabo sus propósitos. Aquel carácter desenfadado con que ella a menudo se mostraba se volvía con él agrio cuando la trataba: en lugar de sonreír, se ponía muy seria, con aquellos ojos velados por un súbito pesar. Los intentos de Barac no pasaron desapercibidos para algunos miembros de la comunidad, por lo que muy pronto hubieron de llegar a los oídos de Daniel y de su esposa las tristes andanzas de su hijo. Según aquel, no debía meterse en asuntos tan delicados si no estaba seguro de que sus pretensiones podían ser correspondidas; para Noemí, en cambio, su actitud era muy digna aun cuando no hubiese logrado lo que quería.
−El amor es ciego −adujo ella−: nadie es capaz de resistirse a sus caprichos; obliga al que lo siente a luchar por el objeto que lo cautiva.
−Por eso mismo, uno debe estar prevenido −repuso Daniel−. A veces amamos lo que no podemos conseguir, nos empeñamos en alcanzar metas imposibles.
−El amor golpea en los corazones más duros −continuó arguyendo Noemí.
−¿Qué queréis decir? −preguntó el esposo.
−Quiero decir que lo no se consigue en un primer momento se puede lograr después.
Barac, mientras tanto, callaba, atento a la conversación que mantenían sus padres acerca de él.
−Los desengaños que se sufren por amor pueden ser terribles −objetó Danniel−. Si a Arsina no le gusta Barac, nadie la debe obligar a que lo acepte como futuro esposo.
−Yo tampoco pretendo que sea así −replicó Noemí−. Lo único que le aconsejo a mi hijo es que sea paciente. Ha de esperar quizá otro momento para declararle a Arsina lo que siente por ella. Es muy posible que ella, después de que se le haya pasado el sobresalto inicial, sienta lo mismo por Barac. El interés que él ya le ha demostrado podrá convertirse en un elemento decisivo para que Arsina a su vez comience a interesarse por él. Si no hay algo que lo impida, a las mujeres nos causa siempre un gran efecto que un hombre se fije en nosotras: nos halaga enormemente que ese hombre nos haya elegido entre todas.
Aquellas palabras alentaron mucho a Barac, que vio cómo su esperanza resurgía con más fuerza. Tuvieron que transcurrir varias semanas para comprobar que el vaticinio de su madre se cumplía: Arsina, llevada por un impulso interior al que obedecía sin remedio, se mostró una noche más amable con él que de costumbre, con sonrisas que lo inducían a soñar con una posibilidad en la que antes no había acabado de creer. Tuvo con Barac, en efecto, una charla muy prometedora, en la que ella no descartó la idea de entrevistarse con él más veces. Fue el comienzo de una relación que no tardaría en consolidarse con declaraciones y respuestas en las que se confesaban mutuamente el amor que se tenían, sellado a partir de cierto momento con besos y con abrazos que dejaban en el alma del hijo de Daniel un rastro de embargadora ternura.
La vida junto al lago presentaba numerosos encantos, especialmente porque disfrutaban de un clima muy bonancible, en la que ninguna inclemencia llegaba a perturbarlos. Como era verano, los cielos por las tardes se veían cubiertos por una luz púrpura que en las aguas se reflejaba con un fulgor azafranado, con unos horizontes de calina apelmazada que casi borraba el perfil de las colinas. Al anochecer, cuando las sombras se cernían sobre aquel panorama, divisaban solo ante ellos el inmenso azogue de las aguas del lago, rizado a veces por una brisa tenue que llegaba de los valles remotos. Ellos entonces solían encender hogueras, con las que asaban con gran delectación el pescado del día. En ocasiones cantaban o se entretenían con juegos ancestrales, rescatados ahora del fondo de su memoria, donde habían estado enterrados desde unos años que se volvían casi irreales. Algunas noches, Daniel, animado por el ambiente de radiante felicidad de su pueblo, entonaba himnos de agradecimiento y alabanza al dios con el que frecuentemente comunicaba, un dios al que intentó dar nombre más de una vez pero al que acabó aludiendo de una forma vaga, como si fuera una persona a la que únicamente pudiera referirse de un modo inconcreto.
Fue aquel, sin embargo, un periodo corto, en el que las gentes de Fayad gozaron de una felicidad que consideraban casi increíble. Hacia mediados del verano apareció de improviso una turba grande de desarrapados que sembró la inquietud en el campamento. Eran de rostro feroz, muy semejante al que mostraban aquellos sanguinarios que asolaban de vez en cuando el país de Fayad; tuvieron la impresión, al verlos, de que eran perseguidos por el mismo mal, por un mal atroz que se encarnaba en unos hombres de mirada torva y de gestos procaces.
Durante varios días no pasó nada, hasta que una noche estuvo a punto una mujer de ser ultrajada por un grupo de aquellos desalmados. Se salvó por la aparición de un joven, que enseguida alertó a los guardias del campamento para que acudieran a auxiliarla. Aquel incidente, aunque frustrado, acrecentó aún más la alarma que sentían. Daniel, sin consultarlo con los suyos, dio la orden de montar de nuevo la caravana para proseguir su camino; en apenas unas horas, la larga comitiva estaba ya formada, con su jefe al frente de ella, subido en un jumento en el que a veces cabalgaba. Por iniciativa de Afir, se acordó que viajarían hacia el oeste con el fin de rodear el lago.
Durante varias jornadas el paisaje apenas varió: las aguas de ondas aceradas, en las que cabrilleaban luces amarillas, se confundían con la superficie hirsuta de la llanura que se tendía delante de ellas, de un color verdoso que se volvía por momentos casi del mismo matiz azulado del lago. A partir del cuarto o quinto día, fueron entrando, sin embargo, en una región distinta, en la que comenzó a verse una vegetación muy diferente de la que antes habían contemplado, con matorrales de hojas ásperas y filosas, muy parecidos a los abrojos que crecen en parajes agrestes. Empezaron a descollar también algunas palmeras, alzadas en medio de aquel panorama como viejos estandartes descoloridos por el roce furtivo de las brisas. Poco a poco se alejaron del lago para buscar la ruta que los condujera hacia el norte, hacia las tierras donde habían de hallar la paz prometida. Traspusieron unos lugares broncos, cubiertos de una maleza pardusca, hasta que al final llegaron a una zona de dunas, de montículos de arena que se repetían en una sucesión que parecía interminable. Ante el temor de que las ruedas de los carros quedaran atascadas en la arena, hubieron de dar un nuevo rodeo que los alejó del camino previsto. La falta de agua volvió a convertirse entonces en un verdadero problema, ante el que la población se alertó otra vez mucho. La sed y la fatiga rendían ya nuevamente a los oriundos de Fayad, impidiéndoles avanzar como hubiesen querido. Por las noches, Daniel elevaba sus preces a la divinidad, de la que deseaba ver un signo que le devolviera la confianza que en ella había tenido. La salvación le vino en esta ocasión de un boyerizo, que pasó casualmente con su yunta cerca del campamento. En una lengua que no era fácil entender, le dijo a Daniel que no lejos de allí había una ciudad, en la que bien podían proveerse de lo que les hiciera falta. «Ha sido nuestro dios quien ha enviado a este hombre para sacarnos del apuro que teníamos», le confió a Noemí, casi con lágrimas en los ojos.
Era una ciudad muy pequeña la que se encontraron, encaramada en lo alto de una loma. Una muralla de piedra erosionada y blancuzca la rodeaba, ciñéndola como a una joya a la que se hubiese que preservar. Era todo allí antiguo, de una vejez adusta, de una edad que casi traspasaba los límites del tiempo. Parecía más bien un lugar extraído de una leyenda, de una ensoñación que estuviera regida por las leyes de la fantasía. Las calles eran tan estrechas que tuvieron que dejar los carros a la entrada. Con una ansiedad que no pasaba inadvertida, buscaron de inmediato un sitio donde pudieran saciar la sed que tenían. Les dijeron que en la parte alta de la localidad había una fuente de la que manaba un agua muy fresca. Con gran precipitación se acercaron hasta allí. La fuente se hallaba en el costado de un ribazo, entre arbustos silvestres que casi la ocultaban con sus abundantes ramas. Bebieron todos, hasta que por fin quedaron saciados. La vida en aquella ciudad parecía tranquila, así que decidieron hacer escala en ella antes de continuar peregrinando.
















5


Lo que se había planteado como un breve descanso se convirtió en una prolongada estancia. Betsaín, la ciudad a la que habían llegado, presentó para ellos más atractivos de los que al principio habían creído. A su aspecto vetusto y un tanto abandonado sumaba un no sé qué que embrujaba, tal vez por el color amelocotonado de la mayoría de sus construcciones, realzadas con manchas violáceas al caer la tarde. Era una belleza muy distinta de la que podían lucir otras ciudades, incluso con edificios de más elegante estampa; allí, en Betsaín, era todo caótico, de un desorden que parecía calculado, configurado por el propio devenir del crecimiento urbano, en el cual semejaba haber intervenido la voluntad de algún hechicero.
Los habitantes, muy hacendosos, vivían de la agricultura y de diversos trabajos, entre los que destacaba la labor textil que llevaban a cabo en sus telares. Los de Fayad, a poco que lo intentaron, consiguieron que los contrataran para diferentes empleos, con los cuales se ganaron el sustento para la vida diaria.
La convivencia con los lugareños hubo de dar pronto frutos inesperados, pues no solo se entretuvieron y solazaron juntos, sino que también se produjeron enlaces más íntimos: algunos hombres solteros de Fayad entablaron, en efecto, relación con chicas de Betsaín, todas ellas de una belleza quizá extraña, sometida también a unos cánones muy antiguos.
Fueron varios los casamientos que tuvieron lugar. Miret, uno de los hijos de Afir, protagonizó uno de ellos. Había sido contratado para trabajar en un campo de las afueras de Betsaín, donde tuvo ocasión de conocer a la hija de su patrón. Era esta de ojos grises, con los labios muy finos; tenía el cabello castaño, recogido a menudo en dos trenzas que se sujetaba en torno a la cabeza. A Miret lo atrajo el embrujo de su mirada, en el cual se mezclaba una velada inocencia con un punto de deshonestidad que resultaba muy sugerente. Para encender aún más su amor, ella postergó sabiamente el momento en que había de corresponderle: a las manifestaciones de afecto con que él la cortejaba ella contestaba siempre con respuestas que no quedaban muy claras, con insinuaciones que parecían siempre ambiguas. Miret sufrió mucho con aquello, pues tan pronto imaginaba un futuro lleno de dicha como caía en depresiones muy profundas al ver que sus esperanzas no eran cumplidas. El proceso concluyó cuando ella quiso, cuando estimó que su pretendiente ya no la había de abandonar nunca. «Te amo con toda el alma», le dijo Miret el día que vio que ya era realmente suya.
A aquel caso se vinieron a sumar otros, entre los que destacó el de un mozo de apenas dieciséis años que se había sentido interesado por una muchacha de su misma edad. Era el mozo, por cierto, bastante tímido y dado a soñar con cosas imposibles: al no poder expresar sus sentimientos, los transformaba en la principal razón de las historias que imaginaba, en las que él se mostraba como un gallardo y resuelto adolescente que deslumbraba a su amada con las ingeniosidades que se le ocurrían.
En la realidad, sin embargo, era la timidez un obstáculo que nunca lograba salvar: por más que lo intentaba, siempre se daba de bruces contra él, sobre todo cuando más empeño ponía en conseguirlo. La pasión que sentía por la muchacha, ante esta dificultad, se exacerbaba en algunos momentos, alcanzando proporciones imprevisibles: era, en efecto, una pasión tormentosa que lo sacudía y que ocasionaba en él un profundo desconsuelo cuando se percataba de los límites que acotaban su vida, del muro infranqueable que lo rodeaba cada vez que afrontaba lo que debía hacer. El amor se convirtió así en una desazón muy grande, de la que solamente lo libraban los sueños que él mismo se fabricaba para atenuarla, para inventar una realidad paralela a la que de ordinario lo martirizaba.
La muchacha, debido a su cortedad, no se había apercibido bien de lo que verdaderamente le ocurría: lo tomaba como un muchacho introvertido y torpe que andaba un poco perdido en problemas que no lograba solucionar. Le tenía, sin embargo, cierta lástima, nacida de la misma sensación de desvalimiento que a menudo transmitía: quizá si hubiera sido algo más audaz, habría podido pasar por un chico de buen parecido, del que era fácil que una chica como ella se pudiera enamorar. Ella, en verdad, no tenía entonces preferencia por nadie: consideraba un tanto absurdo centrarse en un solo hombre cuando había muchos otros que la podían ilusionar.
Él, en cambio, había hecho de ella un ídolo al que por fuerza había de adorar: siempre que se la encontraba, la veía adornada con los atributos que en su imaginación ya le hubiese otorgado, por lo que su figura le resultaba ya hasta cierto punto inasible y huidiza, propia de una diosa que eludiese por puro capricho el contacto con los mortales.
Todo cambió, sin embargo, de repente cuando uno de los amigos del muchacho reparó en el ensimismamiento en que con frecuencia estaba sumido, como si algo muy importante lo apartase ahora del mundo en el que los demás vivían. Aunque al principio se resistió a contarle lo que le sucedía, al final terminó por hacerlo cuando se dio cuenta de que no tenía otro remedio. El amigo, compadecido de él, trató de darle el consejo que más le convenía: por el modo en que se desarrollaba el caso, le dijo que ella debía saber cuanto antes que la quería. «A las mujeres se les despierta un instinto de autocomplacencia en cuanto se enteran de que un hombre está interesado en ellas», añadió con la seguridad que confiere una larga experiencia acerca de lo que se está diciendo.
El consejo del amigo sirvió para que él se sintiera más decidido: era como si contara con un apoyo que nunca le hubiera de faltar, con un apoyo muy firme con el que ya no pudiera verse solo en ningún momento. El secreto que tanto lo atormentaba era ya un secreto compartido: tenía ahora un confidente muy leal que se identificaba con su suerte, un testigo de su pasión que podía ayudarlo a sobrellevarla con el ánimo y la confianza que de él recibía. Esto hizo que un día, sin pensárselo mucho, abordara a quien tanto lo había cautivado: ocurrió en un callejón de la ciudad, cuando sobre las fachadas de las casas se derramaba un fuego ocre, procedente del crepúsculo. Ella pasaba casualmente por allí, tal vez después de haber llevado un recado a alguna vecina. Aunque el corazón le dio un brusco respingo, fue capaz de dominarse para afrontar la situación. No podía desaprovecharla después de haber perdido el tiempo con vanos intentos, con inútiles iniciativas de aproximación. Llevaba ella en aquella ocasión el pelo suelto; su cara ovalada parecía dotada de más encanto incluso que otras veces, con sus ojos almendrados, provistos de una dulzura indefinible. «Me llamo Rui, desde hace muchos días os he seguido sin que lo supierais, hoy me gustaría acompañaros un rato si no os parece mal», se atrevió a decirle. Nacael, la muchacha, no tuvo reparos en que lo hiciera; lo consideró incluso como un gesto de caballerosidad que le sorprendió bastante en un chico de su edad. Aquel paseo fue el comienzo de una relación que poco a poco se iría confirmando con nuevos encuentros, todos ellos muy prometedores para Rui, que vio cómo su amor era por fin correspondido por la persona que lo había suscitado.
Hubo algunos casos más de relación afectuosa entre los dos pueblos: se corroboraba con ellos que los seres humanos son más propensos a entenderse que a distanciarse cuando entre ellos no se dan causas mayores que lo impidan. El mismo Daniel trabó amistad con el gobernador de aquella ciudad, a quien todo el mundo allí profesaba un enorme respeto. Era este un guerrero que había participado en muchos conflictos, un hombre curtido en mil experiencias que reunía unas dotes extraordinarias para el mando. Tamur, que tal era su nombre, tenía más de sesenta años; su frente ancha y sus ojos despiertos le conferían un aspecto inconfundible de jefe avispado, pronto a resolver cualquier problema que a la sazón se le presentase. Al contrario de Daniel, no se detenía en consideraciones cuando alguna determinación urgente tomaba, especialmente si dependía de ella la resolución de algún asunto importante.
Daniel se entrevistaba con él periódicamente para intercambiar opiniones sobre lo que a los dos pueblos más les convenía. Aunque el de Fayad era inferior en efectivos, Tamur no lo desdeñaba, pues podía acrecentar el número de soldados en el supuesto de que Betsaín en algún momento los necesitase. Daniel, en el curso de las entrevistas, pudo comprobar que todo lo juzgaba Tamur en términos de guerra, según los conceptos que en ella eran más válidos. Los hombres de Fayad habían demostrado con su largo peregrinaje que eran muy fuertes y que serían capaces de soportar las mayores incomodidades, por lo que el gobernador de Betsaín los estimaba sobre toda manera, como si estuviesen provistos de unos poderes que habrían de sorprender enormemente cuando tuvieran ocasión de manifestarse.
Daniel, convencido de que así se ganaba un aliado muy solvente, no dudó en mostrarse con él amable y obsequioso. De este modo consiguió granjearse su confianza, con la cual pudo obtener distintos favores que mejoraban las condiciones de vida de su pueblo: se le permitió, por ejemplo, participar en todas las festividades que allí se celebraban, con los mismos derechos que asistían desde antiguo a todos los lugareños.
Tamur, por razones de seguridad, disponía de un pequeño ejército: lo tenía destacado en diferentes puntos de defensa, desde los cuales se vigilaban los caminos que conducían a Betsaín. Aunque hacía ya mucho tiempo que no se había producido ningún conato de agresión, debía estar prevenido para evitar desagradables sorpresas, pues no era descartable que a un pueblo vecino se le ocurriese invadir algún terreno que no era suyo, vulnerando así los acuerdos que desde antaño se hubiesen establecido. Daniel, aunque no consideraba necesarias tantas prevenciones, las respetaba como algo inevitable en un lugar en el que no se toleraban los atropellos de los que Fayad había sido víctima.
Tan buen entendimiento entre los dos jefes tuvo como fruto una relación muy provechosa también entre los dos pueblos. Después de varios meses, los de Fayad apenas echaban en falta los territorios de los que habían partido: se encontraban tan a gusto en Betsaín que no les importaba asentarse allí definitivamente; más de uno, al cabo de un año, casi había olvidado el motivo que los había llevado hasta aquella ciudad, la razón que los había obligado a abandonar sus propias tierras. Betsaín, con el embrujo de sus caserones rojizos, alineados en callejuelas tortuosas y umbrías, los había atrapado hasta un punto imprevisto: la extraña belleza que se desprendía de su inusual arquitectura había ejercido tal influjo en ellos que casi ya pensaban que era aquel un sitio que estaba presente en su destino, al cual habían de llegar irremediablemente. El amor y la amistad eran vividos allí con extraordinaria pujanza, como si fuesen sentimientos que se intensificaran por el poder de ensoñación que aquel entorno concitaba. En los atardeceres lánguidos, con ramalazos de carmín y de naranja pintados en los tejados de las casas, las parejas de enamorados vivían sus momentos más dulces, en los que las palabras salían de las bocas henchidas de emoción y de magia.
A los de Fayad siempre les había llamado la atención un caserón destartalado que había en medio de la ciudad, no lejos de donde residía el famoso gobernador. Era un rincón lúgubre, teñido de melancolía: lo conformaban varias viviendas, casi todas del mismo corte, con una estructura parecida; en medio de ellas, destacaba aquel torreón desproporcionado, con las paredes llenas de desconchones y de manchas oscuras, sobre una pintura roja difuminada por los años. Se entraba a él por un portón ancho, con las hojas de madera carcomida. Un día, Judá tuvo ocasión de visitarlo con un grupo de vecinos, a los que se les había avisado para que acudieran a ver al extraño personaje que se alojaba en el piso de arriba, en una especie de buhardilla reservada solo para él. Desde el zaguán, con los zócalos de un mármol ennegrecido, se accedía a un lóbrego pasillo, a cuyos lados estaban situadas las puertas de diversas habitaciones, todas cerradas entonces. El pasillo conducía a una escalera de caracol, por la que subió todo el grupo. A veces la escalera se estrechaba demasiado, por lo que había que ascender casi de lado. En los rellanos, había siempre algún ventanuco, por el que se filtraba un haz de soñolienta luz, moteada de diminutas partículas de polvo. Era todo viejo allí, igual que en la ciudad: parecía como si hubieran penetrado en el seno de ella, en el interior de su propio ser. Al llegar arriba, a la estancia donde habitaba aquel misterioso sujeto, se encontraron con un mundo muy diferente del que habían dejado, pues allí todo era claridad, una claridad que se derramaba desde las ventanas y que se ramificaba por el suelo y por las paredes, cubriéndolos de un color cobrizo. El sujeto, cuando ellos entraron, se hallaba sentado en un sillón de mimbre, contemplando con intenso embelesamiento el cielo azul. Tuvieron que esperar un rato para que saliera de su arrobamiento, en el cual parecía estar sumido desde hacía mucho tiempo. Su edad, a simple vista, podía rayar en los noventa años, quizá en los cien. Tenía grandes mechones de pelo gris esparcidos por la cabeza; la barba, del mismo color, era larga y espesa, algo retorcida por los bordes. Vestía una túnica morada, recogida con un cíngulo marrón. Al percatarse de su presencia, hundió en ellos una mirada sagaz, de unos ojos verdes que parecían inundados de indolencia. «Os he llamado para anunciaros que dentro de poco esto se cubrirá de sombras», pronunció con la voz ronca, envejecida por los ratos en que tenía que rumiar sus pensamientos en silencio. Judá confesaría después que le sorprendió mucho aquella figura y que en un principio creyó que era un mago o algo así, un ser dotado de unas cualidades excepcionales, capaz de adivinar el sentido oculto de las cosas o de adelantarse a lo que habría de ocurrir en el futuro. Lo que nunca se supo fue si lo que vaticinó se refería al invierno fosco y lluvioso que se cernía sobre Betsaín o a los tristes acontecimientos que sobrevendrían después. La gente pensó que era lo primero cuando a los pocos días el cielo se llenó de unos nubarrones oscuros con formas de animales prehistóricos, entre los que cabía imaginar gruesos dinosaurios con el dorso espinado que amenazaban con arrasarlo todo.
Tras el invierno, llegó una primavera de brisas tenues y de colores brillantes. En el cielo, antes velado, volvió a lucir un sol de oro. En los campos de Betsaín, donde trabajaban muchos hombres de Fayad, los cuadros de hortalizas y de cereales verdeaban sobre un cúmulo de tierras pardas y de baldíos, con cortezas de lomas y de cerros pelados que se empequeñecían en la distancia. La belleza de todos aquellos labrantíos era aún mayor en determinados momentos del día: por las mañanas, cuando la luz enjabonaba de amarillo y de bronce el paisaje, parecían bañados de esmalte, como retazos de un paraíso que de pronto fuera recobrado; por las tardes, cuando ya todos los jornaleros de los campos regresaban a Betsaín, fulguraban con visos sonrosados, con un horizonte en el que lentamente se apagaba el fuego del ocaso.
En los telares de la ciudad, donde una música cansina y plañidera se iba desgranando, la vida semejaba someterse a un ritmo acordado, a un ritmo antiguo que marcaba el paso del tiempo desde una hora remota, desde un punto lejano que parecía estar contenido en todos. Cada instante allí semejaba ser, en efecto, el mismo que se hubiera vivido siempre, el mismo que habría de suceder de nuevo en cuanto se disipara la sensación anterior. En aquellas cámaras encaladas, con olor a humedad y a trapos empolvados, era todo como hubiese sido en un principio, como habría de ser ya  siempre en la eternidad.
Barac, el hijo mayor de Daniel, se desposó por entonces con Arsina, con quien estaba ya comprometido. Fue un casamiento que se celebró con gran aparato de ceremonias y de ritos, en los cuales se echó de ver la buena disposición que había en todos para holgarse con algo que solo podía ser fuente de alegría. Fue también una ocasión muy propicia para comprobar que a los dos pueblos el exceso de vino movía a divertirse con cantos y con bailes muy inspirados, con círculos de gente que giraban en sentido contrario o que se abrían para entremezclarse y emprender nuevos movimientos.
Daniel, con tales muestras de regocijo, ya no se comunicaba con su dios con la frecuencia con que antes lo hacía; se daba cuenta de que acudía mayormente a él cuando la necesidad lo urgía, cuando las circunstancias más aciagas lo inducían a reclamar con desesperación su ayuda. En Betsaín, todo parecía más amable: los días se sucedían diluidos en una rutina que resultaba bastante cómoda, con un ritmo que estuviese ya establecido desde tiempos muy antiguos, con una cadencia en la que apenas se producían alteraciones importantes. Los de Fayad se adaptaron fácilmente a las costumbres y a los modos de vida que los de Betsaín les proponían, de un origen muy distinto del que ellos habían conocido. Daniel, cuando se reunía con sus consejeros, les decía que le extrañaba mucho que allí no se creyese en ningún dios protector, en ninguna deidad a la que se atribuyera la fundación de un reino primitivo. Afir opinaba que esa creencia posiblemente hubiese existido pero que con el paso de los años tal vez se había perdido, sustituida por principios y por acuerdos más concretos, de los que dependía la obtención de determinados privilegios. Judá, sin entrar en ningún debate, proponía discurrir con prudencia: según él, no era bueno caer en erróneos prejuicios.
Todo, en fin, transcurrió sin sobresaltos, hasta que un día se difundió el rumor de que el ejército de un país vecino avanzaba hacia Betsaín con paso decidido. La gente, como era natural, se alarmó bastante, pues ello podía suponer el final de un periodo que había sido muy productivo, en el que los habitantes de aquel lugar solo se habían dedicado a prosperar en sus negocios. Daniel, alertado también, se trasladó a casa de Tamur para que le informase sobre ello. La situación, según le refirió Tamur, era muy complicada: unos confidentes habían asegurado que la intención del ejército rival no era otra que apropiarse de la ciudad de Betsaín; al parecer, esta había pertenecido en un tiempo muy lejano al rey que había gobernado en aquel país: había sido una plaza muy importante que ahora, al cabo de muchos años, se intentaba recuperar.
Muy atribulado por lo que podía suceder, Tamur pidió a Daniel que lo apoyase en tan difícil trance, para lo cual requería la cesión de todos sus hombres: consideraba que estaba obligado a hacerlo en correspondencia con los favores que de su parte había recibido desde que llegó a Betsaín; si no lo hacía, cometería con él un gran desaire, del que posiblemente habría de arrepentirse después. Casi juzgaba como una afrenta el apurado gobernante el que Daniel no accediera a ayudarlo, el que no quisiera luchar junto a él en la dura empresa que se avecinaba. El de Fayad, sin embargo, estimó oportuno pensarlo mejor con los suyos, como tantas veces había hecho en las ocasiones en que se había visto en una necesidad semejante.
−Nuestros hombres nunca han sido adiestrados para la guerra −opinó Afir cuando Daniel contó lo que ocurría.
−Es una guerra que a nosotros no nos conviene −añadió Judá, reacio también a intervenir en la contienda.
−Si la perdemos, es muy posible que ya nunca nos veamos con la libertad que ahora gozamos −terció Barac, al que se le había dado oportunidad de participar en el debate.
Todo parecía indicar que Fayad no intervendría en el conflicto. Para Daniel, el combate constituía una medida extrema: lo veía además como un hecho inadecuado para su pueblo, acostumbrado a desenvolverse en otros terrenos: El combate, si bien se miraba, era un procedimiento que competía más bien a tribus primitivas, a oleadas de gentes belicosas que solo pensaban en ejercer un absoluto dominio. Lo único que no deseaba era que se les tildase de traidores si porfiaban en aquella postura: después de haber trabado tantos lazos de amistad con los habitantes de Betsaín, podía considerarse una infidencia apartarse de ellos cuando más apurados se sentían.
−Un día abandonamos nuestra tierra porque queríamos vivir en paz −dijo al fin−. La paz debe estar para nosotros por encima de todo, por encima de cualquier otro valor. Aun a riesgo de parecer traidores, no nos queda más opción que ella. La guerra nunca será una solución: es un error que desencadena otros muchos errores, de los que está ahíta la historia. Todo el mundo, sin embargo, es libre de tomar la decisión que quiera: yo, como jefe de Fayad, no voy a obligar a nadie a que haga lo que estime más conveniente; el que desee apoyar a nuestros amigos, como ellos nos piden, podrá hacerlo sin que yo se lo impida.
Todos estuvieron de acuerdo en que era aquella la determinación más justa, en la cual venían a confluir las dos posturas que ante aquella tesitura se les presentaban. Con la premura con que se estaban desarrollando los hechos, cada uno decidió lo que su conciencia le dictaba: Miret, Rui y otros que habían entablado relaciones con mujeres de Betsaín se decantaron por quedarse, mientras que los demás encontraron más sensato buscar nuevamente los senderos que los conducirían hacia la paz, como Daniel finalmente les proponía. A estos últimos se sumaron algunos pobladores de la decrépita ciudad que habían conseguido salvar la vigilancia a la que habían sido sometidos: lo hicieron porque sus ideas no les permitían intervenir en ninguna guerra, por muchas razones que los asistieran para ello.
La despedida fue, como no podía ser de otro modo, muy dolorosa. Tanto los que se quedaban en Betsaín para defenderla como los que habían decidido marcharse sabían que posiblemente ya nunca más se verían. El propio discurrir de la vida los separaba, los obligaba a tomar caminos diferentes: para unos, su misión consistía en responder al compromiso que en los últimos tiempos habían contraído; para otros, su destino los impulsaba a moverse, a caminar otra vez en busca de las tierras que les habían sido anunciadas. Tamur, algo dolido, no quiso despedirse de los que se iban: lo consideraba, como había previsto Daniel, casi como una traición, como un acto de cobardía que él no podía por menos que reprobar.
La caravana partió a una hora muy temprana de un día muy caluroso de verano. Después de dos años, tenían casi todos los oriundos de Fayad la impresión de que nada había cambiado, de que su sino no era otro que escapar de toda suerte de males. A sus espaldas, quedaba Betsaín envuelta en el turbante azul de la distancia, como una ciudad que regresara al mundo enigmático del que hubiese surgido.
Después de haber andado un largo trecho, torcieron por un sendero de tierra que discurría entre olivos y almendros. Daniel, al frente del grupo, departía a veces con Afir y con Judá sobre las actuaciones que habían de seguir para que todo marchara bien. Por la experiencia que ya tenían, estaban convencidos de que no debían perder la confianza si querían que sus propósitos se cumplieran. En muchos momentos los acompañaba Barac, dispuesto ya a asumir las funciones que ellos le encomendasen: la privanza con que era tratado le había conferido una gran seguridad, con la cual sería capaz de afrontar todos los contratiempos que le sobreviniesen.
Josafat, uno de los que de Betsaín se habían incorporado al grupo, se mostró pronto como un sabio consejero al que no había que rehuir. Después de haber hecho amistad con Barac, no tardó en hacerla con los demás dirigentes. Era alto, con el cuerpo un poco torcido, con las cejas siempre enarcadas, detenidas en una expresión de permanente asombro. Tenía los ojos pequeños, de un tono negruzco, con unas pupilas que parecían dos ascuas diminutas, casi perdidas entre los pliegues que surcaban su cara. Por todo lo que decía, se echaba de ver que estaba provisto de una gran perspicacia y que tenía un instinto natural para orientarse y para desenvolverse por cualquier tipo de terrenos. Era de genio avispado, de palabra inspirada y dulce, muy hábil para entenderse con todos sus interlocutores, aun con los más reacios a escucharlo. Sabía escoger casi siempre lo que a todo el mundo le gustase, lo que había de aunar las voluntades. Muchos lo tenían por un jefe natural, aunque su intención no era la de disputarle el poder a nadie, sino la de avenirse más bien con el que mandara, con el que tuviera el difícil cargo de dirigir por el camino correcto a los demás. Por eso, Daniel, en cuanto se percató de sus cualidades, no dudó de tenerlo a su lado como un consejero perspicaz con el que estaba obligado a consultar, aun cuando era muy joven todavía, con una edad en la que la sabiduría aún no se hallaba curtida por los recios golpes de la experiencia, por los terribles latigazos que propinan los años.
Tenía, además, Josafat el don de aparecer cuando más falta hacía su consejo, cuando más necesidad había de que alguien expusiera su opinión sobre lo que estaba sucediendo. Al contrario de los demás, él no se ponía a discurrir durante mucho tiempo sobre lo que había de decir, sino que de un solo impulso lo barruntaba y lo soltaba ante su auditorio: solía decir que los pensamientos, cuanto más se enredaban, más oscuros se volvían; la mente, según él, debía estar despejada para que todo saliera de ella claro y preciso.
Una vez hubo que elegir en una encrucijada entre dos caminos y él, sin dudarlo, escogió el de la derecha, que a primera vista se presentaba más escabroso que el otro. Todos, como era natural, se extrañaron de su decisión, ante lo cual él explicó que no eran las apariencias la principal razón por la que se debían guiar, ya que muchas veces conducían a errores inopinados, a situaciones de las que después resultaba muy complicado escapar. «Cuando no están las cosas muy claras, lo mejor es hacer caso de nuestras corazonadas», concluyó aquella vez.
El camino escogido por Josafat los llevó por un territorio de secanos, por un lugar árido en el que no crecía ninguna mata, con lomas y tesos polvorientos que  fulguraban al sol del mediodía, cuando el mundo parecía arder bajo un cielo que se volvía de un tinte enrojecido. Gracias a las provisiones de agua que llevaban, consiguieron salvar en varias jornadas aquel espacio desértico, tras el que fue apareciendo otro de aspecto muy distinto, con sucesivas graderías de retamares, con abruptos cuetos tapizados de una vegetación muy espesa, con colinas parduscas que se encadenaban con otras de lomos arrugados, de faldas remendadas de hirsutos pegujales. La intuición de Josafat se vio recompensada cuando divisaron a lo lejos un pequeño lago, cuyas aguas azules espejeaban en medio de un frondoso valle. En el lago desembocaba un riachuelo, cuyo cauce abría una profunda grieta en una de las colinas de enfrente. La vista de aquel hermoso panorama infundió a todos una inmensa paz, como si fuera quizá aquel un adelanto de lo que habrían de descubrir después. Alborozados por el hallazgo, decidieron por unanimidad quedarse allí el resto del verano, a salvo de los estragos que les podían causar la sed y la fatiga generada por el propio viaje.
























6



Cuando ya el verano llegaba a su fin, acertó a pasar por aquellos parajes una humilde mujer que había escapado milagrosamente al ultraje de unos bandidos. Era alta y esbelta, con el cuello enhiesto, la boca grande, la nariz más larga que roma, los ojos de una belleza desconocida, de un azul crepuscular. A su tez encendida unía una cabellera frondosa de rizos, de un rubio oscurecido. Vestía una túnica blanca de seda, con las mangas y los ribetes un poco raídos. Decía llamarse Eliar y entre sus principales atractivos destacó pronto un mirar honesto, con el cual descubría también el fondo de verdades y de buenos principios que en su interior atesoraba. Daniel, en cuanto se hubo enterado de su suerte, mandó que se la alojase en una tienda, donde debía ser servida con toda clase de agasajos.
Quiso el destino también que Josafat la conociera y que se apiadara de su triste circunstancia. Como él se hallaba soltero, no tuvo ningún inconveniente en abundar en su trato, creando con ella una intimidad que solo podía ser continuada con nuevas entrevistas.
De tales encuentros se derivó una relación muy fluida, si bien ella no se decidía a tomar prontas resoluciones, marcada como estaba por la dura experiencia que había tenido con los bandidos. Josafat, sabedor de lo que le pasaba, tuvo mucha paciencia con Eliar, hasta que vio que la huella que aquello le hubiera podido dejar ya no era tan profunda. Entonces, en lugar de cortejarla, se las arregló para que fuera ella quien de algún modo lo abordara, en un momento en que las cosas ya no podían tener otro final. Eliar, atraída por él, le declaró que lo quería: se lo dijo con palabras leves, con suspiros tenues que volaban de su boca, con pausas en las que se podía casi percibir el aleteo desacompasado de su corazón. Josafat, enfervorecido, rubricó el instante con un prolongado beso, con el cual sellaba además todo el amor que durante aquel tiempo había sentido.
El verano concluía con atardeceres lánguidos, en los que una luz malva se quedaba detenida en el horizonte, colgada de tesos marrones, de riscos de una tonalidad violácea. El paisaje se ofrecía en aquellos momentos preñado de silencios, de misterios inescrutables, de secretos que durmiesen bajo la tierra. En las aguas del lago, la luz malva moría con destellos apagados, con reflejos que poco a poco eran anulados por las sombras insidiosas de la noche. Todo se cubría entonces de una penumbra azul, en la que a veces parecía latir un tiempo desvanecido, un tiempo hondo de pautas macilentas, de cadencias que se confundían con los ritmos ancestrales de la historia. Algunos miembros de la caravana creyeron oír ruidos extraños, rumores sordos que procedían de las mismas profundidades del lago, voces confusas de una multitud que viviese allí prisionera, víctima de una maldición o de un hechizo que injustamente hubiera caído sobre ella. Eran impresiones que en principio no debían tenerse en cuenta, causadas por la sugestión que ejercía aquel sitio a la hora del crepúsculo, cuando todo aquel entorno se creía envuelto en un velo morado. Sin embargo, a medida que pasaban los días, aumentaban las gentes que afirmaban haber oído lo mismo, sin que nadie pudiera aclarar cuál era su origen. El mismo Daniel, interesado por el caso, se personó un día en el lugar desde el que se oían tales ruidos. El lago estaba en calma cuando él llegó: la luz del ocaso se cernía sobre él, dejando sobre su superficie una estela de fulgores sonrosados. A veces una ligera brisa, apenas perceptible, rizaba el agua. Daniel permaneció durante un tiempo atento, pendiente de cada uno de los movimientos o de los sonidos que allí pudieran darse. La tranquilidad era completa cuando de pronto comenzó a oírse algo, una especie de murmullo que acompañase la ondulación leve del agua. Daniel creyó que era el roce que producía el aire en unos arbustos cercanos, aunque luego su atención se dirigió al punto en el parecía haberse originado aquello, a unos cincuenta pasos de donde él se encontraba. Vio entonces que en el lago se levantaban unas ondas más grandes, como si en el fondo de él unas corrientes misteriosas lo agitasen. Era ya casi de noche cuando sucedía esto: el lago semejaba una lámina de azogue, sacudida en esos instantes por un temblor extraño. Escuchó entonces el rumor del que hablaba la gente, un rumor como de muchedumbre que pasa, como de ejército que ocupa posiciones para preparar una emboscada. Comprendió que se trataba de un fenómeno muy raro, cuyas causas eran tal vez inexplicables, por lo que sintió algo de pánico, un miedo oscuro que le hizo palidecer y retroceder sobre sus pasos.
Cuando llegó al campamento, contó a Afir y a Judá lo que había presenciado. Quería saber lo que pensaban ellos sobre aquel suceso.
−En la naturaleza ocurren a veces cosas que no se entienden −opinó Afir, sin dar demasiada importancia al hecho.
−Las cosas que no se entienden siempre nos sobrecogen −agregó Judá.
−Creo que debemos marcharnos −propuso Daniel, todavía impresionado por el fenómeno del que había sido testigo.
−Nunca nos ha de dominar el miedo −objetó Afir.
−El lago está habitado por seres demoniacos −concluyó Daniel−. Tenemos que irnos.
Partieron al día siguiente. Estaban ya acostumbrados a montar o a levantar el campamento en poco tiempo, obligados por alguna circunstancia que precipitara sus actos, como había ocurrido precisamente entonces. La afirmación de Daniel había impresionado tanto a sus dos compañeros que no dudaron estos en hacer lo que él mandaba: tenían que huir si no querían ser víctimas de las fuerzas del mal; el pavor atávico que sentían por tales engendros los inducía a salir huyendo, a alejarse de ellos cuanto antes. La marcha los llevó esta vez por senderos angostos, por los que los carros pasaban a duras penas, tirados con mucha dificultad por los sufridos bueyes, a los que la aguijada del conductor espoleaba continuamente para seguir avanzando. Josafat, con los bríos naturales de los que estaba provisto, se ponía a veces al frente de la caravana, animando con sus voces y con sus gestos de aliento a todos los que en aquellos momentos la encabezaban. Su optimismo se transmitía fácilmente a otros, especialmente en los instantes de mayor calamidad. Decía que dentro de poco alcanzarían a ver una ciudad de oro, en la que las fachadas de las casas, revestidas de tan noble metal, refulgían al sol de la mañana con una belleza inigualable; aseguraba que él había soñado cuando era más joven con ella y que los sueños siempre se cumplían.
Después de dos jornadas, descansaron en un campo de almendros, situado en una suerte de meseta, desde la que se divisaba una amplia extensión de vega. Como era ya a comienzos del otoño, muchos árboles aparecían ya salpicados de un color amarillento. En la vega se sucedían los cuadros marrones y verdes de las parcelas de labor, delimitadas por la línea escurridiza de los linderos, por la mancha pardusca de las cercas construidas con piedras y barro. Acamparon bajo los almendros, en un espacio que se diría destinado para ellos. Por la noche los sorprendió la luna, que había asomado casi por sorpresa tras los montes lejanos, una luna grande y redonda que semejaba un inmenso disco nacarado, del que se derramaba una luz fría y húmeda que se esparcía con lentitud por el paisaje. Tuvieron la impresión de que era la primera luna del mundo y de que asistían a su primera entronización sobre la tierra, en un cielo que parecía también recién creado por el gran Hacedor de las cosas. Daniel, en vista de aquel astro fulgurante, volvió a sentir en su interior la llamada que en muchas ocasiones había sentido y, para cerciorarse mejor de ella, se retiró a un lugar apartado para que nadie lo molestara. Era esta vez una llamada intensa, una llamada gozosa que lo impulsaba a mirar al cielo y a recrearse con lo que él aparecía, con aquella imagen lúcida que lo presidía todo y que le revelaba la presencia de un ser superior que gobernaba el universo. Tenía ante sí la respuesta a muchos interrogantes, la resolución feliz de muchas dudas que en él se habían suscitado cuando más contrariado se veía. Ya no había de temer a nada, ninguna fuerza extraña lo amedrentaría, ningún espíritu maléfico lo habría de desazonar o de hundir: el hombre no estaba solo, sino que contaba con un poder que lo ayudaba y que lo salvaba incluso de la muerte, pues ante aquella manifestación de grandeza no dudaba de que había algo en él que nunca moriría, quizá el propio seno donde anidaban todos sus sentimientos, todo aquello que lo unía para siempre con sus semejantes. Tenía razón Noemí cuando le decía que lo más importante era el amor: en aquellos instantes se sentía hermanado con todos los habitantes de la tierra, por muy malos o depravados que algunos de ellos fuesen; el amor limaba diferencias, quebraba aristas, acercaba voluntades, excusaba faltas o culpas que de otro modo crearían un gran malestar. Al contemplar aquel hermoso espectáculo, sin saber muy bien por qué, se sentía inundado de amor, invadido de una emoción muy dulce que lo embargaba de ternura y que lo impulsaba a soñar. Comprendía que la vida carecía de sentido si faltaba aquel sentimiento, si no había algo más que la ennobleciera y que le otorgara dignidad. Merecía la pena luchar si se sabía que al final habría de triunfar el amor: se daba cuenta de que para que ocurriese era imprescindible que se sufriera y que se padecieran innumerables fatigas; el dolor era consustancial con la vida, era su lado más triste, sin el cual sería difícil que se concibiera nada. Había que sufrir, se decía Daniel, para que los objetivos se cumplieran, para que lo que se anhelaba fervientemente pudiera realizarse algún día. Se reconciliaba así con el mundo, con todo lo que había tenido que soportar hasta aquel momento; la vida era, en realidad, un camino muy largo, lleno de accidentes de todo tipo, por el que había que peregrinar para alcanzar una meta. Para el pueblo de Fayad, la meta era una tierra lejana, situada al norte, como le habían anunciado unos viajeros a los que no había visto desde hacía mucho tiempo, a pesar de que le habían prometido que saldrían a su encuentro si se decidía a caminar hacia donde ellos le habían dicho.
Cuando regresó al campamento, todos los suyos estaban entregados a una fiesta: se les había ocurrido celebrar la llegada a aquel sitio, bajo aquella luna gigante; según le explicó Judá, habían sentido la necesidad de hacerlo, pues estaban ya hartos de vencer adversidades: tenían que solazarse, tenían que divertirse juntos para recobrar el ánimo que habían perdido. Daniel, al verlos, tuvo la impresión de que era el único que entonces no compartía aquel espíritu festivo; se sintió por un instante extraño en medio de su pueblo, en medio de su propia familia; quiso hablar con Noemí, pero ella también parecía embriagada de dicha, de una dicha que no era como la que a él satisfacía, como la que él portaba igual que un tesoro, dispuesto a repartirlo también con los suyos, porque el regocijo que experimentaba era el amor que por todos sentía, un deseo impetuoso de darse y de abandonarse en el ser de los otros, un afán ciego por vivir lo que otros de común acuerdo vivían. Lo que allí vio era muy distinto: se trataba de una alegría pasajera, propiciada por unas circunstancias concretas, por una feliz coyuntura.
Para que todos lo atendieran, Daniel comenzó a dar voces como un loco, y luego se subió a un almendro y se puso a hacer grandes aspavientos con los brazos. Algunos enseguida se acercaron, creyendo que había perdido el juicio. Lo miraron con extrañeza, casi con lástima. Tras ellos, acudieron más, un poco alarmados por lo que sucedía. Fue el momento en que se tornó más tranquilo, cuando entendió que podía dirigir otra vez a su pueblo. Arrancó una rama, la blandió en el aire y la elevó sobre su cabeza, como si de esa manera quisiera reclamar aún más la atención.
−Somos un pueblo que camina −profirió−. En adelante no nos podemos detener con vanos alborozos, con formas presuntuosas de olvidar lo que realmente nos define y nos da identidad. Si miramos hacia nuestro interior, descubriremos una luz que nunca se extingue, una luz que nos alumbrará el camino por el que habremos de seguir. Todo lo que no nazca de esa luz habrá de ser tenido por falso, por algo que necesariamente habrá de concluir. La alegría que no perece es la que brota de nuestro ser, la que surge de las fuentes que lo nutren y que le dan vigor. Os invito, por tanto, a que abandonéis lo que anteriormente ha excitado vuestros nervios, lo que os ha hecho creer que es verdad lo que vislumbráis en esos instantes de intenso placer.
Con tales palabras convenció una vez más a su pueblo, algo renuente durante la fiesta a seguir sus consejos. Satisfecho con su respuesta, dio orden enseguida Daniel de continuar caminando al día siguiente, para lo cual dispuso que se organizase la partida del modo en que mejor habría de convenir.
La caravana, al día siguiente, tomó la dirección de la vega, por donde se internó entre balates cubiertos de matorrales secos. Las parcelas de labor se alineaban una tras otra, con alfalfares que cabeceaban al contacto de las brisas, con rastrojos cenicientos que habían quedado después de las últimas siegas, con rubicundos añojales que habían sido invadidos de mechones y de greñas de hierbajos muy crecidos. Atravesaba la vega un río de aguas diáfanas, de orillas pobladas de cañaverales; lo cruzaron por un puente de madera que de una a otra se tendía; a su paso, las vigas con las que estaba hecho crepitaron con un temblor repetido; daba la impresión de que por él no hubiera pasado nadie desde que fue construido. Tras él, se hallaba una plácida alameda, en cuyo interior hallaron el sosiego que necesitaban para su merecido descanso. Acamparon allí durante la primera noche de su nueva etapa. En la alameda, la vida parecía haber entrado en una dimensión distinta, en la cual todo era semejante a un sueño, de una profundidad insondable. Los espacios anchos y abiertos fueron sustituidos por otros tenebrosos, de una estrechura casi inquietante, con hileras de troncos que se sucedían como testigos mudos de un indescifrable misterio, latente entre los cuajarones de sombra que se acumulaban sobre el suelo. A Daniel lo cautivó el silencio que allí reinaba, roto en ocasiones por el crujido siniestro de una rama, por un chasquido agudo que sonaba en la oscuridad como una nota desgarrada de un instrumento obsoleto. La noche, al contrario de lo que había pensado, discurrió allí con más calma que en otros sitios: los sueños de todos, por una razón inexplicable, se llenaron de alentadores presagios, de músicas que suscitaban en el alma una dulce determinación.
Al alba, fueron despertados los de Fayad por un canto armónico de pájaros, ocultos todavía en la fronda. Entre los álamos se insinuaba una luz de melocotón, disuelta como una lluvia menuda en el paisaje. Creyeron, al verla, que nacían de nuevo, que el mundo acababa de crearse. Anduvieron un buen trecho, por senderos flanqueados de intrincados zarzales, entre acequias cubiertas de hierba, por las que circulaba a veces un raudo tropel de aguas turbulentas. Entre las ramas de los álamos penetraban espadas de luz que combatían con las sombras, chorros de claridad ardiente que dejaban un aura de cielo flotando en el espacio. Los senderos se hicieron tan estrechos que ya casi impedían el paso de los carros, por lo que hubo que parar con el fin de dirimir si continuar avanzando. Se determinó volver para salvar los carros, pues era arriesgado prescindir de ellos a aquellas alturas de su trayecto. El otoño, que acababa de empezar, había dorado ya las hojas de muchos árboles: otras, arrebatadas por los vientos, reposaban ya en el suelo, mezcladas con los limos que se formaban en las orillas de los caminos. Tenía todo allí un dulce encanto, nacido de la propia atmósfera que envolvía la tierra, una atmósfera embriagadora de leyenda oriental o de cuento largamente invocado. Al desviarse hacia un lugar más despejado desembocaron en una especie de alberca, llena de un agua muy clara, en la que el cielo se reflejaba con una rotundidad que impactaba. Se aprovisionaron de ella para que no les faltara en el viaje; algunos incluso, llevados por un natural impulso, se bañaron un rato, de lo cual salieron bastante contentos; decían que nunca se habían sentido más descansados después de haberse dado un baño; era como si aquella agua hubiera ejercido en ellos un efecto reconfortante, con el que sus miembros habían recobrado el vigor y la energía que les hubiesen faltado antes. Reanudaron el camino por la alameda, donde los asaltó de nuevo el mismo silencio que los había asombrado al principio, solo interrumpido por canto aventurero de los pájaros o por algún que otro chasquido que en las ramas se producía. El sol había incendiado de gloria algunos sitios, en los que la luz se había sobrepuesto por fin a las sombras. Antes de la nueva parada, fueron sorprendidos por un grupo de mujeres que salía de un claro del bosque. Eran unas mujeres jóvenes, con los cabellos rubios esparcidos por la espalda, vestidas con unas túnicas muy largas, de un tejido que a simple vista se antojaba muy suave. Al verlos, se detuvieron, en posturas que resultaban bastante graciosas. Quisieron saber en su lengua adónde se dirigían, a lo que ellos repusieron que a una región del norte, donde la vida era pacífica. Una de ellas, la que parecía más desenvuelta, indicó con gestos que las acompañasen; parecía dispuesta a mostrarles un lugar en el que también podían hallar lo que andaban buscando. Era muy guapa, de una belleza inaudita, igual que el resto de compañeras. Sus ojos eran de un azul radiante, muy parecido al que habían visto reflejado en la faz del agua de la alberca. Tenía los labios rojos, muy bien delineados, como si hubieran sido trazados en su cara por la mano de un gran artista. Acier, el hijo menor de Daniel, que todavía no había cumplido los dieciséis años, hizo ademán de seguirla, pero el padre de inmediato se opuso, temerosa de que aquella insinuación de la agraciada joven encerrara algún peligro.
−Hay que ser precavidos −sentenció Daniel después de oponerse a aquello.
−Yo no veo ningún mal en acompañar a estas mujeres −porfió el hijo, que no apartaba los ojos de la que había hecho aquella insinuación.
−No es bueno dejarse llevar por los instintos −replicó con aparente calma Daniel.
−Los instintos a veces nos guían −adujo el joven, al que no se le veía dispuesto a ceder tan pronto.
−Hay bellezas que nos embaucan −intervino Afir.
−La belleza siempre es un bien −objetó Acier, muy seguro de lo que quería.
Las mujeres no entendían lo que ellos hablaban, pero por el tono de sus palabras y por los gestos que hacían eran capaces de adivinar lo que decían, de modo que pronto vieron en Acier a una presa fácil de llevar a su terreno, a un sujeto al que podían persuadir con sus innumerables encantos.
−En muchas ocasiones el mal se disfraza de bien −repuso Daniel, colocándose con decisión ante su hijo, al que consideraba capaz de cumplir lo que había apuntado.
−Yo quiero correr mi propia aventura, padre; si acierto, alcanzaré la felicidad que todos estamos buscando; si fracaso, podré rectificar para no volver a caer en el mismo error −manifestó Acier.
La mujer que había intervenido antes se plantó entonces de improviso entre los dos, como si reclamase un derecho. Sus ojos azules provocaron en Acier una tormenta de sentimientos arrebatados, ante los que no podía resistirse. Con una voz muy dulce, dijo la mujer algo, una queja tal vez, o una nueva insinuación con la que trataba de convencer al joven que por ella tanto había porfiado.
−Me voy con ella, padre −musitó Acier.
−Sois libre, sabéis lo que hacéis, mi querido hijo. Hay cosas que yo no debo contravenir, ya que escapan a mis dominios. El poder que yo tengo es el de la palabra; si la palabra no es convincente, no me queda más remedio que ceder a lo que sobrevenga, a lo que quizá estaba ya establecido en el destino.
Acier era un chico alto y corpulento, de una fortaleza impropia para su edad, con la cabeza llena de rizos, las pestañas de una longitud inusitada, con los ojos de un verde desteñido, casi amarillos. Su cara terminaba en un mentón recio, característico de una voluntad firme, incapaz de doblegarse a algo que a la fuerza se le impusiera.
−Me voy −repitió.
Otros jóvenes de Fayad, animados por su ejemplo, mostraron enseguida intención de secundarlo. Serían más de siete, por lo que el conflicto que se planteaba con aquella marcha resultaba ya bastante considerable. Afir y Judá, viendo la desbandada, no tuvieron más remedio que intervenir.
−De aquí no se puede ir nadie −espetó Afir a los que se iban.
−Si está decidido que nos vayamos, será muy difícil que se nos impida −contestó Acier sin desviar la vista de quien lo tenía subyugado.
−Pensadlo bien −terció Judá.
−Nada podrá detenernos −replicó con más energía Acier.
Las otras mujeres, en vista de la situación, se precipitaron sobre los jóvenes, a los que cogían ya de las manos para llevárselos consigo. Acier, en medio de todos, dio las suyas a la que se postulaba como su prometida, que no dudó en estrecharlas para hacer lo mismo que sus congéneres. Daniel, con un gesto, contuvo a Afir y Judá, que casi ya se abalanzaban sobre los desertores.
−Dejadlos −dijo.
Habían dado ya varios pasos los que se marchaban con las bellas aparecidas cuando de pronto irrumpieron por la senda por la que iban los ínclitos viajeros, envueltos en las mismas túnicas con las que se habían presentado en Fayad.
−La felicidad no está en el exterior −proclamó uno de ellos.
−Está dentro de cada uno −prosiguió otro.
−Venid conmigo a buscarla −propuso el tercero cuando ya los jóvenes se cruzaban con ellos.
El efecto de aquellas palabras, proferido con un tono tan tierno, fue inmediato. Desembarazándose de sus prometidas, los jóvenes retrocedieron sobre sus pasos y volvieron a integrarse en el grupo, ante el cual los viajeros se pararon, revestidos de una gracia que no se podía explicar. El que se había adelantado antes a hablar lo hizo de nuevo ante todo el auditorio que se había congregado para atenderlo:
−Como habíamos prometido, estamos aquí para ayudaros. No queremos que ningún miembro de la caravana se pierda; por eso hemos salido al encuentro de estos jóvenes, cuando hemos visto que estaban a punto de caer en un irreparable error. Es posible, con todo, que no lo comprendan, porque a ellos solamente los mueve el deseo de ver cumplidos sus buenos propósitos; creen que cualquier cosa es válida para realizar sus proyectos, pues en su mente no cabe que algo pueda desviarse.
Daniel quiso replicar, pero el segundo viajero se le anticipó a su deseo:
−Lo que atrae puede ser fatal: lo que cautiva por su rutilante belleza suele ser un engaño, una trampa en la que muchos por su innata codicia caen.
−Estaban en mayor peligro estos jóvenes que cuando han pasado por otras situaciones que parecían más difíciles −informó el tercer viajero.
−Las tentaciones siempre existirán −informó el primero−; para no sucumbir a ellas, es necesario tener una gran fe en lo que se pretende, en el objetivo que se persigue.
−El objetivo que persigue el pueblo de Fayad no es otro que alcanzar la tierra prometida −continuó el segundo, como si siguieran los tres un guion acordado.
−Una tierra que está al norte, muy lejos todavía de aquí −completó el tercero.
−Habéis de seguir caminando, siempre confiados en lo que os acabamos de decir −dijo a modo de despedida el primero.
Con mucho sosiego, se abrieron paso entre todos los que los rodeaban. Los vieron alejarse a un ritmo tranquilo, altos y esbeltos, con el cabello largo, enfundados en sus túnicas blancas, ceñidas con cíngulos dorados.





































7


Eran muy altos, de una estatura que casi rayaba en lo prodigioso, en lo que es digno de admiración. Tenían la piel tostada, los ojos aceitunados. Llevaban, aunque no hacía todavía frío, largos sayales, llenos de mugre y de remiendos. En sus voces se notaba que no eran de aquellas tierras, sino de otras muy remotas, de las cuales habían salido hacía ya mucho tiempo. Hablaban una lengua áspera, con muchos sonidos guturales, con palabras muy parecidas a las que ellos mismos empleaban, quizá porque procedían de unas mismas raíces, de un idioma antiguo que fuese en su origen común para los dos pueblos. Constituían un grupo de rudos mercaderes que atravesaban los países para vender sus productos, a menudo transportados desde lejanos sitios. Formaban una caravana menuda de carros y de camellos, en los cuales cargaban sus mercancías. Según declararon en una de sus primeras conversaciones, llevaban pieles y prendas de tafetán que eran muy preciadas en otros lugares. Se encaminaban hacia el oeste, hacia un reino al que llamaban con el curioso nombre de Taifar: según contaban, era un reino recién constituido, habitado por un pueblo en el que se mezclaban distintos orígenes. Tenía fama Taifar de ser una zona de gran belleza, en la que las primaveras y sobre todo los otoños reunían mucho encanto.
Barac, dueño ya de una notable capacidad para comunicarse, intimó con algunos de aquellos hombres. Ellos también, por su condición de mercaderes ambulantes, eran bastante dados al diálogo. Resultó que apreciaron mucho a Barac y a otros jóvenes que con él se acercaron, todos ellos interesados en conocer el tipo de vida en el que aquellos viajeros estaban inmersos. No fue, en realidad, mucho el tiempo que pudieron estar juntos, ya que cada grupo tenía que ponerse pronto en camino. Sin embargo, sí fue suficiente para que dos de aquellos comerciantes se quedaran vivamente impresionados con lo que Barac y los suyos les dijeron: aquello de que buscaban una tierra prometida, en la que habían de ser felices para siempre, los atrajo tanto que no pudieron resistirse al deseo de ver lo que la tal promesa encerraba. Sin pensarlo mucho, decidieron dejar todo lo que hasta entonces habían conocido para caminar con los de Fayad en busca de esa tierra anunciada.
Jaciar y Esín, que así se llamaban los recién incorporados, resultaron ser muy dóciles para cumplir todo lo que se les mandase. En cuanto se pusieron bajo la dirección de Daniel, dieron enseguida cuenta de esta cualidad que tanto los caracterizaría. Barac, especialmente, estuvo muy orgulloso de ellos, como así lo demostró con las frecuentes atenciones que les dedicaba.
No habían andado media legua después de la parada cuando se encontraron en un terreno sinuoso, con lomas y colinas de escasa altura, en las cuales hubieron de distinguir unas como cuevas que estaban excavadas en ellas. En cuanto se acercaron, pudieron comprobar que no se hallaban vacías, pues a sus puertas comenzaron a salir los extraños moradores que las habitaban. Se trataba, según fueron constatando, de unas mujeres de aspecto estrafalario, vestidas con andrajos de los más diversos colores, con los cabellos desgreñados. Eran bajas, algunas de un talle más bien grueso. Al principio, no tenían los de Fayad intención de parar, pero después algo los detuvo, quizá la curiosidad que les había suscitado aquel grupo de mujeres desmañadas, en quienes quisieron ver un contrapunto de las jóvenes náyades con las que antes se habían encontrado. Barac, que parecía cobrar cierto protagonismo, trabó pronto conversación con varias de ellas. Se interesó por saber desde cuándo se habían instalado allí y por qué medios vivían; le contaron que llevaban muchos años en aquellos parajes y que se servían de los propios recursos que la naturaleza les proporcionaba. Preguntó luego Barac por qué no había hombres, a lo que ellas respondieron que no los necesitaban y que no se afincaban allí porque todos las rehuían. Barac se sintió muy conmovido por todo lo que dijeron, aunque no hubiera sido capaz de razonar por qué.
La caravana, a requerimientos del nuevo protagonista, se asentó por unas horas en los alrededores de las cuevas, donde podían tomar aliento para proseguir. Las cosas se sucedieron después de una forma que ninguno hubiera podido imaginar. Barac, al ver que tenía cierta ascendencia en los demás, convenció a Esín y a otro miembro del grupo para ir a hablar de nuevo con aquellas mujeres, por las que sentía cada vez más interés. Era este último un hombre casado, al que todos los de Fayad conocían como Anés; tenía varios hijos, a los que no dejaba de aleccionar para que por ellos mismos se pudieran defender. Una de sus principales virtudes era la del tesón: él nunca abandonaba sus tareas, por muy duras o ingratas que le resultasen al principio: tenía el don de la constancia, con el cual estaba capacitado para afrontar las empresas más difíciles, aquellas que nadie quería asumir por miedo a un fracaso anticipado. Era audaz en todo lo que hacía; quizá por ello se había dejado seducir por lo que Barac le proponía, por los deseos que mostraba por volver a entablar conversación con aquellas trogloditas.
Lo primero que hicieron ellas fue enseñarles las cavernas en las que vivían. Al contrario de lo que ellos pensaban, eran estas de grandes proporciones, con habitaciones que parecían muy confortables. Las paredes, todas de roca, mostraban numerosas pinturas: figuraban en ellas siluetas de mujeres, montadas algunas en estilizados corceles, agrupadas sobre un fondo naranja, quizá el cielo de una tarde de verano. Todas las mesas y repisas de las estancias estaban llenas de objetos de diverso uso, casi todos ellos de cobre.
−Nosotras solo queremos el bien de los hombres −dijo una de ellas.
−Nunca hemos pretendido otra cosa −corroboró otra.
−A todos los que alguna vez hemos atendido los hemos hecho felices −recordó una tercera.
−Todo lo que se ha dicho sobre nosotras es incierto −continuó la primera−. Son rumores infundados, en los que se han basado algunos hombres para desprestigiarnos.
Eran solo tres las que se hallaban con ellos. A simple vista, eran muy parecidas, aunque la que había hablado primero aventajaba a las otras en donaire y en disponibilidad. No reunían mucha belleza, pero había en ellas algo que las hacía agraciadas y atractivas, tal vez el mismo modo de expresarse, los gestos con que acompañaban las palabras. Desde que habían empezado a conversar con ellas, se vieron los tres visitantes inclinados a escucharlas, con una atención que en otro momento quizá les hubiera parecido desmedida.
−¿A qué dedicáis la jornada? −inquirió Barac después de la última intervención, deseoso de que continuaran halando.
−Por las mañanas limpiamos nuestras casas y hacemos varios arreglos en ellas     −refirió la de mayor donosura−; luego nos vamos por estos contornos en busca de comida, como ya os hemos contado; estas salidas nos sirven para charlar entre nosotras y para pensar en nuestras cosas; a la hora de comer, comemos, siempre muy juntas, en la casa de alguna, pues de esa manera estrechamos aún más nuestras relaciones; por las tardes, dormimos varias horas, porque nos gusta mucho dormir para que nuestro ánimo se serene y se fortalezca; más adelante, nos sentamos en el umbral de nuestras puertas; muchas veces nos entretenemos en cantar todas a coro alguna canción antigua, porque es algo que también une mucho y que eleva el espíritu; por las noches, cada una se encierra por fin con sus pensamientos, con todo lo que ha pensado y registrado en su cabeza a lo largo del día; más tarde, como es natural, dormimos, hasta que antes de que amanezca un ave, siempre la misma, nos despierta con sus arrullos y gorjeos.
Los tres se quedaron encantados con el relato, más por la dulzura de la voz que por lo que en realidad revelaban las palabras. La segunda de ellas, sin desmerecer a la primera en ello, añadió por su cuenta nuevos datos:
−Los sueños son muy importantes para nosotras. A veces, cuando por las mañanas caminamos, nos contamos lo que hemos soñado y, si vemos que es digno de interés, tratamos entre todas de desvelar lo que significa, porque todo lo que soñamos tiene un sentido, un sentido que puede tener una importancia decisiva para nuestras vidas. Nosotras creemos que en los sueños está escrito nuestro futuro: a través de las imágenes que en ellos vemos podemos descubrir lo que nos va a suceder más tarde o más temprano.
La mesura y suavidad de su voz dejó muy hechizados a los tres. Ninguno de ellos, ni Barac con su gran desenvoltura, ni Esín con su desenfado de mercader, ni Anés con su audacia, podían ya hablar: solo podían escuchar a sus tres anfitrionas, que veían cómo las cualidades de las que estaban dotadas causaban en ellos un efecto inmediato.
−También nos gusta mucho admirar todo lo que en la naturaleza hay −dijo ahora la tercera−. El mayor espectáculo que existe en el mundo es el que la naturaleza nos ofrece: es una verdadera fiesta para los sentidos, con la cual nosotras disfrutamos. Sería imposible enumerar todos los encantos que en ella encontramos, todos los matices que en ella distinguimos. Nuestros espíritus son ahora más puros desde que nos hemos dedicado a apreciarlos: para nosotras ya no hay mayor placer que el que sentimos en los ratos en que algo nos embelesa.
La fuerza de atracción que ellas en ellos ejercían era tal que casi podía decirse que los tenían hipnotizados: cualquier petición o demanda que alguna de las tres hubiera formulado habrían sido ejecutadas puntualmente por ellos, de un modo mecánico. Los sacó de la hipnosis Judá, que se había aprestado a ir por los tres en vista de que no regresaban. Con grandes apuros consiguió que salieran de allí, no sin antes prometerles que podían regresar cuando quisieran.
La atracción que sintieron les dejó, sin embargo, el corazón muy trastornado, pues desde entonces empezaron a amar a aquellas mujeres de una forma desordenada: el arrebato que por ellas experimentaban llegaba a tal punto que más que una pasión era una enfermedad lo que tenían, una enfermedad que además no parecía que tuviese ninguna cura. El atractivo de ellas no residía en lo físico, pues no eran de ningún modo bellas: estaba concentrado más bien en su voz, en el dulce acento con que la emitían, en las suaves cadencias con que la modulaban. En cuando ellas les hablaron, se vieron, en efecto, atrapados en un embrujo inusual, en una suerte de encantamiento del que por sí mismos no podrían escapar. Perduraba en ellos un amor incondicional, en el que no intervenían razones de orden exterior, como ya queda apuntado, sino que ahora todo obedecía a una subyugación interior, a una dependencia de carácter espiritual. A pesar de que Barac y Anés tenían ya mujer a la que rendir cuentas, no podían evitar sentirse atraídos por las que en aquel sitio habían conocido; y, como si se hubieran puesto de acuerdo en ello, cada uno se decantó por una de las tres afables trogloditas: Barac lo hizo por la primera, con la que se había sentido ya desde el principio muy unido; Anés, el audaz, se inclinó por la segunda, como si hubiera de estar siempre a la estela del hijo de su jefe; y Esín, el mercader, no tuvo más opción que la tercera, que no era inferior en cualidades a las otras dos.
Este enamoramiento no podía pasar desapercibido por los demás: se mostraban tan enajenados los tres que parecía que no viviesen en la realidad, que hubiesen desertado necesariamente de ella. Los veían a veces caminar con pasos inseguros, como si no fueran capaces de coordinar sus movimientos, en la mayoría de los casos sin saber adónde iban, con la vista perdida en alguna vaga idea que se insinuase en sus cabezas. Su estado era para todos muy lastimoso, de ahí que se preocuparan enormemente por ellos: todos eran de algún modo conscientes de que no podían arrebatarlos a la fuerza de allí, pues las consecuencias para ellos habrían de ser funestas. Daniel fue, por supuesto, el primero que trató de solucionar el asunto, sin que diera con la fórmula para conseguirlo. «El amor es siempre la causa principal de los desbarajustes de este mundo», había sentenciado Noemí en el momento en que mayor era la preocupación sobre aquello.
A nadie, en fin, se le ocurría cómo acabar con el enajenamiento en que habían caído los tres infelices. Alguno sugirió entonces que podían recurrir a ciertos conjuros, a viejas componendas de bebedizos y de gestos rituales con los que terminar con aquella plaga sentimental. Se llamó enseguida a antiguos oficiantes para que intentaran con sus artes devolver a aquellos hombres a la realidad de la que habían huido. Aunque todo se hizo como los viejos curanderos demandaron, las cosas continuaron después igual, sin que ningún cambio se observara en el ánimo de los conjurados, ningún síntoma por el que se pudiera barruntar que su alma estaba ya libre del hechizo que la tenía sometida.
Fue grande la decepción que ello causó. Barac, Anés y Esín continuaban yendo a hablar con las mujeres, sin que nadie se atreviera a impedírselo. Cada vez que lo hacían, sus espíritus experimentaban una nueva agitación: el trastorno que sufrían era tal que ya solo tenían voluntad para cumplir lo que ellas les pidiesen; su vida era en los instantes de mayor exaltación un remedo de la que ellas seguían.
Un día, Noemí tuvo una inspiración afortunada: viendo que el problema era muy grave y que solo afectaba a los tres hombres que con las mujeres habían hablado, concluyó que su origen radicada en la propia naturaleza de las hembras, que quizá estaban dotadas de poderes especiales que atraían a los hombres. Sospechó Noemí, en el curso de aquella inspiración, que no eran precisamente poderes de orden físico, sino más bien de índole más profunda, de un encanto que naciera en las mismas interioridades del alma. Conjeturó así que quizá el mejor antídoto contra aquel influjo sentimental era el que podía aportar una mujer de otra casta, una mujer fuerte que no se dejara vencer por las dulces prendas que sus rivales tuviesen. Sin pensárselo mucho, se ofreció como voluntaria para llevar a cabo aquella insólita empresa. Daniel, por supuesto, le dio el parabién y confió en su sabiduría para que el caso se resolviera.
Noemí, elegantemente vestida, se presentó en la casa de una de aquellas mujeres antes de que ellos fueran a verlas. Las encontró a las tres reunidas, como era su deseo, ataviadas con sus ropajes viejos, con sus harapos de variado colorido.
−Soy la madre de Barac −dijo a modo de saludo−. He venido no en calidad de madre, sino de mujer de su tierra.
−Sed bienvenida −contestó la favorita del hijo.
−No hay nada que cause más satisfacción a una mujer que ver sometido a un hombre que le interesa −continuó Noemí−. Para conseguirlo, utiliza todas las artes de que está dispuesta. Las más eficaces son, sin duda, las que proceden del espíritu, las que obligan al amante a someterse de un modo continuo. Es una esclavitud espiritual, de la que es muy difícil liberarse. Hace falta otra fuerza que venga en la ayuda de esos esclavos, de esos amantes rendidos. Yo estoy aquí para ello, para liberar a los tres hombres que han caído en vuestras redes. Ellos no pueden hacerlo, pero yo sí conseguiré arrancarlos de las garras que los aprisionan, del hechizo que en sus almas habéis arrojado. Desde ahora son libres; ya no podréis disponer de ellos nunca más.
Noemí se retiró sin esperar ninguna respuesta. Cuando los tres hombres regresaron a los aposentos de sus tres amadas, estas ya no estaban en ellos. Las buscaron por todos los sitios, a veces con una desesperación desmedida, con un furor incontenible. Al no hallarlas, volvieron con los suyos. Se les notaba muy decaídos, con el ánimo muy afectado por el contratiempo que habían sufrido.
A la mañana siguiente, sin saber muy bien cómo, los tres amantes comenzaron a ver su aventura como un suceso muy extraño, del que casi querían arrepentirse. No comprendían cómo podían haberse enamorado de unas mujeres que físicamente no reunían gran atractivo. La caravana, al poco tiempo, antes quizá de lo previsto, se ponía otra vez en camino.









8



Caminaron durante dos días seguidos; sólo se detenían para reponer fuerzas o para pernoctar. El destino los condujo a una ciudad que se hallaba recostada al pie de un monte; era una ciudad, como otras, fortificada, a la que accedieron a través de una puerta que se abría entre recios murallones de mampostería. A la hora en que llegaron, apenas había gente por las calles; era una hora avanzada del crepúsculo, en la que una luz de cereza agonizaba en los tejados de las casas. Se encontraron con algunos grupos de soldados que vigilaban con cierta negligencia el tránsito de las calles. Había también desarrapados que se quedaron mirándolos con reprobación y con miedo, como si fueran unos intrusos que iban a disputarles los lugares a los que ellos acudían para que los socorrieran. Acamparon en una amplia explanada que se extendía frente a una de las torres; en el centro había un pozo, del que podían extraer toda el agua que quisiesen. Los de Fayad tenían ya la condición de nómadas impresa en su carácter, en su forma de entender la vida. Estaban ya acostumbrados a acomodarse a los sitios, por muy ingratos que fuesen. En aquel no hallaron, en principio, obstáculos que hubieran de vencer; todo les resultó tranquilo allí, casi dispuesto para que ellos lo gustasen.
Pasaron la noche sin ningún sobresalto, con sueños que se les antojaron a la mayoría muy plácidos, teñidos quizá de cierta melancolía. Por la mañana pudieron explorar mejor el lugar al que habían arribado: si en Betsaín la belleza nacía de su propia vetustez, en aquella ciudad, a la que después conocerían como Osar, el atractivo que podía existir residía en la reciedumbre de sus construcciones, en la adustez con que había sido concebida. Las gentes, vistas más de cerca, parecían dotadas también de un talante severo, de una propensión innata a la austeridad y al trabajo regulado por principios inamovibles.
Las impresiones que recibieron casi se confirmarían después cuando trataron con más confianza con los habitantes de Osar. Eran la mayoría de ellos muy serios, algo circunspectos en su modo de comportarse. Se dieron cuenta enseguida de que había dos tipos claramente diferenciados: por un lado, estaba una clase de personas de talla disminuida, con las piernas muy cortas, a las que les costaba gran trabajo caminar; en el lado contrario, se situaban otras con rasgos también muy definidos, con el talle recto, la figura enhiesta, la cara alargada y angulosa. Tales diferencias físicas parecían corresponderse con ánimos muy dispares, con desavenencias que pronto saltaban a la vista: los de tamaño pequeño eran seres recelosos, un poco acomplejados frente a los otros; los otros resultaban, por el contrario, soberbios y engreídos, incapaces de relacionarse con individuos que no estuviesen a su altura. De ello había derivado que aquellos, por mor de su pequeñez, desarrollaran formas de contrarrestar sus desventajas, con procedimientos que a veces rayaban en lo ilícito.
Aquel mundo dividido hubo de impresionar mucho a los de Fayad. Por fuerza, tuvieron que optar por una de las partes, quizá por la que vieron naturalmente más débil. El aspecto desmedrado de aquellos ciudadanos despertó en ellos sentimientos de lástima que nunca habían experimentado, de los cuales se originó una simpatía que los llevó a interesarse mucho por ellos. Al comienzo eran solo encuentros fugaces, en los que unos y otros daban a conocer levemente sus propósitos; los de Osar, siempre más desconfiados, se reservaban a veces sus opiniones, aun cuando habían advertido que a los nuevos forasteros no los movía ninguna pretensión concreta. Los recelos que hubieran podido tener se desvanecían pronto ante la buena fe que reconocían en ellos, ante el espíritu expansivo y amigable con que a menudo eran abordados en su tránsito diario.
Entre las relaciones que más se consolidaron, destacó la que unió precisamente a Daniel con uno de los principales cabecillas de aquel bando. De una conversación trivial, poblada de silencios, surgió una amistad que acabó por hacerse bastante asidua. Magín, el pequeño individuo, tenía como todos el cuerpo hinchado, la cabeza grande, casi desprovista de pelos. Era moreno, con la frente surcada de arrugas, los ojos de un azul de crepúsculo. Antes de hablar, solía contraer el gesto, como si se esforzase mucho en hacerlo. Su voz era, por lo general, grave, empedrada de ronquidos.
Después de coincidir varias veces, acordaron que se verían en la casa de Magín, en la que sin duda habrían de estar más a gusto. De esta manera los encuentros se hicieron más reservados, sin la presencia de otras personas que pudieran perturbar la intimidad que entre los dos se estaba creando.
Magín estaba casado con una mujer de sus mismas características, de un porte quizá más agraciado que el suyo. Cuando ellos se reunían, la mujer con gran discreción desaparecía, acompañada de los hijos. Daniel y Magín hablaban de cosas cada vez más serias, entre las que incluían la propia idiosincrasia de sus pueblos. Se enteró así aquel de la enemistad que enfrentaba a los dos bandos de Osar, de las disputas que entre ellos se habían producido. Había diferencias insalvables entre ellos, puntos de desacuerdo que se remontaban a tiempos muy antiguos y que habían sido la causa de disensiones y de enconamientos casi constantes. Magín contó a Daniel que los suyos habían intentado más de una vez un acercamiento amistoso, del que siempre habían salido malparados por el empecinamiento con que los otros habían defendido sus asuntos.
Hablaba mucho Magín cuando observaba que Daniel lo escuchaba con atención. Sus reuniones tenían lugar en un salón de su casa, cuyas ventanas daban a uno de los barrios más populosos de Osar; se veían desde ellas los tejados escalonados, distribuidos de una forma que podía parecer caprichosa, fruto del azar con que había ido creciendo la ciudad a lo largo de los años; tras los tejados, se divisaban varios retazos de muralla, ennegrecidos por el tiempo; continuaba un horizonte de peñas y de tozales oscuros, intercalado de breñas y de retamas numerosas. A los dos les gustaba asomarse de vez en cuando a las ventanas, como si al contemplar aquel paisaje sus pensamientos encontraran el equilibrio adecuado, el punto de serenidad que les hacía falta para discurrir con la sensatez que ambos deseaban.
−Ellos tienen más poder que nosotros −le confió Magín en cierta ocasión a Daniel−. Son muy inteligentes: gracias a sus cálculos, han adquirido en Osar cada vez más privilegios, de los que obtienen pingües beneficios. Han conseguido crear una sociedad muy selecta que dirige y gobierna muchos oficios. Entre sus pupilos, cuentan con ciudadanos muy avispados que desempeñan sus cargos sin escrúpulos, de un modo que se puede tildar de muy injusto.
−Según veo, ellos son casi los amos de esta ciudad, los que tienen un mayor dominio    −manifestó Daniel, sin atreverse a contrariar a Magín−. Supongo que habrá alguna forma de contrarrestar sus poderes, alguna manera de minar la fuerza que tienen.
−Para luchar contra ellos, solo cabe emplear métodos ilegítimos −confesó Magín, al tiempo que sus ojos crepusculares vagaban por el paisaje.
−Yo no me refería a eso, me refería más bien a un sistema de defensa, a un sistema capaz de impedir que ese ominoso dominio que ellos ejercen no se extienda más, no alcance proporciones intolerables.
−Solo se puede competir con ellos con armas ilegales.
−Para mí no existe más ley que la que nace del corazón: todo lo que está fuera de ella me parece execrable. El pueblo de Fayad, al que yo represento, salió huyendo precisamente de sus tierras porque no quería enfrentarse al invasor, porque no estaba dispuesto a soportar durante más tiempo sus tropelías. No hay mayor valor para nosotros que el de la paz, no conseguida por medio de una ardorosa lucha, sino por vía del amor, en el cual creemos sobre todas las cosas.
Magín calló, sin saber lo que había de contestar: por primera vez alguien se había atrevido a cuestionar sus ideas con argumentos en los que él nunca había pensado, muy diferentes de los que él esgrimía con frecuencia para defender sus intereses. Sus ojos repasaban una vez más el panorama que desde allí se contemplaba, tratando de localizar cada detalle.
−Se nos podrá tildar quizá de cobardes, pero nosotros nunca renunciaremos a nuestros principios −continuó Daniel, plantado en medio del salón−. La cobardía es propia de quienes tienen miedo de perder lo que es suyo, lo que desde siempre les ha pertenecido. A nosotros no nos ha movido ese miedo, sino el deseo de hallar algo mejor, algo que esté libre de los peligros que hemos conocido.
−Todo lo que decís está muy bien, pero no se adecúa con los hechos, con la realidad que a diario hay que afrontar −replicó Magín, volviéndose hacia su interlocutor con gesto algo perturbado−. Las cosas no son tan fáciles como presumís, pues están siempre dominadas por las fuerzas del mal. Pensar en un mundo perfecto, en un ideal, es inútil, un empeño absurdo. Lo que se debe hacer es cambiar las condiciones en que uno vive, las circunstancias que le impiden ser feliz. En nuestro caso, está muy claro que jamás seremos felices si no vencemos la oposición de nuestros enemigos, las trampas que siempre nos tienden.
−Será muy difícil que nos entendamos −reconoció Daniel.
−Aunque es muy complicado, nosotros siempre aspiraremos a invertir la situación −informó Magín, volviendo a mirar por la ventana−. Nuestra vida no tendría sentido si no lo intentáramos, si no lucháramos por recuperar lo que era nuestro, todo lo que esos depredadores taciturnos nos han arrebatado durante siglos.
−¿Qué artes emplearéis para ello?
Magín calló de nuevo, alzándose un poco sobre las puntas de los pies para mirar mejor. En el paisaje que se divisaba desde allí refulgía la luz de un otoño antiguo, una luz de tono cobrizo que aleteaba con la vaguedad de una lluvia macilenta. Contrastaba aquel resplandor con el que se extendía por el recinto en el que ellos estaban, muy parecido al que predomina en los sueños.
−Si nos ayudáis, podremos vencerlos −propuso Magín de pronto, al tiempo que se daba otra vez la vuelta, con los ojos todavía impregnados de paisaje, con un reflejo remoto detenido en sus pupilas.
Daniel no supo qué decir: tan sorprendente le había parecido la propuesta de Magín que por unos momentos permaneció aturdido.
−¿Cómo será eso? −balbuceó tras breve momento.
−Es muy fácil −explicó Magín−. Ellos lo tienen todo calculado, como decía. Cualquier variación importante los puede hacer vacilar en sus propósitos. Por muy seguros que se hayan mantenido, un apoyo como el vuestro los desconcertará bastante: creerán que nos dais la razón y que sus ideas son rechazadas por personas ajenas a nuestro mundo. Esto les hará temer movimientos extraordinarios, contra los que no están prevenidos. Nosotros aprovecharemos entonces su desconcierto para maniobrar como queremos, para arrebatar su poder. Intentaremos convencer a muchos que los sustentan de que hay todo un pueblo que nos apoya y que es bueno que se pongan también de nuestro lado.
−Tenéis mucha seguridad en vuestra victoria −repuso Daniel.
−Es una victoria que esperamos desde hace mucho tiempo −reveló Magín−: yo la presentía, aunque no sabía la hora en que había de producirse. Si nos ayudáis a conseguirla, os recompensaremos con puestos de mucho poder. Viviréis muy bien aquí, donde seguramente alcanzaréis la paz que anheláis, sin tener que desplazaros hacia el norte.
−Lo consultaré con mis consejeros −respondió casi de inmediato Daniel.
La figura de Magín, encogida, pequeña, había quedado recortada sobre un haz de luz soñolienta que penetraba por la ventana, de un tono ahora azafranado.
Se celebró la reunión en la tienda de Daniel. Asistieron a ella, además de los consabidos consejeros, Barac y Josafat, a los que se intentaba cada vez más implicar en las decisiones importantes. La presidía, como siempre, Daniel, despojado de los atributos que enaltecen a los que gobiernan; su dictado estaba basado siempre en la modestia, aun cuando a veces se creyese que era quien regía los destinos de los demás. En este caso, su postura era bien clara: aunque no se lo había comunicado a Magín en la entrevista que con él tuvo, era partidario de denegar el ofrecimiento, pues parecía cosa  de manifiesta venalidad.
−Todo es relativo −objetó Afir sobre tal extremo−. Yo no creo que cometamos ningún delito si apoyamos a quienes hasta el momento se han visto sometidos a lo que a otros se les antojase.
−Sería un error desaprovechar la oportunidad que ahora se nos brinda −terció Judá.
−Es posible que aquí alcancemos todo lo que afanosamente estamos buscando               −continuó Afir−. Confiar en una promesa no deja de ser una quimera. Más vale inclinarse por lo que ya se conoce que por lo que es solo producto de la imaginación. Esas tierras del norte que se nos han anunciado están muy lejos; es posible incluso que no existan o que no sean más que un lugar fantástico.
−Aquí se nos ha ofrecido, además, un poder con el que nunca hemos contado −agregó Judá.
−El poder corrompe −repuso Daniel.
Barac y Josafat no hablaban: su mera condición de asistentes los obligaba a permanecer en silencio, aun cuando a veces no les faltaban motivos para intervenir en el diálogo. Se limitaban a escuchar con gran respeto, con un interés que en ocasiones llegaba a puntos de máxima tensión.
−El poder no siempre es malo −contestó Afir.
−Si no se abusa de él, puede convertirse en un instrumento muy útil para servir a los demás −añadió Judá.
−La felicidad es un don −arguyó el jefe de Fayad−: no es un objeto que se obtenga con la conquista del poder.
−Lo más sensato sería quedarnos a vivir en Osar −replicó Afir.
−Hemos pasado ya por muchos sitios y en ninguno de ellos nos hemos asentado definitivamente. Debemos ser fieles a nuestro destino −dijo Daniel, a quien no acababan de convencer las razones que aducían sus compañeros.
−El destino nos ha traído a esta ciudad −respondió Afir, persuadido de que lo que él proponía era lo mejor para el pueblo de Fayad.
−Nunca sabremos si aquí podemos ser felices hasta que no lo comprobemos −porfió Judá−. Nada que no sea experimentado podrá ser reconocido: el bien solo es apreciado cuando se alcanza.
−Yo nunca he dejado de creer en lo que sueño −confirmó Daniel.
Josafat estuvo a punto de intervenir en aquel momento: sus juveniles efusiones lo inducían a dar la razón a Daniel, a respaldar lo que él con tanto ardor defendía. Lo contuvo la actitud serena de Barac, consciente de que había de disimular sus emociones en el curso de aquellos debates.
−Lo que se sueña es algo que no se tiene −dijo Afir.
−El poder os tienta, os hace pensar de un modo muy distinto a como habéis pensado    −replicó con más fuerza Daniel−. El poder os trastorna, os vuelve egoístas e interesados. Aquellos viajeros, si recordáis bien, nos advirtieron que habríamos de enfrentarnos a muchas tentaciones. Si no queremos caer en ellas, debemos estar muy seguros de nuestros principios. Lo que está enraizado en el corazón es mucho más fuerte que lo que tiene sus raíces en la tierra. Nosotros perdimos, en efecto, una tierra, pero buscamos otra que satisfaga lo que demanda nuestro corazón. En él anidan pasiones, sentimientos que solo podrán realizarse cuando se cumplan nuestros deseos, cuando nuestros anhelos de paz por fin se vean recompensados. Lo que mueve verdaderamente a las almas es el amor: el amor culmina, lleva a la plenitud lo que se sueña, levanta lo que estaba caído, sostiene lo que se tambalea; el amor edifica, fortalece a quien era débil, rejuvenece al que se creía viejo, perdona las culpas y las vilezas de quienes no se habían hecho merecedores de él; el amor lo justifica todo, lo reconstruye todo, trae la cordura y la salud a lo que estaba ya desahuciado e inerte.
Nunca había pensado Daniel pronunciar aquel discurso: su mente lo había concebido de pronto; en cuanto había empezado a hablar, las ideas habían brotado en ella de un modo espontáneo y natural, como si alguien se las hubiera inspirado, un ser superior, un espíritu que lo acompañase y que en esos momentos hubiese iluminado su pensamiento. Se sentía enormemente satisfecho, un poco agotado por todo lo que había dicho, como si hubiera realizado un gran esfuerzo para alumbrar aquello, para expresar todo lo que había de decir a aquellos compañeros suyos que se resistían a seguirle, seducidos por los privilegios de los que podían gozar si alcanzaban el poder, si conseguían encaramarse a los puestos que Magín le había prometido.
Afir, Judá, Barac y Josafat no pudieron por menos que asentir a lo que él con tanto ímpetu les había revelado. Todo lo demás carecía ya para ellos de sentido: las seducciones a las que estaban ahora expuestos eran vanos espejismos, simples embelecos con los que el mundo cautiva a los que se hallan más desprevenidos, a aquellos que no asientan su vida sobre cimientos firmes. En la cara de Afir, arrugada por los años y por las cavilaciones, comenzó a perfilarse una tímida sonrisa, gestada más por el agradecimiento que por la conciencia del error en que había caído. En la de Judá se advertía ya la ilusión que las palabras del jefe en él habían suscitado. Barac, sin poderse contener, mostraba el contento que las ideas del padre le causaban: sentía deseos de correr y de comunicar a otros sus esperanzas, los nuevos proyectos que en su cabeza se alojaban ahora. Josafat, más exaltado que ninguno, se explayó en gestos y en voces que manifestaban su profundo regocijo:
−¡Nuestro poder está en el corazón! −repetía con orgullo−. ¡Somos un pueblo que camina hacia un destino, nada nos podrá detener!
Daniel, después de aquello, tuvo intención de conocer a los gobernantes del otro bando: antes de marcharse de allí, quería hacer todo lo posible por conciliar las dos fuerzas que estaban enfrentadas en la ciudad; no se quedaba tranquilo si no lo intentaba al menos. Para tal misión, se llevó consigo a Afir, en el cual siempre confiaba para asuntos de aquella índole. Se había enterado por el propio Magín de que uno de los mandamases de aquella tropa vivía en una especie de sótano que se comunicaba con uno de los principales edificios de Osar, situado a no mucha distancia de donde ellos a la sazón acampaban. Por suerte, llegaron un día en que el tal personaje no estaba reunido; un sirviente, en cuanto se informó de sus propósitos, los hizo pasar por una escalera muy estrecha a donde aquel por lo común habitaba. Era un espacio lóbrego, alumbrado solo por la llama de una bujía. El hombre, cuando ellos bajaron, estaba sentado a una mesa, de espaldas a la entrada. Estaba todo aquel habitáculo lleno de trastos, entre los que no era fácil andar. Cuando estuvieron ante la mesa, el hombre se volvió. Vieron los dos que respondía a los rasgos que caracterizaban a todos los de su especie: era de rostro enjuto y descarnado, con los ojos negros, muy cercanos el uno del otro, la nariz afilada, la boca casi irreconocible por el escaso grosor de sus labios; tenía, además, el pelo ralo, las orejas puntiagudas, la nuez del cuello de un tamaño desorbitado, los brazos largos, con las manos sarmentosas, tatuadas de venas.
−Somos representantes de Fayad, el pueblo que se ha instalado desde no hace mucho en esta noble ciudad −se adelantó a decirle Daniel−. Hemos venido para comunicaros nuestro afecto y consideración, para daros a conocer lo que pensamos acerca de Osar. Ya que somos forasteros, juzgamos las cosas con imparcialidad, sin las inclinaciones que por lo general condicionan las opiniones de los vecinos.
−Sed bienvenidos −replicó el personaje, revestido en tal ocasión con un burdo sayal.
−No es nuestra intención molestaros −volvió a exponer Daniel−. Estamos aquí porque os apreciamos, porque sabemos que sois gente muy importante para Osar. En todos los pueblos son necesarios unos dirigentes que los gobiernen, unos hombres que sepan administrar los recursos para que se pueda vivir cada vez mejor.
−Así es −repuso casi sin pestañear el otro, como una estatua que tuviera la rara facultad de hablar.
−Queremos, no obstante, expresar una queja −continuó Daniel−. Desde que llegamos, hemos observado que en Osar los habitantes están divididos. Esto hace que Osar pierda fuerza con respecto a otras ciudades vecinas. Toda división es mala: de la unión nace el vigor para afrontar la vida con mejor disposición. Lo que separa es muchas veces efecto de un pasado que ya no debe tener ningún valor.
−Sois perversos −gruñó aquel mandamás de la ciudad.
−Nosotros no damos la razón a nadie −terció Afir−. Si se la diéramos a alguna de las partes, agrandaríamos la división. No es eso en absoluto lo que pretendemos. Nosotros somos un pueblo tranquilo que quiere que los demás vivan también en paz.
−Cuando hay guerra, la paz es imposible −contestó el mandamás.
−Cuando la paz reina en los corazones, las guerras no existen −replicó Daniel.
−Lo mejor es que os vayáis de aquí −terminó por decir el enojado personaje, mientras su nuez abultaba cada vez más en su cuello−. Aquí gobernamos nosotros: somos un pueblo intranquilo que lucha para que otros no lo dominen.
Se dieron cuenta de que nada podían hacer. Ante personas tan testarudas, era inútil cualquier intento por llevar a cabo una reconciliación: si obstinados se habían mostrado unos en defender sus intereses, no les iban a la zaga los otros en andar adelante en lo que más les convenía, sin que hubiera principio o coartada moral que los disuadieran.
El pueblo de Fayad era bien distinto: en poco más de una semana se reanudó la marcha, demasiado tiempo detenida en aquella ciudad tan rígida, en la que la propia adustez y reciedumbre de sus construcciones tenía una correspondencia exacta con la forma de ser de sus individuos.
A poco de abandonar Osar, prosiguieron por un camino de tierra que bordeaba una colina. La colina, áspera, llena de pedruscos y de breñales hirsutos, era el principio de una cadena montañosa que se sucedía en una larga de serie de elevaciones y de collados que no parecía terminar nunca, los más altos de ellos cubiertos de espesas nubes. El terreno, arduo y empinado, no les ofrecía demasiadas alternativas. Con algunas dudas, continuaron el camino que habían tomado, flanqueado de almendros de añosa corteza; tras un largo trecho, se tornó más sinuoso, con revueltas muy pronunciadas. Las cuestas, a medida que ascendían, se hacían muy tortuosas, con piedras y cárcavas por las que resultaba muy complicado pasar. Las ruedas de los carros empezaban a resquebrajarse y a crujir. Llegados a aquel punto, ya no podían retroceder: habían de seguir en la misma dirección si querían continuar hacia el norte, donde les aguardaba la justa recompensa a su esfuerzo. Con gran pesar, tuvieron más adelante que desprenderse de los carros, en los que habían transportado enseres y provisiones para el viaje. Era un contratiempo con el que no contaban, una circunstancia adversa que se añadía a las numerosas dificultades con que se hallaban en su trayecto. Las provisiones y los enseres fueron mudados a los serones de los burros, al tiempo que también las personas de peor estado eran llevadas a los lomos de los mulos y de los caballos, sobre los que habían de tomar asiento. La marcha, después de estos cambios, se hizo algo más ligera, aunque era difícil determinar los inconvenientes que de ellos podían derivarse.
Tras subir varias colinas, el camino inició un descenso suave que los condujo a un lugar menos escabroso, donde tuvieron a bien pasar la noche. Noemí, una vez que hubo reposado en la tienda, confesó al esposo lo que pensaba sobre aquel duro tráfago: «Nunca nos faltará el coraje», le dijo antes de tender hacia él sus brazos con solicitud amorosa.



























9



El siguiente día amaneció nublado. El sol, ardoroso en la víspera, apenas podía abrirse paso entre las nubes; a veces, en medio de ellas, se producía un desgarrón imprevisto, por el que se filtraba una luz de herrumbre. En cuanto la caravana se rehízo, la marcha continuó por el mismo camino que los había conducido hasta allí. Deambularon por una loma poblada de encinas, entre cerros abruptos. Tras ella, desembocaron en un paraje bastante quebrado, con subidas y bajadas que se sucedían entre riscos y peñas rojizas, con angosturas por las que no era fácil discurrir. La caravana comenzaba a estirarse y a culebrear a medida que avanzaban, bajo un cielo que se tornaba por momentos de un tono plomizo. Una curva les llevaba a otra, y esta a su vez a otra de un modo que parecía ininterrumpido. Los pasos, lejos de ensancharse, se estrechaban más, con paredes verticales de roca que alcanzaban bastantes varas de altura. La impresión que tenían era la de una pesadilla en la que se hubieran internado sin querer, por capricho de un destino que se empeñaba en desorientarlos y en hacerles más dificultoso el camino. Después de algún tiempo, la caravana ya se había disgregado: cada uno circulaba según su propio ritmo, a veces agrupado con otros que corrían su misma suerte. Tras muchas vueltas, los que encabezaban la expedición pudieron comprobar con desagradable sorpresa que habían regresado a un punto por el que ya habían pasado antes. Era un hallazgo que les causaba gran estupor, sobre todo cuando vieron que los demás, conforme iban llegando, decían lo mismo. Judá, con sus artes adivinatorias, dijo que era aquello un laberinto. Guiados por él, se desviaron por otra senda, siguiendo una dirección muy diferente de la que habían seguido en el recorrido anterior. Muy pronto, sin embargo, hubieron de observar que todo allí era muy semejante y que resultaba casi imposible saber si habían escogido una ruta distinta a la que habían dejado. La sensación de haberse perdido se hizo más intensa cuando de nuevo los asaltó la sospecha de que ya habían transitado por cierto sitio, en el que un ramillete de riscos parecía un haz de flechas que apuntaban al cielo. Daniel, perplejo, pidió consejo a unos y a otros, sin que ninguno diera muestras de saberse orientar en un laberinto. Josafat, siempre oportuno, aprovechando el desconcierto de los demás, se adelantó entonces para decir que él se comprometía a hallar la salida. Daniel, que ya lo conocía, no consideró disparatado lo que proponía y, con voz clara para que todos lo escuchasen, le dio permiso para que dirigiese la marcha. Lo hizo sin titubeos, con la decisión que en él era habitual. Al principio pareció que se encaminaba por los mismos lugares, pero después vieron todos que el aspecto del paisaje variaba y que, en vez de riscos y peñas rojizas, se encontraban con montículos que no habían visto, con espacios más despejados en los que era más cómodo el paso. Muchos, al darse cuenta de que los sacaba del laberinto, le preguntaron cómo lo había hecho, qué saberes había aprendido en el curso de su vida para conseguirlo.
−Solo me he guiado por mi instinto −explicó él con la misma naturalidad con que actuaba siempre.
Habían tenido, desde que salieron de Fayad, muchas pérdidas, unas provocadas por muerte natural, otras por accidentes imprevistos. A ellas habría que restarles nacimientos e incorporaciones de gentes foráneas, identificadas con el pueblo que las había acogido, con la esencia que lo definía, con su marchamo de nación elegida, de raza destinada a cumplir un alto designio. Constituían ya una tropa nueva, muy diferente de la que había partido, capitaneada por un hombre al que las vicisitudes habían envejecido, lo habían hecho mayor de lo que era, con la piel de la cara muy tostada por el sol, los ojos velados de sombra y de fatiga, la barba enmarañada e hirsuta. Más que un hombre parecía el superviviente de una dura batalla, de un crucial enfrentamiento con su destino. Algunos achaques habían encorvado su figura, habían dejado su huella en la manera de tender su paso, en el modo de caminar con los suyos: ya no lo hacía, en efecto, con la desenvoltura de antes, sino que a veces renqueaba o tenía que pararse para tomar nuevo impulso. Ciertos síntomas, además, lo tenían alarmado: veía ya próximo el declive de su salud, la decadencia a la que todo ser humano alguna vez ha de estar sujeto. Moriana, una vieja curandera que todavía los acompañaba, no había sabido concretar la causa de sus males; al final había tenido que resignarse con una fórmula consabida: «Es el cansancio que acumulan los años», le había dicho.
Después del laberinto, les sucedieron a los de Fayad muchas anécdotas, algunas más dignas de contarse que otras, hasta que poco a poco se fueron aproximando a un terreno que presentaba grandes diferencias con respecto a los que habían conocido antes. La proliferación de bosques y de una vegetación exuberante alentó en ellos la esperanza de que ya no habían de hallarse muy lejos del norte. Coincidió todo ello con la llegada del invierno, que en aquella parte se les antojaba que debía de ser muy frío. Esto hizo que debatieran sobre la conveniencia de seguir caminando: había tantos partidarios de continuar como de asentar allí mismo las tiendas para esperar un tiempo más favorable, que a buen seguro habría de llegar con el inicio de la primavera. Al final, después de mucho debatir, triunfó la postura más prudente, por lo que en aquel mismo espacio en donde estaban se establecieron temporalmente, con vistas a seguir la ruta cuando las condiciones meteorológicas lo permitiesen.
El invierno, como habían presumido, lo cubrió todo de nieve. El sitio en el que ellos acamparon había quedado como a media jornada de donde principiaba la nieve. Un manto blanco, inmaculado, se había extendido por todas las montañas que frente a ellos se alzaban. El espectáculo era, pese a todo, muy bello: los bosques, revestidos de  blancura, parecían albergar en su interior graves misterios; las cumbres de las montañas, en las que las nevadas habían sido más intensas, se mostraban en ocasiones cubiertas de jirones de nubes, de nieblas espesas que se confundían con la faz cenicienta del cielo. Algunos días era todo turbio, todo de un color plomizo, como si el mundo se hubiera vuelto borroso, de contornos imprecisos, de límites indeterminados, como si las cosas hubieran regresado a un estado anterior al de su creación, en el que eran masas informes, esbozos inconclusos de lo que después habían de ser.
Tuvieron que pasar, no obstante, mucho frío. Lo soportaron con resignación, con una paciencia adquirida, acuñada a lo largo de mucho tiempo. Aquel frío crudo que tensaba la piel y amorataba los labios era otra prueba más que habían de superar, quizá ya una de las últimas en su afanoso camino. Por más que se calentaban con lumbres o que se abrigaban con pieles, no conseguían mitigar aquella dura realidad a la que allí se exponían, aquella sensación de corrosivo helor que atenazaba sus cuerpos. Algunos integrantes del grupo, los más viejos, sucumbieron a aquellas bajas temperaturas: sus muertes fueron consideradas por todos como hechos inevitables, como sucesos impuestos por unas circunstancias a las que no podían sustraerse.
Cuando ya el invierno estaba bastante avanzado, Barac, Josafat y algunos otros jóvenes que los acompañaban fueron protagonistas de un suceso que había de ocasionar un gran revuelo en el grupo. Habían salido para distraer el tedio en que habían caído: sus deseos de aventura los alejaron del lugar donde estaban asentados. Con cierta temeridad, se adentraron en el paisaje nevado, por sitios en los que llegaba a resultar muy premioso y trabado el paso. Al principio pensaron que habían atravesado una frontera, un límite desde el cual todo había de ser muy diferente. Les llamó la atención la luz que allí había, una luz casi cegadora que brotaba de la misma nieve. Reinaba un silencio absoluto, quebrado a veces por el crujir de alguna rama, por un chasquido leve que se perdía en aquel inmenso océano de la calma, en aquel mundo misterioso que se habían encontrado, ajeno por completo a lo que ellos calibraban, a los conceptos que antes de llegar allí tenían. Sus pisadas, grandes, recelosas, se hundían en la nieve; en ocasiones, cuando se paraban y miraban las huellas que detrás de ellos habían dejado, se asombraban de lo que habían andado, de la dirección que por puro azar habían seguido, como si algo superior a ellos los hubiese encaminado hasta allí, hasta aquel punto en que estaban detenidos. A algunos los asaltaba el miedo, un miedo incontrolable a lo que no se domina, a lo que escapa a los poderes de la mente. El azar los condujo hasta una ladera, en la que era perceptible el costillar de las rocas entre los pedazos de nieve, entre los carámbanos de hielo que colgaban de ellas. Notaron entonces un ruido extraño, producido quizá por el rodar de unas piedras. Había sido como un roce, como un rumor que se prolongase por algún motivo. Barac, por mera precaución, les pidió a los demás que se detuvieran. Aunque aguzaron el oído, no percibieron nada: volvía a reinar el silencio, una ausencia completa de sonidos. Antes de reanudar la marcha, sin embargo, un ruido muy parecido al anterior los alertó de nuevo: procedía acaso del mismo sitio, de la cima de aquella ladera. Con gran alarma, vieron aparecer unas figuras animadas que se desplazaban con mucha rapidez hacia ellos. Apenas tenían tiempo para reaccionar. Barac llevaba a la sazón una lanza, con la cual pretendía cazar lo que se pusiese a su alcance; con ella en la mano dio varios pasos para defender el grupo. Josafat, por su parte, esgrimió una vara que había cogido para apoyarse durante el camino. Los demás buscaron enseguida piedras con las que contrarrestar aquel furibundo ataque. Se dieron cuenta, cuando ya estaban más cerca, de que eran unas criaturas horribles, con el pelo grisáceo, los ojos relampagueantes, las comisuras de la boca llenas de baba. Con un valor desusado, Barac arrojó la lanza y consiguió herir a una. Las criaturas, en lugar de atacarlos, comenzaron a dar vueltas a su alrededor, haciendo de vez en cuando amagos de abalanzarse sobre ellos. Se vieron perdidos, triturados de un momento a otro por aquella manada de animales grotescos. Alguno de los jóvenes que acompañaban a Barac y a Josafat comenzó a sollozar de un modo inconsolable, con gemidos que causaban un hondo estremecimiento. Barac, más entero, quiso infundir arrojo a sus compañeros: «Nunca nos faltará el coraje», les gritó, recordando una de las frases que repetía su madre. Las criaturas seguían girando en torno a ellos, con ganas de emprender el definitivo ataque. Más que animales, daba la impresión de que fuesen seres infernales, escapados de las mismas profundidades del averno. Los ojos, inyectados en sangre, se clavaban en ellos de una manera escalofriante, con destellos que no resultaban propios de una especie terrestre. Josafat, guiado otra vez por su extraordinaria intuición, invocó a los tres viajeros, de los que tanto había oído hablar. Lo hizo mentalmente, cuando ya uno de aquellos diablos casi se decidía a dar el primer salto. Fue algo milagroso: al instante vieron acercarse entre las horrendas figuras a uno de los viajeros, envuelto en su túnica blanca. Parecía más alto, con el cuerpo más esbelto de lo que ellos creían. Andaba de un modo parsimonioso, con un contoneo suave. El cabello, esparcido por la espalda, enmarcaba un rostro sereno, con los ojos almendrados. Los diablos, en cuanto lo vieron, dejaron de moverse, como si obedecieran a una orden terminante, como si la sola presencia del recién llegado ejerciera en ellos un efecto inmediato. Con enorme sorpresa, los jóvenes de Fayad observaron que sus endiablados enemigos iniciaban un lento retroceso. El viajero, con la cara iluminada por una grácil sonrisa, se colocó en medio de ellos y, con voz muy bien modulada, profirió palabras de gran consuelo: «Jamás estaréis solos; los ejércitos celestiales os acompañan».
Las fantasmales criaturas ya habían desaparecido cuando aquel mensajero del cielo también lo hizo. Se alejó con un andar muy elegante y mesurado, con pasos que apenas se clavaban en la nieve.
Los intrépidos expedicionarios regresaron al campamento, deseosos de contar la aventura que habían vivido. Para todos, fue una experiencia extraordinaria, con la que había de aumentar la confianza que en sí mismos habían tenido. Desde entonces, ya no cabía duda de que aquellos tres viajeros eran habitantes de un mundo muy distinto, presidido por el dios con el que ellos a menudo se comunicaban, un dios que estaba dispuesto a auxiliarlos siempre que lo necesitaran.
La primavera se inició con días más claros, en los que un sol rubio enseñoreaba el cielo. Las nubes, cada vez menos espesas, fueron barridas por el viento del este, bastante menos húmedo que el que había soplado antes. Las montañas recobraron su perfil de crestas y de filos agudos, recortados sobre un azul de tintes marinos. Los bosques, después de haberse desprendido del blanco armiño que los cubría, se vieron nuevamente vestidos de verde, de un verde que en algunos puntos adquiría un tono más oscuro. El deshielo había hecho que por las praderas discurriesen muchos hilos de agua transparente. Se oía el fluir de la corriente como un ruido manso, como una música sencilla que endulzara el ambiente: se percibía el goteo dócil, el murmullo plácido del agua cuando se deslizaba entre las hierbas, abriéndose paso con dedos húmedos entre la tierra áspera.
Los de Fayad reanudaron la marcha con la seguridad de que nada podría detenerla: tanto confiaban en su suerte que habían eliminado de ellos todo temor; sabían que una legión de seres celestiales los acompañaría en su viaje y los defendería en el caso de que fuesen atacados. Cuando pasaron por el sitio en que habían irrumpido aquellas criaturas infernales, vieron a los mensajeros del cielo encaramados en lo alto de la rocosa ladera, como tres centinelas fieles a aquellos por quienes tenían que velar mientras durara su tránsito. Alrededor de ellos se movían unas figuras negras con aspecto de animales: no eran diablos, sino lobos del bosque que parecían haber sido domesticados. Daniel, como capitán de la tropa, levantó el cayado que llevaba en señal de saludo, al que los mensajeros respondieron con gestos ostensibles de los brazos, más semejantes a alas que a extremidades de un cuerpo humano.
El camino discurrió ahora por pinares y abetales de espesa sombra, en los que los cantos de los pájaros componían una deleitosa sinfonía, con agrios olores de cortezas y de matorrales hirsutos. Era tan diferente el medio en el que entonces se hallaban, que por momentos creían haber ingresado en un país nuevo, más parecido a un espacio soñado que a un sitio concreto, acotado en los dibujos que se trazaban sobre los terrenos conocidos. Tenían la impresión de haber retrocedido en el tiempo, de encontrarse en una época lejana del pasado, en la cual se confundía la realidad con lo que se contaba en los relatos fantásticos. Allí era todo prodigioso, imbuido de secretos, de insondables misterios. Caminaban como un pueblo nómada que no tiene asidero en ninguna parte y que busca un lugar más seguro donde afincarse, en el que se dieran unas mejores condiciones para vivir, un pueblo postergado por los demás, ajeno a lo que a los demás interesa, obsesionado con lo que en su destino se vislumbra, con lo que sobre él parece ya prefigurado en los astros. Las copas de los árboles a veces se juntaban, hasta el punto de que apenas dejaban pasar la luz: deambulaban por un reino oscuro, en el que las sombras se condesaban, con huecos en los que flotaba una lívida penumbras. Daniel, al frente de los suyos, era ya un guía cansado, transido de fatiga; a lomos de un rocín, continuaba conduciendo a su pueblo, fiel al cargo que de él había recibido. A su lado, como dos lugartenientes, iban Afir y Judá, montados en sendas burras, conscientes también del papel que a ellos se les había reservado.
Viajaron durante más de siete días, hasta que al final salieron a un paraje despejado, con colinas y lomas tapizadas de hierba, de una hierba blanda y sencida, ondulada por ráfagas intermitentes de viento. Por un instante creyeron que llegaban a la tierra anunciada, pero un nuevo revés de la vida les hizo desconfiar una vez más de su hado: por el cielo cruzó de pronto una bandada de cuervos que dejó en ellos una súbita inquietud, un vago recelo por algo que no hubieran sabido concretar. Se les figuró que eran otra vez vigilados y que de un momento a otro volverían a ser atacados por fuerzas que quizá no conseguirían dominar. Aquellos prados concluían al pie de unas montañas, de una altura colosal, con jirones de nieve en las cumbres; el camino ascendía por ellas, zigzagueando entre las rocas. Al llegar a aquel punto, los cuervos aparecieron de nuevo: los tenían a no mucha distancia de sus cabezas, volando en círculos cada vez más pequeños, emitiendo unos graznidos que al mezclarse con los ecos resultaban espeluznantes. Los que se habían enfrentado a las criaturas del bosque no tardaron en relacionarlos con ellas: en cuanto se fijaron algo más en sus vuelos, repararon en el parecido, en la semejanza que inevitablemente había entre unas figuras y otras. Se lo advirtieron a Daniel, a quien no se le ocultaba ya que aquellos cuervos eran también representantes del mal que los acosaba, de un espíritu perverso que los perseguía para que no se cumplieran sus propósitos. «El bien será siempre atacado», musitó el jefe de Fayad en presencia de sus consejeros; se le veía, no obstante, tranquilo, seguro de que ninguna adversidad podría contrariarlos.
Estuvieron mucho rato detenidos. Era ya el atardecer cuando las aves comenzaron a volar más bajo. Una luz roja bañaba los prados, se deslizaba por riscos y por breñas, centelleaba brevemente en peñas y en picos azulados. Ellos permanecían quietos, a la espera de que aquellos pérfidos pajarracos se decidieran a atacarlos. Los vieron planear ya a escasa altura, con aleteos que sonaban muy desagradables; alguno llegó incluso a caer en picado y a levantar el vuelo cuando ya casi estaba a punto de estrellarse contra ellos; temieron que los demás hiciesen lo mismo y que en lugar de amagar les diese por precipitarse sobre sus testas. Fueron instantes de incertidumbre, durante los cuales Daniel y los suyos no dejaron de implorar la ayuda de sus benefactores. Estaban todos apiñados en torno a la figura del jefe, igual que ocurre con los rebaños que se agrupan cuando husmean la llegada del enemigo. Por un extraño proceso que no hubieran sabido explicar, los cuervos comenzaron a volar cada vez más lejos, como si hubieran resuelto postergar el ataque, intimidados quizá por la aparición de un elemento extraño que ellos no hubiesen visto.
En vista de ello, prosiguieron el viaje, por un camino que se volvía a cada momento más pedregoso. Daniel, a la cabeza del grupo, no hacía más que avistar el cielo; la tarde, ya muy avanzada, lo coloreaba de rosa y de lila. Todo hacía pensar que el peligro ya se había alejado. Caminaron con un sosiego relativo, como si la tranquilidad de la que disfrutaban fuese un estado transitorio, tras el que habría de sobrevenir otro más complicado. Después de todo lo que les había ocurrido, la vida no podía ser para ellos sino una sucesión de situaciones muy desiguales.
Pasaron la noche en una especie de rellano, al abrigo de unas peñas. Ninguna señal se percibía en el cielo, ningún ruido turbaba la paz que reinaba en aquel lugar donde se encontraban. Daniel, algo apartado del resto, estuvo en vela toda la noche: era consciente de que necesitaba comunicarse con su dios; cuanto más unido con él se sintiera, más seguro estaría de lo que habría de hacer. Comprendió que, llevado por su impulso, había cumplido una misión muy importante: había sacado a su pueblo del oprobio al que estaba condenado para conducirlo a una tierra en la que habría de alcanzar la paz anhelada; había contado, para conseguirlo, con la ayuda inestimable de unos mensajeros que lo habían auxiliado en los momentos más difíciles; sin ellos, habría sido realmente imposible llegar hasta allí, hasta aquel lugar donde ahora se hallaban reunidos, quizá muy cerca ya de llegar a su destino. Se daba cuenta también Daniel de que esa misión se encontraba en una etapa final: los trabajos acumulados habían hecho demasiada mella en él; era un hombre casi rendido, sin capacidad para actuar con la resolución con que había obrado anteriormente. Su puesto, bien mirado, podía ser ocupado por otro, por alguien más joven que lo relevase como guía de su pueblo. Él no se consideraba imprescindible para nada, había otras personas de Fayad que estaban capacitadas para realizar lo mismo que él había realizado hasta entonces. Le pedía a su dios lucidez para acabar de comprenderlo, para terminar de asumir lo que ya desde hacía algún tiempo venía calibrando. Por un instante creyó incluso oír la voz de su dios, que se dirigía a él de un modo que resultaba al principio ininteligible, con palabras que se confundían con los rumores que producía la brisa de la noche al rozar unos arbustos, al abrazarlos como ola que rodea un punto al que desborda. Era una voz lejana que se dispersaba en tenues acentos, emitida sin embargo desde un sitio muy próximo, tal vez a unos pasos de donde él estaba sentado. Era tan solo un susurro, una cadena de sonidos inconclusos, un mensaje que quizá no terminaba de formularse. Por más que lo intentaba, Daniel no lograba descifrarlo: a veces quería distinguir palabras de su propia lengua, pronunciadas en un tono que las volvía casi irreconocibles, como si el significado al que remitiesen se tornase extraño, de una sustancia desconocida. Daniel intentó saber lo que se le decía, pasó gran parte de la noche tratando de conseguirlo: la voz se convertía en un murmullo muy débil, en el resto de un discurso que ya solo pervivía en el pasado, en la memoria tan solo de quien lo hubiese atendido, se deshacía como canción deshilvanada, como melodía que se desvanece por la falta de consistencia de las notas. Él sabía, a pesar de ello, que la voz estaba dirigida a él y que lo animaba en privado a seguir confiando en una voluntad superior que lo gobernaba todo, en la voluntad de un dios que no se hallaba lejos del ser humano, un dios que se comunicaba con él en la intimidad de un diálogo, en el silencio que imperaba en las noches, cuando la mente se siente impelida a creer que hay algo más que se intuye tras las sombras, un misterio indescifrable que late en el cielo estrellado, en la miríada de astros que titilan en el firmamento. Era un dios que se parecía a un amigo o a un padre al que se confiesan todos los secretos, un padre o un amigo con los que no existen reservas, con los que todo es claro y sencillo. Un dios que se advierte porque acaba confundiéndose con el corazón humano, porque acaba palpitando al par de su latido, al par de sus quejidos y de sus sueños imposibles. El amor, como siempre le recordaba Noemí, era la fuerza que estaba en el centro de todo, en el centro de toda esa comunicación que mantenía con la divinidad: se sentía en esos momentos amado por ella, amado hasta un extremo que no podía imaginar, porque él, que era pequeño y muy limitado, se veía digno de su atención, depositario de unos dones que jamás hubiese merecido. En un instante de máxima unción, Daniel quiso nombrar a ese ente que lo amaba y protegía, pero no halló ningún vocablo que lo pudiese designar, ningún nombre que encerrara la inmensa grandeza de su ser. Al final lo terminó llamando El que es, un apelativo que fue insinuado en su cabeza por una repentina inspiración, por la irradiación de una idea que de pronto hubiese surgido en ella, como producto quizá de una inusual revelación. El que es era también el que ha sido y el que será en un futuro desconocido, en un tiempo que no tiene medición, sino que es un estado único e intransferible, sin acotaciones que lo limiten.
Cuando ya el sol recamaba de oro y de bronce el perfil de las colinas, Daniel convocó a todos los suyos para comunicarles lo que en aquellos ratos de meditación había decidido. Sin desprenderse del cayado, sujetándolo con ambas manos en actitud de relajación, se dirigió a ellos con un gesto en el que se reflejaba una profunda gravedad:
−Yo ya no soy el mismo −les dijo−. Mis fuerzas están ya muy desgastadas; me siento viejo, decaído, sin ánimo para continuar dirigiéndoos. Ha llegado la hora de que alguien más joven y mejor preparado me sustituya. El que es, nombre con el que yo he comenzado a llamar a nuestro dios, nos ayudará a elegirlo. Será el que nos guíe a todos en adelante, el que se encargue de conducirnos a la tierra que se nos ha anunciado. Os pido que ahora, en cuanto yo calle, os quedéis en silencio y reflexionéis sobre ello. La decisión que por mayoría toméis será sin duda la que más convenga para nuestro pueblo.
Todos, sin excepción, permanecieron callados durante un buen rato. El sol despuntaba ya tras las cimas de las colinas, dejando sobre ellas un temblor dorado. Por las cumbres de las montañas se derramaba la luz amarilla del sol naciente como un agua que se desbordara de sus orillas, como un agua pujante que todo lo revistiera de dulzura y de encanto.
Después del silencio, se propusieron varios nombres, casi todos de jóvenes que se habían destacado en el grupo. Uno de los más proclamados era, por supuesto, el de  Barac, el hijo mayor de Daniel, al que muchos veían como el natural sucesor. Después de elogiar sus virtudes, se ponderaron las de otros candidatos, quizá con menos opciones que él, como podía ser su buen amigo Josafat. Esto dio lugar a una intensa discusión, en la que más de uno quiso intervenir. Una mujer, cuando mayor era tal vez el acaloramiento, se fijó en un muchacho que estaba apartado del grupo, en quien nadie había reparado todavía. Se había fijado en él por lo apuesto de su figura, por la gallardía que denotaba su rostro. Era Acier, el hijo menor de Daniel, al que la fuerza de la juventud había conferido una gran prestancia. Ya no era, en efecto, el adolescente imberbe e inexperto que había estado a punto de irse tras una mujer fatal, sino que ya era un joven garrido, con una expresión muy noble impresa en su semblante.
−Él será quien nos guíe −gritó la mujer, al tiempo que lo señalaba para que todos supiesen de quién se trataba.
Al ver que era objeto de todas las miradas, Acier se ruborizó un poco, lo cual acentuó aún más la gracia de la que estaba dotado. Daniel, enormemente sorprendido, no podía creer aún que fuera el hijo menor quien más condiciones reunía para llevar a cabo aquella alta misión: lo tenía todavía por un ser inexperto, al que le faltaba bastante formación; Barac, en cambio, ya había recibido muchas lecciones y participado en muchos eventos que habían sido decisivos para Fayad: por lógica, debía ser él quien había de estar más preparado para lo que ahora se requería, la persona que de alguna manera había estado destinada para sustituirlo. No salía de su asombro aún Daniel cuando vio que más de uno se sumaba entonces a la propuesta de aquella mujer: ya no era una decisión particular, fruto de una repentina corazonada, sino que se convertía en algo más serio, en una resolución que comenzaba a tener bastantes respaldos. Lo que hubiera parecido una locura se mostraba como un proyecto coherente, como una iniciativa que contaba cada vez con más apoyo. Lo vio más claro cuando las voces que se dirigían a Acier se transformaron en un clamor popular, ante el que era ya imposible resistirse. Él mismo, movido por la multitud, no tuvo más remedio que reconocer también que era aquella la elección mejor, la que todos esperaban con gran anhelo:
−Todo el pueblo os aclama como sucesor −declaró con manifiesto orgullo−; desde hoy seréis quien conduzca a Fayad al lugar que en su destino está anunciado. Espero que cumpláis con vuestro cargo como yo hasta el presente he cumplido. Habréis de considerar que lo que decidáis no lo hacéis solo por vuestra cuenta, sino que lo decidís en nombre de vuestro pueblo, con el que habéis de estar plenamente identificado. Una gran sabiduría os asiste desde hoy, infundida en vuestra mente por el dios en el que siempre hemos creído, por el ser que vela por nosotros desde el principio de los tiempos.
Acier se acercó a su padre con paso vacilante. Aquella situación lo desbordaba, lo obligaba a comportarse de un modo que jamás hubiera previsto.
−Sé que no estoy solo −dijo cuando ya estuvo junto a Daniel−. Lo que yo haga será bueno para todos; todos me ayudaréis para conseguirlo.
A pesar de la brevedad de su alocución, el pueblo volvió a aclamarlo. El padre le dio un fuerte abrazo, con el cual trataba de confirmarlo en el cargo para el que acababa de ser nombrado. Acier se sentía aturdido, como si hubiera caído sobre él un peso inmenso, una responsabilidad que le parecía todavía desproporcionada para él. El único mérito que quizá tenía era el entusiasmo con que contemplaba la vida, más propio de su edad que del carácter que lo constituía, como más de una vez le había comentado a algún amigo. Ahora, por un procedimiento que no dejaba de ser curioso, había sido designado para desempeñar una función que tal vez les habría de corresponder a otros. De pronto, sin saber muy bien cómo, se veía obligado a discurrir con prudencia, con una sagacidad que él nunca había tenido, como si el hecho de asumir aquel cargo le confiriera unos dones nuevos, unas cualidades de las que antes no hubiera sido consciente. Las cosas se le representaban ahora distintas: tenía la sensación de que había madurado de un modo muy brusco, en un espacio de tiempo que le resultaba inaudito. El ardor de su juventud se había enfriado al mezclarse con la templanza que comenzaba a regir su pensamiento, con la rectitud con que a partir de aquellos momentos había de comportarse.
El sol se deslizaba ya por las laderas en forma de largos ríos de cobre cuando todo esto sucedía. La mañana de verano hervía de luz y de gracia por todos los lados, refulgía en las peñas plateadas, se recostaba en las praderas, era una daga antigua en los regatos.



























10


La caravana partió poco después de aquello, poco después de que Acier fuera designado guía de su pueblo. El camino era cada vez más empinado; a veces discurría por  parajes insólitos, con rocas que parecían haber sido esculpidas por un artista anónimo, algunas de un color rojizo, de un color de fuego legendario. Caminaban los de Fayad con una fatiga acumulada, con un cansancio que semejaba ya inveterado, como una costumbre de la que ya no pudieran desprenderse sus músculos, un cansancio que estaba también impreso en sus almas, confundido con sus recuerdos. Acier, al frente de todos, iniciaba la marcha; llevaba en la cabeza un turbante celeste, con el cual se distinguía del resto. Iba a pie, con paso firme y sereno, con un modo de andar muy gallardo. Cerca de él cabalgaba su padre a lomos del rocín. No lejos de ellos, seguían también a pie Barac y Josafat, tirando de sendos burros cargados de víveres. Afir y Judá caminaban más atrás, el primero ya muy viejo, montado en una mula. Eran más de trescientos los que componían el grupo; las mujeres y los niños marchaban en la retaguardia, custodiados por varios jóvenes. Quedaban ya pocos animales: amén de los descritos, iba una reata de mulos y asnos que transportaban a personas que por su vejez o por sus achaques no podían ya viajar por sus propios medios, junto a un rebaño escaso de cabras y ovejas que habían logrado sobrevivir al rigor de los caminos.
Llevaban, por todas estas circunstancias y por otras añadidas que se iban sumando durante el trayecto, un ritmo muy lento. Se detuvieron varias veces para reponer energías, para tomar alimentos; los más viejos se quejaban de sus achaques, que aumentaban a medida que ascendían. Acier se encargaba de animarlos a todos al principio: comprendió que desde el comienzo ese había de ser su principal cometido, la principal función que debía ejercer como jefe de aquel ejército descompuesto y desnutrido, entre los que se hallaban muchos miembros ya desahuciados, incapaces de proseguir batallando en la ardua empresa en la que estaban metidos. A duras penas, consiguieron atravesar un pedregal erizado de zarzas y de espinos, de tomillares que embalsamaban el aire con el intenso aroma que se desprendía de ellos. Llegaron a una zona de pinares muy amplia, a varias lomas en las que el ascenso se hacía menos pronunciado. Desde algunos puntos se observaba todo el terreno que ya habían andado, lleno de curvas que se retorcían entre los peñascos: tal visión los animaba a seguir caminando, pues se sentían orgullosos de haber subido tan alto, de haber alcanzado con su esfuerzo aquellas cotas que desde abajo parecían inaccesibles. Para que la fatiga no volviera a rendirlos, decidieron pernoctar en uno de aquellos pinares por los que iban, en el que habían de sentirse más seguros. Daniel aprovechó el descanso para instruir a su hijo, para iniciarlo en los conocimientos que él ya había adquirido. Con este fin, lo apartó consigo a un lugar solitario, en el que no había ningún ruido: sentados en la hierba, se entregaron los dos a la contemplación de las estrellas, en las que creyeron ver los signos de una revelación que aún no hubiesen descifrado. Daniel contó a Acier que su dios se había comunicado muchas veces con él a través de esos signos, a través de esas luces que había grabadas en el cielo: se trataba, le dijo, de un lenguaje secreto, a menudo transmitido mediante emociones muy hondas, imposibles de expresar con palabras. Acier, muy atento a lo que le decía, confesó que él también quería conocer ese lenguaje, con el cual deseaba saber lo que su dios tenía destinado para él. Entendió así desde esa noche que todo estaba previsto desde el origen del mundo y que él no era sino un instrumento con el que se ejecutaban los deseos de una mente superior, con la que sin duda debía estar unido a través de esos intensos contactos para que se llevaran a cabo sus propósitos: cuanto más fuerte llegara a ser esa unión más frutos obtendría, mejores obras realizaría para el bien de todos.
A la mañana siguiente, poco después de que amaneciera, con los rayos del sol ya desplegados por collados y sierras, la caravana continuó su viaje por aquellas lomas de pinares, en las que un bronco olor exhalado de los árboles invitaba al alma a sentirse más serena, como si sobre ella se vertiese un bálsamo salvífico que la protegiese de las malas influencias. Después de trasponer los pinares, llegaron nuevamente a un espacio rocoso, con riscos de desiguales proporciones, algunos de un perfil puntiagudo. Habían subido tanto que veían muy próximos ya los neveros de las cumbres, adosados a las piedras como esteras inamovibles, colocadas allí desde tiempos prehistóricos. Estallaba el cielo de azul, de un azul muy limpio y resplandeciente, sobre el que se recortaban de una forma muy nítida los picos de las montañas. Era allí todo claro, de una condición impoluta, de una transparencia completa, todo fresco y diamantino, como si tuviese aún la virtud de lo recién creado, de lo que acaba de ser concebido y puesto en escena. Tal pureza hacía aliviar los corazones, los reconfortaba de cansancios y de adherencias negativas, de huellas inútiles. Ya no había árboles por donde ascendieron, solo una vegetación exigua, compuesta de unas matas de hierba muy pequeñas que se adosaban al suelo a modo de musgo. Para protegerse del sol, que en aquellas alturas caía a plomo, se pusieron sobre las cabezas todo tipo de turbantes y de pañuelos; algunos incluso echaban sobre sí las mismas túnicas, que se alzaban para que los cubrieran.
Por la tarde, cuando todo se tornaba de nuevo rojizo, de un color que evocaba épocas muy antiguas, el cielo volvió a llenarse de cuervos. Pudieron comprobar desde un primer momento que eran muchos más que los que los habían atacado antes, de un tamaño quizá mayor. Emitían, como los otros, graznidos espeluznantes, que en aquellos lugares resonaban con un eco infernal. Ante el temor de un nuevo ataque, los de Fayad apresuraron la marcha, aunque los cuerpos apenas respondían ya a la necesidad que los acuciaba. Acier, en vista de la situación, trataba de comportarse con la entereza de un guía, volviendo a dar gritos de ánimo a su agotada tropa. Los cuervos, si por tal había que tenerlos, volvieron a volar en círculos concéntricos, cada vez a menos altura: parecía como si obedeciesen a un ritual macabro, con el cual pretendiesen amedrentarlos. A medida que pasaba el tiempo, daba la impresión de que se multiplicaban los enemigos y de que se preparaban para una acometida fulminante. Acier, ronco de tanto gritar, se acordó entonces de la frase favorita de su madre y se puso con gran ahínco a repetirla: «Nunca nos faltará el coraje», les decía una y otra vez a los suyos para infundirles aliento, para que no perdieran la esperanza. Los cuervos los perseguían ya a poca distancia, con vuelos que casi comenzaba a rozar sus cabezas. Uno de ellos se llevó en el pico un turbante y luego lo dejó caer después de haberlo desgarrado. El espacio rocoso era, por otro lado, más escarpado, con pendientes en las que era forzoso detenerse cada seis o siete pasos. Los que menos fuerzas tenían se habían quedado por ello más rezagados; entre los primeros y estos últimos la distancia era ya enorme. Preocupado por ellos, Acier regresó sobre lo que había andado con el fin de acompañarlos; eran, en definitiva, los más indefensos, los que más se exponían a ser atacados por el rival. Barac, mientras tanto, realizaba las funciones del jefe a la cabeza del grupo: lo seguía Josafat, como un fiel lugarteniente. Daniel, por su parte, iba un poco más atrás; a veces invocaba a los mensajeros celestiales, de los que nunca quería desconfiar; esperaba que cuando mayor fuera el apuro habrían de aparecer, envueltos como siempre en sus túnicas blancas. La situación se complicó aún más cuando una muchedumbre de cuervos nubló casi por completo el cielo: más que una bandada de aves tenía la horrible apariencia de una legión de diablos. Un incontrolado pavor comenzó a adueñarse del ánimo de los perseguidos, que no podían andar sin que sus piernas se tambalearan, acometidas por un continuo temblor. Una turba de aquellos terribles animalejos se precipitó de pronto sobre ellos, causando profundas heridas en aquellos en que se ensañaron con sus picos y sus uñas. Acier, el más ágil de todos, volvió a la cabecera de la caravana, desde la que no paró de dirigir a los demás palabras de confianza. Sabía que su misión era esa, aun cuando él mismo no creyese verdaderamente en lo que decía. Fue entonces cuando se oyó una voz distinta de la suya, una voz que procedía quizá del mismo corazón de aquellas montañas. La escucharon todos, cuando más estridentes eran los graznidos que emitían los cuervos, cuando ya la sombra de ellos los cubría. Era la voz de un ángel, pronunciada por uno de aquellos mensajeros que no habían dejado de protegerlos durante el camino. Estaba encaramado en lo alto de una roca, desde la que les hacía constantes señales para que se dieran prisa para seguirlo. Acier, en cuanto se dio cuenta, empezó a apremiar a los suyos para que llegaran a su altura, para salvarlos de la muerte que trataba de causarles aquella banda de despiadados diablos. La caravana, aunque aligeró la marcha, no tuvo tiempo para escapar del nuevo ataque de sus contrincantes. Algunos, efectivamente, fueron arrastrados por el suelo, otros se vieron casi decapitados por la fuerza de la arremetida. Acier, Barac, Josafat y otros jóvenes esgrimían hacia un lado y hacia otro bastones y palos, con los cuales procuraban ahuyentar a aquel endiablado enjambre. El mensajero, con una espada flamígera, hacía otro tanto desde el puesto que ocupaba, sin que en ningún momento el furor de aquellos enemigos se aplacara. A instancias de él, la caravana fue entrando por una especie de cañada, encajonada entre dos paredones de piedra. Por allí, poco a poco, se dirigió hacia la entrada de una gruta. Con la espada en la mano, el mensajero iba alentando a todos para que no se demorasen ni un instante en la ruta. La salvación, les decía, dependía de sus piernas, de la velocidad que consiguieran imprimir a ellas. Acier y los otros jóvenes cerraban el grupo, sin desviar la vista del negro nubarrón que se desplazaba sobre ellos. Una lluvia sonora de aletazos y de graznidos se precipitó desde él, ocasionando una gran turbación en los últimos que huían. Los animalejos se aferraron con sus garras a los cuerpos de Acier y Josafat, sin que ellos pudieran hacer nada por evitarlo. Barac, con la espada que el mensajero esgrimía, lanzada por este desde lejos para que se defendiera, logró con fieros golpes arrancarlos de las carnes a las que estaban aferrados. Con las túnicas manchadas de sangre, Acier y Josafat consiguieron llegar los últimos a la entrada de la gruta, que el mensajero, allí apostado, selló casi sin esfuerzo con una enorme piedra. La gruta, como después comprobaron, era grande y profunda; para orientarse por ella, el mensajero, siempre precavido, había dejado en las manos de algunos unas antorchas encendidas, con las cuales podrían alumbrarse por el oscuro pasadizo que ahora recorrerían. El providencial visitante se quedó al comienzo de la cueva, mientras ellos comenzaban a caminar por aquella lóbrega galería. Con unos aceites que aquel antes les había proporcionado, pudieron los que habían sido alcanzados por los enemigos restañar sus heridas. De esta manera, sin una sola baja, logró el pueblo de Fayad continuar su marcha, esta vez por un lugar que no estaba previsto en sus cálculos. Era, a los ojos de cualquiera, un sitio de leyenda, uno de esos parajes que solo aparecen en las historias que se cuentan, habitado por duendes o por otras criaturas de la fantasía. A veces creían que podía surgir alguna de ellas, alguna que no mostrara animadversión hacia ellos, sino que los guiara por aquel extraño túnel. Más de uno pensó entonces que vivían un episodio extraordinario; Daniel no dudaba en considerarlo como un venturoso presagio, quizá como el anticipo de lo que dentro de poco habrían de ver. Para la mayoría de los jóvenes suponía una nueva oportunidad para refrendar su aventura, una aventura que superaba ya con creces todas sus expectativas.
−Un túnel es siempre un camino oculto −opinó en esto Afir−. Puede representar el modo que tenemos para alcanzar lo que nos proponemos: cada uno, en esta vida, tiene un secreto, un deseo escondido al que solo accede por el túnel que le abre su propia conciencia.
−Todos los túneles conducen a una salida −añadió Judá, cada vez más juicioso−. No hay ninguno que no la tenga; ojalá este por el que vamos nos lleve a un lugar en el que estemos por fin a salvo de nuestros enemigos.
−A la salvación siempre se llega por un túnel, por un túnel que en ocasiones se hace muy largo y estrecho −apostilló Daniel.
Después de un buen trecho, descansaron un poco. El pasaje, en aquel tramo, parecía excavado en una roca violeta; después de examinar las paredes, vieron que en algunas partes había sorprendentes dibujos, trazados a buen seguro por manos de hombre. Todo hacía indicar que aquello, por muy oculto que estuviese, había sido también habitado en otro tiempo, quizá por seres que igualmente hubieran huido de otros ominosos perseguidores.
Daniel, con síntomas de un enorme cansancio, tuvo que reposar más que el resto. A ratos se asfixiaba, aquejado por algún mal enquistado en sus pulmones. Con gran sorpresa de todos, se incorporó para seguir caminando; en su maltrecha figura apuntaba una forzada sonrisa.
El túnel pasó a partir de entonces por una zona de descenso, con tramos a veces muy tortuosos e inclinados. Algunos, para avanzar, tenían que agarrarse a los salientes de las paredes. Las bestias pasaban con mucha dificultad, aturdidas por el medio para ellas tan extraño por el que ahora las obligaban a discurrir. Había corrientes de agua que se diversificaban en múltiples conductos e hilos que resbalaban por las rocas, componiendo con sus caídas una grácil sinfonía, una sugerente música de notas frescas y redundantes, con silencios en los que era grato abstraerse y olvidar todas las asperezas del mundo exterior. Había momentos en que casi parecía oírse un latido profundo, el latido con que palpitaba el corazón de aquel antro secreto, de aquella gruta antiquísima por la que los de Fayad ahora deambulaban.
Tras aquel descenso, vino una prolongada subida, con espacios en los que las piedras semejaban estar revestidas de una sustancia fosforescente. La luminosidad que encontraron les sirvió para admirar mejor las bellezas que allí dentro se hallaban: había estalactitas que colgaban de un techo natural, suspensas a veces sobre sus cabezas como rayos que no hubieran acabado de precipitarse, rayos detenidos en su vertiginosa caída por la fuerza de un encantamiento, por un poder irracional que se hubiese sobrepuesto a su desatado ímpetu; contemplaron también entre tantas rocas algunas que tenían formas reconocibles, brazos de mujer que se alzaban para pedir clemencia, bustos de homínido con todos los rasgos ya configurados de una raza superior, cabezas de toro o de león en las que era fácil advertir el gesto de fiereza y de tozudez con que embisten a sus víctimas...
Aquella subida los condujo finalmente a una zona más llana, en la que volvieron a descansar un rato. Acier, reunido con los nuevos consejeros, tuvo ocasión de intercambiar con ellos impresiones sobre lo que habían visto y oído a lo largo de aquella insólita travesía.
−Hay muchas bellezas escondidas en el mundo −opinó en un momento de la conversación Barac.
−Todo lo que está escondido tiene un encanto especial; a mí me gusta descubrirlo        −terció Josafat, siempre dispuesto a hallar lo que para los demás pasaba desapercibido.
−En este mundo todo es mágico −ponderó Acier, deslumbrado por lo que en aquel pasadizo se había encontrado.
−En el mundo de fuera la vida resulta muy árida: las bellezas que en él hay son contrarrestadas por las inclemencias que a mundo las rodean −expuso Barac.
−En el mundo de fuera se suceden los placeres y los quebrantos, los momentos dulces y los amargos −continuó Josafat.
−En este de aquí abajo parece todo distinto −concluyó Acier.
Noemí, que había estado también presente en la conversación, quiso opinar sobre lo que había oído:
−El mundo real es el de fuera; a él volveremos pronto −dijo−. Esto no es más que un paréntesis, un sueño del que habremos de extraer las enseñanzas que más nos convengan. Lo importante será lo que después vivamos, lo que después de salir de aquí nos quede de todo lo que hemos experimentado. Las imágenes que retengamos, los secretos que hayamos descubierto, los sentimientos que en nuestro corazón se hayan grabado, servirán para que a nuestra vida ya no le falte la confianza, la fe en un mundo que pervive para siempre en el fondo de nuestra alma.
Con estas palabras de Noemí se cerró la conversación, con la cual los tres jóvenes se hubieron de sentir más confiados, más unidos por todo lo que habían compartido en el seno de aquel mundo subterráneo.
Después de descansar, la caravana volvió a ponerse en marcha. Al ser un terreno más plano, pudieron caminar de un modo más desahogado, algunos de ellos con muestras de una desenfrenada alegría, con las cuales trataban de transmitir a otros las ganas de resarcirse de todos los sinsabores acumulados. Fue cundiendo así entre todos el optimismo, que había sido casi desterrado de su ánimo: con gran asombro, comprobaron que era posible disfrutar de lo que la vida les deparaba, aun cuando a veces se cerniera sobre ello la amenaza de algún peligro concreto. El ser humano no solo estaba hecho para sufrir, sino también para gozar de todo lo que su propia naturaleza le proporcionaba: era este, sin duda, un pensamiento coherente que casi ya habían olvidado, con el cual habían de familiarizarse de nuevo si querían que aquella ráfaga de optimismo no desapareciera.
Daniel, entretanto, daba señales cada vez más alarmantes sobre su estado de salud. Se le veía a aquellas alturas ya muy cansado, con el cuerpo dolorido: tenía que ir inclinado sobre las crines del rocín, pues ya era difícil que se sostuviera mucho tiempo erguido. Aunque era muy resistente a todas las molestias y fatigas, de cuando en cuando emitía un débil quejido, más debido en ocasiones al esfuerzo que tenía que hacer que a un verdadero motivo. Se notaba que respiraba con dificultad, que algún mal había en sus pulmones que les impedía funcionar con normalidad: su respiración se convertía por momentos en un ronco resuello, en un sonoro jadeo que se repetía durante un intervalo muy largo de tiempo.
−El dolor forma parte de la vida −le dijo Noemí cuando lo oyó quejarse de lo que le ocurría.
−El alma que se ha acostumbrado al dolor es un alma curtida −respondió él con un hilo de voz.
−La vuestra debe de estar ya muy encallecida después de todo lo que habéis sufrido −repuso ella.
−El dolor endurece, hace más fuerte a la persona, purifica su espíritu.
−A veces pienso que el mal que os aqueja es mayor de lo que parece y que no podréis aguantar lo que nos queda de camino.
−Mi misión ya está cumplida: lo que importa no es llegar, sino encaminarse hacia el sitio al que debemos ir.
−¿No teméis a la muerte? −preguntó por fin ella.
−Quien ama verdaderamente la vida no ha de tener miedo a la muerte −respondió él después de exhalar un largo suspiro.
El tramo llano dio paso a una nueva subida, quizá menos empinada que las anteriores. Al llegar a un lugar más espacioso, advirtieron que reinaba en él un profundo silencio,  muy semejante al que precede a un instante de intenso fervor, quizá el mismo que hubo antes de la creación del ser humano, un silencio telúrico, nacido de la misma piedra, del mismo ámbito en que se hubiera generado, como si fuera el preámbulo de un extraño ritual, de una ceremonia cíclica. Un silencio en el que latían todos los silencios de la tierra, todos los misterios que en ella se albergan, todos los enigmas que sobre ella aún no han sido desvelados.
Después de salir de allí, las antorchas se apagaron. La oscuridad era completa; tuvieron que conducirse a ciegas, guiados tan solo por el contacto con una de las paredes, de la que no osaban apartarse. La oscuridad, a la que no estaban acostumbrados, los sumió en una momentánea pesadumbre, hasta que Josafat, poniéndose con decisión al frente del grupo, volvió a exhibir sus dotes de guía intuitivo y audaz. Con sus órdenes, dictadas con la inmediatez que exigía la situación, consiguieron avanzar unos pasos sin que el grupo se descompusiera, sin que nadie se quedara rezagado. De vez en cuando se oía el resuello hondo de las bestias, al que se sumaba el que Daniel profería, ronco y casi ya sin aliento. Las tinieblas que los rodeaban eran espesas, de una espesura casi material, como si caminaran por un espacio viscoso, en el que una densa telaraña los envolviera. La angustia que les producía aquel medio fue cediendo poco a poco: el propio caminar les confería cierta esperanza, cierto deseo de escapar cuanto antes de aquel mundo que se les había vuelto de pronto tan ingrato.
No duró mucho, a pesar de todo, aquel tránsito tan dificultoso. Una luz, al principio muy pequeña y vacilante, se pudo atisbar al fondo, en una lejanía más bien ilusoria. Era una llamita muy distante que apenas lucía en medio de la negrura, semejante a una solitaria estrella que luciera en la noche. Comprobaron, por suerte, que no se apagaba y que incluso emitía tímidos destellos. La luz, aunque escasa, les sirvió para orientarse de un modo más claro: la veían titilar a lo lejos, como un punto al que debían dirigirse.
−Es la salida que estamos buscando −aseguró Josafat.
−Todos los pasadizos llevan a algún sitio −sentenció, por su parte, Barac.
−Lo que no sabemos es lo que hallaremos después −dijo Acier.
−La incertidumbre es un ingrediente más de la vida −opinó Afir, que había escuchado lo que decían.
La luz, a medida que avanzaban, se hacía más grande. Con ella, podían ya caminar perfectamente, sin la necesidad de ir tocando las paredes. Era una claridad suficiente la que reinaba en aquella interminable galería, una claridad que a ratos adquiría un tono anaranjado, como si el foco del que procedía fuese capaz de expandir más de un rayo. Aquella visión suscitó en todos una gran expectación: por un lado, deseaban salir de aquel mundo subterráneo, en el que no podrían vivir durante mucho tiempo; por otro, temían que sus perseguidores estuvieran esperándolos, dispuestos para abalanzarse sobre ellos con enorme saña. Las rocas tenían ahora un color grisáceo, a veces plomizo; el suelo, en suave pendiente, comenzaba a tener una forma escalonada, como si se hubiesen tallado en él unos peldaños. La luz tomaba el aspecto de una lumbrarada, cuyo origen no era ningún punto concreto, sino una abertura grande que se divisaba entre las piedras. Era la salida que buscaban, el final de aquel túnel secreto que atravesaba las montañas. Acier, al darse cuenta de ello, ordenó que se detuviera la tropa: quería disponer el ánimo de los suyos para afrontar con valentía los peligros que en el mundo exterior habrían de encontrarse.












11


El sol los deslumbró. El primero que había salido de la gruta había sido Acier, al que siguieron Barac y Josafat. Al principio creyeron que se hallaban en el mismo sitio: tuvieron por un momento la impresión de que el túnel los había devuelto, en un recorrido circular, al mismo lugar por el que se habían internado en el seno de las montañas; quizá se trataba de una ironía del destino, de un nuevo capricho del azar, pensaron con cierta desazón algunos. Sin embargo, poco después comprobaron que el paisaje había cambiado: ahora los riscos y las peñas tenían un color distinto, quizá de una tonalidad azulada; antes parecía todo más viejo, de una edad que se remontaba a tiempos muy antiguos; ahora, en cambio, toda la naturaleza semejaba nueva, casi recién creada. Era un espacio virgen, de contrastes muy pronunciados. Más abajo de donde se encontraban, había unos pinares, de un verde muy claro, entreverado de amarillos; tras ellos, aparecían unas alamedas, esmaltadas de un verde más oscuro, con brillos tornasolados. El descenso por aquella vertiente no era tan brusco: al pie de las montañas se abría un extenso valle, por el que serpenteaba la cinta plateada de un riachuelo. El valle estaba compuesto de sucesivas praderas, dispuestas a modo de manteles sobre aquella parte del paisaje, con chopos alineados como cirios chisporroteantes, con pequeñas florestas que resplandecían como candelas festivas, con setos que azuleaban entre tanta verdura. Había también cuadros de tierra marrón, festoneados de encinas y de lentiscos. Circundaban el valle unas colinas, sobre las que se alzaba la ingente mole de una sierra.
Admirados por lo que veían, se preguntaron qué sitio sería aquel; había quienes pensaban que no era muy diferente de otros por los que habían pasado; muchos decían que era muy bello en apariencia pero que podía depararles desagradables sorpresas, igual que había sucedido ya en algunos lugares en los que se habían establecido. Acier y sus consejeros no descartaban la idea de que fuese la tierra prometida, a la cual habrían llegado después de una fabulosa travesía. Daniel, Afir y Judá no reprobaban lo que los jóvenes aventuraban, aunque no las tenían todas consigo.
Para disipar las dudas, decidieron conocer más de cerca aquellos parajes que frente a ellos se ofrecían. El descenso, como habían previsto, no fue demasiado largo ni aburrido. En no mucho tiempo recorrieron los pinares y las alamedas que precedían al valle. Notaron en ellos un ambiente muy beatífico, con rincones en los que las sombras se combinaban con una hierba muy mullida, espacios en los que debía de ser muy plácido y reconfortante el descanso.
El valle era más exuberante de lo que habían creído. El riachuelo que por él circulaba tenía casi proporciones de río, con orillas pobladas de juncos y de sauces, entre los que también crecían higueras y limoneros. Las aguas eran claras, transparentes, apenas rizadas por una leve brisa, por un airecillo casi imperceptible que bajaba de la sierra; el sol cabrilleaba en sus ondas, clavándoles innumerables puñales de plata y de oro. A veces se levantaba una ráfaga de olores, de una dulzura agreste, de una dulzura en la que se percibiera en el fondo una sensación amarga, como si en la naturaleza los contrastes hubiesen de estar mezclados, como si no se pudiese concebir nada en ella sin la presencia de su contrario.
En las praderas, las hierbas estaban muy crecidas; de vez en cuando, el airecillo de la sierra describía en ellas sutiles abanicos. En las florestas, además de rosas y jazmines, había extrañas florecillas que no habían visto nunca, de colores que no podían designar con los nombres consabidos: las había de un rojo amarillento, de un rosáceo nacarado, de un morado con ramalazos de lila, de un lila con lunares blanquecinos... Se quedaron encantados con aquello, con aquel cuadro de hermosura bochornosa, de un esplendor tan íntimo.
−Esta será nuestra tierra −proclamó Acier ante los demás.
−Ignoramos aún si es la que se nos ha prometido −advirtió Barac.
−Eso nunca lo sabremos si no se nos revela de algún modo −respondió Acier.
−Si no es la tierra que buscamos, lo sabremos pronto −opinó Josafat.
Daniel permanecía callado. Parecía ya a punto de sucumbir a sus achaques; algo, sin embargo, lo mantenía, quizá un resto de la esperanza que en otro tiempo había albergado, un resto del amor con que había servido a su pueblo.
−El mismo dios que nos ha traído hasta aquí nos aclarará el misterio −dijo al fin.
Aquella misma noche, él y su hijo menor se fueron a un lugar elevado, mientras los demás se entregaban al descanso. Igual que habían hecho en otra ocasión, se sentaron en el suelo. Había un cedro en el lugar, con sus brazos de cabotaje elevados hacia el cielo. Con gran emoción, Daniel y Acier se quedaron mirando las estrellas: eran tantas que semejaban una lluvia que se precipitara desde los fondos más tenebrosos del universo. Los dos, llevados por su instinto, trataron de conectar con el dios que estaba más allá de todo aquello. De modo inesperado, lo comenzaron a sentir dentro de sí mismos. Era como una llamada imprecisa, como una inclinación tierna. Sin palabras, dios inspiraba en ellos un amor inmenso, un amor que solo se saciaría con su presencia, después de que concluyera su largo caminar por la tierra. Comprendieron una vez más que la vida era precisamente un camino y que este debía tener una meta, una meta que quizá solo se hallaba tras los propios límites de la vida. Comprendieron también que la tierra que ahora pisaban era la que habían de tomar como último asiento, antes de alcanzar el estado de eterna felicidad que dios tiene destinado para su pueblo. Para que no tuvieran ninguna duda sobre lo que habían pensado, un ángel, uno de aquellos mensajeros que los habían seguido, se les apareció para comunicarles que estaban en lo cierto. Daba la impresión de que era más alto de lo que ellos recordaban; el talle era escueto, de una donosura inaudita; sus ojos garzos se posaban con determinación, con estudiada solicitud:
−Esta es la tierra que os anunciamos, en ella hallaréis la paz que no podíais tener en Fayad −les dijo−. La verdadera paz es la del espíritu.